miércoles, 30 de junio de 2010

Adiós, Chiqui

Lo conocí hacia el 90 o el 91 y desde el primer momento me impresionó su energía, su clarividencia, su capacidad de enfocar acertada y productivamente los asuntos, su rapidísima y casi siempre correcta diagnosis de los caracteres de las personas, su habilidad para aunar esfuerzos y conseguir que las cosas caminasen en buena dirección. Y, a la vez, su forma de ser, tan directa y práctica, carente de cualquier vanidad estúpida y sin pelos en la lengua, nada proclive a las expansiones afectivas y, sin embargo, haciéndote sabedor de su amistad leal, franca, verdadera. Extremadamente inteligente, tanto como para conocer y enseñarte lo que realmente importa, ayudándote a quitar valor a tantas nimiedades que nos ofuscan cotidianamente. Un tío extraordinario, de esos que hay pocos, poquísimos.

Durante casi veinte años he estado trabajando con él. Bajo su dirección, un pequeño grupo de personas, a principios de los noventa, iniciamos una línea de trabajo dirigida a la organización sistemática de la información territorial, lo que incluye cartografía, catastro, urbanismo y muchas más “capas”. Sin armar demasiado revuelo y dejando que las “medallas” se las fueran colgando quienes las ansían, fuimos creando toda una base doctrinal y, sobre todo, instrumentos, procesos y sistemas que empezaron a funcionar y que hacen que probablemente, a la fecha, Canarias sea la comunidad autónoma de más alto nivel en estas materias. Todo lo que hoy funciona y es muy valorado desde fuera (desde dentro menos, por lo mismo que enseguida los usuarios se acostumbran a las mejoras) no habría sido de ninguna manera posible si no hubiera existido esta persona. Su labor, además, no se limitaba a su tierra natal sino que proyectos similares (y otros relacionados) fueron impulsados por él en Madrid, Baleares, Navarra, así como en varios lugares de América.

Es una frase tópica esa de que ninguno somos imprescindibles. Siendo verdad, hay, sin embargo, algunos que se acercan mucho a este calificativo y Chiqui (tal era el apelativo con el que lo llamábamos los amigos) entraba plenamente en esa categoría. Pese a su destacadísima contribución en tantos aspectos del planeamiento y la administración (gobierno) territorial, sólo los que estamos directamente implicados en dichos asuntos sabíamos de la importancia real de su trabajo. Eludía con inteligentísima habilidad que su nombre apareciese en los medios, una condición casi imprescindible para conseguir efectividad en cualquier objetivo. Pero, desde muy discretos segundos planos, y con una acumulación de información exhaustivísima que, además, sabía interrelacionar y ponderar certeramente, movía en la buena dirección las personas y los acontecimientos. Aún así, éramos muchos los que, cercanos a él, colaborando en tantas de sus actividades, conocíamos su inmensa valía.

No sólo era excepcional en sus facetas profesionales, también en los que solemos denominar valores humanos. Muchos lo queríamos mucho y yo, desde luego, también. Siento, sé, que ha sido una de esas pocas personas buenas que he tenido la suerte de que cruzara y se metiera en mi vida y que me ha ayudado enormemente a ser mejor. Me cuesta mucho hablar de mis sentimientos hacia Chiqui, de las emociones que me han sacudido en estos cortos tres últimos meses y, además, todavía no creo que las haya procesado mínimamente. Junto al gran cariño que le tenía (que le tengo) había (hay) una enorme admiración, acrecentada tremendamente durante el reciente y fulminante proceso de su muerte.

Los tres últimos años fueron un calvario para su salud, entrando y saliendo de hospitales por distintos problemas (hace un año le abrieron en canal para reconstruirle entera la columna) y sin que ello le mermara un ápice su permanente actitud al frente del cañón, atento a los numerosísimos frentes que mantenía abiertos, consiguiendo, como el más habilidoso de los malabaristas, que todas las bolitas se mantuvieran en el aire en sus bailes armónicos. El pasado dos de marzo le detectaron un cáncer de pulmón. Al día siguiente me llamó para decírmelo sin tapujos y tuvo que ser él quien me consolara. Las metástasis se multiplicaron con la más voraz de las velocidades, indiferentes a quimio y radioterapias. En estos meses se ocupó de dejar todo organizado, entre otras cosas, el futuro de su empresa y la forma en la que debemos trabajar a partir de ahora. Mientras se iba deteriorando físicamente no paraba de convocarnos y darnos instrucciones y, al mismo tiempo, salvo cuando los dolores le ponían de mala leche, haciendo bromas y comentarios entre irónicos y crípticos que, acertando siempre en el blanco, nos hacían ver el correcto enfoque respecto a varios asuntos. El jueves pasado fue la última vez que lo vi, pero él estaba sedado. Este fin de semana se reanimó ligeramente y habló con unos cuantos amigos (y, por supuesto, con su familia que estuvo con él todo el tiempo), pero la noche del domingo al lunes volvió a empeorar y hacia las cinco de la tarde falleció dormido en el Clínico de Madrid.

Ayer pasé casi todo el día en el tanatorio de la carretera de Colmenar Viejo, donde él mismo había dispuesto que había de ser incinerado. Cuantísima gente, cuantísima emoción, cuantísimas conversaciones recordando lo que ha sido este hombre que muere con sólo cincuenta y ocho años, dejándonos a tantos con una dolorosa sensación de orfandad. Nos queda su ejemplo y, a mí al menos, me queda él dentro de mí, como parte relevante de lo que soy. Adiós, Chiqui.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

lunes, 28 de junio de 2010

Birretes jacobinos

Acabo de leer El viajero del siglo, de Andrés Neuman (me ha gustado, por cierto) y entre las muchas referencias más o menos eruditas de la novela hay una que me ha llamado especialmente la atención. Se trata del birrete que pertinazmente usa Hans, el protagonista, y que, por lo visto, durante esos años posteriores al Congreso de Viena, en la Europa de la Restauración, era considerada una prenda provocativa, contraria a las reglas que entonces imperaban. Quienes lo usaban, según el autor, eran tildados de jacobinos, seguidores de las ideas más radicales de los revolucionarios franceses y, consecuentemente, muy mal vistos en unos tiempos que, acabadas las guerras napoleónicas, se recelaba de las proclamas libertarias.

