sábado, 31 de diciembre de 2011

Onírico año viejo

Estaba en Luzón, sentado en un autocar que circulaba a toda velocidad por la autopista del aeropuerto. Esa tarde, la primera del viaje organizado, nos tocaba visita guiada a Manila, pero primero instalarnos en el hotel cuatro estrellas del centro. A mi lado un tipo con cara de loco, abundante pelo blanco enmarañado, ojos verdes saltones, incesantes tics faciales, me recordaba a Doc Brown de Regreso al Futuro. Yo, pegado a la ventanilla, quería mirar el paisaje (apretujados rascacielos) pero el tipo no paraba de hablarme con cerrado acento catalán. Era físico, me dijo, tenía una teoría que era la madre de las teorías, la piedra filosofal del conocimiento; pero nunca se divulgaría, me dijo, iban a matarlo. Algo sobre la Trilateral, que decidía el timing de la historia, y lo suyo aún no tocaba. Su asesino, probablemente, iba en el autocar, había viajado en el grupo desde Madrid, a lo mejor hasta era yo mismo, me dijo, total qué importaba ya.

Hora y media después nos reuníamos en una sala de juntas de la planta baja del hotel. Unos veintipico españoles, casi todos emparejados, menos el profesor chiflado, una castaña de melena larga ondulada, algo gordita pero de buen ver, un enano con gafas y yo. El guía, un filipino extremadamente delgado, silabeando quirúrgicamente el castellano, nos explicó que acababan de desatarse varias revueltas callejeras (un pogromo popular contra los chinos, me enteré luego, tan odiados). Así que había de suspenderse el paseo por la capital; quedábamos encerrados en el hotel hasta la mañana siguiente cuando nos llevaran en un autobús custodiado por tanquetas del ejército hasta el puerto para iniciar el crucero por el Mar del Sur de China (Hong Kong, Macao, Vietnam, Bangkok, Malasia, Singapur y de vuelta al archipiélago de las Filipinas). Durante la charla el físico catalán, al otro lado de la gran mesa de juntas, me dirigía insistentes guiños, arqueos de cejas y silenciosas vocalizaciones labiales.

A la cena los desaparejados compartimos mesa. La mujer, unos cuarenta y pocos, me escogió inmediatamente. Vistas sus otras dos opciones, no puedo arrogarme ningún mérito. El enano, a su vez, se enrolló con entusiasmo con el profesor quien, en los primeros momentos, me pareció decepcionado de no poder continuar conmigo sus erráticas confidencias. Al cabo de un rato, sin embargo, se le veía distendido, en catarata de susurros con su interlocutor y éste los ojos muy abiertos, moviendo las orejas como si fueran antenas e interrumpiéndole con frecuencia para soltar en voz alta comentarios de lo menos pertinente a lo que pudiera estar escuchando (el Barça juega mejor pero el Madrid ganará la liga, el azafrán esta sobrevalorado, ojalá que encuentre un buen compañero de bridge para el crucero, y la última que le oí, inquietante: le pasaré unas pastillitas profesor, que lo que tiene que hacer es follar mucho).

Quien sí quería follar mucho en esas vacaciones era mi compañera de mesa, Sonia se llamaba. Mucho y con muchos, y a mí me había tocado ser el primero de la serie. A ver si se iba a creer el cabrón de su marido que sólo los tíos tienen derecho. O sea que pasé la noche sometido a erráticas exigencias sexuales, divertidas al principio, cansinas pasadas dos horas. Ya no estaba yo para demasiados trotes, sería la edad o las muchas horas de vuelo; menos mal que conseguí dormir unas horitas antes del desagradable timbrazo, banderazo de salida para un ritual acelerado (ducha, recogida y cierre de maleta, desayuno buffet, enlatamiento en el autocar, embarque en un inmenso trasatlántico repleto de norteamericanos y japoneses).

Durante el crucero no me crucé con el catalán. Alguna vez pensé en él, extrañado de su ausencia; estará encerrado, pensé, para evitar que lo maten. La noche de la escala en Singapur, al volver a mi camarote, encontré un folio metido bajo la puerta. Curvas mal dibujadas, una espiral de la que brotaban dos ramas parecidas a las dobles hélices de las cadenas de ADN. Esquema simbiótico del continuo tiempo/energía-espacio/materia, eso estaba garabateado a modo de título en la parte de arriba, subrayado tres veces, apretando demasiado el lápiz. Abajo, a bolígrafo, con afecto de Ovidi. Intrigado, intenté saber qué había pasado con el físico, lamentando no haberle prestado más atención. En las oficinas de la naviera se negaron a decirme nada (sólo podemos dar información sobre nuestros clientes bajo orden judicial). Al final, el enano me aseguró que lo había visto desembarcar en Bangkok (pero esa escala había sido tres días antes de la aparición del papel). Estaba como una cabra, añadió, y explotó en una carcajada brutal que acompañó con entusiastas palmadas en las nalgas de Sonia. Esta también se reía, se la veía feliz con el enano, cosas del morbo.

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Desde que mantengo este blog, todos los 31 de diciembre, he publicado un post alusivo al fin del correspondiente año (cinco antes de éste: del 2006 al 2010) en el que a grandes trazos revisaba lo que me había ocurrido. Pero las tradiciones están para romperse o, si no, para interrumpirse, y en todo caso hoy no tengo ni ganas ni tiempo de hacer ningún ejercicio de retrospección. Además, este año no me ha sido muy pródigo en sucesos: demasiada monotonía laboral. A cambio, el subconsciente me ha regalado abundantes sueños o, mejor dicho, al despertarme los recordaba con bastante mayor frecuencia de la habitual. Sirva como ejemplo el de hace dos noches que relato en este post. En fin, que se acaba ya 2011 y se nos viene un 2012 cuyos augurios no son nada optimistas. Hago votos para que los agoreros se equivoquen y una epidemia de almorranas afecte a todos los capitostes del mundo financiero; hago votos para que la mala leche endémica se nos agüe y nos esforcemos en entendernos, apreciarnos y ser más constructivos; hago votos para que seamos algo más felices, en especial (los deseos genéricos se diluyen) las personas que quiero y me quieren, entre los que estáis, claro, quienes pasáis por aquí. Pues eso, que feliz 2012.


Como además de desganado también estoy poco imaginativo, acompaño esta entrada con la música más tópicamente procedente para la entrada de un año nuevo: la Marcha Radetzky, de Johann Strauss, interpretada durante el Concierto de Viena, en este caso el de hace un añito.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Navidades apócrifas (2): la infancia de María

Referido ya el nacimiento de la Virgen María, continuaré en este post (procurando no irritar la paciencia de Vanbrugh) con la infancia y adolescencia de la madre de Jesús, siguiendo lo que nos cuentan los evangelios apócrifos así como lo que vio en sus arrobos místicos la monja alemana Ana Catalina Emmerick. Obviamente las visiones de esta beata, bajo una óptica racional, merecen todavía menos credibilidad que los apócrifos, pero como de lo que se trata es de hilar un relato, bienvenidas sean.

Nació pues María del vientre de Ana y, aunque ni siquiera sus padres lo supieran, era la primera mujer después de Eva que venía a este mundo sin pecado. Tampoco hablan de la inmaculada concepción los apócrifos a quienes probablemente este asunto les traía al fresco. Realmente, lo que desde 1854 es un dogma para los católicos (no así entre los protestantes), se fue forjando como una consecuencia lógica de las reflexiones de los Padres de la Iglesia sobre el plan divino de la salvación de la especie humana a través de Cristo. El argumento es sencillo: si Jesús era Dios encarnado, el vientre en el que había de producirse su “humanización” tenía que ser de alguien libre de todo pecado, incluyendo el que nos legó la puñetera manzana prohibida. De todas formas, si bien los primeros Padres se hartaron de cantar loas a la pureza y santidad de María, no terminaron de concluir que había sido concebida sin pecado original. Como es frecuente en la historia del cristianismo, a la afirmación tajante se llegó como reacción frente a doctrinas molestas que acabarán siendo declaradas heréticas. En este caso, de un lado en Oriente un tal Nestorio que llegó a Patriarca de Alejandría, en el marco de los apasionados debates (pre)bizantinos sobre si lo humano y lo divino eran una o dos naturalezas en Cristo, sostuvo hacia principios del siglo V que llamar a María “madre de Dios” era una blasfemia. Más o menos por la misma época, un monje británico (quizá irlandés) llamado Pelagio, que se había instalado en Roma hasta que Alarico saqueó la ciudad, se atrevió a negar el pecado original. Este audaz planteamiento no fue muy combatido al principio, pero en pocos años los principales teólogos de la época, con San Agustín a la cabeza, se dieron cuenta de que suprimir el pecado original tambalearía demasiados pilares del cristianismo, empezando por la pertinencia de la propia Redención (algo que, entre paréntesis, siempre me ha parecido un poco rebuscado, pues qué necesidad tenía Dios de encarnar a su Hijo y enviarlo a la muerte para quitarnos la mácula que traemos de marca en nuestras almas; con el agravante, además, de que tampoco es que se nos quite, sino que para ello han de bautizarnos). En fin, a lo que vamos, que si no había pecado original, no María sino todos éramos inmaculadamente concebidos. Así, las reacciones oficiales al nestorianismo y al pelagianismo se resolvieron, en lo que a la Virgen se refiere, reafirmando la idea de su maternidad divina amén de su exención de pecado desde que le fue infundida el alma (que, como se sabe, ocurre en el mismo momento de la concepción). A partir de ahí, lo de la Inmaculada Concepción fue convirtiéndose en creencia firme de los cristianos y repetido, con distintas variantes y distinto grado de lirismo, en múltiples loas y oraciones a María. No obstante, el tema distaba de estar cerrado y durante la Edad Media fue objeto de encendidas discusiones entre los escolásticos. El propio Santo Tomás, pese a la tontorronería que le imputa Lansky, defendió que la Virgen fue concebida con pecado original (su argumentación no deja de tener su coherencia lógico-formal) y que eso no sólo no disminuye la dignidad de Cristo, sino que la engrandece pues fue ella la primera a la que, con su encarnación, liberó de dicha mancha. Sin embargo, hacia el siglo XIV, la mayoría de los posicionamientos teológicos eran favorables a la tesis inmaculista y de hecho fue prácticamente asumida universalmente entre los católicos sin generar ya nuevos debates. Hacia mediados del XIX las amenazas a la Iglesia no provenían ya de herejes al viejo estilo, sino del odiado racionalismo materialista; parece que con la proclamación del dogma (en la bula Ineffabilis Deus), Pío IX pretendía, según el consejo de uno de sus cardenales, “restablecer el sentido de las verdades cristianas y retraer las inteligencias de las sendas del naturalismo en las que se pierden”. Curiosa la solución para ese objetivo, pero debía estar convencido ese Papa de que tal era el método, porque pocos años después lo empleó profusamente en el Concilio Vaticano I, tan fértil en producción dogmática. Bueno, me he desviado un largo trecho del relato, pero antes de volver a la senda correcta no me resisto a referir que años antes del dogma la citada Ana Catalina Emmerick vio “a la pequeña María creciendo en el espacio luminoso, debajo del corazón de Santa Ana” y se sintió “penetrada de la íntima convicción de la ausencia absoluta de toda mancha original en la concepción de María”.

