jueves, 31 de julio de 2008

Sexo de pago

Para Marguerite, que la tengo a pan y agua (pobre)

Era la primera vez. Se decidió tras un torbellino de dudas y emociones: quería y no quería, excitación, miedo, vergüenza, lujuria ... Su amiga Mai: hace ya seis meses, deberías probar, (¿tú has probado?), yo estoy casada, pero sonrisa irónica. No hay intercambio emocional, sólo sexo, como darte un masaje, sales nueva, relajada, satisfaction guaranteed, en serio. No sólo la satisfacción, también y sobre todo, garantizan el anonimato, hasta donde uno quisiera, rezaba la web; todo por internet, lógico. Nuria se atrevió, al final, a reservar fecha y a detallar menú (así lo llamaban). Demoró su elección mareándose entre "platos" de nombres sugerentes y prolijas descripciones; lo que el texto no alcanzaba a aclarar lo completaban fotografías sobradamente explícitas. Ensayó cambios y variaciones aprovechando las opciones desplegables: duración, número de personas, accesorios, música, fragancias ...

Hugo la llamó cuando acababa de salir de la ducha. Oír su voz y el miedo a su fragilidad, a venirse abajo, al abandono. Cortó por lo sano: no puedo hablar, ya te llamaré. Borrar su imagen, pedirle un indulto a la memoria, prohibirse las lágrimas. ¿Lograrán follarme hasta vaciarme el alma? La pregunta le hace gracia. Va a ir, no se va a permitir rendirse, hoy no, si no sale bien, no será porque no lo intentó. Pensamientos de Nuria vistiéndose, pintándose, mirándose en el espejo (estoy guapa, es curioso), recogiendo las cosas, vaciando y volviendo a llenar el bolso, saliendo de casa.

Unos cuantos kilómetros de autopista, la A6, desviación en la urbanización de Mai, a cien metros gire a la derecha, ya ha llegado, hay que reconocer que son útiles estos cacharros pese a la bronca que le eché a Hugo cuando supe el precio que había pagado. El morro del coche enfrentado a una entrada de garaje, a su izquierda un panel cromado; Nuria recuerda: ha de teclear el código que recibió por e-mail al confirmar la reserva. 37225601, la puerta se abre sin ruidos, estacione en la plataforma iluminada, lee en el panel. Conduce en primera al interior de un cilindro hueco y sombrío; en el centro un rectángulo de luces brillantes resaltan una chapa metálica sobre la que aparca. Apaga el motor, nota la vibración de la maquinaria, la plataforma se eleva despacio y también un recorrido circular, de pronto se para, ligera sacudida y otro desplazamiento, ahora longitudinal, de nuevo se para, un sonido señala el fin del trayecto. Nuria sale del coche; está en un cubículo trapezoidal con laterales blancos, enfrente una puerta, a su espalda el vacío cilíndrico y oscuro del que apenas le protege una barandilla metálica que acaba de cerrarse; ¿cuántos coches hay aparcados en este almacén robotizado? Cada coche un usuario, cada cubículo, la entrada a una habitación como la que estará detrás de esa puerta. Nuria quieta ante la puerta, en silencio, toma aire, la mano en el pomo esférico y negro, lo gira.

La puerta se abre a una habitación amplia, unos treinta metros cuadrados, calcula. Una mesa baja y dos sillones en el ángulo a la izquierda, un par de láminas abstractas enmarcadas, paredes en tono canela, la cama, enorme, al fondo, en el techo, justo encima, con sus mismas dimensiones, un espejo, suelo enmoquetado en un color vino algo diluido. Nuria se descalza, uno-dos, tira los zapatos hacia un rincón, siente el cosquilleo de la moqueta en los pies, los mueve hacia la cama, se hunden al contacto, avanzan despacio, uno-dos. Hay un mueble bajo a los pies, diseño austero de líneas limpias, una cajonera a la izquierda, un armarito a la derecha, una tapa central. Puedo tomarme mi tiempo para reconocer el terreno, soy yo quien decide cuando empezar, recuerda. Descorre la tapa, en el interior un televisor agazapado y un mando a distancia; toca un botón al azar, con un zumbido el aparato emerge hacia arriba, la pantalla se enciende, bienvenida, Mesalina, Nuria sonríe al leer su nick, ojea las opciones del menú, no activa ninguna.

Agacharse y abrir el armario: una neverita, el mini-bar abundante, las bebidas están incluidas, champán, por qué no, la previsible botellita de Moët, brindo por mí misma y mis orgasmos terapéuticos. Ahora los cajones, en el primero está lo que espera: el antifaz, hay dos para elegir, rojo y negro, del mismo modelo, imitación carnaval veneciano con flecos, Nuria coge el rojo, dejaré el negro a mano, ¿le pediré que se lo ponga? ¿cerraré los ojos? Al lado las esposas, muñequeras acolchadas, las toca y siente un escalofrío, una descarga de excitación y miedo a la vez. Se ajusta una, la sopesa, pendulea, las gira en volteretas, se libera, cuando tenga las dos muñecas atrapadas no podré desligarme, nueva sacudida de emoción. Y queda lo último, ahí en una esquinita, el frasquito, Nuria lo sujeta con dos dedos, lo levanta hacia la luz, estudia su transparencia, qué más da, piensa, lo vacía en la copa de champán, a mi salud y bastan dos sorbos, rico el sabor, agradable cosquilleo.

Deja la copa sobre el mueble y, con las esposas en una mano y el antifaz en la otra, los pies descalzos, esboza tímida unos pasos de bailes, la falda larga remolineando, los brazos estirándose hacia el cielo, añorando alas. Activa la música y empieza a sonar Natacha Atlas, una de las que puso en la lista; Nuria se deja llevar por la sensualidad de la melodía magrebí, deja que sus poros la absorban y su piel vibre, adquiera esa resonancia mágica, corriente rítmica que la envuelve en movimientos, los brazos aleteando, la cintura, el vientre, las caderas ... La mente acallada, sólo el baile, puerta a la percepción que busca, sintonizar el cuerpo, los ojos se cierran, vueltas que marean dulcemente. Nuria cae en la cama de espaldas, suelta las esposas y se coloca el antifaz rojo, los flecos le acarician el rostro; en el espejo del techo ve un cuerpo de mujer que vibra y brilla, aura de luz. Es ella esa diosa (pero no es ella); siente un calor que le quema desde dentro, lujuria que va incendiando la piel.

Serpenteando, va desprendiéndose del vestido, bulto arrugado arrinconado extrañado expulsado de un puntapié para que no haya sombra en el resplandor del cuerpo desnudo, vals horizontal reflejado entre cama y cielo. Cambia la música, se atenúa la luz; Nuria ensaya las primeras caricias, tantea cada trozo de piel, evaluando las urgencias de sus reclamos. Apenas leves toques, quiere exacerbar sus sentidos, quiere exasperar sus ansias, no aplacarlas. Mientras sus deseos se multiplican, espiral infinita, anticipa los placeres que le aguardan, se recita en silencio la ceremonia diseñada, la sinfonía tactil que ha de reverberar en ella. Presiente los futuros movimientos, las palmas que rozarán su cara y siluetearán su cuerpo casi sin tocarlo, las puntas de los dedos que sabrán sorprender teclas dormidas con saltos juguetones, las manos que acariciarán pero también apretarán, la lengua, la lengua, sólo de imaginar sus mojados recorridos descubre que brotan humedades propias. La excitación sigue creciendo como si quisiera albergar al más grande de los orgasmos. O a muchos, fantasea Nuria, y decide que ya es el momento.

Pulsa el botón, tal como había pactado. Se coloca bien el antifaz y mira fijamente, desde esa especie de borrachera erótica que la llena, a la mujer que no reconoce, de eso se trata. Encaja las esposas a los barrotes del cabecero y las ajusta a sus muñecas; soy ya lo que quería: un cuerpo ansioso de sexo, abandonado al otro. Quedan sólo unos segundos, en apenas nada se abrirá la otra puerta, la interior. Nuria sabe que sólo así, mujer desconocida hasta por sí misma, podrá obtener (y quizá dar) lo que siempre le ha sido negado. Ya se está abriendo la puerta, ya ha entrado, rodea la cama mirándola, ¿hay deseo en esos ojos? Entonces, las palabras del guión: Te voy a follar hasta vaciarte el alma, perra, dice Hugo. 

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

martes, 29 de julio de 2008

Lo bueno, si breve, dos veces bueno

En el inciso introductorio de su último post, Amanda se queja de que sus blogs favoritos están de capa caída y aprovecha para ilustrarnos sobre las características que no soporta en los posts. Una de ellas es la longitud excesiva y este defecto me lo "dedica" como puede comprobarse en el texto que transcribo: "No soporto ... los que tienen posts más largos que un día sin pan –Miros, últimamente el tuyo es para leer en exclusiva… ¿no sabías eso de que lo bueno, si breve, dos veces bueno?"

Respetando la opinión y las fobias de Amanda (esto de las fobias ya salió en un post reciente), no estoy del todo de acuerdo con la veracidad de su afirmación. Mis posts han mantenido una media de longitud más o menos estable a lo largo de los dos años y medio de este blog; no creo que últimamente sean más largos. El tamaño medio de una entrada mía está en torno a las 1.400 palabras (más o menos unos tres folios mecanografiados). A veces, por supuesto, escribo algunos más largos como, sin ir más lejos el anterior a éste, de unas 2.000 palabras. Pero también los hago bastante más cortos, como el antepenúltimo, de apenas 365.

Ciertamente, mi longitud media es mayor que la media (no se entienda que estoy fardando de tamaño); vamos que escribo posts largos, si hemos de tomar como referencia las dimensiones habituales. Soy consciente de que me enrollo demasiado y de que, muchas veces, me entretengo en ejercicios morosos de remoloneo narrativo. Pero es que así me divierto, razón ésta por la que escribo en el blog. Soy consciente de que la longitud excesiva disuade a muchos lectores potenciales, aunque, basándome en el número de comentarios, me da la impresión de que, en mi caso, no hay mucha correlación entre el tamaño del post y el interés por su lectura. Pero, por más que me gustaría que Amanda y otros más no dejaran de leerme, ello no es suficiente para forzarme a acortar algo con lo que me estoy divirtiendo.

