domingo, 31 de enero de 2010

Judit y Holofernes (2). La infancia de Holofernes

Entre los miembros del Consejo Real, Holofernes, el general en jefe del ejército caldeo, ocupaba un sitial preferente. Provenía de una de las más antiguas familias de Babilonia, siempre vinculada a las ansias de independencia del pueblo caldeo. Su padre, Farnasúpal, había sido la mano derecha de Nabopolasar, el padre de Nabucodonosor, en las guerras de liberación contra los asirios, los opresores de Babilonia desde hacía casi cinco siglos. Farnasúpal no sólo fue el principal organizador de los ejércitos caldeos y el más fiel y audaz de los guerreros del Éufrates, sino que a sus habilidades bélicas sumaba una fina inteligencia estratégica y grandes dosis de prudencia y empatía. Al poco tiempo de que Nabopolasar accediera al trono, Farnasúpal, con sólo veinticuatro años, encabezó una legación de amistad a Ecbatana, para lograr la alianza del rey de los medos, Ciáxares. Haciendo gala de sus dotes diplomáticas, consiguió enseguida encandilar a toda la nobleza meda y muy en especial a la hermana menor del rey, la bellísima Kyrias. Que el amor entre ambos jóvenes resultara muy conveniente a los intereses de sus respectivos estados no debe hacernos pensar que no fuera tan sincero y apasionado como cuentan las leyendas. Tan es así que, apenas a escasos meses de su llegada, Ecbatana toda se engalanó para acoger la principesca boda y fueron muchos los días durante los que los medos y los numerosos visitantes babilonios se regocijaron en fiestas interminables que celebraban la alianza política simbolizada en la unión marital de tan hermosos jóvenes. Permaneció más tiempo de lo previsto Farnasúpal en la capital de los medos pues no era aconsejable arriesgar el embarazo de su reciente esposa en el largo viaje hasta Babilonia. De tal modo, algunos meses después de la boda (las malas lenguas dicen que no llegaron a nueve), la embajada caldea inició el regreso con un recién nacido, a quien se impuso el sonoro nombre de Holofernes.

La flamante pareja fue recibida con los más gloriosos fastos a su llegada a Babilonia. Nabopolosar, gozoso con la alianza alcanzada, insistió en que vivieran en el palacio real, alojándonos en suntuosas habitaciones vecinas a las suyas. Durante los siguientes años, Farnasúpal se convirtió en la sombra permanente del monarca y en su más fiel amigo y estrecho colaborador. Fueron tiempos de vísperas, durante los que ambos príncipes se volcaron en la organización administrativa y la cohesión interna del país, con el ojo siempre atento hacia los poderosos enemigos, preparándose para la inevitable confrontación. Mientras tanto, Holofernes correteaba por los pasillos y los jardines reales, alegrando a todos con buen humor y su belleza. Desde muy pronto, Nabucodonosor, cinco años mayor, se erigió en el protector del chiquillo y el niño respondió a sus atenciones con un amor que nunca se quebrantaría. Así, la misma armonía que existía entre los padres pudo observarse enseguida entre los hijos y todos pudieron advertir desde esos primeros años que formaban una estrecha pareja cuyos caracteres se complementaban con rara perfección, augurio indudable de las mejores venturas para el futuro del reino. Y es que, siendo todavía apenas un crío, Holofernes manifestó su excepcional inteligencia, acompañada de un carácter afable y prudente, tanto que Nabucodonosor, desde que empezó a asumir las altas responsabilidades de gobierno a las que estaba destinado, se habituó a consultarle sus acciones, sin que la minoría en edad del muchacho tuviera el menor efecto. Además, Holofernes había heredado de su madre una singular belleza que subyugaba desde la primera impresión, despertando en quienes lo conocían deseos de agradarlo. Nadie dudaba en Babilonia que ese chico era un elegido de los dioses y que el glorioso destino que le tenían reservado se derramaría sobre el pueblo caldeo. En resumen, que Holofernes era respetado, admirado y amado por todos, desde la familia real a los más pobres sirvientes de la ciudad.

Pero los años de la felicidad se acercaban a su fin. Desde su acceso al trono, Nabopolosar había recurrido a diversas campañas defensivas, de limitada importancia para consolidar su posición. Pero, pasada una década, el rey y su fiel amigo Farnasúpal, conocedores del progresivo debilitamiento del imperio asirio, consideraron que era momento de atacar. Se decretó la primera movilización general en los territorios de Babilonia y al frente de un gran ejército Nabopolosar y Farnasúpal remontaron el Tigris hasta llegar a Assur, decididos a sitiarla hasta su rendición. Sin embargo, los refuerzos aportados por los egipcios posibilitaron que las tropas de Sinsharishkun rechazaran a los caldeos que hubieron de retirarse con cuantiosas bajas. Las noticias de la derrota volaron hasta Babilonia, de modo que cuando llegó el ejército la ciudad mostraba ya los dolorosos signos del luto. Nabucodonosor se sumió en intensos arrebatos de ira y vergüenza, como si se le hubiera humillado personalmente, y con agresiva impetuosidad exigía a su padre sumarse al ejército para llevar a cabo una inmediata campaña de venganza. Antes de adoptar cualquier decisión, siguiendo la tradición, la familia real y sus más cercanos allegados, se desplazaron a Uruk, la antiquísima ciudad de Gilgamesh, para acogerse a la protección de Ishtar y consultar los augurios de sus astrónomos. Allí, en Uruk, la rabia del joven Nabucodonosor fue calmada por las sabias caricias de las prostitutas sagradas de la diosa, quienes –así lo cuentan las leyendas- también iniciaron al pequeño Holofernes en las artes amatorias. También allí, en Uruk, Nabopolosar y Farnasúpal, asesorados por los sacerdotes de Ishtar, decidieron que era tiempo de renovar y fortalecer la alianza con los medos, para lo cual la mejor jugada era concertar la boda de Nabucodonosor con alguna de las princesas de Ecbatana. Ya de vuelta en Babilonia, mientras preparaban la correspondiente embajada, llegó la sorprendente noticia de que el ejército de Ciáxares había conquistado Assur, obligando a los asirios a retirarse hacia el norte y buscar refugio en la temible Nínive. El triunfo en solitario de su aliado en la misma empresa en que él había fracasado hirió el orgullo de Nabopolosar, pero Farnasúpal se ocupó de despejar los recelos del ánimo del monarca y le convenció de la urgencia de dirigirse en comitiva real hacia la derrotada capital asiria para, a la vez que presentarían sus respetos y felicitaciones al soberano medo, estrechar el pacto que impulsara a ambos hasta la completa aniquilación del ya decadente imperio asirio.

