miércoles, 26 de noviembre de 2008

Les Luthiers

Descubrí a Les Luthiers por el 78, hace ya treinta años. Mis padres volvieron de un viaje de Buenos Aires entusiasmados tras una actuación del grupo y con el que entonces era el último de sus discos (vinilos, of course): Mastropiero que nunca. Fue amor a primer oído y, durante unos años, me dediqué con algunos amigos a conseguir la discografía disponible, grabar sus temas en cassette y escucharlas cuando apagábamos el rock y nos apetecía reírnos. Unos años después, calculo que hacia el 82-83, los vi por primera vez; fue en Madrid, creo que en el Teatro Alcalá.

Luego he vuelto a sus espectáculos tres veces más y esta noche, en el auditorio de Tenerife, ha sido la quinta. Las entradas, caras y hube de estar atento para comprarlas apenas se pusieron a la venta porque, como ocurre siempre con ellos en esta isla, se agotaron en pocos días (y eso que están una semana). Todo el repertorio lo conformaban temas viejos (Las Obras de Ayer, se llamaba), bien conocidos por mí salvo uno. Y aun así, valió la pena. Como siempre, me desternillé hasta el dolor de pecho y las lágrimas. Pasé un rato delicioso durante el cual me olvidé de que en apenas unos días he de entregar y vamos atrasadísimos; Les Luthiers lograron lo que ni siquiera el sueño consigue.

Quería acompañar este breve post de algún video de la Cantata del adelantado Don Rodrigo Díaz de Carreras, de sus hazañas en tierras de Indias, de los singulares acontecimientos en que se vio envuelto y de cómo se desenvolvió, interpretada esta noche en una versión algo más corta de lo que recordaba (y me hubiera gustado) y que, además, pertenece a ese disco que para mí fue el primero de Les Luthiers. Pero las versiones que he encontrado en Internet no tienen buena calidad. Así que, a cambio, enlazo la tarantela litúrgica de San Ictícola de los Peces, justamente el único de todos los temas de esta noche que desconocía. 


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

domingo, 23 de noviembre de 2008

Fútbol para los marcianos

Los marcianos eran enormes; no puedo precisarte mucho pero digamos que la talla media era como mil veces la de un hombre adulto normal. Con esas dimensiones, es fácil comprender que la tierra no les interesara: les parecía muy pequeña. Sin embargo, desde sus inmensas plataformas espaciales les divertía observarnos y, desde hace unos décadas (en nuestra escala temporal), usarnos como juguetes con los que entretenerse.

Por ejemplo, organizaban campeonatos de fútbol de baja densidad, por llamar de alguna manera a ese juego extraño que les habíamos inspirado. En cualquier región que fuera suficientemente plana y poco poblada delimitaban un rectángulo inmenso, de cincuenta por cien kilómetros aproximadamente. Sí, ya sé que piensas que ese sería el tamaño de una cancha a su escala, pero el caso es que ellos no bajaban a jugar, sino que ponían a humanos dispersos por ese interminable pampón para que, cuando les cayera la pelota, avanzaran hacia adelante en un intento casi siempre inútil de encontrar la remota portería y marcar gol.

A mí me tocó en el campo del Sahara Occidental, sería porque era el que quedaba más cerca de Canarias. Estaba algo al sur de Villa Cisneros, ciudad que siempre había tenido curiosidad por visitar pero, claro, mientras durara el partido ni siquiera podía planteármelo. Pasé mucho tiempo avanzando hacia el sur, sin toparme con otros jugadores y mucho menos con la pelota. Era algo frustrante; a veces uno sentía que hacía el tonto, dudaba de que realmente el partido estuviera en juego. En otros momentos, te preguntabas que por qué habías de deslomarte corriendo para divertir a esos extraterrestres. Pero no vayas a creer que fueran esos los pensamientos más frecuentes. No, lo normal es que uno apenas pensase nada; sólo corriese hacia adelante, buscando desmarcarse para recibir la pelota en posición correcta y poder hacer una buena jugada.

Sí, los partidos se jugaban en sueños. O, quién sabe, a lo mejor lo que llamamos nuestras vidas era lo que soñábamos cuando caíamos rendidos y dormíamos unas horas en esas inhóspitas canchas de fútbol. Durante una temporada esta cuestión me preocupó y traté de dilucidarla sin éxito. Le preguntaba a mis amigos sobre sus sueños pero no sacaba nada en claro. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta de sus miradas astutas y comprendí que con esas dudas estaba perdiendo posiciones en el campo. Además, pasada la etapa adolescente, comprendí que carecía de relevancia saber cuál era la realidad. Lo único importante era marcar un gol; ese acto daría sentido a la existencia, justificaría todos los esfuerzos, me haría acreedor de las más excelsas recompensas.

Pero, por lo mismo que la esperanza del gol (o, más modestamente, de una mínimamente buena jugada) me enardecía y estimulaba, el miedo a situarme en fuera de juego generaba una angustia paralizante. Y por eso, mientras corría hacia el sur, hundiéndome en la arena y soportando el abrasador sol del desierto, buscaba ansiosamente jugadores rivales que me permitieran trazar la línea imaginaria de la defensa y confiaba en verlos justo cuando me llegara el pase largo que haría un desconocido centrocampista de mi equipo; justo antes de parar con el pecho esa pelota, bajarla al pie y acelerar mi carrera hacia delante.

Si hubiese calculado las probabilidades que tenía de cruzarme con cualquiera de los otros veintiún jugadores que, como yo, corrían en un rectángulo desértico, quizá no me hubiese desalentado. Si hubiese meditado sobre la tremenda desproporción entre nuestras dimensiones y las de los marcianos, quizá hubiese comprendido que lo que para mí era un mes entero para ellos apenas alcanzaba los cuarenta y cinco minutos que dura una parte del partido. Lo cierto es que, pese al afán tan grande por marcar gol (o, más modestamente, por protagonizar alguna jugada mínimamente buena) e incluso pese al angustioso miedo existencial al fuera de juego, me rendí al desfallecimiento y me dejé caer entre las dunas, pidiendo el cambio.

Me cambiaron, sí, y ahora estoy aquí en este banquillo galáctico, uno más de los minúsculos muñequitos de juguete entre las gigantescas manos de los marcianos. Ahora sueño que veo el partido del Sahara en una inmensa pantalla dispuesta a modo de parabrisas de esta plataforma espacial. Hace unos días, apenas unos minutos, vi a mi sustituto recibiendo un balón largo casi al borde del fuera de juego, bajándolo al pie y avanzando raudo hacia la portería, que distaba sólo unos diez kilómetros. Sentí una gran pena, una melancolía pastosa que me llenaba entero. Esa tristeza también la llevo en mi otra vida, la que transcurre en Canarias, sea cual sea la real. Me queda, sin embargo, la esperanza de que en próximo partido sea titular; por aquí se comenta que toca un campo cercano a la bahía de Hudson, vecino a Ivujivik. Frío, brumas, nieve; será un cambio.


Espinoza soñó con el cuadro del desierto. En el sueño Espinoza se erguía hasta quedar sentado en la cama y desde allí, como si viera la tele en una pantalla de más de un metro y medio por un metro y medio, podía contemplar el desierto estático y luminoso, de un amarillo solar que hacía daño en los ojos, y a las figuras montadas a caballo, suyos movimientos, los de los jinetes y los de los caballos, eran apenas perceptibles, como si habitaran en un mundo diferente del nuestro, en donde la velocidad era distinta ... (página 153). Por dentro, se rió. Esas palabras chilenas. Esas trizaduras en la psique. Esa pista de hockey sobre hielo del tamaño de la provincia de Atacama en donde los jugadores nunca veían a un jugador contrario y muy de vez en cuando a un jugador de su mismo equipo ... (página 259). Roberto Bolaño, 2666. Anagrama, marzo 2008.

