sábado, 25 de septiembre de 2010

Temprana y foránea versión periodística de los hechos

Hurgando en la red, me topo con un libraco en inglés titulado "Ellos estuvieron allí: la historia de la Segunda Guerra Mundial y de cómo ocurrió", publicado en Estados Unidos en 1944. El volumen consiste en una sucesión de distintos capítulos, cada uno a cargo de un corresponsal, que narran episodios significativos de la guerra y de sus antecedentes; atendiendo al subtítulo, uno pensaría que cada escritor cuenta su historia en calidad de "testigo presencial" pero no siempre es así, como en el ejemplo que traigo a este post. En la segunda parte hay varios capítulos dedicados a España y el primero de ellos, con el título de "La sublevación de Franco", escrito por Reynolds y Eleanor Packard, me interesaba porque está dedicado a esos días de mediados de julio del 36 en los que últimamente ando curioseando. Antes de comentar nada más, me permito transcribir el texto.

Una avioneta D.H. Rapids sobrevolaba el aeródromo de Santa Cruz de la Palma mientras el sol se ponía detrás del hangar de acero corrugado. Tras un perfecto aterrizaje rodó hacia la cabaña de aduana. Dos guapas jóvenes con vestidos veraniegos estampados bajaron del aeroplano, seguidas por un hombre de mediana edad, de aspecto marcial, que inmediatamente buscó en su bolsillo, sacó una pipa y la encendió. Poco después, un piloto inglés saltó de la cabina y se les unió. Ese caluroso 14 de julio no era precisamente temporada alta en un destino de turismo invernal como las Canarias, pero el fumador inglés, desdeñando cualquier intento de hablar en español, preguntó a los guardias civiles:
–¿Hay algún hotel junto a la playa por aquí? Queremos tomar unos baños.

El Guardia Civil masculló algunas palabras en español que ninguno de los del grupo aparentó entender. Un oficial de aduana, ansioso por ser servicial, se apresuró a ayudarlos. Nuevamente, el inglés explicó que estaban buscando un hotel en la playa. El funcionario le contestó que no era temporada turística pero que, no obstante, podrían encontrar alojamiento en alguno de los pequeños hoteles que él les recomendaría.
El examen de los pasaportes, perfectamente en orden, reveló cuál había sido el itinerario: Croydon, desde donde habían despegado el 11 de julio, Biarritz, Oporto, Lisboa, Casablana, y Cabo Juby, en la colonia española de Río de Oro. Mientras el piloto aparcaba su avión, el resto del grupo pasó la aduana sin ningún incidente y cogieron un taxi hasta el hotel. El corro de españoles –mecánicos, pilotos y funcionarios de aduana– que se habían arremolinado para admirar a las dos chicas no podían ni imaginar el papel que ese trío de tan inocente aspecto iba a jugar en el destino de España. En el hotel se registraron usando sus verdaderos nombres: Mayor Hugh Pollard, oficial retirado del ejército, Diana Pollard, su hija, y la señorita Dorothy Watson; El piloto dijo llamarse Capitán Cecil Bebb. Esa noche, en la recepción del hotel, en torno a una botella de jerez y con la ayuda de una guía turística y un mapa de carreteras de las islas, el Mayor y las dos chicas empezaron a planificar sus visitas para los siguientes días.

A la mañana siguiente, los tres embarcaron en un vapor de pasajeros y fueron a Santa Cruz de Tenerife, otra isla canaria al otro lado de la bahía. Después de dar un paseo durante el cual entraron a curiosear en un buen número de tiendas típicas y compraron varios souvenirs, regresaron cuesta abajo y se detuvieron ante la casa de un abogado. Una criada española los hizo pasar a una salita y enseguida apareció el abogado.
El Mayor, hablando español con acento británico, le dijo: "Viva la Muerte". El abogado se puso pálido. Tironeando nerviosamente de su corbata negra, preguntó: "¿Qué ha dicho usted?" "Larga vida a la muerte", replicó el Mayor, esta vez en inglés. El abogado le aseguró que tenía que haber algún error, pero el Mayor insistió en que la frase era una contraseña. El abogado, todavía desconfiado, le dijo que volvieran pasada una hora, que para entonces estaría presente un amigo suyo autorizado para establecer contacto. Los tres ingleses se fueron a un café, donde bebieron el inevitable jerez. Cuando regresaron a la hora convenida se encontraron con el amigo del abogado quien, aunque también desconfiado, se mostraba bastante más calmado. Con grandes esfuerzos, el Mayor finalmente convenció a los dos españoles de que él era el enviado que el General Franco estaba esperando. Entonces le dijeron que volviera a su hotel en Santa Cruz de la Palma y esperara noticias. Era toda una aventura para el Mayor, quien desde sus días de oficial de inteligencia durante la Primera Guerra Mundial, no había hecho nada más interesante que coleccionar antiguas armas de fuego y escribir artículos para la sección de deportes de la revista Country Life. Como ardiente católico, estaba muy preocupado por la situación de la Iglesia española tras el advenimiento de la República.

Hacia mediados de la siguiente noche, el Mayor oyó unos golpes en la puerta de su dormitorio. Ahí parado estaba el segundo español que esta vez admitió ser el asistente del General Franco y le dijo que todo estaba ya preparado. Quería que Pollard dispusiera el inmediato despegue de su avión. El Mayor avisó al piloto, quien se vistió apresuradamente, y ambos, acompañados por el español, dejaron el hotel y se metieron apretadamente en un Cadillac cerrado. Un hombre bajo y gordito y una mujer distinguida y más bien alta ya estaban en el coche. Intercambiaron saludos en español y el auto arrancó. La mujer estaba empañada en lágrimas y constantemente invocaba a la Virgen María para que protegiera a su marido en la aventura que estaba a punto de iniciar.
En el aeródromo, al Mayor le sorprendió la facilidad con la que el Capitán Bebb, a quien no se le había contado nada de la trama, obtuvo el permiso para volar con Franco y su ayudante. El Mayor y la mujer de Franco se quedaron en tierra. Más tarde en ese mismo día, el capitán Bebb llegó a Casablanca, en el Marruecos francés, a unas setecientas millas, donde los dos pasajeros se metieron rápidamente en un pequeño hotel. Allí, en una habitación trasera, fueron saludados con gran deferencia por un grupito de españoles. Entre ellos estaba el Marqués Pepe del Mérito, un importante productor de jerez, quien, junto con Juan de la Cierva, el inventor del autogiro, había comprado el avión y financiado la expedición de Pollard; y también Luís Bolín, corresponsal en Londres del periódico madrileño ABC, que como amigo personal de Pollard le había convencido para que hiciera el viaje a Canarias. Le dijeron a Franco que la revolución había comenzado al amanecer en el Marruecos español pero que todavía no sabían cuánto había progresado. Era el 17 de julio de 1936. A la mañana siguiente Franco despegó hacia Ceuta, sin saber si a su llegada sería fusilado como traidor o aclamado como líder. (Siguen unos pocos párrafos más pero son irrelevantes respecto al tema que me interesa).


Ruegos y Preguntas- Ara Malikian (Lejos, 2007)

Es impresionante el cúmulo de patrañas, tópicos e inexactitudes que aparecen en este breve capítulo. Ya no es sólo que, salvo la existencia de un vuelo desde Croydon a Canarias y los nombres de los cuatro ingleses, prácticamente nada sea verdad, sino que además, para cualquiera que conozca mínimamente le época y la geografía, lo que cuentan estos autores cae en tantas contradicciones que crea una sensación apabullante de falsedad. O sea, que mienten y mienten mal. Es más que evidente que los Packard no "estuvieron allí", aunque sí en España durante la Guerra Civil y, probablemente, adquirieron fama de voces autorizadas en el conflicto de nuestro país, la suficiente para que Curt Reiss les pidiera escribir un capítulo del libro colectivo que me he encontrado en la red. Hago un paréntesis para aclarar que Curt Reiss era un judío alemán que en el 33 tuvo que escapar, como tantos otros, del régimen nacionalsocialista. Algunos años después se instaló en Manhattan y fue un importante activista contra los nazis, además de corresponsal de guerra con el ejército norteamericano. En el prólogo del libro que he encontrado (recopilación de textos escritos por corresponsales casi todos estadounidenses) Reiss defiende que son justamente estos periodistas quienes nos permiten no sólo conocer lo que ocurre en el mundo, sino incluso entender las causas que explican los acontecimientos. Sin querer despreciar la función de los corresponsales de prensa (especialmente en tiempos convulsos como lo fueron los del libro a que me estoy refiriendo), el entusiasmo de Reiss (poco desinteresado) no deja de parecerme algo exagerado. Y si no, valga como ejemplo el texto transcrito de los Packard.

