lunes, 30 de julio de 2012

Muerto el perro, se acabó la rabia

A Grillo, agradeciéndole su interés
 
Como ya he contado en este blog, a principios de junio sufrí unos fuertes cólicos abdominales diagnosticados en riguroso lenguaje médico de "pancreatitis de caballo" y que me obligaron a pasar por dos sucesivos periodos de ayuno absoluto en confinamiento hospitalario, con traslado intermedio de esta islita a la capital del Reyno debido a problemas burocrático-sanitarios cuyo registro es preferible omitir. Controlada y remitida la inflamación del páncreas, a las tres semanas del inicio de la crisis, fui puesto bocabajo para que un cirujano de buen pulso me introdujera por el conducto anal (creo) un tubito que, hábilmente guiado mediante un monitor, llegó hasta el colédoco (conducto biliar que drena en el duodeno) a fin de limpiarlo del barrito pedregoso que lo obturaba y había sido causante del problema. De vuelta en Tenerife, el médico de digestivo, previo ecografiado y pruebas analíticas, certificó que el páncreas estaba muy mejorado pero que, como ya sabíamos, le vesícula seguía tupida de guijarros que amenazaban con salir el día menos pensado a darse un paseo y repetir el doloroso episodio por lo que convenía proceder a su extirpación inmediata ya que, parece ser, tampoco es que valga para casi nada o quizá sea que a partir de cierta edad no es mala cosa empezar a ir desprendiéndose de órganos ineficaces o, si se prefiere, más que amortizados. Pedí pues cita con el cirujano con tan mala suerte que el buen hombre cayó enfermo y témome que de gravedad o al menos de no pronta recuperación, ya que tras una primera postergación de una semana recibí una anulación definitiva con el consiguiente cambio de facultativo, todo lo cual supuso un retraso de quince días que, según me advirtió agorero quien habría de cortarme, no era nada bueno para la intervención. No obstante, como siempre ocurre en estos casos, encontré multitud de amigos y conocidos que de primera o segunda mano me informaron de que la intervención que me esperaba era una nadería que se llevaba a cabo mediante laparoscopia con una sola noche de hospitalización y recuperación prácticamente inmediata. Con tan buenos augurios me presenté el jueves pasado en el hospital y hasta me impacienté algo con la buena de K. que se empeñó en registrarse como acompañante para pasar la noche conmigo, lo que me parecía innecesariamente desproporcionado.

Me operaron en efecto este jueves, hacia última hora de la tarde y durante una hora y media. Cuando desperté de la anestesia, aún horizontalmente inmóvil, sentía unos dolores tremendos. Lo curioso es que los dolores no se debían a las heridas, los cuatro agujeros que me habían practicado en el abdomen, sino a que tenía todo el tronco inflado del aire que, por lo visto, meten durante la operación para separar y manipular los órganos. Esa primera noche no pegué ojo, pero lo peor es que pasé las siguientes cuarenta y ocho horas absolutamente fastidiado, prácticamente sin poder mover un músculo porque los malditos gases me destrozaban. Todos hemos tenido alguna vez gases así que sabemos lo dolorosos que son pero yo nunca los había mantenido durante tanto tiempo. El médico, claro, no les daba importancia, recomendándome que los expulsara mediante los pertinentes pedorreamientos, pero aunque en condiciones normales no suele costarme activar ventosidades, lo cierto es no había manera de que mis intestinos, probablemente abúlicos, se pusieran a la labor, sin que ninguno de los fármacos que me metían en vena a tal efecto cumplieran su función. De hecho, como me confesó a posteriori, el cirujano llegó a mosquearse ante mi tardanza expeditiva temiéndose que a lo peor había dañado el colédoco que parece que estaba bastante irritado a consecuencia de la reciente pancreatitis. Pero el sábado, hacia la ocho de la tarde y en el breve plazo de media hora, asistí maravillado a la expulsión de un significativo volumen de aire sobrante con la paralela atenuación hasta la casi extinción de los dolores asociados. Paracía magia y, desde luego, de la benéfica, como si la puñetera hada de los cuentos anglosajones se hubiese dignado –¡por fin!– a mover su varita y ganarse el sueldo. Es impresionante lo bien que uno se siente cuando desaparece el dolor (o, al menos, desciende a niveles tolerables), el sentimiento de gratitud que te invade. Dura poco esa sensación, es verdad; enseguida el cuerpo parece olvidar lo jodido que estaba y entonces empieza a notar que las heridas de los cuatro agujeros escuecen y que sigue habiendo algo de aire dentro. O sea, que tampoco es que estuviera bien pero, después de los dos días agónicos, sentir los dolores propios del post-operatorio me parecía casi placentero.

