viernes, 27 de marzo de 2009

Aguascalientes

Llevo toda esta semana en Aguascalientes, México. Me han traído hasta aquí para participar en unas jornadas de trabajo entre el Instituto Municipal de Planeación (Urbanismo) y la Gerencia de Urbanismo de La Laguna (Tenerife). Desde que llegamos (el lunes a primera hora) prácticamente no hemos tenido tiempo libre y, salvo los almuerzos y cenas, nos hemos pasado los días encerrados en una sala de juntas con un montón de personas hablando de los más diversos temas, desde asuntos de "alta filosofía" urbanística hasta cuestiones de organización y funcionamiento administrativo. Digo esto porque apenas hemos podido hacer algo de turismo y entender un poco cómo es esta ciudad, no especialmente bonita pero muy interesante, al menos desde una visión europea.

En todo caso, lo que se impone como primera y apabullante impresión es la extrema simpatía y hospitalidad de los mexicanos; son tan encantadores que uno llega a sentirse violento ante sus desproporcionadas muestras de cariño. Luego está el acento y la maravillosa forma (para mí) con que manejan el idioma. Disfruto oyéndoles y no puedo evitar (tampoco lo pretendo) que se me vayan pegando el tonillo y use las palabras de ellos mientras "platicamos". Otra nota muy relevante de la forma de ser mexicana y que va unida indisolublemente a su manera de hablar, es su tendencia al circunloquio infinito. Les cuesta mucho concretar (concretizar, dicen ellos), ir al grano; con sus sonrisas encantadoras se dedican a "marear la perdiz" y te pasas horas seguidas hablando sin que al final se haya dicho casi nada concreto. Me contaban ayer que usan el verbo "cantinflear" para aludir a esas personas que hablan y hablan, pareciendo que hacen un discurso muy sesudo y, al final, uno se da cuenta de que no han dicho nada. Ahora bien, el "chiste" de Cantinflas consistió justamente en caricaturizar humorísticamente el "mero" modo de ser mexicana. Una conversación con mexicanos te obliga a cambiar las expectativas habituales y carece de sentido que te empeñes en pretender resultados de "eficiencia" típicos de una charla europea.

Ayer al mediodía nos hicieron un tour por la ciudad, explicándonos su evolución histórica y mostrándonos los aspectos más relevantes del desarrollo urbanístico. Uno de los sitios más interesantes y agradables es el balneario erigido junto al "chorro" de aguas termales que explica el nombre de la ciudad; no nos dio tiempo, pero a todos nos habría apetecido "rentar" alguna de las "albercas", con las paredes pintadas en esos maravillosos y audaces colores mexicanos, y sumergirnos durante una horita en esas aguas calientes y terapéuticas. Justo antes de almorzar nos topamos con el Museo Nacional de la Muerte, una de las pocas referencias que conocía de esta ciudad y que tenía muchas ganas de visitar. Me cuentan que la colección fue donada hace un par de años por un artista mexicano que llevaba toda su vida recopilando, a lo largo y ancho de México, objetos artísticos de todo tipo relacionados con la muerte. El museo ocupa seis salas de un antiguo convento, en el centro histórico de Aguascalientes y cuenta con más de 1500 piezas. Hay de todo y de todas las épocas; desde los tiempos prehispánicos (me impresionó muchísimo una pequeñísima calavera tallada en cristal de roca) hasta bastantes recientes.

Por supuesto, el "plato fuerte" (al menos para mí) de la exposición son los grabados de José Guadalupe Posada (1852-1913), el más excelso maestro del humor negro mexicano y el creador de la Catrina, un esqueleto de mujer con el que satirizaba a la clase alta mexicana de antes de la Revolución (que estaba muerta aunque se creyese viva) y que pasó a convertirse en el símbolo de la Muerte. Pero aunque Guadalupe Posada fue el que acertó con la expresión gráfica popular de la Muerte, este personaje ha estado presente en la cultura mexicana desde siempre y de una forma tan propia como no creo que se encuentre en ningún otro lugar. Diría que esa convivencia íntima con la Muerte es una de las notas más llamativas de la cultura mexicana (y probablemente se corresponde con el carácter profundo del alma popular).

Y no cuento ya más porque he de ir al acto de clausura (¿he dicho ya que los mexicanos son también exageradamente ceremoniosos?) y luego a almorzar (tampoco he dicho nada de las delicias gastronómicas). Esta tarde nos la dejan libre y mañana volamos al DF donde apenas dispondremos de día y medio para turistear un ratito. En fin, que me ha encantado lo que he visto, oído y sentido en estos pocos días y, desde luego, habré de volver con más tiempo.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

viernes, 20 de marzo de 2009

El Ser y el Olvido

Recibí un mensaje a través de feisbuc de una mujer que quería saber si yo era un antiguo compañero de universidad. Le contesté que sí, que había estudiado en esa universidad, pero que me disculpase porque no la recordaba. Pasados unos días vuelve a escribirme y me cuenta que éramos muy amigos en los primeros cursos de la carrera, citando nombres de los que me acuerdo (y otras cosas de las que no guardo ninguna memoria). Pese a que el texto está muy confusamente escrito, me convenzo de que esta mujer tuvo que ser, efectivamente, una amiga cercana entre los años 76 a 78 (más o menos); y, sin embargo, no logro evocar ni el más mínimo recuerdo de ella.

No es un caso aislado. Mi memoria vital, la que debería guardar las escenas de mi propia vida (imágenes, sonidos, emociones), pareciera que tiene activado uno de estos programas de optimización del disco duro que cada poco tiempo se dedican a borrar parte del mismo. Lo malo es que ese programa borra demasiado, tanto que a veces pienso que conservo poquísimo de lo que he vivido, no creo que fuera capaz de reconstruir ni un 5% de mi existencia pasada. Por culpa de esta minusvalía tengo la sensación de que mi ser (lo que soy) se diluye, se disuelve. En fin, procuro no pensar mucho en ello, porque las angustias ontológicas son muy jodidas.

Pero, claro, no puedo evitar que de vez en cuando personas con sus yoes más consistentes (o, si se prefiere, con discos duros en buen estado) me hablen de ese que yo fui y que ya no soy, no porque haya evolucionado (que supongo que también), sino porque se me han borrado los recuerdos. Me viene a la cabeza esa cita de Antonio Porchia, el gran aforista, que dice que lo que no se convierte en recuerdo no fue, y por más que me deprima, me parece bastante apropiada. Ergo, lo que fui no fue y lo que soy es un ser discontinuo, incapaz, por tanto, de colmar mínimamente el gran anhelo metafísico de la eternidad del ser (Spinoza dixit).

La continuidad hacia el futuro ya sabemos que ineludiblemente ha de quebrarse; que al menos me quedara hacia atrás. Me pregunto cómo llego a saber qué soy, cuando ese ser mío ha perdido sus orígenes. Fantaseo con la idea de que haber estado siendo distintos seres, como si dieran el cambiazo a mi ser cada noche, mientras duermo (tanto no, no exageremos). Si así fuera, y me he ido acostumbrando a vivir así, cabe aceptar una eternidad de nuestros yoes en otros seres, sin recuerdos. ¿Por qué temer la nada de la muerte que no es sino el olvido de uno mismo si ya, en lo que creo que es la vida, me voy cotidianamente olvidando, disolviendo?

Entre estos pensamientos absurdos, releo el librito Voces y me topo con otra cita de Porchia: se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo. Así que, si uno llega a ser un recuerdo, evita el no ser o, lo que es lo mismo, sigue siendo (mientras sea un recuerdo). Esa esperanza que para Porchia motiva nuestras vidas sería pues la del ansia del ser por seguir siendo. Aunque sea en recuerdos ajenos. No es que me consuele mucho, pero mensajes como el de esta antigua amiga son anclas a mi esencia. Me recuerdan, aunque yo no lo haga, y con ese recuerdo me hacen más real. Me siento agradecido.