El birrete, más que a la Revolución Francesa, está asociado a las ceremonias judiciales y universitarias, creo que desde bastante antes de que Robespierre estuviera armando bronca por París. Este sombrero proviene, según me entero gracias a internet, del pileus quadratus romano, pero también fue utilizado durante la Edad Media y el Renacimiento por los soberanos y autoridades. El retrato de Federico da Montefeltro, duque de Urbino, de Piero della Francesca (1472) muestra el birrete seguramente más famoso de la historia del arte, con el simbólico color rojo. Aunque lo que es verdaderamente característico del birrete es su forma cilíndrica, con remate plano, como si fuera un tapón (y tal es el significado de berretto en italiano), que permitió, en tiempos más recientes, colocar sobre el casquete un panel que sobresale, típico de los tocados universitarios.

Muy distinta es la apariencia del llamado gorro frigio que, en cambio, sí es la prenda que se asocia a la Revolución Francesa. Éste tiene forma de caperuza cónica, cuya punta cae curvada. Por supuesto, su más célebre representación pictórica se encuentra en La Libertad guiando al Pueblo, de Delacroix (1830), y llegó a convertirse en el tocado de Marianne, la mujer alegórica que encarna la República Francesa. Los gorros frigios, pese a su nombre, parecen provenir también de otro pileus romano, el que usaban los esclavos manumitados y seguramente ésa fue la referencia que decidió a los revolucionarios de finales del XVII a escogerlo como símbolo contra la opresiva sociedad del Antiguo Régimen.

Birrete y gorro frigio son pues bastante diferentes y no sólo en sus formas sino también en los materiales con los que deberían confeccionarse: mientras el primero tiene una apariencia rígida, el otro, en cambio, hecho usualmente de lana, es todo lo contrario. Sin embargo, hay algo que los emparenta y es su simplicidad formal, especialmente si los confrontamos con los tocados que se usaban en la alta sociedad anterior a 1789. No creo que Neuman, cuando se refiere al birrete, yerre confundiéndolo con el gorro frigio (es notable la labor de documentación que subyace en la novela), lo que me inclina a dar crédito al sobreentendido de que en la Europa de Metternich el birrete de Hans era efectivamente un atuendo políticamente incorrecto. Supongo que el sombrero habitual de los burgueses y "ciudadanos de bien" sería el de copa (cuya excesiva altura obligaba a sobredimensionar los techos de los carruajes) y que las mujeres habrían vuelto a las recargadas "arquitecturas" de los gloriosos tiempos monárquicos que reverdecían nuevamente. En ese bosque de perifollos rococós parece natural que usar una prenda de tan simple geometría fuese un acto de provocación ideológica. De otra parte, por más que alguien como Hans rechazase los valores carcas que dominaban el panorama europeo, difícilmente cabe imaginar que se tocase con un gorro frigio que lo habría convertido en poco menos que una caricatura grotesca. Me cuadra pues imaginarme al protagonista paseando por la ciudad de Wandernburgo tocado con su escueto birrete y generando disgustados gestos entre los burgueses, aunque hasta la lectura de esta novela no había pensado que esa prenda hubiera tenido nunca tales connotaciones.

Como subproducto curioso de esta breve indagación sombreril, descubro que el gorro frigio aparece representado en las banderas y escudos de numerosas naciones (casi todas las americanas) cuya independencia fue acompañada de los ideales revolucionarios de la famosa trilogía francesa: libertad, igualdad y fraternidad. Siempre rojo, claro, que era el color tanto del poder como de los sans-culottes. Visto desde hoy, con la escasa cultura simbólica, esas banderas se nos antojan infantiles y seguro que habrá más de uno a quien le recuerden a Santa Claus (y menos mal que los gorritos no son azules, que entonces, en vez de conspiraciones masónicas, estaríamos pensando en un imperio mundial de los pitufos).


CATEGORÍA: Literaturas

sábado, 26 de junio de 2010

Un episodio que me avergüenza

Me siento en el tranvía. Mientras abro mi libro noto que la mujer de enfrente, una morena de buen ver de unos cuarenta, se me queda mirando. ¿Miroslav? Sí, contesto intrigado. ¿No te acuerdas de mí? No, digo (no voy a repetir una viejísima escena de cuando era un chaval y en un autobús estuve hablando con una chica preciosa que me conocía a la que no logré recordar y que al final se bajó sin que supiera quién era). Soy May, trabajé con ustedes en el estudio de arquitectura ...¡May!

Sería hacia el año 88. Un amigo y yo, inmigrantes sin recursos ni contactos en esta isla, acabábamos de alquilar en Santa Cruz un pisito de cuarenta metros cuadrados que abríamos como estudio de arquitectura, con la esperanza de hacernos hueco en el mundo profesional (yo había ya pasado un año en Tenerife, pero en el sur, en una aventura que había acabado como el rosario de la aurora, dejándome más pelado y pobre de lo que era antes de venir). Necesitábamos una secretaria (adviértase el machismo implícito) y contactamos con una Academia vecina para que nos mandaran a las alumnas que estuviesen interesadas en el trabajo. Una de las que se presentó al “casting” (no recuerdo en absoluto a ninguna de las restantes) fue May.