CATEGORÍA: Ficciones

jueves, 20 de noviembre de 2008

Entre plataneras

El primer año de mi estancia en Tenerife, a mediados de los ochenta, lo pasé en una urbanización turística del sur. Pasados los primeros meses de soledad, entablé amistad con algunos de los esquivos y extraños "aborígenes". La verdad es que esos primeros amigos y yo parecíamos pertenecer a universos distintos de tan poco que teníamos en común. Ellos, chicos y chicas más jóvenes incluso de lo que yo lo era, iniciaban su vida laboral en empresas vinculadas al negocio turístico (inmobiliarias, agencias, hoteles) pero sus referentes seguían siendo los propios del mundo agrario de la que provenían. Yo, en cambio, llegaba del Madrid de los años de la "movida", de una cultura exageradamente urbanita, de una incultura tremenda sobre casi todo lo que era verdaderamente real ...

Juani era una preciosidad. Diecinueve años, pelo larguísimo del negro más negro y más brillante que hasta entonces había visto, unos ojos grandes como piscinas en las que burbujeaba la risa, unos labios que me enloquecían de ganas de besarlos. Me la presentó una compañera de oficina que, inexplicablemente, se empeñó en enrollarnos; más inexplicable todavía fue que a Juani, una de las niñas más deseadas de esos barrios, le gustara el godo raro y soso que yo era y casi me obligara a besarla una noche apoyados en el muro de una platanera. Juani vivía en una casita de un grupo de cuatro o cinco construidas en el interior de una finca de plátanos y allí la acababa de dejar a la vuelta de una discoteca de Playa de Las Américas.

Juani era tinerfeña, pero sus padres habían venido muy jóvenes de La Gomera a trabajar a esa finca. Hacia principios de los sesenta, el terrateniente de las plataneras andaba escaso de mano de obra y pidió a un cuñado suyo, dueño de otras en la costa de Hermigua, que le enviase braceros jóvenes. Acompañando a dos de sus hermanos, llegó Mari, una muchacha en la quincena. Ella misma, una preciosa mujer de unos cuarenta años cuando la conocí, me contó sonriente varias anécdotas de aquellos sus primeros tiempos tinerfeños, sirviendo en la casa de los dueños y soportando trabajos duros y más de un desprecio. Unos años después, en otra remesa de inmigración agraria interinsular, llegaría Chano; se enamorarían, se casarían, se mudarían a la vivienda de los medianeros, ella dejaría la casa grande pero Chano seguiría trabajando los plátanos, nacerían Manuel, Juani, Vero ... Los hijos habían acabado el instituto, durante los últimos años habían aparecido nuevas opciones laborales: ellos no trabajarían en la platanera; los tiempos habían cambiado.


Juani y yo salimos cuatro o cinco meses; diversos acontecimientos que ahora no vienen al caso hicieron que nuestra relación acabara abrupta y no demasiado cordialmente. Al poco, dejé el sur y me mudé a Santa Cruz, la capital de la isla. Pasé varios años alejado de las plataneras y, desde luego, no he vuelto a hacer el amor bajo piñas de plátanos verdes. Tampoco he vuelto a saber nada de Juani. Pero un día, hace tres o cuatro años, volví a recordarla. Vino a vernos al Cabildo el propietario de unos terrenos agrícolas del sur. Pretendía que parte de su finca se incluyese en una operación urbanística que se estaba planificando, de forma que resultase beneficiario del correspondiente aprovechamiento urbanístico. Para apoyar sus pretensiones argüía que la crisis del plátano le había obligado a abandonar los cultivos en la parte más cercana a la carretera, justamente la que proponía reclasificar. Este hombre, de una de las familias "influyentes" de la Isla, convenció a uno de "mis" políticos para que fuese con "sus" técnicos a visitar los terrenos; de esa forma, dijo, nos daríamos cuenta de la conveniencia de que se urbanizasen.

Así que un viernes hacia mediodía bajamos al sur. Aunque yo sabía perfectamente cuál era la localización de la finca, nunca viéndola en los planos se me había ocurrido pensar que podía tratarse de la platanera que había frecuentado veinte años atrás. Al meternos con el coche oficial por los caminos rectos, estrechos y flanqueados por aquellos muros tan característicos, me vinieron de golpe un tropel de recuerdos. En efecto, las fincas más cercanas a la carretera estaban abandonadas, las plantas secas, dejándose morir (pocos paisajes son más desoladores que el de una platanera abandonada). Mientras paseábamos, al doblar un recodo, atisbé el grupito de casas en el que había vivido Juani con sus padres y hermanos; parecían también abandonadas y medio ruinosas, pero no quise (¿no pude?) preguntar nada.

Al cabo de un rato, como tácitamente estaba previsto, el terrateniente nos invitó a comer pescado en un famoso restaurante de un cercano pueblo costero (una sama a la espalda que estaba deliciosa). La comida fue larga y demasiado regada, tanto que pasadas más de dos horas los cuatro comensales estábamos despatarrados contándonos historias como si fuéramos íntimos y careciésemos de vergüenza. Quien más hablaba era el anfitrión, empeñado en rememorar su infancia y juventud en la finca de plátanos (a la que iba ocasionalmente, porque en realidad se había criado en la capital) y en revivir para nosotros (especialmente para mí, el godo) unas condiciones de vida y unas relaciones sociales hoy ya desaparecidas. Contó multitud de anécdotas de su padre, que el viejo sí que era un cabronazo de los de antes, dueño y señor de sus tierras y de quienes en ellas moraban. Con tono levemente admirativo evocó los años en que era un viudo casi sesentón, allá hacia principios de los sesenta, pero todavía fuerte y con ganas de marcha; nos contó que cuando el cuerpo le pedía la guerra cogía su coche americano y se venía para la finca a beneficiarse a alguna de sus medianeras. Me acuerdo, añadió de pronto, de que por esas fechas al viejo le dio fuerte con una chiquilla recién llegada de la Gomera, de los medianeros de mi tío. Pero le cabreaba que la niña, aunque se dejaba hacer (faltaría más), se comportara como distraída, como si no fuera con ella. Tanto que una vez, mientras follaban en la platanera, le dijo (y le gustó tanto su propia frase que la repitió a varios amigos en el casino de Santa Cruz): Mari, coño, amor no te pido; pero por lo menos pon atención.


CATEGORÍA: Recuerdos

martes, 18 de noviembre de 2008

Hermafroditas y Andróginos

Jean de Mandeville fue un fabulador del siglo XIV que escribió uno de los más grandes best-sellers de la Baja Edad Media, El Libro de las Maravillas del Mundo (1356). Apenas casi nada se sabe (ni siquiera su verdadero nombre) de este recopilador de ficciones engarzadas a lo largo de un viaje imaginario desde el occidente europeo hasta el oriente, cuanto más oriental más inverosímil. En el capítulo X del Libro Segundo nos habla de una de las múltiples islas que hay por la India (la precisión deja mucho que desear), en la cual "unos hombres y mugeres que se tienen en uno pegados y no tienen más de una teta y tienen miembros de hombre y de muger cada uno d´ellos y usan de aquél que quieren; y el que para como muger, aquél se empreña y pare hijos".