Los Packard, Reynolds y Eleanor, eran un matrimonio de periodistas. Reynolds, hacia el inicio de la Guerra Civil, debía andar por los 32 años y, aunque no he encontrado demasiados datos de Eleanor, supongo que sería de edad similar, probablemente algo más joven. Ambos fueron enviados por la United Press como corresponsales a España, en los primeros momentos del conflicto, pero desde luego no tiene ningún sentido pensar que los mandaran a Canarias antes de que hubiera ocurrido nada (basta leer algunas frases de su texto –la isla de Santa Cruz de Tenerife al otro lado de la bahía– para darse cuenta de que ni siquiera se molestaron en estudiar con mínima atención un mapa de las islas). El primer salto a la fama de Reynolds fue con motivo de la toma de Badajoz por las tropas de Yagüe. Parece que el 15 de agosto, ya dominada la ciudad por los nacionalistas y en plena represión, entraron varios corresponsales extranjeros y entre ellos algunos de la UP, que informaron sobre las matanzas que se estaban produciendo. La nota de la United Press estaba firmada por Reynolds Packard, pero parece que él no estuvo ahí, como efectivamente confirmó la agencia estadounidense cuando los rebeldes exigieron explicaciones. Sin embargo, supongo que aunque no entrara en Badajoz (empezaba su práctica de no estar donde decía estar) por esas fechas andaría ya por España. Meses más tarde, con su mujer, se desplazó a Italia a informar sobre el régimen fascista, experiencia que les permitió escribir en 1942 su obra más importante: Balcony Empire: Fascist Italy At War. Por lo visto, la pareja tenía fama de extravagante (con bastante afición, entre otras cosas, a agarrarse tremendas cogorzas) y creaba no pocos problemas a la UP. Hacia 1945, con ambos en Nueva York, la agencia despidió a Eleanor y envió al marido a China, donde no duró ni siquiera dos años. Ignoro qué sería de su vida a partir de entonces, pero intuyo que abandonaron el periodismo. Reynolds debió dedicarse a escribir durante las décadas de los cincuenta y de los sesenta novelas policíacas, muy populares en aquellos años, y de Eleanor no he encontrado ninguna pista (apuesto que se divorciarían acabados los días de aventuras).

No puedo acabar este post sin describir la forma en que Packard entendía el periodismo, su función como corresponsal. Más o menos, las siguientes fueron palabras suyas: "Si uno tiene una buena historia, lo importante es publicarla inmediatamente. Más tarde te preocuparás por los detalles. Y si es necesario enviar alguna corrección, aprovecha para convertirla en otra buena historia". Este planteamiento explica perfectamente por qué el texto que he traducido es tan mendaz. Lo más probable es que, en esos días veraniegos del 36, alguien que conocería algunos pocos datos del avión que voló desde Inglaterra a Canarias, se los contaría a la pareja gringa. Y éstos, años más tarde, sin apenas molestarse ni en corroborar ni en completar las lagunas, se inventarían una historia llena de tópicos y falacias. Moraleja: no hay que creerse todo lo que se lee, por más que esté publicado en un libro (y menos si lo dicen en la tele).

CATEGORÍA: Personas y personajes

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Un hombre tangencial

En bastantes de los libros que he consultado –y son muchos– sobre los días iniciales del "glorioso alzamiento" se cita la escena del encuentro del inglés Pollard con Luís Gabarda esa mañana del 16 de julio en la clínica chicharrera de la calle Viera y Clavijo. Pero no se dice apenas nada más: no se nos informa de quién era este médico militar, ni de sus orígenes, ni de la relación que tenía con los conspiradores ni por qué había sido elegido como enlace. Tampoco he encontrado ninguna noticia directa sobre este personaje en cualquier otro momento de su vida. He rastreado exhaustivamente la red y también he repasado en dos bibliotecas públicas un buen número de libros que hablan de diversos aspectos de Tenerife durante los años treinta y cuarenta; me queda todavía dedicar algo de tiempo a los periódicos de la época, a ver si salta la liebre. Los escasos datos (a veces ni siquiera dignos de llamarse así) que he conseguido han sido siempre en textos que hablaban de cualquier otro tema y en los que, como de pasada, se mencionaba su nombre; pero una cita y nada más: suficiente para constatar su existencia pero, a la vez, aumentar el misterio sobre su retrato (por supuesto, no he logrado ninguna fotografía). Por eso lo califico de hombre tangencial, alguien sobre el que pareciera que nadie haya querido hablar, aunque por ahí andaba, sin ser precisamente un desconocido. Señalaré en este post las escasas informaciones que hasta el momento he podido reunir sobre el personaje.

El dato más antiguo cronológicamente sitúa a Luís Gabarda Sitjar como uno de los asistentes al XIV Congreso Internacional de Medicina que se celebró entre el 23 y el 30 de abril de 1903 en Madrid. En las Actas publicadas en 1904 por el doctor Ángel Fernández-Caro, secretario general de dicho Congreso, aparece en la página 52 el nombre de nuestro personaje entre los participantes "por el cuerpo de alumnos internos de la Facultad Médica de Valencia". Si, por otra parte, recurro al dato más tardío del que dispongo, las cosas parecen cuadrar cronológicamente. El 5 de junio Francisco Franco firma un Decreto por el que se dispone el cese de don Luís Gabarda Sitjar en el cargo de Jefe de Sanidad Militar del Cuerpo de Ejército y de los Servicios de Sanidad Militar de la Primera Región Militar y el paso a la situación de reserva por haber cumplido ese mismo día la edad reglamentaria. No estoy seguro de cuál sería en el 50 tal edad reglamentaria, pero si eran los 65 años, nuestro protagonista habría nacido en 1885 y en los días del Congreso madrileño tendría casi 18 años, lo cual –repito– cuadra.

Me atrevo a suponer que si estudiaba medicina en Valencia es porque sería valenciano, lo cual avala (en términos de probabilidad que no de certeza) su apellido. Basta consultar la utilidad del INE para comprobar que el 82% de los 1292 Gabardas censados en la actualidad en toda España (de primer o segundo apellido) residen en Valencia. No ocurre lo mismo con el Sitjar que es muy mayoritariamente balear y, en menor proporción, catalán. Supondré asimismo que en la primera década del XX tuvo que licenciarse como médico y luego ingresar en la Academia de Sanidad Militar, en los años en que estaría en la calle Rosales. Es casi seguro que sus prácticas de especialización (en Higiene y Laboratorio, que eran los dos diplomas que existían por entonces) las hiciera en el Hospital Militar Central de Carabanchel. Siempre en el marco de las presunciones, me imagino que hacia 1910 el doctor Gabarda sería un joven teniente de unos veinticinco años.

A mediados de los años veinte, rondando la cuarentena, hay noticias del doctor Gabarda residiendo en Tenerife. Según escriben Alfonso Morales y Morales y Francisco Toledo Trujillo en su Resumen Histórico de la Real Academia de Medicina (de Tenerife), a la sesión pública y solemne celebrada el 21 de diciembre de 1926 para la recepción de dos nuevos académicos asistió el ya académico doctor Gabarda. Además, consta como miembro del Consejo de Redacción de la revista La Medicina Canaria, que se publicó entre 1923 y 1931. Así que nuestro hombre llevaba por lo menos una década destinado en Tenerife antes de su única y breve escena registrada en la Historia de España. Pero, ¿dónde estuvo y qué hizo durante esos quince años clave e la vida de cualquier hombre, entre (aproximadamente) los veinticinco y los cuarenta? ¿Se casaría y se trasladaría a esta isla con familia? En principio, es lo más probable, pero no tengo ningún dato mínimamente consistente al respecto, aunque sí algunas sospechas que en otro momento, una vez que cumpla un par de verificaciones, expondré.

Esos años en los que no he encontrado ninguna referencia al doctor Gabarda corresponden, más o menos, a la Guerra de Marruecos. Quizá Gabarda fuera destinado a África y, ya puestos a elucubrar, quizá allí conociera a Franco quien, por cierto, era algunos años menor. Imaginemos por ejemplo la llegada de Franco a Tenerife en marzo del 1936, y que tras el hostil recibimiento que le hicieron manifestantes de izquierdas en el mismo puerto, fuera recibido en la Capitanía General, entre otros, por su viejo amigo (?) de Marruecos. A lo mejor que existiera confianza de antiguo entre ambos militares podría explicar que Gabarda fuera designado para su breve papel en la trama. Pero, por supuesto, nada me da pie a estas presunciones, por más que el porqué de la elección de Gabarda es una de las varias incógnitas que me gustarían despejar. En todo caso, lo que parece claro es que para cuando Franco fue destinado (exiliado) por el gobierno como capitán general de Canarias, Gabarda llevaba ya mucho tiempo instalado en Tenerife y, casi con toda seguridad, bien y acomodadamente integrado en la sociedad santacrucera. Así, aparte de sus funciones cotidianas propias de su cargo de médico militar, ya he comentado que era miembro de la Real Academia de Medicina y del consejo redactor de una prestigiosa revista profesional, uno de los profesores de la Escuela de Enfermería (así aparece en el libro La Cruz Roja en Canarias: 125 años de labor humanitaria (1874-1999), de Javier Lahuerta García) y trabajaba en una clínica privada, la Costa en la avenida Viera y Clavijo (en el anterior post describí mis insuficientes intentos de localización). Añado a este respecto que he encontrado una nota del periódico El Día de su seccion "Decíamos ayer ..." en la que se anuncia que el médico director, Don Luís Gabarda Sitjar, de la clínica Costa ha reanudado su consulta de Cirugía (operaciones) y enfermedades de la mujer. Si bien la fecha vista en internet me parece que ha de ser errónea (1961), el texto del anuncio parece indicar que la clínica era su propio negocio. Y de paso, me confirma que era cirujano y me sorprende con esa segunda y eufemística especialidad.