En Assur, pues, se encontraron medos y caldeos. Kyrias, rompiendo todo protocolo, se abalanzó a los brazos de su hermano a quien no veía desde hacía doce años. También el apretado abrazo entre Farnasúpal y Ciáxares reflejó meridianamente que el cariño entre esos hombres no se había mitigado con el paso del tiempo. Además, el rey medo quedó prendado de su bello sobrino y durante esas jornadas lo reclamaría casi diariamente para juntos cabalgar a solas por la ribera del Tigris. Poco se conoce de Ciáxares quien, sin embargo, fue un hombre extraordinario, pero no es éste el momento de contar su historia. Baste decir que logró convertir las quisquillosas tribus de los montes Zagros en una federación organizada y poderosa, capaz de exigir tributos a los pueblos vecinos, controlar las rutas comerciales entre Asia Menor y la India y levantar un ejército que aterrorizó a los poderosos asirios. Ciáxares había cambiado radicalmente las técnicas militares de la época, dividiendo sus tropas en regimientos especializados entre los que predominaban los habilísimos jinetes, de mortífera capacidad destructiva. En esos días, alcanzado el culmen de su poder y prestigio, supo descartar la tentación, siempre presente en los déspotas, de erigirse como supremo emperador a través de la expansión de sus conquistas. Quizá acertó a ver que las almas rebeldes de los medos impedían a largo plazo la obediencia disciplinada necesaria para convertirlos en súbditos imperiales; quizá intuyó que esa Media poderosa que entonces dirigía estaba destinada a caer en poco más de medio siglo en las garras de otros monarcas. Esos pensamientos pesimistas no sólo provenían de una aguda comprensión geopolítica sino también del conocimiento de su propia familia. No veía a ninguno de sus numerosos hijos capaz de continuar o siquiera mantener el incipiente estado; hasta Astiages, su favorito, le parecía débil y disoluto en exceso. Y ahora conocía a este niño de su propia sangre, Holofernes, y acariciaba el deseo de que fuera su sucesor; el afecto que enseguida sintió hacia él y la admiración ante la precocidad de sus talentos, le habían cautivado. Pero sabía que esos eran planes imposibles; Holofernes, como su padre, se sentía íntimamente vinculado a la gloria de la monarquía babilonia. Con servidores tales, pensó Ciáxares, el futuro de los caldeos se anunciaba con mucho mayor esplendor que el de su propio pueblo. Todo esto barruntaría el rey medo mientras cabalgaba con su sobrino y le instruía en las modernas técnicas guerreras y le ofrecía sus mejores consejos de gobierno. Y seguramente en esos paseos se decidiría finalmente a ofrecer a Nabopolasar la más íntima de las alianzas posibles entre ambos pueblos: el matrimonio entre Nabucodonosor y su querida hija Amyfcis. La princesa meda era entonces apenas una niña de diez años, uno menos que Holofernes, pero ya de una excepcional belleza. Al sagaz Ciáxares no le habían pasado inadvertidos los signos de la pronta atracción que había surgido entre ambos primos apenas conocerse. También por esa causa había buscado la intimidad a solas con el muchacho: Amyfcis será para Nabucodonosor, le dijo, y tú, así como serás su más fiel y glorioso servidor, habrás igualmente de cuidar y proteger a su esposa, tu prima. Esos días con su tío marcaron pues para Holofernes el final de la infancia; con sólo once años asumió intensamente el destino de servicio y renuncia que los dioses le habían encomendado.


A comienzos del siglo VI antes de Cristo, época en la que transcurre este post, la historia ya la hacían (o ya la destrozaban) tipos como Nabopolosar y Ciáxares, los "señores de la guerra" de entonces, antecesores de tantos más que han jalonado la evolución de nuestra especie durante los siguientes veinticinco siglos. A ellos les dedicó Dylan esta canción de 1963 que, en ese mismo año, grabó Judy Collins en su tercer album, aunque yo no la descubrí hasta hace poco tiempo en el recopilatorio "Forever: an anthology" (1997).

Aclaro que este cuento que estoy contando es ficción, como lo son casi todas las historias de la Biblia. No obstante, este post en concreto se desarrolla entre personajes, sucesos y territorios reales; digamos que es (eso espero) históricamente verosímil. Babilonia, Uruk, Assur y Nínive existieron y se localizaban en el amplio valle del Tigris y el Éufrates, en el castigado Iraq actual; Ecbatana, la capital de los medos, estaba en Irán, en una zona bastante más montañosa. En próximos capítulos me moveré al oeste, hacia las tierras de Canaán

CATEGORÍA: Ficciones

miércoles, 27 de enero de 2010

Modesto (California) y Torrejón de Ardoz (Madrid)

Modesto, California, es una pequeña ciudad al este de San Francisco que, durante los últimos años ha sufrido unas tasas de inmigración que los residentes "de siempre" consideran inaceptables. Lo peor son los chinos que, además de ser multitud, vienen adquiriendo un peso excesivo en los negocios locales, convirtiendo algunos en actividades casi exclusivas, las lavanderías, especialmente. A los munícipes, voceros de tantos ciudadanos respetables de Modesto, les gustaría limitar y hasta reducir el asentamiento de estos desagradables asiáticos. Pero el Ayuntamiento no tiene competencias para regular el movimiento y residencia de las personas; recientes sentencias del Tribunal Supremo de los EEUU así lo ha establecido. Entonces, a un concejal avispado se le ocurre una idea: ¿por qué no aprobar una ordenanza que regule "los usos" admisibles y prohibidos en cada parte de la ciudad? Ciertamente hay usos que no deben estar en el área central de Modesto, que conviene alejar; uno de ellos -¿quién lo negaría?- son las lavanderías, que quedan prohibidas y relegadas hacia la remota periferia. Surge así el primer plan urbanístico basado en lo que enseguida se conocerá como zoning (zonificación, en nuestro idioma) y que muy pronto se copiará en muchas otras ciudades americanas y, no demasiado después, europeas. Estamos en 1885.