Los seres que describe Mandeville son hermafroditas, cada uno con ambos sexos a su disposición y capaz de desempeñarse como hombre o como mujer según le viniera en gana. Aunque el falso viajero no da muchos datos, parece que no se autofecundaban, de lo que hemos de concluir que los habitantes de esa ignota isla disfrutaban de la gama completa de la sexualidad, pudiendo ejercer, según sus apetencias, cualquiera de los roles y pudiendo, por tanto, experimentar todas las variedades del placer erótico. Intuyo que entre esos seres, conocedores de los orgasmos masculinos y femeninos, el papel varonil no sería el preferido (aunque, claro está, por equidad elemental habría que ir alternando las posiciones).

La de Mandeville no es, ni mucho menos, la referencia más antigua a los hermafroditas. El mito clásico lo cuenta Ovidio en sus Metamorfosis. Un bello joven de nombre Hermafrodito (por ser hijo de Mercurio y de Venus) se mete en un lago para refrescarse; la náyade Salmacis, al sentirlo, se enamora perdidamente y desnuda se le abraza. El chico se resiste a la lujuria de su violadora y ésta suplica a los Dioses que nada pueda separarlos. Deseo concedido: los dioses hacen que ambos cuerpos se fusionen en un solo ser con doble sexo. Siguiendo una tradición de la mitología clásica que consiste en que cuando te han jodido, en vez de intentar enmendar el daño, sumas un nuevo perjuicio, Hermafrodito pidió y obtuvo de sus divinos padres que las aguas de ese lago produjeran los mismos efectos que él había sufrido en todo varón que a partir de entonces en ellas se bañara.

El hermafrodita no es exactamente lo mismo que el andrógino, aunque hoy las diferencias pueden parecernos matices irrelevantes. Sin embargo, sus respectivos orígenes míticos nos muestran génesis opuestas. El hermafrodita, como hemos visto, es el resultado de un castigo (o, al menos, de una acción) de los dioses; el andrógino es el ser original, presente en su completitud en varios mitos de la Creación; los hombres y las mujeres seríamos las partes rotas de esos seres primordiales, y las uniones sexuales intentos imposibles de recuperar esa unicidad perdida.

En "La Prueba del Laberinto", libro de 1979 que recoge una extensa conversación con Claude-Henri Rocquet, el gran Mircea Eliade relata que con dos años y medio se topó con un enorme y espléndido lagarto azul; se quedó estupefacto ante la "belleza andrógina" del dragón hembra. A partir de ese recuerdo remoto nos dice Eliade: "andrógino y hermafrodita no son una misma cosa. En el hermafrodita coexisten los dos sexos. Ahí están las estatuas de hombres con senos... El andrógino, por su parte, representa el ideal de la perfección: la fusión de los, dos sexos. Es otra especie humana, una especie distinta... Y creo que esto es importante. Ciertamente, los dos, el hermafrodita y el andrógino existen en la cultura no sólo europea sino universal. Por mi parte, me siento atraído por el tipo del andrógino en el que veo una perfección difícilmente realizable o quizá inasequible en los dos sexos por separado". Entonces le pregunta Rocquet, aludiendo a la Grecia clásica, si el hermafrodita se situaría del lado de lo monstruoso y el andrógino del lado de la divino. Eliade no está de acuerdo, no cree que el hermafrodita represente una forma monstruosa, sino un esfuerzo desesperado por alcanzar la totalidad, la unidad, la fusión.

Es en El Banquete de Platón donde aparece por primera vez narrado el mito del andrógino. Como es sabido, en esa obra, Platón recrea una reunión en la cual cada asistente dedica un discurso al amor. Antes de Sócrates (que siempre cerraba los debates), interviene Aristófanes que cuenta que, en los principios de los tiempos, la Tierra estaba habitada por seres esféricos dobles divididos en tres tipos: los que tenían dos sexos masculinos (descendientes del sol), los que tenían dos femeninos (descendientes de la tierra) y los que tenían uno de cada (descendientes de la luna). La cosa es que esta especie, extremadamente poderosa, quiso atacar a los dioses y Zeus, para debilitarlos, decidió cortarlos en dos. Desde entonces, quienes provienen de la última raza buscan siempre a miembros del sexo opuesto para complementarse; en cambio, los de las otras dos razas serían los gays y lesbianas.

El mito del andrógino juega un papel importante en muchas antropologías de lo sagrado. Por más que la versión "occidental" nos haya llegado desde Grecia, estoy convencido de que se repite en culturas diversas y anteriores (entre ellas, las provenientes de la India que se manifestarán en torno a Shiva y Kali; pero de eso ya hablaré en otro momento). Por lo que yo sé, el gran teorizador fue el citado Mircea Eliade que ya lo toca en sus ensayos sobre historia de las religiones y que cuenta con un libro dedicado específicamente al asunto: Mefistófeles y el andrógino. Pero, contemporáneamente aunque desde visiones más crípticas, este mito se convierte en uno de los arcanos (¡hay tantos!) de los misteriosos teósofos y así aparece desarrollado en algunos libros de Helena Blavatsky. También, según descubro, adquiriría alguna relevancia en la teoría freudiana, aunque no he logrado verificar este dato en obras concretas del viejo Sigmund. Por último, y en fechas más modernas, este mito es humus (uno entre muchos) del que se nutre el postestructuralismo y, pasando por Foucault y su inacabada Historia de la Sexualidad, llega a sentar las bases de la Teoría Queer.

En todos estos temas ando yo revolviendo y quizá me atreva a ahondar en algún otro post. Pero entretanto escribo sobre historias más sencillitas y me divierto encontrando en la Red un video (lástima que esté en francés con subtítulos en inglés) que muy didácticamente nos cuenta lo que contó Aristófanes allá en la Atenas socrática.


CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

domingo, 16 de noviembre de 2008

Roldán en Telecinco

Luís Roldán Ibáñez nació en Zaragoza el 30 de noviembre de 1943 (en unos días cumplirá sesenta y cinco años). En 1976, se afilió al PSOE aragonés. En esas fechas los partidos políticos todavía no habían sido legalizados (la Ley para la Reforma Política se aprueba a finales de año) y, si bien podía suponerse que en poco tiempo serían los instrumentos principales de la futura vida política española, las cosas no estaban del todo claras. Quienes entonces se afiliaban a los partidos eran pocos, los más motivados políticamente. El PSOE, desde la crisis de 1972, había ido fortaleciendo sus cuadros y militancia en el interior, durante una etapa que culminaría en el triunfal XXVII Congreso de Madrid (Socialismo es Libertad) en diciembre de 1976, poco antes de la legalización de los partidos políticos. Para cuando Roldán se afilió, según sus palabras, el PSOE no contaba con más de diez mil miembros y en todo Aragón sólo había 22 personas. No puedo asegurar si esas cifras son o no verdad, pero, al menos, no parecen incongruentes; según algunas fuentes, en 1974 (Congreso de Suresnes) en el Partido había unos 2.5000 militantes mientras que en 1977 ya se superaban los 50.000. Parece justo calificar a Roldán entre los primeros afiliados del PSOE, no provenientes de la militancia antifranquista. ¿Cuánto de cálculos interesados o de convicciones ideológicas había en la decisión de ese zaragozano de poco más de treinta años? Es fácil demonizarle a posteriori, pero ...