Después de la breve entrevista con Pollard del 16 de julio, Gabarda siguió en Tenerife y, efectivamente, he encontrado referencias suyas como firmante de reconocimientos y certificados médicos de prisioneros durante los primeros meses inmediatamente posteriores al inicio de la Guerra Civil (que en Canarias no fue tal). Gracias al interesantísimo (y estremecedor) blog de Pedro Medina Sanabria, constato que en 1936 Gabarda ostentaba el grado de Teniente Coronel del cuerpo de Sanidad Militar. En una breve crónica de una velada de autobombo del Casino de Tenerife, El Día del 1 de diciembre de 2002, señala que el secretario de la institución recordó antiguos presidentes, citando entre ellos, a Luis Gabarda Sitjar, allá por los años 1939-40. Obviamente, alcanzar ese cargo implica un notable reconocimiento por la "buena sociedad" chicharrera.

El 26 de junio de 1946 Gabarda, junto con unos cuantos capitostes más, es recibido en el Palacio de El Pardo por Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos, según informa La Vanguardia del día siguiente. Gracias a ese suelto nos enteramos de que nuestro hombre, que según mis cálculos andaría por los 61 años, era inspector médico (que creo que equivalía a general de brigada) y, lo que es más importante, Jefe de Sanidad de la Primera Región Militar: o sea que debería residir en Madrid. ¿Cuándo dejó Tenerife? No lo sé pues no he encontrado el nombramiento para el cargo madrileño. Pero a lo mejor volvió a la Isla después de jubilado (como ya he dicho, el 5 de junio del 50) pues encuentro en un blog del norte de Tenerife la biografía de un practicante villero (de La Orotava) en la que se afirma que simultaneó sus estudios, en los primeros años 50, con las prácticas en calidad de meritorio en el Hospital Nuestra Señora de los Desamparados, del que era Director Don Luis Gabarda. Extraña un poco que a esa edad (rozando los setenta) volviera el médico militar a Canarias, pero puede que así fuera, que sintiera la Isla como su hogar y que quisiera seguir profesionalmente activo en ella (incluso recuperando su consulta en la misteriosa clínica Costa). Quizá hasta murió aquí, en una fecha que no he podido averiguar.

Y ya no tengo más datos ... de momento. Porque he hablado con algunos amigos y resulta que el apellido Gabarda les trae viejos aunque imprecisos recuerdos. Gracias a ellos y a un par de iniciativas propias, tengo confianza en que averiguaré bastantes más cosas de este hombre que sólo parece asomarse tangencialmente. Además, me guardo algunas sospechas que de verificarse tendrían su gracia. Pero he de esperar y la paciencia no es mi fuerte. Aparquemos pues por un rato al doctor Gabarda Sitjar e iluminemos la más novelesca figura de Hugh Pollard, el inglés que fue a verlo a su clínica chicharrera.

CATEGORÍA: Personas y personajes

sábado, 18 de septiembre de 2010

La clínica Costa

El día 16 de julio de 1936, a las siete y media de la mañana, un inglés apellidado Pollard se presentó en la clínica Costa, sita en la calle Viera y Clavijo 52 de Santa Cruz de Tenerife, pidiendo ser atendido por el doctor Gabarda porque estaba enfermo del estómago. La importancia de este suceso, si alguna tiene, es que ese inglés era uno de los pasajeros del famoso avión Dragon Rapide, fletado en Londrés con dinero de Juan March y aterrizado en Gran Canaria el día anterior para recoger a Franco y llevarlo a África y así poder empezar la sublevación militar. La historia del Dragon Rapide, con tantos componentes novelescos, está relatada en multitud de fuentes con abundancia de detalles. Quedan, sin embargo, algunos retazos que no me terminan de estar claros o al menos sobre los que no he encontrado todavía toda la información; mínimos detalles que más que a la Historia (ésa con mayúsculas) habrían de adscribirse a crónicas cotidianas que tangencialmente se rozan con los que se califican como acontecimientos relevantes; por ejemplo, las breves horas del doctor Luis Gabarda Sitjar durante esa mañana de jueves. Si me interesan especialmente, entre tantísimos otros sucesos de esos días, es sólo porque ocurrieron en la ciudad en la que vivo, en Santa Cruz de Tenerife. Digamos que intento imaginar, casi ver, lo que fueron esas horas en paisajes que conozco.

Luis Gabarda Sitjar era un médico militar que para esas fechas estaba conchabado con la conspiración golpista. Su papel en la trama, que fue el que cumplió, era recibir al viajero inglés para, a modo de filtro de seguridad, verificar que era efectivamente quién era y sólo entonces dar el siguiente paso. El propio Gabarda contó su "aventura" en un breve artículo en el ABC del 27 de agosto del 53, unos cuantos años más tarde. Ni en internet ni en ninguno de los libros de que dispongo sobre Tenerife en la primera mitad del siglo XX he encontrado ninguna referencia precisa a esa clínica Costa. En su biografía de Franco (página 177), Paul Preston dice: "Hugh Pollard y las dos muchachas tomaron un transbordador hasta Tenerife, donde Pollard daría a conocer su llegada presentándose en la clínica Costa ... A las 7:30 de esa misma mañana, Pollard fue a la clínica, donde contactó con el doctor Luís Gabarda, un comandante médico, que actuaba en nombre de Franco." Las fuentes que cita el historiador británico son el libro autobiográfico de Franco Salgado-Araujo (Pacón, el primo y asistente personal de Franco), la biografía de Arrarás y un libro del año 86 titulado Dragon Rapide de un tal González Betes; de todos ellos, tan sólo Pacón podría hablar de primera mano. Lo cierto es que la mención a esa clínica Costa aparece en muchos de los textos escritos en tiempos recientes (así lo he ido comprobando gracias a GoogleBooks), pero sin aportar datos complementarios. Así que la única fuente de que dispongo para situar el inmueble es la propia declaración del doctor Gabarda en el artículo citado del ABC (y la más fiable porque, ¿qué interés podría tener en inventarse una clínica?)

Por supuesto, la citada clínica Costa no existe en la actualidad y de momento no he podido determinar cuál fue su solar exacto. El 52 de la calle Viera y Clavijo corresponde hoy a la Iglesia de San Jorge, que se abre a la plaza de los Patos (25 de julio). En 1936 la calle Viera y Clavijo estaba ya totalmente edificada. La enigmática clínica habría de estar necesariamente entre Méndez Núñez y la Rambla y, si efectivamente su número era el 52, en la acera de la derecha subiendo. Ese tramo de la calle viene a ser el eje central de un pequeño cuadrilátero conocido como barrio de los Hoteles (declarado Bien de Interés Cultural) urbanizado y edificado mayoritariamente por la Sociedad de Edificaciones y Reformas Urbanas desde finales del XIX hasta los inicios de los veinte del pasado siglo. Aquí, durante esos años, se fue asentando la nueva burguesía chicharrera, en gran medida vinculada al comercio exterior y con abundancia de personajes de origen foráneo. Las pretensiones de realce social y en varios casos de modernidad estilística, permitieron a los mejores arquitectos de la época dejar buenas obras tanto tipológica como formalmente, predominando un marcado eclecticismo, a causa probablemente de la absorción de demasiadas influencias de las vanguardias europeas del momento. Entre ellas las que a mí se me antojan más interesantes y mejor logradas son las de aroma modernista, ya sean de aires art-noveau o, mejor todavía, de la secesión vienesa. En fin, que estas pocas manzanas, con la deliciosa plaza de los Patos en el centro, es uno de los pedazos más hermosos y agradables (y caros) de Santa Cruz. Que, además, mantiene todavía un altísimo porcentaje de las edificaciones originales.

Así que, empeñado en descubrir cuál era la clínica Costa, esta tarde sabatina he ido a patear ese tramo de la calle Viera y Clavijo. El primer edificio en la acera de los pares, haciendo esquina con Méndez Núñez, no presenta ninguna duda pues se trata del Ayuntamiento, plenamente en funcionamiento desde 1916. A lo mejor, esa mañana de julio, Hugh Pollard al subir por Viera y Clavijo se cruzaría con José Carlos Schwartz Hernández, el joven alcalde que sólo dos días después sería detenido y asesinado un par de meses más tarde en Las Cañadas. También es posible que mientras cruzaba la calle Méndez Núñez, el inglés mirara hacia la izquierda y le llamara la atención la fachada del edificio de la Capitanía General de Canarias, a apenas doscientos metros, donde Franco puede que estuviera pensando en él, aún sin conocerlo, en el mensajero que había de confirmarle que el avión había llegado al archipiélago.

Después del Ayuntamiento y en esa misma manzana vienen los edificios de la Iglesia y convento de las Siervas de Marías, obras, respectivamente, de Manuel de Cámara y Cruz y de Domingo Pisaca Burgada. El edificio del convento encaja en la imagen de un inmueble hospitalario pero tampoco es de extrañar dada la finalidad asistencial de esta orden religiosa, que se implantó en la Isla (primero en La Laguna) hacia los últimos años del XIX. Si, como creo, el edificio se construyó desde el origen para las monjas a principios del XX (la iglesia es alguna década posterior), no pudo ser la clínica Costa, aunque quizá hasta allí se bajara el doctor Gabarda para atender a algún enfermo.