Pues eso que María era un bebé sano y hermosísimo, y además, a medida que crecía, demostraba inteligencia y bondad extraordinarias (digo yo, que probablemente la causa de tanta precocidad algo tenga que ver con la ausencia del pecado original que a los demás tiene que lastrarnos el desarrollo). Cuando cumplió seis meses, Ana la puso de pie en el suelo y la niña avanzó siete pasos hacia adelante y luego de vuelta para saltar a los brazos de su madre, todo sin ningún traspiés. Ya convencidos del altísimo destino que le esperaba, los esposos decidieron construir un santuario en la casa en el que alojar a la niña hasta que llegara el momento de entregarla al Templo, y allí crecía sorprendiendo cada jornada a propios y extraños con sus prodigiosos dones. Cuando cumplió un año, Joaquín invitó a los más nobles israelitas de Jerusalén a un gran convite y los sacerdotes bendijeron a la niña, pidiéndole a Dios que le diera un nombre que se repitiera siglos y siglos a través de las generaciones (y se ha cumplido la bendición, la cual, por cierto, sobraba, que ya el ángel había profetizado poco más o menos lo mismo). Al cumplir los dos años, el padre propuso entregarla ya al Templo, pero Ana dijo que mejor esperar un añito más, a fin de que la niña no los echase en falta. ¿Qué no los echase en falta? Más bien sería al revés, digo yo, opinión que se me confirma cuando el evangelio armenio cuenta que por esas fechas Ana volvió a quedar encinta (este embarazo ya no se considera milagroso) y parió otra niña de la que dijo que, como María iba a ser del Señor, ésta sería de los padres. Pasaron los meses y fue el tercer aniversario de la primogénita, y con ella fueron los orgullosos papás al Templo, desfilando por las calles de la capital hebrea flanqueados por las hija vírgenes de los vecinos más honorables, cada una portando una lámpara de aceite encendida de modo que la niña no viera nada más que la luz y no volviera la vista hacia atrás. De esta guisa subieron las escalinatas principales y fueron recibidos por el Gran Sacerdote, quien tomó a la niña de los brazos de su madre y la besó y la bendijo, porque ya todos sabían que María había sido glorificada por Dios y que de ella había de venir la redención del pueblo de Israel. Sosteniéndola con sumo respeto, la llevó hasta la tercera grada del tabernáculo y allí la depositó. Entonces se iluminó la estancia con un luz de maravilloso resplandor y se oyeron voces de ángeles entonando cantos melodiosos, y la niña se alzó y bailó levemente sobre sus gráciles piececitos a la vez que declamaba plegarias en honor a Yaveh. Todos se admiraron del prodigio y corrió la voz por todo Jerusalén. Joaquín y Ana, henchidos de gozo, abandonaron el Templo. Un año después, según el evangelio armenio, morirían ambos cónyuges, pero yerra, porque la beata de Emmerick vio a Santa Ana en la gruta de Belén, sosteniendo embelesada a su nieto, prodigándole tiernas caricias de abuela y, a la vez, llorando de fervorosa emoción. Así pues, sólo falleció Joaquín y Ana volvió a casarse con un tal Cleofás del que engendraría otra hija a la que también llamó María (muchas Marías pueblan los evangelios; pareciera a propósito para confundir al lector) quien, a su vez, sería madre de tres de los apóstoles: Santiago el Menor, Judas Tadeo y Simón el Zelote, a los que Jesús llama hermanos (aunque en realidad eran primos o medio primos). En fin, que a la muerte de su padre, la pequeña, hondamente afligida, guardó devotamente el luto de treinta días.

Si desde que entró en el Templo María ya asombraba a todos con sus extremadas gracias, éstas no cesaron de crecer mientras permaneció en la casa del Señor. Día a día agrandaba su sabiduría y su piedad. Nos cuenta el pseudo-Mateo que “se había impuesto la regla siguiente: desde el amanecer hasta la hora de tercia, permanecía en oración; desde la hora de tercia hasta la de nona, se ocupaba en tejer; a la de nona, volvía a orar, y no dejaba de hacerlo hasta el momento en que el ángel del Señor se le aparecía, y recibía el alimento de sus manos”. Así se iba formando con las demás jóvenes, pero sobresalía entre todas por su extrema perfección, que ninguna mejor que ella en alabar a Dios, conocer su Ley o entonar los cánticos de David; ninguna vivía con tanta perfección la caridad, la constancia, la humildad y cualquiera de las más preciadas virtudes. Y así pasó el tiempo hasta que se acercó el momento en que había de venirle la primera sangre y los sacerdotes se reunieron a decidir qué habrían de hacer con ella para que no mancillase el santuario. Naturalmente, había que elegirle un marido, difícil tarea, pues tendría que ser alguien digno de tan excelsa doncella. Uno de los sacerdotes convenció a los demás, ofreciendo una verdadera fortuna, de que el agraciado fuera su hijo, pero al irle a la chica con la propuesta, María se negó en redondo pues había decidido permanecer siempre virgen para agradar a Dios. Menudo problema, pues la Ley establecía que las vírgenes del Templo lo abandonasen al llegar a la edad núbil, yéndose al nuevo domicilio conyugal o devuelta a la custodia de su padre. En esas andaban, sin saber qué hacer mientras pasaban los meses y la chica ahí seguía con catorce años cumplidos, cuando murió el Sumo Sacerdote y consultado Yaveh (o sea, echado a suertes) resultó que eligió como sucesor a Zacarías, el marido de Isabel, que era pariente de Ana, aunque las “fuentes” discrepan si prima o sobrina, y es tarea vana intentar desenredar tanto barullo familiar del que provienen una muy grande parte de los protagonistas de los evangelios. La cosa es que Zacarías, ya de avanzada edad, también era infecundo y esa situación causaba grave enojo a sus colegas y más de uno murmuraba que si la elección la habían trucado, que si Dios se había distraído, y otras palabras similares, eso sí a sotto voce, pues rayaban la blasfemia. Para no alargarme demasiado, eludo contar ahora cómo todas las dudas quedaron disipadas y la legitimidad de Zacarías reafirmada gracias a la correspondiente intervención del Señor que, nuevamente (la verdad es que el estilo de Yaveh en materia de fecundaciones milagrosas es bastante repetitivo), anunció la preñez de Isabel del futuro Juan Bautista. Lo que nos interesa es que seguía pasando el tiempo sin que ninguna decisión se hubiese adoptado sobre la santísima Virgen que ya rondaba los quince años, una bellísima adolescente que no debía seguir viviendo en el Templo. Instaron pues los sacerdotes a Zacarías para que pusiera fin a lo que empezaba a ser piedra de escándalo. Así que el sumo Sacerdote vistió el traje de doce campanillas, se recogió a solas en el altar y quemó incienso mientras recitaba sus plegarias al Señor para que le dictase su voluntad. Entonces se apareció el consabido ángel con las pertinentes instrucciones: convoca a todos los viudos de la tribu de Judá y que cada uno venga con una vara (imagino, aunque nada se nos dice, que se trataría de una rama de olivo) que colocarán ante el Tabernáculo; luego ofrecerás un sacrificio a Yaveh (la habitual matanza ritual de un cordero, supongo) y devolverás cada vara a su dueño; aquélla en la que Dios obre un prodigio será la del elegido para marido y guardián de María.