CATEGORÍA: Recuerdos

jueves, 19 de marzo de 2009

Los Beatles, Dylan y la marihuana (capítulo 5)


Iba a seguir el orden cronológico de mis recuerdos, contarte como siguió esa noche en el Fénix con Brian y Wendy. No creas que pretendo escaquearme por vergüenza o algo así; a mis sesenta y dos tacos paso ya de falsos pudores. Pero acaba de sonar "I Want to Hold Your Hand" y me he acordado de un detalle tonto que está relacionado con Dylan y la marihuana. En el otoño del 63, McCartney se había mudado a la casa de los padres de Jane Asher, la que sería su novia hasta el 68. En el sótano, Margaret Asher, la madre, que era profesora de oboe se había acondicionado una habitación para música y ahí pasaron varias horas John y Paul componiendo en estrecha compenetración; en esa época las canciones sí merecían de verdad la firma Lennon-McCartney. Por entonces los Beatles ya habían alcanzado bastante éxito en Inglaterra y tenido durante varias semanas dos números uno en las listas; sin embargo, todavía no habían pegado en los USA. Eso preocupaba a Brian que estaba empeñado en conseguir un contrato con una discográfica importante en Estados Unidos; según él mismo me dijo, les pidió a John y Paul que compusieran pensando en el gusto americano y, con esa idea en la cabeza, salió este tema. Cuando Brian lo escuchó por primera vez se dijo a sí mismo que ya tenía el argumento definitivo para convencer a los yanquis. A finales de noviembre la canción salió en Inglaterra (un single, cuya cara B era This Boy) y llegó enseguida al número 1 en las listas. Con la canción en todas las emisoras británicas, Epstein por fin pudo convencer Capitol Records de que editase el single en los USA (la cara B fue I Saw Her Standing There), justo en las navidades del 63. Estados Unidos era, en esos momentos, un país absolutamente abatido y desconcertado tras el asesinato de Kennedy, apenas un mes antes. En ese ambiente, la canción de los Beatles significó, para los más jovenes, un bombazo, la acogida superó cualquier expectativa y en poquísimos días se vendieron todas las copias disponibles. Había empezado la "invasión británica" o, para ser más precisos, la Beatlemanía cruzaba el Atlántico.

Ya te conté antes que fue I Want to Hold Your Hand, el tema que impresionó a Dylan mientras cruzaba el país en su camioneta Ford en febrero del 64. Pero, al margen del impacto musical que recibió, Bob confundió lo que decía la letra de la canción y en vez de oír I can't hide, I can't hide, I can't hide (no puedo esconderlo, no puedo esconderlo, no puedo esconderlo) entendió I get high, I get high, I get high (me coloco, me coloco, me coloco). Desde luego, el que debía estar bastante colocado era el propio Dylan cuando escuchaba la canción porque tampoco me parece normal, pero ya se sabe que cada uno oye lo que quiere oír. Lo cierto es que, unos meses después, cuando finalmente se encontraron en el Delmonico de Manhattan y los Beatles le confesaron que nuca había fumado marihuana, Bob se mostró perplejo; estaba convencido de que eran unos porreros por esos versos. Al aclararle John que no, que lo que decían era otra cosa (inocente al máximo), todos se echaron a reír y, de alguna manera, el equívoco sirvió para empezar a romper el hielo entre ambas partes.

Eso ocurría, como ya te dije, la tarde noche del 28 de agosto de 1964. Los Beatles estaban en Estados Unidos desde el 18 de ese mes. Era nuestra primera gira americana en serio, me dijo Brian; habíamos empezado por la costa oeste y llevábamos un ritmo de locos, a golpe de avión privado: San Francisco, Las Vegas, Seattle, Vancouver, Los Angeles, Denver, Cincinnati. En Nueva York nos habían alojado en el Delmonico, un hotel en Park Avenue; no estaba nada mal, aunque yo habría preferido el Plaza, como la vez anterior, en Febrero. Los chicos, a primera hora de la tarde, habían dado una conferencia de prensa y luego en helicóptero hasta Forest Hills, al concierto. De vuelta, directamente al hotel; estábamos muertos de hambre y pedimos cenas al servicio de habitaciones. John me preguntó si finalmente aparecería Dylan. No podía asegurárselo, aunque esperaba que Aronowitz cumpliese su palabra. Le había llamado desde Londres, poco antes de iniciar el viaje y habíamos confirmado el encuentro para después del concierto de Forest Hills. Esa misma tarde, John, nervioso, había vuelto a llamar a Al para decirle que ya habíamos llegado. ¿Dónde está él? Y el periodista le contestó que en Woodstock (a unos 150 kilómetros de Manhattan) pero que si quería podía conseguir que bajase al hotel. Claro, coño, hazlo, dijo John ansioso. Así que en esas estábamos, cerca ya de medianoche, cuando Aronowitz llamó desde recepción para decirnos que estaban ahí, pero que la policía les impedía el acceso a los ascensores. Mal Evans tuvo que bajar para escoltarlos hasta la suite. En esos momentos, en la habitación de al lado había un buen grupo de personas esperando para ver a los chicos: periodistas y fotógrafos, gente de la radio y de la tele, los mismos Peter, Paul and Mary ... Le dije a Derek Taylor, nuestro jefe de prensa, que les camelara para que esperasen pacientemente. Por supuesto, con el colocón que nos cogimos, esa noche los Beatles no recibieron a nadie más después de Dylan.

Pues eso, que al cabo de un rato volvió Mal trayendo a Dylan, Aronowitz y un tío alto con pinta de rabino sefardí que se llamaba Victor Maymudes, el road manager de Bob y, además, uno de sus más estrechos colaboradores y amigos. Ahí estábamos, los dos "equipos" frente a frente, todos cortados, era una situación bastante embarazosa. Al hizo las presentaciones y todos se iban dando las manos, con monosílabos tontos; yo traté de suavizar la tensión, pero no me hicieron mucho caso, se notaba como un duelo silencioso entre Lennon y Dylan, como si cada uno estuviera esperando algún tipo de concesión de parte del otro. En vez de sentarnos en los sillones, no sé muy bien por qué nos fuimos acercando a la otra parte de la suite, la que daba al ventanal sobre Park Avenue, que era donde estaba la mesa con los restos de las cenas. Alguien le preguntó a Bob que quería beber y éste pidió el vino barato al que estaba acostumbrado. No había, claro; teníamos champagne, vino francés del carísimo y whisky escocés. Los chicos se mosquearon como si les hubieran cogido en falta y le dijeron a Mal que fuese a conseguir vino para Dylan; pero éste lo impidió, que no le importaba y empezó a beber de lo que había. Casi como si fuera una compensación, uno de los Beatles, no recuerdo cuál, le ofreció a Bob anfetas (todos éramos consumidores habituales de pepas). Aronowitz se hizo el escandalizado, dijo que las pepas eran química, que no había que meterse esa mierda en el cuerpo, que fumásemos maría que provenía de la tierra, que era natural.

Entonces fue cuando los chicos le dijeron a los americanos que nunca la habían probado y sorprendieron a Dylan y ocurrió la anécdota del I get high y ya por fin se rompió el hielo. La verdad es que les apetecía probarla (y a mí también, me aclaró Brian), pero les daba algo de miedo. Paul preguntó que qué iba a pasar y Aronowitz dijo que sería una experiencia fantástica; os sentiréis de puta madre, tíos, añadió Dylan. Así que adelante, dijimos, Victor sacó la yerba de un bolsillo y se la pasó a Bob para que liara un canuto. Dylan estaba ya bastante pedo o es que era muy malo haciendo porros porque más de la mitad de la maría se le cayó en un frutero que había sobre la mesa. Cuando acabó, antes de encenderlo, Al sugirió que nos moviéramos a una parte más aislada; en el pasillo de fuera había como veinte policías y además a cada rato entraba personal de servicio del hotel; se trataba de estar tranquilos y de que el olor no nos delatase. Así que todos se movieron a una punta de la suite, junto a una ventana, y cerramos la puerta. Bob le pasó el canuto a John, como si fuese un acto ceremonial. Pero John, casi sin mirarlo, se lo entregó a Ringo, ordenándole que lo encendiese; Ringo es el catador del rey, bromeó Lennon.

