lunes, 30 de octubre de 2006

Criadas

Las criadas dormían en la cocina. Por grande que fuese la casa, aunque tuviese diez o doce habitaciones, en las familias de antes la costumbre era que la cocinera y todas las criadas durmiesen en la cocina, en el mismo sitio en que cocinaban, fregaban y trabajaban durante todo el día. Por la mañana se lavaban la cara en el fregadero, donde tiraban el agua sucia de lavar y fregar. En la mayoría de las cocinas de entonces, el aire estaba siempre viciado por más que se ventilara. Eran condiciones degradantes e incomprensibles, pero nadie le daba vueltas al asunto; la sociedad funcionaba así, los señores vivían en ocho o diez habitaciones llenas de pianos, objetos decorativos de bronce, plata y porcelana, cortinas de encaje, armarios y estantes cargados de libros, en las que todo brillaba y relucía, puesto que las criadas habían estado quitando hasta la última motita de polvo y limpiando a fondo hasta el último refugio de algún «bacilo»; ponían la mesa con gusto y servían suculentas comidas mientras pasaban sus días en una cocina llena de olores donde el vapor de sus propios cuerpos se mezclaba con el de los guisos. Y nadie se lo cuestionaba. La «situación social» de la criada en la familia húngara de finales de siglo era sumamente especial. La criada no se consideraba una «proletaria» —tal palabra sólo se oía entonces en las oficinas del partido socialista—, no era una «trabajadora concienciada», sabía muy poco acerca de su propia condición. Sólo era una criada. Le pagaban muy mal —mucho peor que a una obrera asalariada, mucho peor que a un jornalero—, la hacían trabajar durante el día entero y, a la menor desavenencia, la despedían «con un plazo de quince días», aunque llevase trabajando veinte años en la casa. A cambio «lo tenía todo», como solían decir las señoras, «casa y comida». ¿Qué más se podía desear? La casa a la que se referían era una especie de cómoda con grandes cajones situada en la cocina donde la empleada se hacía la cama con sábanas y edredones a rayas, «de criada»: por la noche abría el cajón de abajo y se acostaba en él. En cuanto a la comida, su calidad variaba de casa en casa, pero incluso en la abundancia paradisíaca de la Hungría de antes de la guerra se «asignaba» una ración diaria a cada criada, se escogía cada bocado que podía consumir de los restos, se le cortaban las rebanadas de pan, se le racionaba la leche y el café —por supuesto, para las criadas sólo había café de cebada— y se les daba el azúcar por terrones. La «despensa» se cerraba con llave. Cuando se despedía a una criada, la señora examinaba las pertenencias que ésta pretendía llevarse. La cacheaba de arriba abajo, abría su hato y lo examinaba todo en busca de una toalla o una cucharilla de plata, porque era obvio que «toda criada era una ladrona». El cacheo se realizaba incluso si la criada despedida había servido durante una década en la casa sin que hubiese desaparecido ni una aguja entre sus manos. Las criadas no protestaban por aquellos denigrantes cacheos, pues los encontraban naturales. Las señoras tenían a veces razón al acusar de robo a las sirvientas, aquellas «enemigas pagadas», pues solían robar pañuelos, medias o toallas. Conservo de mi infancia varios recuerdos de tragedias ligadas a ellas. Las cocineras solían beber sin medida, a ser posible ron; seguramente querían olvidarse de su situación, de que «tenían todo lo que necesitaban»: casa y comida. Las niñeras buscaban a algún hombre joven, se ponían enfermas, no se podía contar con ellas; sobre todo las eslovacas tenían fama de libertinas. Cierto, la posición de la criada había sido siempre de sumisión con respecto a la familia de sus señores, aunque en el pasado se la veía de algún modo como un pariente de quien los señores se aprovechaban, a quien pagaban mal o de ninguna manera, pero a cambio la consideraban parte de la familia y se preocupaban de ella hasta el fin de su vida. El señor le gritaba, incluso la abofeteaba, disponía de su vida y de su muerte, pero a la criada que había envejecido al servicio de la familia la mantenían después, y a la que se casaba le daban una dote e intentaban encontrar un trabajo para su marido; en una palabra, se encargaban de ella, la aceptaban como a una pariente lejana y pobre. Sin embargo, la familia burguesa ya no veía así a las sirvientas. Del trato de antes sólo habían tomado los gritos y las bofetadas, y en las relaciones entre señores y criadas ya no existían ni los lazos familiares ni la responsabilidad social. A la criada incapacitada y envejecida la despedían y punto, sin explicación alguna, sólo porque «se habían hartado de ella».
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A veces las cocineras, bajo los efectos de la menopausia y del alcoholismo crónico, levantaban el cuchillo contra sus señores, mientras que las criadas rebeldes se escapaban; había muy pocas que durasen más de un año. Además de las criadas, cambiaban constantemente las lavanderas, las planchadoras y las señoras que iban a casa a coser; estas trabajadoras de la ciudad vestían como damiselas y causaban estragos en los miembros más jóvenes de la familia. En muchas familias burguesas los señores esperaban que las criadas jóvenes ayudasen a los adolescentes a pasar esa época tan difícil y pusieran a su servicio su cuerpo junto con todas sus intimidades. Muchas veces he oído decir a unos padres burgueses que habían conseguido encontrar para su hijo adolescente a una criada joven y guapa, porque éstas eran en todo caso «más sanas» que las mujeres a las que los jóvenes solían recurrir en caso de necesidad. Si la criada quedaba embarazada, la despedían, y el abuelo de la criatura, que era todo un caballero, sonreía con orgullo al joven padre y corría con los gastos de manutención, ocho o diez forintos al mes. Ésa era la costumbre.


