martes, 29 de octubre de 2013

Curiosidad

Uno de los asuntos laborales en que participo consiste en la elaboración de un plan para la renovación y mejora de la principal área turística de la Isla. Con este motivo, esta mañana he asistido a una reunión con la empresa pública del Cabildo Turismo Tenerife, a fin de intercambiar ideas sobre qué medidas podrían ocurrírsenos para incentivar (e incluso forzar) actuaciones de rehabilitación de los centros comerciales de Las Américas, muchos de los cuales presentan un estado de deterioro que perturba seriamente el entorno y desvaloriza la oferta turística del área, cuyo estado de salud es básico para nuestra supervivencia económica. Mientras esperaba a que llegaran todos los convocados, la arquitecta responsable de los proyectos que impulsa el Cabildo me ha enseñado el que ahora están desarrollando. Se trata de la mejora y acondicionamiento de un largo tramo de paseo marítimo, resolviendo entre otras cosas, algunas discontinuidades en el trazado actual y recuperando plenamente la que debe ser su función básica: un espacio público de paseo agradable que se abra en toda su longitud al océano. El proyecto está muy bien, pero no voy a hablar sobre paseos marítimos, ni renovaciones de áreas turísticas ni nada que tenga que ver con mi trabajo, que escribo este blog en gran medida para evadirme.

Lo traigo a colación porque me llamó la atención que una pequeña calle en fondo de saco que el proyecto integra en el futuro paseo marítimo tiene por nombre Unterhaching (o la impronunciable, como me contó esta chica que la llaman ellos). ¿Unterhaching? Me dijo que es un municipio alemán. ¿Y por qué tiene una calle? Ni idea, me contestó, supongo que porque muchas de las calles de esa urbanización de Costa Adeje llevan nombres de ciudades. Ya de vuelta en casa, compruebo que, en efecto, en ese entorno están las calles de Londres, Moscú, Helsinki, Bruselas y alguna más, pero se trata de capitales, mientras que Unterhaching es un pequeño municipio de veintipico mil habitantes junto a Munich. Pero es que mirando en el callejero descubro otra calle, también pequeña, dedicada a Bischofshofen, igual de impronunciable y desconocida hasta hace un momento en que me entero de que un municipio austriaco muy cercano a Salzburgo. Averiguar porqué estas dos poblaciones de parla tedesca merecen constar en el callejero de un área turística del sur de Tenerife no me ha resultado muy difícil: los tres municipios están "hermanados" entre sí.

Aprovecho para explicar a despistados (por si alguno hay) que esto del hermanamiento es uno de estos inventos tan del gusto de los políticos que se supone que tiene por objeto crear lazos de amistad y cooperación en proyectos comunes entre las ciudades hermanadas y, de paso, fomentar el conocimiento de otras realidades a los locales y contribuir al amor y fraternidad universal. Muy bonito, ¿verdad? No es por casualidad que la idea surgiera tras la Segunda Guerra Mundial para propiciar el acercamiento a los foráneos y reducir así los riesgos de nuevas guerras. También, si hacemos caso a Baroja ("el nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando") contribuiría a relativizar esos orgullos ridículos de ser ... (escríbase la nacionalidad que se quiera). Pese a que ciertamente lo de hermanarse es una costumbre muy extendida (no hay más que buscar cualquier localidad en la wikipedia para enterarse de cuáles son las otras con la que lo está), dudo que tan loable práctica haya resultado muy eficaz en cuanto a los objetivos que pretendían. Supongo que no pasa mucho más allá de actos protocolarios y viajes de políticos de uno a otro lado, para luego quedar en los rótulos de los callejeros municipales. Pero no voy a criticar porque la verdad es que no tengo apenas datos sobre el asunto.

Así que misterio resuelto en cuanto a Unterhaching (y añadiendo Bischofhofen). O no, porque como comentó recientemente Lansky, lo único que he hecho es responder a la primera pregunta: ¿Por qué dos calles de Adeje tienen los nombres de esas ciudades? Porque están hermanadas con este municipio tinerfeño. Pero la respuesta aabre inmediatamente el siguiente interrogante: ¿Por qué se han hermanado estos municipios? Se supone que se hermanan ciudades que comparten características comunes y así, desde mi conocimiento de Adeje (bueno) y de Baviera y la región de Salzburgo (regular pero no nulo), no encuentro demasiados parecidos. Pero, sin duda alguna razón habrá, aunque sea tan peregrina como que esas dos localidades fueran los lugares de residencia de sendos turistas que hacían algún número redondo en la cuenta de visitantes al municipio (seguro que ésta no es). En todo caso, tampoco es que me interese el tema particularmente y, desde luego, es absolutamente irrelevante.

