martes, 31 de diciembre de 2013

Go to hell, 2013 (2014 is gonna be the milk)

Me dicen que he de escribir mi último post del año, ése en el que hago balance de éste que se acaba y oteo hacia el que a punto está de llegar, henchido de ilusiones (que no hinchado, aunque venga a ser lo mismo pero suena menos poético) y rebosante de deseos de paz y amor universal, amén de algunos egoistillas que no deben olvidarse. Pero, a fuer de sincero, confesaré que no tengo ni pajolera gana de cumplir con este trámite que yo mismo me he impuesto y que he observado religiosamente en las siete fechas anteriores que este blog ha vivido. Escribía hace 365 días que querría ilusionarme con el nuevo año, aunque ya lo preveía poco pródigo en alegrías. Algunas me han sido dadas, en especial hacia el final de la primavera, pero en términos generales mis malos augurios se confirmaron. Para evitar profecías autocumplidas, me impongo optimismo, aunque me cueste. 2014 va a ser un buen año. No me basta con que mejore al que ahora acaba (para eso apenas ha de esforzarse); va a ser la leche.


Gracias a los muchísimos amigos que mediante el correo electrónico y el WhatsApp me han enviado buenos deseos (saben que los necesito) y curiosos videos e imágenes alusivas a este cambio de calendario me siento, en efecto, con ánimo más optimista que hace un año. Influye también, para qué negarlo, el olorcillo que me llega de la cocina donde K está guisando un marmitako que, como todos saben, es un plato tradicional de la gastronomía canaria. Pero sobre todo, lo fundamental es que, después de largo tiempo encallados en un cenagoso pantano laboral, la espesa niebla que nos impedía orientarnos (y propició múltiples accidentes que en más de una ocasión presagiaron inminentes naufragios) parece que empieza a disiparse y nos permite vislumbrar, en un horizonte asequible, el fin de nuestro calvario. Tierra a la vista, pues, que aunque incógnita es con vehemencia ansiada. 2014 ha de ser –al menos para mí– fin de etapa y, por tanto, de nuevos panoramas. Año de cambio, en suma, y en el que habré de tomar decisiones. Pero cada cosa a su tiempo.


En fin, que hasta aquí para cumplir el trámite; así mis críticos no podrán quejarse de que suelto el larguísimo rollo habitual. Mis mejores deseos a todos los que por aquí se pasan para este 2014 que se inicia en pocas horas; deseos que incluso hago extensivos a quienes no me visitan, siempre que sean buenas personas (quedan excluidos, por supuesto, quienes todos sabemos). Seguiremos leyéndonos el año que viene.

 
Happy New Year - Kid Rock (Rebel Soul, 2012)

domingo, 29 de diciembre de 2013

Mi primer contrato laboral

A mediados de abril de 1981 me hicieron mi primer contrato. Antes, durante los estudios universitarios, ya había trabajado por temporadas y por horas para conseguir  perras que complementaran la asignación mensual que recibía de mis padres, que apenas alcanzaba a cubrir los gastos de alojamiento y comida. Pero esos curres esporádicos, las más de las veces como delineante mal pagado en estudios de arquitectura, pertenecían a lo que hoy se llama economía sumergida. El primer papel que firmé en calidad de trabajador, con mis correspondientes nóminas y condiciones laborales, fue para encargarme de las tareas de documentación y apoyo de una fundación de estudios ecológicos que tenía sus oficinas en la calle Maudes de Madrid, muy cerca del antiguo Hospital de Jornaleros que por aquel entonces estaba medio ruinoso (aún no lo había adquirido el gobierno regional que todavía ni existía). Esa fundación, cuyo nombre prefiero omitir aunque creo que ya ha desaparecido, no parece que fuera muy trigo limpio, ya que hace unos años, cuando la Seguridad Social me remitió un certificado de mi vida laboral, en el mismo no constaban los seis meses duranre los que diariamente acudí a sus locales. O sea, que no me dieron de alta.