Ringo se quedó mirando el porro y Aronowitz le dijo que inhalara profundamente, con mucho aire, y que aguantara la bocanada en los pulmones tanto tiempo como pudiera. Y empezó a fumar, pero claro, era la primera vez y no tenía ni idea de los rituales de la marihuana: que los porros se van pasando de uno a otro, que no se desperdician dejándolos consumirse como si fueran cigarrillos; Ringo estaba fumando tranquilamente, él solo, mientras los demás le mirábamos atentos a los posibles efectos. Entonces Victor Maymudes se puso a liar más canutos (éste sí los hacía bien) y enseguida nos vimos cada uno con nuestro propio porrito. Al poco, Ringo empezó con las típicas risitas tontas que fueron derivando hacia carcajadas histéricas. Creo que fui yo el siguiente en empezar a despelotarme, me dijo Brian, y enseguida todos los demás. Me acuerdo que empecé a gritar que estaba en el techo, y lo repetía sin cesar. Era increíble, nos mirábamos unos a otros y nos despelotábamos de risa. Fue una monumental sesión de carcajadas, todos nos sentíamos en la gloria, tan felices, tan llenos de vida y de sensaciones que no podíamos dejar de reírnos y de decir tonterías. Paul, por ejemplo, de pronto se puso serio y declaró solemnemente que se acababa de dar cuenta de que estaba pensando "de verdad", que hasta entonces no había sabido lo que era pensar. Mal coge papel y lápiz y sígueme, le dijo. Y ambos empezaron a caminar por la habitación, Paul delante declamando frases inteligibles y detrás Mal, que también estaba colocadísimo, tratando de escribirlas. Al día siguiente, lo único que se entendía de los garabatos de Mal era una escueta frase: Hay siete niveles.

Más o menos esto es lo que me contó Epstein un mes después de la noche madrileña. Sólo unos días después conocería a Dylan. Para rematar el tema de la marihuana, escuchemos esta canción de Bob, Rainy Day Women # 12&35, compuesta casi dos años después de esa reunión del Delmonico neoyorkino, y cuyo estribillo (But I would not feel so all alone, Everybody must get stoned / Pero no debería sentirme sólo yo así, todo el mundo debería colocarse) es un canto a la marihuana. Una de las curiosidades de esta canción son las dos cifras de su título, 12 y 35, cuyo producto es 420; pues bien, unos cinco años después de que se publicara, en California se empezó a usar 420 como uno de los códigos para referirse a la maría. Parece que unos chavales de secundaria decidieron reunirse a las 4:20 pm a fumarse unos porros; ¿influiría en la elección de la hora la canción de Dylan o es todo mera casualidad?


CATEGORÍA: Personas y personajes

lunes, 16 de marzo de 2009

Los Beatles y la marihuana. Antecedentes (capítulo 4)

En 1965, yo no sólo no había probado la marihuana sino que ni siquiera debía tener muy claro lo que era. Hasta los años finales del franquismo, el hachís (la grifa, como se llamaba entonces) circulaba sólo en ambientes marginales, aún no había llegado a España la cultura hippie y el redescubrimiento de la marihuana. Eran más de las cuatro de la mañana y ahí estábamos los tres, Brian, Wendy y yo (Mal se había ido a dormir), en la habitación del primero, y con toda naturalidad va Eppie y saca del lateral de una maleta una pitillera plateada y de ahí un pitillo liado a mano, ligeramente atrompetado; lo enciende y enseguida sentí ese aroma dulzón y penetrante tan inmediatamente identificable, aunque yo todavía no pudiera reconocerlo. Tres o cuatro caladas dio Brian, acabábamos de llegar, ni siquiera nos habíamos acomodado ni hablado de qué hacer, y antes de dejarse caer en un sillón me extiende el brazo, ¿quieres?, me dice. No era tabaco, eso lo tuve claro, ¿es grifa? Pregunté. Es yerba (grass), contestó, no debería llamarse droga, te ayuda a ver, a saber.

Cogí el porro y me lo acerqué a la nariz, me gustaba ese olor algo picante, mientras me sentaba en la cama di mi primera calada, noté cómo me rascaba la garganta, tosí un par de veces (y eso que entonces fumaba el espantoso tabaco negro de aquellos años), volví a aspirar concentrándome en el viaje del humo por mi garganta, por mis pulmones. Seguía con el pito entre los dedos y Wendy se tiró sobre la cama y me abrazó, arrastrándome hacia atrás; así, echados ambos, se reía y me dijo ¿qué pasa, no me vas a dejar fumar a mí? La miré sonriendo, su cara estaba muy cerca de la mía, la veía muy detallada, como amplificada en mil matices de color y volumen. Me rozó los labios con el dedo y me cogió el canuto; hey, Eppie, el niño se nos está achinando, ¿no te parece lindo? Brian dejó oír una carcajada, no te metas con Charly, no seas mala Wendy. Yo me sentía muy bien, cada vez mejor; era como si las cosas estuvieran ocurriendo muy lentas, con una consistencia extraña. Y pregunté: ¿los Beatles fuman marihuana? Claro, dijo Epstein sin dudar. Todos fumamos por primera vez el mismo día, y sabes quién nos invitó al primer porro, Dylan, el mismo Bob Dylan.

Yo no sabía quién era ese Dylan. No te sorprendas, dudo que hubiera muchos españoles, en ese verano del 65, que lo conociesen. Un par de años después empezarían a popularizarlo en Cataluña y en Madrid unos cuantos chavales universitarios que iban de progres. A algunos los conocería a finales del 66, cuando a mi vuelta de Nueva York, pasé ocho meses en Barcelona. Por ejemplo al loco de Pau Riba, quien consiguió que le regalase mi Blonde on Blonde, traído con el máximo cuidado desde América. Estoy seguro de que ese disco tuvo mucho que ver en las movidas musicales españolas de los años 67 y 68, empezando por la creación del Grup de Folk del propio Riba. Pero esas son otras historias que todavía no habían ocurrido y que no habrían ocurrido si no hubiese estado esa noche en una habitación del Fénix con Brian Epstein, fumando marihuana por primera vez en la vida, ye enterándome de que existía un norteamericano de Minnesota al que los Beatles admiraban (sobre todo John) y que no sólo les había hecho probar el cannabis sino que estaba influyendo en las más recientes composiciones del grupo. Pero me dejo de rollo; por si no lo conoces, te contaré cómo se encontraron Dylan y los Beatles tal como a mí me lo contó esa noche Brian.

El encuentro fue en la tarde noche del 28 de agosto del 64 en el Hotel Delmonico de Park Avenue, NYC. Fue algo muy organizado, no vayas a creer, y desde luego tiene sus antecedentes. Por parte de los Beatles, ese encuentro empezó a fraguarse en otra habitación de hotel, pero esta vez del Georges V, de Paris. Pasaron allí casi tres semanas, tenían un contrato para actuar en el Olympia y casi no salían del hotel. Brian me dijo que fue uno de los primeros días cuando George llegó a la suite con el Freewheelin' de Dylan. No es que fuera una novedad; llevaba ya unos meses en las tiendas y, de hecho, justo por esos días Dylan sacaba The Times they are a-changin. Pero para los chicos (the kids, los llamaba Eppie) fue todo un bombazo, especialmente para Lennon. Brian me contó que se pasó tres días seguidos oyéndolo casi sin descanso, hasta llegar a decir que estaba "intoxicado" de Dylan. La influencia de los de Liverpool en Dylan, según Epstein, databa de fechas muy poco posteriores. A Bob no le gusta admitirlo, me dijo Brian; es un orgulloso que frunce la nariz hacia arriba cuando oye alabar a otro que no sea él mismo. Pero me consta que los Beatles le impresionaron en nuestro primer viaje a los USA, en febrero del 64. Años después, ya en la década de los setenta, Bob me confirmaría con más detalles esas palabras de Epstein. Fue durante el viaje que, con otros tres amigos, hizo en su camioneta Ford, cruzando el país desde Nueva York hasta California. Estaban en Colorado y por la radio del coche oyó el nuevo éxito, I want to hold your hand; "tío, –recuerdo que me dijo– lo que hacían esos ingleses era único. Tocaban acordes rarísimos, pero sus armonías vocales hacían que todo funcionara. Supe que estaban señalando el rumbo que debía tomar la música". Dylan había sido un rockero en sus años adolescentes, antes de mudarse a Nueva York, y no creo equivocarme si te digo que la música de los Beatles, ese sonido cargadísimo de energía fresca, volvió a reavivar esa pasión. Podemos preguntarnos cuánto influiría el descubrimiento de los Beatles en su inminente cambio de rumbo, cuánto, por ejemplo, en esos magníficos versos de My Back Pages: "Pero yo era mucho más viejo entonces, ahora soy más joven" (Oh, but I was so much older then, I'm younger than that now).