Luís Roldán es incluido en la lista del PSOE que gana (sin mayoría absoluta) las elecciones al Ayuntamiento de Zaragoza el 3 de abril de 1979. El alcalde será Ramón Sainz de Varanda y Roldán ocupará el cargo de teniente de Alcalde y Concejal de Hacienda. Que a un tipo joven recién ingresado al Partido se le encomiende esa función no deja lugar a dudas de que en apenas tres años había adquirido un prestigio suficiente, tanto en lo que se refiere a su capacidad gestora como a su "lealtad socialista". Debió seguir consolidando su buen nombre entre los compañeros del Partido durante esos años municipales porque, antes de pasar un mes desde su investidura, Felipe González le nombró Delegado del Gobierno en Navarra (29 de diciembre de 1982), cargo que ocupó hasta el 31 de octubre de 1986, fecha de su designación como Director General de la Guardia Civil. Durante ese periodo, además de su sueldo, Roldán recibió una serie de talones provenientes de los fondos reservados del Ministerio del Interior. Estos fondos reservados (no confundir con los que luego dispuso el propio Roldán como responsable de la Guardia Civil) fueron empleados por el Ministerio del Interior desde el principio del Gobierno Socialista para muy distintos fines, entre ellos premiar (o compensar, como se prefiera) a determinadas personas que, en "feliz" expresión de Felipe González, servían al Estado en las cloacas. Conviene recordar que esos años que Roldán pasó en Pamplona fueron aquéllos terribles de ETA y casi coincidieron exactamente con las actividades de los GAL. De hecho, bastante tuvo que ver la Delegación del Gobierno en Navarra con el triste secuestro de Segundo Marey y no me cabe duda de que Roldán, en ese tiempo, arrimó con entusiasmo el hombro en la lucha antiterrorista y estrechó sus relaciones con casi todos los notables del PSOE.

¿Por qué, si no, habría de ser nombrado en 1986, al inicio del segundo gobierno González, Director General de la Guardia Civil, el primer civil que ostentaba ese cargo? En ese puesto estuvo hasta el 3 de diciembre de 1993, fecha en que fue destituido ante la avalancha de indicios sobre sus actividades delictivas. Pocos meses después salió de España y se mantuvo escondido mientras en este país se desataba una escándalo tremendo, personalizándose en Roldán todos los males patrios así como la generalizada corrupción del PSOE. Son aquéllos los días de Aznarín y su primer éxito mediático (Váyase, señor González). En esos siete años Roldán amasó su fortuna personal (los famosos 1.800 millones de pesetas) a base de desviar fondos reservados y, sobre todo, cobrar comisiones por adjudicaciones de obras. Yo estoy convencido de que no fue el único, de que, por aquellas fechas (¿y todavía ahora?), el pago de comisiones era una práctica habitual (el ingenuo de Borrell quiso acabar con ella poco después cuando fue ministro de Obras Públicas); creo, además, que parte de esos dineros que pagaban las empresas se destinaba a los partidos (el PSOE, en este caso). No es que piense que Roldán fuera muy inteligente, pero sí que si se atrevió a meter la mano tanto como la metió fue porque tenía una fuerte sensación de impunidad; se sentiría impune porque los poderosos eran sus amigos y también lo hacían, porque él les ayudaba y porque sabía muchas cosas que le garantizaban no ser abandonado en la cuneta.

En 1995, con la complicidad del misterioso Francisco Paesa, se pactó un paripé cara a todos nosotros: parece ser que las autoridades españolas fletaron un avión privado para trasladarle desde París a Bangkok donde escenificaron su detención, diciendo que venía de Laos (para demostrar que le habían buscado por "toos laos", según un chiste de entonces). De Bangkok lo traen para España, lo encarcelan y en 1998 la Audiencia lo condena a 28 años de cárcel (plazo aumentado luego a 31 años por el Supremo). Desde el 95 estuvo en la cárcel de mujeres de Brieva (Ávila) y desde el 2005 tiene un régimen especial que le permite salir a trabajar. Supongo que la mayoría de los españoles nos habíamos casi olvidado de este señor (así como de las tantas chorizadas y corruptelas que hubo por esos años) cuando la cadena Telecinco, durante la semana pasada, anuncia a bombo y platillo una entrevista en exclusiva con el interfecto. La cadena privada nos prometía que por primera vez Roldán iba a contar su versión, a desvelar tantos misterios vinculados a sus actividades; la curiosidad pudo al escepticismo y la noche de este viernes la desperdicié viendo otra muestra más de telebasura.

Por supuesto, Roldán no dijo apenas nada interesante, pero esto era lo previsible, máxime si, como muchos sospechan, su silencio forma parte de acuerdos previos y le garantiza no se qué. Pero lo alucinantemente indignante fue el comportamiento de los "entrevistadores". Primero la tal María Teresa Campos, con una actitud chulesca y despreciativa, sólo preocupada de oírse a sí misma profiriendo sentencias condenatorias a su invitado y sin ningún interés por sonsacarle ninguna información con el más mínimo interés. Luego, cuando se "amplió" la entrevista, los dos payasos de María Antonia Iglesias (a lo que ha llegado esta mujer) y Miguel Ángel Rodríguez. La primera empeñada en insultar a Roldán y negar histéricamente que supiera nada, que hubiera ninguna manta de la que tirar; curiosa actitud en alguien que se llama periodista: obstaculizar los intentos de preguntar. El segundo más o menos lo mismo, con el agravante de su histrionismo hipócrita, haciéndose el digno y no admitiendo lecciones de moral de un chorizo como Roldán. ¡Cuánta indignación la de estos tres "profesionales"! Uno se quedaba preguntándose si ese afán por condenar, embarullar ruidosamente y eludir descaradamente cualquier intento de esclarecimiento, no tendría que ver con miedos a que algo les salpicase. Si hasta MAR, movido por su santa ira, llegó incluso a exculpar a González de cualquier implicación en las asquerosas corruptelas roldanescas; ¿por qué no le recordaron lo que decía hacia mediados de los noventa?

Lo del otro día fue un ejemplo más del espectáculo chabacano en que se ha convertido el debate político en este país. Esos señores, periodistas y comentaristas políticos, son unos vergonzosos demagogos manipuladores, entusiastas contribuyentes a aumentar la gilipollez de la audiencia. Y es una pena, porque la de Roldán era, a priori, una entrevista con muchas posibilidades periodísticas. No me acuerdo quién dijo que la obligación de un buen periodista es entrevistar hasta al diablo. A mí, desde luego, no me aportaba nada ver cuánto se indignaban esos tres imbéciles al estar sentados frente a Roldán; sí me habría interesado, en cambio, que algún entrevistador inteligente le hubiese preguntado sobre tantas cosas todavía no aclaradas de la historia reciente de España. Pero no cayó esa breva.

CATEGORÍA: Política y Sociedad

martes, 11 de noviembre de 2008

El huevo de Juanelo

Me comenta Strika en mi penúltimo post que el María Moliner dice que el huevo de Juanelo es sinónimo de huevo de Colón. No lo sabía (y eso que dispongo de dicho diccionario) y agradezco a mi comentarista el dato; me encantan aportaciones como ésta que enriquecen mis desordenadas colecciones de curiosidades. En cambio, sí barrunté enseguida quién sería ese Juanelo cuya identidad intriga a Strika; y para decir algo acerca de tan ingenioso personaje y "huevear" un poquito más, escribo este post.

