lunes, 31 de agosto de 2009

El mayor negocio de la historia

Durante más de doscientos años, desde 1534 hasta 1763, Francia poseyó un inmenso territorio colonial en América del Norte que no sólo comprendía gran parte de las actuales provincias canadienses de Terranova, Quebec, Ontario y Manitoba, sino también los que hoy son los estados de Michigan, Ohio, Indiana, Wisconsin, Illinois, Minnesota, Iowa, Missouri, Kentucky, Tennessee (la parte occidental), Arkansas, Louisiana y Mississippi. Esta inmensa extensión de más de tres millones de kilómetros cuadrados (seis veces la de España) quedaba limitada al este por las Apalaches, la cadena montañosa que separaba el dominio francés de las famosas trece colonias británicas. Al sur, donde la Nueva Francia accedía al Golfo de México por el delta del Mississippi, lindaba con las posesiones españolas de Florida (por el este) y Nueva España (que incluía los actuales estados gringos de Texas, Nuevo México y Arizona). Hacia el oeste se abría lo que en un mapa de mediados de finales del XVI todavía se llamaba Terra Incognita; el límite venía a ser el curso del Missouri, más allá del cual se abrían las grandes llanuras y, más al occidente, las monumentales Montañas Rocosas. En lo que hoy es Estados Unidos, este territorio tenía bastante "coherencia geográfica", ya que se correspondía con la enorme cuenca del Mississippi, más amplia hacia el norte (grandes Lagos) incluyendo los valles del Ohio y del Missouri y estrechándose a medida que descendía hasta su desembocadura en Nueva Orleans.

Pese a su enormidad, la Nueva Francia apenas estaba poblada. Hacia mediados del XVIII no habría más de 70.000 habitantes, frente a los más de dos millones de residentes en las Trece Colonias británicas (con una superficie casi cuatro veces menor). Unas pocas ciudades, si así cabe llamarlas, de las cuales Montreal era la mayor (Nueva Orleans, llamada a adquirir gran importancia, fue fundada en la última etapa del poderío francés) y unos cuantos fuertes diseminados en torno a la frontera oriental. En esos tiempos (¿cuándo no?) el gran enemigo de Francia era la pérfida Albión, y la rivalidad europea se reproducía en el teatro americano. Los dominios franceses limitaban la expansión hacia el oeste de las colonias británicas, así como el acceso a los recursos del otro lado de las Apalaches (aunque en los primeros tiempos el objeto de deseo británico era la parte septentrional, rica en animales de pieles muy codiciadas).

La guerra entre ingleses y franceses era inevitable. El valle del río Ohio, al sur del lago Erie, se convirtió en escenario de una intensa actividad comercial entre los ingleses y los indios; los franceses, molestos por la creciente presencia de mercaderes británicos, en torno a 1750 se dedicaron a construir varios fuertes en la región con la intención de expulsarlos. Así las cosas, en 1754 empezó la llamada guerra franco-india, que enfrentó en suelo norteamericano a Inglaterra y Francia, apoyada ésta por las tribus indias (a excepción de la nación iroquesa). Naturalmente, en esa época a ninguna de sus majestades europeas (Jorge II y Luis XV) les importaba tanto lo que ocurriese en América como en el viejo continente. Estoy seguro de que distinta habría sido la historia si, dos años después, no hubiese estallado la Guerra de los Siete Años, un ejemplo más de las estúpidas peleas de poder en el inestable equilibrio europeo. El resultado de la contienda (tanto en Europa como en América) fue el hundimiento de Francia y la hegemonía (especialmente marítima) del poderío británico (y también de Prusia, por cierto). En Europa casi no hubo cambios territoriales pero en América el Tratado de París (1763) oficializó el desmembramiento del dominio colonial francés. Inglaterra se quedó con el Canadá y con la franja entre las Apalaches y el Mississippi (salvo Nueva Orleans), mientras que la parte al oeste del gran río (y Nueva Orleans), que pasó a llamarse la Luisiana, fue cedida a España. Seguro que a los ingleses no les quitaba el sueño que la ya débil monarquía hispana aumentara sus posesiones; el objetivo era machacar a los franceses.

De hecho, a la monarquía británica, acabada la guerra americana, lo que más le preocupaba era mantener la paz con los indios, demostrándoles que merecía su lealtad. Con tal fin, pocos meses después del Tratado de París, Jorge III promulgó la Proclamación Real de 1763 por la cual prohibía la expansión de las colonias en el nuevo territorio, que se reservaba para los asentamientos indios. Por supuesto, esta decisión real no sentó nada bien a los colonos (ni tampoco a muchos especuladores que ya tenían en mente hacerse de oro adquiriendo tierras al oeste de las Apalaches) y fue una de las primeras decisiones de la metrópoli que luego pasarían a considerarse como "Leyes Intolerables" y dispararían la independencia de los Estados Unidos. Con la dosis de cinismo que conviene mantener en estos casos, lo cierto es que mejor les habría ido a los nativos americanos si Washington y sus chicos hubieran fracasado. Hay incluso quienes opinan que esa Proclamación de 1763 fue el primer reconocimiento europeo de los derechos de los primitivos habitantes a sus tierras y, ciertamente, ha sido usado como antecedente por movimientos indigenistas contemporáneos y reconocido como tal en la legislación canadiense (no así, desde luego, en la de los USA).

Pero, como es sabido, las trece colonias lograron su independencia y se convirtieron en los primeros Estados Unidos. Así en el Tratado que en 1783 firmaron en París (otra vez) las delegaciones norteamericana y británica, todo el territorio al este del Mississippi entre los Grandes Lagos y la Florida (que fue devuelta a España) pasó a manos estadounidenses; ni que decir tiene que las naciones indias no participaron para nada en tales acuerdos. O sea, que el nuevo país se encontraba de pronto con muchísimo más territorio que el que habitaban hasta entonces los revolucionarios amantes de la libertad, como ellos gustaban llamarse. Aun así, todavía les quedaba mucho por conseguir y eso los padres de la patria lo tenían claro prácticamente desde el principio.

Los flamantes Estados Unidos organizaron sus nuevas posesiones en lo que llamaron Territorios, bajo control del Congreso Federal y con gobernación militar. Cuando alcanzaban población suficiente se les daban mecanismos ejecutivos y legislativos representativos, así como una división administrativa (condados), hasta que finalmente se integraban en la Unión como un Estado más. Mediante este proceso (bastante interesante), hasta los inicios del siglo XIX, se crearon los estados de Vermont (1791), Kentucky (1792), Tennessee (1796) y Ohio (1803) y aún quedaba bastante espacio disponible hasta la frontera del Mississippi con España (donde luego "caerían" Wisconsin, Michigan, Illinois, Indiana, Mississippi y Alabama). Pero de momento me interesa más referirme a lo que pasaba en el lado occidental del gran río, en ese amplísimo territorio que ahora se daba en llamar Luisiana y cuya administración le había tocado a España.

Lo primero que descubro buscando mapas en Internet es que los límites se han desplazado hacia el oeste respecto a los que tenía la antigua Nueva Francia. Si, como dije al principio, los franceses consideraban el curso del Missouri como su frontera con la Terra Incognita, ahora ese borde se llevaba hasta las Rocosas. Supongo (no lo he comprobado) que en el Tratado de 1763, con mayores conocimientos cartográficos, las tres potencias coloniales acordaron fijarlo así y tampoco debió de preocuparles mucho dado que las tierras más al oeste pertenecían al virreinato de Nueva España con lo que, al fin y al cabo, iban a tener la misma administración (no exactamente, pero da igual). Esta ampliación no es ninguna tontería porque daría cabida, además de a los Estados mencionados al principio, a los de Montana, Wyoming, Colorado, las dos Dakotas, Nebraska, Kansas y Oklahoma. El caso es que la España borbónica se encontró con algo más de dos millones kilómetros cuadrados que le tocó administrar desde 1764 hasta 1803, 39 años en los que el inmenso territorio fue una gobernación dependiente del virreinato de Nueva España.

La verdad es que el dominio español no llegó a dejar una huella demasiado profunda y hoy no creo que los habitantes de Nebraska, por citar al Estado actual que quedaba entonces en el centro de la posesión, sepan que sus suelos fueron gobernados alguna vez por nuestro país. Las escasas influencias hispánicas se hicieron notar en el sur, en el área del delta del Mississippi que finalmente pasaría a conformar el Estado de Lousiana. De hecho, la sede de gobierno estaba en el cabildo de Nueva Orleans y hacia esas tierras se fomentaron desde la metrópoli movimientos migratorios, entre los que conozco los de unos cuantos canarios, la mayoría de ellos de Tenerife. Sí parece, en cambio, que el mando español fue sorprendentemente eficaz en cuanto a la regulación de la hasta entonces caótica sociedad, promulgando leyes bastante acertadas, organizando el sistema de rutas comerciales y atendiendo especialmente el urbanismo. Fue justamente durante este periodo cuando empezó a hacerse evidente la importancia estratégica de Nueva Orleans y de la navegación por el Mississippi. Ya en la guerra de independencia, los españoles impidieron que los barcos ingleses entraran desde la ciudad y subieran el río, lo cual contravenía descaradamente una de las cláusulas del Tratado de París. Sin embargo, por esas fechas, España atendía los deseos de los franceses que lo querían era fastidiar a Inglaterra y, consecuentemente ayudar a los revolucionarios americanos. No parece una muestra de sagacidad política de los monarcas francés y español que animasen ideas republicanas y descolonizadoras pero así son las cosas.