Preparamos una pequeña batería de pruebas con la intención de poder valorar con un mínimo de objetividad la competencia de las aspirantes (todas mujeres, por supuesto). Tenían que redactar una breve carta a un imaginario (y ansiado) cliente, copiar a máquina un texto a la mayor velocidad y con el menor número de errores, ordenar en una estantería una serie de revistas y contestar una llamada telefónica en la que uno de nosotros, simulaba ser un impertinente y disgustado proveedor al que ellas tenían que conseguir calmar y dar largas educadamente. Además, les hacíamos una entrevista para ponderar sus motivaciones. Todo, como puede verse, muy pretencioso y profesional.

Bien es verdad que teníamos claro que la seleccionada no sólo tenía que aprobar en nuestra ilusoria escala de aptitud y actitud sino también superar unos mínimos en lo que eufemísticamente se solía llamar “buena presencia”. Vamos, que tenía que estar buena, y no tanto porque fuéramos unos salidos (que lo éramos: dos tíos de veintinueve años), sino porque estábamos convencidos de que cuanto de mejor ver estuviera nuestra secretaria-recepcionista más posibilidades teníamos de que nuestro embrión de estudio “progresara adecuadamente”. En nuestro descargo a posteriori, he de decir que los exámenes no nos dieron resultados contundentes. En general todas las aspirantes eran uniformemente mediocres en sus capacidades profesionales y quedaba claro que lo bien o mal que podrían funcionar dependería fundamentalmente de su disponibilidad a aprender y de sus ganas de currar. Con lo cual, confesándonoslo más o menos abiertamente, pasamos a aplicar el popular criterio de “ante la duda, la más ...”

Y la seleccionada fue May. Era una chica de diecinueve años, de unos rasgos preciosos algo aniñados que desmentían una mirada pícara y unos labios demasiado carnosos pero, sobre todo, un cuerpo espectacularmente tentador (aunque era algo bajita) que, para colmo, embutía en unas ropas estrechas que obligaban a calificarlo de provocativo. Esos argumentos físicos se complementaban con un hablar muy dulce y una disposición que nos pareció muy servicial y positiva. Así que le hicimos un contrato en prueba y empezó a venir en horario de mañanas a nuestra oficina.

Como apenas teníamos trabajo, pasábamos bastante tiempo hablando entre nosotros e, inevitablemente, May era el pivote central en el trío, generadora de una obvia “tensión sexual no resuelta”. Aun así, la cosa se fue manteniendo en un equilibrio inestable sobre la delgada línea de lo “políticamente correcto” hasta que empezaron a entrar los primeros trabajillos. Justo es reconocer que cierta influencia tuvo nuestra secretaria en alguno de esos encargos caídos a través de un tipo de una agencia inmobiliaria que había quedado encantado con la chica y, cada vez que tenía un rato libre, subía al estudio a coquetear con ella. Pero el hecho es que, en cuanto a May tuvimos que empezarle a exigir un cierto nivel de intensidad y eficacia en el curre, comenzó a mostrar demasiados fallos.

El clima relajado de buen rollito fue estropeándose. Paco, mi socio, me planteó que al cumplirse el plazo de prueba tendríamos que cambiar de secretaria. Yo le propuse que me dejara hablar con ella a ver si lograba que mejorara su rendimiento, motivado un tanto porque le había cogido cariño y otro tanto porque, aunque no me lo reconociera francamente, la chica me ponía bastante. Así que, aprovechando el grado de intimidad que habíamos alcanzado, una tarde quedamos ella y yo para ir al cine y luego a charlar. La película, muy apropiadamente, fue “Armas de mujer”, en la que Melanie Griffith representa la secretaria perfecta. Luego cenamos en un pequeño restaurante y hablamos de sus dificultades con el trabajo del estudio pero, poco a poco, la conversación se alejó del terreno laboral y derivó hacia derroteros más escabrosos, chapoteando cada vez más descaradamente en las aguas del coqueteo erótico.

Cuando entramos en mi coche para que la llevara a su casa ya estábamos muy calientes y antes de arrancar comenzamos a besarnos y a manosearnos frenéticamente. O sea que no me dirigí hacia su domicilio sino al mío y una vez allí, sin preámbulos, directamente al dormitorio. Caímos en la cama abrazados y de esa guisa empezamos a desvestirnos mutuamente. O más preciso sería decir que era yo el que me esforzaba en arrancarle las ropas porque ella, muy participativa en los besos y caricias, oponía una extraña resistencia a quedar desnuda. En un momento, ante mi insistencia (de obra más que de palabra), me confesó que le daba vergüenza que la viera porque tenía una quemadura que la desfiguraba. Por supuesto, esas palabras no bastaron para sofocar mi excitación y, tranquilizándola, conseguí quitarle la camiseta.

Entonces vi su abdomen, carne retorcida en arrugas y cicatrices, un espantoso paisaje de piel asolada, y no pude evitar una náusea de repugnancia, un rechazo visceral que se impuso sobre mi compasión y mi lujuria. Me contó que, siendo apenas bebé, su hermano la había dejado caer en un caldero de agua hirviendo y había pasado dos meses hospitalizada, al borde de la muerte durante muchos días y recuperándose finalmente pero conservando para siempre ese espantoso estigma, que afeaba tantísimo un cuerpo que, vestido, se presentaba como la más apetecible de las tentaciones. Por supuesto, intenté disimular (sin lograrlo, claro está) la negación de mi cuerpo, y la abracé apretándola mucho, besándola y acariciándola. Lloró, lloramos, y nos bebimos las lágrimas en besos salados durante mucho rato y, al final, se quedó dormida.