Sin embargo lo que a mi juicio no es tan baladí es el hecho de que a nadie de los que estaban esta mañana en la reunión, a pesar de haber visto el nombre de esa calle innumerables veces (y tener dificultades para pronunciarlo), se le hubiera pasado por la cabeza preguntarse el por qué de su presencia en el callejero municipal. Por mantenerme en el ámbito de los nombres de las calles y plazas, es significativo cuánta gente no sabe quién es el prócer que da dirección postal a su domicilio (a propósito, hace más de dos años dediqué un post al "titular" de mi calle, un capitán de cruceros turísticos de principios del siglo pasado). A mí, en cambio, este tipo de tonterías y muchas otras me llaman la atención, me despiertan la curiosidad, y tengo el hábito de preguntar en mi entorno sobre la multitud de dudas que se me ocurren para ver si alguien me aclara estos nimios misterios cotidianos. Lo normal es que nadie sepa la respuesta, pero lo que me asombra es que se asombren de que me plantee esa duda. Tienes una mente muy rara, me dijo hace un tiempo una amiga, qué cosas se te ocurren.

Yo, claro está, no me considero raro a este respecto o, si lo soy, no me parece nada mal tener esta tendencia a preguntarme por las inagotables nimiedades que continuamente me salen al paso. Pienso que eso significa simplemente que tengo la curiosidad adecuadamente engrasada, y esta cualidad –que no defecto– se me antoja casi imprescindible para disfrutar de la vida, casi casi para mantenerse vivo, al menos como yo lo entiendo. Y, naturalmente, que no se me diga que debería dedicar mi curiosidad a asuntos más importantes, porque la curiosidad es una capacidad que te hace tener la mente activa y despierta, acostumbrada a preguntarse por cualquier cosa. O sea, que no me creo a los que dicen que sí que tienen curiosidad, pero sólo sobre los temas que les interesan (o que les parecen importantes). Porque la curiosidad es una disposición apriorística de la inteligencia y, consecuentemente, a los curiosos nos interesa todo, al menos de entrada.

 
Curiousity - Iggy Pop (New Values, 1979)

sábado, 26 de octubre de 2013

La erección: atenuante o agravante

La erección se produce por la afluencia y retención de sangre al pene que llena sus cuerpos cavernosos y hace que aumente de tamaño y rigidez. Mantener el pene en erección, por tanto, implica que el hombre tenga menos sangre circulando por su cuerpo o, lo que es lo mismo, aportar menos nutrientes a las células y recoger menos desechos metabólicos. Un hombre empalmado, pues, se encuentra mermado en sus facultades salvo, precisamente, en la de ejercitar el coito. Naturalmente, esta merma no es en general significativa y, desde luego, no tanta como para afectar la funcionalidad metabólica básica. Pero sí adquiere importancia en cuanto a la reducción de la capacidad pensante y, más específicamente, en el comportamiento de la corteza prefrontal ventromedial, donde se elaboran los "juicios morales". De ahí el famoso chiste de que los hombres piensan con el pito.

Lo anterior viene a ser la premisa básica sobre la que se sostuvo la argumentación de la defensa en el cacareado proceso judicial del Estado de Kentucky contra Richard Maddock (enseguida conocido como Dick Madcock). Maddock acumulaba una larga ristra de faltas y delitos menores desde la adolescencia. Detenido en mayo de 2016 bajo la acusación de acoso sexual, abusos deshonestos e intento de violación, ya en las primeras vistas quedó claro que su comportamiento respondía a una pauta constante: la urgencia de satisfacer sus apetitos carnales por encima de cualquier freno moral, incluyendo el consentimiento del objeto de sus deseos. El famoso penalista Robert Lyar, recurriendo a farragosos estudios médicos, consiguió que el jurado admitiera como atenuante cualificado la falta de riego cerebral que el chico sufría en estado de excitación sexual y el consiguientemente debilitamiento de los mecanismos represores del comportamiento. Desde ese planteamiento, el Tribunal de Kentucky impuso al chico de dieciocho años una condena menor que ni siquiera le obligó a ingresar en prisión, tan sólo trabajos para la comunidad durante seis meses y una indemnización a la víctima.

Como cabía prever, el caso adquirió gran difusión desde que Lyar enfocó la defensa desde esa perspectiva. La polémica estaba servida y alcanzó extraordinaria ebullición al conocerse la sentencia. Por supuesto, la mayoría de los ciudadanos se sintieron escandalizados y hubo no pocas manifestaciones a lo largo del país de rechazo a la decisión judicial. Pero también pronto aparecieron voces que no sólo entendían sino que hasta justificaban el atenuante sosteniendo que, en efecto, un hombre excitado no era completamente responsables de los actos sexuales que su ofuscación le impulsaba a cometer. Animado por esta repercusión mediática y con la intención de incrementarla en su beneficio, Lyar decidió recurrir la sentencia de Kentucky hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos, declarando que debía sentarse jurisprudencia nacional que consagrara la tesis de la responsabilidad penal limitada en los delitos sexuales.

En las largas sesiones de Washington, tras interminables debates sobre estudios andrológicos, se acabó admitiendo que existía una correlación probada entre la falta de riego cerebral y el comportamiento sexual agresivo, así como que esa disminución en la afluencia de sangre al encéfalo generaba ciertamente dos efectos aditivos: de un lado relajaba la capacidad moral del individuo y, de otro, priorizaba extremadamente los pensamientos (entiéndase con este término cualquier "producto" de la actividad cerebral) enfocados hacia la satisfacción del deseo carnal. Establecidas tales premisas, las cuestiones eran fundamentalmente cuantitativas: ¿en cuánta cantidad de sangre debía reducirse el flujo cerebral para que tales efectos fueran relevantes a efectos de limitación –o incluso desaparición– de la responsabilidad penal?