Y voy acabando: ayer noche dormí de maravilla y esta mañana el cirujano me dio el alta. Me queda una semanita de convalecencia (el viernes me quitarán los puntos) durante la cual tengo que ir moviéndome y comiendo con cuidado y poco a poco. Camino despacito ligeramente encorvado y siento que las vísceras abdominales todavía no se han recolocado del todo. De hecho, si estoy ahora de madrugada escribiendo la crónica de este último episodio de mi crisis pancreática, es porque me ha despertado una vuelta en la cama con apoyo doloroso sobre alguna de ellas. Me giré para cambiar la orientación del documento que en mi sueño estaba escribiendo, algo bastante absurdo que, pese a las molestias, me tuvo un buen rato intrigado hasta que me decidí a levantarme. Incluso pensé en relatar ese sueño y los enigmas onírico-lógicos que planteaba, pero finalmente he considerado más pertinente, dado lo abandonado que tengo el blog, ponerlo al día con mis cuitas sanitarias. Sin embargo, me apunto como tarea pendiente (que en mí no es garantía de nada) escribir sobre las variadas fantasías que me han visitado estos días sin sueños profundos pero de abundantes duermevelas alucinatorios en los instantes en que el dolor los permitía. Hasta entonces espero no volver más con esta historieta que bastante tiempo me ha robado ya y confío en que sea verdad el dicho de muerto el perro se acabó la rabia.
  
 
It hurts me too - Karen Dalton (It's so hard to tell who's going to love you the best, 1969)
  
Tenía que acompañar este post con una canción sobre el dolor, aunque fuera emocional, que no conozco temas dedicados a la aerofagia. La elegida es este blues que se remonta a los cuarenta y que escuché por primera vez en el injustamente poco reconocido Selfportrait de Dylan. Un año antes, en 1969, su vieja amiga del Greenwich, Karen Dalton, lo había grabado en su primer LP. El sonido no es muy bueno pero esas deficiencias acústicas, unidas a la entonación tristona, le dan al tema un aire nostálgico muy apropiado. La Dalton fue una mujer poco afortunada, tanto en su vida profesional como personal. Era de origen cherokee y apareció en la escena folk neoyorkina a principios de los sesenta. Dylan, en su primer volumen autobiográfico (y único hasta la fecha, que yo sepa), la califica como su cantante favorita entre la pléyade que pasaba por los cafés de ese mítico barrio del bajo Manhattan; dice que tenía una voz como la de Billie Holiday y que cantó con ella en un par de ocasiones. Murió en el 93, con sida, después de largos años de drogas y alcohol. Sólo publicó dos discos en vida; este tema proviene del primero.