En el año 81, en el marco de un curso de postgrado en rehabilitación urbanística de centros históricos, trabajé en el barrio del Pozo Amargo, en Toledo, el caserío abigarrado que cae desde la fachada sur de la Catedral hasta el Tajo, la ladera que se ve desde el Parador. Se trataba de una zona entonces bastante degradada, de uso residencial (antiguas casonas con patio subdivididas en varias viviendas) y carente de monumentos, por lo que no era transitaada por turistas. De hecho, históricamente, siempre había sido un barrio proletario, en el que se alojaban quienes ejercían los oficios menos lustrosos (por ejemplo, los tintoreros y curtidores cuyos talleres se ubicaban en las orillas del río, apenas accesible en el resto de la ciudad). Leyendo la documentación que hube de estudiar por esas fechas, vine a enterarme de que en la segunda mitad del XVI, algo más arriba del borde de "mi" barrio, a los pies del Alcázar, un famoso relojero de la época había construido una enorme máquina hidráulica capaz de subir unos 16.000 litros diarios de agua del Tajo a los depósitos del Palacio y así abastecer a toda la ciudad (el Alcázar está en la cota más alta de Toledo). Ese hombre era Giovanni Torriani (o Torresani o Della Torre), natural de Cremona en el Milanesado y a quien trajo a España el emperador Carlos; aquí se le llamó Juanelo Turriano.

El artificio de Juanelo funcionó hasta avanzado el siglo XVII y luego quedó abandonado hasta su demolición en el XIX. Existen fotos de sus ruinas poco anteriores al derribo, como la que adjunto, obtenida del interesantísimo blog que Eduardo Sánchez Butragueño dedica a Toledo. Para las fechas de la construcción del mecanismo, Juanelo era ya un hombre mayor famosísimo por su ingenio. Llegó a España acompañado de su prestigio como fabricante de inigualables relojes y autómatas. Entre los primeros destaca el misterioso Cristalino, elaborado en Bruselas para el emperador; un reloj que daba a cada minuto las posiciones de los planetas facilitando las tareas de los astrólogos. En cuanto a los autómatas, según nos dice Covarrubias en su Tesoro de la Lengua Castellana, Juanelo fue el primero en introducir estos "juguetes" en España. No creo que sea verdad pues, como conté en un post anterior, ya en la Edad Media constan estos ingenios y muchos de los conocimientos técnicos entraron en Europa a través de la España musulmana. Sin embargo, la noticia del gran lexicógrafo nos basta para imaginar el asombro que esos muñecos animados debieron causar entre los españoles del XVI (la figurilla adjunta, guardada en el Kunsthistorisches Museum de Viena, se denomina Autómata musical de una dama de la corte española con laúd, y está atribuida a Juanelo). Pero el autómata más famoso atribuido al italiano fue el llamado Hombre de Palo, muñeco de madera y tamaño natural que, según la leyenda, iba todos los días al palacio episcopal a recoger la comida con que los eclesiástico retribuían los servicios del inventor. Tan famoso fue que cuenta con su propia calle, pegadita a la Catedral.

Habría muchas más obras que señalar para hacer mínima justicia a los méritos de Turriano, pero bastan las dichas para entender que era un hombre de altísimo prestigio, loado por todos, de lo que han dejado testimonio numerosos literatos del Siglo de Oro, entre ellos, ni más ni menos, que Quevedo, Calderón, Cervantes, Lope o Góngora. El último, como es previsible, es quien más hiperbólico (y barroco) es en sus alabanzas:

¿Qué edificio es aquél que admira al cielo?
Alcázar es Real el que señalas.
¿ y aquél, quién es, que con osado vuelo
a la casa del Rey le pone escalas?
El Tajo, que hecho Icaro, a Juanelo,
Dédalo Cremonés, le pidió alas,
y temiendo después al Sol el Tajo
Tiende sus alas por allí abajo.

Pues es a este Juanelo a quien se le atribuye el mismo truco que, en otras versiones, a Colón. Ya no sólo el María Moliner, sino el diccionario de la RAE, incluye huevo de Juanelo con el mismo significado que huevo de Colón (aunque hace unos días ni siquiera me di cuenta). Yo, desde luego, no había oído nunca la expresión y a lo mejor es porque, según leo en una web, ya no se usa en España sino en México. Pero, allá por el siglo XVII (y quizá antes, en vida del propio Turriano), debía ser la forma habitual (y no el de Colón) como lo prueba Calderón en La Dama Duende (1629) que pone en boca de Ángela las siguientes palabras:

Ahora sabes
Lo del huevo de Juanelo,
Que los ingenios más grandes
Trabajaron en hacer
Que en un bufete de jaspe
Se tuviese en pie, y Juanelo
Con solo llegar y darle
Un golpecillo le tuvo.
Las grandes dificultades
Hasta saberse lo son;
Que sabido todo es fácil.

Ahora bien, habiendo comprobado que el Juanelo del huevo era efectivamente el Juanelo que conocí hace veintisiete años, me surge la duda de cuál de las dos historias es más verosímil, si la del genovés o la del de Cremona (es curioso, por cierto, que en ambos casos se trate de dos italianos, uno ligur y otro lombardo, al servicio de la corona española). Buscando un rato en internet, he encontrado (y bajado en PDF) un libro de 1825 titulado Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV, de un tal Martín Fernández de Navarrete, alto cargo de la Monarquía para entonces jubilado. En una de sus páginas, este buen señor arremete contra la "peregrina invención" de la famosa escenita del huevo de Colón en el almuerzo ofrecido por el Cardenal Mendoza. Cita como autor de la misma a un tal Bossi que habría escrito una biografía del almirante (no he ubicado a este autor) y, para esta anécdota, se habría inspirado en un grabado de un tal Bry, establecido hacia 1570 en Francfort (tampoco he conseguido ningún dato de este otro). Dice Fernández de Navarrete que "esta fábula, tan insípida e inverosímil, ... no tiene apoyo alguno, pues no hacen mención de tal convite ni Hernando Colón, Oviedo, Gomara, Garcilaso, ni el doctor Salazar en la crónica del Gran Cardenal de España, en la que, sin embargo, sí refiere la venida de Colón a la corte de los Reyes Católicos y lo mucho que le favoreció el Cardenal". Coincido con este señor en la escasa verosimilitud de la atribución del truco a Colón, pero me temo que tampoco tiene mucha más la autoría de Juanelo.

Y aquí lo dejo. Lo cierto es que me he divertido recordando, gracias a internet, a este interesantísimo personaje. También de paso, cotejando distintas fuentes, he descubierto algunas imprecisiones, sobre todo referidas a las fechas en que Juanelo llegó a España (fue acompañando al emperador en su viaje de retiro a Yuste y no tantos años antes como, por ejemplo, dice la wikipedia; también la leyenda del hombre de palo, tal como se cuenta en la página que he enlazado, peca de graves anacronismos). Y además he descubierto algunos personajes de la época en cuyas vidas merecería la pena hurgar un poquillo, como es el caso del marqués del Vasto, don Alfonso de Ávalos (1502-1546), un militar español que nació, murió y pasó gran parte de su vida en el Milanesado. Pero esto sería asunto para otro post.

