martes, 10 de julio de 2007

Espectáculos banales y estupidez generalizada

En su post de este domingo, Kotinussa arremete contra dos ejemplos de charlatanes embaucadores que, eso sí, sacan altísima rentabilidad a sus actividades. El primero es Al Gore, quien, como ella dice, nos concedió el honor de visitarnos hace poco en estas islas ultraperiféricas. Yo estaba invitado al show, si bien finalmente no fui; reconozco que, por un lado, no me habría importado asistir (curiosidad morbosa), pero, por otro, tampoco es que me apeteciera mucho. En todo caso, mis obligaciones laborales resolvieron el dilema por mí.

El otro “charlatán de feria” es el promotor del concurso de las nuevas siete maravillas. Se trata de un millonario suizo de 55 años, un tal Bernard Weber. Evidentemente, como bien ilustra Koti, la organización de este montaje ha supuesto recaudar ingentes cantidades de dinero. Por cierto, según dice este señor (entrevista en El País del 8 de junio pasado), él no ha cobrado nada; el dinero se destina a restaurar monumentos. Lo creamos o no, tampoco me parecería escandaloso que alguien se forre a partir de una iniciativa, por muy banal que sea (como es el caso). Lo que me resulta interesante es que estas ideas banales generen dinero.

Ello es posible gracias a, efectivamente, la ingenuidad de la gente y la complicidad (entre ingenua e interesada) de autoridades políticas a lo largo del mundo. Pero, a mi modo de ver, el motor de todo el invento tiene mucho que ver con el cutre afán de los humanos por la competitividad tribalista; las tribus, en este caso (obvio es decirlo), son las naciones. Nos encantan los concursos y más cuanto más nos involucran. ¿Cuál es, si no, el éxito del deporte? Que el partido de fútbol sea bonito es absolutamente secundario frente al resultado favorable de los nuestros. Y luego decimos “hemos ganado”, como si fuéramos nosotros quienes hubiésemos estado corriendo en el campo. De la misma forma, la Alhambra debía estar entre las nuevas siete maravillas, porque es nuestra y nosotros somos los más chachis. Este nacionalismo ramplón ha sido animado desde las esferas oficiales, pero eso entra dentro de la lógica maquiavélica del Poder; no podía ser de otro modo.

Hace dos meses estuve en Granada (ya lo conté en el blog) y visité la Alhambra. He estado varias veces en esa maravilla y, desde la primera, quedé completamente enamorado de su belleza. Es el monumento arquitectónico que más me gusta, más me conmueve, más me admira de los que hay en España y me pondrían en un aprieto pidiéndome que dijera alguno que haya visto que me “toque” tan intensamente como el complejo nazarí. Pero es que no necesito para nada hacer listas ordenadas, no le veo sentido a comparar las bellezas ni, por supuesto, me produce ningún placer que me digan que la Alhambra es, por ejemplo, más maravillosa que Machu Picchu. Lo que me entusiasmó es haber conocido las ruinas incaicas y la magia de su enclave, haber paseado por Venecia, París, subir hasta la colina de Ronchamp …. Y, sobre todo, saber que todas esas maravillas están ahí, al margen de concursos y calificaciones.

Disfrutar de la belleza, sentirla, aprender de ella … Eso es hacerla tuya. Por motivos meramente coyunturales (y hasta de facilidad para visitarlos) es normal que sintamos más nuestros los monumentos que están en España. Pero, ¿acaso ha de gustarme más la catedral de Burgos que la de Colonia? Me pregunto cuántos de los que votaron a un monumento habían tenido con él algún encuentro amoroso. Porque quizás sería bonito (e ingenuo) pensar que cada voto era una especie de beso de homenaje a una belleza que nos ha emocionado, que sentimos nuestra.