Y sí, Amanda, sí conozco la frase que citas de Gracián: "Lo bueno, si breve, dos veces bueno"; que sigue: "y aun lo malo, si poco, no tan malo". Pertenece a su Oráculo manual y arte de la prudencia (1647), colección de 300 breves consejos (cada uno es un pequeño párrafo) al modo de libro de autoayuda de la época. El párrafo en el que aparece esta famosa sentencia (el 105) cuelga de la máxima "No cansar" y, efectivamente, está sobre todo dirigido al verbo, a la extensión de los discursos. Estoy de acuerdo con la recomendación de don Baltasar: hay que evitar cansar al lector con exceso de palabras. De ello, suscribiría la afirmación de que si algo se puede decir con menos palabras, estará mejor dicho; también que hay que releer para suprimir todo lo que engorda y no alimenta, etcétera, etcétera ...

Sin embargo, no necesariamente lo bueno, si breve, dos veces bueno, por más que la frase sea tan eficaz como slogan arrojadizo. Yo, por el contrario, diría que lo bueno, si largo, mejor; y me vale para la literatura y casi para cualquier cosa (también para el sexo, por cierto). Porque, aunque es verdad que alargar lo bueno es empeorarlo, también lo es acortarlo. Vamos, que cada cosa (un texto, por ejemplo) tiene su justa medida y malo es alterarla en cualquiera de las dos direcciones. Mis posts no son malos porque sean largos; de ser malos (que no lo niego), lo serían porque tienen más longitud de la necesaria, porque podría decir lo mismo que digo con bastantes menos palabras. Ahora bien, cuando termino de escribir un post y lo releo, nunca me parece que tenga palabras innecesarias (las que detecto son suprimidas antes de la publicación). No soy, sin duda, el más adecuado para detectar los excesos de longitud de mis entradas.

Claro que podría ocurrir (es otra hipótesis) que para Amanda (y para muchos lectores) sobrepasar determinada longitud es ya malo en sí mismo, incluso aunque no sobren palabras en el texto para decir lo que se quiere decir. Si así fuera, habríamos de deducir que sólo se debe hablar de asuntos que sea posible tratar en menos de mil palabras, regla que, efectivamente, es una de las básicas de la actual "sociedad de la información": quien no pueda decir lo que tenga que decir en poquísimas palabras, que no diga nada. Lo que pasa es que hay temas que no se pueden ni siquiera plantear en tan poco espacio.

Habré de acabar quejándome a Amanda con la genial frase del chavo del ocho: "es que no me tienen paciencia" porque, mujer, eso de "más largos que un día sin pan" me parece un fisco exagerado. Y no canso más, que tampoco tengo mucho más que decir y así hago caso a Gracián (cuya lectura recomiendo).


PS: Este post consta de 831 palabras; apenas el 60% de mi media.

CATEGORÍA: Blogs e Internet

domingo, 27 de julio de 2008

Regla combinatoria

Sirve para trazar segmentos rectos y/o medir sus longitudes. Instrumento del dibujo lineal pero, ¿se sigue dibujando con lápiz y regla sobre el papel o ya todo es CAD? La regla graduada (20 centímetros) de sucia transparencia, tornillito central, en los plumieres escolares. Pero luego se disocian medida y trazo, bordes a bisel y bordes rectos, respectivamente. Para medir, los escalímetros, alemanes siempre (Faber Castell o Staedtler), primero los usé de madera, ahora son plásticos, alguna vez me tocaron metálicos pero no me gustaron; sección pseudo-triangular característica, para nada esos ridículos "escalímetros de abanico". Para trazar, en cambio, las reglas de plástico duro o metálicas (aquí sí) con bordes rectos con los que el portaminas o el rotring negocia las infinitesimales curvas del recorrido lineal (eso con el CAD ya no se puede, supongo). Escuadra y cartabón (durante un tiempo la escuadra pico-pato, de ángulo graduable) y, por supuesto, el paralex; todos soñábamos entonces con un tablero con tecnógrafo, pero no estaban a nuestro alcance.

Hay, además, reglas de cálculo que ni trazan líneas ni las miden. Pillé sus días agónicos; llegué a aprender a usarla, casi más como curiosidad anacrónica (ay, las calculadoras). Guardo una especialmente bonita regalada por mi abuelo el librero cuando empecé la carrera; creería que me iba a ser necesaria.


Hasta doce acepciones más concede la Academia al término y casi todas relacionados con el orden, la medida, la forma racional y correcta de hacer las cosas, lo estable (por oposición a los cambios que son desorden, pecado). Las reglas son las que rigen nuestras vidas, las de todos; estén o no enunciadas explícitamente. Las que lo son por antonomasia son las de las órdenes monásticas: detalladas, rígidas. Las reglas dan seguridad, qué más da que sea ilusoria.

También, por más que sea desagradable, que no haya de exhibirse, la menstruación de la mujer; regla de regular, sí, pero ¿acaso no es muestra de la virtud y, a la vez, recordatorio del pecado? Quizá por eso, por su naturaleza fronteriza entre el orden y el caos, la sangre de la regla es peligrosa, maligna. El Concilio de Nicea prohibió la entrada en las iglesias a las mujeres con la regla (¿ha sido ya derogada esa norma?); lo mejor sería que se escondieran en sus casas porque su contacto, incluso a veces basta su presencia, impide germinar los cereales, agria los mostos, oxida el hierro, embota los filos, marchita las flores, ahuyenta a las abejas de las colmenas, transmite la rabia a los perros que lamen esa sangre, agrava a los enfermos, llama a la mala suerte. ¿Y sobre el menstruo como ingrediente básico de tantas brujerías?

Naturalmente, está la Virgen (Nuestra Señora) de Regla, patrona de Chipiona. La leyenda cuenta que el propio San Agustín, allá por el siglo V, había mandado construir la imagen de la cual era muy devoto. Tras las invasiones bárbaras de Hipona, Cipriano y otros monjes agustinos pasaron a Andalucía y erigieron para la estatuilla un santuario frente al mar en la desembocadura del Guadalquivir. Vinieron los moros y hubo de enterrarse la Virgen dentro de una caja con ornamentos sacros y una vela encendida donde permaneció (encendida, por supuesto) hasta que esas tierras fueron reconquistadas para la Cristiandad por Alfonso X el Sabio. El Obispo de León supo dónde estaba oculta Nuestra Señora, gracias a que Ella misma se lo había indicado. Pero a lo que iba: ¿por qué se llama de Regla? Dicen algunos que porque es la guardiana de la regla de los agustinos. No sé, parece el mismo terreno movedizo de la leyenda.

Sí es histórico que a finales del siglo XIII, el rey castellano Fernando IV donó a Guzmán el Bueno las tierras entre la desembocadura del Guadalquivir y el Guadalete, constituyendo el Señorío de Sanlucar (que luego se integraría en la casa ducal de Medina-Sidonia), y que el mentado Don Alonso erigió en Chipiona, frente al mar, un castillo al que llamó de Regla y, así también, por extensión a la comarca. ¿Por qué decidió ese nombre? No lo sé; pero, como sea, me parece más probable que de él provenga la denominación de la Virgen. Y, claro, llamándose de regla era inevitable relacionarla con la menstruación. Podríamos dar un salto a la santería cubana: la Virgen de Regla, en el sincretismo yoruba/católico coincide con Yemayá, señora del mar y de la luna, espíritu de la maternidad, la fertilidad y la riqueza, la figura femenina por excelencia que regula la sangre.

Paso a la combinatoria; permutaciones, para ser más exactos, de cinco elementos. O sea, ciento veinte posibilidades, de las cuales sólo cinco están en el DRAE, aunque me permito añadir una sexta aunque sea palabra alemana. Tanteo cuántas de las permutaciones son "fonéticamente admisibles": me salen entre veinte y veinticinco; pongamos un 20%. Si generalizara (craso error), diría que por cada palabra bautizada en nuestra lengua dispondríamos de cuatro fonemas a la espera de significado. Hay margen para la invención de términos ... Y, mientras tanto, cuántos dejamos de usar y agonizan. Algunos de ellos me han salido en este entretenimiento.

Legar, el anagrama más obvio y el que menos me motiva. No obstante, descubro que legar es también enviar a alguien como legado. De legar viene delegar (o delegar viene de legar). Así, enviar como legado pierde actualidad (te delegué o delegué en ti). El legado (o el delegado) adquiere la dignidad del legante por representación; no le pertenece, sino que le es concedida. Se lega (y delega) según reglas; es más, la existencia de la legación requiere de reglas precisas, inmutables. Somos historia porque legamos, legamos porque hay reglas; ergo no hay historia sin reglas.

A cada permutación le puedo aplicar sustituciones o añadidos. Por ejemplo, de Legar a Legal; estamos, seguro, en el mismo ámbito etimológico. ¿Qué es más perteneciente a la Ley que las reglas? ¿Qué mejor ejemplo del ejercicio legal que legar, en cualquiera de sus acepciones? Pero también Ligar, que éste es significado antiguo de legar, aunque los orígenes latinos sean distintos. Viene, en todo caso, a cuento: las reglas atan, comprometen. Romper ligaduras equivale, muchas veces, a quebrantar las reglas, desde el delito o por la revolución: neguemos su legitimidad. Desligar sería pues "deslegar" y, por qué no, deslegalizar. Ligar ahora, en cambio, se refiere a uniones poco estables, esporádicas casi, nunca las que adquieren peso institucional y posibilitan legar. Ligando salimos del universo de lo legal, pero no del de las reglas.