Pues nada, estamos ya a finales del XVIII y poco después de la "revolución" americana vino la francesa con la guillotina y el terror, la república y las guerras revolucionarias. En España teníamos al pánfilo de Carlos IV quien, acojonadito con los acontecimientos que ocurrían al otro lado de los Pirineos, echó mano del favorito de la reina, Godoy, para que asumiera el mando político. La ejecución del rey francés hizo que nuestra monarquía declarara la guerra a los franceses y que éstos, sin casi despeinarse, nos dieran una buena paliza, ocupando Guipúzcoa, Navarra y el norte de Cataluña. Por el tratado de Basilea, Godoy logró que devolvieran los territorios ocupados, incluyendo Guipúzcoa, provincia que tenían muchas ganas de anexionar a la república con la complacencia de varios de los capitostes donostiarras de entonces (en cuyo caso yo habría nacido en Francia, oh, la la). Evidentemente, tan generoso comportamiento de los franceses tenía un precio que no era otro que la completa sumisión de la política española a la de los vecinos que, a partir de entonces, nos llevarían a rastras a su lado de desastre en desastre, principalmente enfrentándonos con los ingleses que se ocuparon concienzudamente de infligirnos unas cuantas y dolorosas derrotas.

Entonces llegó Napoleón y entró como un elefante en la cacharrería que era la situación política y económica española. En 1800 Bonaparte tenía prisa por consolidar su nuevo mapa político de Italia y una de las piezas del puzzle era el ducado de Parma que quería anexionar a Francia. Si bien este pequeño territorio gozaba de teórica soberanía, en realidad dependía muy estrechamente de España, así que al corso le pareció procedente comentar a los monarcas españoles sus planes, máxime cuando el Gran Duque era el hermano de la reina española. Pero, para que nuestros reyes vieran que era buen chico, les ofreció convertir el Gran Ducado de Toscana, mucho más glamouroso, en un reino y ofrecérselo al hijo del Gran Duque de Parma y sobrino de nuestra María Luisa; además (y aquí venía el caramelito para los obtusos monarcas), si el nuevo rey no tenía sucesión, los derechos al trono toscano pasarían a la dinastía española. Ahora bien, tanta "generosidad" tenía un precio que no parecía venir para nada a cuento: España cedería graciosamente a Francia la Luisiana. Con una miopía desmesurada (o un cinismo sobresaliente), Godoy justificó el regalo diciendo que, dado que la Luisiana era una carga de la que se sacaba poco provecho, la devolución a los franceses más que un sacrificio debía tenerse por ganancia; máxime, añadía, cuando la Toscana era una fuente de beneficios enormes. Esos comentarios del Príncipe de la Paz me parecen la mejor demostración del grado de humillación al que nos tenía sometido el Imperio Francés (sentimiento que calaría en pocos años en el pueblo): no sólo nos la metía doblada sino que, encima, teníamos que agradecérselo. Si, como se afirma, con este territorio los americanos harían sólo tres años después el mejor negocio de la historia, no parece descabellado decir que a los españoles nos cabe el "honor" de haber hecho el peor (no cobramos un real sino que encima pagamos en la operación italiana de la que, de más está decirlo, no sacamos ni el más mínimo provecho).

Y acabo ya, que el post me está saliendo más largo que un día sin pan. Cuando los americanos se enteraron de que el territorio había vuelto a manos francesas se les ocurrió darse un saltito a París a ver si conseguían de los "hermanos revolucionarios" franceses que les vendieran Nueva Orleans a fin de poder dar fácil salida marítima al comercio que discurría por el Mississippi. Hubo diversas "movidas" en la política francesa respecto a América entre 1801 y 1803 con expectativas que se iban frustrando e intereses contradictorios. Esos dos años dan para una novela de intrigas que (que yo sepa) no se ha escrito, máxime cuando uno de los protagonistas era el artero Talleyrand. Pero vayamos directamente a la escena final. Tras varios tanteos y conversaciones, en la primavera de 1803 llegan a París James Monroe (el que sería presidente cuatro años después) y Robert Livingston con la autorización de ofrecer diez millones de dólares por la ciudad y el puerto de Nueva Orleans y se encuentran que Napoleón les propone comprar todo el territorio por cinco milloncejos más. Los norteamericanos no se lo podían creer y pensaron, acertadamente, que chollos así no se encontraban y que más valía firmar a toda prisa no fuera que cambiaran las circunstancias y los franceses se retractaran. Así que los Estados Unidos adquirieron lo que es casi la cuarta parte de su actual extensión, como quien compra una finca, al precio aproximado (en valores actuales) de 1 dólar por hectárea. ¿Es o no es el mejor negocio de la historia?


CATEGORÍA: Personas y personajes

viernes, 28 de agosto de 2009

Penélope en el pueblo blanco


Dicen en el pueblo que un caminante paró mi reloj una tarde de primavera. Y sí, fue aquélla una tarde de abril, abril de mis veinte años. Ulises se llama el que desde entonces espero. Adiós, amor mío, me dijo, no me llores, volveré. Antes que de los sauces caigan las hojas, me dijo. Pero no hay sauces en las callejas de polvo y piedra de este pueblo blanco; ¿de qué sauces hablaba Ulises?

Piensa en mí, me dijo. Y en él pienso, siempre pienso en él, que me hizo reina, que me regaló su secreto, eso que nadie en el pueblo alcanza a ver. Cultivo el huerto que él plantó, la escasa parcela cobijada en el patio de mi casa de cal, la casa que era de mi madre, la casa a cuyo umbral se sientan las comadres a murmurar, a decir que estoy loca, que espero en vano. Dicen que se me ha marchitado hasta la última flor, pero no es verdad. La flor, la única, sigue intacta para Ulises.

Todos, mi madre la primera, se rieron desde el principio de mi confianza en Ulises. Qué va a volver ése, me decían, un viajante. Viajante, escupían la palabra con desprecio, el ceño fruncido. Ellos, los que nunca salieron de este pueblo estéril, los que nunca han visto el mar, los que están tan secos que ni saben llorar. Pero yo callaba, una reina no puede rebajarse. Los domingos me ponía el mejor vestido, el que él despegó de mi piel, mis zapatos de tacón y mi bolso marrón y, después de misa, caminaba despacio hasta la estación para sentarme en el banco de pino verde hasta que llegara el único tren. Luego, de vuelta a casa por la calle mayor.

Me llamaban loca, ingenua, ilusa. Pero no por eso dejaban de cortejarme los pocos mozos que quedaban, los cobardes que no se atrevían a irse muy lejos de este pueblo, a escapar de esta tierra enferma. Y ellas me envidiaban; ellas que pasan los días haciendo bolillos y espiando tras las cortinas, ellas que sueñan con alguno de esos mozos que llegan hasta mi puerta, al que imaginan, pobres tontas, fuerte para dominarlas y tierno para amarlas. Se los regalo todos, cómo iba a conformarme con alguno de ellos cuando me ha amado Ulises.

Sin embargo, soy mujer, acusaba la presión de las insistencias. Se acababa el verano y mi madre zanjó su ultimátum. Olvídate de él y de tus sueños de niña mimada, me dijo; no va a volver, sólo se divirtió contigo, está casado, me lo ha dicho el cabo, le pedí que hiciera averiguaciones en la capital. No la creí, claro, pero no podía contradecirla y además los cuatro meses y medio comenzaban a notárseme. Ella lo sabía pero no necesitaba mencionarlo. Ya empiezan las fiestas, habrás de escoger y que la boda sea antes del Cristo.

Parecía que los mozos lo supieran, todos se pavoneaban zalameros, competían entre sí en los juegos de la feria en bochornoso espectáculo simiesco. Y el último día, el domingo, llegó Ulises. No vino en el tren del mediodía, sino en coche, a última hora, mientras todos los del pueblo se apiñaban en la plaza para ver los fuegos. También yo estaba allí pero oí el grito de mi madre y supe en el acto que mi amante había llegado a casa, que había venido a recogerme. Nadie más oyó nada, nadie se dio cuenta de que me alejaba de esa masa ruidosa.

El portón de mi casa estaba abierto. En la sala una bombilla gastada iluminaba apenas a Ulises, desgarbado y apestando a vino, y a mi madre, brillantes de odio sus malignos ojos, en su mano la navaja tripera. Ya estás aquí, ladró mi vieja, mira al mierda al que crees querer, aquí te lo he traído, acojonado está de que le cuente a su mujer y a sus suegros; que te lo diga él. Lo miré con ojos tristes y entonces la luna entró en la casa y volvió a ser él, mi Ulises. Penélope, mi amante fiel, me dijo, mi paz; mírame, regresé por ti. Y sonreía y yo sonreí. Pero en ese instante mágico mi madre aulló de rabia y se precipitó hacia él, lo abrazó, el puño cerrado, la navaja.

Se separaron despacio, en silencio, sólo el golpe metálico del cuchillo contra el suelo. Mi madre me miró incrédula, me miró también despreciándome. Luego se apretó el abdomen y muy despacio las piernas se le fueron doblando hasta quedar tendida boca arriba. En torno suyo crecía una mancha negra brillante. La luna ya no estaba en la habitación. Ulises se me acercó, sus ojos hablaban de miedo. Lo abracé y busqué sus labios, pero en vez de besos frescos sentí un regusto acre. Penélope, reina mía, tengo cosas que contarte. Calla, mi amor, y lo empujé hacia la alcoba. Temblaba en la cama, sollozaba entre hipos. Te haré una infusión, estás nervioso. No contestó, parecía ido. Puse a hervir el agua, mezclé las hierbas que mi vieja tenía escondidas desde lo de padre, siempre lo había sabido por más que ella pensara que era muy niña.