En fin, me siguió contando Brian, lo que no admite discusión es que Dylan y los Beatles llevaban por lo menos seis meses influyéndose mutuamente aun sin haberse conocido y lo que estaba claro es que el encuentro no podía tardar mucho. En mayo, Bob fue el que vino a Inglaterra, dio un concierto importante en el Royal Festival Hall. John estaba nervioso: por un lado, le apetecía muchísimo presentarse allí, conocer de una vez a Dylan; pero, al mismo tiempo, pese a que los Beatles eran mucho más populares, se sentía en inferioridad de condiciones, que no estaba al mismo nivel que el americano. Brian le ofreció organizar una reunión, pero John rehusó: nos veremos pronto, seguro; pero será cuando yo esté preparado, le dijo. No obstante le envió un telegrama que Bob leyó durante el descanso: que les habría gustado asistir al concierto, pero que tenían compromisos cinematográficos. No era verdad; para esas fechas, la grabación de A Hard Day's Night estaba más que concluida. Pero lo importante es que se había dado el primer paso, y lo dieron los Beatles. Seguro que eso complació el ego de Bob. Por cierto, de egos ambos, Jonh y Lennon, iban más que sobrados.

Un par de meses después entró en escena quien habría de conseguir el encuentro, el –según sus propias palabras– orgulloso casamentero judío que se había propuesto bailar en la boda principesca. Se trataba de Al Aronowitz, un periodista del Saturday Evening Post, a quien habían enviado a Inglaterra para entrevistarnos con vistas a nuestro próxima gira por América. Los Beatles y el propio Epstein ya lo conocían de su viaje anterior a los USA. Aronowitz había quedado impresionadísimo con los británicos y esa pasión la había volcado en sus artículos, con excelentes resultados de ventas. Pero a quien de verdad idolatraba era a Dylan. Le contó a Epstein, judío como él, que creía que Bob era el Mesías. Fuera o no verdad, lo cierto es que desde que conoció a Dylan, casi nada más instalarse éste en el Village neoyorkino, Aronowitz se había sumado a la corte del joven cantante y era uno de los más prolíficos en cantar sus alabanzas. Después de conocer a los Beatles, se le había metido en la cabeza que tenía que lograr reunirlos con Dylan. Consideraba que poco menos que el destino de la humanidad forzaba ese encuentro, en el que la historia (al menos la de la música) tomaría un nuevo rumbo. Él pretendía echar una mano al destino.

Al era un liante –me contó Brian–, hablaba sin parar, se iba por las ramas a cada rato, refiriéndose a éste y al otro, parecía conocer a todo el mundo; era una especie de encantador de serpientes, o un mercachifle de las juderías orientales. Me caía bien, y también a los chicos (a mí, pocos meses después de esta charla, también me cayó bien). Andaba casi siempre colocado y era un defensor apasionado de la maría. De hecho, ya durante esos días en Londres, se empeñó en convencernos que cambiásemos las pastillas que todos tomábamos por la marihuana; nada de química, la nueva cultura se basa en lo natural, decía. Pero no, ni yo ni los Beatles la probamos todavía. Supongo que guardábamos cierta prevención ante su fama, eso de que perdías el control, que te volvías otra persona. Pero quedó flotando en el ambiente una especie de acuerdo tácito: la fumaríamos en nuestro próximo viaje a Estados Unidos. También se daba por sentao que en ese viaje los Beatles, por fin, se encontrarían con Bob Dylan.

A estas alturas de la charla, como podrás imaginar, se había acabado el primer canuto y casi también uno segundo. Yo estaba absolutamente colocado, con una inmensa sensación de felicidad y de paz. Estaba echado en la enorme cama de Epstein, semidesnudo. A cada lado, en similares condiciones, tenía a Wendy y a Brian. La historia se interrumpió y no llegué a conocer cómo fue el encuentro entre los Beatles y Dylan hasta un mes después, justo el día de mi decimonoveno cumpleaños. Pero para entonces ya estaba en Londres, trabajando en las oficinas de Epstein.


El 17 de mayo de 1964, en el concierto del Royal Festival Hall que se cita en este post, Dylan cantó Mr.Tambourine Man, un tema del que siempre se ha dicho que tiene que ver con las drogas (aunque el autor lo ha negado repetidamente). Puede que en Londres fuera la primera vez que Bob cantara este tema que no se publicó hasta marzo del 65 en el LP Bringing it all Back Home. La grabación que adjunto corresponde al Festival Folk de Newport, del 26 de julio de 1964; sólo dos meses después de la estancia londinense y apenas un mes antes de su encuentro con los Beatles.

domingo, 15 de marzo de 2009

Una mujer joven y su hijo

En la primavera de 1984, Ana, la chica con la que salía, se quedó embarazada. Abortó en una clínica de Madrid. No quiso que la acompañara. Luego, pocos días después, tampoco quiso seguir conmigo; se negó a contestar mis llamadas, a darme cualquier explicación. Desde entonces –ha pasado casi un cuarto de siglo– no he vuelto a verla.

Ayer K y yo, hacia el mediodía, tomábamos unas cañas en una terraza chicharrera. Un niño de unos dos años se me acercó sonriendo ofreciéndome un cochecito de plástico. Mientras lo acariciaba, su madre, sentada en la mesa de al lado, se dio la vuelta. Tendría unos veinticinco años y se parecía a Ana (enseguida me la recordó): melena negra lacia, mirada algo triste, piel muy blanca ...

La chica llamó a su hijo: Miros, ven, corre, dijo. Sentí un sobresalto helado. ¿Cómo se llama el niño? Miroslav, contestó ella, igual que su padre. Sonreí nervioso; ¿sabes? También yo me llamo así. ¿Y dónde está mi otro tocayo? Se carcajeó y en sus ojos refulgió un brillo extraño. Uy, no sé nada de él desde antes de que naciera este diablillo. Y se levantó, cogió en brazos al pequeño Miros, nos hizo adiós con la mano y se fue.


CATEGORÍA: Ficciones

sábado, 14 de marzo de 2009

El primer hombre encarcelado a causa de la marihuana

El 2 de agosto de 1937, tras una intensísima y mendaz campaña propagandística y un debate en el Congreso rebosante de mentiras ridículas, el presidente Roosevelt firmó la Marihuana Tax Act, primera ley federal que criminalizaba en los Estados Unidos la posesión, tráfico y consumo de esta planta. Apenas dos meses después, el 2 de octubre, el FBI y la policía de Denver, Colorado, hicieron una redada en el Hotel Lexington. Me imagino que Harry Anslinger, el responsable del FBN (Oficina Federal de Narcóticos), quería empezar a rentabilizar su gran triunfo (la criminalización de la marihuana) con detenciones; supongo que los chicos de Hoover empezarían a llamar a sus contactos en las policías metropolitanas; deduzco que los cops de Denver tendrían fichado el Lexington como un antro en el que se pasaba maría.

La cosa es que los polis pillaron a dos tipos en plena faena. El vendedor, Samuel R. Caldwell era un hombre mayor, de cincuenta y ocho años. Poco más he averiguado de él, salvo que estaba en paro. En la foto que le sacaron en la penitenciaría estatal (con el número 18699) presenta una cara agradable, de buena persona. Viste un peto vaquero, que hace que me lo imagine de un entorno fabril o agrario. Probablemente él mismo cultivara unas plantas de maría en la parte de atrás de una casa de madera, a las afueras de Denver. A lo mejor, había decidido vender unos canutos (los llevaba ya liados) para conseguir algunas perras. Por la pinta de esa única foto, el viejo Sam no parece un avezado traficante de drogas. Anslinger probablemente habría preferido que el primer detenido respondiera algo mejor al terrorífico retrato que había divulgado durante la campaña previa a la Ley; pero qué se le va a hacer.

Imaginémonos a Caldwell preguntando dónde podría vender marihuana; alguien le recomendaría el Lexington. ¿Cómo funcionaría la cosa? Digo yo que quien tuviera droga tomaría una habitación en el hotel con la complicidad del recepcionista; quien quisiera comprar se daría un salto discretamente y el portero le diría: sube a la dieciséis, hay un tipo con buen material. Así hasta que se acabara la mercancía, supongo. Pues en una de esas habitaciones entró la poli y encontró a Caldwell con un tipo de 26 años, Moses Baca, y dos cigarrillos de marihuana, la prueba del delito. ¿Sólo esa cantidad? Habrá que pensar que ya había vendido casi todo antes, pero no encuentro ninguna referencia a que le pillaran demasiado dinero encima. Vete tú a saber si el pobre Sam era, no ya un traficante, sino un pobre diablo ingenuo.