El segundo anagrama es todo un descubrimiento: Legra. Enseguida había visto Legrá, recordando a aquel púgil hispano cubano que llegó a ser campeón del mundo del peso pluma. Me trajo recuerdos de esos años a caballo entre los sesenta y los setenta, de combates retransmitidos en blanco y negro, quizá la única época en que seguí algo el boxeo. Pero resulta que la legra, del latín ligula, cucharilla, es una cuchilla de acero con el extremo libre encorvado y cortante, que sirve para labrar; y, más específicamente, la legra es el instrumento médico-quirúrgico con el que se llevan a cabo legrados: Legrar es raer la superficie de los huesos separando la membrana fibrosa que los cubre y también raer la mucosa del útero. Curioso que el azar (no la etimología) sitúe en un mismo entorno semántico (el genital femenino) la regla y la legra. Derivación escabrosa por la que no me apetece transitar ahora.


La tercera permutación también me sorprendió con un significado desconocido. Argel es la capital de Argelia, la ciudad blanca que fundó Hércules, con una de las kasbah más interesantes del Magreb (patrimonio de la humanidad desde 1992) que tengo pendiente visitar. Además, me acordé de una historia inquietante que acaecía en Argel y me dieron ganas de disfrazarla en un relato (será en otro momento). Pero argel es en nuestra lengua un adjetivo con el que se califica al caballo o yegua que solamente tiene blanco el pie derecho, de lo que algunos entienden que es malo y trae mala suerte a quien lo monta. En Paraguay se aplica a las personas y cosas carentes de gracia o simpatía, acepción seguramente derivada del arabismo original de Castilla. La hípica cuenta con su propia terminología especializada, a la que se adscribe este adjetivo. Los blancos, en los caballos, son las pequeñas manchas claras que pueden servir para diferenciar u n animal de otro del mismo color. El asunto tuvo su importancia, como demuestra la abundancia de denominaciones para precisar la ubicación del blanco: lucero, estrella, cordón, frontino, mascarillo, pico blanco, rabicano, unalbo, dosalbo, manialbo, pialbo, solteado, bragado, gateado, arriñonado, y bastantes más, entre ellas nuestra argel. Pero, ¿por qué este nombre? Pues ni idea, sería acaso que abundaran estas manchas entre los caballos de los moros. Caballo argel, cuídate de él, dicen los mexicanos. Seguro que Cervantes, cautivo en Argel, habría sabido satisfacer esta curiosidad mía.

La quinta y última palabra inventariada en estas permutaciones es Glera, que, a través del aragonés, viene del latín glarea, grava, y hasta hoy no sabía que existiese. Glera es cascajal: un terreno lleno de fragmentos de piedras y otras cosas quebradizas (por ejemplo, las cáscaras de frutos secos); pero también es arenal, que puede ser tanto un suelo de arenas movedizas como una extensión grande de terreno arenoso ¿una playa? Encuentro una aclaración más específica de su significado en el biquizionario aragonés; la glera es la orilla pedregosa de un río y también es una gravera; los ruellos de glera, por cierto, son los cantos rodados ... ¿The rolling stones? No, pebbles. La cosa es que busco textos en que aparezca esta palabra recién descubierta y no los encuentro.

Pero Glera (o Hilera) es como también se llama el río Oja, que da nombre a la Comunidad Autónoma. Discurre de sur a norte, desde la Sierra de la Demanda (pasando por Ezcaray) hasta su desembocadura cerca de Haro y del Ebro. Se discute si Oja es de etimología vasca y puede serlo, máxime cuando estas tierras pertenecieron al reino de Navarra en la Alta Edad Media; pero siempre han sido fronterizas y ahí mismo están Castilla y Aragón. En todo caso, parece que el río se apodó Glera porque acumulaba cascajo, tanto que desaparecía en Ojacastro para volver a surgir en Castañares. Que sea un topónimo riojano, explica su existencia como apellido: apenas 280 personas en toda España, según el INE, pero dos terceras partes en esa provincia.

El de Glera es además un puerto del Pirineo oscense (2.367 m), que enlazaba Benasque y Luchon. En ambas localidades he estado, pero no crucé por ahí. Por la misma época que se fundaba Ezcaray, este puerto de la Glera era paso habitual de peregrinos que hacían el Camino y eso justificó la erección de un hospital de factura románica en los llanos sobre Benasque. Busco fotos del puerto de la Glera y, en efecto, veo abundantes cascajos tapizando sus laderas hacia el maravilloso ibón (lago) de Gorgutes.

Tras las cinco palabras "oficiales" (Regla, Legar, Legra, Argel y Glera) añado una alemana que no es otra que Lager. Lager es un tipo de cerveza originaria de Baviera, pero no es ésa la acepción en la que pensaba al encontrar este sexto anagrama. Lager es también la denominación que daban los nazis a los campos de concentración. La palabra la aprendí hace ya bastantes años, en Si esto es un hombre, el primer tomo de la cruda trilogía de Primo Levi sobre su experiencia en Auschwitz. Lager quiere decir campamento, almacén, depósito; imagino que se optaría por este término para evitar connotaciones molestas que pudieran interferir la eficiencia burocrática de los Eichmann y compañía. No es palabra española, de acuerdo, pero me parece perfecta para cerrar el círculo; el Lager podría ser el hábitat paranoico de las reglas.

El juego acaba aquí, aunque podría seguir si permitiera, por ejemplo, adiciones. Genero así Regal(o), (T)ergal, Galer(a), L(i)gera, Alegr(e), Alerg(ia). Sin apenas esfuerzo salen seis más, que darían para enrollarme otro tanto. Confieso que me apetece, pero hay quien me advierte que ya me he pasado. Pues vale.

CATEGORÍA: Entretenimientos gramaticales

jueves, 24 de julio de 2008

El silencio del miedo

Hablar siempre en voz baja es algo que, poco a poco, disuelve las palabras y reduce las conversaciones a un intercambio de gestos y miradas. El miedo, como la voz queda, desdibuja los sonidos porque el lado oscuro de las cosas sólo puede expresarse con silencio.

Alberto Méndez. Los girasoles ciegos.

Pero, ¿puede el silencio expresar algo? No se trata del silencio elíptico, claro está, que no es silencio verdadero. Habla del silencio que imponen los lados oscuros a través del miedo, un silencio que oprime, y que se expande acallando y desdibujando los sonidos que lo rondan. Entonces la frase no es exacta, no lo es decir que el lado oscuro sólo puede expresarse con el silencio; el silencio, a lo sumo, avisa de la existencia del lado oscuro de alguna cosa pero no nos informa nada sobre su naturaleza.

El miedo habita en el lado oscuro y lo protege con su ley de silencio. El miedo, sí, desdibuja los sonidos porque el lado oscuro no puede iluminarse con palabras. El silencio nada aclara, salvo constatar el miedo oscuro. El lenguaje, las palabras, es nuestra principal, quizá la única, arma contra el miedo. Nombrar las cosas es desvelar sus caras ocultas, desenmascarar al miedo. Pero no siempre se puede y el lado oscuro impone el silencio del miedo.

¿Acaso no ansiamos todos encontrar las palabras que pronunciadas aclaren los miedos? ¿Acaso no es ésa la tentación suprema de nuestra soberbia? Agotador y largo esfuerzo que sólo obtiene, nos parece, pírricas conquistas. No es, en el fondo, sino la construcción de nuestro lenguaje, la apropiación merecida de las palabras que somos; tarea que requiere valor pero también estudio, aprendizaje. Poco a poco, cacho a cacho, recortamos nuestro yo del miedo para así cada vez más sabernos.

No rendirnos al silencio del miedo, no. Pero tampoco confundir las palabras con las que nos hacemos con el ruido de la cháchara que nada ilumina. Mirar el lado oscuro, los lados oscuros que llevamos dentro, fija e insistentemente, soportando la glacial repulsión del miedo, hasta obligarlos a parir las palabras verdaderas. Parto que es explosión de luz que quiebra en añicos los miedos. Tiene su precio, por supuesto.

CATEGORÍA
: Reflexiones sobre emociones

martes, 22 de julio de 2008

Patada en la boca

En un blog que frecuento me topo con este párrafo:

Y ahora, sólo ahora, le había empezado yo a coger el tranquillo a eso de leer en el metro, hay que joderse. Si me dejan seis meses más, aprendo a leer caminando; de momento no soy capaz y sigo teniendo instintos sádicos cada vez que veo a una de esas personas deambular por los túneles de una estación de metro, caminando despacio con un libro incrustado en el entrecejo, ajenos a las escaleras mecánicas o a los negritos del top manta que pisotean. Me encantaría estrellarles el libro contra la frente y meterles una patada en la boca. ¿Que por qué me molestan? No lo sé, es lo mismo que los perros grandes o los muchachos entre 12 y 17 años: simplemente me desagradan de forma violenta.

La persona que esto ha escrito es una mujer joven que escribe bien y pasionalmente; de hecho, a mi modo de ver, escribe tanto mejor cuanto más expresa en sus textos las emociones que, supongo, motivan cada uno de ellos. Entre esas emociones, la más frecuente es la indignación y la indignación de Maritornes, así se hace llamar en su blog, es fecunda en brillantes y logrados posts. Tanto que inevitablemente tiendo a sentirme partícipe de su cabreo, a co-indignarme solidaria y convencidamente, por más que luego, pasado el efecto euforizante de la lectura, suela asombrarme de que unos cuantos de mis blogueros habituales dediquen la inmensa mayoría de sus artículos a dejar patentes las múltiples facetas negativas de la realidad. Pero de este asunto no me apetece hablar ahora.

Quiero referirme a la capacidad de impacto emocional de la letra impresa. En el mismo momento en que leía el párrafo que he transcrito, noté un remezón interior, una desagradable sacudida entre el plexo solar y el estómago. Fue un instante, un impacto breve y violento. Seguí leyendo hasta el final con la sombra de la sensación presente. Acabo de releer esas líneas; no se ha repetido el golpe (requiere el factor sorpresa) pero sí, en cambio, ha vuelto una incómoda sensación de desagrado, de molestia.