Esa noche tocaron varios mozos mi puerta, borrachos todos. No les abrí; no era cuestión de que nadie viese nada y además tenía mucho trabajo. Mi madre, todos lo sabían, bebía demasiado; tropezó en la oscuridad y se clavó el cuchillo; yo no me enteré hasta la mañana siguiente. Ese mismo día la enterramos, en el cementerio del pueblo del que nunca quiso marchar. Pero allí también quedó otro más cautivo, aunque nadie lo sepa, aunque su nombre no figure en el registro de la parroquia.

Y después, ¿qué más quedaba? Nació un niño a quien no quise conmigo, rechacé a todos mis pretendientes, seguí yendo a la estación los domingos; sigo esperando. No quiero morir al sol como los viejos de este pueblo, la boca abierta al calor, como lagartos. Quiero que me guíe la luna y escapar hasta el mar para poder llorar frente a las olas. Pero ha de recogerme Ulises, ha de ser él quien me lleve. Mas los años han ido pasando, los mozos ya no me buscan, piensan que estoy loca. Dicen incluso que un domingo uno de los viajeros del tren se me acercó, que era él, Ulises. Dicen que lo miré con mis ojos llenitos de ayer y no lo reconocí. Dicen que también ese día, como los otros antes y después, ahí me quedé, con mi bolso de piel marrón y mis zapatos de tacón.


miércoles, 26 de agosto de 2009

Lector de e-books

Por mi cumpleaños me regalaron un lector de libros electrónicos, el Papyre. Comparado con los otros dos más conocidos (el Sony Reader y el Kindle de Amazon), me dijeron que es tan bueno o mejor. Pese a mi cariño bastante fetichista a los libros (como objetos, me refiero), llevaba ya tiempo convencido de que irremediablemente estos aparatejos acabarían imponiéndose, de forma similar a cómo ha ocurrido con la música. No podía negar que las posibilidades de almacenar los textos (e imágenes) en un disco duro y "reproducirlas" a través de un dispositivo electrónico ofrecían muchísimas y muy útiles ventajas. Algunas de las tareas que ya hago cuando leo podrían sustituirse por otras bastante más limpias y elegantes; por ejemplo, mis subrayados con lápiz se convertirían en marcas que, además, podría distinguir según mis intereses. Buscar cualquier texto sería mucho más fácil que ir pasando páginas y leyendo en diagonal hasta ubicar lo que en la primera lectura me había llamado la atención; bastaría teclear algunas palabras clave y bingo. De otra parte, la lectura podría facilitarse con las opciones como ampliar el tamaño de letra u otras análogas.

Pero es que además de poder hacer todo lo que ya hacemos con un libro, estos bichos, pensaba yo, permitirían más cosas. De entrada, copiar textos y luego pegarlos en un documento nuestro del ordenador para trabajar sobre ellos. Otra función que se me antojaba muy útil era intercalar comentarios en lo que vamos leyendo. También, en el mismo plan, insertar vínculos (hyperlinks) entre textos de un e-book y otro que tuviéramos en nuestra biblioteca, de modo que fuéramos relacionándolos en función de nuestros intereses. Pensaba (y sigo pensando) que las potencialidades del almacenamiento electrónico abrirían una interesante dimensión a la lectura haciéndola mucho más interactiva.

Naturalmente, todo lo que he comentado no es nada que no se pueda hacer ya. Si tenemos textos en pdf, con el Acrobat Professional podemos hacer todo lo dicho y bastante más. Así que, en mi ingenuidad, imaginaba el lector de e-books como un pequeño ordenador portatil (con bastante más "portabilidad") pero limitado a las funciones específicas de la lectura y tratamiento de los textos almacenados. Lo malo de las expectativas es que éstas suelen defraudarse. El aparato que me regalaron (así como los demás, por lo que he averiguado) no hace casi nada de lo que yo me esperaba. Es muy manejable, cómodo de llevar y los textos tienen buena visibilidad, pero ahí se acaban las ventajas. El sistema de controles es engorroso y poco "amigable", tanto que más te vale no salirte del libro que estás leyendo porque volver a él cuesta. No reproduce los pdf tal como son originalmente sino que los ajusta a sólo tres tipos de letra y nada más que tres tamaños (cuando en el ordenador dispones de una amplísima variedad de tipografías y tamaños). Algunos pdf, no me explico por qué, los abría mal, cambiando los acentos y eñes por espacios en blanco (mientras que en el ordenador ese mismo archivo se veía perfecto). Carecía de iluminación, desperdiciando una de las obvias ventajas potenciales frente a los libros como es la de poder leer a oscuras (muy útil cuando tu pareja duerme y no quieres molestarla). Y, para colmo, era en blanco y negro (si cargabas una imagen a color te la reproducía en una gama de sólo 4 grises).

Es decir, que simplemente para leer, el aparato resultaba peor que un libro convencional. Pero es que tampoco ofrecía ninguna de las posibilidades que yo imaginaba y de las que ya disponemos en la lectura de documentos electrónicos en el ordenador. La única, marcar una página (no resaltar un texto), igual que hacemos poniendo un trozo de cartulina cuando interrumpimos la lectura. Pero no te dejaba subrayar, ni mucho menos copiar ni ya digamos cualquiera de las otras birguerías que imaginaba. ¿Cómo es posible que, pudiéndose hacer ya todo eso en cualquier porquería de ordenador y con programas que casi no consumen memoria de proceso, hayan sacado con tan bombo y platillo unos aparatos con prestaciones tan decepcionantes? Pues ni idea.

Pero lo escandaloso es el precio. El bicho que me regalaron costaba unos 300 €. ¡Una pasada! Por ese dinero se consigue sobradamente uno de estos nuevos ordenadores ultra portátiles que pesan menos de un kilo y con el cual puedes hacer todo lo que esperaba de un lector de e-books y muchísimas cosas más (todo lo que se hace en un ordenador personal). No me cabe en la cabeza que nadie que no sea un fanático de la novedad por la novedad esté dispuesto a gastarse esa pasta en un aparato tan limitado, pero obviamente me equivoco. En mi caso, tras estar probándolo algunos días y comprobar lo que aquí he dicho, tras hablarlo con la persona que me hizo el regalo, opté por cambiarlo por un disco duro multimedia y una impresora-scaner, y sobró un buen pico. Habrá que seguir esperando un dispositivo decente que te permita irte de viaje sin tener que cargar con el excesivo peso de unos cuantos libros.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

domingo, 23 de agosto de 2009

Hay que remontarse hasta Galton (2)

E incluso hay que irse más hacia atrás en el tiempo y encontraríamos antecedentes ˗¿cómo no?˗ en los griegos. Pero parece que hay amplio consenso en conceder a Sir Francis Galton (1822-1911) el "mérito" de formular la primera aproximación científica a lo que se ha dado en llamar eugenesia, disciplina que se preocupa por la mejora de los rasgos genéticos del ser humano. La publicación de El Origen de las Especies (1865) actuó sobre Galton como una revelación. A partir de ahí, su principal interés fue desvelar si los rasgos de la personalidad y del comportamiento humano eran hereditarios. Nada nuevo, pues esas ideas formaban desde siglos parte del conocimiento implícito colectivo ("de tal palo, tal astilla") y las mismas habían influido en mayor o menor medida en muchas decisiones individuales; piénsese, por ejemplo, en la toma en consideración de los antecedentes familiares del posible cónyuge antes de dar el visto bueno al matrimonio (máxime entre la nobleza). Estaba además la amplia experiencia en la cría de ganado y en las técnicas de selección de razas, lo que, por cierto, fue una de las más directas referencias en los trabajos de Galton. Pero lo que hasta entonces era, como ya he dicho, "saber popular" pasó, a partir de este primo segundo de Darwin, a la categoría de "conocimiento científico".