Y así se hizo, que a toda prisa se circuló el aviso y el día señalado ahí estaban los viudos, uno de ellos José, hombre ya de pelo blanco y con hijos mayores, carpintero en Nazaret, villa galilea, a unos 150 kilómetros al norte de la capital. José era natural de Belén, descendiente directo del rey David, pero había abandonado muy joven el hogar paterno. La Beata Ana Catalina nos cuenta que ni sus padres ni hermanos le tenían mucho aprecio, quizá porque lo consideraban un bicho raro, callado y estudioso, siempre orando y cuando no, aprendiendo oficios manuales cuando podía aspirar a un destino más prominente. Se escapó de su casa hacia los dieciocho y erró durante años hacia el norte hasta establecerse en Belén. Nada he averiguado sobre su primer matrimonio ni sobre sus hijos (la Emmerick nos dice que siempre había sido célibe, pero me temo que esa visión se le desenfocó), pero hemos de pensar que, para esas fechas, vivía solo y sin lazos familiares. Tampoco tenía ningún deseo de volver a casarse, se consideraba demasiado mayor para recibir nueva mujer y mucho menos una que era poco más que una niña, con tanta fama de santidad. Pero era un judío religioso y obediente, así que viajó hasta Jerusalén y se sumó al grupo de aspirantes, cada uno con su vara, la suya muy pequeñita para que pasara inadvertida. Celebró pues Zacarías el sacrificio con las varas dispuestas bajo el fuego del altar y, acabadas sus oraciones, las devolvió a cada viudo (me pregunto cómo las habrían identificado previamente). Ahí estaban todos, pasmados y expectantes, pero ningún prodigio se obraba. También estaban observando la escena los ángeles de Dios desde el cielo y fue uno de ellos el que se percató de que Zacarías, a causa de la cortedad de su vista, había olvidado la minúscula ramita de José en el Tabernáculo, así que se precipitó en picado hasta el sacerdote para advertirle al oído de su error, y el futuro padre del Bautista, con voz tronante en la que se notaba la irritación que le causaba su error, gritó que quedaba una vara y que el dueño fuera raudo a recogerla. Rojo como un tomate, entre las risitas contenidas de los otros viudos, burlonas de ese anciano apocado, José se acercó al altar y tomó la vara y, nada más alzarla, de su extremo surgió una paloma, blanca como la nieve y de la más resplandeciente belleza, que voló en círculos majestuosos en el interior del Templo y al fin se perdió en lo alto, en dirección al cielo. Imagínense las exclamaciones de admiración, el sobrecogimiento de los presentes, el asombro asustado del propio José. Pasado el rato de estupor todos felicitaron al carpintero y Zacarías, con porte solemne, se le acercó y le dijo: Has sido designado por el Altísimo para tomar bajo tu guarda a la santa Virgen. José se resistió: soy viejo, con una familia numerosa de hijos ya casados, dijo, y me dais una niña por esposa; no me violentéis, no me convirtáis en la irrisión de mis amigos y conocidos. Pero Zacarías y todos los sacerdotes se mostraron inflexibles: es la voluntad de nuestro Dios, no oses desobedecerla pues terribles penas habrían de afligirte si lo hicieras; tómala con nuestra bendición y guárdala con respeto y santidad (o sea, que la conservara virgen), que sabemos que eres justo y respetuoso de la Ley. Vamos, que durante un rato hubo su tira y afloja pero, como no podía ser de otro modo, al fin cedió José y, postrernándose ante los sacerdotes, acató la decisión divina. Entonces alguien iría a buscar a María, si es que no estaba ahí desde antes contemplando en silencio la ceremonia, y se la entregaron. Después de doce años salía la Virgen del Templo.


Mary had a little lamb - Stevie Ray Vaughan (Live at Montreux, 1985)

lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidades apócrifas (1): el nacimiento de María

Ya pasaron Nochebuena y Navidad, conmemoración cristiana del nacimiento del Redentor, aunque tal hecho, de haber sido, no fue ni en el año 1 ni en diciembre. La cuestión de la fecha ha sido objeto de múltiples conjeturas, aunque últimamente la que parece más aceptada es hacia finales de septiembre del año 2 aC (basándose en Tertuliano, Ireneo y Eusebio, todos ellos cristianos). Hay que tener en cuenta que prácticamente todo lo que sabemos del nacimiento de Jesús (al menos “oficialmente”) proviene de los evangelios (sinópticos) de Mateo y de Lucas (ambos hacia el año 80, aunque la datación del segundo es más discutida). Los cuatro evangelios, de otra parte, son relativamente fiables: en términos generales (aunque hay unas cuantas excepciones) sus narraciones encajan razonablemente en los datos conocidos, lo que parece dotarles de suficiente verosimilitud histórica. Sin embargo, no olvidemos que fueron escritos después de las epístolas paulinas, una vez que el de Tarso dejó bastante bien sentadas las bases de la nueva religión (bueno, no tanto, a la vista de las discusiones y “herejías” que desde el principio hubo). Así que no perdamos de vista que los principales libros del Nuevo Testamento son, ante todo, textos propagandísticos que “venden” la buena nueva. Naturalmente, de ahí no se sigue su falsedad pero, claro está, tampoco que sean verdaderos, salvo que, gracias a la fe, los consideremos inspirados por Dios.

Frente a los sinópticos están los apócrifos (76 según el último conteo), respecto de los cuales hay consenso entre los estudiosos sobre su mucha menor fiabilidad. De entrada, son posteriores, incluso algunos muy posteriores (hasta el siglo X). Los que he tenido ocasión de leer, además, se me antojan ejercicios más o menos imaginativos de ampliar los relatos de los canónicos, llenando los abundantísimos vacíos que éstos presentan. En todo caso, no todos los evangelios apócrifos son iguales ni tampoco, durante los primeros tres siglos y medio de cristianismo, fueron considerados muy distintos a los cuatro que finalmente se descubrió que habían sido inspirados por el Espíritu Santo. Aunque también es verdad que desde el siglo II una importante corriente –anacrónicamente podríamos calificarla de “postura oficial”–desconfiaba de los excesos, muchas veces hiperbólicos, de esos textos, tan aprovechados por los que serían tildados de herejes. La más destacada de esas voces fue la de San Ireneo, apasionado enemigo de los gnósticos (Contra las Herejías, hacia 180), a quien suele considerarse precursor del canon neotestamentario. La canonización oficial se produjo en el Concilio de Hipona de 393, que reafirmó la lista del papa Dámaso I declarando que, fuera de dichos textos, nada se leyera en la Iglesia bajo el nombre de Escrituras divinas. Una pena, a mi juicio, porque habríamos tenido más variedad de lecturas sagradas y éstas habrían sido más interesantes. Me sospecho que tan brutal tijeretazo mucho tendría que ver con el tradicional interés de los mandamases eclesiásticos de no ofrecer demasiado material, de modo que les tocara a ellos establecer las interpretaciones correctas de la doctrina.

Sn embargo, como apunta Gonzalo del Cerro en la interesante web de Antonio Piñero, hay que destacar que los textos apócrifos son la única fuente de numerosas tradiciones y dogmas cristianos. Por ejemplo, el dogma de la Asunción deriva de ellos, sin que tenga ninguna base en los cuatro Evangelios. La propia justificación de la Iglesia romana se encuentra también en los apócrifos que desde el Vaticano, más o menos veladamente, se desprecian. En todo caso, lo que me interesa ahora, es apoyarme en tres de estos evangelios para recrear el nacimiento de Jesús, que es lo que hay que hacer en estas fechas. Porque con lo poco que cuentan, Mateo y Lucas (Marcos y Juan no dicen ni pío) dejan demasiadas lagunas que hay que intentar llenar aunque sea echándole fantasía al asunto. El primero que lo hizo (si no fue el propio Mateo) fue un pseudo-Santiago con el que se conoce como protoevangelio, hacia mediados del segundo siglo. Mucho más se explayan dos “evangelios” bastantes posteriores: el armenio de la infancia (siglo VI) y el del pseudo-Mateo (siglo VII). Basándome en estos textos apócrifos, y aprovechando las fechas navideñas, intentaré reconstruir el nacimiento de Jesús.

Los Evangelios sinópticos no nos dicen nada del origen de María. Según la tradición, sus padres fueron Joaquín y Ana, relevantes figuras del santoral cristiano y patrones (en especial ella) de numerosísimos lugares. Consulto en mi Croiset y encuentro una apasionada biografía que remite a los Santos Padres pero que en realidad tiene su origen en el ya citado protoevangelio de Santiago (del cual deriva la Leyenda Dorada, famosísima hagiografía medieval que ha sido una de las fuentes más fecundas de la iconografía católica). Joaquín era un pastor que vivía en Jerusalén, tan religioso que de todas sus ganancias hacía tres partes: la primera para los pobres, la segunda para el Templo y la tercera para su manutención. Aunque tal práctica pueda parecernos ruinosa, no hay que olvidar que en aquellos tiempos Dios intervenía activamente en la economía (la mano invisible de Adam Smith que en la actualidad debe andar de huelga), y por ello, Joaquín prosperaba más que nadie y llegó a ser el más rico de los ganaderos ovinos de Israel. Cuando cumplió veinte años se casó con una muchacha también de la tribu de Judá o, lo que es lo mismo, de la estirpe de David, y parecía que les esperaba la mayor de las felicidades. Pero los designios del Señor son inescrutables y, por más que lo intentaban, la pareja no conseguía traer descendencia, lo peor que podía ocurrirle a unos buenos judíos pues significaba que no eran grato a los ojos de Yaveh y perdían el derecho a presentar sus ofrendas en el templo. Según el pseudo-Santiago, llevaban ya veinte años de casados (Croiset exagera y dobla este tiempo) cuando, desesperado, Joaquín se retiró al desierto para orar y ayunar durante cuarenta días y cuarenta noches (que, ya se sabe, era lo habitual). El pseudo-Mateo alarga el periodo de alejamiento de Joaquín hasta cinco meses, desplazándolo con sus rebaños a unas montañas alejadas. Como fuera, la cosa es que el marido no le dijo nada a la mujer, y la pobre Ana se quedó apesumbrada en su casa, llora que te llora, imaginándose ya viuda sin hijos, ay Señor qué desgracia. Así estuvo varios días, hasta que su criada (probablemente harta de tanta gazmoñería) la instó a que se mudase de ropa y abandonase el duelo, que ya estaba bien de lamentos, que los vecinos ya murmuraban en demasía y, además, que quién te dice a ti que Joaquín haya muerto. En fin, que Ana entonces, de quien Croiset nos asegura que poseía gran fortaleza de ánimo, se pone un vestido más alegre y sale al jardín a pasear, pero en cuanto se ve a salvo de ojos y oídos indiscretos comienza a declamar esas quejas tan del gusto de los israelitas (ay, desventurada de mí, etcétera). Y tachán-tachán, aparece un ángel del Señor, cuyo nombre lamentablemente no nos aportan los autores apócrifos, aunque yo sospecho que se trataba de Gabriel (no sería ascendido a arcángel hasta la Anunciación), que para eso es el principal de los mensajeros divinos, y va y le dice que Dios ha escuchado sus ruegos y hará que conciba un vástago que admirarán todos los pueblos de la tierra hasta el fin de los días. Aterradita se quedó Ana, quien para entonces ya estaba con los desarreglos premenopáusicos, aunque ante tamaña visión se diría que total Yaveh mucho más prodigio había obrado en Sara haciéndola parir a los noventa tacos (puede que esta explicación se la diera el mismo Gabriel, para terminar de convencerla). Acabada su tarea, el ángel voló hasta Joaquín y, transfigurándose en un zagal, le recriminó que estuviera alejado de su esposa. El pastor le contestó que había sido maldito por Dios y denigrado por sus sacerdotes y que ahí pensaba seguir. Entonces el chaval se le reveló como un ángel del Señor y le instó a volver pues su mujer estaba en cinta de él. Por supuesto Joaquín lo creyó y ni se paró un segundo a dudar si el muchacho era de verdad un ángel y, sobre todo, si el hijo de su mujer sería suyo, habida cuenta del tiempo que llevaban sin cohabitar. Muy al contrario; se alborozó inmensamente y mandó seleccionar los mejores ejemplares de sus rebaños para volver con ofrendas de sobra. Tardó treinta días en regresar y cuando se presentó ante la Puerta Dorada de la ciudad ahí estaba Ana (oportunamente avisada por el laborioso ángel). Qué hermosa escena: los cónyuges abrazándose empapados en lágrimas de gozo y todos lo vecinos aplaudiendo el milagro (probablemente la criada se había encargado de difundir la noticia por el barrio). Joaquín, claro está, tuvo que invitarlos a un generoso convite en su casa.

