viernes, 5 de noviembre de 2010

Una historia folletinesca (1)

Hace unas semanas, con algo más de ochenta años, murió la madre de una amiga. En este relato, ligeramente distorsionado, vamos a llamar Eva a mi amiga y Pilar a su madre.

Pilar nació en La Palma, hacia finales de los veinte. Su padre era un vasco de algún pueblo de la ría bilbaína que había caído por la isla por motivos de negocios proveniente del Marruecos español. En la pequeña Santa Cruz palmera se presentó como un licenciado en derecho por Deusto, emparentado con las más oligárquicas familias vizcaínas. Según Pilar le contó a su hija, nada de eso era cierto: su padre no era sino un vividor de buena facha y labia seductora que andaba de tumbo en tumbo a ver si pescaba un buen nido. Vino a encontrarlo en una chiquita de buena familia palmera, con holgado patrimonio agrario y un palacete en la calle Real de Santa Cruz. La madre de Pilar, Nieves, era muy joven y muy frágil, una orquídea de invernadero que se nos antoja tan bella quizá porque la vemos también tan efímera.

A los quince años Pilar era una adolescente pletórica de energía, mucho más parecida a su padre que a su madre, tanto en lo físico como en el carácter. Sin embargo, los amores de la niña se volcaban hacia la dulce y enfermiza Nieves. Desde muy pequeñita tenía la oscura intuición de que su madre, tan buena, sufría mucho, tanto que algún día no muy lejano la abandonaría. Y esa percepción de niña, carente de datos (y de entendimiento suficiente para comprenderlos de haberlos tenido), ya imputaba a su padre el grueso de las culpas. Entonces, hacia principios de la década de los cuarenta, Nieves murió. Parece que la causa fue una infección que se generalizó con asombrosa celeridad; ciertamente la mujer, pese a sus poco más de treinta años, era de una naturaleza débil, pero también es verdad que ni el lugar ni la época eran los mejores para haber sobrevivido. Pilar quedó destrozada pero, por encima del dolor, sintió el desgarrador escozor de una tremenda rabia hacia su padre, para ella el verdadero matador de la madre que adoraba.

Pasados algunos meses, por la casa del viudo y su hija adolescente empezó a menudear las visitas una vecina, antigua compañera del instituto de la fallecida. No se le escapó a la niña que Mercedes, así se llamaba, mostraba para con ella atenciones y confianzas que insinuaban pretensiones maternales y, como no deja de ser explicable, ese cariño inoportuno recibió gestos hoscos y el anidamiento de un rencor terco hacia "esa mujer". Completamente distinta era la actitud del padre quien, para rabiosa desesperación de Pilar, parecía dejarse conquistar por los halagos de la intrusa. Las peores premoniciones de la chica se materializaron el día de su decimosexto cumpleaños. Llevaba una semana en Tenerife, de vacaciones veraniegas en casa de la hermana mayor de su madre, no queriendo pensar en La Palma e intentando, en cambio, volcarse en el mundo que sus dos primas mellizas, algo mayores que ella, le estaban abriendo: paseos por el barrio de los hoteles que, muchas tardes, acababan en fiestas en cualquiera de esas villas con pretensiones de palacetes, donde algunos chicos cruzaban miraditas con esa palmerita tan linda. De hecho, la tía había organizado una pequeña reunión festiva para celebrar su cumpleaños y Pilar esperaba ansiosa la fecha, inquieta por averiguar si Pablo, el rubito amigo de sus primas, le diría las palabras que creía leer en sus ojos. Pero el día antes apareció en la casa de Santa Cruz su padre, con una sonrisa demasiado amplia para ser franca, una inmensa caja con un lazo rosado (¿puedes creer que no logro acordarme de qué era lo que me regaló?, le había dicho siempre Pilar a mi amiga) y muchas ganas, según aseguraba, de invitarla a cenar en el club náutico. Así que, con ciertas reticencias pues algo se escamaba, Pilar fue con su padre a cenar esa noche y a los postres recibió la noticia de que el viudo planeaba dejar de serlo y que Mercedes, que la quería como a una hija, iba a ser su nueva madre.