El término eugenesia fue acuñado por el propio Galton con el sentido de "mejora de la raza" (si bien raza tenía para él una acepción casi equivalente a la de especie). En sus memorias (publicadas en 1908, cuando ya era un anciano de 86 años), cuenta que desde sus primeros trabajos sobre la herencia en los humanos afrontados a partir de las tesis de Darwin, ya se sentía inclinado a pensar que los matrimonios deberían regularse para evitar la transmisión hereditaria de males genéticos. Sin embargo, pensaba que la población no estaba preparada entonces para aceptar "las verdades elementales sobre el carácter hereditario de la personalidad y del talento" y mucho menos las consecuencias prácticas que éstas implicaban para la mejora del acervo genético. Esos primeros trabajos a los que Galton se refiere vieron la luz en El Genio Hereditario (1869), donde desarrolla su tesis ("las habilidades naturales del hombre se derivan de la herencia, bajo exactamente las mismas limitaciones en que lo son las características físicas de todo el mundo orgánico"), pero sólo de pasada alude a la consecuencia lógica de la misma ("sería bastante factible producir una raza de hombres altamente dotada mediante matrimonios sensatos durante varias generaciones consecutivas"). Casi década y media después, en su libro Inquires into human faculty and its development, Galton pasa claramente a propugnar la puesta en práctica de lo que considera verdades demostradas. A partir de ahí y hasta su muerte (con casi 89 años pero pleno de lucidez) defenderá con ahínco la aplicación de técnicas eugenésicas (que, desde luego, hay que calificar de "blandas") para mejorar la especie humana. Su posición queda clara en el siguiente breve extracto de sus Memorias (ligeramente retocado por mí): "Una democracia no puede pervivir a menos que esté formada por ciudadanos capaces; así pues, es cuestión de defensa propia impedir la libre introducción de genes defectuosos. Deseo que se reconozca la importancia de los matrimonios eugenésicos en su justo valor, ni demasiado ni demasiado poco; que se tengan en cuenta las consideraciones eugenésicas igual que se atiende a otras para propiciar u obstaculizar matrimonios, tales como la posición social, la equivalencia entre las fortunas y las semejanzas de credos religiosos. Pienso que, de aquí en adelante, que una persona con una excepcionalmente buena dotación genética se case con otra de muy inferior debería parecernos tan aberrante como que un noble austriaco se casara con un plebeyo. Creo también que el reconocimiento social de la eugenesia producirá familias saludables, capaces y extensas".

El prestigio de Galton en las últimas décadas del siglo XIX era notable y su proselitismo eugenésico había atraído numerosos adeptos entre las elites intelectuales. Las más respetadas instituciones culturales y científicas admitían la eugenesia como una disciplina rigurosa y se asistía a abundantes trabajos de investigación y congresos (nacionales e internacionales) para debatir los avances. Sin embargo la consecuencia obvia de llevar a la práctica los postulados eugenésicos, pese a los esfuerzos de Galton y sus diversos apóstoles, nunca llegó a producirse en Inglaterra (nadie es profeta en su tierra). No ocurrió lo mismo en las antiguas colonias del otro lado del Atlántico. En Estados Unidos, desde al menos la década de los ochenta del siglo XIX, surgieron iniciativas que abogaban por la esterilización de los manifiestamente ineptos. El argumento de fondo, con distintas variantes, era proteger el acervo genético de la nación, evitar su degradación; con palabras de la época: purificar el río de la vida. Ciertamente, que la semilla germinara en suelo americano mucho tuvo que ver con la cada vez más creciente marea inmigratoria y el rechazo a ciertos grupos de recién llegados (sobre todo los que empezaban a ser mayoría por esas décadas finales: italianos, eslavos y, en el oeste, chinos y mexicanos). Así que la pretendida purificación mucho se relacionó con valoraciones raciales, las cuales, dada la fuerte presencia de negros, ya estaban muy presentes en los Estados Unidos.

Debe aclararse que la época entre ambos siglos, la superioridad de la raza caucásica sobre las restantes (y de ahí su "obligación moral" de civilizarlas, que era la excusa bienintencionada del colonialismo) se aceptaba sin dudas hasta entre los más cultos y progresistas. Por eso es natural que fuera en Estados Unidos, país que en plena etapa de formación y recién salido de su guerra civil, asistía receloso (obviamente los ciudadanos que se consideraban sus auténticos dueños) a la llegada masiva de gentes de todas las razas, donde las tesis eugenésicas encontraron el suelo más fértil para convertirse en actuaciones concretas amparadas por las necesarias leyes. Cuando el estado de Indiana promulgó en 1907 la primera Ley en el mundo que permitía llevar a cabo la esterilización forzosa en criminales confirmados, violadores, idiotas e imbéciles se marcaba una dirección que, un cuarto de siglo después, emularía el Reichstag nazi. Esa Ley pionera, así como las tantas que la siguieron hasta finales de los veinte, se debió a la actividad entusiasta y conjunta de científicos y políticos norteamericanos; los primeros, "herederos" de Galton fueron, al fin y al cabo, los encargados de legitimar a los segundos.

PS: Francis Galton, al margen de cómo valoremos hoy en día sus ideas eugenésicas, fue uno de esos sabios enciclopédicos que se dieron en la Inglaterra victoriana y una personalidad de grandísimo interés. Existe una web dedicada a su figura y su obra, en la que es posible descargar casi todas sus publicaciones (en inglés, claro). La lectura de sus Memorias (avanzo dificultosamente) me está resultando entretenidísima.

CATEGORÍA: Personas y personajes

sábado, 22 de agosto de 2009

Una Ley virginiana (1)

El 20 de marzo de 1924, la Asamblea General del Estado de Virginia aprobó una Ley (Act) para proveer la esterilización sexual de pacientes de instituciones del Estado en determinados casos. El texto de dicha Ley (traducido y resumido por mí) es el siguiente:

Considerando que, tanto la salud del paciente individual como el bienestar de la sociedad pueden ser mejorados en ciertos casos mediante la esterilización de los deficientes mentales bajo cuidadosas garantías y por autoridades competentes;

considerando que la esterilización puede ser efectuada en varones mediante vasectomía y en mujeres mediante salpingectomía, y ambas operaciones no comportan daños o riesgos sustanciales el paciente;

considerando que el Estado tiene a su cargo en varias instituciones el cuidado y manutención de muchas personas deficientes quienes, mediante la propagación de su naturaleza, pueden convertirse en cargas para la sociedad pero que, en cambio, si fueran incapaces de procrear, podrían liberarse sin riesgos y ser personas autosuficientes, lo que beneficiaría tanto a ellos mismos como a la sociedad;

y considerando que la experiencia ha demostrado que la herencia juega un importante papel en la transmisión de la cordura, la idiotez, la imbecilidad, la epilepsia y el crimen;

1. Ha sido promulgado por la Asamblea General de Virginia que, siempre que el superintendente del Western State Hospital, o el del Eastern State Hospital, o el del Southwestern State Hospital, o el del Central State Hospital, o el de la Colonia Estatal para Epilépticos y Deficientes Mentales, sea de la opinión de que para los mejores intereses de los pacientes y de la sociedad un paciente de la institución a su cargo debería ser esterilizado, dicho superintendente queda autorizado por la presente a ordenar que médicos o cirujanos capacitados realicen la operación de esterilización en dicho paciente confinado en la institución y aquejado de las formas hereditarias de insania mental que son recurrentes: idiotez, imbecilidad, deficiencia mental o epilepsia.

2. El superintendente deberá previamente presentar a un comité especial de directores de su hospital o colonia una petición en la que exponga los hechos del caso y los argumentos que sustentan su opinión, suscrita en base a sus mejores conocimientos y creencias. En base a dicha petición solicitará que el citado comité emita una orden requiriéndole que proceda a encargar a un médico competente designado por él o por el propio comité, para que practique en el paciente la operación de vasectomía, si se trata de un varón, o de salpingectomía, si se trata de una mujer. Una copia de dicha petición deberá ser proporcionada al paciente al menos treinta días antes de presentarse al comité, junto con la notificación por escrito en la que se indique la fecha y el lugar en el que el comité tratará sobre la petición. También deberá proporcionarse una copia de dicha petición y notificación al tutor legal del dicho paciente, y si no hay tal tutor el superintendente la remitirá al juzgado del condado en el cual esté situada la institución de modo que el juez a cargo, mediante la correspondiente orden, designe a la persona apropiada para actuar como tutor del paciente durante el proceso, defendiendo sus derechos e intereses. Cumplidos los trámites anteriores, el comité especial procederá considerar la petición y las evidencias ofrecidas, tanto a favor como en contra. Además, el comité deberá asegurarse de que el paciente o su tutor legal tengan la oportunidad de atender dichas argumentaciones. El comité podrá denegar la solicitud o, en el caso de que concluya que el paciente es mentalmente insano, idiota, imbécil, deficiente mental o epiléptico y que, además, por las leyes de la herencia, es probable que engendre hijos afligidos de similares males, y siempre que el citado paciente pueda ser sexualmente esterilizado sin perjuicios para su salud y dicha esterilización redunde en su bienestar y en el de la sociedad, entonces el comité deberá ordenar al superintendente que encargue a algún médico competente, en un plazo no inferior a treinta días tras la orden, que efectúe la esterilización. En ningún caso esta Ley autoriza operaciones de castración ni de extirpación de otros órganos sanos del cuerpo.

3. Durante los siguientes treinta días a la emisión de la orden del comité especial, el superintendente, el paciente o su tutor tendrán el derecho de apelación ante el juzgado del condado en el cual esté situada la institución.

4. Cualquier parte que haya apelado ante el juzgado del condado dispondrá de noventa días después de la fecha de la sentencia para presentar una apelación ante la Corte Suprema de apelaciones, la cual tendrá jurisdicción determinar sobre la totalidad del proceso seguido y emitir sentencia definitiva.

5. Ninguna de las personas que hayan participado en la ejecución de las previsiones de esta Ley podrá ser imputada civil o criminalmente por causa de dicha participación.

Cuando esta Ley se promulgó, Carrie Buck, una chica de dieciocho años, llevaba casi dos meses internada en la Colonia Estatal para Epilépticos y Deficientes Mentales, una de las instituciones citadas en esta Ley. Entonces no lo imaginaba, pero estaba a punto de entrar en la historia.