Hasta aquí la simple constancia de unas emociones propias provocadas por un agente externo, las palabras de Maritornes, en este caso. La verdad es que yo, que me precio, vana arrogancia, de ser cada vez más inmune a los sobresaltos emocionales (lo cual no equivale a anestesiar los sentimientos, aclaro), me he sorprendido por los efectos de esa lectura y, consecuentemente, me he preguntado a qué se han debido, qué precisos ingredientes han acertado a provocar mi alquímica reacción. Es evidente que el primero de ellos es tan simple cómo que me he sentido personalmente afectado. Tengo la costumbre, en efecto, de leer en mis viajes diarios en transporte público y con bastante frecuencia sigo haciéndolo al final del viaje, mientras camino, hasta llegar al final del correspondiente capítulo. Así que, en la primera lectura del post de Maritornes, he debido visualizarme a mí mismo (a modo de fotograma subliminal) recibiendo una inesperada patada en la boca. Y eso, por muy virtual que sea, duele.

En primer lugar, pues, que me he sentido afectado personal y directamente (no de modo abstracto o teórico). Pero el efecto se produce, creo, porque se suma la incomprensión de los motivos. No habría podido imaginarme que una persona leyendo mientras camina pudiera generar un desagrado tan violento en nadie. Es absurdo y, por supuesto, injusto pero no por eso deja de ser o, al menos, puede ser; y esa mínima potencialidad basta para asegurar que, sin duda, es. Que la violencia sin razón ni sentido existe, está ahí. Naturalmente que no se trata de miedo a que me den una patada en la boca; es la mera constatación de que lo absurdo, lo oscuro, si se prefiere, está ahí permanentemente, presto a destruir en un instante cualquiera de nuestros ilusorios sentidos. La patada en la boca se convierte en una metáfora demasiado explícita y que me violenta por su obscena forma de obligarme a mirar lo que prefiero no ver.

Por último, justo es reconocerlo, interviene la eficacia expresiva de la autora que, a mi modo de ver, se traduce en credibilidad. Ciertamente, me creo que Maritornes, si se cruzara conmigo en el metro madrileño, tendría ganas de darme una patada en la boca al verme leer caminando. Y me lo creo porque está bien escrito; es decir, que si no estuviera bien escrito no me lo creería y, por tanto, la existencia real de esa violencia absurda no se me habría planteado con la fuerza de lo ineludible y, por tanto, no habría recibido el golpe emocional que sí recibí.

Al final, no he hecho sino recordar las viajes reglas de la semiótica sobre la eficacia de los mensajes y todo aquel rollo del emisor, el receptor y el medio. Tampoco es para tanto, no se vaya nadie a creer; pero sí lo suficiente para que me haya hecho pararme a pensar sobre ello. En todo caso, y para acabar cambiando de registro, quiero pensar que la autora aprovecha sus estados de ánimos para "estirar" su expresión literaria; prefiero imaginar que abusa de las hipérboles al describirnos las violencias de sus desagrados.

CATEGORÍA
: Reflexiones sobre emociones

lunes, 21 de julio de 2008

Resiliencia

Una espantosa palabra parece estar poniéndose de moda entre pedantes teorizadores del territorio (geógrafos, mayoritariamente); se trata de resiliencia, fea ¿a que sí? De momento la RAE no la cobija en el Diccionario. Parece que se ha derivado del verbo latino resilio, que significa algo así como rebotar, saltar hacia atrás. Leo que el término se acuñó originariamente en el ámbito de la Física; se me ocurre que se optó por esta palabra más por su similitud fonética con resistencia, que por un supuesto rigor etimológico.

En Física, la resiliencia es la magnitud que cuantifica la cantidad de energía, que absorbe un material al romperse bajo la acción de un impacto, por unidad de superficie de rotura. Tiene bastante relación con la resistencia de un material, de ahí mi suposición. La diferencia estriba en que la resiliencia mide la energía que se requiere para romper un material de un sólo golpe. De hecho, el instrumento para medirla, el péndulo de Charpy, vale justamente para asestar un tremendo impacto a la probeta y romperla de un sólo golpe. La verdad es que, cuando me tocó estudiar Resistencia de Materiales, no recuerdo haber oído este término.

Parece que el término lo introdujo en la Psicología, allá por los setenta, un psiquiatra conductista, un tal Michael Rutter, a partir del concepto físico. La resiliencia psicológica debería referirse a la magnitud del golpe que provoca la ruptura emocional de un sujeto. Suele ocurrir, sin embargo, que la traslación de un concepto a otra disciplina conlleva alterar su significado. Así, en psicología, la resilencia no mide la "resistencia" interior de una persona hasta romperse, sino su capacidad para, una vez roto a causa de un fuerte impacto emocional, recuperarse. Así, personas con gran resiliencia serían quienes se sobreponen a tremendas tragedias e incluso salen fortalecidos de las mismas.

Naturalmente, aparte del cambio conceptual al pasar del ámbito físico al psicológico, la diferencia más notable se sitúa en la medición. En física se puede cuantificar en unidades precisas (kp.m/cm2, por ejemplo) la resiliencia de un material, lo que nos permite compararlos entre sí. Pero, ¿cómo se mide la resiliencia psicológica? Responder a esta pregunta implica explicar previamente cómo se mide el dolor, el sufrimiento. Me imagino que a través de indicadores neurológicos se pueden alumbrar soluciones a estos problemas. Pero mientras tanto tengo la impresión de que cada uno creemos que nuestros dolores son siempre los más duros e insoportables.

Si el palabro pierde en precisión al pasar de la física a la psicología, la dosis de ambigüedad crece al aparecer en el ámbito de los estudios sobre el territorio. Encuentro en Internet un trabajo cuyo título tiene tal fuerza disuasoria que (espíritu de contradicción el mío) no me he podido resistir a echarle un vistazo. Se llama "Resiliencia de los destinos turísticos frente a la velocidad de actuación de las nuevas aerolíneas de bajo coste". Los autores definen la resiliencia como la capacidad de defensa y de regeneración del tejido urbano -en su sentido más amplio- frente al potencial de cambio producido por agentes exógenos. Aclarado el concepto (?) pasan inmediatamente a preguntarse (¿retóricamente?) cómo se puede medir dicha capacidad. Por supuesto, el estudio no aclara nada, no ya cómo se mide, sino ni siquiera sobre la aplicación de este concepto al territorio o su utilidad. Eso sí, abunda en palabrejas absurdas.

En fin, que me temo que empezaré a oír con cierta frecuencia y en ciertos ámbitos advertencias sobre la necesidad de determinar la resiliencia del territorio (de cualquier territorio) en tanto factor decisivo para establecer su capacidad de carga y poder evaluar acertadamente los efectos sinérgicos, sean ambientales o no, derivados de las distintas solicitaciones exógenas que se hayan planteado. Lo malo es que tanta palabrería no vale más que para engordar vanidades pedantes y burocracias estériles. Si al menos el vocablo no fuera tan feo ...

CATEGORÍA
: Entretenimientos gramaticales

viernes, 18 de julio de 2008

John Templeton

En El País de hoy se informa que el pasado martes murió John Templeton. En realidad, según compruebo en la web del Premio Templeton, fue el martes de la pasada semana; es decir, el 8 de julio (no el 15). Falleció de neumonía en el Hospital de Nassau, Bahamas a la edad de 95 años. Templeton, nacido en Winchester (Tennesse), se había nacionalizado británico en 1968 y fijado por esas fechas su residencia en las Bahamas por motivos fiscales. En 1987 fue nombrado caballero por la reina Isabel II.

John Templeton fue uno de los más importantes financieros del siglo pasado. Por lo visto, poseía un agudísimo instinto inversor y sus actuaciones eran audaces y poco convencionales. Fue pionero en el desarrollo de los fondos de inversión y en globalizarlos por todo el mundo. Hacia los años sesenta ya era multimillonario y desde entonces, aunque nunca abandonó los negocios, dedicó su tiempo preferentemente a sus personales preocupaciones filantrópicas.

Templeton, presbiteriano, era un hombre profundamente religioso y ansiaba el progreso de la espiritualidad. En 1987 crea la Fundación Templeton con el objetivo de "servir de catalizador filantrópico para la investigación cientifica sobre lo que los científicos y filósofos llaman las Grandes Preguntas". La Fundación fomenta los esfuerzos para lograr la convergencia entre ciencia y religión, obviamente desde la convicción de una realidad trascendente que explica y da sentido al universo, la naturaleza y, por supuesto, al ser humano. Templeton declaró que apenas conocemos un 1% de lo que podríamos saber sobre las realidades espirituales y que, por tanto, merece la pena usar los métodos científicos en esa investigación que, como en otros ámbitos, resultarían enormemente productivos para el progreso de la humanidad.

De todas las actividades de la Fundación Templeton, la más famosa es sin duda la concesión del "Premio para el progreso en la investigación o descubrimientos sobre realidades espirituales", más conocido como Premio Templeton. Viene entregándose desde 1973 (actualmente en el Palacio de Buckingham) y tiene la nada desdeñable dotación económica de 1.170.000 €. Entre los ganadores se cuentan la Madre Teresa de Calcuta (1973), el predicador evangelista norteamericano Billy Graham (1982), el escritor disidente soviético Aleksandr Solzhenitsyn (1983) y el físico y divulgador Paul Davies (1995); entre los galardonados hay muchos científicos, varios incluso premios Nóbel (por cierto, la cuantía económica del Nóbel es inferior).