Me pagaban veinticinco mil pesetas al mes que, al cambio nominal, son unos ciento cincuenta euros. Naturalmente, esa cantidad hay que actualizarla teniendo en cuenta la evolución del IPC que, durante esos treinta y dos años y pico y según el INE, ha sido del 355,3%; así pues, mis veinticinco mil pelillas equivaldrían a unos 534 euros mensuales. Por lo que descubro, el salario mínimo interprofesional era en ese año un poquito superior a lo que a mí me pagaban, con lo cual, considerando mi nula experiencia y que mi jornada era sólo de seis horas, supongo que para los cánones de la época no tendría por qué sentirme explotado. Por el contrario, estaba mas contento que unas castañuelas disponiendo de mi primer sueldo. En ese tiempo, lo único que me importaba era conseguir autonomía económica, por muy precaria que fuese, para poder largarme de casa de mis padres a la que había vuelto después de tres años de gozosa vida universitaria lejana e independiente. Pasaría todavía un año hasta mi emancipación y de momento lo que hice fue abrirme una cartilla de ahorros en la extinta Caja Postal.

Me entero ahora de que los cajeros automáticos se introdujeron en España en la segunda mitad de los setenta; no los recuerdo, sin embargo, en la época a la que me estoy refiriendo. Yo, desde luego, no tenía tarjeta de crédito, tan sólo disponía de mi libreta amarilla que había de llevar a una sucursal de Correos cada vez que necesitaba sacar o ingresar dinero. Ese verano de 1981, mientras recorría Andalucía con mi novieta de entonces, me vino de maravilla para disponer en cualquier pueblo de las quinientas pelas de presupuesto diario: básicamente comida, pensión y gasolina, (que, por cierto, acababa de volver a subir y ya estaba por encima de las 70 pesetas el litro, unos 45 céntimos). En fin, que le guardo cierto cariño a la vieja Caja Postal, creada nada menos que en 1909 y liquidada (privatizada) como la casi totalidad del sistema bancario público español bajo las directrices del criminal neoliberalismo, cuyos postulados básicos compartían –y siguen haciéndolo– PSOE y PP (recuérdese que, en su último mandato, González unificó todas las entidades estatales en el grupo Argentaria, paso previo para la privatización de éste por el primer gobierno Aznar).

No estuve mucho tiempo con esos ecólogos de pacotilla. Pese a ser un pardillo, no tardé en darme cuenta de que poco idealismo había en sus actividades. De lo que se trataba era de desviar hacia los fondos propios (y de ahí, imagino, pasarían a los dos o tres jefecillos que controlaban el cotarro) "porcentajes de gestión" de estudios y eventos que les encargaba el CEOTMA, un departamento del Ministerio de Obras Públicas y Urbanismo. Me tocó colaborar en la preparación de un congreso sobre urbanismo y calidad de vida (lo de la "calidad de vida" se pretendía vender como un concepto holístico, a modo de panacea intelectual, aunque a la postre se disolvía como un azucarillo quedándose en nimias vaguedades), haciendo de chico para todo y teniendo, como los monos sabios japoneses, que ver, oír y callar. Por lo que me dijo mi jefe directo cuando le anuncié que me iba, estaban contentos conmigo y hasta se habían planteado subirme el sueldo. Pero para el otoño de ese año mi experiencia allí estaba más que agotada.

Verdad es que, desde unos meses antes, había conseguido una beca para un curso de especialización en trabajos de rehabilitación arquitectónica, en el cual, además, me pagaban la nada despreciable cantidad de treinta mil cucas. Se desarrollaba en jornada de mañana en un amplio piso de la calle Rios Rosas, lo que me permitía ir corriendo a las dos de la tarde (lo normal era que no almorzara) a las oficinas de la fundación, a unas pocas manzanas de distancia, y cumplir ahí mis deberes hasta las ocho o nueve de la tarde-noche. Compatibilicé este pluriempleo juvenil durante unos tres meses, tiempo durante el que gocé de una boyante situación financiera, con ingresos de setenta mil pesetas (unos 420 €) que era casi un sueldo propio de padre de familia de clase media, absolutamente inapropiado, desde luego, para un chaval de veintidós años. Hice pues la primera adquisición "cara" de mi vida: un renault R5 amarillo chillón del cual pagué al contado un alto porcentaje y aplacé el resto en letras a tres años (que, eso sí, para atenuar cualquier tentación de arrogancia, hubieron de ser avaladas por mi padre). Cuatro años después, ese coche sería siniestro total tras un desgraciado accidente con muerte incluida.