Lamentablemente, tales valores no pudieron concretarse con una mínima fiabilidad científica. El ya para entonces famosísimo Dick Madcock (reclamado por todas las televisiones y la industria pornográfica) fue sometido a múltiples experimentos en el prestigioso Institute for Andrology Research de Annapolis, Maryland, sin que los médicos pudieran llegar a resultados concluyentes. De hecho, si bien quedó más que demostrado que en estado de excitación el muchacho exhibía siempre unas pautas de agresividad sexual, las variaciones en los fujos sanguíneos, medidos tanto en cerebro y pene como en otras partes del cuerpo, no guardaban ni la estabilidad ni la congruencia necesarias para obtener conclusiones. Para complicar más las cosas, la ampliación de los ensayos con una muestra bastante importante de sujetos (todos ellos voluntarios) aumentó la confusión, poniendo de manifiesto múltiples factores que parecían intervenir en la presumible correlación entre la cantidad de riego sanguíneo y la conducta sexual, desde parámetros cerebrales hasta experiencias anteriores. Incluso se apuntó que influía el tamaño del miembro viril (más concretamente la diferencia de volumen entre el estado de reposo y de erección), toda vez que cuanto mayor fuera ésta más sangre se requería. De más está decir, que esta tesis fue una de las que mayor difusión e hilaridad pública generó, pero también algún incidente desagradable como el escrache al que grupos feministas sometieron al un popular actor porno, acusándole de violador y amenazándole con un recorte tajante de su apéndice, cuyas descomunales dimensiones eran la base de su éxito.

El fallo del Supremo, con el voto particular en contra de la única magistrada, declaró la no culpabilidad de Richard Maddock e impuso al Estado de Kentucky una indemnización millonaria a su favor. Sin embargo, la jurisprudencia que sentó no satisfizo a ninguna de las dos corrientes de opinión que a esas alturas se habían radicalizado hasta extremos opuestos e irreconciliables. Así, reconoció que la erección podía afectar a la capacidad del varón de mantener un juicio moral y, consiguientemente, la admitía como atenuante penal. Ahora bien, el grado en que tal estado atenuaba la responsabilidad del sujeto (admitiendo incluso hasta su extinción) era algo que debía ser valorado en cada caso concreto, correspondiendo la carga de las pruebas al acusado.

El contraataque jurídico vino enseguida, a principios del siguiente año (2019), mediante un recurso de constitucionalidad presentado por el poderoso lobby Women Rights. En un brillante alegato transmitido por las cadenas nacionales, Jenny Cutter, la contrafigura de Lyer y tan mediática como él, admitió que era verdad que la capacidad racional de los varones menguaba notablemente cuando estaban excitados y que se alegraba de que por fin se reconociera como verdad jurídica algo que todas las mujeres sabían desde tiempos inmemoriales. No es culpa de los hombres caer en la ofuscación mental, sino de su biología, añadió con tono falsamente compasivo. Sin embargo, sí son responsables de prever y evitar los efectos de ese funcionamiento anatómico, que sobradamente conocen. Si los hombres excitados son mentalmente deficientes y hasta incapaces de decidir entre un comportamiento correcto e incorrecto, es evidente que la sociedad debe exigirles que controlen sus libidos. Es más, remató, un varón sólo se debería permitir excitarse en situaciones controladas y carentes de riesgos. Dado que en la actualidad existen medios farmacológicos para amortiguar el deseo sexual, nadie puede alegar como eximente de un delito tener una erección, pues es responsabilidad suya evitar que se produzca la excitación previa y necesaria.

El Tribunal dio la razón a Women Rights, reconociendo que, a los efectos del debate sobre los límites de la responsabilidad penal, la ofuscación por falta de riego debida a la erección es equivalente a la que producen el alcohol o las drogas y, sin embargo, ésta última no sólo no es un atenuante sino que agrava el delito en el caso de los accidentes de tráfico. Del mismo modo que alguien que ha bebido sabe que no debe ponerse al volante de un vehículo, quien está excitado sexualmente ha de abstenerse de ponerse en situaciones en las que su estado le impela a tomar decisiones moralmente erróneas. Y en este punto, el Alto Tribunal, excediéndose en sus competencias según varios analistas, añadió que la decisiones erróneas a que se refería debían entenderse en sentido amplio, no limitadas a comportamientos delictivos de naturaleza sexual.