viernes, 6 de julio de 2012

Confesión personal de nacionalismo venial

En algunos de los comentarios al post de Lansky del pasado jueves como al anterior mío, se detecta el, parece que inevitable, componente emocional al discutir sobre identidades colectivas y asuntos asociados. Lo cual vendría a sugerir que en gran medida las vinculaciones personales al terruño y sus señas de identidad (siempre difusas y deformadas) están más cerca del ámbito de los sentimientos y emociones que de los pensamientos racionales. Nada que objetar, que conste, pues ambos son productos de la actividad cerebral, aunque quizá con sedes orgánicas diferentes. El problema con las emociones es que son muy difícilmente comunicables; las siente cada uno y de momento no se ha inventado la forma de transmitir ese sentimiento a otro o, al menos, con suficiente garantías de que la transmisión sea fiable (o sea, descarto los arrobos amorosos, espontáneos o inducidos, por no ser empíricamente comprobables). En cambio, las ideas son susceptibles de darse a conocer de unos a otros y, entendidas, discutirse racionalmente, siempre que se respeten unas reglas elementales de lógica formal (entre ellas, la pertinencia, a la que me referí hace no mucho). Ahora bien, estos intercambios suelen perder operatividad comunicativa cuando se tiñen de emociones. Igual ocurre con las discusiones: que se contaminan cuando, más que argumentar las opiniones que cada uno tiene (bajo el presupuesto implícito de estar dispuesto a cambiarlas si el otro le da argumentos convincentes para ello), lo que quiere es justificar a toda costa lo que siente. Entonces, cuando su poseedor encuentra que le debilitan los argumentos que se ha construido para justificarlo racionalmente, este sentimiento funciona como un muro contra el que se estrella todo esfuerzo de racionalidad discursiva. Supongo que se trata de un mecanismo de defensa del individuo, tanto más agresivo cuanto ese sentimiento cuya consistencia racional ve amenazada más importante es en lo que alguna vez he llamado la estructura ideológica personal. Me resistiré a que me convenzan de la poca racionalidad de mi opinión porque en ese caso se me desmoronaría uno de los pilares fundamentales de mi personalidad, de mi sistema de creencias, etc.

Que el nacionalismo pertenece básicamente al ámbito de las emociones lo compruebo casi todas las veces que discuto sobre temas relacionados. Pero también en las reacciones emocionales que produce, sin ir más lejos, en mí mismo. Yo no sabría explicar qué es España, si no es recurriendo a elementales definiciones jurídico-administrativas. Y conste que he leído multitud de ensayos que indagaban, en clave casi metafísica, sobre el ser de España (mira que este país ha habido gente hondamente preocupada por estas cuestiones esencialistas) que, aún interesándome, suelen dejarme la sensación desasosegante de que me están vendiendo humo, ideas etéreas que se me escapan entre los dedos. Además, esas abstracciones, cuando las sometes a confrontaciones mínimamente metódicas con la historia, siempre se tambalean. Verdad es que los más sagaces de estos autores aportan unas pinceladas que, a modo de pintura impresionista, me permiten reconocer cierto estilo de "lo español", pero es algo tan difuso que insatisface. De otra parte, a poco que uno se instruya, comprueba que también son tremendamente simplificadoras, reduccionistas y excluyentes. Si los datos no cuadran con la teoría, prescinden de los datos (muy científico, sí señor). Pese a ello, me siento español; es decir, reconozco que albergo emociones afectivas positivas (de poca intensidad, tampoco vayan a creer otra cosa) hacia algo abstracto que se llama España y que no sé qué es. Ese sentimiento mío se manifiesta en alegría ante acontecimientos que resultan favorables a entidades reales que, se supone, materializan la entidad abstracta de España, la simbolizan. Obviamente, el ejemplo más evidente son las selecciones deportivas y, sobre todo, la de fútbol (que es, en la actualidad, la quintaesencia de la españolidad). A mí me gusta el fútbol como espectáculo y, por tanto, disfruto viendo un buen partido. Por otro lado, mi innato sentido de la justicia me lleva en general a desear que un partido lo gane quien juegue mejor (y más bonito, a ser posible). Ahora bien, independientemente de cómo juegue, me alegro si la selección gana y me enfado si pierde (tampoco mucho en ninguno de los casos). El domingo, desde luego, quería que España ganara y, afortunadamente, ganó mereciéndolo (de sobra). Pero me gustaría, por aquéllo de que mis sentimientos fueran congruentes con mis razones, que prefiriera que perdiese cuando juega mal. Bien es verdad que, si no suprimirlos, he atenuado bastante mis emociones nacionalistas y, al menos, creo que limito satisfactoriamente (aunque puede que me engañe) que mi forma de razonar venga condicionado por esas "ideas-sentimiento" que tenemos encastradas en los sustratos más profundos del cerebro, bien como resultado de la genética o porque las hemos mamado cuando aún no teníamos los recursos racionales necesarios para examinarlas. Quiero decir que procuro cuestionar y discutir (conmigo mismo) mis propios pre-juicios, siempre, claro está, que me dé cuenta de ellos. Porque identificarlos (que forma parte básica del conócete a ti mismo) no es tan fácil. Digamos que, mediante esta modesta ética personal, intento que mi pensamiento no se convierta en un legitimador acrítico de mis emociones y que, por el contrario, sea una herramienta para cambiar aquellos rasgos profundos de mi personalidad (incluyendo esas "ideas-sentimiento") que, examinadas, no me gustan. Algunos éxitos voy cosechando, que combino con pactos de convivencia entre razón y emociones. O sea, que aunque contradigan mis razonamientos, tampoco pasa nada porque me alegre (comedidamente) si España gana injustamente un partido.