Han pasado más de treinta y dos años desde esos días y las cosas han cambiado mucho. Eran aquéllos, creo yo, tiempos de ilusión, de mudanza de hábitos caducos con la consiguiente efervescencia anímica. Madrid, por ejemplo, para los chavales de mi edad "era una fiesta" y lo seguía siendo cuando la abandoné en 1987. Pero, mientras trabajaba mucho y me divertía también mucho, no era consciente de que se estaba organizando una profunda reestructuración de la economía española, preparando el que poco después se bautizaría como nuevo (y único) orden mundial, al que ya estamos férreamente encadenados. Si me comparo con un recién licenciado actual (y no digamos si es arquitecto) concluyo que tuve mucha suerte por vivir esa época con esa edad. Era, desde luego, más fácil conseguir curre y por bajos que parezcan los sueldos que he recordado resultaban, en términos de poder adquisitivo, bastante superiores a los medios actuales. Piénsese, por ejemplo, que los precios de la vivienda durante este periodo se han multiplicado por diez, mientras que los ingresos medios de los españoles lo han hecho por algo menos de cuatro. De hecho, cuando un par de años después me mudé finalmente a un piso de dos dormitorios en pleno centro madrileño, compartiéndolo con un amiguete, pagamos veintidós mil pesetas que, al cambio en valor constante, equivalen a 330 euros. Encuentro en una web inmobiliaria que en aquel edificio siguen alquilando pisos de dos dormitorios a 665 €. Es decir, alguien que ganara ahora unos 1.100 € (el equivalente en valor constante de lo que más o menos estaría ingresando yo en 1983, cuando alquilé), tendría que dedicar el 60% de su sueldo al alquiler (o el 30% si compartiera), mientras que para mí sólo significó el 15%. Tomando este único indicador (que sin duda es bastante relevante) la vida está el doble de dura para los veinteañeros actuales (y hablo, claro, de los afortunados que tienen trabajo).

 
Me voy de casa - Tequila (Confidencial, 1981)

jueves, 26 de diciembre de 2013

Mi novela

Hace algunos años acabé una novela. Se trata –no voy a caer en falsas modestias– de una novela extraordinaria que, con toda seguridad, se convertirá en hito señero de la literatura contemporánea, en punto de no retorno para su devenir. Difícil es catalogarla en alguno de los géneros al uso (me es difícil a mí y también a los pocos y escogidos amigos que la han leído). No negaré que algo tiene de novela negra, pues en efecto hay un crimen misterioso que desentrañar cuya investigación soporta y estructura en cierta medida la trama. Pero, desde luego, no es una novela negra, salvo en un nivel de lectura tan elemental que ni siquiera tomo en cuenta. Mi obra trasciende los géneros, banal clasificación tan de los gusto de mercaderes y lectores papanatas. En todo caso, es asunto éste que nada me interesa y que dejo gustoso a los críticos del mañana; probablemente bautizarán un nuevo género que enseguida transitarán incontables escritores ansiosos de fama. Mas yo no lo veré.