Dos canutos, sin embargo, era mucho para su señoría el juez John Foster Symes. Este magistrado, entonces de 59 años, pertenecía a una de las grandes familias de Denver y ya por esa época era uno de los juristas más distinguidos del Estado. Me pregunto cuánto influiría en su indignación ver ante su estrado a un hombre blanco como él, casi de su misma edad, humillado y acusado de tráfico ilegal. Me pregunto también cuánto influyó en su sentencia que fuera ése el primer juicio contra la marihuana en los Estados Unidos (¿y en el mundo?). Lo cierto es que sus palabras han sido preservadas por la historia: considero que la marihuana es la peor de todas las drogas, mucho peor que la morfina o la cocaína. Bajo sus efectos los hombres se convierten en bestias; la marihuana destruye la vida en sí misma. No siento ninguna compasión por quienes venden esta planta.

Tan duras (y erróneas) palabras en boca de una persona con la más sólida formación intelectual de la época (egresado de Yale y de Columbia) son elocuente muestra de la eficacia de la campaña propagandística que había impulsado Anslinger durante los años anteriores, con la inestimable ayuda de William Randolph Hearst, el gran potentado de la prensa amarilla. Al igual que había manipulado la opinión pública cuarenta años antes para llevar a los Estados Unidos a la guerra con España, se había dedicado en los meses previos a la promulgación de la Ley a publicar en sus periódicos las truculentas historias que Ansliger y sus colaboradores inventaban sobre los daños de la marihuana. Dicen las malas lenguas que el interés de Hearst en que se prohibiese el cultivo y uso del cáñamo obedecía a que poseía muchos terrenos madereros y fábricas de papel y temía la competencia de esta planta (y tenía motivos para tales temores: el cáñamo es una de las plantas más útiles para la humanidad; o lo sería si su cultivo no estuviese prohibido). Sea esto verdad o no, sí lo es que Hearst fue un agente importantísimo en convencer a todos los "buenos y honestos americanos", como el juez Foster Symes, de la diabólica maldad de la marihuana, que lleva al hombre a la locura y al crimen.

Había pues que dar ejemplo; así que el juez Foster Symes le endilgó a Samuel Caldwell una sentencia de cuatro años de trabajos forzados en la penitenciaría de Leavenworth, en Kansas. Se trata de un complejo de mediana seguridad, una cárcel inaugurada en 1895 para los delitos federales. Su horrendo crimen le costó al viejo Samuel pasar cuatro añitos recluido a casi novecientos kilómetros de su casa; ni un día le ahorraron de su sentencia y seguramente tampoco dejarían de aplicarle los rigores disciplinarios que marcaran los usos y costumbres del penal. Debió salir bastante perjudicadillo, porque tras ser puesto en libertad no aguantó ni un año; a los sesenta y tres tacos, sin alharacas, murió el viejo Sam, el primer hombre encarcelado por vender marihuana (en los USA). John Foster Symes, el primer juez federal en condenar a alguien por vender marihuana, le sobrevivió de largo; murió a los setenta y tres, ya retirado, después de sufrir un derrame cerebral mientras jugaba al golf en La Jolla, California, donde vivía una de sus hijas.

Han pasado más de setenta años desde esa Ley gringa y desde que detuvieron al viejo Sam. Supongo que hoy nadie suscribe las palabras del juez Foster Symes y todos nos sonreímos con propaganda como la que promovió Anslinger. Sin embargo ...


CATEGORÍA: Personas y personajes

martes, 10 de marzo de 2009

Idiosincrasia

Fea palabra esa de idiosincrasia. Rasgos distintivos y propios de un individuo o de una colectividad, dice el diccionario que significa. Me parece fea, sí, más que por el idio por la sincrasia; se me hace difícil la pronunciación de esas sílabas ásperas y que tan mal combinan. Además, tiendo a ver una falta de ortografía en la palabreja, la típica s colada por una c, influencia, sin duda, de democracia. Pero no es la parte de atrás, sino la de delante, la que conforma la familia léxica de este término. Así, resulta que la palabreja está emparentada con otras dos más populares: idioma e idiota. Y hago la frase perogrullesca: el idiota proclama la idiosincrasia de su idioma. Pues sí, porque el idioma, en su origen, es la forma de hablar propia de un individuo, las locuciones distintivas de cada uno por contraste con el lenguaje común a todos. O sea, el idioma se concibe (en su origen etimológico) en el rasgo paradigmático de los que conforman la idiosincrasia. De ahí, disculpéseme el salto lógico al vacío, el arduo esfuerzo social (y cultural) de construcción de la idiotez de un colectivo (uy, perdón, de la identidad) se hace desde y a través del idioma.

Cuando me hablan de la idiosincrasia de algún colectivo (siempre para justificar presuntos derechos) me esfuerzo por detectar hasta qué punto mi interlocutor se cree lo que está diciendo. Muchos, demasiados, sí se lo creen. Me imagino que estas idioteces sean como una llave y nuestra aceptación intelectual de las mismas, la cerradura; el raciocinio debería ofrecer resistencia a que esa llave tan mal dentada entrase en la cerradura, pero la repetición infinita de los tópicos (siempre acompañados del marchamo de la corrección política) funcionaría como un maravilloso tres en uno que no mejora en nada la calidad de los conceptos (una idiotez sigue siéndolo por más que se repita) pero sí vence el rozamiento que oponía nuestro cerebro; o sea, nos hace más idiotas. Lo ya dicho, el arduo esfuerzo (cada vez menos arduo) de la idiotización social.

Todos queremos ser especiales. Especial no es lo mismo que distinto; vamos a ver, rasgos distintivos todos tenemos algunos, claro está, si no, cómo identificarnos, cómo no confundirnos; al fin y al cabo, no somos robots. Pero la idiosincrasia, tal como se entiende, tal como se revindica (por cierto, ¿por qué el prefijo iterativo? ¿no bastaría con vindicar, que ha caído en desuso?), es el conjunto de rasgos distintivos que me (nos) hacen más chachi que los demás y, sobre todo, que me (nos) otorgan unos derechos que no tienen los otros. Claro que más que derechos son privilegios; aclaro que el privilegio es una ventaja en virtud de un rasgo especial del privilegiado, mientras que los derechos, para merecer con justicia ese título, no deben desenvolverse en el plano de la especificidad sino de la generalidad. Quizá por eso los derechos sean mucho menos satisfactorios que los privilegios, porque los primeros no nos hacen sentir especiales. Ya sé, por supuesto, que hoy en día es feo llamarlos privilegios y, por eso, a los que lo son, se les dice derechos. Pero qué coño, los derechos que tienen su justificación en la "idiosincrasia" (y en la idiotez) son privilegios.

Querer sentirse especial, destacar de la masa anodina e inmensa de los vulgares seres humanos, ¿por qué? Tendrá algo que ver con el miedo a la muerte, ¿ansia de inmortalidad? Quizá la razón consciente se resiste a aceptar nuestra irrelevancia individual; la necesidad de relevancia, de adquirir significado: ¿un grito de auxilio? Para sentirnos especiales nos reclamamos inmortales (para ser inmortales nos dotamos de alma, de Dios). Pero hacer teologías es un camino que no está muy de moda ni tampoco a la altura de nuestras idiosincrasias. Además, con tanto ecumenismo se ha perdido la satisfacción de ser especiales ante Dios (y poder convertir/masacrar paganos, infieles, moros y judíos, protestantes y herejes, etc). Como sea, ser especial (sentirnos así) es la única forma de constatar que somos; porque, si no, nos fundimos, nos con-fundimos, y por tanto dejamos de ser, volvemos al todo indiferenciado. ¿Acaso no es eso estar muertos?

La vuelta de tuerca de la idiotez idiosincrática es que, en la actualidad, se reclama ese ser especial no en lo individual sino en lo colectivo, en un nosotros amorfo hecho sujeto de derechos (privilegios) y de personalidad. La idiosincrasia de un pueblo vale para reclamar las ventajas y justificar los rechazos. En la identificación del pueblo vale todo, naturalmente; eso se llama flexibilidad, adaptarse a las necesidades. Es llamativo que, pese a lo que ha demostrado sangrientamente la historia el siglo pasado, siguen pesando más (aunque se disfracen en el lenguaje sus manifestaciones) para la construcción de los vínculos sociales los factores "étnicos" que los "racionales". Por llevarlo al plano de la filosofía política, el plebiscito cívico de Renan sigue perdiendo la batalla contra el Volk de Herder. Como cada uno de nosotros es un pobre diablo, un idiota incapaz de tener relevancia en sí mismo (me temo que todos lo sospechamos aunque ni a nosotros mismos nos lo confesemos), reclamemos nuestra idiosincrasia colectiva, somos especiales en tanto pueblo. O sea, que soy lo que soy gracias a que pertenezco a este pueblo tan especial y maravilloso.