Sólo Pienso en Ti. Víctor Manuel+Pablo Milanés (Mucho más que dos, 1995)

CATEGORÍA: Personas y personajes

martes, 18 de agosto de 2009

Tren plateado

Estoy en la cafetería del hotel. Es un cuadrilátero abierto al lobby, delimitado espacialmente porque ocupa un ángulo de la planta, encajonado entre un bloque opaco que debe albergar las oficinas administrativas, el pavimento un poco elevado, cuatro o cinco escalones, y un falso techo que acorta la impresionante óctuple altura del gran vestíbulo. Estoy sentado a una mesita de superficie anodizada, espejo de los guiños caprichosos de infinitos focos halógenos que, muy seguidos, puntean las aristas del falso techo. Mi silla hacia el mostrador de recepción, una larga y gruesa plancha de cerezo de canto ondulado por un diseño demasiado explícito; enfrente, un banco corrido cubierto de cojines malvas, el respaldo tres barras horizontales, blancas, metálicas. Ahí se sentaban Gina, mi secretaria, e Ignacio, el ingeniero que colaboraba con nosotros en ese trabajo surrealista, un proyecto que ninguno terminábamos de creer que fuera de verdad.

Gina es muy joven, veinticinco a lo sumo, y muy guapa; carita de niña buena, virginal, que desmienten unos ojos con destellos pícaros. Ignacio anda por los cuarenta, una barriga demasiado notoria que no casa bien con sus rasgos tan aguileños. Me pesan los párpados, me pican los ojos, casi no puedo mantenerlos abiertos. Íbamos a hablar de la reunión del día siguiente, pero no puedo concentrarme. Me caigo de sueño, digo, no sé por qué tengo tanto. Pues yo no te cuento, contesta Ignacio, que hace una semana ha sido padre por quinta vez. No digo más, me levanto, bajo los escalones, camino por el pasillo paralelo a la recepción, hacia las habitaciones. Noto que el ojo izquierdo lo tengo cerrado, el globo ocular lo siento como una esfera de gas gelatinosa y palpitante. El derecho aún lo mantengo abierto, aunque me invaden unas ganas irrefrenables de apagarlo. Me giro hacia mis compañeros, siguen sentados hablando, parpadeo, ahora se están besando, ambos mirándome de reojo con sonrisas irónicas en sus labios. ¿Gina besando a Ignacio? Pero no puedo pensar; apenas atino a dudar de lo que estoy viendo.

Sigo andando, rápido, la espalda muy rígida, pendiente sólo de mantener una línea recta, directa hacia las puertas de los ascensores; no veo nada en mi entorno, sólo oigo murmullos en distintos idiomas, me envuelve una especie de bruma que difumina mi visión periférica, pero no pienso y sigo andando. Presiono el botón y espero; en muy pocos segundos se abren las puertas, entro. Estoy en una cabina cúbica de unos dos metros de lado, las paredes son ventanas transparentes enmarcadas en perfiles plateados. No es un ascensor sino un metro o un tranvía o un tren ligero, llámese como se quiera. Veo (pero, ¿tengo los ojos abiertos?), adosada a media altura en la ventana trasera, una pieza metálica con ranura; será el lector de la tarjeta-llave de mi habitación, me digo, así que la paso. Inmediatamente, sin hacer ruido y con una aceleración muy alta que, extrañamente, no repercute en mi cuerpo, el tren se pone en marcha. Mi compartimento es el de cola.

Vamos a toda velocidad a lo largo de un túnel de superficies cilíndricas muy bruñidas que refulgen bajo una luz blanca. Supongo que parará en algún distribuidor desde el que acceder a mi habitación, pero de pronto el túnel se acaba y estamos al aire libre, por el bulevar central de una avenida arbolada. He viajado a Valencia, pero no reconozco esta parte de la ciudad. Miro hacia la parte delantera, los ojos, ya ambos, los tengo cerrados, tiro de los párpados inferiores para forzar su apertura, pero un picor ardiente me lo impide. Sin embargo, veo. Hay otros pasajeros en el vagón adyacente; éste no es un cubículo pequeño como el mío, sino un espacio amplio con asientos. De pronto una rubia menuda se levanta y camina hacia mí, abre la puerta y entra en mi compartimento. Ya casi he llegado, me dice, estoy nerviosa, no te gusta mi blusa, ¿verdad? Me mira interrogativa, su cara me parece reconocible, me recuerda a la actriz Nathalie Seseña, pero sus rasgos parecen cambiar sutil pero incesantemente; ahora se me parece a Meg Ryan, aunque los ojos, que cambian de ingenuos a burlones, son los de Gina. Pareces alelado, pero ya sé, no te preocupes, tampoco a mí me gusta la blusa; es la del trabajo, tengo que parecer una chica modosita.

El tren comienza a reducir la velocidad; la puerta vuelve a abrirse y siento, que no veo, la presencia de un hombre corpulento. Venga tía, date prisa que estás por llegar; es una voz muy ronca. Si no te importa, espera a que me cambie. Sí, claro, porque con esa blusa ... Ya, ya, refunfuña la chica, además ya sé que a él le gustan las tetas bonitas. Se ha desabrochado la blusa y me muestra su pecho, piel de un rosado muy claro, dos leves senos, óvalos verticales que apenas sobresalen, en sus centros, las areolas casi descoloridas y unos mínimos pezones, poco más que dos puntos oscuros. Chúpamelos, me pide y atrae mi cabeza hacia esos botoncitos, primero uno, luego el otro, después me aparta y se embute una camiseta fucsia de asillas. Ahora se me antoja la cara de Gina, aunque la melena sigue siendo rubia; la camiseta, muy ajustada, resalta unas tetas espléndidas en su forma y volumen. Ahora sí, es la voz ronca del hombre que sigo sin ver, ahora sí le podrás cobrar lo que quieras. Con que me eche un buen polvo me conformo, replica, lo estoy deseando desde que vi su primera película. Levanta la barbilla hacia mí y sonríe. El tren está parado, la puerta se abre, ella sale. Adios, guapo, me dice desde la acera.

Vuelvo a estar solo en mi cubículo (ya no percibo la presencia masculina de la voz ronca) y el tranvía, de nuevo en marcha, se ha metido a una velocidad excesiva por la trama zigzagueante del casco antiguo. Son calles adoquinadas, muy estrechas, flanqueadas de casonas medievales de cuatro plantas, muros de piedra, portadas ojivales con escudos de armas y anuncios fluorescentes. Me pregunto otra vez qué ciudad es ésta mientras me esfuerzo por sujetarme para evitar las abruptas sacudidas del tren. Al cabo de un rato, de golpe, nos detenemos. Estamos en una plaza trapezoidal, al lado de un edificio nobiliario, un palacio barroco con muchas banderas en la fachada; enfrente, una enorme escalinata. Me recuerda la Plaza Mayor de Cuenca, pero no, la escalinata es mucho más alta, tanto que casi no se puede distinguir si el edificio que la corona en su cúspide es o no la catedral. Paso al vagón amplio al mismo tiempo que las diez u once personas que allí están van levantándose y cruzándose conmigo en dirección a la puerta de salida del tren. Aunque casi no les presto atención (sólo me preocupa saber dónde estoy, por qué no he llegado a mi habitación), me da la impresión de que todos visten más o menos igual, una especie de chándal grisáceo; tampoco alcanzo a distinguir notas diferenciales en sus rostros. Sin embargo, los pasajeros que van apareciendo en la plaza y divergiendo cada uno en una dirección, son ahora figuras de colores brillantes, todos distintos entre sí. En pocos momentos me he quedado solo en el vagón.

En eso se abre la cabina opaca y plateada del conductor y éste camina hacia mí; fin de trayecto, repite monocorde tres veces seguidas. Es un tipo muy alto y muy flaco, tanto que el uniforme le queda cómicamente corto en los brazos y en las piernas y también demasiado holgado. Es negro o más bien mulato; el pelo, muy abundante y rizado, está parcialmente trenzado a lo rastafari, con una gorrita de visera en equilibrio inestable. Parece joven, aunque su cara, tan fea que infunde confianza, está llenísima de arrugas. ¿Dónde estamos? En el centro, me responde, tiene que bajar. Pero yo iba a mi habitación en el hotel. Tenía que haber tocado el timbre antes de salir del túnel, me dice, antes de que se hubiera hecho el trasbordo. Es más, debería cobrarle la tarifa urbana. Tengo que volver al hotel, soy forastero. Ya no hay más tranvías hasta el amanecer, lo siento. Y sonríe exageradamente, ofreciéndome un catálogo inusitado de arrugas cambiantes. Supongo que me nota abatido, se para frente a mí y me pone las manos sobre los hombros. Vamos, tío, si nos damos prisa podemos llegar a la jam session, eso te compensará, será la mejor experiencia de tu vida. Y me empuja suavemente hacia la parte trasera, hacia la puerta de salida.

Al pie de la escalinata hay una pareja despatarrada, parecen ebrios; él melena muy larga, camiseta negra y pantalones floreados, los brazos y el cuello cubiertos de tatuajes muy coloristas; ella lo abraza, la cabeza rubia apoyada, hundida, en su pecho. El mulato se detiene, aparta las manos de mi hombros (no he dicho que su contacto me producía una sensación muy relajante) y lo sacude ligeramente con la punta de sus botines. ¿Qué haces, tío? Te están esperando arriba, mueve el culo. No jodas, negro, se queja el otro, ya voy. En eso, la mujer alza el rostro hacia mí y sonríe; me dice, entonces, ¿te gustan mis tetas? Y se levanta hasta el cuello la camiseta fucsia de asillas para mostrarme los mismos pechos sonrosados del tren. Sí, preciosas, le digo, aunque la cara que me mira no es ninguna de las de aquella mujer. Pero, ¿qué os habrá dado con las tetas? Que hay que irse, coño, casi grita el chofer. Venga sígueme, ordena. Y comienza a subir a toda carrera los innumerables escalones, va dando saltitos cortos y rapidísimos, inverosímiles en un hombre de piernas tan largas, parece una pulga con patas de jirafa. Echo yo también a correr detrás de él, pero no puedo seguir su ritmo, lo veo que se va alejando, cada vez más pequeño. Jadeo, me falta el aire, me derrumbo de golpe.