Los anteriores son dos párrafos del epígrafe 9 del primer capítulo de Confesiones de un burgués, el primer tomo de las Memorias de Sándor Márai, escritor húngaro (1900 - 1989). Aunque sean largos (y con escasa puntuación para mi gusto) no me he resistido a transcribirlos porque creo que dan para pensar. Y tampoco pensemos que estas situaciones son tan remotas; en la segunda mitad de los 70 conocí otras muy similares en la capital de un país sudamericano.

CATEGORÍA: Literaturas
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2 comentarios:

  1. Saludos!
    Excelente.. yo tambien he vivido en paises de America del Sur, en una época más reciente que la tuya, y bueno, encuentro ciertos paraleismos.
    Un Mundo Para Julius de Alfredo Bryce Echenique , un libro recomendado , crónica del tiempo limeño ya perdido es una denuncia de la ideología de la clase burgesa.
    Seguiré leyendote.

    Comentado el Lunes, 30 Octubre 2006 21:53

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  2. Crueldad social, crueldad inevitable entre las diferencias de ricos y pobres. Da igual la época en que vivamos, los derechos siempre quedan escritos....la realidad siempre hará que el que tiene ocupe una posición donde puede denigrar los derechos del que no tiene. Posiblemente dentro de cien años alguien escriba un libro donde cuente cosas que escandalicen a la sociedad de ese futuro y sin embargo a nosotros nos parece tan normal y tan inevitable.

    En cuanto a los pensamientos de la gente hará unos tres años conocía a un chileno. Este hombre era un burgués con todo el significado que ello puede contoner. Un señor de clase media, médico y de familia adinerada. Que afirmaba sin pestañear que ellos tenían una buena posición social porque habían trabajado y que las personas en una posción económica pésima son poco menos que vagos sin aspiración ninguna. Defendía un capitalismo feudal (o por lo menos es el nombre que yo le doy a sus pensamientos). Según veía él la situación el estado de bienestar que nosotros teníamos (los europeos) se había conseguido por la explotación inicial de todos los trabajadores. Y hacía extensivo a su país el hecho de que como no habían vivido una revolución industrial con todo lo que ello significó al trabajador europeo (me refiero a explotación laboral, sueldos bajos y jornadas de 16 horas) pues sudamérica no podía despegar económicamente. Decían que no podían tener una economía saneada sino sacrificaban por el camino a todos esos trabajadores que sacrificamos nosotros. Que en los países de sudamérica no cabían los sindicatos ni los derechos de los trabajadores todavía, hasta que ciertos señores no se enriquecieran y así invirtieran en la economía de sus países. Este era su planteamiento, un señor de nuestro tiempo, un señor que en el plano personal era encantador, divertido y que sin embargo me ponía los pelos de punta cuando hablaba de economía y de costes humanos necesarios para que sudamérica se pudiera equiparar con EEUU o con Europa.

    Evidentemente conmigo y mis ideas era condescendiente por el simple hecho de que era "mujer" "pobrecita ella, no sabe lo que dice".

    Comentado el Martes, 31 Octubre 2006 09:29

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