Por supuesto, somos los de aquí. Y el aquí se eleva a la categoría de patria, con toda su parafernalia sagrada, sacramental y sacrificial (siempre la misma etimología). El aquí define al pueblo y, consecuentemente, excluye a los que no son de aquí. Eso sí, no somos xenófobos y en todo lugar hay gente buena, pero los que aquí vienen deben aceptar nuestras reglas (respetar nuestros privilegios). Porque, y venga una vuelta más de tuerca (nunca se sabe donde está el límite de la idiotez idiosincrásica), nosotros que somos tan especiales, tan chachis, somos un pueblo puteado. Pero el victimismo como acompañante habitual (¿causa o consecuencia?) de ese sentimiento vanidoso de ser especial daría para enrollarse mucho más.


Ahí va un grandioso blues en la grandiosa voz de Etta James. Tengo una gran pena, mi amor ya no me quiere; el cielo llora y las lágrima ruedan ante mi puerta. También cuando reclamamos amor pedimos, en gran medida, que nos hagan ser especiales. Y, de otra parte, el blues no es sino el lamento victimista de un pueblo (éste sí con motivos).

CATEGORÍA: Política y sociedad

sábado, 7 de marzo de 2009

Esa primera noche con Brian (capítulo 3)

El vestíbulo del Fénix estaba lleno de gente; hervía bullicio de fans y periodistas, también abundantes policías. Entre empellones, logramos llegar a la mesa de recepción y Cati, jurando y perjurando que era amiga personal de McCartney, consiguió que uno de los empleados llamase al Beatle y le dijese que miss Catalina H, de Tenerife, preguntaba por él. La cara de hueso del tiparraco aquel se mudó en asombro y colgando nos miró con respeto (joder con estos dos mocosos). Perdonen, dijo, yo mismo les acompaño hasta las suites. Y así, escoltados por el uniformado, sorteamos la multitud y accedimos a unos ascensores que se abrían con una llavita dorada. Íbamos en silencio, Cati muy digna, yo con el corazón a cien y un torbellino de pensamientos a tanta velocidad que sentía que podía perder la conciencia en cualquier momento.

Debía ser casi la una de la madrugada y ahí estábamos nosotros dos, a la puerta de la suite 122, que se abría y aparecía el mismísimo Paul sonriendo a Cati y abriéndole los brazos. Cati le abraza y le dice en su inglés con deje canario lo feliz que está de volver a verle, y justo entonces, todavía en el pasillo alfombrado, aparece George gritando Keitikeitikeiti y se la trata de arrebatar a Paul mientras yo sigo quieto como un pasmarote junto al otro pasmarote (el del hotel), y vemos como los dos beatles arrastran a Cati-Keiti hacia la habitación, y pienso que me voy a quedar fuera pero entonces mi amiga se da la vuelta y grita hey, kids, wait a moment, this is my friend Charly. Sí, no es que tradujera mi nombre, sino que yo, por aquellos años, así me hacía llamar en vez de Carlos. Creía tener algún derecho, al fin y al cabo mi padre era americano y el inglés era casi mi lengua materna; pero sobre todo, en esa época, no ser español, diferenciarme de lo que mi nacionalidad significaba, constituía uno de mis anhelos. No me imaginas como Charly, ¿verdad?

Y me hicieron pasar con muestras de alborozo, como si fuera uno de ellos, un amigo, como los otros pocos que estaban dentro, de los que apenas ya me acuerdo, salvo, claro, de John, Ringo y, cómo no, de Brian, Brian Epstein, el manager del grupo. Estaban todos relajados, hablando y riendo. Yo no podía creer que estuviera allí, con ellos. No sólo eso, sino que, además, me hablaban amablemente, aunque, la verdad, yo no resultara muy simpático, de tan alelado que estaba. Todo lo contrario que Cati que se mostraba extraordinariamente expansiva. Al cabo de un rato, media hora o poco más, algunos de los que allí estaban sugirieron salir de marcha por la ciudad. Brian, que para entonces parecía algo ebrio, era el más animado; los Beatles, sin embargo, preferían seguir en el hotel y acostarse no demasiado tarde (al día siguiente habían de volar a Barcelona y actuar en la Monumental). No sé ya exactamente cómo sucedió, pero el caso es que de pronto me vi con Brian, el chofer y guardaespaldas, Mal Evans, y Wendy, la asistente de Epstein, una inglesa gordita, metiéndonos en el asiento trasero del famoso cadillac que había recogido al grupo en Barajas el día anterior. Según supe luego, Brian quería volver a un bar de ambiente que existía en Madrid en aquellos años, el Bourbon creo recordar que se llamaba; pero Mal le convenció de que diéramos un paseo por el centro y, así, acabamos en la Plaza Mayor.

Rememorando después esa noche, comprendí que se habían puesto de acuerdo para servirme en bandeja a Epstein. Hacía un rato, ya Cati me había hecho saber que, según Paul, Brian era homosexual, pero tampoco esa idea se imponía claramente en esos momentos. Ten en cuenta que, como luego comprobé, la orientación sexual de Brian era una especie de secreto compartido entre los amigos; desde luego, él no iba por ahí en plan maricona, no tenía ninguna pluma, para nada. Era un tío simpático, algo tímido, con una sonrisa muy agradable y carita de niño bueno, a pesar de que tenía entonces treinta años, el mayor del grupo. De otra parte, para mí la homosexualidad no tenía significados precisos, era algo ambiguo, confuso, considerado, eso sí, como repugnante y malvado. Pero se trataba de una condena genérica en la que el "acto nefando" carecía de contornos precisos. Supongo que no hace falta recordarte que en España, de acuerdo a la entonces vigente Ley de Vagos y Maleantes ser homosexual era un delito castigado con el internamiento en los llamados "establecimientos de trabajo" que te imaginarás cómo eran. Y los que escapaban de estas medidas eran fichados y vigilados, violetas se les llamaba. Los gays lo llevaban crudo, pero no sólo en la España franquista. La homosexualidad era ilegal en casi todos lados; también en el Reino Unido y, de hecho, Brian había pasado por dos o tres detenciones debido a sus inclinaciones. En septiembre del 67, un mes después de su muerte, la homosexualidad se despenalizó en Inglaterra. Yo estaba ordenando papeles en la oficina de Londres cuando apareció Mal Evans y me lo comentó; lo contento que habría estado Eppy, añadió, y me eché a llorar como un crio. Pero me adelanto, volvamos a la noche madrileña entre el 2 y el 3 de julio de 1965.

Pues eso, que le había gustado a Epstein y se propuso llevarme al huerto, seducirme, para decirlo en plan elegante. Nos sentamos en una cafetería de turistas y Mal y Wendy nos dejaron solos. Brian era extremadamente encantador; empezó a preguntarme de todo, como si estuviese interesadísimo en conocerme. No creas que esa actitud era una mera táctica de ligue; Brian era una persona muy curiosa, cuando alguien le atraía (y no me refiero sólo en términos sexuales) quería conocerlo todo y demostraba gran empatía, te hacía sentir que lo que a ti te interesaba también le interesaba a él; y no fingía, te repito. Así que me encontré, yo que solía ser un chaval reservado y huraño, contándole no sólo mis "datos objetivos" (situación personal, trabajo, familia, etc), sino también mis ansias e ilusiones. Por supuesto, con la más tierna candidez, le confesé mi admiración por los Beatles, cuanto anhelaba dejar mi gris cotidianeidad y acercarme a ese mundo de colores vivos (así lo imaginaba) que gravitaba en torno a mis ídolos. Brian me escuchaba y, al mismo tiempo, acercaba su silla a la mía; a veces, con la mayor naturalidad, como remate de algún gesto, me tocaba, me acariciaba casi, sin que en ningún momento esos contactos tan aparentemente espontáneos provocaran en mí recelos. Poco a poco, a medida que me sentía más a gusto con él, me animé a preguntarle por los Beatles, por ese mundo que tanto me atraía, y fue entonces él quien empezó a protagonizar la conversación, a contarme anécdotas, a describirme su vida y la de los cuatro Beatles ...