Con el país profundamente dividido (y el resto del mundo perplejo y expectante), el siguiente golpe de Women Rights fue una batería de iniciativas legislativas (en los cincuenta estados y en el Congreso federal) entre las que destacaba la Temporal Chemical Castration Act, que pretendía que todos los varones entre los quince y los sesenta y cinco años fueran obligados a tomar una dosis diaria (ajustada a los niveles de testorena de cada individuo) de un fármaco que anulaba transitoriamente la libido masculina. Así, defendían las impulsoras de la norma, se evitaría el riesgo de que los varones cometieran actos erróneos llevados de su ofuscación eréctil. Por otra parte, argumentaban, esta represión química de la libido no impediría a los hombres disfrutar de su sexualidad, pues bastaría ingerir otra pastilla de efectos opuestos para recuperar (incluso potenciado) el deseo erótico. Debido a su incapacidad biológica, el varón debía ser obligado por el Estado a asumir la responsabilidad en el control de su libido.

Ningún Estado (y mucho menos el Congreso Federal) aprobó la TCC Act en los términos en que fue propuesta pero sí logró hacer caer en el más absoluto de los olvidos la tesis atenuante de Robert Lyar quien, desprestigiado y denostado, no volvió a comparecer en un tribunal (parece que vive retirado en una granja al sur de Montana). Pero aunque no se llegara a la imposición legal generalizada de la castración química, sí se aprobaron normas en algunos Estados que obligaban a la ingestión de antiandrógenos en situaciones concretas e incluso que admitían la legitimidad de que así se exigiera en los contratos laborales. Quizá debido a un vago sentimiento de culpa por haber sido la cuna de este embrollo, fue la cámara de Kentucky la primera en aprobar una ley de esta naturaleza, al mismo tiempo que reformaba el código penal para pasar a considerar un agravante el exceso de libido en los delitos sexuales. A modo de justicia poética, apenas una semana después de la promulgación de esta reforma, Richard Maddock, ahora con 23 años, fue detenido con una acusación muy similar a la originaria. Lo condenaron a una pena de prisión de veinte años.

   
Sexual healing - Marvin Gaye (Midnight Love, 1982)

miércoles, 23 de octubre de 2013

La novena nube y el séptimo cielo

Los anglosajones usan la expresión "novena nube" (cloud nine o cloud number nine) como sinónimo de un estado de felicidad, dicha y júbilo máximos. En nuestro idioma, en cambio, "estar en las nubes" viene a significar abstraerse, distraerse. En principio, no guarda mucha relación con la felicidad y normalmente se usa con intención recriminatoria (que estás en las nubes, coño, pon atención). Claro que, en el estresante zafarrancho cotidiano, escaparse por un rato a las nubes suele ser una forma de felicidad. De hecho, esas nubes de la expresión castellana serían el estado mental en el que los pensamientos vagan a sus anchas y la imaginación se libera, un estado propicio para que nos visiten las musas con nuevas ideas, aunque no parezcan a primera vista muy pertinentes a lo que nos ocupa a ras de suelo. Así que, pese a su mala fama, quizá haya que reivindicar lo de estar en las nubes, incluso desde ópticas miserablemente productivistas.

Veo la relación entre la expresión castellana y su referente. Al fin y al cabo, las nubes son masas gaseosas (o casi) que se deshacen y recomponen, cambian de forma y posición rápidamente, poco consistentes en suma, como los pensamientos de las mentes que allí se han ido. No acierto en cambio a explicarme el porqué del emparejamiento entre la cloud nine y la felicidad. Dice la página del wiktionary que según la etimología popular (¿qué es eso?) hace referencia a una clasificación de las nubes en diez tipos publicada en un atlas de 1896; el noveno tipo se corresponde con los cúmulonimbos. Ahora bien, estas nubes son tormentosas lo cual no casa bien con asociarlas a ningún estado de felicidad. Eso aparte de que no me convence en absoluto que el origen de una expresión se halle en un libro del tipo del que alude el wiktionary. Pero no encuentro más pistas, ¿alguien las tiene?

El equivalente español de la novena nube sería, digo yo, el séptimo cielo. En este caso, sí es sobradamente conocida la referencia: la cosmología cristiana medieval de la escolástica. Para los teólogos de entonces, máximos detentadores de la verdad oficial, la tierra estaba en el centro de unas esferas celestes que en su conjunto conformaban el Empíreo. Cada uno de los primeros siete cielos sucesivos se asociaba a la órbita de un "planeta": Luna, Mercurio, Venus, Sol, Marte, Júpiter y Saturno; en octavo lugar venía el cielo de las estrellas fijas y finalmente estaba la esfera del Primer Móvil, cuya rotación, impulsora a su vez de las de las inferiores, era causada directamente por Dios. Esta concepción geocéntrica de la realidad material era llevada por los tomistas también a la espiritual, de modo que el cielo –o los cielos, si se prefiere– tenían una localización física precisa. Probablemente por ello en nuestro idioma, a diferencia del inglés, la misma palabra sirve para designar el espacio atmosférico y el paraíso religioso.