Los criterios para optar a este jugoso premio son creatividad, innovación, rigor ... Naturalmente, estas cualidades del trabajo deben dirigirse en el sentido que se propicia desde la Fundación: hacia el conocimiento de las realidades espirituales. El objetivo último sería llegar a demostrar científicamente la existencia del Dios personal de las religiones occidentales; entre tanto, merecen el premio cuantos trabajos avancen en la compatibilidad entre el conocimiento científico y la llamada realidad espiritual. Por supuesto, se parte de un presupuesto poco científico. Por eso, las investigaciones y descubrimientos que sugieran la inexistencia (o incompatibilidad o improbabilidad científica) de tal realidad seguro que no son merecedoras de este premio, por mucha creatividad, rigor e innovación que tengan.

El último premiado, en mayo pasado, es un sacerdote y cosmólogo polaco, Michal Heller quien, tras una dura vida de investigación acosado por las autoridades comunistas, parece haber alcanzado durante los últimos veinte años un prestigio internacional arropado por el Vaticano (sí, gracias al anterior Papa). En su discurso de agradecimiento dijo lo siguiente: "Siempre he querido hacer cosas importantes y ¿qué hay más importante que la ciencia y la religión? La Ciencia nos da el Conocimiento, y la Religión nos da el Sentido. Ambos son requisitos imprescindibles para una existencia decente. La paradoja es que esos dos grandes valores parecen a menudo estar en conflicto. Me preguntan frecuentemente cómo puedo reconciliarlos. Cuando esa pregunta es planteada por un científico o por un filósofo, siempre me asombra que personas educadas puedan estar tan ciegas para no ver que la ciencia no hace otra cosa que explorar la creación de Dios".

Creo que con estas palabras cualquiera se puede hacer idea de por dónde van los tiros. Hay mucha relación entre los objetivos de la Fundación y los intereses del actual Papa (véase mi post sobre La Iglesia y la búsqueda de la Verdad). Como es natural, el premio Templeton es objeto de muchas críticas, siendo de las más ácidas las de Richard Dawkins, científico británico empeñado en un apostolado ateo. En todo caso, descanse en paz Sir John Templeton. Seguro que su generosa contribución al sostenimiento intelectual de la religión (en una época en que tanto se mina su prestigio) encontrará su recompensa en esa otra realidad espiritual en la que ahora habita.

CATEGORÍA: Creencias y descreencias

miércoles, 16 de julio de 2008

Primero de bachiller (más o menos)

Estoy leyendo "Habíamos ganado la guerra", evocación de la Barcelona de los años cuarenta y cincuenta desde los recuerdos personales de Esther Tusquets. Las primeras frases del libro sitúan perfectamente al lector: "Habíamos ganado la guerra. Hace unos días oí comentar que la guerra civil española la habíamos perdido todos. No es verdad. Cierto que, tras una contienda que dejaba el país en ruinas y había ocasionado un millón de muertos, tenía que haber forzosamente motivos de duelo en ambos bandos. Pero unos la habían perdido y otros la habían ganado. Los que la ganaron lo sabían bien, y los que la perdieron debían de empezar a calibrar, supongo, la magnitud de la catástrofe. Y yo, con mis tres añitos, pertenecía al bando de los vencedores".

Esther Tusquets nació el 30 de agosto de 1936, apenas un mes del inicio de la guerra. Hasta los nueve años fue al Colegio Alemán de la calle Moià. Eran los años de la segunda guerra mundial y en Barcelona había una abundante colonia germana (entre ellos bastantes espías al servicio del Eje) con alta aceptación social entre la burguesía, predominantemente filonazi. Los hijos de esos alemanes, además de la Tusquets y algunos otros niños barceloneses (imagino), asistían a ese colegio, decorado con simbología del Reich y fotos de Hitler, cuyo cumpleaños era objeto de especial celebración. Lo cierto es que, tras la derrota del Eje, el 5 de junio de 1945, se cerró ese colegio barcelonés (para esas fechas ya Franco alardeaba de su neutralidad ante los aliados) y Esther, tras una transición en la Escuela Suiza, pasó a uno recién inaugurado en Sarriá ocupando parte de las dependencias del Real Monasterio de Santa Isabel, de monjas clarisas de clausura (en la actualidad este colegio pertenece a la congregación religiosa de los Legionarios de Cristo

En ese colegio comenzó la autora el bachillerato en el curso 46-47, con diez añitos. Veintitrés años después, yo tendría esa edad y cursaría también primero de bachillerato. Mientras la Tusquets estaba viviendo la primera etapa del franquismo, la que en los manuales se asocia a la autarquía y al falangismo, a mí me tocó la segunda parte de la dictadura, con los tecnócratas del Opus y las tímidas iniciativas de desarrollismo y aperturismo del régimen. Quiero decir que esos veintitrés años de distancia entre lo que estoy leyendo y mis propias vivencias reflejan profundas diferencias en las circunstancias políticas, sociales y económicas, sin referirme a las geográficas (yo vivía en Madrid) que debieron ser importantes. Y, sin embargo, me ha hecho gracia tres costumbres escolares que cuenta que también me tocó experimentar.

La primera es la de coleccionar cromos. Esa era la actividad predominante en los recreos de media mañana, tan cortos que no daba tiempo para jugar un partido de nada en las canchas y nos quedábamos en el patio entre los pabellones. El mercado de los cromos obedecía, sin duda, a las leyes de Adam Smith y el precio de cada cromo se fijaba "espontáneamente" según su demanda, directamente proporcional a su escasez, hábilmente provocada por los promotores de la colección. La que mejor recuerdo era la del Porqué de las Cosas, cuyos cromos venían en los bollitos de Bimbo. Compruebo en Internet que salió en 1970 (aunque hubo ediciones posteriores), lo que cuadra con las fechas a las que me refiero. También hice colecciones de cromos de los futbolistas de la Liga, pero ésas me entusiasmaron menos. Sin embargo, los cromos de fútbol he comprobado que se han mantenido desde mi época; mi hijo, con diez y once años también dedicó tiempo a esas colecciones, aunque (como yo) sin demasiada constancia.

También en mi época, como en la de la Tusquets, pasamos la fiebre de la cría de gusanos de seda, acumulándolos en cajas de zapatos con hojas de morera. Cuenta la escritora catalana que en su época los gusanos los compraban en tiendas y que se les solían morir antes de tejer el capullo, muchas veces de hambre porque no conseguían hojas de morera. No era nuestro caso porque en el barrio donde vivíamos, una urbanización de unifamiliares (entonces) al norte de Madrid, abundaban las moreras en los lindes a calle de las parcelas. Recuerdo que tuve muchos gusanos y que, efectivamente, tejieron unos repugnantes capullos y se metamorfosearon en polillas bastante feas (el nombre de mariposa les queda grande a esos bichos). Pero no guardo memoria de que sacáramos nada útil de esas dedicaciones sericultoras y sí, en cambio, de la desesperación de mi madre ante lo que consideraba cochinadas.

La tercera costumbre escolar que cuenta Tusquets era la aborrecible práctica de elegir alternadamente jugadores para conformar los equipos de un juego cualquiera. En mi colegio solía ocurrir en los recreos largos después de comedor y, naturalmente, el juego más frecuente era el fútbol. Los dos alumnos que se erigían en los respectivos capitanes sin apenas protestas en contra (solían ser los de mejor currículo goleador del curso) convocaban a su alrededor al resto de chavales, echaban una moneda al aire para decidir quién empezaba y se ponían a nombrar en cada turno al jugador que querían para su equipo. Por supuesto, el orden en que eras elegido equivalía con cruel precisión a la puntuación de tu prestigio escolar, mucho más significativa que, por ejemplo, las notas. A medida que se iban pronunciando nombres que no eran el tuyo, la sensación de angustia crecía. Y lo más terrible era cuando, porque había más niños que jugadores, alguno había de quedarse sin jugar; si ser elegido en octavo o noveno lugar era malo, imagínese cómo quedaba la autoestima cuando los capitanes declaraban cerrada la selección y no estabas en ella, cuando tenías que irte con los otros dos o tres "maletas" a jugar a las canicas hasta el comienzo de las clases de la tarde. Yo no era nada bueno al fútbol y hube de sufrir estos dolorosos desprecios bastantes veces; tampoco me gustaba jugar, así que lo pasaba mal cuando me metían en algún equipo, pero siempre era preferible a la humillación del descarte. Creo que en tercero de bachiller mis padres decidieron que fuera a comer a casa y, con gran alegría, me salvé de esas prácticas tan poco alentadoras para mi autoestima. Luego, hacia los trece años, empecé con el baloncesto (que se me dio bastante mejor) y encontré otros argumentos para ir cimentando la seguridad personal; pero me costó olvidar (y superar) aquellos malos ratos que me acaba de recordar Esther Tusquets.

CATEGORÍA: Recuerdos

domingo, 13 de julio de 2008

Adriana Milá

Tantos años muerta; normal es que apenas queden rastros de mi vida. Y ahora me convocan para contarla, alguien que por mí se interesa; si los difuntos tuviésemos vanidad ... Vano empeño, pues también la memoria la desvanecen los siglos y los recuerdos se confunden, ingredientes de una nebulosa volátil que es lo que todos nosotros sólo somos. Sin embargo ...

Quiere este hombre saber de mí, alcahueta pontificia me llama, qué poca delicadeza. Me imagina con gran influencia y poder en la corte romana, vértice de un cónclave femenino y secreto urdidor de intrigas entre las intrigas. Quién era yo, me pregunta, de qué fibras estaba hecho mi carácter. Nunca es uno mismo el más adecuado para narrar su biografía y menos si lleva muerto más de medio milenio. Sin embargo ...

Si nací en tierras valencianas o en la capital de los Papas; busca datos concretos mi inquisidor y apenas puedo ni deseo dárselos. ¿Qué importa dónde nací? Siempre me consideré romana, tanto o más que esos condotieros fatuos que alardeaban de genealogías patricias, que se arrogaban el derecho a gobernar mi ciudad mediante el saqueo y las eternas venganzas, Colonnas contra Orsinis y tantos otros. Para ellos no era yo sino una advenediza extranjera, pero aprendieron a respetarme.