Escribir esta obra ha sido un esfuerzo arduo, un exigente ejercicio de disciplina y rigor. Nunca, desde niño, he carecido de inspiración. Las musas desde siempre han cultivado gozosamente mi fértil imaginación, así que no ha sido la carencia de ideas argumentales el problema, sino más bien todo lo contrario. Tan desbordante abundancia del material disponible me ha obligado a ser rigurosa y severamente ordenado, a convertir con titánico y cuidadoso empeño el exuberante bosque en un ordenado jardín que lo sublima y trasciende. Incontables los manuscritos (más bien serían mecanoscritos digitales) que se han ido sucediendo durante esta larga gestación y que guardo en un disco duro externo (junto con multitud de archivos auxiliares y referencias eruditas) para que sirvan a los futuros críticos e historiadores de la literatura. Valga como dato anecdótico pero ilustrativo que de las más de cinco mil páginas que abarcaba la primera versión la obra definitiva ha quedado condensada en apenas doscientas cincuenta. Un libro que podría leerse en apenas una tarde y sin duda así lo harán todos, incapaces de detenerse, devorándolo afanosamente. Pero esa primera lectura no será suficiente. Si bien habrá colmado sobradamente las más exigentes expectativas, despertará en cualquiera con mínimas inteligencia y sensibilidad el interés por descubrir otros niveles más profundos de la novela. Y así, casi todos volverán a disfrutarla, ahora más despacio, dejando que a sus entendimientos se les despliegue otra de las capas subyacentes del texto. Como todas las obras maestras, las que interpelan directamente al alma humana, mi novela será objeto de recurrentes regresos lectores.

Supongo que quienes estén siguiendo estas líneas pensarán que no soy más que un vanidoso de poca monta y que lo que he escrito apenas pasará de una pretenciosa y ridícula ópera prima. Conste que los entiendo y en absoluto me ofendo, convencido de que cuando puedan leerla trocarán el escepticismo burlón en admiración rendida. ¿Qué cuándo estará disponible mi novela? En principio tengo previsto que sea publicada póstumamente, así que confío en que tarde todavía algunos años en ver la luz. Quiero que sea un regalo a la humanidad y a la historia, mi devolución personal a tantas cosas buenas (y también algunas malas) que me ha dado la vida. Que no desee vivir la gloria del autor creo que basta para demostrar cuan mínima es mi vanidad, a la que sólo concedo el nimio placebo de este post. Pese a mi determinación, he de reconocer que no pocas veces me asalta, feroz, la tentación de hacer pública mi obra. De hecho, tres meses atrás cometí el interminable error de enviarla a una conocida casa editorial en cuyo catálogo aparecen algunos autores en cuya compañía no me sentiría a disgusto. El viernes pasado recibí, en la cuenta de correo que expresamente había abierto para garantizar mi anonimato, una respuesta estandarizada en la que con tópicas expresiones hueras me informaban de que en estos momentos una novela como la mía no encajaba en sus estrategias editoriales. Que dijeran "una novela como la suya" (¡cómo si hubiera otras novelas como la mía!) me aportó la seguridad de que ni siquiera la habían leído, calmando la torturante inquietud en que vivía desde que incurrí en el nefasto error de enviársela. Me queda, no obstante, la intranquilidad de saber que en algún disco de ordenador, olvidados, están guardados los caracteres de mi novela, como una potente bomba que en cualquier momento el azar puede activar poniéndolos a la vista de un lector mínimamente sensible. Confío en no vivir tan demoledor sobresalto, que mi archivo haya sido borrado o lo sea prontamente en alguna rutinaria operación de limpieza informática. Pero, como penitencia a mi pecado, habré de soportar hasta mi muerte esta dolorosa desazón.

El principal motivo por el que he decidido no publicar mi novela en vida es la profunda aversión que siento a la fama. Creo firmemente que la agudísima mercantilización de la sociedad, en la que el propio hombre se ha convertido en objeto de mercadeo, ha conducido a una deleznable banalización de éste y de sus obras. Lo que llamamos cultura, que debería ser la más sublime manifestación del espíritu humano, no es ya más que otro producto del entertainment system, del show business o como se prefiera denominar (siempre con vocablos anglosajones) al cambalache que nos domina. Para que éste funcione parece ser condición necesaria vender junto con la obra a su autor, y esa venta lleva consigo una inevitable degradación, una suerte de prostitución espiritual, del infame manoseo mediático que es la celebridad. Podrá acusárseme de misógino (y no niego que alguna dosis de ello tinta mi carácter) pero, desde luego, no estoy dispuesto a pagar tan gravoso peaje. Y no sólo porque tema por mi integridad moral sino, también y sobre todo, porque de hacerlo ensuciaría, mediatizaría con ruidos irrelevantes, la apreciación de la novela. El arte, si bien creado por hombres concretos, ha de trascenderlos para hendir su rayo transformador en las almas de otros hombres. ¡Cuán distinta es la experiencia que se vive ante una catedral gótica cuyo autor desconocemos de la que nos producen las obras de los arquitectos famosos! Me viene a la mente ahora el conocido poema de Machado: "Hasta que el pueblo las canta, las coplas, coplas no son, y cuando las canta el pueblo, ya nadie sabe el autor". En fin, si he logrado explicarme a nadie sorprenderá que cuando se publiqué será de forma anónima.