En junio de 2008, el Ayuntamiento de Torrejón de Ardoz, Madrid, aprobó el llamado Plan Especial de Adecuación de Usos Comerciales en el que, según El País (y no me fío demasiado pero es que no he podido conseguir en internet el texto de esa normativa), "se estipula, entre otros asuntos, la distancia mínima que debe existir entre bares de copas, supermercados, tabernas, bodegas, salas de baile y de fiesta, bazares, tiendas "todo a 100" y "todo a un euro", locutorios y hasta iglesias. Los comercios de este tipo que ya estén abiertos se salvan del plan siempre y cuando, y dependiendo de cada caso, no se cambie la titularidad del negocio o se suspenda el ejercicio de la actividad durante más de seis meses". Parece que la mayoría de los negocios habituales de los inmigrantes quedan dentro de las actividades reguladas y las distancias que les fijan prácticamente excluyen la apertura de nuevos locales en toda el área central. Para mayor cachondeo, en una revista municipal, se publicita este plan diciendo que limitando las "tiendas de chinos" (sic) el Ayuntamiento pretende evitar molestias a los vecinos y proteger el pequeño comercio tradicional.


Si esto es así (y ya digo que no lo sé de primera mano), nos encontraríamos con que los munícipes de Torrejón recurren a la misma técnica que hace 123 años "inventaron" sus colegas californianos. Verdad es que la "zonificación" nació con descarados fines xenófobos, pero fue evolucionando a lo largo del siglo pasado para convertirse en una herramienta dirigida a objetivos "funcionales" que, por más que haya sido muy cuestionada por sus excesos, parecía haber superado cualquier connotación "subjetiva" (vinculada a las personas o grupos sociales). ¿Volvemos a usar el urbanismo para legitimar torticeramente políticas que nada tienen que ver con la ordenación de la ciudad? ¿De forma tan descarada?


Notas: Añado la última pregunta porque sé que más de uno pensará que las determinaciones de los planes de urbanismo casi siempre obedecen a legitimar intereses "subjetivos". Sin entrar a discutirlo y concediéndolo como hipótesis (que no comparto, al menos no con la rotundidad con la que suele expresarse), hay una diferencia relevante a efectos de este post y es que los intereses subjetivos a los que se suele aludir (que se clasifique como urbanizable la finca de un tío con capacidad de influencia, por ejemplo) son los propios del objeto del urbanismo (ordenar la ciudad); no así, sin embargo, prohibir una actividad específica en ciertos lugares porque se quiere expulsar a quienes la ejercen.

El caso de Modesto como primer antecedente de la técnica de la zonificación y, por tanto, de la competencia del planeamiento urbanístico en la regulación de la admisibilidad de los usos del suelo (que hoy sigue siendo una de sus principales cometidos, si no el más importante), lo cuenta Franco Mancuso en un magnífico libro titulado Las experiencias del zoning, publicado por Gustavo Gili en 1980.

Como anécdota curiosa, Modesto es la ciudad donde nació George Lucas
y que le inspiró su famosa American Graffitti. Hoy en día tiene algo más de 200.000 habitantes y es una aglomeración carente de los valores que solemos elogiar del espacio urbano. Parece que sus precoces experiencias urbanísticas no le dieron demasiado buen resultado.

CATEGORÍA: Política y Sociedad

martes, 26 de enero de 2010

El taxista y la cartera

Este jueves, como todos los de enero, volé a Madrid a para pasar el viernes y el sábado encerrado todo el día con las personas que, en esa ciudad, están colaborando durante el sprint de locos en el que andamos metido. Hacia las ocho y media de la tarde cogí un taxi en la T4 para que me llevara a casa de mi hermana. El taxista era un tipo mayor que yo, callado, lo que prefiero porque a mí tampoco me gusta demasiado el cotorreo de algunos de sus colegas. Algo conversamos, sin embargo, sobre la lentitud del tráfico por la avenida de América debida, parece ser, a la salida de los asistentes a FITUR. En ese breve diálogo me quedé con la impresión que era un hombre cabal. Al llegar, le pedí que me hiciera una factura, nos despedimos y cada uno se fue por su lado.

El viernes por la mañana, cuando ya estaba a punto de salir hacia la oficina, con uno de mis gestos maquinales previos a cerrar la puerta, me palpé el bolsillo interior del abrigo y comprobé que ahí no estaba la cartera. Sentí un bajón instantáneo. Miré inmediata y algo frenéticamente en todos lados pero no la encontré. Recordaba perfectamente haberla sacado para pagar la carrera con un billete de cincuenta euros; los dos billetes de diez y uno de cinco de la vuelta estaban en el bolsillo de mi camisa. Obviamente, la única explicación es que me la había dejado sobre el asiento del taxi. Llevaba en ella, claro, el carné de identidad y el de conducir, todas las tarjetas y algo de dinero. Para colmo, sin DNI no se puede volar.

Mi hermana me dio el teléfono del servicio municipal que centraliza los objetos perdidos (901810811). Por lo visto, los taxistas tienen la obligación, en el plazo de dos días, de entregar ahí lo que olvidan sus clientes. Si el taxista es honrado la habrá devuelto, me comentó; aunque siempre que no haya cogido a otro cliente que al verla se la haya apropiado. Empiezo a llamar y sólo consigo que tras cinco tonos salte un contestador automático para informarme de que vuelva a intentarlo en unos minutos porque en ese momento todos los operadores están ocupados. Así durante media hora. Llamo al 010 donde me dicen que, efectivamente, ése es el teléfono correcto pero que, si sé el número de la licencia del taxista, puedo llamar al servicio central de éstos (912728638). En la factura consta el número de licencia (menos mal que la pedí) así que lo intento con este segundo número. Aquí no hay contestador, simplemente comunica permanentemente. Otra media hora llamando alternativamente a ambos números. Por fin, serían ya casi las diez de la mañana, me contestan en el del Ayuntamiento y me dicen que no han recibido nada pero es que es demasiado pronto, he de esperar un par de días. Vuelvo a insistir un rato más en el otro teléfono con idénticos nulos resultados, por lo que me decido a llamar a los bancos para bloquear mis tarjetas.

Como siempre se aprende algo, me entero de que bloquear tarjetas de crédito es lo mismo que anularlas. Ninguna de las cuatro entidades con las que hablé posibilitaba la inutilización transitoria de su tarjeta, de modo que, si aparecía, pudiera volver a activarla. En consecuencia, me quedé sin tarjetas y sin dinero, a la espera de que en una semana me hagan llegar las nuevas. Ya de paso, un banco me coló la contratación de un seguro por si me volvía a ocurrir: veinticinco euros anuales. También compruebo que, afortunadamente, no ha habido ningún movimiento con cargo a mis tarjetas desde que la cartera dejó de estar en mi poder. Ese dato me anima ligeramente; no parece que la haya cogido ningún mangante. Y hechas las imprescindibles gestiones, como ya hace mucho que debía estar en la oficina madrileña, decido marcharme hacia allí, pero antes, sin ninguna esperanza, vuelvo a llamar al teléfono de los taxistas.

Esta vez sí responden. Le cuento lo que me ha ocurrido a un tipo bastante campechano, me pide el número de licencia y me dice que va a hablar con el taxista y que enseguida me llama. En unos diez minutos, en efecto, lo hace. Ha habido suerte, me dice, el taxista tiene su cartera; y me da el número de su móvil. Lo llamo y con sorprendente amabilidad me dice que llevaba desde el día anterior tratando de localizarme. Había llamado a mi casa de Tenerife pero, claro, nadie había contestado. Quería evitar que anulara mis tarjetas y ahorrarme las consiguientes molestias, lo que se habría logrado si el teléfono de los taxistas no hubiera estado ocupado durante la media hora larga que estuve llamando. Pero ya qué más daba; yo me sentía feliz, como cuando te quitas de golpe un peso de encima, encantado de no tener que ir a una comisaría para que me hicieran algún tipo de salvoconducto que me permitiese volar sin DNI. El taxista vive en Móstoles y además es su día libre. Le comento que no conozco Móstoles pero que me indique cómo llegar a donde él quiera y entonces me ofrece acercármela a donde yo esté, pagándole la carrera. Me parece fantástico y así quedamos. Dos horas después aparece por el portal de la oficina y me devuelve la cartera intacta. Ganas me dieron de darle un abrazo, pero me limité a un buen estrechón de manos.

Cuando ocurren cosas así, con menor frecuencia de la que debería, uno se siente a gusto, reconciliado con el género humano. Valga este post como agradecimiento a ese taxista y a todos (taxistas o no) que se comportan así.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

viernes, 22 de enero de 2010

Judit y Holofernes (1). Nabucodonosor

Para Judit, éste y los siguientes capítulos

Nos cuenta la Biblia que el gran rey de los asirios Nabucodonosor (1), en el decimosegundo año de su reinado, decidió declarar la guerra a un tal Arfaxad, soberano de los medos (2). El prudente babilonio envió mensajeros a todos los países de Oriente Medio, solicitándoles que fueran sus aliados en la inminente campaña. Pero todos le despreciaron y, entre ellos, los israelitas de Judá, que llevaban poco tiempo instalados en la que ya sería para siempre su tierra de promisión (3). Lo cierto es que los judíos no dieron ninguna importancia a los mensajeros de ese lejano y aún poco conocido rey, por más que supieran del poderío de los asirios que ya por esos tiempos dominaban al vecino reino de Israel. Supongo que se dirían que no están los tiempos para meternos en guerras que no nos incumben y que vete tú a saber si este Nabuco saldrá victorioso y que, aunque así ocurra, lo más probable es que para entonces se haya olvidado de nosotros que, al fin y al cabo, estamos a mil kilómetros de Babilonia. Así que los mensajeros reales llegaron a la maravillosa ciudad de los jardines colgantes (aunque todavía estaban en proyecto) con las manos vacías, provocando la furia del monarca y es más que probable que pagándola con muertes nada piadosas, pues sabido es que no se irritaba impunemente a un soberano. Además, no dejaría de estar algo justificado el castigo: los enviados no cumplieron con éxito su encargo; si hubieran sido eficientes, pensaría Nabucodonosor, habrían enaltecido tanto mi magnificencia que cualquiera de esos jefezuelos habría ansiado ser mi aliado, o si no los habrían atemorizado tanto con mi implacable rigor vengativo que el miedo los habría abocado a la misma decisión. Así que los infaustos recaderos fueron empalados, que, como ya conté en anterior ocasión, es un simpático método de ejecución inventado por los asirios y muy apreciado por los gobernantes mesopotámicos. Pero antes de que sufrieran su no por cruel menos merecida suerte, Nabucodonosor les exigió que cada uno de ellos detallara a sus escribas los países, ciudades y dirigentes que habían rehusado su alianza, para que en el futuro no se olvidara de ninguno y todos recibieran el más demoledor de los castigos. De modo que, con sutiles caracteres cuneiformes, quedaron anotados en varias tablillas de arcilla los nombres de las ciudades de Persia, Cilicia y del Líbano, así como las poblaciones del Carmelo y Galaad y las villas de la Galilea superior, de la Samaria y de la gran llanura de Esdrelón e incluso la multitud de urbes de Egipto; tampoco se omitieron, y éstas son las que nos importan, las del reino de Judá: Jerusalén, la floreciente capital, pero también Betané, Jelús y Cades (4). Y mientras las tablillas se horneaban para preservar la futura venganza, los habitantes que se habían atrevido a desdeñar al monarca de Babilonia seguían con sus vidas ajenos al cruento destino que los aguardaba.

La campaña contra los medos concluyó con la aplastante victoria de los ejércitos caldeos. Arfaxad había fortificado Ecbatana, su capital, con unas impresionantes murallas de enormes piedras talladas. Treinta y cinco metros de alto y veinticinco de espesor cuentan que medían; dimensiones desmesuradas que inducen al escepticismo, máxime conociendo la afición hiperbólica de las crónicas míticas. Pero por más excavaciones arqueológicas que se hagan nos quedaremos con las dudas, porque Nabucodonosor puso especial empeño en arrasar la ciudad y no dejar el mínimo vestigio de la antaño orgullosa ciudad (5). Arxafad, poco antes de la derrota, huyó con sus más leales cortesanos hacia las cercanas montañas, pero antes de alcanzar refugio, Nabucodonosor y los suyos los alcanzaron en un pequeño valle. El rey vencedor ordenó a sus jinetes que rodearan a los aterrorizados medos y fueran poco a poco estrechando el círculo, mientras los infantes atronaban el aire con fúnebres golpes de tambor. Nabucodonosor levantó el brazo y callaron los tambores, se detuvieron los caballos, los jinetes alzaron y apuntaron sus afiladas jabalinas. Los cortesanos medos, gimoteando, postraron sus cuerpos al pie de los caballos en angustiosa súplica de clemencia. Sólo Arxafad se mantuvo en pie, digno a pesar del sudor que le corría por la cara. Quiso hablar el medo, quiso improvisar un discurso, pronunciar las últimas palabras que se esperan de un soberano, las que habrán de asociarse a su gloria póstuma, pero apenas inició el gesto de abrir la boca, los ojos de Nabucodonosor brillaron malignos y su brazo bajó de golpe. Casi como salida de su propia mano, una jabalina surcó el aire y se clavó en la garganta de Arxafad y, un segundo después, antes siquiera de que el rey medo hubiera terminado de desplomarse, cientos más volaron desde todos los puntos del círculo equino acribillando a todos los medos. Esa misma noche se culminaron las últimas hostilidades, se completó la absoluta aniquilación del ejercito medo, se incendió lo que quedaba de Ecbatana, se puso el definitivo punto final a una civilización (6). Los habitantes de la ciudad escapaban de ella como podían pero sólo para caer lanceados a sus mismas puertas y los que lograban sortear las sibilantes jabalinas pasaban a ser despavoridos conejos, acorralados y atosigados, para el divertimento sádico de los soldados. Al final, pasadas tres jornadas, casi todos acabaron muertos sin ahorrase sufrimientos y torturas. Se salvaron los que apartó del suplicio festivo el propio Nabucodonosor, que cabalgaba altivo y complaciente entre la algarada de su ejército y, muy de vez en cuando, señalaba a alguna de las víctimas. La mayoría eran mujeres jóvenes y bellas que pasarían a engrosar su harén, pero también hubo algunos hombres, ancianos preferiblemente, a quienes se dejó en libertad exhortándoles, aunque no hacía falta insistir, que se alejaran lo más posible de esas ruinas. Sabía el rey, y tal era su voluntad, que esos infelices serían eficaces heraldos de su fama.

Cuatro meses duraron los festejos de la victoria una vez vueltos los ejércitos a Babilonia. Mientras en la hermosa capital se derrochaban la música y los bailes, el vino y los más exquisitos licores, las risas y los cánticos, y todos los caldeos, desde el más humilde hasta los hieráticos barbudos de la corte, celebraban henchidos de orgullo y alegría el triunfo que los convertía en protagonistas de la historia, las noticias del poderío de Nabuconodosor y de su crueldad inmisericorde se difundían imparables a lo largo de todos los caminos del mundo civilizado. Llevadas por las caravanas de comerciantes que iban hacia el oeste, y también por los asolados testigos de la caída de Ecbatana, no tardaron en ser conocidas en Siria y en Fenicia, en Egipto desde el delta hasta las tierras del alto Nilo y, por supuesto, en la región de Canaán. Sucesivos viajeros venían a dar cuenta de hechos y rumores sin que importara mucho distinguir unos de otros. Quienes seis años antes habían negado al monarca de Babilonia su ayuda comenzaron a temer las consecuencias de esa decisión y más a medida que les contaban cuán indelebles eran sus recuerdos y cuán insaciable su venganza. Ciertamente, el miedo estaba justificado y en mayor medida habrían tenido que experimentarlo todos los desdichados habitantes de esos pueblos y muy especialmente los hijos de Israel, porque el gran emperador no olvidaba el furioso juramento que había pronunciado antes de su victoriosa campaña. Así fue que, extinguidas las celebraciones, cuando los caldeos ahítos de gloria empezaban a volver remolones a sus tareas habituales y comenzaban a disiparse los densos vahos de embriaguez que durante tantos días habían cubierto la ciudad y ésta iba, poco a poco, recuperando su apariencia de antaño, Nabucodonosor convocó en palacio al Consejo Real y en reunión secreta, aunque no tanto, decretó ante sus oficiales y funcionarios que había llegado la hora de ejecutar su terrible venganza de exterminio. Ninguno de los presentes chistó la terrible sentencia real sino que, al contrario, la aclamaron unánimemente. No hemos de pensar que fueran todos tan crueles como el rey, por más que hubiera muchos que sí, y en todo caso, matar a unos cuantos millares de desafectos, incluso con métodos nada piadosos, no se consideraba demasiado reprobable en unos tiempos en los que las escalas éticas todavía estaban ajustándose. Seguro que a la mayoría de los cortesanos les importaba bien poco la suerte de esos lejanos e insolentes forasteros y los mismo habrían votado a favor si el rey inverosímilmente hubiera sentenciado el perdón, lo cual le habría traído a Nabuconodosor un sinfín de elogios por su magnanimidad, algo que sin duda él sabía, pero también sabía que, del otro lado de la balanza, su clemencia se entendería por muchos, en especial por sus enemigos, como muestra de un carácter pusilánime, lo cual implicaba gravísimas desventajas en las políticas de los déspotas antiguos. Pero ni siquiera hubo de perder el tiempo en ponderar su estrategia porque muy clara le venía impuesta por su propia ira y, como digo, nadie se la cuestionó, antes bien se la aplaudieron todos con el más fervoroso entusiasmo.

Merece la pena recordar el terrible decreto de Nabuconodosor para comprobar que no se andaba con chiquitas. Aniquilaré a todos los pueblos que no me respondieron y asolaré sus tierras, dijo. Ordenó formar un ejército con los soldados de mayor coraje y más implacables; que fueran ciento veinte mil infantes y doce mil caballos con sus jinetes. Ordenó que ese inmenso ejército, el más grande que hasta entonces habían visto los hombres, se dirigiera hacia occidente, para pasar por todos los pueblos que no atendieron a su llamada, sin dejar ninguno de los que figuraban en las tablillas del archivo real. Ordenó que al llegar ante cada ciudad, villa o aldea se conminara a sus jefes y habitantes a que se rindieran, sometiéndose resignadamente al castigo que merecían y que, si lo hacían, se diera muerte rápida y no demasiado sufriente a sus jefes y se esclavizara a los demás, si acaso deportando hasta los confines del orbe a cuantos fuera necesario para garantizar una población diezmada y dócil; pero que si se resistían a la humillación, se arrasaran esas ciudades, villas o aldeas, que los soldados las saquearan hasta en sus más recónditos rincones, que se violara a todas las mujeres y se torturara a todos los hombres, y que finalmente que todos fueran muertos con los más atroces dolores, y pisoteados y escarnecidos sus cadáveres insepultos para que los cuerpos pudran los campos y desborden los ríos y torrentes, para que la sangre anegue las tierras y las aguas. Ordenó que todos los territorios fueran ocupados y anexionados al imperio de Babilonia, imponiéndoseles los dioses y las leyes caldeas mientras los suyos y suyas habrían de escarnecerse y quemarse en públicas ceremonias.


(1) En realidad, era rey de Babilonia, hijo de Nabopolasar, último ejecutor del derrumbe del imperio asirio mediante la conquista y destrucción de Nínive.

(2) Arfaxad es un personaje imaginario. En todo caso, el imperio medo se había unido dinásticamente al de Babilonia mediante el matrimonio del propio Nabucodonosor y no hubo enemistad entre ambos reinos.

(3) Tampoco esto es cierto. Para esos años (siglo VI aC) los judíos llevaban al menos seiscientos años en Canaán, donde debieron establecerse hacia el 1.200 aC tras su huída de Egipto (éxodo).

(4) Naturalmente, salvo Jerusalén, tampoco existen ni existieron esos lugares.

(5) En realidad, vestigios sí hay, porque Ecbatana es la actual Hamadán, ciudad iraní, reputada entre las más antiguas del mundo. Pero de lo que no quedan rastros es de esas tan ciclópeas murallas, quizás porque Arfaxad, al no haber existido, nunca las construyó impidiendo por tanto que Nabucodonosor las arrasara.

(6) El imperio medo no desapareció a manos de Nabucodonosor, que era aliado, sino de Ciro II el Grande, rey de Persia y, curiosamente, nieto del soberano medo (Astiages, que no Arfaxad). Hacia el 550 aC, unos treinta años después de la muerte de Nabucodonosor, Ciro conquistó Ecbatana.

CATEGORÍA: Ficciones

domingo, 17 de enero de 2010

Creatividad y trabajo en equipo

Hace unos meses vi el making-of de Lost, añadido como bonus en el DVD de alguna de las temporadas, y me impresionó muy favorablemente el modo en que trabajaban los guionistas de la serie. Cuatro o cinco tipos se encierran durante horas en una espaciosa habitación y comienzan a aportar ideas para construir la historia. En ese permanente brainstorming se fomentan, y de hecho brotan, ocurrencias tremendamente originales, pero hasta las más disparatadas se ajustan (o se hacen ajustar) a las “reglas de juego”; en ese caso, la eficacia narrativa.

Algunos piensan que la creatividad está reñida con la sujeción a requisitos condicionantes o, si no, que éstos son factores limitativos de la fertilidad potencial de la primera. Pienso que es todo lo contrario. Para mí, la creatividad no es otra cosa que una cualidad que, en mayor o menor grado, impregna todo proceso mental dirigido a solucionar algo. Lo previo es la intención de resolver un problema, de lograr unos resultados que den respuesta a los requisitos y condicionantes que sean; el proceso intelectual que ponemos en marcha será más o menos creativo en la medida que el enfoque y las ideas que produzcamos sean más o menos innovadoras.

He pensado sobre estos asuntos en relación a la ordenación urbanística y, más en concreto, a la vista de los trabajos que me tienen abducido desde hace ya demasiados días. Cuando, por ejemplo, uno diseña la futura urbanización de unos terrenos, la cantidad de condicionantes que han de ser atendidos es casi inconmensurable. A mi modo de ver, el primer paso “creativo” consiste justamente en saberlos identificar, ponderar e interrelacionar. Si los requisitos se enfocan adecuadamente suelen ser ellos mismos los que, con la aplicación de los necesarios criterios y herramientas técnicas, ofrezcan la solución. Por eso estoy bastante convencido de que la verdadera creatividad, que no la fantasía fútil, consiste en muy grande medida en saber ver en su integridad el problema; como se dice frecuentemente, tan importante, o más, son la preguntas como las respuestas.

Pero ya he dicho que en nuestro trabajo esos condicionantes previos son legión y además de muy distinta naturaleza. Porque para diseñar un futuro trozo de ciudad no basta con atender los requisitos “físicos”, tales como la orografía y otras características del terreno, las exigencias de continuidad e integración con la trama (morfo y tipológica) circundante y muchos más que son con los que, en principio, los arquitectos se sienten competentes (lo sean o no realmente, a juzgar por tantos resultados). Además han de tenerse en cuenta consideraciones económicas (en síntesis: que los números “salgan”), jurídicas (estamos enredados en una maraña de normas), sociales y las que llamamos “políticas”, para nada despreciables. Estas últimas, en nuestro oficio, vendrían a traducirse en la sensibilidad para saber hasta dónde se puede llegar, qué es lo que se puede hacer y qué no, todo ello en función de lo que los viejos marxistas llamaban la “correlación de fuerzas” y que en román paladino tiene diversos sinónimos, pero ninguno elegante.

Como tenemos multitud de condicionantes, es habitual la tendencia a suprimir algunos, preferiblemente aquéllos con los que nos sentimos más incómodos. Luego, cuando se nos hace notar que la solución que damos no es tal, en muchas respuestas subyace implícitamente, bajo la defensa de la presunta calidad del diseño elaborado, una cierta “arrogancia de artista”. Lo curioso es que suele darse un autoengaño colectivo mediante el cual nos consolamos de la escasa creatividad que ponemos en juego en nuestros trabajos de urbanismo (reflejada en la baja calidad de las ordenaciones) achacándola a tantos requisitos que no somos capaces de manejar amén de a la incompetencia de quienes los plantean (muy especialmente los políticos). Echo en falta el necesario ejercicio de autocrítica, que exige dejar de lado nuestras vanidades arrogantes y reconocer que probablemente sea más atinado el enunciado opuesto. Es decir, no es que no seamos suficientemente creativos por culpa de los odiosos condicionantes, sino que no damos soluciones que resuelvan dichos condicionantes porque no somos suficientemente creativos.

Volviendo a los guionistas de Lost, lo que más me gustó de ese reportaje fue cómo ilustraba que el trabajo en equipo es un fantástico potenciador de la creatividad. Trabajo en equipo quiere decir que todos tienen el mismo objetivo (que el argumento sea lo más eficaz posible) y por tanto carece de importancia cualquier “cuantificación” respecto a lo que cada uno aporta o deja de aportar a dicho objetivo común. Naturalmente, para que esa técnica funcione han de apartarse los egos y sus diversos componentes (las susceptibilidades, por ejemplo) durante el proceso de trabajo. Según me dicen, así ocurre no sólo en el mundo de los guiones televisivos sino en otros ámbitos, como el de los publicitarios. En ambos ejemplos encuentro dos factores comunes que, se me ocurre, pueden tener mucho que ver con esas formas de trabajar que me parecen tan sugerentes. El primero sería la estrecha y casi inmediata relación entre los resultados del trabajo creativo y sus consecuencias. Si las ideas, plasmadas en el guión de un capítulo de Lost o en un anuncio publicitario, no alcanzan el grado de eficacia establecido por los promotores hay unas consecuencias funestas casi inmediatas; ante tales perspectivas, difícilmente esos profesionales pueden permitirse actitudes arrogantes o pelear por protagonismos estériles. El segundo factor es que se trata de oficios relativamente “nuevos”, en los que no ha dado tiempo (ni han tenido ocasión) a desarrollar las bobas vanidades corporativas que no sirven más que para disimular ineptitudes.

Lamentablemente, en nuestra profesión no se verifican los factores señalados y lo cierto es que, aunque la creatividad es, o debería ser, tan fundamental como en la que más, me resulta casi inconcebible una forma de trabajo similar a la que se veía en el making-of de Lost. Seguramente hemos sido educados, maleducados habría que decir, en la mítica y falsa idea de que la creación es un acto individual, resultado de una inspiración divina que, como tal, está exenta de justificaciones. Por supuesto, el creador, cada uno de nosotros, participa en tanto lo es de la naturaleza divina, es una especie de dios y su obra, consecuentemente, es sagrada. De ahí que la crítica a los resultados de nuestras creaciones se asemeja demasiado al sacrilegio. De esta manera, entre arquitectos es prácticamente imposible no ya que haya discusiones creativas sobre problemas de diseño urbano, sino ni siquiera que se admita la crítica a soluciones presentadas por los colegas. Por ejemplo, cuando planteo a un compañero alternativas que corrijen levemente alguna propuesta de ordenación urbanística elaborada por él, suele ocurrir que se ofende pues atreverme a tocar su trabajo es una flagrante falta de respeto.

Lo malo es que el respeto se gana y por actitudes como las descritas lo cierto es que cada vez lo tenemos más por los suelos. Será que el ateísmo se extiende imparablemente y que poca gente está ya dispuesta a admitir nuestras viejas prerrogativas divinas de creadores. Por eso, no estaría nada mal que renunciáramos a nuestra voluntad de autoría y, dejando de lado las vanidades, aprendiéramos a trabajar en equipo. Además, por lo que se veía en el reportaje, los guionistas de Lost se lo pasaban estupendamente, sin que se notara resquemores entre ellos (pero, claro, seguro que hay truco).

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

jueves, 14 de enero de 2010

Asesinado por impotente

Leo hoy en la prensa que la hija de un viceministro británico ha sido condenada en Francia por homicidio. Resulta que una noche de marcha en el parisino barrio de Saint Germain, la chica (Jessica Davies, nacida en 1979) ligó con un tipo al que invitó a su apartamento a fin de saciar, ambos se supone, sus lujurias. Sin embargó el chico no dio la talla o, para ser más precisos, sufrió un pertinaz gatillazo, algo que a ninguno de nosotros nos ha ocurrido jamás aunque, según cuentan, se presenta (a otros) con alarmante frecuencia; toquemos madera. La cosa es que la inglesita, indignada por la nula capacidad erectil de su partenaire (exacto término en esta concreta historia), fue a la cocina, aferró un cuchillo de idem y lo hundió cinco pulgadas en el pecho del impotente. Hago notar a quienes no estén habituados con el anacrónico sistema métrico anglosajón que cinco pulgadas son casi 13 centímetros; o sea, una barbaridad si, como es el caso, la medida es transversal al pecho de un ser humano: que poco más le habría faltado para ensartarlo en el colchón a modo de pincho moruno. De más está aclarar que la herida fue mortal.

Dice el periódico que la mujer iba bastante colocada y también que acumulaba una buena cantidad de desbarajustes psicológicos. Sus abogados aludieron a una infancia traumática de la que derivaría una actitud patológica hacia las relaciones sexuales. Así, parece que consideraba a los hombres como objetos instrumentales de su placer y no soportaba que fallaran. Desde luego, reaccionar como lo hizo es pasarse varios pueblos, tanto que me hace pensar que, incluso estando como una chota, tuvo que sentirse tremendamente humillada. Sólo una humillación inmensa, inaguantable, tiene el terrorífico potencial de transformarse en ira vengativa. Sin embargo, cuando una herramienta nos falla, cuando no cumple lo que de ella queremos, no nos sentimos humillados; simplemente la dejamos de lado, la despreciamos. De hecho, el miedo latente de los hombres (de otros) a la impotencia lleva implícita la admisión íntima de que somos un instrumento con una función; por eso, si fallamos (los otros que fallan) esperamos que van a despreciarnos, a darnos de lado; ése es el miedo. Y claro, en la medida de que el pene es el núcleo fundamental de nuestros yoes, o lo que es lo mismo, en la medida en que asumimos que lo que más nos define es nuestra función instrumental, ese desprecio que podríamos tildar de circunstancial se convierte en ontológico. La mujer concreta ante la que no hemos sido capaces de erectar es el símbolo de la Mujer como categoría (de todo el género femenino) que inmisericordemente, cual Furia mitológica, nos condena a la nulidad esencial: no somos nada, menos que nada, una puñetera mierda impotente.

Pero esos son comecocos atávicos de los hombres (de otros) que poca relación guardan con los pensamientos que bullen en los cerebros de las mujeres mientras observan penes morcillones o en descarada apatía fláccida. Porque, según me han dicho varias amigas (hablando de otros, claro), ellas tampoco le dan tanta importancia y les cuesta entender esos tintes de tragedia que conllevan los gatillazos en algunos (otros) compañeros sexuales. Ni siquiera, me aclaran, es necesario que la pinga esté dura para que el maromo, entendido como instrumento dador de placer, cumpla su función. Así que, desde luego, ninguna se ha sentido humillada (sí el hombre, claro), ni mucho menos se ha visto embargada por una indignación asesina que reclamara venganza de sangre. Entonces, ¿qué pasó esa infausta noche parisina para que la inglesa sintiera tan grande humillación?

No me basta para entenderlo con decir que estaba loca, drogada o en algún otro estado alterado de conciencia. Digamos que cualquiera de estas situaciones psicológicas es una condición necesaria para que ocurriera lo que ocurrió; necesaria, sí, pero no suficiente. Admito que sus patologías mentales, fueran éstas las que fueran, pueden explicar la exageración de sus percepciones, interiorizaciones y reacciones, pero algo tuvo que hacer el tipo que fuera humillante en sí mismo, algo real que permitiera a su cerebro desquiciado una referencia para desbocarse hacia emociones (y posteriores acciones) desmesuradas. ¿Qué hizo el tipo para ponerla de tal modo, para firmar su sentencia de muerte? Quizá, cabreado ante su impotencia, echó la culpa a la chica, burlándose de sus aptitudes sexuales, en vez de ocuparse de suplir esa carencia con las múltiples opciones que conviene combinar en toda sesión amatoria. Puedo imaginar bastantes comportamientos similares (en el sexo y fuera de él), todos ellos caracterizados por convertir la frustración propia en agresión inmerecida hacia el prójimo. Algo de eso tuvo que haber para que Jessica, contra lo que es lo habitual en estos episodios, se sintiera tan humillada y, desde sus psicosis, quedara embargada por la rabia asesina que a tan funestas consecuencias condujo.

Por fortuna no debe haber muchas mujeres tan rayadas como esta inglesa; por muy exigentes que sean con el rendimiento sexual de sus amantes, poco probable parece que venguen sus decepciones con medidas tan drásticas. Sin embargo, el caso de Jessica Davies seguro que mete el miedo en el cuerpo a más de uno (a mí no, claro). A ésos sólo puedo aconsejarles que se esfuercen lo más posible en satisfacer a sus parejas de cama (sobre todo a las ocasionales), aprendiendo a compensar los eventuales reblandecimientos con dedicación y otros recursos. Y también quedan, por supuesto, las famosas pastillitas azules (y análogas); pero no las recomendaré yo, que seguro que Viagra está encantada del aumento de ventas que provocará la publicidad de esta noticia.

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras

jueves, 7 de enero de 2010

Correlación lógica

– La llevaba para consumo propio y por motivos de salud. Insomnio, me dijo.
– Sí, ahora está de moda; eso lo dicen muchos.
– Ya, pero me convenció. El tío me lo demostró de forma lógica.
– ¿De forma lógica?
– Oye cómo me lo argumentó: Usted, agente, cuando era joven, ¿fumó marihuana? Sí, le contesté. Y ya no fuma, ¿verdad? No. Y, dígame, ¿acaso no duerme peor ahora que entonces? La maría ayuda a dormir, se ha comprobado científicamente.
– ¿Y a eso lo llamas lógica? Es un sofisma. Que una cosa esté correlacionada con otras dos no quiere decir que esas dos estén correlacionadas entre sí, y mucho menos que entre éstas haya una relación causa efecto.
– ¿A qué te refieres?
– Los jóvenes duermen mejor que los mayores y también es normal que de joven se fume maría y no de mayor. Podemos admitir que hay una correlación entre la edad y la calidad del sueño y otra entre la edad y el consumo de marihuana; pero de ahí no se deduce que la calidad del sueño tenga nada que ver con fumar hierba.
– Sin embargo, es verdad que la maría ayuda a dormir.
– Vale, pero no por el "argumento lógico" que te coló el nota.
– En todo caso, no llevaba mucha. Y además, se la requisé. ¿Hace un canutillo?



Con todos los caballos derrengados al sol, ¿cómo conseguiré montar? Pero no me está permitido pensar en eso, aunque me quite el sueño.