Estoy inmóvil sobre la escalinata, boca abajo, brazos y piernas estirados, como un cadáver en la escena del crimen. No siento dolor; en realidad, no siento nada, lo que me hace pensar si me habré muerto. Tampoco es que, de momento, quiera averiguarlo. No quiero moverme, no quiero mover nada en absoluto. Con el ojo izquierdo (ya no estoy seguro de si está abierto o cerrado, pero no siento el ardiente picor de antes) veo pasar junto a mi nariz una larguísima fila de hormigas. Suena un trueno y enseguida empieza a llover.


Silver Train. The Rolling Stones (Goats Head Soup, 1973)

CATEGORÍA: Ficciones

domingo, 16 de agosto de 2009

Lansky versus Kotinussa

Leo divertido la serie de comentarios que Kotinussa, Lansky, Harazem y Amy se han cruzado en mi último post. Aunque no me molestan las algarabías en mi casa siempre, eso sí, que no me destrocen los muebles, me quedo pensando en cuánto les gusta a muchos provocar y/o entrar al trapo. Es divertido, ya digo, pero tampoco conduce a nada; desde luego no propicia ninguna discusión mínimamente fructífera, salvo que los frutos sean posos de resquemor en alguno de los intervinientes.

Todo empieza porque Kotinussa, de pasada, comenta que las ciudades no son el hábitat natural del animal humano. La frase dispara la respuesta de Lansky, quien pregunta irónicamente si son acaso de las cucarachas o de las ratas. Sin duda este primer comentario concentra en su brevedad la característica acidez del estilo lanskyano y Kotinussa no podía dejar de acusar el pinchazo. Antes que ella, Harazem trata de poner paños calientes con una cariñosa reprimenda a Lansky y le aporta a Koti la referencia roussoniana del buen salvaje para quitar hierro al asunto. Hace tiempo, en los comentarios a mi post del 23 de febrero del año pasado, ya hubo una buena trifulca (aunque con mucha más chicha argumental) entre Júbilo y Harazem, contra el que Lansky arremetió bastante más duramente que ahora. No obstante, poco después ambos alcanzaron un muy buen rollo y no sé si, por fin, salió de este mundo virtual mediante un encuentro tomando cañas en la estación del AVE de Córdoba.

Pero sigamos. Koti efectivamente entra enseguida al trapo para subrayar, con lógica formal incuestionable, que el hecho de que las ciudades sean creación humana no implica que sean el hábitat "natural" del hombre. Se me ocurre (a lo peor erróneamente) que el laconismo de la respuesta puede sugerir que Koti no se siente del todo segura por esos derroteros e intuye que la negación de las ciudades como hábitat natural del ser humano podría tambalearse. La verdad es que, por deformación profesional, me habría resultado interesante que la discusión se orientara por ahí. Porque, claro está, las ciudades son, por definición, un hábitat artificial, pero ¿acaso no es una de las notas del "animal humano" su capacidad para construirse sus hábitats? Podríamos haber derivado a preguntarnos sobre la "naturaleza" del hombre y, entonces, discutir cómo, desde los clásicos griegos, la ciudad (más en tanto idea que en sus manifestaciones concretas) se concibe como la expresión espacial y tangible de una de las características definitorias de ese "animal humano". Desde esa óptica,¿tiene sentido hablar de "hábitat natural" en relación al hombre, al menos en la acepción más restrictiva del adjetivo?

A eso mismo se refiere Lansky, también muy lacónicamente, en sus dos siguientes comentarios. Resalta el carácter de tópico que tiene la afirmación de Koti (tampoco pasa nada, todos caemos en ellos y, además, ni siquiera la frase era lo importante de su primer comentario) y explica el peligro de los tópicos, simplificaciones de la verdad que se nos cuelan insidiosamente para no dejarnos pensar. En el siguiente comentario abunda en su aclaración remarcando lo ambiguo que es, aplicado al hombre, el epíteto natural. He de decir que comparto plenamente, sin perjuicio de que pudiéramos disentir en matices si el debate hubiera profundizado por esos caminos, las aseveraciones de Lansky, pero …

Pero resulta que no sólo dice lo que acabo de resumir, sino que lo hace con su marca de fábrica, aprovechando para hundir un poquito más la pica en el lomo de su oponente (¿o es oponenta?). Empieza como excusándose (nótese el "como") con un "sólo pretendía …" pero acaba con "y tú acabas de oír la bocina de un coche y piensas que lo tienes claro". Me parece evidente que la última frase sobraba porque le hace caer en la ruin argumentación ad hominem que, además de falaz, opera como un campo de minas sobre el que es casi imposible caminar con los pasos de la lógica. Y si ya me había parecido que Koti no quería meterse a debatir por esos sembrados de las ciudades y el ser humano, tras ese exabrupto mucho menos. Al contrario, entra al trapo rápidamente, se limita, en cuanto al fondo del asunto, a contar cuáles son sus gustos sobre hábitats (completamente respetables, por supuesto, pero irrelevantes a estos efectos), afirma que ella siempre tiene las cosas muy claras aunque reconoce que puede que no tenga razón (frase que merecería ser comentada extensamente) y acaba devolviendo la boutade lanskyana: "el que has oído campanas y no sabes dónde, eres tú".

En su inmediato comentario, Lansky, además de referirse a la irrelevancia de los gustos de Koti, intenta de entrada llevar la polémica al asunto central (ahora es cuando puntualiza el carácter ambiguo del epíteto natural), pero no se corta un pelo en calificar despectivamente ("una chorrada") la afirmación inicial. Luego, se da por aludido ante el argumento ad hominem de Kotinussa (identificándolo irónicamente como de autoridad pero olvidando que él fue el primero en emplearlo) y aprovecha para mencionar sus galones (los cuales me consta que son ciertos).

Ya a esas alturas, y entre estas personas, me temo que no había marcha atrás y cualquier esperanza mía de que se pudiera discutir sobre la cuestión inicial no habría sido más que una muestra estúpida de ingenuidad. Koti responde "reiterándose" en todo y enfrentando sus propios galones a los de Lansky. Pareciera que a cada movimiento del primero responde la segunda con el simétrico, como si se tratara de pasos perfectamente sincronizados de un baile de salón que cada vez les van llevando hacia la más lejana periferia. En este comentario Koti, además, me da la impresión de sentirse irritada porque "alguien que no la conoce en absoluto pueda pontificar acerca de ella con esa soltura". Pontificar (en la acepción de exponer opiniones con tono dogmático y suficiente) es algo que suele hacer Lansky o, al menos, suele dar esa impresión, sobre todo, creo, a quienes no lo siguen con asiduidad. Sin embargo, no pienso que en los comentarios anteriores a esta queja lo hubiera hecho sobre ella o, al menos, lo hubiera hecho tan descaradamente como Koti parece percibirlo. Intuyo que Lansky no opina demasiado sobre Kotinussa o, en cualquier caso, es lo suficientemente inteligente para no confundir su opinión sobre una frase cualquiera con la que pudiera tener (que no tiene) sobre la emisora de la misma. Lo que pasa es que él mismo, con el uso intencionadamente provocador de alusiones personalizadas, induce en quienes son adecuadamente susceptibles reacciones como las de Koti.

En los dos últimos comentarios comentados, cada uno da por zanjada su intervención, ambos con la excusa de que éste es mi blog. Abro paréntesis para negar la validez de tal motivo porque, como ya he dicho, me divierten estas algarabías. Algo similar debió pensar Harazem, quien vuelve a intervenir y, de paso, a animarles a que continúen con el "duelo de autoridades" sobre el tema de las ciudades. Nada más necesitaban los contendientes para reavivar las llamas de lo que no eran sino fuegos fatuos. Prueba de ello es el siguiente comentario de Lansky en el que renuncia displicentemente a continuar la polémica porque no hay tal (y ahí tiene más razón que un santo, comparación que seguro que no le gusta). Dice que percibe en su oponente una agresividad excesiva (me pregunto si él se ha preguntado la que Koti habrá percibido en sus comentarios) y remata con una frase que, a mi juicio, resulta de mal gusto y, lo que es peor, indigna de su teclado. Exhibe, aún de forma indirecta, un feo desprecio por la profesión y los méritos de Koti; pareciera como si, a posteriori, quisiera darle la razón en la queja que ella antes había manifestado (atreverse a opinar sobre alguien sin conocerlo).

