jueves, 12 de agosto de 2010

Día 6: De vuelta al Danubio, pero casi no lo vemos

Primera parada en Ulm, donde nos reencontramos con el Danubio. Poco resta de la arquitectura antigua, seguro que fue muy dañada durante la guerra, pero la visita queda justificada por la magnífica catedral gótica, en cuyo interior nos colamos sin pagar (la primera iglesia alemana hasta ahora en la que cobran entrada). En la misma plaza del Dom hay un edificio cívico de Richard Meier, un arquitecto que me gusta mucho (es el diseñador, por ejemplo, del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona); dos volúmenes cúbicos y blancos que cierran parte del espacio elegantemente, sin competir con el absoluto protagonismo de la catedral. Un poco más abajo en dirección al río está el Rathaus que es también una preciosa edificación. Por una puerta medieval se sale al Danubio que ya aquí es muy ancho y de aguas veloces.

Al salir de Ulm abandonamos también Baden-Wurtemberg y volvemos a Baviera. Almorzamos el menú del día (no muy bueno) en una terraza en la marktplatz de Gunzburg, que más que una plaza es una calle muy ancha con las típicas casas entre medianeras con cubiertas transversales a la calle bajo las cuales hay dos y hasta tres plantas abuhardilladas y pintadas de distintos colores. Para llegar al casco viejo dejamos el coche en un parking junto a la carretera general que decía ser el de la Altstadt y desde ahí, siguiendo las flechas, ascendimos una eterna escalera (calculo que el equivalente a 8 pisos) para descubrir luego que se podía llegar hasta arriba con coche. Después de Gunzburg nos detuvimos en Dillingen, también un pequeño centro histórico de características muy similares, quizá algo más coqueto; paseito por sus pocas calles y unos helados en otra terraza. La siguiente etapa fue Donauworth, una localidad de mayor tamaño que las anteriores, pero muy parecida en sus características arquitectónicas. Pese a que llevábamos desde Ulm siguiendo el curso del Danubio, la verdad es que no veíamos el río y, con el calor que hacía, tenía ganas de sentarme a su orilla bajo árboles de sombra. Así que no pusimos a caminar por Donauworth en busca del Donau perdido y, tras cruzar varios canales, llegamos a un gran puente desde el que, por una escalerita casi escondida, se podía bajar hasta la ribera. La orilla no estaba adaptada para el uso de nadie (un desperdicio urbanístico) y mucho menos para acceder al agua; no obstante, quitándome las sandalias, me metí un poquito en el río apoyándome en piedras, lo suficiente para mojarme nuevamente con las aguas danubianas, aunque resultó que ese río no era el Danubio, sino el Zusam … En fin.

Ya a media tarde llegamos a Neuburg, una pequeña villa renacentista de lo más interesante. Enseguida vino Ingolstadt, que me defraudó un poquillo y donde casi ni paramos. Estaba ya atardeciendo cuando iniciamos el último tramo del día por una preciosa carretera secundaria que esta vez sí iba pegadita al Danubio. Pueblitos agrícolas de casas poco densas y fáciles accesos al río. Por fin pudimos aparcar y caminar un rato viendo las aguas verdoso parduzcas que fluían veloces (al paso rápido de un hombre, según comprobamos) y sentarnos en la yerba de la orilla. Ya oscurecido llegamos a Kelheim, a cuyas afueras estaba el hotel en el que habíamos reservado: un edificio grandote atendido por un alemán hosco, con unos interiores y pasillos que se daban un aire a la peli del Resplandor. Pero dormimos sin incidentes macabros.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

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