Al día siguiente, pese a la pesadez de cabeza, el futuro abuelo de Cristo madrugó y pidió a sus pastores los diez corderos blancos que había reservado para sacrificarlos a Dios. Una vez en el Templo, tras ser felicitado por los sacerdotes, Joaquín le prometió a Dios que el nasciturus lo entregaría al servicio religioso, pero se guardó de comentárselo a su mujer, no fuera que el disgusto trajera males al embarazo. Mas tres meses después, un día en que la criatura se agitaba más de la cuenta en el vientre materno, Ana, en un arrebato de gratitud, le dijo a su esposo que deseaba que el futuro hijo o hija fuera entregado al Templo. Eso es buena sintonía conyugal, tanta que muy escéptico hay que ser para no ver la inspiración divina. Todavía antes del parto, Ana ya con una ostentosa barriga, volvió Joaquín al Templo (no había revisiones en el ginecólogo) a renovar sus sacrificios (como quien renueva ecografías). Y sucedió que en el momento de sajar la arteria de un inmaculado corderito blanco en vez de sangre manó leche. Silencio pasmado entre todos los asistentes hasta que Eleazar, el sumo sacerdote, le pregunta al pastor en nombre de quién presentaba la ofrenda. Contesta Joaquín que la hacía por su futuro hijo y entonces el religioso da la explicación del prodigio: lo que nacerá del vientre de su madre, será una hembra, una virgen impecable y santa; y esta virgen concebirá sin intervención de hombre, y nacerá de ella un hijo varón, que llegará a ser un gran monarca y rey de Israel. ¡Toma ya! Para que recurrir a Isaías (“he aquí que la virgen concebirá, y dará a luz un hijo”) cuando se cuenta con una profecía mucho más cercana de la llegada del Mesías (lástima que sea apócrifa). Nada más que reseñar durante los últimos meses de gravidez. En cuanto al momento del nacimiento hay discrepancias entre el protoevangelio y el armenio; para el primero el parto fue a los nueve meses, pero el otro lo reduce a siete e incluso da la fecha (8 de septiembre, no me pregunten según cuál calendario). En realidad, si suponemos que fueron dos los meses que Joaquín estuvo fuera de su casa (tampoco en eso coinciden las fuentes), podemos explicar la divergencia en que cada pseudo-evangelista contaba desde una fecha distinta. Yo me inclino por que fuera sietemesina o, lo que es lo mismo, que la concepción se hubiera producido a la vuelta de Joaquín, probablemente esa misma noche tras la celebración y con la potencia viril a tope por la larga abstinencia. Ello implicaría que el ángel no le habría dicho, pese a la afirmación de los apócrifos, que su mujer estaba embarazada sino que iba a estarlo, lo cual explica a su vez que el hombre no se mosqueara. Pero sietemesina o no, lo cierto es que todos coinciden en que la niña era una monada, extremadamente bella, graciosa y radiante a la vista, sin tacha ni mancilla alguna, que tales fueron las palabras de la partera. Ana decidió llamarla María, que originalmente era Miryam, la hermana de Moisés y de Aarón, pero por aquellos tiempos se decía Mariám, en el arameo corriente. Según Croiset (pues los apócrifos no dicen nada al respecto), era también el nombre de la madre de Ana, pero vaya uno a saber de dónde sacó ese dato el jesuita francés.


God bless the child - Blood, Sweat & Tears (Greatest Hits, 1972)

jueves, 22 de diciembre de 2011

Santos que curan

Poco después del famoso saco de Roma (1527) por el ejército de Carlos V, suceso que tanto conmocionó a la Europa cristiana, Alfonso de Valdés, secretario del emperador, escribió su polémico Diálogo de Lactancio y un Arcediano, seguramente el mejor ejemplo hispano del irónico estilo de su admirado Erasmo. La tesis central de la obra es, dicho pronto y mal, que el duro palo que el César le dio a Clemente VII fue algo permitido por Dios para que, después de tantas advertencias desatendidas, la Iglesia rectificara su vergonzoso comportamiento y afrontara una verdadera reforma del cristianismo. Alfonso, como su hermano gemelo Juan, pertenece a esa gran lista de españoles que, casi siempre sin éxito, se han esforzado por propiciar la tolerancia y la razón, de modo que irremisiblemente no encuentran sitio en ninguna de las dos Españas y, por tanto, son denostados y apaleados por los representantes de ambas. Es lamentable que las vidas y obras de tantos personajes de este tipo sean tan poco relevantes en la enseñanza de nuestra Historia y la mayoría casi hayan caído en el olvido. Por mi parte, procuro indagar, a veces con esfuerzo, sobre sus afanes y así, poco a poco, voy anotándome una lista de nombres que, en mi modesta opinión, merecerían ser reivindicados y puestos como ejemplo de lo bueno que este país podría ser.

En todo caso, este post no tiene por objeto ni siquiera esbozar esa glosa, sino referirme a su divertida crítica (muy inspirada en el Elogio de la Locura de Erasmo) a la devoción supersticiosa de los santos y, en particular, a las presuntas capacidades curanderas de éstos. Dice Valdés por boca de Lactancio: "Mirad cómo habemos repartido entre nuestros santos los oficios que tenían los dioses de los gentiles. ... El cargo de Esculapio habemos repartido entre muchos: Sanct Cosme y Sanct Damián tienen cargo de las enfermedades comunes; Sanct Roque y Sanct Sebastián, de la pestilencia; Sancta Lucía, de los ojos; Sancta Polonia, de los dientes; Sancta Águeda, de las tetas; y por otra parte, Sanct Antonio y Sanct Aloy, de las bestias; Sanct Simón y Judas de los falsos testimonios; Sanct Blas, de los que estornudan". Nuestro autor cita tan sólo a los más recurridos o que le vienen en mente, porque lo cierto es que el catálogo de especialidades médicas del santoral es asombrosamente exhaustivo y no ha cesado de ampliarse desde la Edad Media. Lástima que en estos tiempos nuestros tal conocimiento se esté perdiendo, que digo yo que quizá no sería mala cosa recuperarlo en la ESO para acompañar los tratamientos médicos con las pertinentes oraciones u ofrendas al santo que en cada caso corresponda, respetando, claro está, los pertinentes ritos. De paso, nos serviría para instruirnos en forma amena y edificante leyendo las vidas y obras de estos personajes.

Al hilo de la reciente lectura del Diálogo de Valdés, he buscado y finalmente encontrado unos libracos heredados de mi abuelo materno y a los que, pese a tantos años en mi poder, nunca les había dedicado más que ojeos ocasionales. Se trata de los doce tomos, uno por mes del año (en realidad son trece, que hay otro posterior que es un apéndice) de la obra, en su día muy popular, del jesuita francés Jean Croiset, titulada "Año Christiano, o exercicios devotos para todos los días del año", publicados hacia mitad del XIX en Madrid, traducida por el también jesuita José Francisco de Isla y completada para la versión española por los franciscanos Pedro Centeno y Juan de Rojas. El esquema es sencillo: en cada día del año se señalan los santos cuya festividad se celebra y a continuación siguen unos breves y muy hagiográficos relatos de sus vidas y milagros. Santa Águeda, por ejemplo, que Lactancio poco respetuosamente cita como encargada de curar los males de las tetas, viene glosada el 5 de febrero, que tal es el día que la Iglesia le ha dedicado. Su historieta, rayana en la fantasía, viene bastante más extensa y amenamente narrada que la que resume la wikipedia u otras páginas de internet. Pero como ésta, infinidad de colegas del santoral son glosados por el erudito hagiógrafo en sabrosos textos que, en un rápido repaso, me han abierto el apetito, aunque (he de confesarlo) no tanto la devoción. Más de uno de estos señores o señoritas (pues ellas, en su gran mayoría, son vírgenes y mártires, de lo cual cabe deducir que para evitar este último título lo mejor que podía hacer una mujer era ser desflorada cuanto antes), casi todos diría yo, son merecedores de una actualización de sus biografías a partir del correspondiente texto de Croiset. Amenazo con dedicarme a ello en próximos posts (ya he reconocido mi morbosa atracción por este género literario, hoy tan de capa caída).