Y en este punto interviene Amy, incapaz, me imagino, de morderse la lengua durante más tiempo. El detonante es, claro está, la alusión de Lansky hacia la "autoridad profesional" de Kotinussa. Y, tras decir rotundamente que Koti no desmerece para nada el título de historiadora, le espeta a Lansky una acusación que me permito reescribir con mis palabras (y alterar ligeramente). 1- Lansky ha calificado a Kotinussa despectivamente. 2- Esa calificación ha generado "cierto" malestar en Koti. 3- Esa calificación, además, era infundada (Lansky carecía de datos al respecto). 4- Lansky, por tanto, ha errado por generar un malestar gratuito y por haber hecho una calificación infundada. 5- La madurez de una persona implica asumir las consecuencias de sus actos. 6- Siendo la calificación anterior un acto de Lansky, la consecuencia procedente sería pedir disculpas. 7- Lansky es un inmaduro. 8- Ergo, Lansky no pedirá disculpas.

Seis minutos más tarde (casi parecía una polémica en vivo), Lansky replica a Amy, sin responder en absoluto a lo que ésta le ha echado en cara. Debo aclarar que en el silogismo concatenado en que he transformado la parrafada de Amy hay una pequeña trampa porque cabría un ergo alternativo: Lansky no comparte la veracidad de alguna o varias de las premisas. Por ejemplo, no considera que ha calificado despectivamente a Koti o no cree que la minusvaloración de su profesionalidad haya sido infundada. Pero, aun en ese poco creíble supuesto, parecería que le "toca" desmontar argumentalmente las acusaciones. O si, por el contrario, entiende que ha errado, cabría esperar el pertinente reconocimiento acompañado, si no es mucho pedir, de excusas. No ocurre ninguna de las dos opciones, sino una pirueta dialéctica que me ha recordado la vieja expresión infantil: quien lo dice lo es. O sea que para Lansky es Amy quien califica infundada y despectivamente a otros, y carece de la madurez suficiente para retractarse. No se me alcanza cómo, de las palabras de Amy, se deduce que es ella misma quien se retrata y, lamentablemente, Lansky tampoco aporta ninguna explicación que me lo aclare. Entre tanto, la pobre Amy queda como el chaval que se mete en medio de una pelea a defender a un amigo y recibe su ración de hostias. La verdad, no creo que se las mereciera.

Pero esa breve frase de Lansky añade otro pequeño puntillazo a Kotinussa, refiriéndose a ella por su profesión y antecediendo a la misma el adjetivo "tal". Una puya sutil (el matiz despectivo puede quedar disimulado en la ambigua polisemia del término), pero puya al cabo, y así lo acusa Kotinussa media hora después, sintiéndose obligada a explicarnos que ha dedicado muchos años de su vida a la investigación histórica, para remachar su comentario confirmando, en primera persona, que las veladas calificaciones lanskyanas carecían de fundamento. Por cierto, Koti acaba este comentario con una expresión que no conocía: "…que mete la pata hasta el corvejón". Teniendo en cuenta dónde se sitúa el corvejón (hacia la mitad de la parte inferior de las patas), uno de entrada piensa que Koti es bastante indulgente sobre la cuantía del error de Lansky. Pero si luego se cae en la cuenta de que el término, según la RAE, sólo se aplica a las extremidades posteriores de los cuadrúpedos, le entra la duda de si Kotinussa se ha permitido un ingenioso insulto.

Casi al mismo tiempo que Koti, Amy entra al trapo que le presentó Lansky. No hace en realidad sino insistir en la opinión que tiene de él (su habitual costumbre de insultar a gente que no conoce de nada, usted sentencia y todos los que osen replicar son pobres criaturas a las que dios no dotó de la inteligencia suficiente para estar a su altura, etc). El comentario, por supuesto, no da ni un solo pasito para tratar de reconducir la conversación hacia algo que mínimamente pueda calificarse de argumentación, como tampoco lo hace Lansky en su respuesta, quien aprovecha para pedirle a Amy que reflexione un poco antes de teclear. Justamente, Amy le había dicho que él no era capaz de reflexionar sobre su forma de proceder; es decir que seguimos en el baile sincronizado de despropósitos. También guarda algo para Kotinussa, para quien en este comentario usa el apelativo de "la otra"; en su opinión, diciendo que ha escrito libros, se "retrata", aunque no nos aclara los trazos del retrato. La pista quizá esté en la evocación de los niños que muestran un puño cerrado asegurando que han cogido un bicho; ¿será, acaso, que Lansky desconfía de que Koti esté diciendo la verdad y piensa que es una vanidosa farolera?

Y por fin llegamos al último comentario de este tan elegante debate (aunque eso no puede asegurarse, porque es posible que Lansky, quien no suele conectarse en fin de semana, lo responda mañana lunes). Es de Kotinussa, visiblemente ofendida con el último apelativo lanskyano y necesitada, entre otras cosas, de otorgarle el simétrico correspondiente ("el infalible"). Intencionadamente usa un estilo contenido, casi notarial, para dejar ciertas constancias que, una vez comprobadas y salvo eventuales discrepancias subjetivas de matiz, se demuestran ciertas. Punto final.

¿Y las conclusiones? Pues ninguna o, al menos, ninguna que valga la pena poner con letra moralista. Sólo he escrito este post para divertirme un rato con la excusa de analizar una secuencia de comentarios que, si no se los toma uno a coña, pueden causar algún bajón a almas sensibles. Hace falta más sentido del humor, menos tenerlo todo muy claro y menos deslizar descalificaciones a las personas. Afortunadamente, la serie que ha sido objeto de este post, fue cerrada con el comentario más inteligente de todos, como es habitual en los suyos, el de Zafferano. Venga, chicos, un besito a todos y a ser felices. Sin acritú.


You're So Vain. Carly Simon (No Secrets, 1972)

CATEGORÍA: Blogs e Internet

martes, 11 de agosto de 2009

Cuando todo da lo mismo, ¿por qué no submarinismo?

Bueno, tampoco es que todo me dé igual (que eso está fatal), sino que quería remedar el estribillo de la canción de Krahe que acompaña este post y que se me presentó en las orejas (vía ipod, claro) en medio de una caminata, justo cuando me rondaban las neuronas los ecos de una conversación de hace dos meses con un amigo entusiasta del submarinismo quien consiguió, gracias a dicho entusiasmo, que me picara el gusanillo de "¿y por qué no lo pruebo?", máxime cuando por estos litorales hay, según confirman muchas voces, unos fondos marinos de espectaculares bellezas. Según me contó este amigo, "flotando" a unos veinte metros de profundidad uno está de maravilla. Dice que se va moviendo sin ninguna dificultad, viendo todo tipo de plantas y bichos acuáticos que se le acercan curiosos. Además, se siente en un estado de relajación absoluta, de paz consigo mismo, aunque esto último no sabe si achacarlo en alguna medida a los efectos embriagantes del nitrógeno, los cuales, por cierto, son uno de los principales factores de riesgo de esta actividad.

Pues eso, que me entró el gusanillo y le propuse a K que nos fuéramos unos días al El Hierro, a la Restinga, e hiciéramos el curso inicial (el Open Water Diver), una forma de probar y ver si nos gustaba. Pero K es poco amante de aventuras y probablemente no supe entonar las virtudes del submarinismo como a mí me las contaron. K me argumentaba que somos una especie terrícola (ciertamente) y que meternos bajo el agua mucho rato es algo antinatural y por ende arriesgado. No deja de tener razón, pero también somos una especie curiosa y, en cuanto a los riesgos, por lo que me he podido enterar, éstos se minimizan con la adecuada formación y prudencia. Así que, si no se me van las ganas, habré de buscarme otra compañía para eventuales inmersiones acuáticas. Tampoco es que en esta época tenga tiempo, pero siempre se pueden arañar unos pocos días.

En todo caso, como ya dije, la conversación era ya vieja y últimamente no le daba más vueltas al asunto hasta que se me presentó ayer de repente con su banda sonora antitética (Krahe habla de alpinismo). Supongo que la explicación de este asalto mental se debe a que por la tarde nos habían llamado para advertirnos de que en un par de días se falla el concurso para redactar el plan urbanístico de uno de los municipos herreños, al cual opta la empresa con la que trabajo. Si resulta adjudicataria (y las probabilidades no son desdeñables) es más que posible que me toque algún que otro viajecito a El Hierro, isla que me gusta mucho. Seguramente, mi cerebro archivó el dato y se encargó, horas después, de sacar a partir de ahí la asociación con el submarinismo. En fin, de momento lo mantendré en stand-by, que normalmente las incertidumbres se van despejando por sí mismas.


La Yeti (1ª parte). Javier Krahe (Sacrificio de Dama, 1993)





Y con la excusa de este post, subo algunas fotos de los fondos del Mar de las Calmas, tomadas todas ellas de la web del club de buceo de La Restinga.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

domingo, 9 de agosto de 2009

María

Atravesaba los secos campos manchegos con la cabeza embotada. Como sonámbulo condujo hasta llegar a Despeñaperros, casi se sale en la primera curva, eso fue el despertador. El tramo andaluz lo recorrió ya algo más atento; pasó de largo junto a Granada (y se asombró de su pecado) y hacia las cinco de la tarde llegaba a Almuñécar. Estaba asustado. María, con sus infinitas llamadas durante toda la semana, había logrado erosionar su confianza y traspasarle la angustia. El día anterior, un viernes, había pedido una semana libre, pese a que apenas llevaba tres meses trabajando en ese estudio de arquitectos. Voy mañana para estar contigo, no te preocupes, le había telefoneado. Ella le pidió que la recogiera a las seis en un bar junto a la playa. Tendré hecha mi maleta, le dijo, y así nos podremos ir directamente a Torremolinos.