En esas estábamos cuando aparecieron Wendy y Mal y, casi al mismo tiempo, un camarero somnoliento nos dijo que tenían que cerrar la cafetería. Serían las tres y pico de la madrugada y ahí andaba yo, en la plaza Mayor, sin tener muy claro que iba a pasarme. Bueno, dije, me ha encantado conoceros; ojalá que podamos volver a vernos. No te vayas, me respondió Brian, ¿por qué no vienes a dormir con nosotros al hotel? En realidad, la pregunta no fue tan directa; usó un inglés casi victoriano, algo así como si me sentiría incómodo si me pidiera que viniera a pasar la noche en el hotel con ellos (would you find it embarrassing if I ask you to stay with us in a hotel overnight?) No sé si se me pasaría por la imaginación el que Epstein quisiera tener relaciones sexuales conmigo, pero si así fue no pasó de un pensamiento fugaz cuya importancia, además, era ínfima en comparación con la oferta que me estaba haciendo. En esos momentos yo estaba completamente "enamorado" de Brian; por supuesto sin ninguna connotación sexual, pero absolutamente subyugado, tanto por su personalidad como por el mundo que me estaba abriendo. Así que, al oír la propuesta, no pude evitar una amplia sonrisa y que me brillasen los ojos. Claro, les dije, me encantaría. Mal, un gigantón fornido, me pasó el brazo por las espalda apretándome cariñoso los hombros, y Wendy dio unos saltitos acompañados de breves carcajadas. Brian, en cambio, se quedó un momento callado, mirándome a los ojos como si buscara algo dentro de ellos. Pasado ese instante, sonrió él también y exclamó, OK, Let's go.

Y volvimos al Cadillac mientras en mi cabeza sonaba esa estrofa de I'm a Loser con la que tanto me identificaba (Although I laugh and I act like a clown / Beneath this mask I am wearing a frown / My tears are falling like rain from the sky / Is it for her or myself that I cry); quizá estaba a punto de dejar de ser un perdedor. Por cierto, antes de seguir, ¿sabías que esa canción, I'm a Loser, es la primera que compuso Lennon de marcada influencia dylaniana? La escribió en el verano del 64 durante el tour norteamericano, probablemente poco antes del primer y famoso encuentro de los Beatles con Bob Dylan. Todo eso me lo contó Brian poco después, cuando me hizo descubrir la marihuana.


CATEGORÍA: Personas y personajes

jueves, 5 de marzo de 2009

Algunas recientes e irrelevantes peripecias personales

Cada cosa en su sitio. El orden es muy importante; si uno es ciego, fundamental. Yo no soy ciego (todavía); pero por las mañanas, hasta un rato después del café con leche, casi. Y cuando esta mañana salí de la ducha, entre los vahos del sueño y del agua caliente, estiré la mano para alcanzar el bote alto del desodorante y me vaporicé los sobacos, pues noté un olor raro y una extraña sensación de escozor. Sí, hay que fijarse mejor, aunque sea a primera hora del día, pero también la mujer de la limpieza podría no haber dejado el ambientador en la repisa del baño.

En una misma semana (la pasada) recibo tres invitaciones a participar en "talleres" de yoga, cada uno en una ciudad distinta, todas fuera de la isla. Los tres organizadores son amigos míos, pero no se conocen entre ellos. Me quedo pensando (otra vez) sobre los azares cotidianos: hace no sé ni cuanto tiempo que el yoga no se cruza en mi vida y de pronto tres anuncios juntos. Luego me pregunto si habrá algún significado esotérico en esta coincidencia; pero no tengo tiempo para darle vueltas al asunto.

Hace dos días, por la tarde noche, estoy contando el Avance del Plan General en Las Mercedes, un pueblo del municipio, situado casi en pleno monte (de laurisilva, por cierto). El local es una especie de garaje amplio, la planta baja del edificio del "centro ciudadano"; se han dispuesto sillas y un estrado sobre el que está nuestra mesa con un ordenador. Voy proyectando un power-point en una pantalla puesta de cara al público; la sala abarrotada, unas ciento cincuenta personas. De pronto, la sucesión de anodinas diapositivas de propuestas urbanísticas se interrumpe y aparece, por unos segundos (no más de diez) una especie de video documental, unos paisajes del desierto. Me sorprendo, pero como la pantalla vuelve enseguida al power-point, no le doy importancia y sigo con la charla. Acabada ésta, con el responsable del local, tratamos de descubrir que era eso que se había colado. Misterio sin resolver.

La de esta tarde ha sido mi tercera sesión de acupuntura; atendiendo recomendaciones, intento reducir el estrés y el cansancio. Quizá se haya debido a que tenía media boca anestesiada (antes me habían hecho un empaste) o a que hoy ha acertado con un punto especialmente sensible, pero lo cierto es que las sensaciones han sido bastante más intensas que en las dos veces anteriores. Al cabo de cinco minutos he entrado en ese estado de duermevela en el que la conciencia se difumina sin llegar a desaparecer y la ensoñación acude, plena de sus barroquismos oníricos. Así, de pronto, sentí a mi padre como si estuviera dentro de mí; un sentimiento de intimidad intensa y alegre, algo que nunca en vida de él experimenté. En realidad, yo era mi padre, y así fue durante un rato largo hasta que la conciencia retomó el control de la mente.

Vuelvo a la oficina a última hora; tenía una reunión para concretar un trabajo. Cuando acaba, me planteo afrontar un deber desagradable: tengo que decirle a un compañero que no vamos a contar con su colaboración (él supone lo contrario). Dudo si llamarle o enviarle un mail; obviamente esta última alternativa es más cómoda pero poco honesta. Pero así, con los titubeos lógicos, dejo que pasen unos minutos. Justo cuando me decido a descolgar el teléfono, tocan en la puerta. ¿Quién era? Pues sí; me he quedado alucinado. La conversación transcurrió amigablemente y el mal trago ya está superado.

Hace un momento acabo de vivir una desasosegante experiencia. Me llaman de Telefónica, una voz de chica joven sudamericana (del área andina, me atrevería a decir), para ofrecerme por el mismo precio que pago ahora el Imagenio con sus sesenta y cuatro canales y aumentarme la velocidad de internet a 6 Mb. Digo que me hagan la oferta por escrito y me dice que sólo se contrata telefónicamente; a casi todas mis pegas, la chica me va apabullando con respuestas que parecen metralletas, desmontando mis argumentos negativos. Me sorprendo aceptando de mala gana sus propuestas y, finalmente, diciendo que sí, que vale. Entonces, cuando ya me tiene bien pescado en la red, me dice que va a transferir la llamada para que sea grabada (la grabación funciona, según deduzco, como un contrato). En efecto, otra voz sudamericana empieza a leerme unos textos de claro estilo contractual y preguntándome datos personales que deben operar como verificadores de mi identidad. Cada frase acaba con un ¿de acuerdo? Y yo, como un autómata bien entrenado, contesto, sí, de acuerdo. Y así llega y me anuncia que doy mi conformidad a las condiciones que me ha dicho y que en el plazo de una o dos semanas vendrá un técnico a mi casa para hacer la instalación a la que yo no podré negarme porque estoy en esos momentos autorizando la activación del servicio ... Y justo entonces, el creciente desasosiego que durante esos largos diez o quince minutos me ha ido embargando estalla de pronto y digo que no, que no quiero, que no estoy de acuerdo, que no puedo decidir bajo presión y que voy a colgar. Percibo un tono de angustia en la voz de la chica que casi me grita, noooo, no cuelgue, y separándose del auricular (pero audible) oigo que dice algo así como J9, ha salido mal, y alguien contesta, rápido, pásamelo. Pero yo cuelgo.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

lunes, 2 de marzo de 2009

Los Beatles en Canarias (capítulo 2)

Bueno, ¿qué te ha parecido? ¿No sientes nada singular? No, claro, es lógico. Mitificamos demasiado nuestras sensaciones personales, y más cuando provienen de esos territorios añorados de la juventud. Luego te vas haciendo viejo y escéptico, aunque a veces, muy brevemente, crees reconocer en tu interior la vibración de emociones antiguas. Bah, dejémoslo, espero que al menos hayas entendido bien la letra, porque cuando te cuente cómo fue compuesta habrás de recordarla. Venga, sigo con la historia; querías conocerla, ¿verdad?