Por supuesto, para conocer estos cielos concéntricos nada mejor que la Divina Comedia de Dante, quien guiado por Beatriz (y San Bernardo en las últimas etapas) nos cuenta su viaje ascendente hasta llegar hasta la mismísima Santísima Trinidad. Ahora bien, lo que me pregunto es por qué es precisamente el séptimo cielo el que ha cuajado en la expresión que, por cierto, se repite en casi todas las lenguas occidentales. El séptimo cielo, correspondiente a Saturno (que astrológicamente no representa el júbilo sino más bien todo lo contrario), es habitado por las almas contemplativas que pasan el tiempo subiendo y bajando una escalera de luz mientras meditan. No es que me parezca actividad aburrida, conste, pero sorprende que se haya escogido como paradigma de la felicidad. Ya puestos me parecería más congruente que dijéramos "estar en el noveno cielo", el de lo ángeles, ya al ladito de Dios. O incluso –por pedir que no quede– en el Empíreo, por encima de las nueve esferas celestes, donde Dante se vio envuelto por la luz y, cegado, pudo ver a Dios. Pues no, el ordinal que ha prevalecido en el lenguaje es el séptimo; no es que esté mal, pero si de lo que se trata es de una hipérbole se me antoja algo modesta.

En resumen, que no sé por qué el séptimo. Buceando un rato por la red encuentro un italiano que afirma que este cielo es el más alto al que se puede llegar en cuerpo y alma. No me convence y, aunque tendría que repasar mis viejas lecturas de geografías escatológicas, no recuerdo que en la vida eterna cristiana haya una región cuyo acceso exige el desnudamiento del alma. Más intuyo que va la cosa por la tradición talmúdica (copiada en este aspecto por el Islam) que cuenta sólo siete cielos. Pero si así fuera, quienes usaran esta expresión en tiempos pasados (pongamos, por ejemplo, en la España del XVI) podrían ser sospechosos de judaizar y buscarse no pocas desventuras. Pues nada, que aquí lo dejo, no sin confesar que me subsiste la doble intriga etimológica, tanto en lo referente a la novena nube como al séptimo cielo. A ver si algún alma caritativa practica conmigo la loable obra de misericordia de enseñar al que no sabe.

   
Cloud nine - George Harrison (Cloud Nine, 1987)

PS: En un comentario a este post, Números comparte un enlace en el que se discute sobre el origen de la expresión cloud nine. Aunque no llega a ser definitivo (¿algo lo es?) me parece lo más atinado que he leído hasta ahora. Parece que en la popularización de la expresión, durante los ochenta, intervino la canción de George Harrison que acompaña este post.

sábado, 19 de octubre de 2013

Traumas infantiles (del manual de autoayuda de JL)

El niño que fui, que todos fuimos, es agredido. Nuestro padres nos causan un terrible dolor que reprimimos, que guardamos en lo más profundo y que es la raíz de nuestra infelicidad adulta. Hemos de traer ese dolor primigenio a la conciencia, revivirlo en toda su intensidad y entonces expresarlo: llorar lo que no lloramos, que a través del grito liberador se deshaga la pena enquistada.

Mother fue mi grito. La compuse en Tittenhurst Park durante la terapia con el doctor Janov. Se abre con campanas de duelo. Demasiado explícito, sí, pero así había de ser. Madre, me tuviste pero yo nunca te tuve, te quise pero tú no me quisiste. Así que tengo que decirte adiós. Adiós. Padre, me dejaste pero yo nunca te dejé, te necesitaba pero tú no me necesitaste. Así que tengo que decirte adiós. Adiós.

Adiós. Adiós a ese dolor, adiós a quienes fueron mis padres, matarlos para ser por fin yo, John. Quise acabar la canción con los gritos del niño sufriente (mamá, no te vayas; papá, vuelve a casa), que se difuminan, como se fue apagando el dolor. El dolor de mis cinco años, el de Blackpool con Julia y Alf discutiendo por mí, el de mi padre obligándome a elegir entre ellos, el de mi madre alejándose derrotada y yo, cambiando de idea, yendo tras ella, llorando.

¿Condenados a hacer lo mismo con nuestros hijos? Sólo pude cantar: hijos, no hagáis lo que yo hice, no pude caminar y por eso hube de escapar. Así que tengo que deciros adiós. Adiós. Julian tenía entonces siete años y ya lo había abandonado. Así que adiós, un adiós liberado de culpas mas con la confianza de recuperarnos mutuamente. Pero me faltó tiempo.

   
Mother - John Lennon (John Lennon/Plastic Ono Band, 1970)

domingo, 13 de octubre de 2013

Ya, ya ... Pero la soberanía ¿dónde reside?

Cito (de memoria) la frase con la que el impaciente moderador de uno de estos programas nocturnos de debate político interrumpió al político invitado porque debió parecerle que se escaqueaba del tema central sobre el que quería conocer su opinión: si la eventual independencia de Cataluña podían decidirla los catalanes solitos o era necesario extender la consulta al conjunto del territorio. Porque, claro está, si la soberanía reside en el pueblo español (del que "emanan" los poderes del Estado), tal como reza el artículo 1 de la Constitución, pues ya se sabe ... Pero, ¿qué coño es la soberanía? ¿Y el presentador –jovencito él– lo sabía? ¿Y a quién le importa esa señora?