A la mañana siguiente no estaba en mi cama. Fui al estudio y ya había llegado. No hubo ninguna referencia a nuestro encuentro. Poco más hay que contar. Cuando venció su periodo de prueba, fue ella misma la que nos dijo que, aunque estaba muy a gusto con nosotros, prefería buscar otro trabajo. Desde entonces hasta el otro día: veintidós años, se dice pronto ... Poco me enteré sobre lo que había sido de su vida; puede que todavía me sienta avergonzado. Tampoco tuvimos mucho tiempo: dos paradas después de que me sentara enfrente de ella, se bajó tras darme un beso y decirme que se había alegrado mucho de verme. Yo también, May.


Mon ami, mon amour- Amparo Sánchez (Tucson-Habana, 2010)

CATEGORÍA: Recuerdos

domingo, 20 de junio de 2010

El trigo y la cizaña

Lo había soñado durante tres noches consecutivas. Y las tres había sido hacia las tres de la madrugada en punto, minuto más, minuto menos. Las tres noches se había despertado como deslumbrada por la nitidez del recuerdo, embargada por una absoluta lucidez, por el íntimo convencimiento de lo ineludible: era así, así tenía que ser. Las tres noches se había levantado de la cama, se había bebido un yogur líquido para apagar la secura de la garganta, había deambulado un rato por la casa silenciosa y había vuelto a acostarse para recuperar el sueño casi al instante. Lo curioso sin embargo, a diferencia de otros sueños anteriores, era que por la mañana éste no se había convertido en una sombra vaga, sino que seguía delineado con precisión en su memoria. Y también la seguridad, la certeza de su exactitud imperativa.

Los antiguos pensaban que los dioses hablaban a los humanos a través de los sueños. Rosana no creía en dioses, ni en otras zarandajas espirituales; tenía que haber sido su cerebro, sus neuronas retorcidas por el dolor, las que habían urdido a sus espaldas ese plan, las que se lo habían presentado mediante ese envoltorio onírico para que pudiera entenderlo, aprehenderlo en todo su organismo. Porque, en realidad, más que un plan de acción concreto (eso fue madurado durante las vigilias de esta semana) lo que había soñado tres noches consecutivas había sido una cadena argumentativa, una concatenación de premisas, cada una con sus respectivas pruebas de convicción, que, con la inevitabilidad lógica de los silogismos, llegaba a la conclusión irrefutable de que tenía que matar a Raquel García.

Como todas las de este nefasto mes, pasaba las tardes en el hospital, con Juan. Quedaban pocos días, un par de semanas a lo sumo, decían los médicos. Ya no habría más quimioterapia, ya nada más que morfina y esperar que ese cáncer voraz, esa locura suicida de las células de su marido colapsara definitivamente. Ella era la testigo obligada a asistir a esa dolorosa agonía, a sentir cómo la persona que más amaba se apagaba sin remedio. Y a admirarlo también ahora, comprobando cómo, pese a los aturdimientos de somnolencia de las drogas, seguía esforzándose por dejar todo organizado, por resolver los flecos pendientes, preocupado por ella y por tantos otros, por los miles de asuntos que su privilegiada inteligencia había logrado mantener en eficaz y sincronizado movimiento, en la más armónica y bella de las danzas.

Miraba a Juan, tan flaco, la mitad del cuerpo semiparalizada, sin fuerzas, y la rabia la desasosegaba. No es justo, se decía, y las palabras mudas se le escapaban al aire como espadas que desgarraran su amor, el de Juan, esa emotividad (tan buena y tan dulce y tan pacífica) que colmaba la habitación. Rosana no quería ensuciarla con las interferencias de su rebeldía, de su negación, pero ... Pero, ¿por qué había de morir alguien que tanto hacía por los demás, que tanto contribuía a que este mundo fuera mejor, que a tantos les parecía, no sólo a ella, un ser casi imprescindible? Juan desaparecería y en cambio otros malos bichos viviría, seguirían trayendo infelicidad, engrosando la ya demasiado abundante medida de lo feo, lo malo, lo ruin ... Sin ir más lejos, la directora general de su departamento, una trepa despreciable, sólo atenta a su propia vanidad, que se le desborda en todos sus actos; una mujer que desde su cutre estupidez, desde su "yoísmo" insaciable, pareciera empeñada en malograr cualquier esfuerzo constructivo de su entorno.

Juan y Raquel, extremos opuestos. Hay un equilibrio en el mundo, en el universo, le decía el sueño, pero es un equilibrio inestable que oscila de lo malo a lo bueno y, cuando lo malo crece demasiado hay que suprimirlo para que florezca lo bueno, hay que segar la cizaña para poder recoger el trigo. Y tenía que ser ella, Rosana, quien lo hiciera, porque sólo en ella había suficiente amor para admitir el sacrificio compensatorio de dar la muerte. Cada noche sucesiva de esas tres el sueño fue más detallado y explícito en los argumentos: la muerte de Juan (¿acaso el milagro de su curación?) exigía la de Raquel: así tenía que ser. Por tanto, había que urdir cuidadosamente el plan, preparar el crimen con todas las garantías de efectividad en su comisión y de impunidad posterior. A ello dedicó Rosana las mañanas de esta semana y, a medida que le iban cuadrando todas las piezas, que iba previendo todas las eventualidades, hasta las más improbables, su alma lograba desalojar la rabia impotente y quedarse sólo con el amor inmenso que fluía hacia y desde Juan.

El anzuelo, cómo no, había sido el halago. Con medias palabras, le insinuó a la directora que se había enterado de una trama de corrupción que involucraría al consejero de Medio Ambiente. Aunque del mismo partido, Rosana sabía que Raquel temía y odiaba a ese individuo, quien a su vez la menospreciaba, obstaculizando con su actitud las ansias de poder de la vanidosa política. Por supuesto, picó; la convocó a su despacho, pero Rosana arguyó que no se atrevía a hablar en el departamento; incluso se permitió el farol de echarse para atrás, de decir que seguramente habría interpretado mal los datos, que mejor no darle más vueltas. Raquel insistió, acicateada su curiosidad carroñera. No me atrevo, pasó entonces a la defensiva Rosana, me da miedo que sepan que lo sé y más que te lo haya contado. Con esas argucias la mantuvo tres días en vilo, negándose también a encontrarse con ella fuera del departamento, por si las veían juntas, creando la atmósfera típica de una película de conspiraciones en la que Raquel se zambulló cada vez más entusiasmada e impaciente.

Por fin, como quería, fue la directora quien propuso el lugar idóneo. Un mirador que se asomaba a los acantilados en el recodo de una carretera secundaria, un lugar al que nunca iba nadie y que Raquel le había dicho hace unos meses que era su escondite preferido cuando necesitaba pensar (¿esta idiota piensa?, se había preguntado entonces Rosana) o estar a solas con alguien. Una plataforma de madera volada sobre el mar con unas tablas atornilladas a unos postes como única protección. Bueno, fingió ceder de mala gana Rosana, nos vemos allí el viernes a las tres de la tarde. Y ahí estaba ella, esperándola. Llevaba ya un buen rato, le había dado tiempo de sobra para retirar los cuatro tornillos del tramo central de la barandilla que ahora no era más que una tabla apoyada, lista para caerse al mínimo impacto, incapaz de contener ya el peso de un cuerpo, el de Raquel, cuando ella, Rosana, lo empujase violentamente. Raquel caería doscientos metros, rebotaría contra los escarpes para yacer, rota, sobre las rocas de la orilla, sacudido su cadáver por las olas. Y ella, Rosana, arrancaría su coche y regresaría a la ciudad, al hospital, a Juan.

Ve el coche de la directora apareciendo tras la curva; llega puntual. Suena el móvil; del hospital le comunican que Juan acaba de entrar en coma.


Todos se van - Andrés Calamaro (On the Rock, 2010)

CATEGORÍA: Ficciones

martes, 15 de junio de 2010

Febrero de 1957: mi padre en Cuba (1)

A principios de febrero de 1957 mi padre llegó a Cuba en un Super Constellation de Aeropostal Venezolana procedente de Maiquetía. Como ya he contado, llevaba ya dos años y pico recorriendo América y dando conferencias de ciudad de en ciudad, aprovechando para hacer muchos y muy diversos amigos y conocer unas realidades bastante diferentes de la española de los tristes cincuentas. Durante los últimos dos o tres meses había estado viviendo en Caracas, ciudad en la que, según me contó alguna vez, se sentía muy a gusto. Eran aquéllos los últimos meses de la dictadura de Pérez Jiménez y la vida venezolana estaba fuertemente salpicada de agitadores políticos que preveían el fin del régimen. Parece que algunos estudiantes vinculados a la Acción Democrática de Rómulo Betancourt (por entonces en el exilio, pero referente indiscutible de una parte importante de la oposición venezolana) mostraron interés por sus ideas y le invitaron a varios debates semiclandestinos. Mi padre me contaba que no siempre las tenía todas consigo, pues no estaba del todo seguro de si, en su condición de extranjero, no se arriesgaba demasiado asistiendo a algunos de esos cónclaves. De hecho, entre las amistades peligrosas que hizo hacia finales de 1956, se encontraban algunos jóvenes cubanos que pertenecían a un entonces casi desconocido Movimiento 26 de Julio. Hacía poco tiempo que, casi sin pena ni gloria, los escasos guerrilleros supervivientes del desembarco del Granma habían huido a refugiarse en la Sierra Maestra. La noticia había sido difundida por la mayoría de la prensa como un intento sedicioso fácilmente atajado por las fuerzas de Batista. Los nuevos amigos de mi padre, sin embargo, le insistieron que esas noticias no eran más que parte de la insidiosa campaña de desinformación de la dictadura cubana y de sus socios capitalistas; que, en realidad, había un profundo clima de resistencia en la isla y que el triunfo de una revolución liberadora estaba al caer. No es que mi padre, ni entonces ni luego, simpatizara demasiado con las revoluciones, pero era curioso y, además, esos chicos de su edad (y más jóvenes incluso) le resultaron simpáticos y, sobre todo, cargados de generosos ideales que defendían con ilusión contagiosa.

El deseo de conocer Cuba de primera mano y trabar contacto con alguno de los jóvenes del 26 de Julio (con los llamados del Llano, que operaban principalmente en La Habana, que "visitar" a los de la Sierra no le excitaba demasiado, además de que eso significaría sobrepasar, en su situación, los límites de la más elemental prudencia) no era la única razón que le impulsaba a darse un salto a la gran isla antillana. En La Habana iba a celebrarse el Primer Gran Premio de automovilismo de Cuba y tenía mucho interés en ver la carrera. Cuando, hace ya muchos años, me comentó este primer viaje cubano, no entendí demasiado que hubiera querido ir a ver una competición de coches, pues mi padre, desde que he tenido uso de razón, las aborrecía. Naturalmente, le pedí que me lo aclarara y, como si le molestara hablar de ello, me respondió escuetamente que conocía a dos de los más famosos conductores de entonces: al célebre campeón del mundo Juan Manuel Fangio y al malogrado aristócrata español Alfonso de Portago. Al Chueco lo había conocido en la Buenos Aires, durante los meses de su estancia argentina y había quedado fascinado con su personalidad, si bien nunca llegó a tener el suficiente trato como para considerarlo amigo. En cambio sí tuvo que sentir verdadero afecto hacia Fon Portago, pese a que tampoco debió frecuentarlo apenas. Esa tarde que rememoro (sería hacia el 78, más o menos), escueta y poco explícitamente, mi padre me dijo que la muerte de "ese chico de mi edad tan alocado y tan generoso" le quitó para siempre el gusto por las carreras de autos. Yo entonces, un universitario poco interesado en las batallitas paternas, ni siquiera sabía quién era ese Portago y, la verdad, tampoco me importaba un ápice.

Luego, por supuesto, me fui enterando de que se trataba de un corredor deportivo, un aristócrata español, playboy, millonario y deportista, que se había criado en Francia (en la costa vasca) y que, huérfano muy joven, había vivido en Estados Unidos. Gracias a internet, he podido conocer varios datos suyos y así comprobar que tanto su vida como su carácter fueron casi diametralmente opuestos a los de mi padre. Cuesta creer que dos personas tan disímiles llegaran a conocerse y, mucho menos, alcanzaran nada parecido a una amistad. Y sin embargo, entre los papeles de mi padre apareció una carta manuscrita de este hombre que firmaba "tu amigo, Fon" y tiene fecha de abril de 1958. En ella se refiere misteriosamente a "tu oportuna ayuda en aquella noche parisina que nos cruzó" y, en el segundo y último párrafo, manifiesta su deseo de que "no pase mucho tiempo antes de que podamos seguir la conversación sobre política que tuvimos que interrumpir en La Habana". Cuando, meses después de su muerte, le pregunté a mi madre que de qué conocía a Alfonso de Portago, ésta no supo darme casi detalles. Era un corredor de coches que se mató en Italia, antes de que nosotros nos conociéramos, me dijo. Algo me contó una vez sobre que le echó un cable en un lío de faldas, tu padre, imagínate. Y parece que ambos se cogieron cariño; admiraba mucho las ideas de tu padre y le decía que, cuando se retirara de los coches pensaba instalarse en España para dedicarse a la política a fin de propiciar la vuelta de la monarquía (creo que era muy amigo de don Juan) y que quería contar con él como asesor. Ya ves ...

Encuentro en internet una entrevista que le hicieron a Portago en 1957 (probablemente en marzo, antes de las 12 horas de Sebring, en Estados Unidos) y en ella Fon le reconoce al periodista lo mismo que, poco después, escribiría a mi padre: Tengo la impresión de que (el automovilismo) es como una preparación para algo, señala el entrevistador; y contesta Portago que "en efecto. No he hablado de esto con mucha gente. Sabes, España no ha tenido un nuevo héroe nacional durante muchos años, muchos. Esto es lo que significa el campeonato del mundo para mí. Cuando deje de correr, iré a España y entraré en política". Lo que, en cambio, sigue siendo un enigma respecto al cual sólo puedo elucubrar fantasías es cómo se conocieron él y mi padre. Imagino que sería en 1953, cuando mi padre estaba becado en Francia. A lo mejor coincidieron en el bar de algún hotel de París (aunque dudo que mi padre pudiera permitirse los mismos alojamientos que el millonario veinteañero) y, desbarremos, el médico becario se hiciera pasar por el acompañante de alguna rutilante corista que había ligado el otro ante la aparición de la esposa de éste. Si así hubiera ocurrido, muy tonta tendría que ser Carroll Pister, una antigua modelo de Carolina del Sur con quien Fon se había casado en 1949, para tragarse el engaño, pues me cuesta imaginar que mi padre, con tan poca pinta de seductor, pudiera dar el pego; aunque vaya uno a saber cómo era a los veinticinco años. Por cierto, la vida de la mujer de Portago no deja de ser interesante: en 1978, con cincuenta tacos y dos hijos del español, se casó con Milton Petrie, una de las grandes fortunas norteamericanas (dueño de Toys'R Us, entre otros negocios) y, tras la muerte de éste en 1994, pasó a ser una de las grandes damas de la filantropía neoyorkina; que yo sepa, sigue viva y residente en el lujoso edificio residencial del número 834 de la Quinta Avenida.


Pero no me seguiré desviando que, como de costumbre, me alargo demasiado. Quedémonos con que mi padre, hacia principios del 57, tenía motivos para querer darse un salto a Cuba. Para el mes de marzo lo habían invitado a participar en unos actos culturales que iban a celebrarse la Universidad de Los Andes de Mérida, así que disponía de algo más de un mes para ausentarse de Venezuela. Algo de dinerillo tendría para costearse el pasaje y poder aguantar en la isla, al menos hasta que consiguiera que le encargaran (y pagaran) algunas conferencias. Si bien no tenía nada seguro, a esas alturas me imagino que habría desarrollado bastante confianza en que así iba a ocurrir (y así ocurrió), visto que el sistema le llevaba funcionando ya casi tres años. Quizá hubiera recibido alguna nota de su amigo Fon, aunque no lo creo probable (habría aparecido entre sus papeles). Como fuera, lo cierto es que, como dije al iniciar este post, en los primeros días de febrero de 1957 mi padre aterriza en el aeropuerto de Rancho Boyeros, a 18 kilómetros de La Habana.


Honky Tonk Women- Groove da Praia (2006)
(Los Stones en versión Bossa Nova, con perdón de los puristas (yo mismo), pero es lo que tiene el easy listening).

CATEGORÍA: Recuerdos

miércoles, 9 de junio de 2010

Cruzando el Río de La Plata

Aguas sucias, parduzcas, opacas. Olas rítmicas, ligeras, diagonales a la dirección del barco. La superficie de este río que parece un mar extraño me recuerda las chapas onduladas de zinc de las viviendas de La Boca. Oteo hacia el frente, pero la costa uruguaya aún sigue invisible. Me dijeron ayer que éste es el río más ancho del mundo. Pero aquí, ¿sigue siendo un río? A la vista, desde luego, no es dulce el adjetivo que uno atribuiría a sus aguas.

Viajo en el “buque rápido” (35 nudos de velocidad de crucero, eso han dicho por megafonía). Uno de estos barcos grandes de nueva generación para cruzar franjas marinas (o fluviales) con coches y pasajeros. Muy parecido, por ejemplo, a los que unen Tenerife y Gran Canaria. Interior amplio con asientos tipo avión, tienda duty-free, local con maquinitas para juego, bar-cafetería … Una hora de viaje hasta Colonia, aunque ha salido con diez minutos de retraso.

Voy sentado en la cubierta central de turista, a estribor. Me rodea un grupo de matrimonios mexicanos, bulliciosos, bromistas. Por lo que les he oído, están en viaje de empresa, algún congreso que hoy se clausura en Punta del Este. Uno de ellos, el más graciosillo, comentó en voz alta que había perdido la conexión a internet por el celular, y levantaba ostentosamente el móvil, moviéndolo como quien prueba la orientación de una antena. En medio de esos aspavientos, noto que me está mirando, y entonces dice, voy hacia la cafetería a ver si ahí agarro señal.

Naturalmente, no son más que figuraciones mías. Mi contacto no me conoce y, además, hasta las diez menos cuarto no he de activar el bluetooth. El mexicano, en todo caso, ha vuelto hace un ratillo (ya me he enterado de que son de Guadalajara) y todavía sigue sin alcanzarse a ver la costa uruguaya. Voy a apagar el ordenador y a ir preparándome, aunque falten quince minutos para la hora fijada.

Ya está hecho. Fui a los sillones que hay junto a la cafetería del barco y activé el bluetooth. En la pantalla apareció una lista de catorce dispositivos, pero ninguno se llamaba Aleph. Por unos momentos pensé si el viaje sería en vano. Me impuse calma; entré al bar y pedí un cortado. Cuando me lo sirvieron, volví a “buscar dispositivos”. En la nueva lista seguía habiendo catorce, pero uno de ellos era Aleph (¿a cuál habría sustituido?). Seleccioné “sincronizar” y me apareció la petición de pin. Tecleé los cuatro dígitos pactados y en unos segundos el mensaje de “sincronización aceptada”. Miré a mi alrededor mientras bebía un sorbo de café; nadie a la vista manipulando un móvil. Entonces envié el mensaje que ya traía guardado, los tres IPs, las tres fechas. Comprobé el aviso de verificación y desconecté el bluetooth.

Estoy de vuelta en mi asiento. Ya se ve la costa uruguaya. Un espigón de piedra que delimita el acceso al puerto de Colonia. Detrás una línea de árboles de copas verdes y frondosas. Tengo ganas de pasear por esta antigua ciudad portuguesa. En cuanto desembarque, llamaré al arquitecto municipal, que se ha ofrecido a hacerme de guía. A partir de ahora a olvidarme del encargo y a disfrutar del viaje (a ver si me dejan hacer algo de turismo).

CATEGORÍA: (semi)Ficciones

martes, 8 de junio de 2010

Viaje por encargo

Subyace el Atlántico (absurda frase que no puedo evitar). Volamos con el sol que poco a poco nos come la ventaja. Unas breves turbulencias me han despertado de una siesta escasa y reconfortante. Tengo tiempo, faltan algo más de cuatro horas, para repasar los últimos detalles.

El encuentro será en el buque rápido que cruza el Río de La Plata, desde Buenos Aires a Colonia. No nos conocemos ni tampoco nos conoceremos. El miércoles, a las nueve y media de la mañana, debo conectar mi móvil, por bluetooth, con otro cuyo nombre es Aleph. La evocación borgiana parece inevitable, pero probablemente no sea más que una de las tantísimas pistas falsas. Establecida la conexión, enviaré las tres IPs, digitos aparentemente anodinos, y sus fechas de conexión.

Esa tarde debo dormir en Montevideo y asistir, los dos días siguientes, al Congreso, tapadera perfecta. La tarde del viernes, con los nuevos amigos, veré el Uruguay-Francia y escucharé atento la entrevista que harán al final a Forlán; quizá pueda volverme con algún dato nuevo. En el peor de los casos, serán otras largas horas de avión hasta saber, de vuelta en casa, si han sido ejecutados a tiempo.

Habrá sido casi una semana fuera en un mal momento para desaparecer, pero las circunstancias deciden y a alguien había de tocarle. ¿Para qué darle vueltas? Lo cierto es que me siento como si los acontecimientos inminentes en cuyo desencadenamiento he de participar no tuvieran nada que ver conmigo, no fueran en absoluto mi responsabilidad. No se trata de frialdad emocional sino, en todo caso, de un simple mecanismo de defensa. Entre tanto, alguien que sí me importa mucho se está muriendo. Puede que ya no alcance a verlo más.

CATEGORÍA: (semi)Ficciones

miércoles, 2 de junio de 2010

¿Qué quieren los trolls?

Señor, señora o señores LasAlegresMarionetas:

Le contesto a su comentario en mi último post mediante un nuevo post, de modo que si usted o sus compañeros de esa extraña web que se autocalifica de "experimento sosiológico; con S de sosio" tienen interés en discutir mis opiniones lo hagan aquí. Siempre me han molestado los off-topic, incluso cuando no incurren en groserías, aunque sé de sobra que esta técnica es un recurso imprescindible de quienes se dedican a ensuciar internet, esos llamados trolls.

En su comentario dice querer "romper una lanza" por ese tal Cosme porque, según usted, "a menudo un comentario directo puede incluir una verdad". Magnífica frase la suya, absolutamente huera. Un comentario directo puede incluir una verdad, también puede ser una mentira, también puede ser una completa estupidez. Viene a ser como decir que si yo suelto la primera cosa ofensiva que se me ocurra (por ejemplo, el tal Cosme ha violado a su hermanita de cuatro años) puedo estar diciendo la verdad. Admitamos que cabe esa probabilidad pero me imagino que usted coincidirá conmigo que su valor, cuando se trata de enunciados dichos al azar, sin ningún conocimiento de los hechos, es muy muy cercano al cero.

Dice usted luego que el padre es un gran desconocido para sus hijos, frase ésta que en términos bastante generales puedo compartir. Ciertamente, cuando uno es niño no puede ver a su padre con una mínima objetividad, pero no necesariamente eso es así durante toda la vida ni tampoco la imagen que tenemos de nuestros padres (obviamente a medida que maduramos) se forma exclusivamente a partir de las revelaciones que él nos ha hecho. Si usted ha leído mi post, lo anterior es especialmente aplicable porque, mayoritariamente, lo que cuento no son opiniones sobre mi padre (y éstas no corresponden a un niño que mitifica al héroe) sino hechos ciertos de su vida. Y, de otra parte, también es más que discutible (al menos en mi caso) que de adolescentes nos creamos o queramos creer esas ficciones míticas sobre el padre; yo diría que más bien al contrario.

Por supuesto, como usted dice, a veces puede ser más iluminadora (en el sentido de contribuir a ver la verdad de algo) una conversación con un extraño que con alguien que sólo pretende adularnos. Pero para que ocurran esas "veces" cuya probabilidad usted presume es necesario, en mi opinión, que el desconocido sepa algo del tema para que su aportación pueda llegar a ser iluminadora. Si no, estamos ante el mismo supuesto al que ya me he referido antes: probabilidad infinitesimal.

Ahora bien, aclarada mi posición en términos teóricos, me gustaría saber si usted entiende que el comentario del tal Cosme, quien efectivamente es un desconocido, contribuye a que yo conozca mejor a mi padre; si usted piensa que lo que quiere Cosme, con su mejor intención, es que yo medite sobre si el verdadero motivo de mi padre para regresar varias veces a América era "follarse a ésas con las que no tuvo cojones de casarse". Dado el conocimiento que tiene el tal Cosme sobre mi padre, exactamente igual podría haber dicho que volvía a América para conseguir cocaína de mejor calidad o cualquier otra estupidez al azar.

Es decir, señor, señora o señores LasAlegresMarionetas, no trate de contar milongas en un ejercicio absurdo de cinismo. Usted, salvo que tenga una grave disfunción cerebral (lo cual no parece, ya que es capaz de redactar con suficiente sentido), sabe perfectamente que los argumentos que esgrime, al margen de su mayor o menor coherencia teórica, no son aplicables en absoluto al comentario respecto al cual pretende "romper una lanza". Los trolls no son profetas, sino simplemente seres maleducados que buscan molestar por el mero placer de molestar.

He entrado en la web a la que enlaza su nick. Da la impresión que el grupo de contertulios que allí se congregan consideran que están llevando a cabo una interesante labor sociológica (con c) que no acierto a adivinar cuál es, salvo estudiar las reacciones de los agredidos a las agresiones gratuitas. Sería de agradecer, al menos, un poquillo más de originalidad e ingenio en estas cutres iniciativas y (quizá ya sea pedir demasiado) una cierta argumentación justificativa de sus razones y fines. Por ejemplo, veo que dedican uno de sus foros, el denominado el vejadero, al "insulto como herramienta educativa". Prometedora hipótesis, sin duda, que de corroborarse puede llegar a revolucionar la pedagogía. Dediquémonos a vejar a los demás que, de esa forma, lograremos una sociedad mejor o, a lo mejor van por ahí los tiros, que nos matemos antes unos a otros y acabemos con esta especie fallida.

En ese foro, por ejemplo, dedican un artículo no a mi blog, sino al último post. Deduzco que el "ataque" lo debo a que soy asiduo del blog de Lansky, quien debe ser una especie de bestia negra odiada unánimemente por todos ustedes. El tono del comentario es una burda parodia del post sobre mi padre, "conocidísimo en su casa en la hora de comer", empezando por burlarse de que no se me ocurra otra cosa que escribir sobre él. Lo que me resulta revelador es la valoración del tal Marqués de Patatín: lo que he escrito le parece de lo más tentador. O sea, hay materia para pinchar, para descargar las burlas hirientes, para ensuciar. Se delata: para nada pretenden "educar" ni buscar la verdad ni siquiera aportar opiniones que contribuyan a que el autor o cualquiera de los lectores mejore en lo más mínimo. Es exactamente lo mismo que cuando alguien ve un coche impecable aparcado y le raya la carrocería con una llave.

Si escribo este "monográfico", como irónicamente se regocija un tal Mostro, no es para decir lo que ya todos, ustedes incluidos naturalmente, sabemos. Lo que me interesaría es comprender en qué radica el placer que encuentran con estas actividades. Buscar hacer daño por el mero gusto de hacerlo es algo que no consigo entender, salvo que responda a algún cortocircuito psicológico. Pero me gustaría pensar que no todos ustedes son meros descerebrados con disfunciones psicopáticas y que, a lo mejor, hay alguno que tiene alguna motivación mínimamente racional para estos comportamientos. Si así fuera, me resultaría muy interesante que la explicaran.

He de confesar, sin embargo, que no soy muy optimista en que se vean colmadas mis expectativas. Supongo que, como aconsejan quienes más saben de esto (al fin y al cabo, en más de cuatro años que tiene este blog apenas he recibido trolls), debería simplemente no hacerles caso. Pero que no se diga que no les doy una oportunidad, pues a lo mejor consiguen sorprenderme(nos). Eso sí, como ya dije en mi último comentario al post anterior, suprimiré inmediatamente cualquier comentario soez o no pertinente al asunto de este post. No tengo intención, por el momento, de pasar el blog a moderado (como erróneamente afirma el de Patatín), pero obviamente le tengo cierto cariño y no me gusta que los invitados caguen en mi casa y que la mierda se quede a la vista.

CATEGORÍA: Blogs e Internet