Cruzo la calle General Antequera y en el actual número 50 se encuentra otro edificio ecléctico de buen tamaño. Su construcción data de 1890 y es también obra de Manuel de Cámara. Se trata de una pretenciosa vivienda de dos plantas rematada con una balaustrada y cuya fachada se organiza en tres paños verticales, con un balcón corrido y tres filas de vanos entre falsas pilastras en el cuerpo central. Según leo en periódicos locales, el edificio fue pensión, luego colegio (escuela Fides) y cerrado éste pasaría al gobierno de Canarias quien en 2000 se lo permutó al Ayuntamiento a cambio del cuartel de San Carlos. Ha sido recientemente rehabilitado y en la actualidad alberga dependencias municipales. Pese a que son pocos los datos que he obtenido de este inmueble, nunca se menciona que haya sido usado como clínica y, la verdad, no lo cuento entre mis candidatos.

La siguiente parcela es la de la ya mencionada Iglesia de San Jorge que fue construida como anglicana y financiada por la colonia inglesa de Santa Cruz y que no he logrado averiguar cuándo pasó a propiedad del Obispado y, consecuentemente, al culto verdadero al cual sigue adscrito (pese a que popularmente se la sigue conociendo como la iglesia protestante). Quiero pensar que en el 36 seguía siendo anglicana pero, en cualquier caso, es más que probable que a Pollard le llamara la atención encontrarse con este coqueto ejemplar de capilla de reminiscencias neotudorianas, rodeada de un cesped tan inglés. ¿Entraría a echar algún rezo? Probablemente no, que los negocios que llevaba en mente poco cuadraban con inquietudes religiosas. Así que seguiría hacia arriba, atravesando la plaza de los Patos, con sus bancos y fuente de factura sevillana que por entonces debía ser el espacio más concurrido del barrio aunque es probable que a tan tempranas horas hubiese mucha gente.

Llegamos al penúltimo tramo, entre la plaza y la calle Jesús y María (de emotivos recuerdos personales), donde quedan cuatro viviendas adosadas, tipológicamente homogéneas con leves cambios decorativos entre ellas. Se trata de volúmenes de dos plantas con fachadas de unos trece metros de longitud y entre 500 y 600 m2 edificados. Tengo el pálpito de que una de estas casas, probablemente diseñadas todas por el mismo arquitecto en la primera década del XX, debía ser en 1936 la enigmática clínica Cuesta. Si bien no prueba nada, señalo que la tercera casa, la que ahora es el número 60, tiene en la pilastra de la cancela un 52 más antiguo; pero, para aumentar la confusión, la siguiente hacia arriba, la actual 62, tiene un 48 antiguo. En una foto de este tramo de calle en 1918 (obtenida de la web de Francisco Luis Yanes Aulestia) puede observarse que estas cuatro casas ya estaban en esa fecha; pero también había dos edificaciones similares que completaban la cuadra y que hoy no existen: las de las dos esquinas, con la plaza de los Patos y con Jesús y María. Además, en la foto en blanco y negro se aprecia un palacete de grandes dimensiones en la última manzana de Viera y Clavijo, la de forma triangular que da a la Rambla y que hoy está ocupada por un espantoso edificio de los años setenta. Quizá ese palacete fuera la clínica Costa, en cuyo caso estaríamos ante un establecimiento de mayor prestancia que si estuviera en alguna de las casitas de la manzana inferior. Puede ser, pero de momento, mi apuesta es por una de esas edificaciones de menor tamaño, sin más motivos que la mera intuición y la sospecha de que, si su clínica hiciera esquina con la Rambla, Gabarda lo habría dicho expresamente en el artículo de ABC.

En fin, que no he sido capaz de precisar con seguridad el lugar donde Pollard se entrevistó con Gabarda (a ver si un amigo historiador que me ha prometido investigar me da la solución), pero lo hecho me basta como ejercicio de aproximación a esas escenas de hace casi tres cuartos de siglo.

martes, 14 de septiembre de 2010

London Calling

Ayer, en el segundo set de la final del Open USA, empezó a llover sobre Nueva York y se interrumpió el partido. Para hacer tiempo a la espera de que se reanudara, los de Canal+ (que veo pirateado) pasaron una actuación de Bruce Springsteen y la E Street Band en Hyde Park de junio del pasado año, como parte del festival Hard Rock Calling. Como ya me voy haciendo viejo y no estoy al día en asuntos de música, no tenía ni idea que se trata de un festival que se celebra anualmente desde 2006 y al que han asistido mitos de mi adolescencia y juventud que, por lo visto, se niegan a encargar el traje de madera: Roger Waters que tocó Dark Side of the Moon (diez meses después lo disfrutaría en el Palau Sant Jordi), los Who, Peter Gabriel, Aerosmith, Eric Clapton, The Police, Neil Young, Stevie Wonder, Paul McCartney ... En su actuación, aunque el sonido no terminaba de ser todo lo bueno que merecería, el Boss se entregó con entusiasmo y, de modo harto ostensible, "sudó la camiseta" (que era una camisa). El caso es que la canción con la que abrió el concierto era la mítica London Calling, de los Clash, que no oía desde la intemerata.


El tema me llevó a mi época universitaria, de radicales militancias rockeras. Hacia el 77, algunos de los más enterados de mi remoto entorno, reverenciaban el naciente punk de los Sex Pistols. A mí me atraía el aura iconoclasta de esos gamberros británicos pero no me terminaban de gustar sus temas; no obstante, en el grupo de amigos que pasábamos casi todas las horas en la Casona, los chicos de Sid Vicious escaparon de la lista negra de los vetados (en la que se acumulaban todos los ejemplares de la música Disco, que empezarían también por entonces) y sonaban muy de vez en cuando. Supongo que de The Clash también se habría oído algo, porque por esos años uno de los fijos de la Casona conseguía regularmente todas las novedades rockeras desde Inglaterra (vinilos que eran inmediatamente grabados en cassette: suena casi a la prehistoria), pero mi primer recuerdo de esa banda es precisamente de la canción que ayer oí en boca del "chico" de New Jersey (el que, por cierto, también formaba parte de nuestras bandas sonoras, con bastante más repeticiones que los punkies citados). El London Calling nos encantó y, en cierto modo, supuso que pusiéramos un poco más de atención a esos chavales provocativos que, todo había que reconocerlo, entre tanto paripé hacían alguna que otra cosa digna de interés.

Nos gustaba el tema con su guitarreo machacón y el repetido London Calling que, aunque no terminábamos de entender toda la letra, sí sabíamos que esas palabras aludían a las emisiones radiofónicas de la BBC durante la Segunda Guerra. También captábamos el mensaje general de desesperanza y catástrofe apocalíptica y, sobre todo, los remates pesimistas con el cambio de entonación de ese verso que gritábamos desafinadamente junto a Strummer: Cause London is drowning and I, I live by the river (Porque Londres se está inundando y yo vivo junto al río; o sea, todo se va a ir a la mierda y nosotros vamos a ser las primeras víctimas). Ahora, tantos años después, leo la letra y compruebo cuántas alusiones no cogimos en su momento, pero daba igual, lo básico lo habíamos entendido.

El disco lo oímos bastante durante 1980, durante mi penúltimo semestre de la carrera. Uno de los compañeros del grupo, Óscar, era un nicaragüense que había llegado a Lima unos cinco años antes en su calidad del hijo del embajador de Somoza en el Perú. En el 79, el gobierno al que su padre representaba había sido derrocado por unos revolucionarios de marcado estilo cubano, que llevaban unos cuantos años de guerrillas (el más conocido de los líderes era entonces Edén Pastora, quien luego se convertiría en furibundo opositor de sus antiguos camaradas). El caso es que la familia de Óscar se quedó con lo puesto y, como no eran de los que habían medrado bajo el régimen somocista ni previsto el futuro saqueando y atesorando los dineros en bancos extranjeros, se encontraron con que tenían que ir al exilio sin casi medios de vida (de hecho, me consta que lo han pasado muy mal desde entonces). Nuestro amigo, a punto de acabar la carrera, decidió quedarse en Perú, en una situación bastante irregular, si no apátrida algo muy parecido (a su familia la habían desposeído de la ciudadanía nica). Si bien Óscar no era somocista (y nos había contado varias veces que el régimen de su país era una descarada dictadura personal), los nuevos dirigentes le habían hecho la gran puñeta. Por eso es explicable que cuando se enteró, hacia finales de ese año de 1980 que los Clash sacaban un nuevo álbum en apoyo a los sandinistas (tampoco es que fuera exactamente así, pero el chico no estaba para matices) declarara solemnemente que vetaba a la banda británica. De modo que, en aplicación de nuestras estrictas reglas (y también por solidaridad con el amigo desamparado), London Calling dejó de sonar entre nosotros.