Posponer hasta mi óbito la publicación de tan excelsa novela obedece también, aunque sea en menor medida, a otra razón que no tengo empacho en confesar. La aborrecida fama me traería de añadidura una insoportable presión pública para que escribiera un nuevo libro y, como es lógico, nada que pudiera construir después de esta obra llegaría a rozar siquiera su nivel de calidad. Inmerso a la fuerza en el vodevil literario y titulado Escritor (así, con mayúsculas), no descarto que por mi natural complaciente cediera a los ruegos lisonjeros de los tramoyistas de ese circo e intentara una nueva novela o quizá (Dios me libre) expusiera los muchos poemas que guardo en mi cajón privado. Si eso ocurriera, yo mismo asestaría la más sangrante puñalada a la novela, contribuyendo a deformar para siempre la lectura límpida, descontaminada, que se merece. Conjurar definitivamente tal riesgo sólo es posible apartando todo asomo de tentación (grave error es creerse inmune a las tentaciones). Renunciar a cualquier reclamación de paternidad, obligarme incluso, por muy doloroso que resulte, a ignorar cómo será la vida del hijo más amado y, hasta que se acaben mis días, seguir con las que son mis ocupaciones cotidianas, guardando en silencio el íntimo secreto. A veces, sin embargo, necesito el bálsamo de la confesión, pero ante exiguo auditorio, como el de este blog (y más en estas fechas); un breve desahogo, nada más.

sábado, 21 de diciembre de 2013

Amar y odiar simultáneamente (1)

En mi post del pasado sábado (Ser bueno), en un breve debate centrado en la psicología de los maltratadores, Lansky disintió de mi opinión sosteniendo que se puede sentir a la vez amor y odio y que es justamente esa simultaneidad lo que convierte ese "estado emocional contradictorio" en patológico. Añade que sentir odio no es malo de por sí, sino según cómo y a quién conduzca (y, además, esto le parece obvio). Ambas afirmaciones las hace en el último de sus comentarios sobre el asunto, que da por cerrado ya que llega a la conclusión de que el desacuerdo entre nosotros es más profundo que una mera cuestión terminológica. Como me ocurre con frecuencia, algunos comentarios en este blog pasan a sugerirme reflexiones que, a su vez, se convierten en nuevos posts escritos con la intención de aclararme yo mismo. Es el caso del presente.

Empezaré diciendo que no me parece muy adecuado el adjetivo mero para calificar las cuestiones terminológicas pues generalmente éstas son cualquier cosa menos simples o carentes de importancia. Tengo más que comprobado que la mayoría de las veces es habitual que los intervinientes den significados diferentes a los términos sobre los que discuten. En ésta a la que me refiero, yo predico algo sobre el amor con lo que Lansky dice no estar de acuerdo; en términos lógicos, uno afirma que A es B y otro que A es no B, lo que obviamente es una contradicción y, por tanto, uno de ambos enunciados ha de ser falso (o uno de ambos contertulios ha de estar equivocado). Pero, claro, para poder entrar a indagar sobre la verdad de cada proposición hemos de estar seguros previamente de que los significados que ambos atribuyen a A y a B son idénticos (A de Miroslav = A de Lansky, y B de Miroslav = B de Lansky). Este requisito no se verifica en la mayoría de las ocasiones, lo que no impide que suela darse por supuesto y cada interlocutor siga construyendo sus argumentos como si estuviera contradiciendo los del otro cuando, en realidad, están discutiendo de cosas diferentes. Bastaría, claro, que antes de introducir cualquier término, se aseguraran de que ambos le otorgan el mismo significado, lo cual, dicho sea de paso, no es para nada sencillo. Definir una palabra es recurrir a otras palabras que a su vez requieren ser definidas, de modo que siempre se acaba en un proceso circular (hágase el experimento con el diccionario); así, los vocablos se sostienen unos en otros y el conjunto es una compleja construcción que se precipita en el vacío semántico. Es decir, que nunca podremos estar seguros de que sabemos de lo qué hablamos (casi ni uno consigo mismo) y esta inconsistencia global del lenguaje está en la base de la imposibilidad de la comunicación humana, asunto que trató magistralmente Pirandello, por ejemplo. En resumen, que los equívocos derivados de las cuestiones terminológicas son cualquier cosa menos sencillas o irrelevantes.