El Padre Croiset, por cierto, escribió esta obra a caballo entre los siglos XVII y XVIII, o sea que la traducción española que poseo es bastante posterior a su génesis (desconozco si hubo alguna versión española contemporánea a la original francesa). Este jesuita tiene fama por ser uno de los primeros impulsores de la devoción en Francia del culto al Sagrado Corazón de Jesús. Como hay tantos ateazos entre mis lectores, me veo obligado a aclarar que en 1675 Jesús se le apareció a una monja veinteañera, Margarita María Alacoque, en el monasterio de la Visitación de Paray-le-Monial (Borgoña), mostrándole el pecho abierto y el corazón sangrante por la ingratitud de los hombres a quienes había amado tanto. A partir de ahí, gracias sobre todo a unos cuantos jesuitas (entre ellos el autor de mis libros) el culto se fue extendiendo por toda la cristiandad y muy en especial en nuestro católico reino. Así tenía que ser, y el propio Cristo lo certificó apareciéndose unos cuantos años después, en 1733, a un estudiante de los jesuitas para asegurarle que su Sagrado Corazón reinaría en España con más veneración que en otras partes. De hecho, por si alguien no lo sabe, nuestro país está consagrado oficialmente al Sagrado Corazón desde 1919 y en su mero centro, en el Cerro de los Ángeles, se erige el poco afortunado (estéticamente) monumento que lo atestigua. Pero monumentos similares los hay por toda la geografía patria, por ejemplo, en la cima del monte Urgull donostiarra, a cuyos pies se casaron mis padres, moderadamente devotos del sacrocardio y respetuosos (quizá admiradores) de las enseñanzas jesuíticas. Que por algo mi nombre bautismal es el de uno de los más insignes santos de la Compañía.

Vuelvo a Valdés, humanista admirador de Erasmo, sufrido defensor de la renovación de la Iglesia a través de la concordia (y presunto autor del Lazarillo). Fue contemporáneo de Ignacio de Loyola, apenas un año menor, e incluso puede que se conocieran. Pero Valdés murió antes de que la Compañía de Jesús alcanzara el tremendo protagonismo que le tocaría asumir a partir de Trento, murió antes de que los breves años de "apertura" religiosa que vivió España bajo el manto de Carlos V, dieran paso (de nuevo) a la reacción dogmática e inquisitorial. Probablemente, el secretario del César lo intuiría en sus últimos años (murió con sólo 42), pues desde la muerte de Gattinara, el gran canciller del emperador, éste cada vez se mostraba menos dispuesto a amparar a los humanistas pero, en todo caso, no llegó a conocer en toda su crudeza el rígido catolicismo de su hijo, tan distinto en carácter y estilo. Las burlonas críticas a los ritos supersticiosos, fueran las reliquias o las oraciones a los santos para curarse los males pasaron a considerarse pecaminosas, cuando no heréticas, y el libro que me ha motivado este post fue prohibido por la Inquisición. Así que volverían las devociones que tanto huelen a idolatrías paganas y, como ya he dicho, se multiplicarían, en creciente progresión que no ha cesado todavía. Lástima que mi ex-mujer, que sufrió un cáncer de mama, no hubiera rezado a Santa Águeda.


O' Come all ye faithfull - Bob Dylan (Christmas in the Heart, 2009)

Ah, que me olvidaba: Feliz y cristiana Navidad a todos. Aunque odio los villancicos (o quizá por eso) no me resisto a dedicarles este magnífico ejemplo de mi admirado Dylan destrozando uno de los más famosos.

martes, 20 de diciembre de 2011

Urbanismo y bancos (y 2)

Debido a mis flojos conocimientos sobre economía, me resulta bastante difícil entender los farragosos mecanismos del funcionamiento bancario (y financiero, en general). No soy desde luego más ignorante que la inmensa mayoría de los ciudadanos, que aceptamos mansamente los dogmas de la religión economicista como los católicos fieles lo que proclama la Iglesia desde su infalibilidad pontificia. Por ejemplo, durante los últimos meses políticos y periodistas (que dudo mucho que entiendan bien de lo que hablan) nos repiten hasta la saciedad que lo prioritario es reducir el déficit, aunque mucho me temo que la comparación simplona con la economía doméstica (gastamos más que lo que ingresamos) no sea precisamente exacta. Tengo pues la molesta y persistente sospecha de que tan complejo barroquismo terminológico y enmarañamiento excesivo de los mecanismos del sistema financiero no son sino ardides perversos para liarnos y dejarnos como víctimas propiciatorias indefensas ante las ávidas fauces de los tiburones capitalistas, difuminados a su vez en ese eufemismo al que llaman "los mercados". De hecho, el motivo de escribir este post es tratar de aclararme yo mismo mínimamente en relación a uno de estos asuntos, con la excusa de que casualmente me está tocando tratar profesionalmente un caso práctico.

Como dije al final del post anterior, las propiedades inmuebles que se han ido quedando (y seguirán quedándose) los bancos se han dado en llamar "activos tóxicos". Son activos, ciertamente (forman parte de los bienes de la entidad) pero bastante incómodos y ajenos a la actividad bancaria. Piénsese que estos inmuebles "sustituyen" a los créditos hipotecarios que había concedido la entidad (a promotores y compradores); ésos sí eran activos propios de la actividad bancaria, que consiste en prestar dinero para ganar un beneficio con la operación. Pero en vez de perras, que es de lo único que saben los bancos, se encuentran con edificios o suelo por valor (contable) de mucho dinero. Y he aquí, en la desmesurada cantidad de dinero, que radica la razón del apelativo. Porque de pronto tienen una proporción excesiva de activos que (salvo que los vendan y no hay tal posibilidad) no generan ningún beneficio y no sólo eso, sino que además reducen su disponibilidad de capital liquido para prestar o invertir (especular, mejor dicho). Es decir, son tóxicos porque envenenan todo el funcionamiento del banco; así que, como con cualquier otro tóxico, lo que hay que hacer es deshacerse lo antes posible de los mismos. Pero eso, claro está, no es nada fácil, por no decir imposible, al menos en el tan loado mercado.

Todavía puedo admitir que las viviendas (u otros inmuebles edificados) puedan ir encontrando salida poco a poco, desde luego a precio menor del que tengan registrado en su contabilidad. No está de más recordar que los bancos fueron cómplices interesados (no diré que los exclusivos culpables, pero sí los principales) de la sobrevaloración de los inmuebles, con su política de crédito fácil y barato y la seguridad de que la vivienda nunca baja de precio. Pues a joderse toca, que quiere decir que habrán de hacer constar en la columna de gastos las correspondientes pérdidas de valor, lo que reducirá sus escandalosos beneficios. Pero, en el caso de los suelos (que recuerdo que representan con mucho la parte más importante del embolado) veo prácticamente imposible su venta, por la sencilla razón de que pasará mucho tiempo antes de que el mercado demande nuevos crecimientos urbanizadores. Por supuesto, muchas entidades, al no lograr deshacerse de sus propiedades inmobiliarias (del suelo, sobre todo) imagino que tenderán a mantener sus valores ficticios en sus balances, de modo que parezca (falsamente) que se mantienen en superávit. Sin embargo, tal ficción no puede prolongarse demasiado a causa de la asfixia que estos tóxicos provocan en su actividad. Además, aún a regañadientes, el Banco de España tiene que ir apretándoles las tuercas para que afloren esas pérdidas del valor de los activos.

De hecho, nuestro Banco Central ya lo hace, exigiendo que cada entidad reserve un porcentaje en líquido del valor contable de los activos que permanecen por más de un año en su propiedad. Creo que por ahora es un 20% y se está hablando de elevar las provisiones a un 30% (a lo cual se resisten nuestros grandes capitostes financieros) e incluso me han contado que, además, se quiere obligar a que se revisen las valoraciones de cada inmueble para irlas ajustando (poco a poco, se entiende) al valor de mercado. Obviamente, este camino no lo pueden recorrer los bancos hasta el final, porque significaría un progresivo y paralelo aumento de las pérdidas y disminución de la actividad para acabar en la quiebra de la mayoría (si no todas) de las entidades financieras de nuestro país. Imagino que, mientras se impone la "solución" (a la que luego me referiré), la estrategia de los bancos (en cómplice connivencia con las autoridades financieras de este país y de nuestra querida Europa) es sencillamente ir ganando tiempo y renunciar lo menos posible a sus sacrosantos beneficios.