Pocos meses después, en marzo del 81, regresé a España. En el Perú se quedó mi colección de vinilos (que no estaba del todo mal) y en Madrid me tocó vivir otras músicas de intensa efervescencia por esos años. Seguí, claro está, escuchando los que siempre han sido mis imprescindibles, incluso asistiendo a conciertos inolvidables de muchos de ellos durante esa década ochentera. Pero no recuerdo que volviera a oír a The Clash, salvo quizá de forma ocasional, en alguna fiesta o en una emisora de radio que tuviera encendida; de hecho, no tengo el disco ni entre mis CDs ni en la biblioteca de iTunes. Así hasta ayer, y no cantada por Strummer (que acabo de enterarme de que murió fulminantemente en 2002) sino por el Boss: ¡Qué cosas!

Por cierto, la final del Open USA se reanudó y la ganó Nadal, pero yo ya me había acostado.

CATEGORÍA: Canciones y otras líricas

lunes, 13 de septiembre de 2010

La hija del conde don Julián

Una de las más famosas leyendas de la Historia de España es la "traición del conde don Julián", mediante la cual los moros entraron en la península y la conquistaron en un plis-plas. De entrada, calificar de traicionero el comportamiento del tal conde no deja de ser un poco abusivo, pues para nada está claro que el personaje debiera lealtad al reino visigótico. Ni siquiera está muy claro quién era este Julián (probablemente tal no fuera su nombre), aunque lo que parece seguro es que mandaba en la plaza de Ceuta, en delegación entonces del imperio bizantino. Ceuta había sido conquistada por Belisario, el grandísimo general de Justiniano hacia mediados del siglo VI, en los tiempos que los romanos orientales alcanzaron su máxima expansión, incluyendo buena parte de la península ibérica amén de todo el norte africano. Pero para la época que nos ocupa, ya poco quedaba del antiguo esplendor occidental de los bizantinos. Los Omeyas, en tiempos recientes, habían conquistado el Magreb y, con la caída de Cartago, Ceuta pasó a ser el único residuo del lejano imperio de Constantinopla. Hay que suponer, y así lo creen muchos historiadores, que Julián, incluso desde antes de que el norte africano cayera bajo el dominio sarraceno, sería tributario de la monarquía hispánica, el modo más natural de tener alguna seguridad en su creciente aislamiento. De hecho, parece que intervino en la política goda, decantándose, a la muerte de Witiza, a favor de Akhila, su hijo, y en contra de la entronización de Don Rodrigo.

En este punto me surgen las primeras confusiones en lo que se refiere a la leyenda de la bella hija del conde ceutí. Porque si Rodrigo accedió al trono toledano en el verano de 710 (hasta que lo eligieron los nobles visigóticos era gobernador de la Bética e imagino que residiría en Sevilla) y Tariq cruzó el estrecho hacia abril-mayo del 711, apenas tenemos nueve meses para que suceda el episodio de seducción, el aviso al ofendido padre y el viaje de éste a la capital visigótica para llevar de vuelta a Ceuta a la hija deshonrada por el reciente rey; ciertamente, parece todo demasiado apretado. Hay que tener en cuenta, además, que los deudos de Akhila que escaparon de Toledo al coronarse Rodrigo lo hicieron, según suele aceptarse, al norte de África; con mucha probabilidad para ser alojados en la Ceuta del conde. Y eso tuvo que ocurrir lo más tarde en el otoño del 710, así que no encaja que don Julián mandase a su hija a la corte de aquél a cuyos enemigos cobijaba, ni tampoco que fuera a buscarla cuando ya se había significado como enemigo del nuevo rey visigodo. Por último, al menos desde la toma de Cartago (698), tengo para mí que Julián preferiría disponer de la benevolencia de los ejércitos islámicos antes que de la conflictiva monarquía española, con demasiadas disensiones internas como para poder garantizarle nada.

Pero, entonces, ¿fue o no seducida la hija del conde don Julián, como cuenta la leyenda? Pues no lo sé (claro está), aunque sin más argumentos que la intuición yo diría que sí, que ocurrió, pero no en Toledo, sino en Sevilla, cuando Rodrigo todavía no era rey. Resulta que la leyenda, como es normal en estos casos, tiene diversas variantes, cambiándose el violador (Witiza o Rodrigo) y la víctima (la hija o la esposa de Julián). Una de las primeras versiones del suceso, la llamada Chronica Pseudo-Isidoriana, escrita por un mozárabe de Sevilla o de Toledo hacia mediados del siglo XI (¡más de trescientos años después!) reza lo siguiente: "Mientras tanto, en el palacio real de Sevilla comenzaron a hablar, entre otras cosas, sobre la hermosura de las mujeres. Uno de ellos rompió a hablar diciendo que en toda la tierra no había ninguna más hermosa que la hija de Julián. Al oír esto Witiza hizo un aparte con uno de los otros tratando de cómo podría hacer llegar hasta ella un mensajero en secreto para que la trajera cuanto antes. El otro le dijo: "Envía por Julián. para que venga. Y quédate con él unos cuantos días de francachela, comiendo y bebiendo". Mientras Julián andaba de banquete, Witiza escribió con el nombre de Julián una carta que envió lacradas con el sello de éste a su esposa la condesa para que le trajera enseguida a su hija Oliba a Sevilla. Mientras Julián estuvo entretenido en aquel festín de bebida y comida, Witiza la tuvo y la violó durante varios días".

Desde luego, Wizita no podía ser el malo de la historia; primero, porque no residía en Sevilla sino en Tuy y, además, porque de haber sido el ofensor el conde Julián nunca se habría puesta del lado de sus familiares en la posterior bronca sucesoria. Pero si cambiamos Wizita por Rodrigo, la historia cuadra en los factores básicos de espacio y tiempo. Hasta me resulta más creíble Sevilla que Toledo; la capital de la Bética estaba bastante más accesible para los ceutíes y era suficientemente importante, tanto para pasar unos días de juerga (versión pseudo-isodoriana) como para que la hija se educase en el refinamiento cortesano. No había ninguna necesidad de que Julián fuese o enviase a nadie de su familia a Toledo, que por aquellos años del inicio de la octava centuria, tenía que ser un avispero de intrigas en el que se corrían demasiados riesgos (baste recordar la encerrona que le hicieron a Wamba y el poco gusto de sus sucesores por residir en la capital del Tajo). Naturalmente, cuestión distinta es el motivo por el cual la bella norteafricana estaba en la península. A este respecto, más plausible se me antoja la versión más popular; o sea, que don Julián la habría mandado para completar su educación y preparar un buen matrimonio con algún príncipe visigodo (pero a Sevilla y no a Toledo). Lo de que la fama de la belleza de la niña le llegase al godo en una conversación con los amigotes, siendo posible, resulta demasiado parecido a la narración de Tito Livio sobre la violación de Lucrecia por Sexto Tarquinio. Que el autor mozárabe se ajustase tanto al referente clásico a fin de exagerar el paralelismo entre el fin de las monarquías romana y visigoda hace que esta explicación sea demasiado sospechosa.

Menos forzado es pensar que la joven Oliva (me gusta más este apelativo que el de Florinda) llamara la atención del duque Rodrigo paseando por la ribera del Guadalquivir y que éste, al requebrarla, se topase con su rechazo virtuoso. Por admitir el tono picante, quiero imaginar que la chica se bañaba desnuda como cuenta la leyenda y que las formas de su cuerpo despertaban las más feroces lujurias en los varones que las contemplaban, como hizo a escondidas el rijoso Rodrigo. O a lo mejor la muchacha no era tan virtuosa y su streap-tease obedecía a una provocación calculada de la concupiscencia del godo, confiando en excitarlo tanto como para conseguir que la desposase. Hasta es posible que ese fuera el plan urdido por su padre Julián que, ante el oscuro futuro que preveía para su aislado enclave, habría apostado, en un primer momento, por emparentar con el gobernador de la Bética y apoyarle en sus aspiraciones al trono hispano. No sería mal plan, sobre todo si una parte del mismo incluyera un sillón ducal para el suegro. Claro está que se trata de especulaciones sin prueba alguna, pero ha de admitírseme que suenan verosímiles. Lo cierto (tanto como puede ser una leyenda) es que Rodrigo cayó en las redes de la joven y, ya sea por fuerza o con promesas matrimoniales, sació el hambre que de ese cuerpo le devoraba. Pero luego no llegó ninguna de las satisfacciones esperadas y don Julián, avisado de la deshonra, cruzó el estrecho para recoger personalmente a su hija. Voy a suponer (también sin ningún dato en que apoyarme) que el conde llega a Sevilla justo cuando Witiza acaba de morir. Son días de rumores, que Rodrigo puede ser elegido rey, que habrá bronca con los partidarios de Akhila ... Rodrigo y Julián apenas se ven en una breve entrevista y ambos fingen, como buenos cortesanos, inquebrantable amistad, sin que el nombre de Oliva se mencione en ningún momento. Rodrigo tiene que partir para Toledo e invita al ceutí a que no tarde mucho en ir a visitarlo; incluso le pide la merced de que la traiga unos halcones para sus partidas de caza en los montes de la meseta (eso dice la leyenda; será que las rapaces del norte de África tenían fama). Y Julián se lo promete, asegurándole que los ejemplares que llevará a la península serán de una ferocidad nunca antes vista.