CATEGORÍA: Personas y personajes

domingo, 9 de noviembre de 2008

Tangos, lunfardo y La Chicana

El ciruja, recién salido de la cárcel, vuelve a los baldíos de un arrabal bonaerense, donde años atrás se quemaban las basuras urbanas. En ese tiempo había sido feliz, en un ambiente de fiestas, juegos de cartas, carreras de caballos, delincuencias menores y prostitución. En esos días, se había enamorado de una mujer muy guapa que, aprovechándose de su pasión, le iba sacando el dinero para dárselo a su chulo. Al final los dos hombres se enfrentaron y el ciruja, así llamado por su habilidad en el manejo del cuchillo, acabó con el otro. Ahora, en el lugar de los hechos, libre y sin amor, el dolor de los recuerdos le hace llorar.

Esta viene a ser la historia que se cuenta en el tango El Ciruja, compuesto en 1926 con letra de Francisco Alfredo Marino y música de Ernesto de la Cruz. La letra, que transcribo más abajo, está colmadita de términos lunfardos, tanto que dudo que nadie que no sea de la cuenca rioplatense pueda ni siquiera saber de qué va. La cosa es que llevo la mañana traduciéndome tangos, la mayoría de la edad dorada, y disfrutando con esas palabras enigmáticas como quien resuelve acertijos. Al fin y al cabo, en su origen, pretendía ser justamente un código críptico; así lo certifica Borges, en su Invectiva contra el arrabalero (1926), donde describe peyorativamente la jerga orillera que por esas fechas recién terminaba de consolidarse. Son opiniones del Borges joven pero no tengo la impresión de que cambiaran mucho con los años; más tarde diría que el lunfardo no son más de "diez o quince sinónimos obscenos", si bien matizaba irónico que había sido "enriquecido por los saineteros, por las letras de tango". Al gran Jorge Luis, en todo caso, nunca le gustó el tango y el sonido del bandoneón le molestaba.

Podría ahora sostener que mi casi nulo conocimiento del lunfardo (y del tango), pudo haber sido motivado, subliminalmente, por Borges, de quien desde adolescente fui devoto. Pero ni yo mismo me lo creo, pues lo cierto es que esta materia, como tantas otras, no es otra muestra más de la enormidad de mis ignorancias. Pero este fin de semana he descubierto a La Chicana, el grupo de Dolores Solá y Acho Estol, con ya trece años de historia (es que uno no está al día en casi nada). Curiosamente, en abril pasado, el grupo actuó en Tejina, un pueblo del municipio de La Laguna (donde trabajo), en un concierto patrocinado por el Ayuntamiento de entrada gratuita; tendré que estar atento para la próxima vez.

La cosa es que me he dado un atracón de tangos (también milongas, chacareras y otros géneros) en la prodigiosa voz de Dolores Solá, y también buscando los referentes más clásicos (el inevitable Gardel en primer lugar, por supuesto). Y si bien no me disgusta la música, lo que me entusiasma son las letras; algunas de una potencia lírica espectacular, de una belleza poética fantásticamente descarnada. En este sentido, me da la impresión de que La Chicana logran recuperar el tango más original, despojándole de posibles añadidos que lo habrían ablandado, comercializado. Como si dieran la espalda al tango de las orquestas y volvieran a los prostíbulos arrabalarios del Buenos Aires de principios del pasado siglo. Claro que no es más que la impresión de un profano, ajeno en todo a la cultura del tango.


Como con bronca y junando de rabo de ojo al costao
sus pasos ha encaminado derecho pa´el arrabal.
Lo lleva el presentimiento de que en aquel potrerito
no existe ya el bulincito que era su único ideal.

Recordaba aquellas tardes de garufa
cuando minga de laburo se pasaba.
Meta punga y al codillo escolaseaba
y en los burros se ligaba un metejón.

Cuando no era tan junado por los tiras,
la lanceaba sin temer el manyamiento,
una mina le solfeaba todo el vento
y jugó con su pasión.

Era un mosaico diquero que yugaba de quemera,
hija de una curandera mechera de profesión.
Pero vivía engrupida de un cafiolo vidalita
y le pasaba la guita que le sacaba al matón.

Frente a frente dando muestras de coraje
los dos guapos se enfrentaron en el bajo
y el ciruja que era listo para el tajo
al cafiolo le cobró caro su amor.

Lejos ya de la gayola y sin la mina campaneando
un cacho 'e sol en la vereda,
piensa un rato en el amor de la quemera
y solloza en su dolor.


Y como no todo han de ser tangos, ni siquiera en la viña de La Chicana, pongo el video de la cumbia La Viralata (Acho Estol, 2006) en el que vemos a Dolores Solá por varias capitales europeas: decir cuáles son podría ser el acertijo de este post (el que planteé en el anterior no ha sido atendido por nadie; y eso que yo esperaba que Júbilo entrase al trapo).


CATEGORÍA: Canciones y otras líricas

jueves, 6 de noviembre de 2008

El huevo de Colón

Se dice de algo que es el huevo de Colón cuando aparenta tener mucha dificultad pero resulta ser fácil al conocer su artificio. Cuenta la leyenda que al almirante, de regreso en España tras uno de sus viajes y siendo ya famoso y loado por todos, en una comida ofrecida por el cardenal Mendoza, uno de los varios comensales, envidioso, le insinuó que tampoco tenía tanto mérito haber encontrado esa nueva ruta a las Indias, que otro cualquiera podría también haberlo hecho. No gustaron mucho tales comentarios a Colón, quien pidió un huevo y reto al impertinente, y de paso a los demás presentes, a que lograse ponerlo de pie sobre la mesa. Después de unos cuantos intentos que siempre concluían con el huevo rodando, todos se declararon incapaces, calificando la empresa de imposible. Entonces el genovés golpeó ligeramente la base del huevo haciéndole una pequeña abolladura, suficiente para permitir que se mantuviese en equilibrio. Todos captaron el mensaje: una vez que se conoce cómo se ha hecho algo siempre parece fácil; el mérito está en descubrirlo la primera vez.

La provechosa wikipedia nos informa de que la anécdota fue escrita por Girolamo Benzoni en su famosa Historia del Nuevo Mundo (Venecia, 1565). Ese libro lo leí hace unos veinticinco años, cuando pretendía hacer una tesis sobre urbanismo colonial hispanoamericano; apenas lo recuerdo ya y sería incapaz de confirmar de memoria si entre sus páginas aparece o no este relato. Pero, aunque así fuera (lo que me deja un cierto regusto de extrañeza pues pienso que pertenece al tipo de curiosidades de las que suelo acordarme), eso no garantiza en absoluto que Colón hubiese hecho la gracieta del huevo. Si seguimos creyendo a la wiki, quince años antes de Benzoni, Giorgio Vasari atribuía idéntico truco a Brunelleschi, a quien todos admiraban por haber diseñado y construido la inmensa y majestuosa cúpula de Santa Maria del Fiore en Florencia. Podríamos pensar que Colón conocía la anécdota de Italia; en ese caso, la ocurrencia de Brunelleschi debía haber ganado fama pues hubo de suceder años antes del nacimiento de Cristóbal. Lo cierto es que en italiano también se usa la expresión con idéntico significado, aunque de ahí pocas conclusiones puedan sacarse. En todo caso, más probable que Colón conociera la anécdota desde su juventud italiana me parece que Benzoni hubiese leído a Vasari. Y ya puestos, me parece más probable que el protagonista fuera Brunelleschi antes que el almirante, pero más probable todavía me parece que no fuera ninguno de los dos y que, sin padrino conocido, la expresión fuera más antigua que ambos personajes.