Algo así es lo que pretende hacer el banco que me ha encargado que estudie la situación urbanística del sector de suelo urbanizable al que me refería en el post anterior y cuyo valor contable es de 60 milloncejos de euros. Como no tiene aprobado el preceptivo plan parcial temen, con motivo, que en la próxima vuelta de tuerca del Banco de España se les obligue a asignarle un valor muy inferior (estrictamente debería ser el del suelo rústico), lo que implicaría una pérdida considerable en su cuenta de resultados. Así que quieren que se formule y apruebe el Plan Parcial, no porque tengan ninguna intención de urbanizar (¿para qué habrían de gastar dinero cuando no hay ninguna demanda y de haberla tampoco podrían vender al precio que necesitan para que resulte rentable?), sino porque de esa manera pueden argumentar ante el Banco de España que ese suelo vale lo que dicen que vale. Lo "gracioso" es que, si logran aprobar el plan parcial, lo que les convendría es que el Ayuntamiento desclasificase el sector lo antes posible (que es lo que desde una política urbanística racional habría que hacer en muchísimos municipios españoles: devolver al régimen jurídico del suelo rústico tantos sectores de expansión de las periferias urbanas que hoy en día carecen de todo fundamento), porque en ese caso podrían reclamar a la Administración Pública las pertinentes indemnizaciones por pérdida patrimonial (y probablemente ganarían el recurso en los tribunales). No es tal la intención del municipio en cuestión (no descarto que entre otras razones porque sea consciente del riesgo económico en que incurriría), de modo que lo lógico es que para una siguiente vuelta de tuerca del banco de España, que el sector cuente con plan parcial aprobado no les evitará ser obligados a disminuir radicalmente la valoración del mismo. Por lo menos habrán ganado tiempo y, como de estos casos hay multitud, va a resultar que los bancos, que de urbanismo no entienden mucho, se dedicarán a encargar a arquitectos y abogados planes parciales y otros instrumentos de ordenación y gestión sin ninguna intención de ejecutarlos. Al menos, mientras dure este paripé, unos cuantos colegas conseguirán trabajos, sabiendo perfectamente que lo que hacen no valdrá para nada (bueno sí, para dar tiempo a los bancos).

La "solución", que ya han aplicado en Alemania (y supongo que no será el único sitio), es lo que se ha dado en llamar los "bancos malos". Engañifas aparte, consiste en vender al Estado los inmuebles que el mercado no acepta (ni aceptará) a cambio de deuda pública. Eso sí, se nos está diciendo que el Estado los adquiriría por un valor ajustado al del mercado o, lo que es lo mismo, que los bancos habrán de asumir unas pérdidas en sus cuentas de resultados. Las estimaciones que manejan los "expertos" rondan en torno a una rebaja del 40% de los valores contables lo que, visto de un lado, podemos entenderlo como la cuantía del castigo que se impone a las entidades financieras por haber sido tan imprudentes gestores del crédito (menos es nada, dirán los resignados). Sin embargo, lo cierto es que esa rebaja es a todas luces insuficiente. A ojo de buen cubero, estaría dispuesto a darla por buena en lo que se refiere a las viviendas terminadas, pero el suelo habría que bajarlo por término medio al 10%. O sea que, teniendo en cuenta las proporciones que dicen que hay de estos dos tipos de "activos", los 70.000 M€ totales deberían valorarse en unos 15.000. Pero me temo que nuestros bancos no estarán dispuestos a asumir pérdidas de 55.000 millones de euros y mucho menos de casi 100.000 millones si son acertadas las previsiones de evolución de las futuras ejecuciones hipotecarias que se estiman para los dos próximos años. Y también me temo que el nuevo gobierno tampoco estará dispuesto a hacerles esta trastada a los bancos, tan imprescindibles para el saneamiento de nuestra economía.

Pero es que además resulta bastante estrambótico (por no usar otro calificativo) que el Estado se plantee usar la deuda pública con tales fines. Se supone que la deuda pública tiene por finalidad financiar las inversiones del Estado, o sea que ha de cambiarse por dinero contante con el que pagar los gastos. A lo mejor alguno de los expertos que avala la idea tiene en mente pagar a los contratistas que hacen una carretera o un centro de salud con edificios de viviendas o terrenos urbanizables o quizá (mejor todavía) pedir al banco del que han adquirido esos inmuebles una hipoteca con cargo a los mismos. De locos, oiga. Lo que el Estado tendrá necesariamente que hacer es intentar vender esos inmuebles, algo que si los bancos no han logrado menos conseguirá la Administración. Vuelvo a decir que en lo que se refiere a las viviendas acabadas veo ciertas opciones interesantes. Por ejemplo, ya que tendrán bastantes, que las vendan a precios rebajadísimos a quienes realmente las necesiten, lo cual sería una manera solidaria de compensar (en política social de vivienda) los recortes de gastos que no se cansan de anunciar. Y no aumentaría el déficit (el real, porque sí el contable) de las cuentas públicas, pues éste ya lo habrían creado antes al dar deuda pública a cambio de inmuebles sobrevalorados. Pero en lo que se refiere al suelo la cosa seguirá igualmente jodida, con el agravante de que ahora esa carga nos la repartiremos entre todos los españolitos. Aunque se me ocurren también algunas ideas (que no es el momento de exponer) de lo que podría hacer el Estado si pasara a ser propietario de grandes cantidades de suelo en las periferias urbanas. Pero, bajando al suelo, nada de lo que me viene a la cabeza es mínimamente creíble que sea acometido por el nuevo gobierno (tampoco lo habría hecho el saliente).

Acabo ya. Decía al principio del post anterior que no es ninguna tontería pensar que a los españolitos nos tocará comernos el marrón de los embolados inmobiliarios de nuestros bancos y creo que, con lo escrito, hay indicios más que suficientes en tal sentido. ¿Alguno puede no considerar todo este montaje como escandalosamente inmoral? En mi opinión (claro que soy un perfecto ignorante en economía) lo que habría que hacer con los bancos es ... ¡Nada! O sea, que se vayan al carajo, perdón a la quiebra. Y que el único dinero público que se destine a ellos sea para proteger los capitales de los depositarios, bajo ningún concepto los beneficios de los accionistas. Pero no ocurrirá así.


Hacer dinero - Amparanoia (El Poder de Machín, 1997)

Actualización: Mientras me tomaba un cortado esta mañana en un bar, ojeo en el periódico la crónica del discurso de investidura de ayer. Parece que Rajoy anunció que tomaría medidas para que los bancos actualicen sus balances y afloren su patrimonio inmobiliario devaluado, pero sin concretar cómo. En el debate posterior, respondiendo a una pregunta del portavoz de Izquierda Unida, leo que se declaró "no partidario" de crear un banco malo Puesto a ser suspicaces, resulta significativa la elección del término: no es partidario, que no equivale exactamente a que niegue que al final adopte tal decisión (de hecho, Montoro, que se supone que es el que más sabe de economía en el PP, sí es partidario). En fin, ya veremos qué pasa.

Actualización 2: El nuevo ministro de Economía, Luís de Guindos, es un hombre vinculado al sector financiero que fue, entre 2006 y 2008, nada menos que presidente ejecutivo para España y Portugal de Lehman Brothers. A nuestra modesta escala doméstica, parece repetirse la pauta que ya ha seguido Obama en los USA: quienes dirigían los bancos que propiciaron el embolado actual son los que se ponen al frente de la política económica del Estado. Leo en algún periódico que también es partidario del banco malo. Sigan atentos.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Urbanismo y bancos (1)

Como sabemos de sobra, los bancos se han convertido en los mayores propietarios inmobiliarios de este país, tanto de edificios (acabados o en construcción) como de suelo (urbanizado o pendiente de urbanizar), a resultas de la imparable ejecución de las garantías hipotecarias de las inmensas cantidades de crédito concedidas durante los alegres años del boom. Tratar de saber las cifras de estos "activos" es complicado y los datos que se obtienen son cambiantes y, por tanto, poco fiables; las estimaciones más prudentes los tasan en unos 20.000 M€ en edificios (casi todo vivienda) y en torno a 50.000 M€ en suelo; para hacernos una idea, esta cantidad conjunta es superior a la recaudación total por el IRPF de 2010 (unos 67.000 M€) y viene a equivaler al 55% de todos los ingresos del Estado. Una pasada, sí, pero, según calculan los que se dedican a esto, para dentro de dos años (diciembre de 2013) la cifra subirá hasta los 120.000 M€ sólo en suelo y vivienda. Aunque, si lo miramos de otro modo, tampoco es para tanto. Como somos 47 millones de españolitos, si durante los próximos dos años pagamos cada uno la modesta cantidad de cien euros al mes, para diciembre de 2013 habremos logrado entre todos, solidariamente, comprarles a los bancos esos inmuebles y la inmensa cantidad de dinero que recibirán a cambio podrán volver a inyectarla en el mercado financiero, saneándose la economía (sobre todo la de dichas entidades) y superándose esta dura crisis a la que nos ha abocado nuestro desenfreno constructora. No piensen que esta humilde propuesta es del todo absurda, que me temo que, formulada con sutiles enmascaramientos está considerándose más que seriamente.

Ahora bien, el valor de las propiedades inmobiliarias de los bancos no es más que la suma de los valores contables de cada una de ellas y éstos, a su vez, están calculados de muy heterogéneas formas. Lo que está clarísimo es que los inmuebles están sobrevalorados; es decir, que las propiedades inmobiliarias que poseen de los bancos valen menos (mucho menos) de lo que consta en sus libros contables. Por ejemplo (caso real que conozco profesionalmente), un banco que se ha quedado con un sector de suelo urbanizable de 53 hectáreas, que a la fecha no es más que un erial, lo tiene contabilizado como un activo de 60 millones de euros, lo que debería querer decir que a ese precio puede encontrar un comprador (o muchos si lo vende a trozos) que sumando a esa inversión en suelo la de la urbanización y construcción de los edificios, más los razonables beneficios del promotor, le resulte un valor de venta de las viviendas (y otros productos inmobiliarios) acorde con el mercado. En base a unos cálculos simples, para que el valor contable que le asigna el banco a ese suelo estuviera "ajustado a mercado", el precio medio de venta de las viviendas del sector saldría en unos 150.000 € (pisos de 100 m2 de superficie construida), cuando actualmente se sitúa en torno a los 100.000 €. Lo curioso es que al actual precio de mercado, el valor máximo que puede alcanzar el suelo de que dispone el banco rondaría como mucho los cinco millones de euros, sin incluir ningún beneficio para la promoción. O dicho de otra forma, con las condiciones del planeamiento (que tampoco es que sean poco generosas, más bien al contrario), ningún promotor estaría dispuesto a afrontar la inversión de urbanizar y construir en el mismo en las condiciones actuales de mercado ni aunque se lo regalasen; la operación empezaría a ser mínimamente rentable si el precio de mercado de la vivienda se incrementase al menos en un 50%.