Pero no, por supuesto que no. En mi última visita a la Alhambra fui embutido entre poetas con el séquito oficial del Ayuntamiento. Antes incluso de que los ilustres visitantes (yo no era ilustre, aclaro) pudieran saborear el monumento, a la misma entrada, los politicastros les forzaron a votar por Internet. El amigo con quien iba advirtió que ya había votado por Machu Picchu (es peruano y, “lógicamente”, quería que ganase “su” maravilla), pese a lo cual le insistieron en que apoyara también a la Alhambra. ¡Qué entusiasmo había en Granada con lo de ser una de las siete nuevas maravillas! Imagino que habrá seguido hasta el otro día, en que se tornaría en amarga decepción y denuncia de la tremenda injusticia. ¡Qué va a ser una injusticia! ¿Qué sentido tiene hablar de merecimientos y justicias en una pantomima que es simplemente un espectáculo? ¿Cuándo dejarán de gustarnos estos espectáculos?

Por estos lares, en cambio, estamos de enhorabuena. El Teide ha sido declarado Patrimonio Natural de la Humanidad por la UNESCO. A diferencia de las siete nuevas maravillas, quien organiza y concede este reconocimiento es una organización seria, plagadita de científicos. No sé, no sé. Lo cierto es que, al margen de las diferencias en cuanto a la seriedad de los criterios, ambos “concursos” adolecen de los mismos pecados originales: competitividad nacionalista y obsesión por las listas. Ser Patrimonio de la Humanidad supone algunas ventajas objetivas (pocas) para la conservación del paraje natural, pero la mayor de todas (al igual que ocurre con las siete maravillas) es la de reclamo turístico (lo cual no suele casar muy bien con la conservación, pero da dinero).

Cuando se dio a conocer el fallo favorable al Teide, en esta isla hubo una orgía de felicitaciones y autocomplacencias, rematada con una exhibición de fuegos artificiales en la nueva plaza del Cabildo. El presidente de esta institución, henchido de gozo, declaró que todos los tinerfeños y también los restantes canarios habían de sentirse orgullosos. Dos cosas a resaltar: si lo que ha hecho la UNESCO es declarar que el Teide es de toda la humanidad (¿qué otra cosa significa patrimonio?), ¿por qué no han de alegrarse también los españoles en su conjunto, todos los habitantes del mundo mundial en su conjunto? Y la segunda: ¿por qué han de sentirse orgullosos los tinerfeños de que el Teide sea tan maravilloso? ¿Acaso se lo han currado? A propósito, uno de los más “orgullosos” era el alcalde de La Orotava, municipio en el cual se sitúa el volcán y la mayor parte del Parque Nacional; pues bien, hay que reconocer que este señor sí tiene gran parte del mérito en haber contribuido a que el famoso Valle de La Orotava que se extiende desde la cara norte del Teide (y que tanto entusiasmó a Humboldt en el XIX) haya ocultado toda su belleza bajo un manto horrendo de edificaciones diseminadas del peor gusto imaginable. Y no ha podido destrozar la corona forestal ni las Cañadas porque son espacios protegidos fuera de su jurisdicción, que si no …

En fin, que tenemos lo que nos merecemos. No me parece del todo justo arremeter sólo contra quienes se aprovechan de la estupidez de la gente sin dar su poquito de caña (que la merece) a la propia estupidez. Y, puestos a arremeter contra los aprovechados, creo que mucho más culpables son los políticos que, en principio, deberían velar por el interés público y (nueva ingenuidad por mi parte) no estaría de más que se considerara de interés público propiciar el descenso de la estupidez media en vez de alimentarla. Los privados, al fin y al cabo, se buscan las castañas, por más que no se me oculta que en ese juego suelen ganar los más tahures.


CATEGORÍA: Política y Sociedad

4 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo contigo, claro. Tu post y el mío son como complementarios. Por eso he puesto en el mío un enlace al tuyo, para continuar la lectura. Besos.

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  2. Totalmente de acuerdo, celebro que unos pocos veamos estos engaños. He estado indignada toda la semana viendo el tratamiento que los Medios y los políticos le daban al tema.

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  3. Además es tan complicado y ambiguo eso de decidir cúales son las 7 maravillas del mundo. Lo primero, para votar deberían haber visto todas las que hay y luego poder decidir/opinar y dudo que haya mucha gente, de la que ha votado en esta situación...

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  4. Totalmente de acuerdo y nada que añadir. Sólo me pregunto si es posible descender la estupidez media. Me cuesta mucho creerlo.

    Besos

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