Luego ocurrirían unos cuantos sucesos más y habrían de celebrarse varias reuniones en África, antes de que los moros cruzaran el estrecho y acabaran estrepitosa y sorprendentemente con la monarquía visigoda. Parece probado históricamente que don Julián algo, bastante si se quiere, tuvo que ver con la invasión árabe, aunque sería exagerado afirmar que no la hubiera habido sin él. En todo caso, el conde poco o nada tuvo de traidor, no al menos en términos políticos (sí desde el punto de visto religioso, si se quiere). En cuanto a la leyenda de la hija seducida y abandonada (o violada en la versión más hardcore), como ya he dicho, a mí me cuadra que sea cierta, con los matices expuestos, en tanto contribuye a reforzar el alineamiento de Julián con el partido de Witiza y con los sarracenos. Pero seguramente, dada la situación histórica, aunque el conde no hubiera recibido ninguna ofensa de Rodrigo es más que probable que las cosas hubiesen sucedido igual. Es muy romántico pensar que España se perdió (¿se perdió?) por la concupiscencia de un rey o por el pecaminoso cuerpo de una mujer, pero la realidad suele ser bastante más prosaica. A todo esto, ignoro qué fue del ambicioso (que acabó como tonto útil) conde don Julián y de su bellísima hija.

CATEGORÍA: Personas y personajes

miércoles, 8 de septiembre de 2010

El fantasma del castillo (II)

Quizá, antes de continuar la narración, deba intentar describir a Iciar, a fin de que el lector se haga una idea de cómo era la mujer de la cual caí perdidamente enamorado. Tenía dos años menos que yo (así que en el 85 contaba veintiséis) pero tanto por inteligencia como por madurez podía haberme sacado una década. Bien es verdad que los años que habían pasado desde su fin de carrera los había pasado compaginando una frenética actividad laboral con la obsesión casi enfermiza de reconstruir la vieja casona, por supuesto viviendo con sus propios medios en un pequeño ático cercano a la plaza de la Paja madrileña. Yo, en cambio, seguía en un colegio mayor cuya mensualidad abonaban mis padres desde Cartagena, y aunque tenía la licenciatura en Filosofía desde hacía cinco años, seguía dedicando todas las mañanas al peloteo en la cátedra mientras procuraba avanzar en mi interminable tesis por las tardes, todo ello con la esperanza más o menos fundada de poder convertir la escasa beca de investigación del Ministerio en un empleo fijo en la Universidad Complutense. Lo distinto de nuestras circunstancias y experiencias bastarían para explicar las diferencias de madurez a favor de Iciar, pero es que además su cerebro venía ya de serie bastante mejor equipado que el mío.

Aparte de muy inteligente, Iciar era callada, reservada, y cuando hablaba gustaba ser breve, concisa, como si le molestara gastar más palabras de las necesarias. De esa forma tenía una aura de misterio que, al menos a mí me lo parecía, la hacía muy atractiva. De más está añadir que era muy guapa, aunque era difícil entender en qué radicaba su belleza. No demasiado alta, tenía un cuerpo muy bien proporcionado, con las curvaturas adecuadas y en proporciones correctas, pero sin que tampoco pudiera calificarse como espectacular. De sus rasgos cabía decir lo mismo: agradables, bien delineados, pero sin tener nada de extraordinarios analizados uno a uno. Ojos bonitos, sí, nariz levemente respingona, labios carnosos, pero no demasiado, no de ésos que despiertan la lujuria, pelo castaño ligeramente rizado en media melenita, las cejas algo asimétricas y un poquito más pobladas de lo normal, los pómulos marcados ... Nada fuera de lo común, que no pudiera ver tan bonito o más en otras mujeres, incluso en algunas amigas de entonces. Y sin embargo, la combinación precisa de esos rasgos, de esas formas producía en quien la veía un impacto estético difícil de asimilar; uno se quedaba impresionado ante la que inmediatamente se imponía como una belleza. Desde luego, había algo más que la mera apariencia física, una especie de luz o de fuerza (o de lo que sea) que vivificaba cada uno de los elementos de su cuerpo, en sí mismos y en el conjunto tan armónico y tan potente, tan impactante, de su presencia corpórea.

Se me dirá que exagero, llevado del flechazo, pero esa impresión no era yo el único que la recibía; había un consenso generalizado en que Iciar era una mujer muy guapa, guapísima. Al mismo tiempo, esa belleza tan poco inteligible (en la medida en que se te imponía sin que uno entendiera muy bien cuál era su base) tenía algo de demoledora, de apabullante, con el efecto de que, a la mayoría de los hombre, más que atraerles, les asustaba. Seguramente, contribuía a ese efecto, las notas que ya he comentado de su carácter: esa seguridad y madurez, que podía confundirse con una actitud desdeñosa (y, en algunos momentos, puede que lo fuera) y que con frecuencia hacía que te sintieras indigno, que no estabas a su altura. Sin embargo, no era Iciar soberbia, ni siquiera vanidosa y, aunque solía impacientarse con las conversaciones insustanciales, ponía verdadero interés en acercarse a quienes le atraían. Bien es cierto que sus habilidades sociales no estaban ni de lejos al nivel de su inteligencia general, y esas carencias le daban más de un problema en sus relaciones (no sólo en las afectivas) y contribuían a reforzar su fama de belleza orgullosa e inalcanzable.

No pretendo echarme flores, pero la verdad es que yo nunca pensé que fuera como creían casi todos ni tampoco al conocerla me asustó sino, al contrario, me hizo sentir la urgente necesidad (ansiedad, diría) de estar con ella, de enamorarla. Me la presentó Ricardo, un viejo amigo que, como yo, perdía sus horas medrando en los despachos universitarios, pero él en los del departamento de historia moderna, husmeando las correrías de los primeros borbones hispánicos. En la más importante de las cartas enterradas en la arqueta, Gregorio le confesaba a su hermana la autoría del crimen y la necesidad de escapar antes de que la justicia lo prendiese. Pero no aclaraba ni cuál había sido el delito ni cómo o a dónde había huido. Como tampoco había cartas posteriores a ésa, Iciar pensó que su enigmático pariente pudiera haber sido apresado y que quizá en los archivos judiciales de la época se guardara registro de sus andanzas. Ahí es cuando entra Ricardo, pues preguntando aquí y allá, a Iciar le dijeron que mi amigo estaba investigando el sistema penal en la España del XVIII y que se había revisado casi todas las causas penales de esos tiempos. Pero la fama de Ricardo era bastante más larga que la medida real de sus conocimientos (lo que es habitual entre quienes nos titulamos de investigadores) y lo cierto es que del País Vasco apenas tenía datos. No sabes el lío que era la administración de los señoríos y las provincias con el puñetero régimen foral; ojalá que el Felipe V se lo hubiera cargado, como hizo en Cataluña, seguro que mejor le habría ido a este país y, por lo menos, tendría yo más chicha para entretener a este encanto de mujer, me dijo antes de presentarme a Iciar.

Habíamos quedado una tarde hacia mediados de octubre del 85. En un intento de avivar sus moribundas relaciones con Iciar, a la que pocos datos que le interesaran estaba dándole, a Ricardo se le ocurrió hablarle de mí, un amigo de filosofía que atesoraba un montón de anécdotas de principios del XVIII; a lo mejor conmigo sonaba la flauta. El caso es que nada más verla, como ya dije, quedé absolutamente prendado y me importó un comino el evidente patético arrobamiento de mi amigo. Además, antes incluso de mi decisivo golpe de efecto, pude ver que yo parecía atraerle a Iciar bastante más que Ricardo. Un poco para darle gusto a mi amigo, que insistió en que yo tenía que conocer su increíble historia, Iciar me puso al corriente del descubrimiento de las cartas de un presunto familiar del siglo XVII y de cómo se había quedado intrigada por averiguar su destino, si había ido a prisión o había escapado y, en cualquier caso, cuál había sido su crimen. Es sabido que el subidón de adrenalina de los flechazos, tiene como efecto colateral el avivar distintas capacidades del hombre, a veces más allá de los límites que uno mismo les habría atribuido. Digo esto porque todavía hoy no me explico cómo, en un lapso infinitesimal, fui capaz, por una parte, de pensar que esa preciosidad me estaba ocultando algo y, en paralelo, ligar su apellido con el del marinero voluntario que se presentó al coronel Castro Bolaño en el puerto de Pasajes. Porque piénsese que en los últimos meses yo había leído cientos de páginas de correspondencia de Feijoo y, entre ellas, alguna del militar, fechada bastante después de la aventura escocesa, que me había resultado absolutamente indiferente, ya que carecía de toda relevancia para el objeto de mi tesis. Y, pese a ello, en algún rincón de mi memoria se había grabado el nombre del vasco para que mis circuitos neuronales, sobreexcitados por la necesidad de impresionar a Iciar, pudieran misteriosamente acceder al dato y darme la ocasión de conseguir un éxito escénico que el más famoso de los actores dramáticos me habría envidiado. En cuanto la chica calló, con una mueca que parecía decir, bueno, ya te lo he contado porque tu colega se ha empeñado, pero es una pérdida de tiempo, ya lo sé, así que hablemos de otra cosa, yo di un sorbo largo a mi caña, alargando el silencio que se suponía que debía romper con algún comentario educado e intrascendente, y luego, como si fuera algo obvio y, al mismo tiempo, poco interesante, como quien habla por hablar, le dije: oye, y ese pariente tuyo, ¿no se llamaría Gregorio, Gregorio Ynchausti?