No obstante esta imposibilidad "esencial" del lenguaje, lo cierto es que, renunciando a un afán perfeccionista en cuanto al rigor, somos capaces de acotar la ambigüedad comunicativa dentro de unos límites suficientes para entendernos en la práctica cotidiana. Los problemas surgen a medida que los términos a que recurrimos se refieren a conceptos ajenos al mundo material; hay que ser enfermizamente quisquilloso para dudar si nuestro interlocutor nos entenderá correctamente cuando le decimos, por ejemplo, que le llamaré por teléfono a su casa a las cuatro de la tarde del jueves 26 (y aún así, ocurren malentendidos). Sin embargo, la más elemental experiencia aconseja que sí alberguemos esas dudas si enunciamos que "el amor y el odio no (o sí) se pueden sentir simultáneamente". Es más que probable que lo que yo entienda por amor (u odio) no sea lo mismo que entienda mi interlocutor y, sobre todo, que, aunque cada uno de los dos conceptos homónimos compartan atributos comunes (los suficientes para que una conversación desenfadada fluya sin "chirridos"), sus diferencias semánticas sean relevantes a efectos de la congruencia del enunciado en que se emplea el término. Por ejemplo, si uno cree que un atributo del amor (de pareja) es el afán de posesión del ser amado y el otro piensa que no, la discusión entre ambos sobre si el maltratador ama a su mujer estaría viciada de confusión terminológica si las motivaciones relacionadas con el sentimiento de posesión fueran relevantes para quienes discuten. Es decir, si ambos coincidieran en que el maltrato es originado por el afán (frustrado) de posesión amorosa, lo normal es que el que entiende ese sentimiento como inherente al amor (o parte de él) considere que el maltratador ama a su pareja, mientras que el que entiende amor y afán de posesión como cosas distintas (por más que suelan aparecer juntas) lo niegue. El disenso, así, es estrictamente terminológico (respecto del vocablo amor) ya que en el fondo ambos contendientes están de acuerdo.

Pese a que cualquier examen superficial de un debate de este tipo basta para poner de manifiesto si el desacuerdo es terminológico o más de fondo, en la práctica esta distinción no suele hacerse y, por el contrario, lo habitual es que los discutidores se enzarcen en una espiral creciente de confusiones, hasta el punto de que enseguida tan sólo les va quedando claro que disienten gravemente de lo que dice el otro, aunque no sean capaces de acotar con una mínima precisión los límites de sus presuntos disensos. Este incremento gradual del embrollo lleva aparejada la paralela disminución de la racionalidad y propicia la tentación a prescindir de las más elementales reglas que garantizan la corrección argumental. Es así habitual que se tergiversen las palabras del "oponente" o se recurra a descalificaciones personales o argumentos de autoridad, que se obvie el requisito de pertinencia respondiendo cualquier cosa que poco tiene que ver con lo que el otro ha argumentado. De otra parte, como este detrimento de la racionalidad suele también exaltar la emocionalidad, es frecuente que alguno de los discutidores se ofenda y que, muy pronto, el intercambio de enunciados no tenga como objeto el enriquecerse mutuamente, comprendiendo y considerando los argumentos del otro para, en caso de convencerse, modificar la opinión propia, sino por el contrario vencerlo (y si me ha ofendido, humillarlo), como si de una guerra se tratase. Lamentablemente, en este tipo de guerras –como en casi todas, por cierto– las primeras víctimas son cosas como la verdad, la razón, etc.