La soberanía, enteraos, es un concepto abstracto, un invento de los filósofos políticos para legitimar el Poder. El Poder es la capacidad de hacer. O sea, que todos tenemos poder, el poder de hacer lo que hacemos, menuda obviedad. Pero esos son los poderes individuales, minúsculos e irrelevantes. Aún así, ilustran bien el origen del Poder (con mayúsculas). Yo hago lo que quiero porque puedo y no hago lo que también querría porque no puedo; y no puedo porque otro poder más potente que el mío me lo impide, sea una fuerza física (no puedo volar por más que me apetecería) o humana. Nuestra naturaleza gregaria que nos lleva a organizarnos en grupos sociales implica la necesaria aparición del Poder político, la capacidad de regular las vida de los miembros del grupo y también, por supuesto, de putearlos de mil y una maneras.

Los humanos somos unos animalitos que gustamos de que nos doren las píldoras, que nos dulcifiquen la realidad con palabras bonitas y convincentes, que si no se nos hace muy duro soportarla. El cromañón que se erigía en jefe de su clan supongo que sería el más fuerte, pero la apropiación del Poder es transitoria, siempre amenazada por otros que lo quieren, que se rebelan contra el que lo ostenta. Ese instinto de rebelión tan agudizado en nuestra especie bastante se atenúa si nos convencemos de que bien está, de que es justo que el Poder lo ejerza quien lo ejerce. Y aquí entran los filósofos: a legitimar el Poder (y, a veces, por el contrario, a legitimar la oposición al mismo).

Así pues, el Poder del Estado (español), la capacidad de todas las instituciones que conforman esa inmensa maraña que es el Estado, queda legitimado en estos tiempos de palabrería hueca porque la soberanía reside en el pueblo (español). Es decir, cada uno de nosotros que conformamos el pueblo (español) "emanamos" unos misteriosos fluidos que dan existencia al Poder del Estado. Gracias a una suerte de alquimia espiritual, we the people, transferimos al Estado (otro ente abstracto, por cierto) la legitimidad para ostentar el Poder y, sobre todo, para ejercerlo (y ese ejercicio se traduce en acciones que nada tienen de abstractas). A partir de este constructo mitológico resulta que el pueblo español le confiere al Estado la legitimidad para ejercer el Poder sobre el propio pueblo.

Pero, ¿qué es el pueblo? Pues el conjunto de los ciudadanos españoles, quienes, dicho sea de paso, han sido españoles desde mucho antes de que se inventara esta milonga mentirosa de que en ellos residía la soberanía. Es decir, que el Estado español (y el Poder cuyo ejercicio lo define) es muy anterior al nacimiento de doña Soberanía. Vamos, que la historia es al revés: Ahí está una institución social llamada estado español que ya no puede justificar el ejercicio de su autoridad en el derecho divino de sus monarcas y entonces se llama ciudadanos a los que hasta ese momento eran súbditos (qué importantes son los nombres) y se les dice que son ellos quienes le confieren legitimidad. Claro que esa porción de la soberanía nacional que "reside" en cada uno de los que a priori somos españoles se transfiere siempre al Estado español, lo queramos o no. Siendo así, ¿para qué carajo nos sirve ser los propietarios titulares de la soberanía?

Para nada, claro, como no podía ser de otra manera por la sencilla razón de que la soberanía no es nada. Y si es algo, desde luego que no reside en ninguno de nosotros. Se trata de una ficción, una idea vacía que, sin embargo (no es la única), viene muy bien para justificar el montaje hipócrita en el que estamos irremisiblemente atrapados. Huid como de la peste de las palabras grandilocuentes y mucho más cuando se repiten en la comedia bufa de la política. Desconfiad también de los pueblos (y de sus identidades nacionales). Pero, entre tanto, si hemos de jugar con estas cartas marcadas (y consagradas constitucionalmente), a lo mejor hay que admitir que los catalanes tienen derecho en nuestro marco jurídico a tener un Estado propio.

Porque como son ellos los titulares de la soberanía, si no la "emanan" hacia el Estado español (ah, ¿pero eso se puede?) pues el Estado español no está legitimado para ejercer el Poder en Cataluña. Y si esos ciudadanos van y la emanan hacia la Generalitat pues ya está, ya tenemos legitimado el Estado catalán. Bien es cierto que para que el argumento sea completamente eficaz tenemos que admitir que el conjunto de ciudadanos de Cataluña conforman el pueblo catalán y que éste es indivisible y unitario a efectos de las transferencias de soberanía (porque el que algunos catalanes –minoritarios, claro– no transfieran su soberanía al nuevo Estado no puede menoscabar un ápice la legitimidad de éste). Tampoco vale que otros ciudadanos (yo, por ejemplo) emane mi soberanía hacia ese nuevo Estado, que la territorialidad es muy importante.