Iciar me miró con los ojos como platos, incapaz casi de atinar a decir nada. Pero, entonces, ¿lo conoces? Bueno, dije yo, algo sé ... Por las fechas que dices, casi te puedo asegurar que no lo prendieron, porque se enroló en una expedición naval que fue a Escocia. Ahí intervino Ricardo, que también había quedado en fuera de juego y buscaba desesperadamente recuperar mínimamente una posición digna. ¿Te refieres al intento de Alberoni de apoyar a los jacobitas británicos? Pero, ¿qué sabes tú de eso? Si la mayoría de los nombres de los infantes son desconocidos ... ¿De dónde te sacas que el antepasado de Iciar estaba entre ellos? Me dio hasta pena el pobre Ricardo: yo, el amigo entretenido pero ignorante (al menos de las materias que podían interesarle a Iciar) me convertía de pronto en una amenaza y, para colmo, en su propio campo. Tampoco era cuestión de discutir y, frente al nerviosismo de Ricardo, enseguida, con absoluta frialdad, adopte la táctica que habría de apartarle definitivamente de un juego en el que nunca había llegado a tener verdaderas posibilidades. No sé, le contesté, fingiendo unas dudas inexistentes, me suena haber leído algo por ahí pero a lo mejor estoy equivocado. En fin, Iciar, perdona, que te estoy dando expectativas que lo más seguro es que sean infundadas; ya lo consultaré y te llamo, ¿vale? Ella entendió al vuelo: con el viejo tono indiferente contestó que vale, que no me preocupase, pero en el fondo de sus ojos vi que brillaba el interés, una mirada que me incitaba a llamarla cuanto antes. Bueno, acabé, me vais a disculpar, pero tengo que irme.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Angelus Novus

Mi amigo Binyomin Ahronson me recomienda que, para superar la concepción marxista de la historia, lea las famosas tesis de filosofía de la historia de Walter Benjamin, las que escribió huyendo de los nazis, en Portbou, mientras asistía impotente al desastre. Es un librito breve que ya había leído hará unos diez años, cuando descubrí a Benjamin a través de Brecht, pero que ahora, obediente a las sugerencias de mi camaleónico colega, he vuelto a repasar. A Benjamin se le llama filósofo de la historia y, creo yo, más era poeta. Las dieciocho tesis, como algún otro texto suyo que he leído, no son tales en el sentido científico del término, sino más bien esbozos vaporosos que sugieren ideas amplias, poco definidas en sus contornos conceptuales y, consecuentemente, abiertas a multitud de interpretaciones. Reina la metáfora, tan del gusto de los artistas y tan incómoda para los que buscan precisión. Para más inri subyace en ellas, en las tesis, la cantinela religiosa que el propio Benjamin detectaba en el materialismo histórico pero de la que, probablemente por sus exigencias identitarias judías, no era capaz de despojarse. Me refiero, claro, a ese machacón empeño en la infelicidad ontológica, tan preñado de dosis de soberbia autoinculpadora, de persecución de una redención que no termino de entender, pero que se niega a sí mismo en el dramatismo, algo artificioso, del judío asimilicionista (versión actualizada de los conversos españoles de la Baja Edad Media aunque, en estos años nazis, con todavía menores perspectivas de éxito).

En todo caso, más que el qué de su producción literaria (o filosófica, si se quiere, aunque aprovecho para señalar que fue la propia Hannah Arendt, también judía alemana pero más capaz para mirar de frente, sin perder el rigor, los horrores de la naturaleza humana, quien calificó de poético el filosofar de Benjamin), lo que me atrae de este hombre desgraciado es el fuerte peso de los subjetivo, del quien. Tenía, sin duda, la sensibilidad atormentada del artista, preferentemente del pintor, puessu producción es sobre todo de imágenes visuales, más que de elaboradas argumentaciones. No es casual, por eso, que su más afortunada tesis, la novena, no sea sino la descripción en palabras (apenas diez frases) de una pintura de Paul Klee. Se trata de una acuarela pintada en 1920 y que Benjamin adquirió por el equivalente a unos treinta dólares en 1921. No sé si Benjamin y Klee fueron amigos, como me dice Ahronson; sin datos suficientes, barrunto que pudieran conocerse a principios de ese 1921, cuando Klee, ya un pintor de cierta fama, acababa de dejar Munich para incorporarse como Meister (maestro) a la Bauhaus de Gropius. Es más que probable que Benjamin, miembro de la elite intelectual e izquierdosa del Berlin de la posguerra, se acercara hasta Weimar a conocer el experimento artístico e ideológico que fue la Bauhaus. ¿Se habría traído consigo Klee su Angelus Novus? O puede que Benjamin viera el cuadro en Munich, en el domicilio conyugal de Klee o en la galería de Hans Goltz, quien había sido el organizador de la gran retrospectiva que había popularizado al pintor suizo. Eso explicaría que, como he leído en alguna web, el cuadro se quedara inicialmente, por unos meses, en la casa muniquesa de Gershom Scholem, el gran amigo de Benjamin, quien emigraría pocos años después a Palestina, ya militante sionista. Lo que parece más que seguro es que, desde que lo vio, el ángel de Klee impresionó profundamente al filósofo, tanto como para llevarlo siempre consigo, como su más preciada pertenencia. Sólo se desprendería de él al escapar de París en 1940 hacia el Pirineo, que no fue estación de paso para Lisboa y Nueva York, sino su último destino. Me entero de que el cuadro se lo entregó a Georges Bataille, por entonces bibliotecario de la Biblioteca Nacional de Francia, en cuyas dependencias Benjamin había pasado larguísimas horas preparando la que había de ser su gran obra, el Libro de los Pasajes. También le dejó a Bataille la multitud de apuntes de ese futuro volumen, lo único que se ha conservado, suficiente para ser calificado como uno de los documentos más importantes del siglo XX, pese a estar incompleto y ser tremendamente esotérico. Si fue en Port Bou donde escribió su famosa novena tesis, lo haría sin tener el cuadro delante, pero es más que seguro que, después de casi veinte años de posesión continuada, ya casi no le haría falta. Bataille entregará el legado de Benjamin a Theodor Adorno en 1947 y éste hará llegar la pintura de Klee a Scholem, para quien estaba destinada; muerto el amigo (en 1982), su viuda lo legó al Museo de Israel, de Jerusalén.

Escribe Benjamin que el cuadro de Klee "representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso". Benjamin es un poeta (repito) que ve lo que quiere ver, lo que su perseguida infelicidad le hace ver. Yo, la verdad, ni siquiera veo que esa figura sea un ángel, ni me parece que esté a punto de alejarse de nada; más bien diría que está apareciéndose, en pose estática, para declarar alguna solemne nueva. Tampoco la alas (si es que son alas) están extendidas sino en actitud convocante, ni los ojos desmesuradamente abiertos pues más que pasmo yo diría que es una mirada de atención vigilante. Y, por supuesto, a sus pies no hay montones de ruinas y cualquier paisaje de escombros despedazados está en la mente de Benjamin, en su personal interpretación, derivada del pesimismo esencial de su carácter que, cierto es, los acontecimientos de aquellos momentos se encargaban de reforzar con crudeza. Me pregunto si, cuando lo pintaba, quería Klee representar al ángel de la historia; si pensaba, como interpretaría Benjamin, en la impotencia de ese testigo apocalíptico, a diferencia de sus poderosos colegas bíblicos; si pretendía mostrar la inutilidad del consuelo religioso una vez que (ya ha pasado Nietsche) Dios ha muerto.

No sé responder a estas dudas mías. No he encontrado ninguna pista sobre los pensamientos creativos de Paul Klee. En todo caso, el poder con que se ha impuesto la interpretación benjaminiana es tal que ya difícilmente puede concebirse que el pintor no estuviera, en efecto, expresando el pavor angelical ante el sinsentido catastrófico de la historia. Si así hubiera sido, WB tan sólo completaría las pinceladas de Klee; pero, ¿fue así? Supongo que Angelus Novus es el título que le dio el pintor, lo cual apunta a una intención original renovadora, iconoclasta incluso. El Angelus es la oración que evoca el anuncio de su inmaculada concepción que hace Gabriel a María y, en la vida cristiana, recuerda la aceptación de los designios de Dios. El ángel viejo, no el de Klee, es el que escribe la historia que nosotros aceptamos (fiat mihi secundum Verbum tuum). Podríamos pensar, entonces, que ese ángel ya no existe y que el nuevo, a diferencia de aquél, no es capaz de dar sentido a la sucesión de acontecimientos, ha perdido la palabra que haría narración congruente la historia. Lo que pasa, si eso es lo que pensaba Klee, es que entonces no se trata de un ángel o, mejor, el Angelus Novus es el propio hombre abandonado a su condición, despojado del consuelo de la religión, enfrentado al caos ininteligible de la historia. Y, ciertamente, este ángel nuevo niega también las concepciones hegelianas y marxistas.