Los cálculos anteriores están hechos a partir de costes y precios unitarios, lo que prescinde de una cuestión determinante, cual es que en estos momentos (y me temo que por mucho mucho tiempo) no se vende casi nada. La razón no es sólo que los precios de la vivienda estén todavía altos, sino que hay demasiado stock inmobiliario. El sector que me toca estudiar en estos días tiene una capacidad teórica de 3.685 viviendas y se sitúa como área de expansión de un núcleo del sur de la isla (no turístico) que ha experimentado durante los últimos años un crecimiento desmesurado. En los años sesenta apenas era un caserío de unos 500 habitantes situado en un cruce de carreteras y, a partir de la implantación del aeropuerto del Sur y el desarrollo turístico de esa vertiente insular, empezó a acoger crecientes masas de "población de servicios" llegando a alcanzar los 18.000 residentes en la actualidad, muchos de ellos inmigrantes (una amiga mía, profesora, tenía en su clase hasta veinte nacionalidades distintas). En ese marco de "optimismo" se redacta el Plan General vigente y se califica suelo residencial que permite triplicar la población del núcleo. Naturalmente, eso no va a ocurrir; habrá que darse con un canto en los dientes si la sangría emigratoria que ya se está dando no reduce brutalmente la demografía del pueblo. En esta situación, es absolutamente inverosímil suponer que las viviendas que "caben" en el sector que estoy estudiando pudieran venderse o, lo que es lo mismo, que algún loco se atreva a urbanizarlo, que cuesta una pasta y es el paso previo para empezar a construir (que cuesta más pasta todavía). O sea, que si ya de los cálculos basados en valores unitarios se concluía que el sector tenía un "precio de mercado" de aproximadamente cero euros, ahora hemos de añadir que esa valoración previsiblemente ha de mantenerse ad aeternum, salvo que milagrosamente volvamos a asistir a una fortísima inmigración (mayor aún que la de los últimos tiempos), lo que no se cree nadie.

Hombre, tampoco es que el sector valga cero, que siempre hay que reconocerle el valor de "suelo en situación rural", según la Ley estatal (calculado en función de sus rendimientos agrícolas), que quizá podría alcanzar los dos milloncejos de euros siendo generosos, lo cual hace reflexionar ya que puede que estemos asistiendo a la quiebra del principio que sostiene todo el sistema urbanístico español, que no es otro que el supuesto de que la clasificación de un suelo como urbanizable (los popularmente conocidos pelotazos) implica un incremento de valor con cargo a parte del cual el beneficiario financia la urbanización y cede gratuitamente al Ayuntamiento los terrenos en los que disponer las dotaciones comunitarias (parques, colegios, centros de salud, etc). Va a resultar ahora, por primera vez desde finales de los cincuenta, que el suelo vale más si se destina a las actividades "propias de su naturaleza" (sector primario, vamos). Personalmente no me parece nada mal que estemos ante el principio del fin de la especulación urbanística, basada necesariamente en la incesante urbanización sobre terrenos rústicos. De hecho, la asignatura pendiente del urbanismo español (y europeo supongo) es la intervención sobre las ciudades existentes y no la expansión de sus perímetros. Pero, lamentablemente, carecemos de herramientas normativas y financieras con un mínimo de eficacia para poner en marcha actuaciones significativas en esa dirección. Este es un asunto que me lleva preocupando casi desde mis inicios profesionales y aunque en los ochenta se hablaba de ello, el inmediato triunfo de las ideologías "liberalizadoras" lo relegó casi al olvido. Hemos desperdiciado un cuarto de siglo y así nos va. Confío en que la insostenibilidad del modelo, aunque sea por los ruines argumentos de los tremendos riesgos de quiebra del sistema bancario, se haga evidente de una vez por todas a todos los tiburones que nos han llevado a esta situación.

Sin embargo, cabe esperar que se resistan como gato panza arriba a que se desmonte el chiringuito. Ya se está hablando abundantemente de las "soluciones" para salvar al sistema bancario del problema de los "activos tóxicos". Las soluciones propuestas son, cómo no, el colmo de la desfachatez. Seguiré con ellas en la próxima entrega.


I was in the house when the house burned down - Warren Zevon (Genius, 2002)

viernes, 16 de diciembre de 2011

Vikingos y esquimales

Las grandes migraciones humanas predominantemente han ido hacia el oeste. Para que esta afirmación no sea una completa boutade (que ya lo es mucho, pero me apetece no ser riguroso), prescindo, desde luego, de las previas al neolítico, las que podemos etiquetar como las primeras (aunque duraran más de 130.000 años), ésas mediante las que nuestra especie fue muy poco a poco poblando el planeta desde (probablemente) la actual Tanzania. A fin de cuentas, los grupos movientes de estos lejanos ancestros no podían ser muy numerosos. Si nos vamos a épocas más cercanas, resulta que los bárbaros que sobrepasaron el limes imperial venían del este, los europeos que colonizaron América venían del este, así como los que durante el diecinueve y el veinte fueron a instalarse en los países ya independientes de ese continente. En términos cuantitativos, me parece que son mucho menos relevantes los asentamientos de gentes provenientes del oeste. Alguna explicación habrá, que no será que a los humanos nos atrae seguir el sol para descubrir donde se esconde al final de cada día, ni tampoco tendrá nada que ver con algún instintivo espíritu de contradicción que se plasme en caminar contra la rotación de la tierra, en vano intento de permanecer en el mismo sitio como cuando corremos sobre las cintas móviles de gimnasio.

Nuestro propio continente, o más bien la pequeña parte occidental de Eurasia, también fue poblado y repoblado por migraciones de este a oeste. La revolución neolítica originada en el Creciente Fértil fue extendiéndose por Europa desde el 7000 hasta el 2500 aC; en concreto, fue un miércoles de marzo del 2527 (hecha la adaptación pertinente al calendario gregoriano) cuando en la ribera de un fiordo cercano a la actual Bergen un tatarabuelo de los noruegos se decidió a plantar unas semillas de cebada (¿o fue lechuga?) y así la agricultura llegó al límite más noroccidental del continente. En realidad muy poco se sabe de los sufridos y dispersos habitantes de Noruega antes de que en la Alta Edad Media llegaran los vikingos y se dedicaron a formar sus fragmentados y cambiantes reinos, hasta que Harald el de la hermosa cabellera, a principios del siglo X, unificó el país y animó a sus súbditos a que navegaran todavía más hacia el oeste (más bien escaparan de sus represalias) para instalarse en las Shetlands, las Órcadas, las Hébridas, y algo más tarde las Feroe, Islandia y hasta Groenlandia. O sea, siempre hacia el oeste, aunque bien es verdad que también hacia el sur (Islas Británicas, Francia y hasta nuestra costa cantábrica) e incluso al este (litoral báltico ruso), pero en esas expediciones tocaban sociedades más organizadas a las que aterraban con sus incursiones para luego largarse de vuelta a bordo de sus drakkar.

O sea, que la pauta es que llegan los del este al oeste y se quedan, exterminando o sojuzgando a los que allí vivían antes. Salvo excepciones, claro (o a lo mejor, no se trata de ninguna pauta, sino de una mera chorrada con la que me estoy entreteniendo). Los vikingos, por ejemplo, que hasta alcanzaron Terranova, tan altos, fuertes y rubios, perdieron el partido contra un pueblo que se movía en la dirección contraria, hacia el oriente. El campo de juego fue la inmensa isla de Groenlandia (mil veces mayor que la que habito), en el que cuando el termómetro sube hasta los 5º los oriundos se quejan del calor. Es decir, que demasiado inhóspito hasta para los curtidos noruegos, quienes sin embargo se empeñaron en instalarse y formar una sociedad al estilo europeo de la época (obviamente mucho más precaria) durante cinco siglos para, al final, no mucho antes de que empezara la definitiva y brutal europeización de América, tuvieron que confesarse derrotados y abandonarlo (o morir allí). Y eso que los muy arrogantes se creían los dueños originarios de todos esos hielos y sus escasos pastos, con derecho absoluto sobre los caribús, probablemente porque las primeras generaciones, desde los pioneros que arribaron al mando de Erik el Rojo, un criminal sanguinario, se pensaron que ahí no había nadie. Sí había algunos tipos, la verdad, pero estaban más al norte (también en la costa occidental) y eran pocos y no muy espabilados, así que no molestaban.

Porque Groenlandia se había venido poblando de manera intermitente desde el 2.500 aC, en oleadas provenientes de la isla de Baffin, descendientes de los primeros humanos que pasaron al continente americano por Beringia (o sea la principal y originaria migración en dirección este) y, en vez de dirigirse hacia el sur, como manda el sentido común e hizo la mayoría, siguieron paralelos a los paralelos árticos, atravesando Alaska y los territorios boreales de Canada. Estos individuos cruzaron unas cuantas veces a Groenlandia y se quedaban unos cuantos siglos allí (a fin de que los arqueólogos actuales pudieran bautizar varias culturas), pero a la postre se extinguían (cuando llegaron los noruegos los que allí seguían eran los últimos de los Dorset). Pero hacia el siglo XIII aparecieron unos nuevos americanos, con un desarrollo tecnológico adaptado a las duras condiciones árticas muy superior al de los colonos vikingos. Navegaban en sus kayaks y se movían por tierra en sus trineos con perros con muchísima más rápidez, aprovechaban más inteligentemente y eficazmente sus recursos y probablemente eran demográficamente tantos o más que la escasa media decena de miles granjeros noruegos que se concentraban mayoritariamente en dos asentamientos en los extremos interiores de sendos fiordos. El enfrentamiento entre ambos pueblos duraría algo más de un siglo (el XIV, cuando en nuestras latitudes se empezaba a dar por cerrada la Edad Media) y, como ya he dicho, acabó con la victoria de los americanos sobre los europeos, y la recuperación de la isla para la cultura esquimal.