Lo de reconocer en mí que me siento español (y que descubro en reacciones emocionales como la descrita del fútbol) me desconcierta un tanto por lo que ya he dicho de que no sé qué es España. Desde luego, el Estado español, una entidad jurídico-administrativa, no vale como generador de emociones afectivas. La mayoría de las instituciones que los sesudos ensayistas suelen relacionar como soportes de la españolidad me dejan frío cuando no me son francamente desagradables (monarquía e iglesia, por ejemplo). Desconfío profundamente de que existan rasgos caracterológicos distintivos de la personalidad colectiva española, porque para serlo habrían de tener suficiente homogeneidad hacia el interior y heterogeneidad hacia el exterior. No obstante reconozco que yo mismo he creído identificar algunos de ellos cuya presencia es bastante abundante entre nuestros paisanos y, la verdad, ni me gustan ni me parecen dignos de ser amados. Muchos paisajes españoles (otro de los leit motivs de los nacionalismos románticos) me despiertan emociones intensas que no tendría empacho en admitirlos como base de una vinculación afectiva, pero es que los mismo me ocurre ante paisajes extranjeros. He buscado en mis lecturas de historia (que me encanta) esas pretendidas constantes del alma española que (así pensaban en el XIX) hacen que una nación tenga un proyecto de vida colectiva, un destino manifiesto, pero si uno se deja de pamplinas apriorísticas, lo que se descubre es que los acontecimientos responden a juegos de fuerza entre intereses bastante poco espirituales, diferenciados en cada nación mucho más por las circunstancias materiales o incluso por el azar que por el alma colectiva de cada pueblo. No es casual que a los nacionalistas les interese tanto explicar la historia de su nación para mostrarnos en ella ese espíritu nacional siempre subyacente, aunque para ello hayan de simplificar hasta el ridículo, suprimir y distorsionar los hechos. España, me he dicho alguna vez, de ser algo, estará en los españoles, los de hoy y los de tiempos pasados. La gran mayoría de la gente con la que me he relacionado son españoles y, la verdad, he visto de todo (pero también conozco gentes muy distintas de otros países); añadiré que me topo con más españoles que me desagradan que de los contrarios y, en términos estadísticos, tengo una pobre opinión de nosotros. Más o menos lo mismo puedo decir respecto de los personajes históricos, con el agravante de que los que más me parecen dignos de admiración suelen haber sido rechazados por la sociedad y las autoridades de su época. Así que no, tampoco encuentro en mis conciudadanos motivos para sentirme español en términos afectivos.