Era extranjera, sí, pero compartí la sangre con dos papas y esa es la sangre real de Roma, por más que venga de fuera a renovar tanta endogamia italiana. Sobrina nieta de un Papa y sobrina segunda de otro, me sobra el derecho para ser romana. Y lo fui, además, por voluntad propia, porque quise serlo. Hubieron de aceptarlo los altivos condotieros del Lazio y de los demás estados de la península. Fui esposa y madre de Orsinis y fui yo quien puso el primer escalón que encumbraría a la hasta entonces oscura casa Farnesio.

Pero también corrió sangre italiana por mis venas. Mi madre, Covella, era napolitana, de una de las familias más nobles de ese reino. Allí la conoció un joven valenciano, al servicio del rey aragonés Alfonso, mal llamado el magnánimo. Calculo que sería hacia mediados del siglo; para entonces mi familia estaba ya bien asentada: el palacio episcopal de Valencia, la Corte aragonesa de Nápoles, nuestro Cardenal en la curia vaticana. No ha de extrañar a nadie que Pedro, mi padre, viajara a Italia.

Pedro de Milá era hijo de Juan, señor de Massalavés, y de Catalina de Borja, una de las hermanas del Papa Calixto III. Eran cuatro mujeres, todas menores que su famoso hermano Alfonso, el mayor, quien muy joven dejó Játiva para servir al rey de Aragón y luego a nuestra Santa Iglesia. De mi tío abuelo sí que hay abundantes huellas en la Historia así que sobran mis palabras. Además, no llegué a conocerlo y, sin embargo, fue él quien cimentó la fortuna y nobleza de nuestra familia. Acabó con el cisma de Peñíscola, ahí es nada, y su premio fue el obispado de Valencia. Llamado por el rey a Nápoles, poco tiempo ocupó el palacio y serían sus hermanas quienes lo habitaran. Las obispas las llamaban en la ciudad; ya no importaba que fueran las hijas de un pequeño propietario rural, ya podían codearse con las familias nobles del reino y casar, como hicieron, con los mejores partidos.

Uno de esos señores altivos era mi abuelo Juan de Milán, cuarto barón de Malassavés, descendiente por línea paterna del conquistador de Játiva en tiempos del gran Jaime I. La madre de mi abuela era una Centelles, familia que gustaba de imponer sus órdenes en la ciudad y sus posesiones y no se cansaba de ensangrentar las calles con sus disputas; cuánto se parecían, en esa otra orilla del Tirreno, a quienes sufrí y conocí tan bien. Los Centelles, a regañadientes, emparentarían entonces con los Borja para volver a cruzar sus destinos muchos años después, en las tierras de Gandía; pero esas son historias que poco me concernieron aunque algo influí en sus orígenes.

La pequeña napolitana fue llevada a Valencia para darle allí hijos a mi padre. Allí nací, aunque pocos lo sepan, aunque yo misma dudé a veces. Pero es que no guardo memoria casi de mi infancia, vagas imágenes de juegos con mis dos hermanos mayores, Antonio y Juan, de las grandes salas del palacio episcopal, de los ojos tristes de mi madre. A ella sí la sigo echando en falta; aunque ya nada me importe, he de reconocer que a veces ansío encontrarla en estos páramos infinitos.

Muy niña murió mi padre y muy poco después mi abuela Catalina. Covella quería volver a su Italia y quería que allí nos educásemos. También había muerto mi tío abuelo el Papa, pero en Roma teníamos dos cardenales, discretos y sigilosos en esos años en los que los enemigos eran poderosos. Uno era Luís Juan de Milá, el hermano pequeño de mi padre; el otro, su primo Rodrigo, el ya entonces famoso Cardenal Borgia. Él fue, desde el principio, mi gran protector y a él, desde muy niña, entregué mi más amorosa devoción. Quien sería el gran Alejandro VI para el mundo (para mí Roderic, en la lengua de nuestras intimidades) me enseñó desde adolescente la importancia de las lealtades familiares y supe devolverle crecidamente sus favores.

Evoco ahora los tiempos que llenaron mi segunda infancia, vividos en la Roma papal; una niña despierta aunque callada que correteaba en silencio por palacios de nobles, la fanciulla dei cardinali, como irónicamente se referían a mí en los tiempos del Papa della Rovere. Pero poco hay que contar hasta mi boda con Lodovico Migliorati, Orsini de adopción, señor de Bassanello. De hecho, también sobraba lo que hasta ahora he dicho pero he querido corregir a este hombre curioso que me dice haber leído que llegué a Roma, ya mujer, en tiempos de Calixto III. Habría sido entonces de la edad de Rodrigo y de mi tío Luís Juan y difícilmente habría podido casar a mi pobre hijo Orsino con la bella Julia y mucho menos ser, más que su suegra, una hermana mayor confidente, que tanto hizo por su fortuna y la de su familia.

Mas de todo eso ya hablaré en otro momento. Por estos parajes es tiempo lo que más abunda, pero es un tiempo blando, derretido, difícil de remover. Por eso recordar es empresa costosa que no puede sostenerse más que a intervalos breves. En otra ocasión, pues.

CATEGORÍA: Personas y personajes

sábado, 5 de julio de 2008

El orden de las calles (París, Haussmann, Zola)

La agrupación de casas: el caserío, donde la red de accesibilidad está absolutamente supeditada a los edificios, busca su trazado entre los intersticios de éstos. Es el nacimiento "espontáneo" de las ciudades; los símiles orgánicos son inevitables. Siempre hay referencias genéticas: los condicionantes del territorio, claro, pero también las anécdotas de cada momento histórico a modo de catalizadores del azar.

La ciudad de la ineficiencia; por supuesto en nuestro sistema de producción, en nuestro modo de vida. ¿Cómo organizar un servicio de recogida de basura? ¿Y qué decir del coche? El modelo, en todo caso, parece que lleva implícito sus propios límites dimensionales. En Europa, al menos; porque sorprenden los tamaños de las medinas y la larga pervivencia de sus procesos de crecimiento; ¿hasta el colonialismo europeo del XX?

La calle adquiere protagonismo en tanto elemento ordenador; como todo orden, proviene de la violencia. Es un proceso lento, de ensayos tímidos los primeros. Dejemos aparte los, casi desde siempre, actos de creación sobre la nada (el territorio virgen de urbanidad); en todo caso, esas "nuevas ciudades" no son sino ejercicios ambiciosos y totalizadores del poder, ¿acaso hay ejemplos que no puedan calificarse de colonias? Estoy pensando, en cambio, en las calles que rajaban las tramas medievales.

Aperturas tímidas de calles mayores, rematadas en plazas de la catedral o del palacio; pero cada más frecuentes, hasta que se plantea la reforma totalizadora de la ciudad. Hablo del XIX, desde luego; de la conformación de la ciudad de la burguesía. El absolutismo puso las bases, pulió las técnicas, en especial las de la ingeniería y las del arte, pero no pasó de grandes intervenciones individuales, sin visualizar aún la globalidad. El poder, en sus dos manifestaciones más urbanas: la vanidad exhibicionista y la represión de los súbditos, no fue más allá. Hubo de llegar, de madurar, otro de los grandes móviles del actuar humano, el dinero, las ansias de acumulación, para apropiarse de la ciudad, traerla a su campo de acción. El siglo XIX inventa la especulación urbana.

La aparición del negocio inmobiliario no sólo permite las reformas totalizadoras de las capitales, también su expansión planificada, los ensanches de extensión inmensa respecto a las almendras históricas. Pero los ensanches son posteriores; no demasiado, pero posteriores a las grandes reformas interiores. Imagino que porque la avidez de ese primer capitalismo burgués, cuyos agentes todavía deseaban emular a los caballeros del ancien régime, buscaba las rentas de los privilegiados espacios centrales; ¿para qué irse a las afueras, a terrenos sin pedigrí? Es interesante constatar, sin embargo, que en España las cosas no fueron así. El negocio inmobiliario-especulativo empezó a lo grande en los ensanches de Barcelona y Madrid. Quizá por la menor capacidad del capitalismo nacional, puede que por las mayores resistencias del poder monárquico; no lo sé.

En todo caso, el paradigma es París. Aunque, a lo mejor, es justamente la excepción histórica, pero con tal importancia que de caso único se convierte en regla. En París, durante el Segundo Imperio, se abordó la completa reestructuración del tejido existente. Es cierto que también se amplió su extensión, todo era parte del mismo plan; pero ese "ensanche", proporcionalmente bastante más limitado que los posteriores de las capitales españolas, se nos antoja poca cosa frente a la audacia de la totalizadora reforma interior. Y la calle se convierte en la gran dictadora; o mejor sería decir la red viaria, entendida como un todo estructurador a cuyas leyes inflexibles y geométricas (las pautas compositivas son la depuración de las barrocas) se somete, dócil, la arquitectura.

El artífice indiscutible del proyecto es el barón Haussmann que, nombrado prefecto del Sena en 1853, se erigió en el hombre fuerte que llevó a la práctica los deseos de Napoleón III de modernizar radicalmente la capital de su imperio. Hay muchísimo escrito sobre el llamado plan Haussmann y en toda historia del urbanismo ocupa un capítulo imprescindible. En sus propias Memorias (de las que he leído extractos sueltos y que me encantaría conseguir completas), el barón narra en detalle las interioridades de su actividad, las dificultades prácticas con que se toparon los que desde sus orígenes se denominaron los grands travaux de Paris. Nos debe hacer reflexionar (sobre todo a los que nos dedicamos a este oficio) la tremenda importancia de los aspectos administrativos y financieros que fueron la clave del éxito de la operación. Una capacidad organizativa extraordinaria unida a la necesaria voluntad ejecutiva. Hoy hablaríamos de la combinación eficaz de autoridad política y gestión urbanística, factores ambos extremadamente débiles en estos tiempos.