Cati era una tinerfeña de mi edad que estudiaba primero de Filosofía y Letras y vivía en un colegio mayor en Moncloa. La había conocido unos meses antes en un bar de la zona universitaria madrileña; en ese tiempo me gustaba acercarme por esos tugurillos a enrollarme con los estudiantes. No tenía nada que ver con ellos, te diré que hasta me fastidiaban un poco, siempre con poses que se notaban falsas a la legua, intelectuales presuntuosos, niños ricos que se las daban y no tenían ni idea de casi nada. Pero, al mismo tiempo, me producían una cierta atracción morbosa, quizá hasta les tuviera algo de envidia. En fin, que solía ir por Moncloa y no era raro que me integrara en algún grupillo de chavales y me enzarzara en discusiones literarias o artísticas que derivaban en políticas; aunque fuera proletario tenía ya mi nivel, hasta podía decirse que, como empleado de una imprenta, era un trabajador de la cultura. Además, aunque ahora no te lo parezca, a mis dieciocho tacos yo era un tío guapo, bastante atractivo. En fin, te aclaro esto para que no te extrañe que tuviera amigos, y sobre todo amigas, de un entorno social bastante distinto, pijas con pelas, vamos.

Yo mantenía una especie de rollete entre erótico y de amistad con Cati. No éramos pareja, ni "salíamos"; yo entonces ligaba mucho y no me apetecía atarme a una sola chica y Cati, por su parte, iba de moderna y además tenía al novio de toda la vida en Tenerife. Pero lo nuestro tampoco era un mero escarceo ocasional, creo que ambos andábamos algo enamoradillos el uno del otro, cariño que hemos mantenido durante cuarenta y cinco años, imagínate. Pero volvamos a la noche del concierto. Yo había ido solo, ya te lo he dicho; pero es que no tenía ni idea de que Cati fuera a ir. La verdad es que estaba convencido de que ya se había marchado a Canarias; un par de semanas antes habíamos quedado para celebrar sus últimos aprobados y despedirnos con abundante y tórrido romanticismo. Por eso, al toparme con ella mientras salía de la plaza me sorprendí mucho, hasta me mosqueé un poquillo como si me hubiera engañado. Mi amiga iba con un grupo de chicas, varias de su mismo colegio mayor. Según me dijo, sus amigas la habían animado a ir al concierto y había decidido cambiar el billete de avión para la Isla. Yo no sabía nada porque no había pasado por el que llamábamos nuestro bar y ella no tenía mi número de teléfono (una de mis absurdas normas de conducta de entonces era no dar a las chicas el teléfono; me decía a mí mismo que era para preservar mi independencia pero había también algo de vergüenza cobarde; no quería que esas pijitas accedieran a mis otros entornos cotidianos, ni a mi familia ni a la imprenta). Todo eso me lo contaba mientras tomábamos unas cañas en una cervecería abarrotada de gente entusiasmada con los Beatles, como las amigas de Cati, perfectos ejemplos de las muchachitas histéricas que no podían dejar de hablar de lo guapo que era uno u otro de los músicos ingleses. Yo, recuerda, estaba todavía bajo los efectos casi místicos de She's a Woman, y el parloteo banal de esas chicas, junto con la caótica algarabía del bar, me estaban poniendo cada vez más de mala leche. Estaba ya planteándome dejar a esas gritonas (incluyendo a Cati, pese a las ganas que tenía de abrazarla en un ambiente bastante más íntimo), cuando, explicándome que claro que le gustaban los Beatles aunque hasta ese día nunca hubiesen salido en nuestros encuentros, mi amiga va y me dice que no sólo eso, sino que los conoce personalmente y son amigos suyos. Vamos a verlos, añadió. Hazte una idea de cuánto me impactaron esas palabras.

Cati se despidió de sus amigas con cualquier excusa y comenzamos a caminar Alcalá abajo; sería como medianoche y hasta una hora después no llegamos a la Castellana, en la esquina con Hermosilla estaba el Hotel Fénix, ahí sigue todavía, un cinco estrellas del grupo Meliá, supongo que entonces no pertenecería a esa cadena. Durante la caminata, Cati me contó que Paul, George y Ringo habían estado hacía algo más de dos años en Tenerife. Llegaron a finales de abril del 63 con dos amigos alemanes, Astrid Kirchherr y Klaus Voormann, a pasar doce días de vacaciones en la casa que tenían los padres de este último en el Valle de la Orotava. Astrid y Klaus, sí los mismos; esa fue la primera vez que oí sus nombres, todavía no tenía ni idea de quienes eran, aunque supuse acertadamente que provendrían de los meses de Hamburgo. El caso es que los cinco chavales, como cualesquiera guiris de turismo, se dedicaron a bañarse en el Puerto de la Cruz y a coger sol sin las debidas precauciones, con las consecuentes insolaciones. Un George coloradísimo, al segundo o tercer día de su estancia tinerfeña, entró en la tienda de un hotel que estaba junto a la playa Martiánez. Allí le atendió Marita, una preciosa rubia de diecisiete años, hija del dueño de ese hotel (un alemán instalado en Tenerife) y compañera de mi amiga Cati en el colegio de monjas de La Orotava. George fue verla y quedar prendado de la chiquilla; parece que le costó más de dos días conseguir que Marita se uniese al grupo y ésta, enseguida, quiso sumar a Cati y a algún amigo más, imagino que para sentirse protegida de esos ingleses tan raros.

Yo alucinaba con todo lo que me iba contando mi amiga; no sólo no tenía ni idea de que hubieran estado en Canarias, sino que, de pronto, mis ídolos se me presentaban como unos chicos casi normales, aquejados de las mismas boberías que todos. Me enteré, por ejemplo, de que a George le apasionaban los coches deportivos y que los padres de Klaus tenían en la Isla un coquetísimo Austin Healey Sprite rojo en el que subieron hasta el Teide. También de que a Cati le gustó Paul, quien intimó bastante con mi amiga, pero sólo para contarle que estaba enamorado de una chica inglesa; luego supe que se trataba de Jane Asher, con quien estaría comprometido hasta el 68 (por cierto, después de conocer al McCartney veinteañero, que no se cortaba un pelo para enrollarse con cualquier chica guapa por muy comprometido que estuviese, me cuesta creer que no pasara nada entre él y Cati durante esas vacaciones tinerfeñas; pero así es como me lo contó mi amiga). Otra anécdota de esos días que supe por Cati fue que Paul casi se ahoga en el mar, por más que nadaba hacia la playa, la corriente le arrastraba mar adentro; por suerte, le recogieron en una barca deportiva y no pasó nada.

Ni Cati ni Marita ni los amigos canarios que les presentaron sabían quienes eran los Beatles. Eso a Paul parece que le molestó un tanto; venían escapando de la fama inglesa, sí, pero no se esperaban tal anonimato. ¿De verdad que no habéis oído hablar de los Beatles? Paul no parecía creérselo, de tantas veces que lo preguntó. De todas formas, no es para extrañarse; por esas fechas, llevaban sólo tres singles publicados y, aunque habían adquirido muchísima popularidad en Inglaterra, todavía no eran lo que en pocos meses iban a convertirse. Quizá para convencerlas de que eran músicos, una noche tocaron en un pub del Puerto y al día siguiente en la terraza del hotel de los padres de Marita. Como John no estaba, su puesto lo ocupó un amigo de Marita, un chaval que luego formaría uno de los primeros grupos canarios de rock. En cuanto los escuché me enamoré de su música, me dijo Cati; sobre todo de I saw her standing there.

¿Que por qué John no estaba? También yo le hice esa pregunta a Cati. Pues porque estaba en Barcelona con Brian Epstein, el manager del grupo. Según Paul le dijo a mi amiga, lo había hecho para conseguir que Epstein le diera el liderazgo de la banda y que, para lograrlo, iba dispuesto a acostarse con él. Brian, al que conocería esa misma noche, era homosexual; por aquel entonces no creo ni que supiera bien lo que ese término significaba. ¿Pero John también? Caminando por el barrio de Salamanca, mi imagen mítica de los Beatles iba corporeizándose, despojándose de idealismos. Para colmo, Paul esos días, en sus confidencias con Cati, no había parado de criticar a John, de acusarle de vanidoso, de egoísta, de mal padre (acababa de nacer su hijo Julian y él se largaba dejando a Cynthia en el hospital) ... ¿Encima se llevaban mal entre ellos?

Bueno pues así, hablando (aunque casi la única que lo hacía era Cati; yo escuchaba alucinado), llegamos sin darnos cuenta al hotel Fénix. Ahí estaban alojados los Beatles y yo –no me lo podía creer– iba a conocerlos en persona en apenas unos instantes.


CATEGORÍA: Personas y personajes