Queda, por supuesto, la lengua, el castellano, en mi caso. A ésta sí la considero como seña de identidad colectiva, algo real capaz de generar un sentimiento afectivo de pertenencia comunitaria. Amo mi idioma y empleo el posesivo con profunda convicción de su pertinencia. Es mío en régimen de copropiedad y, a diferencia del habitual comportamiento tan "español" de maltratar la propiedad común (lo que es de todos no es de nadie), siento hacia el mismo la responsabilidad y el deber de cuidarlo. Pero también, a la inversa, siento que yo, gran parte de lo que soy, pertenezco al castellano. El aprendizaje de la lengua (natal), durante el proceso de conformación inicial de mi personalidad, ha modelado no pocos rasgos de ésta; probablemente sería yo otro si hubiera aprendido a hablar (y a pensar) en alemán o en chino. No digo, claro, que seamos como somos sólo por el idioma, pero sí que es quizá el único factor (desde mi propia y probablemente no representativa experiencia) al que reconocer como "identidad colectiva" con capacidad de generar ese tan manoseado sentimiento de pertenencia afectiva a una comunidad. Por eso, porque lo comparto, entiendo el amor de los catalanes (o de los vascos o de los gallegos) a la lengua con la que han aprendido a hablar, a pensar, a explicarse la realidad y comunicarse con los demás, así como que defiendan su pervivencia y se resistan a lo que para Unamuno (y para mí también) es el proceso natural de todo ser vivo. Por muy bien que yo hablara otro idioma (que no es el caso) me dolería profundamente no poder expresarme en castellano y estoy seguro de que, hasta mi muerte, ésta sería la lengua de mis pensamientos más íntimos y de mis sueños. Pero este sentimiento amoroso personal es compatible con la convicción (y el deseo) racional de que sería maravilloso que todos los humanos (o la mayor cantidad posible de los habitantes de la tierra) compartiéramos un único idioma. Ante ese ideal, el precio de que el castellano (o el catalán, el vasco, el gallego y cualquier otra lengua) desaparezcan me parece baratísimo.

Hablar (y pensar) en castellano es pues para mí, creo, una seña de identidad colectiva que genera un sentimiento afectivo de pertenencia comunitaria. Sin embargo, no puede limitarse a la idea abstracta de España y, por ello no puedo de la misma derivar hacia un "nacionalismo español". Tan "unido" por el idioma común me siento hacia mis conciudadanos como hacia los hispanoamericanos, y con frecuencia encuentro más afinidades empáticas con éstos. Quizá éste sea un motivo añadido (aprovecho para dirigirme a Grillo) por el que prefiera llamar castellano a nuestra lengua, privarla de la asociación connotativa a España y, al mismo tiempo, despojándola de esas ataduras nacionalistas, alegrarme de que sea un medio para la comunicación entre tantísimas personas, salvando y debilitando las fronteras y, en cierto modo, ridiculizando los principios de esas absurdas ideologías. Por eso también, aunque entienda y comparta el amor de los catalanes, vascos y gallegos a sus respectivas lenguas natales, no me ocurre lo mismo en absoluto respecto de la instrumentación de éstas para fines políticos. Pienso (especialmente en el caso del eusquera que es el que mejor conozco) que, desde la fundación del PNV y con el largo paréntesis del franquismo, los enormes esfuerzos del nacionalismo vasco no han obedecido tanto a la voluntad de los ciudadanos de seguir expresándose en su lengua, cuanto a los intereses (no siempre honestos) de unos pocos de crear artificialmente una seña de identidad colectiva que les valiera como excusa hipócrita para diferenciarse, para alimentar el atávico instinto tribal que tan perjudicial a mí me parece. Pero sobre el idioma vasco ya volveré más extensamente en una próxima ocasión.

En fin que, aunque me haya dispersado (como siempre), la intención de este post era constatar, a partir de la confesión personal de mis propios sentimientos, la fuerte carga emocional de las ideas nacionalistas, lo que explica en gran medida su éxito y también dificulta la discusión racional sobre los presupuestos en los que descansan. Como ya se ha dicho en anteriores posts, probablemente se deba a pulsiones instintivas de nuestra especie, reforzadas por la cultura-ambiente que mamamos desde nuestra niñez (de ahí ese sustrato que reconozco de "sentirme español"; al fin y al cabo, estudié FEN en mi niñez). Sin embargo, que (casi) todos alberguemos sentimientos nacionalistas (o, al menos, los embriones de los mismos) no es óbice para que, reconociéndolos, tratemos de, si no erradicarlos, sí al menos, ir poco a poco aminorándolos. Cumplido pues mi examen de conciencia y confesión, declaro mi voluntad de propósito de enmienda.

 
La poesía es un arma cargada de futuro - Paco Ibañez (En el Olympia, 1969)

Este maravilloso poema de Celaya ha sido citado recientemente por Lansky, Vanbrugh y yo mismo y me ha apetecido poner su versión musicalizada, pese a que Paco Ibañez, que mucho escuchaba en mi adolescencia, ya no me gusta tanto como entonces.