La noticia fue un bofetón brutal en el alma de Pilar aunque luego se sorprendió de la intensidad del dolor porque, en el fondo, ya lo sabía. Quizá, se dijo a sí misma, era que su padre la dejaba sin excusas para seguir engañándose, para seguir prohibiéndose pensar en su vida palmera, para apartar a su madre muerta del pensamiento ... Esa noche, sentada frente al océano, quiso gritar, apalear a su padre, insultarle, a él y también a ella, proclamar que los odiaba a ambos, jurar que se suicidaría si esa mujer entraba en la casa familiar. Pero no pudo hacer nada de todo eso, sólo quedarse quieta, paralizada como una estatua, la mirada ida y un llanto mudo de infinitas lágrimas. Años después, Pilar le explicó a su hija, a mi amiga, que mientras su padre, asustado ante lo que parecía un ataque catatónico, la abrazaba y acariciaba, le repetía palabras amorosas y torpes explicaciones sobre su soledad, sobre que la vida seguía y otros tópicos irrelevantes, ella sentía que en su corazón se erigía una coraza y en su cerebro se iba imponiendo una determinación acerada, que una especie de funda fría la envolvía y metamorfoseaba, convirtiéndola en alguien distinto de quien creía ser hasta entonces. Pero luego entendí, añadía, que esa noche simplemente recibí el empujón final para iniciar el camino que el destino me había impuesto con la muerte de mi madre.

Dos semanas después Pilar hubo de volver a La Palma. El mes que quedaba de vacaciones fue un tenso ejercicio de elusiones, un continuo esquivar a la que, ya era oficial, habría de ser en unos meses su madrastra, postergar sine die esa "charla entre mujeres" que Mercedes solicitaba con las más peregrinas excusas pero renunciando siempre al enfrentamiento violento, como si una secreta y reciente sabiduría le revelara que no era ése el camino que había de llevarle a su victoria. Llegó ésta a principios de septiembre del año 44. Pilar, con intuición canina y aprovechando la ausencia del padre, había rebuscado en su despacho, abriendo gavetas del fondo de un armario y olisqueando papeles que ya amarilleaban. Se trataba de un fajo de cartas de fechas ya antiguas; cartas de amor dirigidas a su padre con letra femenina y una M inicial como única firma. La chica comprendió que la relación con Mercedes venía desde bastante antes de la muerte de su madre y, sobre todo, que esas cartas, por mucho dolor y repugnancia que sintiera, eran el arma definitiva para obligar a su padre a darle su libertad, a financiarle una vida apartada de él. Esa misma noche, con una pasmosa frialdad, Pilar expuso a su padre el chantaje: o la enviaba a vivir a Tenerife, con su tía, o enseñaba a los abuelos las pruebas de cómo y cuánto había engañado a su madre. Estoy convencida, añadió, de que mamá se enteró de tus traiciones y el sufrimiento que le causaste contribuyó a su muerte; has de saber que nunca te lo perdonaré.


Lhasa de Sela - Desdeñosa (La Llorona, 1998)

5 comentarios:

  1. Como tardes mucho en poner la segunda parte voy a desesperar.

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  2. Eso, y la tercera parte del castillo con fantasma!

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  3. Dejad al muchacho que se exprese a su aire, cohones.

    ¿O queréis que os cuenten 'Guarra y Paz' con tres o cuatro haikus?

    Yo te sigo, Miros; Con esto y con el pasado clítoris que tanto dio que hablar. Y con todo.

    Desde que te leí por primera vez narrando lo de la inglesita aquella que se cargó al franchute por falta de 'habilidad', me saqué un abono en tu barrera.

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  4. Linda forma de dejarnos en suspenso...
    Besos

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  5. Ya tienen la segunda parte de la historia. Confío en que con una más pueda acabarla, aunque a lo peor se me alarga.

    Chofer, como podrás ir comprobando, la constancia no es mi fuerte. La del castillo con fantasma no es la única historia que he dejado a medias. No te prometo nada, pero a ver si algún día me animo a retomarla (tengo por ahí varias notas que me hice para la ambientación histórica).

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