martes, 7 de agosto de 2007

De los muertos no se habla mal

Por motivos de trabajo, me surgió la oportunidad de hacer un viaje relámpago a mi ciudad natal. Llegué ayer a primera hora de la mañana con unos compañeros y directamente nos metimos en las oficinas de un edificio muy moderno (lo último de lo último en tecnología, oye), donde dos personas muy agradables nos explicaron detalladamente todo cuanto queríamos saber. Tras cuatro horas de reunión, un taxi hasta el pueblo en el que está el aeropuerto; comemos una merluza deliciosa, bebemos abundante sidra y nos despedimos. Mis compañeros vuelan de vuelta pero yo aprovecho para pasar veinticuatro horas más por estas latitudes norteñas y lluviosas.

Paseo entre turistas franceses frente a la bahía urbana más bella de este país. Me gusta sentir el aire húmedo de mar y lluvia; no evoco recuerdos concretos, pero sí hay una sensación vaga de pertenencia mutua, una identificación subconsciente. Llego a la casa de mi tía, la hermana menor de mi madre; poco después, ella, dos primas y yo estamos repasando una carpeta llena de papeles viejo de mi abuelo materno. Hay cosas curiosas, retazos de pasajes de su vida y de la de sus allegados, en lenguajes sobrecargados de tonos melodramáticos y giros ya anacrónicos. Algunas historietas me son conocidas; en cambio, otras, la mayoría, no. De pronto voy descubriendo caras nuevas de un abuelo a quien quise mucho. Esta mañana pretendo sacar fotocopias a varios de esos papeles, para leerlos en mi casa con más calma.

Por ejemplo, ayer me enteré de la historia del suegro de mi abuelo, el padre de mi abuela Lola, mi bisabuelo Andrés. Este señor nació en 1860, en una familia acomodada asturiana; tuvo cuatro hijos, un varón y tres niñas, la menor, mi abuela. Su mujer murió en el parto de mi abuela, en enero de 1904. Poco después, Guadalupe, la mayor, se casó y la nueva pareja se mudó de Gijón a Oviedo, llevando consigo al padre y a las dos niñas. Ya para entonces, parece que Andrés había dilapidado su patrimonio y la familia estaba en la ruina. Años antes había inventado un contador para el abastecimiento de agua, cuya patente le producía buenas rentas. Sin embargo hasta esa patente hubo de venderla para afrontar sus cuantiosas deudas: mi bisabuelo era jugador. Instalado en Oviedo y mantenido por su yerno, vivió cuarenta años más asistiendo cotidianamente al Casino, siempre de punta en blanco. Se presentaba por las mañanas ante su hijo político y, extendiéndole la mano, le espetaba: "no sólo de pan vive el hombre" y, obtenida su "asignación", a hacer vida social.

Mi abuela (nunca lo supe) le odiaba, hasta el punto de que no asistió a su funeral. Encuentro en esta carpeta de papeles viejos recortes de periódicos ovetenses de la época. Una necrológica de media columna lo elogia abundantemente: "persona de muy buenas relaciones en nuestra ciudad como se patentizó con ocasión del traslado de sus restos", "fervorosamente cristiano, el finado amó y vivió siempre para los suyos, dando ejemplos uno y otro día de las nobles palpitaciones de su corazón y de sus buenos sentimientos", "no han cesado de llegar testimonios de pésame, lo que prueba que ha sido muy sentida la pérdida de tan bondadoso caballero" ...

De los muertos sólo se puede hablar bien, ya se sabe. O no hablar en absoluto, como ocurrió en nuestra familia respecto a este bisabuelo mío, hasta cuyo nombre ignoraba. De la rama asturiana de mi familia no sé apenas nada, no conozco a ninguno de los primos segundos que he de tener. Tengo vagos recuerdos de los tíos (de mi madre) Juan y Lupe, los de Oviedo, justamente quienes cargaron tantos años con mi bisabuelo. Su hija Lolita, una señora que anda ahora por los 85 años, sí ha estado más relacionada con mi familia; pese a ser bastante mayor que mi madre, siempre mantuvieron relaciones cariñosas. Ayer mi tía, que nació ya muerto mi bisabuelo, me contaba que su madre apenas lo mencionó durante su infancia y que cree que, desde que se casó y salió de Asturias, no volvió nunca a visitarlo ni le dejó que él conociera a sus nietas (aunque esto habré de preguntárselo a mi madre, la mayor).

En fin, historias de familia. Esta que apunto, en todo caso, sólo aparece tangencialmente entre los papeles viejos de la carpeta de mi abuelo en forma de esquelas amarillentas. Hay otras más jugosas protagonizadas por mi abuelo que gustaba de escribir sus recuerdos: la muerte de su padre y el traslado de la familia a Bilbao, sus milicias en Africa, sus "aventuras" para salir de Oviedo los primeros días de la guerra y poder reunirse con su mujer y su hijita de tres años (mi madre) ... Ya iré repasando estos papeles con calma. Pero ahora, en cuanto estén listas mis primas, a dar una vuelta por "mi" ciudad..

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

4 comentarios:

  1. Es curiosísimo lo de descubrir a las personas por los restos que han quedado.

    El día que yo descubrí la herencia que mi abuelo nos dejó en forma de fotos (era muy aficionado), descubrí un ciento de cosas interesantísimas.

    Un beso.

    ResponderEliminar
  2. Esas antiguas historias familiares son maravillosas. De repente uno descubre un montón de cosas interesantes, curiosas, divertidas o dramáticas que ni se imaginaba. Y es que la realidad, a veces, es mejor que la ficción.

    Besos

    ResponderEliminar
  3. mmm... el reloj de tu blog marca las 3:07pm ... la misma hora que por estos meridianos...
    me pregunto por donde andaras...
    espero lo estes pasando lindo,
    un beso

    ResponderEliminar
  4. Es que en todas las familias hay de todo. En cuanto rebusquemos un poco, se puede encontrar uno cualquier cosa. Por eso es mejor no mover mucho el pasado a veces.

    ResponderEliminar