Haussmann era jurista y su fuerte no estaba, imagino, en el diseño y la composición urbanística y arquitectónica. Tuvo la suerte de encontrar y reclutar profesionales de singular calidad. Uno de ellos fue Jean-Pierre Barillet-Deschamps, un jardinero paisajista a quien había conocido en la Gironda ocupando el cargo de subprefecto. A este hombre le encomendó Haussmann el recién creado Servicio de Policía de la Vía Pública, que adquiriría un peso fundamental en la reforma parisina. Transcribo las palabras del propio Haussmann sobre este hombre:

El Plan de París era el señor Deschamps. Si el nombre de este valioso funcionario, siempre en actitud dispuesta, hombre digno de la mayor confianza no solo por su integridad, sino también por su seguridad en el trabajo -dos cualidades esenciales para el puesto que ocupaba-, no tiene la notoriedad que otros han alcanzado más allá del medio administrativo, donde su fecunda actividad era muy apreciada; si por lo general se ignora que fue él quien trazó todas las vías magistrales que hoy admiramos por la belleza de su ordenación y por su amplitud, se debe sin duda a los hábitos modestos de una existencia apartada, a su total desinterés por las cosas vanas y a su negligencia hacia las personas de consideración que su situación oficial le habría permitido mantener. De todos modos, mi deber es hacer por el señor Deschamps lo que él mismo no supo hacer: sacar del olvido a este nombre que ha permanecido excesivamente en la oscuridad , reconociendo con ello su derecho a figurar entre mis colaboradores más útiles.

El señor Deschamps era de condición humilde por nacimiento. Su educación, orientada hacia una profesión técnica para la cual estaba ya destinado desde su juventud, no le había dado una preparación suficiente para ser, en el futuro, un hombre de mundo. Alumno de la escuela de Bellas Artes, conservaba ese peculiar desdén que muchos de nuestros jóvenes artistas consagrados al culto de las formas parecen sentir por ellas en sus portes, modales o formas de vida; desdén que afortunadamente la mayoría de ellos abandona una vez se les ha reconocido su talento y el éxito les ha abierto todas las puertas.

Si hubiese sido arquitecto, sin ninguna duda, no se habría distinguido por su saber y su buen gusto, al igual que muchos de sus antiguos compañeros a quienes vi alcanzar puestos importantes; si hubiera sido, como ellos, incorporado al Ayuntamiento, mediante su ingreso en el Servicio de Obras. Pero ingresó en el servicio de Viales, donde la geometría y el diseño gráfico juegan un papel más importante que la arquitectura propiamente dicha. Sin duda es necesario conocer a fondo las leyes de la construcción, el valor comparativo de los materiales, sus cualidades resistentes y todo lo referente al oficio, pero la formación artística resulta mucho menos necesaria, si no superflua.

El señor Deschamps no tardó en mostrarse como un consumado geómetra, un dibujante extremadamente hábil y, por encima de todo, un arquitecto de viales de gran inteligencia. En 1853 era el encargado de la custodia de los planos de alineación de las vías públicas de todo tipo, con el pomposo -aunque inexacto- título de Conservador del Plan de París, ya que entonces no existía ningún plan de conjunto de la ciudad con carácter oficial. ... Gracias a su costumbre de estudiar todos los asuntos no sólo con los Jefes de Servicio o empleados superiores, sino también (especialmente para las cuestiones técnicas) con los agentes que los gestionaban o ejecutaban bajo sus órdenes; gracias a su dilatada sabiduría práctica sobre las personas y sobre el mejor rendimiento que se podía obtener de cada una de ellas, no pude dejar de percibir enseguida y anotar en mi espíritu a aquel hombre, cuyas respuestas a mis preguntas eran siempre claras, precisas y lógicas. Tras descubrir, bajo su apariencia tosca y su aspecto poco simpático, casi desagradable, un instrumento valioso para quien supiera utilizarlo, especialmente en cuestiones de su competencia, me hice el propósito de convertir al señor Deschamps en mi auxiliar inmediato para la parte principal, y ciertamente más ardua, del gran trabajo cuya carga yo había asumido: en primer lugar, definir todo el sistema de vías magistrales que debían trazarse en París para llevar a cabo el programa del Emperador, en el cual el Boulevard de Strasbourg y las secciones apenas abiertas de la prolongación de la Rue de Rivoli, entre el Louvre y el Ayuntamiento, no eran más que los inicios; así como para, posteriormente, durante la ejecución de este vasto programa, estudiar minuciosamente en todos los detalles el trazado de cada sección, determinar sobre el terreno las propiedades a ocupar y, finalmente, establecer su valor.

Este jardinero tuvo bajo sus órdenes, en la tarea de diseñar las nuevas avenidas y bulevares que surcarían París, a los doce comisarios adjuntos de distrito y a los dos inspectores de viales, todos ellos arquitectos; buena cura de humildad para nuestra profesión. Sólo otras dos personas estuvieron a la altura de su responsabilidad en los trabajos técnicos y ambos eran ingenieros: Jean-Charles Alphand y Eugène Belgrand. Sospecho que la especialidad profesional de este hombre, unida la importancia que en la época habían adquirido las ideas higienistas, explica en gran medida el protagonismo de los maravillosos parques parisinos en el ambicioso plan de reforma. Cito sólo tres de ellos por su papel en la concepción global de la nueva estructura urbana: el des Buttes-Chaumont, el Montsouris y el Monceau.

La mención del Parc Monceau, aparte de recuerdos personales, me lleva a una reciente lectura, La Jauría, de Zola, la segunda novela de su fantástica serie Los Rougon-Macqart. Como es sabido, comprende trece volúmenes a través de los cuales Zola pretendió narrar la "historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio". En éste, que es el segundo, el ambiente es, precisamente, la fiebre inmobiliaria de la transformación urbanística de Paris. Leyéndolo, uno cree pasear en calesa por las entonces nuevas avenidas como por ejemplo, al inicio de la novela, cuando el carruaje sale del Bois de Boulogne y enfila la avenida de la Emperatriz (actual Av. Foch), cruza la plaza de la Estrella en la que están encendiéndose las farolas, y sigue por la avenida de la Reina Hortensia (actual Hoche) hasta llegar casi al final de la rue Monceau. Allí se erigía la mansión del protagonista, Aristide Saccard, un provenzal llegado a París unos cuantos años antes, justo a tiempo para entrar recomendado en el Ayuntamiento y saber aprovechar información y contactos para lanzarse de cabeza a la especulación. Hay un pasaje espléndido en el que Aristide sube con su primera mujer a Montmartre; llevan poco tiempo en la capital, son todavía pobres, pero él está henchido de ambición y también de clarividencia. Desde el restaurante ven los tejados de París y esa visión, con el borgoña de los postres, alegra a Saccard y, cosa rara en él, le hace dar rienda suelta a sus ilusiones:

-¡Oh, mira! -dijo Saccard con una risa infantil-, llueven piezas de veinte francos sobre París. ... ¿Es la columna Vendôme, no, la que brilla allá abajo? Allí, más a la derecha, tienes la Madeleine. Un hermoso barrio, donde hay mucho que hacer. Ah, esta vez va a arder todo. ¿Ves? Se diría que el barrio hierve en el alambique de algún químico.

Su voz se volvía grave y emocionada. La comparación que se le había ocurrido pareció impresionarlo mucho. Había bebido borgoña, se distrajo, continuó, extendiendo el brazo para mostrar París a Angèle que se había acodado igualmente, a su lado:

-Sí, sí, he dicho bien, más de un barrio va a fundirse, y quedará oro entre los dedos de la gente que caliente y revuelva la cuba. ¡Qué inocentón de París! ¡Mira lo inmenso que es y cómo se duerme dulcemente! ¡Son idiotas, estas grandes ciudades! Ni siquiera sospecha el ejército de piquetas que la atacará un día de éstos, y ciertos hoteles de la calle de Anjou no relucirían tan fuerte bajo el sol si supieran que sólo les quedan tres o cuatro años de vida.

-Se ha empezado ya -continuó-. Pero es sólo una miseria. Mira allá abajo, por el lado de Les Halles, se ha cortado París en cuatro ...

Y con su mano extendida, abierta y cortante como un machete, hizo el ademásn de separar la ciudad en cuatro partes.

-¿Te refieres a la calle de Rivoli y al nuevo bulevar que están abriendo? -preguntó su mujer.

-Sí, el gran crucero de París, como dicen ellos. Despejan el Louvre y el Ayuntamiento. ¡Un juego de niños! Es bueno para que al público le entre el apetito ... Cuando la primera red esté terminada, entonces comenzará el gran baile. La segunda red agujereará la ciudad por todas partes, para unir los arrabales con la primera red. Los ramales agonizarán en el yeso ... Fíjate, sigue mi mano. Del bulevar del Temple a la barrera del Trono, un corte; después, por este lado, otro corte, de la Madeleine al llano de Monceau, y un tercer corte en este sentido, otro por aquí, un corte allá, cortes más lejos, cortes por todas partes, París picada a sablazos, con las venas abiertas, alimentando a cien mil cavadores y albañiles, cruzada por admirables vías estratégicas que meterán los fuertes en el corazón de los viejos barrios.

-Habrá una tercera red -continuó Saccard, al cabo de un silencio, como hablando consigo mismo-; ésa es demasiado remota, la veo menos. No he encontrado más que unos cuantos indicios... Pero será la pura locura, el galope infernal de los millones, ¡París borracho y agotado!

Saccard se haría rico comprando inmuebles viejos que sabía que iban a ser afectados por las nuevas aperturas viarias y obteniendo por ellos valores de expropiación muy superiores a los que había pagado. Se trata de ficción, pero sin duda Zola debió de conocer a más de uno que así cimentó su fortuna. De hecho, hasta Napoleón III, uno de los grandes obstáculos para cualquier reforma urbana era la dificultad de las expropiaciones. En el Segundo Imperio se cambió la legislación para facilitar estas actuaciones pero no es aventurado imaginar que, por mucho soporte legal que hubiera, sería frecuente al principio que los "justiprecios" fuesen elevados. Tampoco ha de extrañar que ya desde entonces surgieran avispados con medios para influi sobre quienes habían de fijarlos. La corrupción urbanística, obviamente, nace al mismo tiempo que la especulación inmobiliaria.