He contado la tan conocida historieta porque hace unos días me he topado con otra variante que todavía se me antoja más improbable. Resulta que hacia el siglo XV había un juego muy popular consistente en que dos personas iban situando alternativamente sobre un tablero liso (me lo imagino de unas dimensiones parecidas a las de uno de ajedrez) una moneda. Ganaba la partida quien, al corresponderle jugar, no disponía de espacio libre; es decir, que en cualquier lugar del tablero que pusiese su moneda había de inevitablemente tocar otra ya colocada. Este juego admite una estrategia que garantiza ganar, siempre que se haga el primer movimiento (invito a que se descubra). ¿Y qué tiene que ver con el huevo de Colón? Pues parece que, en determinado momento, se popularizó la variante de jugar no con monedas sino con huevos; de esa manera se evitaba la estrategia a la que me he referido recuperando la incertidumbre del resultado (ésta es una pista para descubrir la mentada estrategia). Pero entonces llegó Colón, que en la conveniente leyenda sería un vicioso del juego, y gracias a su ingenioso truco del golpecito en la base del huevo, pudo recuperar la estrategia victoriosa. Ingeniosa historia de nuevo y de nuevo carente de toda credibilidad.

Descubro que el asunto este del huevo de Colón ha sido excusa para un derivado del famoso Tangram. Como es sabido, el Tangram chino original (tenga más de mil años o apenas doscientos) es un cuadrado formado por siete piezas (tans) que, separadas y recombinadas de múltiples maneras, nos permiten formar diversas figuras (según la wiki, alrededor de 16.000). El "tangram" (que estrictamente no lo es) Huevo de Colón es un ovoide troceado en nueve piezas que, de nuevo recombinadas, permiten la formación de muchas figuras distintas que, a diferencia del Tangram clásico, tienen bordes curvos. Este puzzle fue comercializado originalmente en 1893 por la firma alemana Ritcher, especializada en rompecabezas geométricos (creo que sigue existiendo). También la leyenda del huevo de Colón ha dado origen a juguetes mecánicos que son objetos ovoides que, si se descubre su secreto, se pueden colocar de pie sobre una superficie plana. También de finales del siglo XIX hay ejemplos de huevos de Colón mecánicos, como el fabricado por la firma norteamericana Montgomery Ward o por la alemana Pussycat. De estos aparatitos, uno de los más modernos es japonés. Se trata de un "huevo" con una ventanita en la cual se ven cinco piezas que tienes que mover para conseguir que todas aparezcan de color rojo; en ese momento un peso se bloquea en la base del huevo y permite que éste se sostenga sobre una mesa.



Esto de equilibrar huevos es una especie de invariante universal que, además, ha generado algunas mitologías mágicas. La más conocida es la tradición china que asegura que en el día de Li Chun (el primer día de primavera) a los huevos les resulta más fácil equilibrarse sobre una superficie lisa que en el resto del año. Martin Gardner, el conocido divulgador, cuenta que en 1945, gracias a un artículo en la revista Ufe que aseguraba que la mayoría de la población de Chungking se dedicaba a equilibrar huevos ese día, en Estados Unidos hubo una verdadera fiebre con este asunto (parece que el propio Einstein tuvo que opinar al respecto). Casi cuarenta años después, en 1983, una tal Donna Henes organizó su sexta ceremonia anual de equilibramiento de huevos enfrente del edificio de las Naciones Unidas, en Nueva York; con ese ritual, pretendía promover la armonía y la paz universal. The New Yorker contó que en el pequeño parque Ralph J. Bunche se pusieron en equilibrio muchos huevos por una multitud entusiasta que coreaba lemas pacifistas. La costumbre continuó unos cuantos años más (¿sigue aún?) y muchos de los creyentes afirman cosas como que durante el equinoccio la tierra está en equilibrio con el universo y eso facilita los equilibrios "ovales" o que las fuerzas cósmicas de esa armonía universal son transmitidas desde las manos al huevo ...

Poner vertical un huevo depende fundamentalmente de las rugosidades de ambas superficies, la de apoyo y la de la propia cáscara. No es difícil encontrar irregularidades que faciliten el sostén necesario; si la cáscara es perfectamente lisa y también lo es la superficie plana, la empresa es casi imposible. Desde luego, para mí lo es, pues entre mis muchas virtudes no figura la paciencia. Aunque hay quienes parecen capaces de lograrlo sin recurrir a trucos como el del almirante u otro al que recurren los magos: se equilibra el huevo sobre un montoncito de sal que luego se sopla disimuladamente; los pocos granos que quedan bastan para mantener el huevo de pie. Este truco funciona incluso con patosos como yo: esta foto lo prueba; aunque no se distinga del todo bien, aseguro que es un huevo sacado hace un momento de mi nevera y enderezado sobre la encimera de mi cocina gracias a la sal (cuyos restos pueden verse). He ahí, declaro solemnemente, mi huevo de Colón.


lunes, 3 de noviembre de 2008

Walther Hirsch (2)

Finales de 1928 a mediados de 1931: el tiempo en el que Walther fue plenamente feliz, un torrente de entusiasmo por sus venas a cada instante. Era un joven con ganas de apasionarse y se había zambullido de lleno en la vorágine de emociones violentas de la política alemana en los últimos años de la república. Reportero para Die Rote Fahne era ser también apóstol, agitador y guerrillero. Casi siempre acompañando a Erich Mielke, sólo tres años mayor pero para él ya todo un veterano, el bisoño judío de Aachen aprendió a moverse por las calles berlinesas, eludiendo a los policías prusianos, emboscando o evitando a los SA nazis, acudiendo a socorrer a camaradas escondidos por el partido ... En esos años, el corazón del Berlín de Walther, fue la plaza Bülow. Allí, en un edificio de viviendas avejentadas, una familia de judíos del este le alquilaría una habitación; allí, en la Volksbühne, se entusiasmaría con las vanguardias escénicas berlinesas; allí vibró enardecido con los discursos de Thälmann, en los frecuentes mítines del KPD; allí discutiría hasta las tantas, cada vez más borracho, en la cervecería del viejo Hans; desde allí se plantaría, en dos pasos, en los locales del periódico o en la Karl-Liebknecht-Haus, la sede del Partido ... Casi setenta años después, visitaría yo esa plaza (ya no Bülow, sino Rosa Luxemburgo) y trataría de evocar (con poco éxito, me temo) las correrías de aquel muchacho que, mucho después de su muerte, iban a sacudir mi vida sin que hasta entonces hubiera podido ni siquiera imaginarlo.

La plaza Bülow fue también el escenario de los asesinatos de los policías, el acontecimiento que le cambió brutalmente la vida. Un atardecer a principios del verano del 31, Walther y un compañero subían por la Jüdenstrasse de camino hacia los locales del periódico. Venían de visitar a una familia judía cuyo hijo mayor había sido brutalmente apaleado por un grupo de nazis. Caminaban indignados, maldiciendo en voz alta a los cobardes fascistas. Poco antes de llegar a la mole roja del Rotes Rathaus (el Ayuntamiento), cinco o seis individuos con ridículos uniformes pardos y las odiadas cruces gamadas les salieron al paso. Era demasiado obvio que les esperaba una paliza, que nada podrían hacer para evitarlo salvo intentar la huída. Sin necesidad de hablar cada uno de los chicos salió disparado hacia un lado distinto. Walther, buen corredor, creyó enseguida haber escapado o, a lo mejor, es que no tenían ganas de perseguirle. Empezó a reducir la marcha cuando, cerrándole el paso, apareció el policía Paul Anlauf, a quien llamaban cara de cerdo. Anlauf era conocido por su inquina hacia los comunistas y se decía que solía acompañar a los SA en sus correrías violentas contra rojos y judíos. Al verse de frente, cara de cerdo sonrío y alargó sus brazos para atenazarle al tiempo que gritaba, aquí, aquí está una de las ratas. Sin pensarlo, Walther se agachó para evitar las garras del policía y al mismo tiempo arremetió hacia delante propinándole un violento cabezazo en los testículos. Anlauf se dobló de dolor cayendo sobre el pavimento y el chico aprovechó para escapar. Justo a la vuelta de la esquina el portal de un viejo edificio estaba abierto; entrar y subir hacia la azotea; ahí arriba podría permanecer oculto y en silencio hasta que el peligro pasase.