Encontró el bar sin dificultad; faltaba media hora así que se sentó y pidió una clara. María, como siempre, llegó tarde. Apareció en bikini, muy bronceada, guapísima … y sonriente. Lo abrazó muy alegre (¿qué pasaba con sus angustias?) y tomándole la mano, lo arrastró riendo hacia el pueblo. Ven, quiero que conozcas a mis tíos; además, no he terminado de preparar la maleta. Un breve callejeo y entraron en una casa de dos plantas, saludos a los tíos y a un primo de ocho o nueve años, tomarse un café con leche con un bollo demasiado dulce, esperar a que María se arreglara … Serían las ocho cuando por fin se vieron solos en el R5 amarillo e iniciaron la marcha hacia Torremolinos.

La carretera costera en una tarde de agosto recordaba a cualquier calle madrileña en horario laboral. Los apenas cien kilómetros de distancia duraron casi tres horas. Tres horas en las que María descartó su aparente alegría del recibimiento para encerrarse en un mutismo hosco, sin casi participar en la conversación que él intentaba mantener, salvo con monosílabos secos y tristes. Ese silencio era hostil, acusador. Tú eres el culpable de lo que me pasa, decía sin decir. Si no te pasa nada, habría querido contestar él al reproche mudo, pero ya no se atrevía, ya el miedo se lo había contagiado.

Al llegar al apartamento de su madre, por un rato, María recobró el buen humor. Dejaron las cosas y ella se quitó la ropa, quedándose en bragas y sujetador. Lo abrazó, apretándose mucho, le buscó la boca y se hundió en un beso que sabía a lujuria, pero también a angustia. Él, esforzándose, la apartó. Tenemos que hablar, le dijo. Y hablaron, o mejor dicho, habló sobre todo él. Le explicó que no podía pasar nada, que sólo había sido una vez y ni siquiera había llegado hasta el final, que tenía que tranquilizarse porque seguramente era su ansiedad la culpable del retraso, que él la quería y que pasara lo que pasara estaría con ella. Entonces, preguntó ella, ¿te casarías conmigo?

A él ni se le había ocurrido pensar en esa opción. Sin embargo, sólo titubeó un segundo. No, eso no lo haría. Acababa de cumplir veintitrés años, María sólo tenía diecinueve. La quería, estaba enamorado de ella, pero eso no le bastaba. Si ocurría lo que era imposible que ocurriese, estaba dispuesto a afrontarlo, a hacer lo que ella quisiese, eso le dijo, pero no se casaría. Estaban sentados en el sofá; mientras le decía estas palabras trató de acariciarle la cara; ella le apartó la mano bruscamente. Enseguida, de pronto, estalló en sollozos, todo el cuerpo se le convulsionaba casi como si tuviera un ataque epiléptico. Él quiso abrazarla, calmarla, pero de nuevo el rechazo, esta vez aun más airado. Luego empezó a gritar, a tirarse de los pelos, a insultarle. Pasó así un buen rato hasta que, ya sin fuerzas, María pareció tranquilizarse.

Voy a por agua, dijo pasados unos momentos de silencio denso. Él estaba de pie, mirando por la ventana. Se sentía muy triste, como si una desesperación líquida lo estuviera anegando por dentro. Querría llorar también él, pero sabía que los dispositivos necesarios los tenía bloqueados. Sin pensar en nada, se dio la vuelta. Ahí estaba María, el brazo derecho en alto y en el puño cerrado unas tijeras de cocina que se precipitaban hacia él. Los reflejos decidieron solos con un brusco movimiento hacia un lado. Inmediatamente la sujetó y le quitó las tijeras. ¿Estás loca? Quiero matarte, gritó ella, y se desplomó boca abajo, llorando y golpeando el suelo con los puños.

Poco a poco consiguió calmarla. En la mesilla de noche encontró unos somníferos de su madre y la convenció de que se tomara media pastilla. Por fin, serían las tres de la madrugada, pudo arroparla entre las sábanas. No se te ocurra acostarte conmigo, fueron sus últimas palabras antes de dormirse. Él dispuso unos cojines al pie de la cama y se echó sobre ellos. Durmió a ratos, despertándose sobresaltado muchas veces temiendo alguna nueva locura. Cuando el sol ya estaba alto se levantó y preparó unos cafés con leche. María, en la cama, recibió la taza con una mirada de odio que él no le conocía. Vete, le dijo, no quiero volver a verte. Él sabía que debía irse pero le daba miedo dejarla sola. Le ofreció llevarla de vuelta a Almuñécar. ¿No me has entendido? No soporto verte ni un instante más, vete inmediatamente.

Y eso hizo. Volvió a conducir como un autómata, sin prestar atención al paisaje (tampoco esta vez entró en Granada cuando pasó junto a la ciudad) ni ser capaz de pensar en nada. Llegó a Madrid ya acabándose ese domingo de agosto. Al día siguiente, para sorpresa de sus jefes, se presentó a trabajar. No volvió a hablar con María hasta septiembre y ella se negó a verlo. Pasó tres meses de duelo intenso, como corresponde a un enamoramiento veinteañero. Supo por amigos comunes que María seguía como siempre, alegre, dicharachera y, por supuesto, muy guapa. Ese otoño empezó tercero de farmacia y enseguida empezó a salir con alguien de la universidad. Él encontraría el clavo que desclava en Paloma, una compañera de la oficina, la noche festiva de finales de octubre del 82. A María volvería a verla casi diez años después, pero esa es ya otra historia.



Heaven Stood Still. Willy Deville (Live, 1993)

Este viernes ha fallecido, con sólo 55 años, Willy Deville. Desde que lo descubrí, hacia mediados de los ochenta, es uno de los músicos que he seguido. No tuvo grandes éxitos (salvo quizá su canción más famosa, Demasiado Corazón) pero siempre me pareció que mantenía una línea inquieta y creativa. En fin, que me gustaba y me apena que ya no vaya a darnos nuevos temas. He elegido esta canción suya como homenaje porque tiene el tono melancólico adecuado, pero aseguro a quienes no lo conozcan que la mayoría de su obra es bastante más animada.

CATEGORÍA: Recuerdos

miércoles, 5 de agosto de 2009

Opciones para un insomnio

Hace unas horas, como a las tres de la madrugada, me han despertado. Dormía profundamente en un hotel barcelonés, cansado tras haber pedaleado por toda la ciudad en una bici alquilada. Resulta que ayer por la tarde se fue la luz en todo el edificio y no lograban arreglar la avería. Cuando llegué después de cenar, hacia las nueve, me facilitaron una vela, me subí a pata los ciento veinte escalones hasta mi habitación y, sin nada que hacer, a oscuras y con la ventana que da a un patio interior abierta (el aire acondicionado, claro está, tampoco funcionaba), me puse a dormir. Hasta aquí los antecedentes. A continuación, dos opciones que explican el motivo de que ahora, a las cinco y media de la mañana, esté despierto escribiendo este post.

Primera opción. Entre sueños creo oír que están metiendo la tarjeta electrónica (llave) en la cerradura de mi puerta. Abro los ojos asustado y veo, a la débil luz de la luna casi llena que se filtra por la ventana, la silueta borrosa de una mujer. Me murmura unas palabras en un idioma desconocido y yo, de momento, no digo nada. Intuyo sus movimientos desnudadores y, enseguida, se acuesta en la cama a mi lado. Se aprieta contra mí y nuestras pieles, ligeramente sudadas, se adhieren como si ese fuera su estado natural. Me acaricia despacio la espalda a la vez que me besa, un beso húmedo y profundo. Yo sigo callado, pero ya no pasivo. De pronto, cuando nuestros cuerpos están a punto de iniciar el movimiento principal de esa vieja danza, viene la luz. Abrazados, nos miramos. Se trata de una chica morena, de unos treinta años, muy guapa; una perfecta desconocida. ¿Qué habrá visto ella? Un tipo bastante mayor, calvorota, poco atractivo; eso sí, también un perfecto desconocido. Con una exclamación que me resulta completamente ininteligible, salta de la cama. Agarra de un tirón sus ropas y, sin siquiera vestirse, sale de la habitación.

Segunda opción. De golpe todas las luces de la habitación se encienden y también la televisión a un volumen demasiado alto. Vaya, me digo, ya vino la luz. Me levanto y las apago, aprovechando antes para poner a cargar el móvil y el portatil. Oigo entonces aplausos y gritos provenientes de otras habitaciones, puertas que se abren y pasos ruidosos por el pasillo. Por lo visto, un grupo de italianos (ahora sí identifico el idioma) ha decidido celebrar el fiat lux con estruendosos jolgorios. El cachondeo dura un rato largo, el suficiente para que lo que podría haber sido una breve interrupción del sueño se convierta en insomnio. Por dos o tres veces estuve tentado de asomarme al pasillo y gritar unos cuantos tacos en italiano, dirigidos especialmente a una mujer que no paraba de hablar a gritos (chiudi la bocca, stronza, por ejemplo). No lo hice; no tanto por educación cuanto porque supuse que los efectos habrían sido contraproducentes.

Pues nada, ya he contado las dos opciones. ¿Cuál es la que realmente ha ocurrido? ¿O han sido las dos? Ya imagino que no debe ser fácil deducir la respuesta pero ... Por cierto, aunque se vaya la luz de todo el edificio, el sistema de cerradura electrónica de las puertas de las habitaciones sigue funcionando; curioso, ¿no?

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas