viernes, 22 de enero de 2010

Judit y Holofernes (1). Nabucodonosor

Para Judit, éste y los siguientes capítulos

Nos cuenta la Biblia que el gran rey de los asirios Nabucodonosor (1), en el decimosegundo año de su reinado, decidió declarar la guerra a un tal Arfaxad, soberano de los medos (2). El prudente babilonio envió mensajeros a todos los países de Oriente Medio, solicitándoles que fueran sus aliados en la inminente campaña. Pero todos le despreciaron y, entre ellos, los israelitas de Judá, que llevaban poco tiempo instalados en la que ya sería para siempre su tierra de promisión (3). Lo cierto es que los judíos no dieron ninguna importancia a los mensajeros de ese lejano y aún poco conocido rey, por más que supieran del poderío de los asirios que ya por esos tiempos dominaban al vecino reino de Israel. Supongo que se dirían que no están los tiempos para meternos en guerras que no nos incumben y que vete tú a saber si este Nabuco saldrá victorioso y que, aunque así ocurra, lo más probable es que para entonces se haya olvidado de nosotros que, al fin y al cabo, estamos a mil kilómetros de Babilonia. Así que los mensajeros reales llegaron a la maravillosa ciudad de los jardines colgantes (aunque todavía estaban en proyecto) con las manos vacías, provocando la furia del monarca y es más que probable que pagándola con muertes nada piadosas, pues sabido es que no se irritaba impunemente a un soberano. Además, no dejaría de estar algo justificado el castigo: los enviados no cumplieron con éxito su encargo; si hubieran sido eficientes, pensaría Nabucodonosor, habrían enaltecido tanto mi magnificencia que cualquiera de esos jefezuelos habría ansiado ser mi aliado, o si no los habrían atemorizado tanto con mi implacable rigor vengativo que el miedo los habría abocado a la misma decisión. Así que los infaustos recaderos fueron empalados, que, como ya conté en anterior ocasión, es un simpático método de ejecución inventado por los asirios y muy apreciado por los gobernantes mesopotámicos. Pero antes de que sufrieran su no por cruel menos merecida suerte, Nabucodonosor les exigió que cada uno de ellos detallara a sus escribas los países, ciudades y dirigentes que habían rehusado su alianza, para que en el futuro no se olvidara de ninguno y todos recibieran el más demoledor de los castigos. De modo que, con sutiles caracteres cuneiformes, quedaron anotados en varias tablillas de arcilla los nombres de las ciudades de Persia, Cilicia y del Líbano, así como las poblaciones del Carmelo y Galaad y las villas de la Galilea superior, de la Samaria y de la gran llanura de Esdrelón e incluso la multitud de urbes de Egipto; tampoco se omitieron, y éstas son las que nos importan, las del reino de Judá: Jerusalén, la floreciente capital, pero también Betané, Jelús y Cades (4). Y mientras las tablillas se horneaban para preservar la futura venganza, los habitantes que se habían atrevido a desdeñar al monarca de Babilonia seguían con sus vidas ajenos al cruento destino que los aguardaba.

La campaña contra los medos concluyó con la aplastante victoria de los ejércitos caldeos. Arfaxad había fortificado Ecbatana, su capital, con unas impresionantes murallas de enormes piedras talladas. Treinta y cinco metros de alto y veinticinco de espesor cuentan que medían; dimensiones desmesuradas que inducen al escepticismo, máxime conociendo la afición hiperbólica de las crónicas míticas. Pero por más excavaciones arqueológicas que se hagan nos quedaremos con las dudas, porque Nabucodonosor puso especial empeño en arrasar la ciudad y no dejar el mínimo vestigio de la antaño orgullosa ciudad (5). Arxafad, poco antes de la derrota, huyó con sus más leales cortesanos hacia las cercanas montañas, pero antes de alcanzar refugio, Nabucodonosor y los suyos los alcanzaron en un pequeño valle. El rey vencedor ordenó a sus jinetes que rodearan a los aterrorizados medos y fueran poco a poco estrechando el círculo, mientras los infantes atronaban el aire con fúnebres golpes de tambor. Nabucodonosor levantó el brazo y callaron los tambores, se detuvieron los caballos, los jinetes alzaron y apuntaron sus afiladas jabalinas. Los cortesanos medos, gimoteando, postraron sus cuerpos al pie de los caballos en angustiosa súplica de clemencia. Sólo Arxafad se mantuvo en pie, digno a pesar del sudor que le corría por la cara. Quiso hablar el medo, quiso improvisar un discurso, pronunciar las últimas palabras que se esperan de un soberano, las que habrán de asociarse a su gloria póstuma, pero apenas inició el gesto de abrir la boca, los ojos de Nabucodonosor brillaron malignos y su brazo bajó de golpe. Casi como salida de su propia mano, una jabalina surcó el aire y se clavó en la garganta de Arxafad y, un segundo después, antes siquiera de que el rey medo hubiera terminado de desplomarse, cientos más volaron desde todos los puntos del círculo equino acribillando a todos los medos. Esa misma noche se culminaron las últimas hostilidades, se completó la absoluta aniquilación del ejercito medo, se incendió lo que quedaba de Ecbatana, se puso el definitivo punto final a una civilización (6). Los habitantes de la ciudad escapaban de ella como podían pero sólo para caer lanceados a sus mismas puertas y los que lograban sortear las sibilantes jabalinas pasaban a ser despavoridos conejos, acorralados y atosigados, para el divertimento sádico de los soldados. Al final, pasadas tres jornadas, casi todos acabaron muertos sin ahorrase sufrimientos y torturas. Se salvaron los que apartó del suplicio festivo el propio Nabucodonosor, que cabalgaba altivo y complaciente entre la algarada de su ejército y, muy de vez en cuando, señalaba a alguna de las víctimas. La mayoría eran mujeres jóvenes y bellas que pasarían a engrosar su harén, pero también hubo algunos hombres, ancianos preferiblemente, a quienes se dejó en libertad exhortándoles, aunque no hacía falta insistir, que se alejaran lo más posible de esas ruinas. Sabía el rey, y tal era su voluntad, que esos infelices serían eficaces heraldos de su fama.

Cuatro meses duraron los festejos de la victoria una vez vueltos los ejércitos a Babilonia. Mientras en la hermosa capital se derrochaban la música y los bailes, el vino y los más exquisitos licores, las risas y los cánticos, y todos los caldeos, desde el más humilde hasta los hieráticos barbudos de la corte, celebraban henchidos de orgullo y alegría el triunfo que los convertía en protagonistas de la historia, las noticias del poderío de Nabuconodosor y de su crueldad inmisericorde se difundían imparables a lo largo de todos los caminos del mundo civilizado. Llevadas por las caravanas de comerciantes que iban hacia el oeste, y también por los asolados testigos de la caída de Ecbatana, no tardaron en ser conocidas en Siria y en Fenicia, en Egipto desde el delta hasta las tierras del alto Nilo y, por supuesto, en la región de Canaán. Sucesivos viajeros venían a dar cuenta de hechos y rumores sin que importara mucho distinguir unos de otros. Quienes seis años antes habían negado al monarca de Babilonia su ayuda comenzaron a temer las consecuencias de esa decisión y más a medida que les contaban cuán indelebles eran sus recuerdos y cuán insaciable su venganza. Ciertamente, el miedo estaba justificado y en mayor medida habrían tenido que experimentarlo todos los desdichados habitantes de esos pueblos y muy especialmente los hijos de Israel, porque el gran emperador no olvidaba el furioso juramento que había pronunciado antes de su victoriosa campaña. Así fue que, extinguidas las celebraciones, cuando los caldeos ahítos de gloria empezaban a volver remolones a sus tareas habituales y comenzaban a disiparse los densos vahos de embriaguez que durante tantos días habían cubierto la ciudad y ésta iba, poco a poco, recuperando su apariencia de antaño, Nabucodonosor convocó en palacio al Consejo Real y en reunión secreta, aunque no tanto, decretó ante sus oficiales y funcionarios que había llegado la hora de ejecutar su terrible venganza de exterminio. Ninguno de los presentes chistó la terrible sentencia real sino que, al contrario, la aclamaron unánimemente. No hemos de pensar que fueran todos tan crueles como el rey, por más que hubiera muchos que sí, y en todo caso, matar a unos cuantos millares de desafectos, incluso con métodos nada piadosos, no se consideraba demasiado reprobable en unos tiempos en los que las escalas éticas todavía estaban ajustándose. Seguro que a la mayoría de los cortesanos les importaba bien poco la suerte de esos lejanos e insolentes forasteros y los mismo habrían votado a favor si el rey inverosímilmente hubiera sentenciado el perdón, lo cual le habría traído a Nabuconodosor un sinfín de elogios por su magnanimidad, algo que sin duda él sabía, pero también sabía que, del otro lado de la balanza, su clemencia se entendería por muchos, en especial por sus enemigos, como muestra de un carácter pusilánime, lo cual implicaba gravísimas desventajas en las políticas de los déspotas antiguos. Pero ni siquiera hubo de perder el tiempo en ponderar su estrategia porque muy clara le venía impuesta por su propia ira y, como digo, nadie se la cuestionó, antes bien se la aplaudieron todos con el más fervoroso entusiasmo.

Merece la pena recordar el terrible decreto de Nabuconodosor para comprobar que no se andaba con chiquitas. Aniquilaré a todos los pueblos que no me respondieron y asolaré sus tierras, dijo. Ordenó formar un ejército con los soldados de mayor coraje y más implacables; que fueran ciento veinte mil infantes y doce mil caballos con sus jinetes. Ordenó que ese inmenso ejército, el más grande que hasta entonces habían visto los hombres, se dirigiera hacia occidente, para pasar por todos los pueblos que no atendieron a su llamada, sin dejar ninguno de los que figuraban en las tablillas del archivo real. Ordenó que al llegar ante cada ciudad, villa o aldea se conminara a sus jefes y habitantes a que se rindieran, sometiéndose resignadamente al castigo que merecían y que, si lo hacían, se diera muerte rápida y no demasiado sufriente a sus jefes y se esclavizara a los demás, si acaso deportando hasta los confines del orbe a cuantos fuera necesario para garantizar una población diezmada y dócil; pero que si se resistían a la humillación, se arrasaran esas ciudades, villas o aldeas, que los soldados las saquearan hasta en sus más recónditos rincones, que se violara a todas las mujeres y se torturara a todos los hombres, y que finalmente que todos fueran muertos con los más atroces dolores, y pisoteados y escarnecidos sus cadáveres insepultos para que los cuerpos pudran los campos y desborden los ríos y torrentes, para que la sangre anegue las tierras y las aguas. Ordenó que todos los territorios fueran ocupados y anexionados al imperio de Babilonia, imponiéndoseles los dioses y las leyes caldeas mientras los suyos y suyas habrían de escarnecerse y quemarse en públicas ceremonias.


(1) En realidad, era rey de Babilonia, hijo de Nabopolasar, último ejecutor del derrumbe del imperio asirio mediante la conquista y destrucción de Nínive.

(2) Arfaxad es un personaje imaginario. En todo caso, el imperio medo se había unido dinásticamente al de Babilonia mediante el matrimonio del propio Nabucodonosor y no hubo enemistad entre ambos reinos.

(3) Tampoco esto es cierto. Para esos años (siglo VI aC) los judíos llevaban al menos seiscientos años en Canaán, donde debieron establecerse hacia el 1.200 aC tras su huída de Egipto (éxodo).

(4) Naturalmente, salvo Jerusalén, tampoco existen ni existieron esos lugares.

(5) En realidad, vestigios sí hay, porque Ecbatana es la actual Hamadán, ciudad iraní, reputada entre las más antiguas del mundo. Pero de lo que no quedan rastros es de esas tan ciclópeas murallas, quizás porque Arfaxad, al no haber existido, nunca las construyó impidiendo por tanto que Nabucodonosor las arrasara.

(6) El imperio medo no desapareció a manos de Nabucodonosor, que era aliado, sino de Ciro II el Grande, rey de Persia y, curiosamente, nieto del soberano medo (Astiages, que no Arfaxad). Hacia el 550 aC, unos treinta años después de la muerte de Nabucodonosor, Ciro conquistó Ecbatana.

CATEGORÍA: Ficciones

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