Nótese, no obstante, cuán atrapados estamos (estoy) por la interpretación benjaminiana, como si, dándole la razón a mi amigo Ahronson, estuviera (vano consuelo) hallando coherencia a posteriori mediante una más entre las infinitas narraciones que caben, como intentamos hacer con la historia, narrándonos los acontecimientos como si hubiera algún orden, alguna lógica, en los que no están ligados sino por sucesión caótica. Podría imaginar otras interpretaciones de la acuarela de Klee, pero no cambiaría nada, pues ese cuadro fue adquirido por un melancólico depresivo que reflejó desde él la concepción pesimista que requerían los tiempos. Y luego, enseguida casi, murió. La versión oficial es que se suicidó, acosado por la policía franquista, pero también se habla de asesinato.



La banda sonora para este post necesariamente había de ser esta canción de Laurie Anderson llamada The Dream Before y dedicada a Walter Benjamin y a su novena tesis, a la del ángel de la historia. La letra, en traducción personal, viene a decir lo siguiente: Hansel and Gretel están vivos y bien / viven en Berlín / Ella es camarera en un bar de copas / Él ha tenido un pequeño papel en una película de Fassbinder / Una noche se sientan juntos a beber schnapps y ginebra / Y ella dice: Hansel, la verdad es que me deprimes / Y él dice: Gretel, puedes ser una perra / Y él añade: he desperdiciado mi vida con nuestra estúpida leyenda / cuando mi único amor era la bruja mala / Ella dice: ¿Qué es la historia? / Y él responde: La historia es un ángel empujado de espaldas hacia el futuro / Él dice: la historia es un montón de escombros / Y el ángel quiere regresar y arreglar las cosas /recomponer todas las cosas que se han roto / Pero hay un huracán que sopla desde el Paraiso / Y ese huracán arrastra al ángel de espaldas hacia el futuro.


miércoles, 1 de septiembre de 2010

El fantasma del castillo (I)

En 1986 viajé a las Tierras Altas acompañando a la que entonces era mi pareja, empeñada en una empresa absolutamente disparatada. Quería averiguar todo lo posible sobre el presunto fantasma que habitaba el castillo de Eilean Donan, una de las mayores atracciones turísticas de la Escocia noroccidental. Más en concreto quería averiguar quién era o, mejor dicho, quién había sido en vida. Puede pensarse que estábamos locos, claro. Yo, por supuesto, no creía en fantasmas e Iciar, mi novia, es más que probable que unos años antes, quizá sólo unos meses, tampoco. Sin embargo le habían ocurrido demasiadas cosas extrañas para tener un especial interés en verificar por sí misma qué había de cierto en la leyenda del fantasma que la familia (o clan, si se prefiere) MacRae, dueña del castillo, se ocupaba de difundir como parte del reclamo turístico. En todo caso, el viaje, con o sin fantasmas, se presentaba de lo más apetecible.

La historia es conocida y data de la primavera de 1719. Pocos años llevaba reinando en paz en España el primer Borbón y aún escocían las cláusulas con las que las potencias europeas, Inglaterra muy especialmente, se habían cobrado el cambio dinástico. Pero quizá, pensaron algunos, todavía podía recuperarse algo de primacía en Europa. El artífice intelectual de esos frustrados intentos fue el cardenal Giulio Alberoni, el principal consejero de Felipe V, quien esbozó el peregrino plan de invadir Inglaterra, reeditando con similares penosos resultados la aventura de Felipe II. Por aquel entonces la Gran Bretaña estrenaba también nueva dinastía, la de los Hannover, en la persona de Jorge I, como consecuencia de la muerte sin descendencia de María II y Ana, las dos últimas reinas protestantes de la casa Estuardo, y la aplicación del Act of Settlement, ley del Parlamento promulgada con la principal intención de apartar del trono a los sucesores católicos de Jacobo II. El caso es que el nuevo rey alemán no fue del todo bien aceptado, sobre todo en Escocia, cuna de los Estuardo, y nada más empezar su gobierno había tenido que sofocar una rebelión jacobita. Unos años más tarde, Alberoni se planteó apoyar con barcos y hombres una segunda intentona para que Jacobo, el hermano menor de las anteriores reinas, ganara la corona. De esa manera, pensaba el ministro borbónico, Inglaterra pasaría a ser un aliado y desaparecería el principal obstáculo en las aspiraciones de grandeza española.

El plan se basaba en una maniobra de distracción en Escocia que, con el apoyo de los highlanders, atrajera a los ejércitos ingleses; logrado este objetivo, una gran flota desembarcaría en el suroeste, reclutaría apoyos locales, y se dirigiría hacia Londres, casi desguarnecido, para deponer a Jorge I e instaurar a Jacobo III. Siguiendo la tradición, la gran flota se topó con una tormenta a la altura de Finisterre y se abortó la misión, pero se dejó que la avanzadilla escocesa continuara la aventura. Se trataba de dos fragatas que el 28 de marzo de 1719 habían salido del puerto guipuzcoano de Pasajes con algo más de 300 infantes de marina al mando del coronel Nicolás de Castro Bolaño. Entre estos se encontraba un joven de veintipocos años, Gregorio Ynchausti Ugarte, remotísimo tío abuelo de mi amiga, de cuya historia había venido a enterarse hacía unos meses con motivo de la restauración de una vieja casona que la familia tenía en la falda oriental del monte Ulía, a unos tres kilómetros del casco viejo donostiarra.

La casona a que me refiero había pertenecido a la familia de Iciar, mi novia, desde su construcción inicial que, calculaban los expertos, sería de principios del XVII. Hasta mediados de los sesenta siguió habitada, siendo su última inquilina una tía abuela solterona, una de las pocas de la familia que no había dejado el País Vasco. Iciar recordaba vagamente alguna visita a esa casa con su abuelo durante los veraneos de muy niña; marcaba el punto de media vuelta en los paseos por el monte a que tan aficionados eran Peio Inchausti y su nieta mayor. Pero para entonces ya debía haber muerto la hermana de su abuelo, porque Iciar no guardaba recuerdos suyos, sino de ambos entrando a una casa vacía pero todavía en funcionamiento, con la nevera llena de botellas, las luces que se encendían ... En el 81 murió Peio, unos meses antes de que Iciar acabara arquitectura, dejándole en herencia la mayor parte de la vieja casona de Ulía (había algunos derechos que correspondían a los primos segundos de Bilbao). Para entonces, si no podía calificarse de ruina era porque los gruesos muros de piedra aguantaban de todo y las vigas de la cubierta eran de una madera excepcional, pero volverla a hacer habitable iba a costar mucho tiempo, esfuerzo y dinero. Los padres de mi amiga le aconsejaron aceptar la oferta de compra de un cocinero famoso que quería convertirla en restaurante; era una millonada, bastante más de lo necesario para pasarse dos añitos de master en Cornell, que era su sueño más preciado. Sin embargo, cuando ya estaba casi decidida a vender, una mañana sorprendió a todos anunciando que definitivamente se la quedaba.

Gregorio Ynchausti se había ofrecido voluntario al coronel Bolaño en el mismo puerto de Pasajes, la víspera de la partida de las dos fragatas. El propio Bolaño, gallego resabiado, contaría años después que se olió que el chaval de algo andaría escapando, pero no era cuestión de poner trabas a quien se apuntaba a una misión tan poco halagüeña como la que le exigía el servicio al rey y además tampoco había mucha posibilidad de diálogo, que se trataba de un rústico euscaro que apenas farfullaba el castellano. Hay unas cartas del coronel de la marina escritas años después a su paisano Feijoo narrándole la aventura escocesa y en ellas, como de pasada, consta la breve mención a ese donostiarra, aunque luego el benedictino no lo inmortalizaría en sus escritos. Yo en cambio, que hacia el año 85 preparaba mi tesis doctoral sobre los novatores y la primera ilustración española tenía fotocopiadas esas cartas, me sonaba el nombre del vasco que huyó a Escocia con los marinos del rey y, gracias a esos conocimientos y a alguna otra carambola del azar, acabé conociendo a Iciar.

Por esas fechas, Iciar llevaba algunos meses con las obras de restauración de la casa que había heredado y, tras las primeras tareas de limpieza y desescombros, había ya descubierto la arqueta enterrada bajo el suelo de la antigua cocina y la carta autógrafa de su remoto familiar. Tardaría yo bastante en enterarme de lo que decía esa carta porque aunque enseguida sabría de su existencia (ella misma me lo contó la primera vez que hablamos), Iciar se resistía a dejármela leer, poniendo las más diversas excusas. Incluso iniciamos nuestro viaje a Escocia sin que todavía me la hubiese querido mostrar, lo que tenía que haber bastado para, si no abrirme los ojos, sí alertar mínimamente alguna suspicacia. Pero, digamos la verdad, por esos días yo estaba bastante colado por la chica y aceptaba todo lo que me decía y me prestaba a apoyarla en cualquier extravagancia que tuviera a bien acometer. Y quien no lo crea que espere a conocer la crónica de ese viaje y las inesperadas consecuencias que del mismo derivaron.