Habría que preguntarse por qué, si no es nada difícil, dos personas que disienten no se toman el tiempo para dilucidar si los términos involucrados los emplean con el mismo significado o, al menos, el campo semántico es suficientemente unívoco en los aspectos del conceptos relevantes para su discusión. En mi opinión, hay varios motivos que explican estos absurdos de nuestro comportamiento que tantos equívocos y frustraciones generan. Uno de ellos podría ser una suerte de soberbia intelectual que suele expresarse en afirmaciones del tipo de "para mí A es tal cosa, no lo que tú dices". Si el diccionario no vale para que ambos converjan en lo que es A (al fin y al cabo, el significado de las palabras no deja de ser un convenio social implícito que evoluciona), el disenso no debería ir a mayores por el simple procedimiento de acotar a partir de ahí a cuál de los dos significados de A se refieren. Método ridículamente infantil pues bastaría que alguno aceptara la acepción del otro (o convinieran una tercera), pero parece que quienes mantienen esta actitud son incapaces de bajarse de sus burros y hacen cuestión de principios –casi pareciera que imprescindible para su propia dignidad– el que el significado del término sea el que él dice y no cualquier otro. Insisto, no pasaría nada si al menos cada uno supiera lo que entiende el otro por el término protagonista del disenso y, a partir de ese conocimiento, siguiera la discusión atento a las eventuales distinciones semánticas. Pero no, lo normal es que siga en sus trece contradiciendo los argumentos que el otro sostiene sobre su concepción terminológica con otros basados en la suya propia.

Relacionado con lo anterior, he creído ver en ocasiones que el empeño de mi contertulio en mantener la confusión terminológica obedece a una estrategia (probablemente subconsciente) de disponer de espacios de defensa y ataque (y de escabullida). Estos comportamientos suelen ser propios de individuos que en realidad no discuten para aclarar(se) las ideas, sino para afianzar su vanidad mediante el lucimiento o la desautorización del contrario. No les interesa por tanto reducir la ambigüedad en la discusión, focalizar las cuestiones objeto de debate acotándolas y distinguiéndolas unas de otras. Intuyen acertadamente que, si se dejan llevar a ese terreno (que no es otro que el de la dialéctica racional) se irían quedando sin margen para obtener sus victorias y hasta podrían verse obligados a admitir modificaciones en sus afirmaciones iniciales. Y esto, que es lo mejor que nos puede ocurrir (cambiar nuestra opinión cuando gracias a argumentos racionales que otro nos aporta nos convencemos de que nos conviene hacerlo), este tipo de personas pareciera que lo ven como algo muy negativo, que hay que evitar a toda costa. Es el tan español mantenella y no enmendalla.

Otro factor que cabe aventurar como causa explicativa de los malentendidos terminológicos podría ser la pereza porque, en efecto, se hace tedioso tener que precisar cada vez que se introduce un nuevo vocablo qué significado se le otorga al mismo. Aún así, escarmentado, yo sí suelo aproximar una definición elemental de los conceptos básicos sobre los que diserto (por ejemplo, en el post al que me refiero aclaro que entiendo el amor como desear el bien del amado), pero las más de las veces de poco me sirve. Eso me lleva a pensar que quienes se empeñan en mantener conmigo el disenso terminológico o no leen despacio o, si lo hacen, les da igual porque vuelven a empeñarse en discutir sobre un concepto distinto al que yo me refiero. Volviendo al post, en su primer comentario Lansky me dice que no está de acuerdo con mi frase "amar y ser bueno vienen a ser, sino exactamente lo mismo, casi" para inmediatamente aclarar que su disenso depende de las definiciones de estos términos. Añade que comparte lo que yo entiendo por ser bueno pero, en cambio, no el significado que le doy a amar. Lamentablemente, no dice qué significa para él amar, sino tan sólo que se puede amar bien y amar mal (y regular, supongo), lo que –dicho sea de paso– poco o nada contribuye a que nos enteremos de cuál es su definición personal.