En un rato, se oyeron gritos y risas; el grupo de SAs apareció arrastrando al compañero de Walther, un guiñapo sanguinolento que gemía débilmente. Anlauf, al verlos llegar, hizo ostentosos aspavientos con lo brazos; bien, gritó, al menos a uno de estos malditos rojos le podemos dar su merecido; y descargó una primera patada sobre el cuerpo encogido del muchacho, a la que siguió otra de uno de los SA y luego otra y otra y otra y más, el chico ya no gemía, no se movía, no se protegía, ni siquiera sangraba. Desde la azotea, Walther miraba y lloraba en silencio; ateo él, rezaba para que parase esa tortura, para que el tiempo retrocediera, para que rayos divinos fulminaran a esos nazis asesinos. Pero duraron las patadas inmisericordes un rato largo, infinito casi, hasta que esas bestias desalmadas se cansaron, hasta que cara de cerdo, a modo de jefe, decretó que ya estaba bien, que ese rojo de mierda no volvería a joder. Entonces el grupo se abrió y en un extraño y tétrico silencio esos hombres se alejaron de ese cuerpo callado y encallado en un charco oscuro. Walther, el rostro bañado en lágrimas, dejó pasar unos minutos mínimos y corrió hacia abajo; se arrodilló junto a su amigo, le alzó la cabeza y le llamó sin respuesta. Corrió hasta el Rathaus y pidió ayuda; dos policías cargaron al muchacho hasta una ambulancia. Esa misma noche, un joven reportero del Die Rote Fahne, un militante comunista, moría en un hospital de Berlín.

Aquella noche Walther no pudo más que contar a Mielke y a algunos dirigentes del partido lo que había pasado. No estuvo, por supuesto, en las varias reuniones posteriores del comité central del KPD; no fue testigo de las acaloradísimas discusiones que motivó el crimen. Por esas fechas, había cada vez más dirigentes inclinados a que el partido se decantase por la violencia, que abandonase el respeto a la legalidad burguesa de la república. En esa dirección presionaban las consignas soviéticas, pero también los propios acontecimientos parecían dejar sin argumentos a los defensores de actuaciones menos radicales. Hacía ya unos cuantos meses que los comunistas habían previsto que los enfrentamientos contra los nazis irían derivando hacia una espiral violenta, pero confiaban todavía en que serían capaces de controlar la evolución del conflicto para resolverlo a su favor en el momento preciso (todos cometemos errores de cálculo). En esa estrategia, sin embargo, no podía admitirse que la policía jugara impunemente del lado nacionalsocialista y cada vez había más caras de cerdo. Por eso, la muerte del compañero de Walther fue el detonante. Fue en una de esas reuniones cuando otro Walter, Ulbricht (quien sería años después el primer dirigente de la RDA), hizo que se aprobará su receta del dos por uno: por cada comunista muerto por la policía, los comunistas matarían dos policías. Y al calor de las ansias de venganza, la primera decisión concreta no se hizo esperar: Paul Anlauf fue nominado y su compinche Franz Lenck, acompañante habitual de sus rondas, también.

Walther se había encerrado en su habitación; lloraba, pensaba, rabiaba y volvía a llorar. Apenas salía sino para comer algo, por más que la familia judía que lo alojaba y que casi lo habían adoptado, le animaba a superar el golpe. Dejó de ir por el periódico y nadie apareció para reclamarle sus deberes. Sabía que algo tenía que hacer pero no el qué; sin embargo, sentía que la decisión se le presentaría incuestionable en poco tiempo. Entre tanto, sólo podía esperar mientras pensaba, rabiaba y, sobre todo, lloraba. Dos semanas después de aquella fatídica tarde, el viejo judío tocó en la habitación de Walther; afuera te espera un amigo, le dijo. Era Mielke, de pie con los brazos abiertos. Walther se dejó caer en ellos y lloró sobre el pecho del amigo mayor. Poco a poco, paciente, Mielke lo fue calmando; le explicó que estaban en guerra, lo que había en juego. Luego le contó la decisión del Comité Central y que él había pedido, y le había sido concedido, ser uno de los ejecutores del castigo. Walther le pidió participar y, tras un largo tira y afloja, Erich aceptó; pero con una condición: no debían saberlo en el KPD. Y, efectivamente, no se llegó a saber; la participación de Walther no ha sido registrada en la historia. Sin embargo, sí lo fue en el corazón de ambos jovenes, y ese vínculo, tan fuerte, saltaría a la siguiente generación hasta, de rebote, afectarme a mí tantos años después.

El asesinato de los dos policías es una historia conocida, así que bastará que de unas breves pinceladas. La tarde del 9 de agosto de 1931 el KPD organizó una ruidosa manifestación en la plaza Bülow con la única intención de atraer al lugar a los policías (ese era su territorio y, además, estaban de ronda por los alrededores). Cuando pasaban delante del cine Babylon, desde la marquesina de la entrada principal a la que se había subido, Walther gritó con todas sus fuerzas: Cara de cerdo, asesino hijo de puta. Anlauf, Lenck y el sargento Willig que acompañaba a ambos capitanes, se detuvieron sorprendidos, tratando de localizar a quien gritaba. Esa había sido la señal; de la cervecería de enfrente salieron Mielke y otro camarada disparando sus lugers. Lenck recibió un tiro en el pecho y murió casi al instante; al Sargento Willig le alcanzaron en el estómago y, antes de caer de rodillas, fue capaz de sacar su arma y ahuyentar a los comunistas; al odiado Anlauf le llegaron dos balazos al cuello: se desangró hasta morir a las puertas del Babylon mientras Willig le sujetaba la cabeza y el lugar se iba llenando de curiosos que miraban en silencio, muchos de ellos los comunistas que unos momentos antes se manifestaban en la plaza Bülow. En esas circunstancias, casi nadie se fijó en un joven que desde la marquesina se metía por una de las ventanas y salía minutos después por la puerta lateral del edificio para alejarse no se sabe hacia donde.

El sargento sobrevivió y, como es sabido, identificó a algunos de los participantes en la emboscada. En el KPD enseguida supieron que las autoridades conocían el nombre de Mielke y se ocuparon de enviarlo a Moscú. La noche antes de su marcha los dos amigos se despidieron. Walther no corría peligro, nadie, salvo Mielke, sabía de su participación. Sin embargo, si bien no podía ir a la Unión Soviética, convenía que dejase Berlín y se ocultase por un tiempo. Seguramente, esa decisión acordada a regañadientes, salvaría la vida del chico. Cinco años después volverían a encontrarse: sería en España, iniciada la guerra civil.

CATEGORÍA: Ficciones