Pero volvamos a la calle, a la calle de la nueva ciudad, la que se convierte en el referente del urbanismo moderno (al menos hasta la Carta de Atenas). No sólo se libera de la arquitectura sino que pasa ella a ser la que la domina. El Plan de Haussmann, además de los cortes que entusiasman a Saccard, trae consigo la regulación de los nuevos edificios. Habían de alinearse a la calle, formando una fachada continua que aseguraba su homogeneidad mediante rígidas normas para la composición de cada inmueble. Tenemos así el característico edificio parisino de la segunda mitad del XIX que alcanza veinte metros de altura (el tope anterior reglamento estaba en diecisiete y medio), compuesto de planta baja y entresuelo, segundo a quinto piso destinados a vivienda (según se asciende, menos riqueza compositiva: la estratificación social se distribuía en altura) y una última planta bajo cubierta a 45º. Al lado un buen ejemplo de edificio haussmaniano, de la wikipedia.

En fin, que ya es bastante. La calle ordenadora, de esos barros vienen estos lodos con los que todavía nos manejamos, aunque ya no sepamos (o no podamos) hacer calles como las parisinas. Tres cosas más: el bulevar de Haussmann, su ancho, su rectitud, su invasiva penetración en los enmarañados barrios de París, obedecía (también) a la necesidad de fáciles movilizaciones de tropas para evitar los frecuentes motines populares. Segunda: Haussmann es depuesto en 1870, a consecuencia de las fuertes críticas, sobre todo al endeudamiento público que había provocado. Meses después cae el Segundo Imperio, tras la derrota francesa frente a Prusia. Los de Bismarck ocuparon París, aunque sólo fuera de forma simbólica. Consecuencias de esta guerra fueron la unificación alemana (el I Reich) y, en Francia, el advenimiento de la Tercera República así como de la revolución popular conocida como la Comuna de París. La experiencia socialista-anarquista apenas duró unos meses hasta ser aniquilada por el ejército gubernamental. Los bulevares de Haussmann impidieron a los insurgentes repetir con los éxitos pasados los enfrentamientos ante los cañones y los soldados. Y tercera: París volvería a ser ocupado por los alemanes setenta años después. Hitler, acompañado por su arquitecto de cabecera, Albert Speer, visitó brevemente la ciudad; se cuenta que tenía en mente destruirla y que Speer le disuadió con el argumento de que, existiendo, quedaría opacada frente al grandioso Berlín que ambos proyectaban.

CATEGORÍA: Personas y personajes

miércoles, 2 de julio de 2008

Pasar por el aro

Como ya he contado en anteriores posts, yo estudié la carrera de arquitectura en Lima. Eso fue así porque, medio año antes de acabar sexto, a mi padre le enviaron de agregado laboral a la Embajada de España en el Perú. Yo me quedé hasta junio, hice mi reválida para conseguir el título que acreditaba la finalización de la enseñanza secundaria (saltándome COU) y viajé a Lima donde, en un par de meses y a la tierna edad de dieciséis años, ingresé en la universidad. Por supuesto, antes de desplazarme, mi padre se había asegurado de que una titulación peruana era plenamente convalidable en España. De hecho, conocíamos varios latinoamericanos que por esos años ejercían sus profesiones en este país tras haberlas homologado de forma "automática" en virtud de los correspondientes convenios culturales. El que por entonces había entre España y Perú establecía que se reconocía a los titulados de cada país el ejercicio de sus profesiones en el otro con igual alcance y competencias que en el suyo de origen. Así que, como desde el principio mi familia tenía previsto que regresase, no se pensó que fuera a haber ningún problema con la convalidación de los estudios. Eso sí, debía acabar la carrera, porque las convalidaciones parciales las hacían las universidades, mediante escrupulosas comparaciones entre asignaturas, lo que solía concluir en atrasos considerables.

En el año 81, sin embargo, las cosas habían cambiado; si no legalmente (el convenio seguía en vigor), sí en las actitudes de los órganos oficiales españoles. Para esas fechas había ya "demasiados" inmigrantes latinoamericanos con titulaciones superiores y, al menos en arquitectura, se empezaba a sentir la competencia. Además, empezaron a destaparse casos de irregularidades fraudulentas que, si bien sólo se referían a determinadas universidades y titulaciones concretas (las más famosas fueron las de odontólogos de países centroamericanos), sirvieron de excusa para generalizar el rechazo hacia cualquier título latinoamerican. El caso es que los trámites para la homologación de mi título fueron arduos y complejos, hasta el punto de que tanteé la posibilidad de la convalidación parcial. Mi padre, que se lo tomó casi como una ofensa personal (mucho más que yo), movió Roma con Santiago hasta que, tras unos añitos, me "concedieron" el título español de arquitecto. Pero no acabaron ahí mis avatares.

El Consejo Superior de Colegios de Arquitectos para entonces había decidido pasar a la ofensiva que, en mi caso, se tradujo en un recurso contra la orden ministerial de homologación de mi título. Mientras el tema se resolvía judicialmente, lo cierto es que yo era oficialmente arquitecto español y, como tal, obligado a colegiarme para ejercer la profesión. No lo hice hasta que me desplacé a Tenerife y, al poco, recibí una carta del Colegio de Canarias advirtiéndome que, siguiendo las instrucciones del Consejo, salvo que mis proyectos los firmara en colaboración con un arquitecto con título español, informarían a mi cliente y al Ayuntamiento correspondiente de que, a su juicio, yo no acreditaba los conocimientos suficientes para ejercer la carrera. El argumento del Consejo era que los arquitectos peruanos no asumían la responsabilidad civil sobre el cálculo de las estructuras (lo que es cierto) de lo que se desprendía que no recibían formación suficiente en esas materias (lo que es falso). No voy a entrar aquí ni siquiera a resumir la discusión a ese respecto; me limito a declarar que revela un cinismo descarado por parte de la máxima institución corporativa de los arquitectos españoles.

Durante esos años ejercí mi profesión asociado con un compañero, por lo que, en la práctica, no tuve apenas ningún incidente práctico (hay que decir, en honor al Colegio canario, que hacían lo que hacían por órdenes de Madrid ya que ellos no eran ni mucho menos tan impresentables). Incluso accedí a la función pública como titulado superior de la escala técnica. Y como la justicia es muy lenta pasaron varios años y hacia el noventa y pocos, la Audiencia Nacional falló el recurso dando la razón al Consejo y declarando nula mi convalidación. De pronto me encontré con que pasaba de ser arquitecto superior a simple bachiller con la consecuencia (supongo que bastante inédita en la Administración española) de cesar como funcionario, ya que había accedido con un título que no era tal. Entonces, obviamente, fui yo quien recurrí y tras un par de años el Tribunal Supremo falló a mi favor y volví a ser arquitecto (y funcionario).

Vueltas las cosas a su cauce se suponía que debería haberme vuelto a colegiar (tras el fallo de la Audiencia recibí una carta del Consejo con un tonillo bastante insultante en la que ordenaban mi "descolegiación"). Sin embargo, como es natural, yo no le tenía mucho cariño a "nuestra" organización corporativa y, además, tampoco la necesitaba: era funcionario y los trabajillos externos que de vez en cuando hacía los facturaba al margen del Colegio, evitándome las tasas correspondientes (bien es verdad que había ido abandonando los proyectos de edificación, que es la actividad que de verdad controlan los Colegios). Así que opté por pasar del Colegio. Hasta ahora.

El 30 de mayo pasado causé baja en el régimen general de la Seguridad Social, como consecuencia inmediata de mi excedencia. Ha pasado todo junio sin que haya podido, por los agobios de la puesta en marcha del nuevo curre, arreglar los papeles. Hoy, por fin, me he tomado la mañana para pasar por la Hacienda canaria, la estatal y la Seguridad Social. En los dos primeros organismos, ningún problema; comprobé que ya estaba dado de alta en actividades profesionales desde hace dieciocho años y me puse al día de las obligaciones (y papeleos) que ahora me tocan. Pero en la SS una funcionaria muy borde, cuando le dije que llevo tantos años con actividad profesional, me dijo muy indignada que he incumplido mi obligación de pagar la cuota de autónomos. Yo no lo sabía; pensaba que si ya tenía seguridad social como empleado no había de pagar como autónomo. Sin embargo ella decía que debía de haber contribuido por ambos regímenes (lo cual no termina de cuadrarme, pero en fin) y que ahora tenía una deuda que había de saldar. Así, me informó, al darme de alta me llegaría un requerimiento de la inspección de trabajo reclamándome los cinco últimos años, unos 18.000 euros. Me quedé de piedra, le di las gracias y salí del edificio sin, por supuesto, presentar mi solicitud de alta en el régimen de autónomos.

Y decidí que había llegado el momento de olvidar viejas rencillas; el tiempo, ya se sabe, todo lo cura. Me encaminé al Colegio de Arquitectos y procedí a "recolegiarme", recuperando mi viejo número de hace más de veinte años (no me habría gustado que me dieran uno nuevo como si fuera un recién licenciado). Luego crucé la calle y entré en las dependencias de la Hermandad de Arquitectos, el seguro de salud y pensiones del colectivo que, oportunamente, tiene un concierto con la seguridad social de modo que, para los arquitectos, sustituye la cuota de autónomos. Allí, una chica encantadora, me explicó las prestaciones (bastante mejores que las de la SS; incluso que las de los seguros privados de salud) y me calculó la cuota mensual (exactamente tres euros más que la de la SS). Firmé lo que había que firmar y salí dando por resuelto un problema. Ya tengo los papeles en orden para trabajar como profesional autónomo.

Eso sí, he tenido que abdicar de otra de mis frívolas declaraciones de principios. Al final, casi todos pasamos por el aro.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas