lunes, 9 de agosto de 2010

Día 3: Stuttgart y Estrasburgo

Ya esta mañana estábamos decididos a que Stuttgart no nos hiciera ninguna nueva jugarreta. Después de un desayuno esta vez algo más pasable, fui hasta el coche para acercarlo al hotel mientras K recogía la habitación. Metimos las maletas en nuestro Peugeot y nos pusimos a caminar en dirección al centro, esta vez cuidando bien de no errar la ruta. Llegamos al área de los dos schloss (mucho más bonito el antiguo medieval que el nuevo del XVI-XVI) y cruzamos todo un parque con estanque y una calle de mucho tráfico hasta la Nueva Galería, un edificio diseñado por el arquitecto inglés James Stirling con maneras posmodernas. Ya lo conocía de mi viaje anterior de hace unos quince años (la verdad es que lo noté envejecido; es lo que tiene el posmodernismo) pero aquella vez no entré y ahora quería hacerlo para ver los cuadros de Otto Dix que, según la Michelín, allí se exponían. Sin embargo, en la recepción (menos mal que preguntamos) me dijeron que sólo había uno, pero que en el Kunstmuseum tenían un montón. Como nuestro planning no daba para más de una visita museística, decidimos ir a la otra galería que estaba en el otro extremo del parque del estanque, justo desde donde habíamos venido. Pero el entorno de ese edificio estaba plagado de carpas y casetas, porque en estas noches veraniegas se celebran conciertos y se llenaba de stuttgartenses que iban a comer y beber. Así que dimos un par de vueltas hasta que por fin encontramos la entrada y, cuando en la recepción pregunté si tenían obras de Dix, me dijeron que ya no, que ahora estaban en el Cube, un museo más moderno que estaba a unos 200 metros. Pues nada, que estaba claro que Stuttgart seguía sin ponernos las cosas fáciles. Ya se nos había ido demasiado tiempo y faltaba ver el Dom (al que no nos dejaron entrar porque estaban en misa), almorzar y poner rumbo a la siguiente etapa.

Así que, tras comprar unas cerezas en el mercado al aire libre que habían montado junto al Dom, decidimos regresar hacia el coche, fijándonos con cuidado en el plano para no volver a meter la pata. A medio camino almorzamos en un bar turco (el típico potpurrí de carne envuelta en pan pitta) y sin contratiempos (apenas un amago de desviación) encontramos el coche, adornado con una preciosa multa porque, por lo visto, había aparcado en zona azul (que estaba pintada de blanco). Derrochando amor por la capital de Wurtemberg, estudiamos detenidamente cómo salir hacia Estrasburgo y, maravilla de maravillas, lo logramos sin un solo error. Nada que reseñar del recorrido por una autopista que, a cada rato, se estrechaba por obras, pero sin que ello produjera, a diferencia del tramo de Augsburgo a Stuttgart, ninguna retención. Cruzamos el Rhin para entrar brevemente en Francia, en la excepcionalmente bella ciudad de Estrasburgo. Casi sin ninguna dificultad llegamos hasta la Gare y metimos el coche en el parking, pues a dos pasos estaba el hotel que habíamos reservado.

Esta tarde se nos ha ido en patear en toda su extensión la ciudad vieja, una isla delimitada por los canales del Ill. A quien no la conozca sólo se cabe encomiarle para que se dé cuanto antes un salto, porque es una verdadera joya. Empezamos el recorrido por el barrio de la Petite France, absolutamente de postal, que dejó a K con la boca abierta e incluso emocionada. Luego más pateo por tantas callecitas medievales, con parada en una tienda para comprar una lamparita con un cierto aire art nouveau que nos encantó y de pronto, desde la Place Gutenberg, vista de la Catedral, que es una de las más impresionantes de todas las gótica que por Europa hay (y he visto muchas); una filigrana en encaje de piedra, un monumento inmenso y, sin embargo, de gracilidad infinita. Francamente espectacular, como para pasarse horas embelesado contemplando toda esa belleza de piedra.

Más paseo hasta que nos entró hambre y compramos sendos woks de fideos y arroz con carnes y salsas en un restaurante tailandés y nos sentamos en la hierba que cae hacia el canal para comerlos, mientras la tarde iba cayendo. Entonces volvimos a la catedral y conseguimos sentarnos en una terracita con vistas directas a la fachada. K se pidió una tarta alsaciana que nos había de durar algo más de una hora para poder asistir desde tan privilegiada posición al espectáculo de iluminación y música que se hace todas las noches de verano. A las diez y cuarto, precedido de un largo repique de las campanas, se apagó la fachada y empezó a sonar música clásica rusa (parece que éste es el año Francia-Rusia, y por ello la banda sonora corresponde a ese país; de las distintas piezas sólo reconocí alguna de Tchaikovski). Pero lo alucinante era el juego de luces. Con distintos colores (rosa, amarillo, violeta, azul, verde, qué se yo cuantos más) iban secuencialmente iluminando diversas partes de la fachada, de modo que se hacía visible el pórtico, y luego el rosetón, y luego la fila de los apóstoles, y luego los vitrales superiores, y luego … Naturalmente, las secuencias cambiaban de orden y era como un baile de imágenes que aparecían, a veces sueltas, a veces juntas, siempre preciosas. Lo que me resultó más increíble fue la precisión con que la luz proyectada delineaba cada elemento arquitectónico, ajustada perfectamente a sus perfiles. Seguro que en la red se puede encontrar alguna grabación de este singular y bellísimo espectáculo. Cuando acabó, ambos, como la inmensa multitud que se había congregado, estábamos sobrecogidos de emoción estética. ¡Qué bonito!

Y nada más por este tercer día. Ya eran casi las once de la noche cuando iniciamos el regreso al hotel. Mañana, con el coche, visitaremos las curiosidades del Estraburgo más moderno, incluyendo los edificios institucionales de la Unión Europea, y volveremos a cruzar el Rhin (adiós Francia) para llegar hasta Friburgo.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

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