Pero eso del pueblo como entidad unitaria es asunto resbaladizo que tampoco conviene a los promotores de la independencia catalana, porque el mismo argumento lo usan los detractores. Me refiero a que también podemos decir que es el pueblo español, como un todo monolítico, el titular de la soberanía. Por ahí iba la pregunta del inquieto moderador de la otra noche. Así dirán algunos que hay que interpretar lo de que la soberanía nacional reside en el pueblo español: el domicilio de esa señora es indivisible como ella misma. Y de esta forma volvemos al principio que es la verdad verdadera, que la soberanía del Estado español reside en algo que es previo a los ciudadanos e independiente de sus voluntades individuales: un ente abstracto llamado el pueblo español (puedes usarlo como sinónimo de España) al que perteneces porque sí, por muy catalán que te sientas, vamos hombre.

Como dicen que dijo Cánovas, se es español porque no se puede ser otra cosa. Así que ajo y agua y sigamos discutiendo de soberanías, asunto trascendental donde los haya (casi tanto como la legítima aspiración independentista de los catalanes). Ay, cuánto me aburro. ¿Pero es que acaso no sabéis donde reside de verdad la soberanía?


PS: Esto de la soberanía preocupa e interesa en todos lados, no se vayan a creer, y hay unos cuantos que le dedican canciones con loable afán pedagógico amén de reivindicativo. Por ejemplo este hawaiano de ya larga carrera y que acabo de descubrir buscando un tema adecuado al post.

martes, 1 de octubre de 2013

Inquietante trayecto en tranvía

El tranvía estaba detenido. Lo vi en cuanto salí a la avenida, todavía a unos doscientos metros. O sea, que tardaría unos dos minutos en llegar y para entonces ya habría arrancado. Sin embargo, no se movió. Cuando alcancé el andén los vagones, con todas las puertas abiertas, rebosaban. Por motivos técnicos, decía una voz femenina grabada por el megáfono, la circulación se mantiene con normalidad pero sufre un leve retraso. La frasecita tenía bemoles: De entrada el “por motivos técnicos” deberían haberlo pronunciado en otro sitio; pero sobre todo la evidente contradicción entre circulación normal y retraso. Y encima leve. Me dijeron que ya llevaban un cuarto de hora parados, así que pensé que la salida sería inminente y piqué el bono. Pues no, otros veinte minutos de espera enlatados como sardinas y amenizados cada tres o cuatro por el mensaje grabado, ajeno e indiferente a la realidad. Finalmente la voz del conductor, bastante menos melodiosa, nos informó de que debíamos evacuar el vehículo porque estaba obstaculizando a otros que venían desde abajo. No hacía falta ser un lince para llegar a esa conclusión: si consideramos que a esa hora la frecuencia normal de los tranvías es cada cinco minutos a esas alturas de la pausa debían estar detenidos siete u ocho por debajo del nuestro. Como borreguillos obedientes salimos todos al andén, donde permanecimos otros cinco minutos más, tiempo durante el cual los del centro de mando debieron cambiar de opinión: que volviéramos a subir. Una vez recuperado nuestro acogedor enlatamiento, el tranvía cerró sus puertas y se puso en marcha, pero no hacia arriba sino hacia abajo, aunque obviamente iba circulando por el carril de subida. Bueno, pensé, esto quiere decir que por encima de nosotros habrá un tranvía averiado que obstaculiza la vía y lo que haremos será pasarnos al otro carril para subir por él hasta sortear el taponamiento. En efecto, a mitad del trayecto hacia la siguiente parada noto que el convoy cambia de vía colocándose en la de bajada y frenando. Vale, me digo satisfecho, ahora empezará a moverse en dirección hacia La Laguna (de subida). Pues no, tras ese alto vuelve a arrancar y sigue en sentido descendente. Llega a la siguiente parada, abre las puertas para recoger viajeros que van hacia Santa Cruz, las cierra y continua para abajo. Desconcertado pregunto a mi vecino de asiento quien, con tranquilidad pasmosa, me confirma que se ha dado perfecta cuenta de que estamos yendo en dirección contraria; como es imposible no darse cuenta, mi desconcierto aumenta al comprobar que todos los pasajeros, que media hora antes pretendían ir en una dirección, se mantienen impertérritos aunque los lleven en la dirección contraria. Al llegar a la segunda parada me bajo. En el carril paralelo, el de subida, estaba un tranvía con las puertas abiertas. Me meto en él pocos segundo antes de que cierre y arranque hacia arriba. El resto del trayecto hasta la parada final en La Laguna transcurrió casi normalmente. Por cierto, no había ningún tranvía averiado en ninguna de las paradas más arriba de aquella en la que inicié el estrambótico viaje.

Mientras subía, me dio por fantasear que, algunas paradas más arriba el tranvía volvería a detenerse y se repetiría la escena. De alguna manera, me había introducido en una especie de universo paralelo y absurdo que consistía en un bucle infinito de tranvías que subían y bajaban sin llegar nunca a sus destinos finales. Las vías y los vehículos eran el único soporte real de ese mundo y todos estábamos condenados, como Sísifo, a repetir ese movimiento circular sin posibilidad de escape. Naturalmente, las escenas que veíamos al otro lado de las vías, las calles con su ajetreo habitual de coches y personas, no eran sino espejismos carentes de toda materialidad. Por más que lo intentara no podría acceder a ellas, sólo me estaba permitido pisar el andén central y cambiar al tranvía paralelo que circulaba en sentido contrario. O tal vez, ese otro mundo tan habitual para mí hasta hacía un rato sí existiera y estos tranvías con nosotros en su interior fueran inexistentes para los habitantes de aquél. A lo mejor, como tiene que ocurrir con los universos paralelos, los tranvías habituales, ésos que no mostraban tan estrafalario comportamiento, se superponían con sus desplazamientos normales sobre los nuestros, sobre estas cárceles rodantes. Como fuera, lo relevante era que estaba atrapado.