Aunque, según me he enterado recientemente, debe llamárseles inuit y no esquimales, que este término lo entienden peyorativo. Pues bien, los inuit se quedaron dueños de las tundras de Groenlandia hasta principios del XIX, más o menos. Por entonces los daneses decidieron recolonizar la isla y los últimos doscientos años han vivido repetidos tira y afloja entre los nuevos vikingos y los persistentes esquimales locales, reforzados demográficamente de vez en cuando con aportes migratorios de sus primos canadienses. Ejemplo, la de los inuits, de culturas y modos de vida que se niegan a desaparecer o, al menos, que por mucho que se incorporen a los estándares dominantes de la civilización capitalista globalizada, siguen tercamente reclamando su autonomía identitaria. Y en este caso con mucho más éxito que los indígenas de otras partes del mundo (los sudamericanos, por ejemplo), porque Groenlandia es hoy ya casi un país soberano, que se define como nación inuit y con el groenlandés como única lengua oficial; incluso se salieron de la Comunidad Europea. Eso sí, aunque Groenlandia posee abundantes recursos naturales, su economía se sigue sosteniendo en muy significativa proporción mediante las subvenciones danesas. De todas formas, apenas son cincuenta y pico mil habitantes, lo que les convierte en la entidad política con más baja densidad demográfica del planeta.

¿Qué será en el futuro de Groenlandia? Preveo que acabarán integrándose con sus parientes canadienses quienes, en 1999, consiguieron el reconocimiento de un territorio autónomo (menos autónomo que la provincia canadiense) que se llama Nunavut, o "Nuestra Tierra" en el idioma inuktitut. Resultaría un país de casi cinco millones de kilómetros cuadrados, el séptimos en extensión del mundo y más grande que toda la Unión Europea, aunque, eso sí con 5.000 veces menos población. Y es que vivir más al norte del paralelo 60 no parece muy atrayente. Pero quién sabe si eso cambiará con el calentamiento global. A lo mejor es cuestión de invertir en el mercado inmobiliario groenlandés; mientras me decido, escucho la música de Susan Aglukark, probablemente la más famosa de las cantantes inuit de Canada (aunque la mayoría de sus temas sean en inglés) que no está nada mal.


O Siem - Susan Aglukark (White Sahara, 2011)

martes, 13 de diciembre de 2011

Demostrar racionalmente la existencia de Dios

"Pretender atrapar a Dios en una red de razonamientos no sólo es blasfemo, sino una tontería de rango excelso, teológico, o sea, lo contrario de lógico, pero pretendiendo serlo". Eso dice Lansky, con cierta intencionalidad provocadora y, la verdad, la frase le queda redonda, dotada de ese atractivo rotundo que acompaña a los aforismos bien formulados; como diría un italiano: se non è vero, en ben trovato. Pero, ¿es verdad?

Nos pregunta Lansky (retóricamente) si conocemos las "famosas y tontorronas pruebas sobre la existencia de Dios del Aquinate. Yo sí (y supongo que todos los de mi quinta o algo mayores a los que nos tocó sufrir el bachillerato tardofranquista). De hecho, guardo todavía un trabajo que hice en sexto sobre la Summa Theologiae, para el profesor de filosofía que era un sacerdote del Opus. Un diez me puso el capullo aquél (don Javier se llamaba, y fumaba compulsivamente encendiendo un cigarro con la colilla del anterior), porque diseccioné con quirúrgico detalle cada una de las cinco vías que desarrollaba el doctor Angélico en su artículo 3 de la cuestión 2 ("sobre la existencia de Dios"). Naturalmente, bien me cuidé de que mi análisis adolescente revelará mi asentimiento a dichas "demostraciones", por más que ya entonces me parecieran argumentaciones bastante endebles. Y eso que por aquel entonces sí creía en la existencia de Dios.

Pero la cuestión (de momento) no es si las cinco vías, todas o al menos alguna de ellas (que ya bastaría), son demostraciones racionalmente válidas de la existencia de Dios, sino si la propia existencia de Dios es o no demostrable (por la razón humana, se entiende), asunto al que justamente dedica el de Aquino (que no era de Aquino, por cierto) el artículo anterior, menos famoso que el de las demostraciones en sí. Lo que nos dice el escolástico es que no podemos conocer a Dios sólo por la razón pues ésta es finita y la naturaleza divina infinita. Por eso necesitamos de la fe (y así de paso salva varias objeciones peligrosas que le acechaban en su intento de "conciliar" (a su modo) filosofía y teología). Sin embargo, sí podemos llegar por la razón natural, a partir del conocimiento de los objetos sensibles (creados) a deducir la existencia de Dios, y tal conclusión (racional) es un "preámbulo" a la fe.

Soy consciente de que suena algo sofista (era necesario hilar fino para no ser declarado hereje), pero lo cierto es que con este matizado distingo Santo Tomás se cuidaba mucho de que no se le acusara de querer "atrapar" a Dios en la razón. Por el contrario, desde una actitud radicalmente opuesta a cualquier intención blasfema, declaraba que la razón es insuficiente para conocer a Dios pero, en tanto dada por Dios mismo, es un instrumento válido para alcanzar a concluir sobre su existencia. Hay que señalar que la idea de que es posible conocer la existencia de Dios con la sola luz de la razón natural (sin la Revelación) no es afirmación original del de Aquino, pues proviene de los Padres de la Iglesia (por ejemplo, Tertuliano, Teófilo de Antioquía, San Ireneo, San Juan Crisóstomo y hasta el propio San Agustín). Basten estos antecesores para comprobar que si la "tontería" de Tomás consiste en atribuir a la razón humana la capacidad de conocer la existencia de Dios (que no su naturaleza), hubo otros santos tan tontos como él que podrían disputarle el título que le otorga Lansky.

Claro que no tuvieron tanto éxito en el pensamiento occidental posterior, ni fueron objeto de tantas glosas, de modo que aceptaré que, siempre que consideremos una suma tontería propugnar la posibilidad racional de demostrar mediante la razón la existencia de Dios (al margen de la calidad de las demostraciones específicas), Santo Tomás es el más excelso representante de la misma en el Santoral cristiano. Sin embargo, quizá esta cuestión no sea tan tonta cuando durante los últimos setecientos años ha sido tema central de las discusiones más acaloradas de la filosofía occidental, ha ocupado a numerosos cerebros de primer orden y ha generado distintas "escuelas", cada una con diversas variantes en sutiles grados de matiz. Maimónides, Pascal, Kant, Comte, Feuerbach, Bergson y muchos más han reflexionado sobre el tema, sea para negarla o confirmarla, que poco importa a estos efectos.

Y el asunto dista mucho, a mi juicio, de estar cerrado. De hecho, que es posible conocer la existencia de Dios a través de la razón humana (aunque éste no sea el único medio) es, que yo sepa, dogma de fe para los católicos desde el Concilio Vaticano I. Cierto es que en ese Concilio se proclamaron muchos otros dogmas que a mí al menos me parecen bastante más merecedores de ser calificados como excelsas tonterías, pero en disculpa de Pío Nono hay que decir que bastante jodido andaba el hombre con los progresos del racionalismo (y para colmo por la pérdida de su poder temporal por culpa de esos italianos unitaristas todos carbonarios y masones). Ahora bien, a casi siglo y medio de esos acontecimientos, es de lo más entretenido leer las admoniciones finales de la Filius Dei; por ejemplo: "si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos externos, y que por lo tanto los hombres deben ser movidos a la fe sólo por la experiencia interior de cada uno o por inspiración privada: sea anatema".

La posición actual de la Iglesia poco ha cambiado a este respecto (por más que tienen el buen gusto de evitar referirse a algunos otros dogmas del Vaticano I) y lo cierto es que Pablo VI, Juan Pablo II y el actual Benedicto XVI, se han esforzado, en encíclicas y declaraciones, en sostener la validez de la tontería del Aquinate y procurar conciliarla, a veces de forma que me parece algo patética, con los postulados de la ciencia actual (eso de la reconciliación entre fe y ciencia del vigente sucesor de San Pedro tiene mucha relación con la obra de Santo Tomás, al cual, por cierto, ha glosado en más de una ocasión). Naturalmente, que la Iglesia siga sosteniendo la posibilidad de llegar al convencimiento racional de la existencia de Dios no significa en absoluto que deje de ser una tontería, pero sí reduce mucho, a mi juicio, el mérito del de Aquino para ostentar el título que Lansky le ha otorgado.

Y lo dejo aquí por el momento. Porque lo que quería abordar era si, al margen de los planteamientos religiosos, es de verdad tan tonta la cuestión de la posibilidad de deducir racionalmente la existencia de Dios. Pero eso exige, creo yo, empezar por definir qué entendemos por Dios. Si se trata del Dios del cristianismo, ya me declaro absolutamente escéptico sobre tal posibilidad. Pero si llamamos Dios (como hace Tomás en su segunda vía, la única mínimamente consistente desde la lógica formal) a una Causa primera, quizá las viejas disquisiciones teológicas no sean tan diferentes de las que se plantea la cosmología moderna.


Ocean Grey - Louise Burns (Mellow Drama, 2011)

El sonido de esta canción se me antoja un buen fondo musical para reflexionar sobre la posibilidad de demostrar la existencia de Dios. Se trata de una chiquilla de Vancouver que he descubierto este fin de semana y que no me parece nada mala.