Convencido pues de que por algún azar cósmico me había traslocado a otro universo, no dejaba de sorprenderme que mis vecinos de viaje mostraran tan absoluta indiferencia, como si para ellos lo de subir y bajar eternamente en estos vagones fuera algo completamente normal. Traté de entablar conversación con el tipo que ahora tenía al lado, un veinteañero con camiseta de los Lakers y el brazo izquierdo profusamente tatuado. Éste sí va para La Laguna, le comenté, la primera frase estúpida que se me ocurrió. Mirada de condescendencia aburrida y enarcar de cejas: hacia, en efecto, para inmediatamente girar la vista hacia la ventana, como si esperara ver algo en el anodino paisaje urbano. Miré en torno: la mayoría de los viajeros parecían ir solos, sumido cada uno en sus propios pensamientos. De pronto, por un breve instante, sus caras se me antojaron extrañas; no es que detectara nada concreto en los rasgos de esa gente, era tan solo la sensación incómoda de que los rostros que veía no terminaban de encajar, pero ¿encajar en qué? Entonces se me ocurrió: están muertos, estoy en un tranvía de fantasmas y este universo paralelo es una especie de purgatorio rodante. Si la hipótesis fuera correcta habría de seguirse que también yo estoy muerto. Suponerlo no me produjo ninguna angustia (casi al contrario, el primer sentimiento fue de alivio: a la mierda el curre inacabable al que estoy-estaba encadenado), de momento sólo curiosidad. ¿Cómo me he muerto? Pero no lograba recordar ningún incidente desde esa mañana en que, como siempre, me había despertado temprano, cumplido todos mis rituales habituales y caminado hasta la parada para subir a la oficina. ¿Y cuánto tiempo me tocará esta rutina post-mortem? Quizá tenga que resolver algo pendiente (influencia de novelas góticas novecentistas, ya lo sé, pero no pude evitar el pensamiento), aunque en tan limitado entorno ... Entre tanto, el tranvía seguía su trayecto, se detenía en las paradas y algunas personas subían y otras bajaban. Me pareció que estos últimos, en vez de caminar hacia sus destinos, se quedaban quietos en el andén, como si esperaran que pasara el convoy descendente. Me estoy sugestionando, pensé, y cerré los ojos.

En la penúltima parada se bajaron casi todos los viajeros, incluyendo el chico que iba sentado a mi lado. Contra lo que es habitual, quedamos muy pocos en el tranvía, que arrancó bruscamente al mismo tiempo que hacía sonar la bocina. En el túnel que viene a continuación se detuvo chirriando los frenos y las luces de los vagones se apagaron y encendieron durante unos segundos. Reconozco que me asusté: aquí va a pasar algo. Salté del asiento y me acerqué a la puerta más cercana, junto a la cual, también de pie, se agrupaba una familia de extranjeros, por la jerigonza que hablaban probablemente eslavos (de los escasos viajeros que no iban solos). Y a estos muertos foráneos, por qué les habrá tocado venir a este tranvía, me pregunté. Tras unos momentos, el tren volvió a ponerse en marcha y emergió a la superficie. El cielo estaba gris y lloviznaba (pero antes del túnel estaba soleado; no podía asegurarlo, aunque en Santa Cruz sí). Enseguida, como siempre, el tranvía entró en la última parada y las puertas se abrieron. Bajé, todos los viajeros bajaron, también los guiris que, nada más pisar el andén me rodearon sonrientes. ¿Para Santa Cruz? Me lo chapurreó el que sería el hijo mayor. Les señalé el tranvía estacionado en paralelo y en él se metieron. Entonces miré el andén, estaba vacío. Los pocos viajeros que habían llegado hasta aquí habrían cruzado ya la avenida y caminarían por la ciudad. O quizá, como esta familia eslava, se han pasado al otro tranvía, el que en unos minutos iniciará el recorrido descendente. Escudriñe hacia su interior: ¿estaban ahí mis compañeros de viaje? Pero tampoco acertaba a asegurarlo, personas desconocidas y, a la vez, con un cierto aire familiar pero también extraño. Es como si no razonara bien, como si mis facultades estuvieran mermadas, pensé. No sé qué hacer, me dije, ¿entrar en este tranvía? Unos segundos de duda y entonces el tranvía cerró las puertas y arrancó. Crucé la calzada y en unos minutos, como siempre, llegué a la oficina.

   
When the train comes back - Chicken Shack (40 Blue Fingers, 1968)