Pero lo que me interesa resaltar es que, ya desde este primer comentario, nos encontramos con una buena muestra de casi todo lo que he ido exponiendo hasta aquí. Un interlocutor declara su disenso, si bien advirtiendo ambiguamente que podría tratarse de un disenso terminológico, no de fondo, aunque no nos lo deja claro. Podría haber dicho, por ejemplo, que "si se entiende amar tal como tú lo haces, entonces coincido en que amar y ser bueno es casi lo mismo, pero para mí amar es una cosa distinta y, en mi vocabulario, amar y ser bueno no son casi lo mismo"; de hacerlo así, no habríamos dudado de que se trata de un disenso terminológico. O, por el contrario, podría haber escrito "incluso aceptando tu definición de amar –que yo no comparto– no estoy de acuerdo con que sea casi lo mismo que ser bueno"; en este caso, advirtiendo que disiente de mi concepto de amar, habría manifestado una divergencia de fondo. Cualquiera de las dos opciones habría permitido que yo o cualquiera conociéramos lo que Lansky opina con la mínima seguridad para poder seguir la discusión. En el caso de que ésta se desarrollara en el nivel terminológico, los participantes habrían de argumentar las ventajas de sus respectivos significados al vocablo amar ya que, al fin y al cabo, la mayor o menor idoneidad de un significado debe medirse en términos de utilidad comunicativa, variable incluso según los fines para los que se emplee. Más interesantes suelen ser, en cambio, las discusiones sobre el fondo pero esas exigen, claro está, que previamente tengamos claro ambos que estamos refiriéndonos con el mismo término al mismo concepto.

En fin, lo dejo aquí antes siquiera de empezar con el asunto "de fondo" que motiva este post. Como siempre, me he enrollado demasiado pero es que creo que esta introducción epistemológica era necesaria antes de reflexionar sobre la posibilidad de amar y odiar simultáneamente. Porque está claro que si se va a hablar de esa presunta simultaneidad de sentimientos contradictorios (o no) ha de convenirse que se entiende por cada uno de ellos. La cuestión es pertinente, además, porque cuando yo afirmé que no puede haber amor y odio simultáneamente Lansky se dio cuenta de que la disensión era "más profunda que la mera terminológica". Si tiene razón (y no estoy seguro), quiere decir que sostiene (en contra mía) que es posible sentir a la vez amor y odio, entendidos estos vocablos tal como yo los entiendo. Por tanto, en un próximo post, asumiré esta premisa para discutir la posibilidad de esa simultaneidad que defiende Lansky.

 
I hate you but I love you - Russian Red (Fuerteventura, 2011)

martes, 17 de diciembre de 2013

De lises, gules y oros, escusones, cuarteles ...

A principios de este otoño feneció un blog del que era asiduo seguidor, cuyo nombre era el que encabeza este post. Se trataba, como se aclaraba en subtítulo para despistados, de un blog dedicado a la heráldica, ciencia anexa de la historia que tiene por objeto el estudio de los escudos de armas. Asunto que, desde luego, no suele salir en las conversaciones entre amigos, de modo que los aficionados a esta disciplina imagino que serán frecuentemente tildados de frikis en la jerga actual (por cierto, la Academia ya contempla este vocablo en su avance de la vigésima tercera edición del Diccionario). Gracias a ese blog mi cultura en esta materia ha pasado de la nada absoluta a una medida que, aunque muy modesta, es algo mayor de cero. También me ha servido para descubrir un campo del saber que casi ni sabía que existía y que, aún antojándoseme una excelente muestra de bizantinismo intelectual, me asombra nuevamente con la capacidad de nuestra especie para enrollarse en los temas más absurdos e incluso, como demuestra la historia, convertirlos en cuestiones de gran importancia.

Una de las utilidades de saber heráldica es, por ejemplo, no quedarse ojiplático leyendo la breve Ley 33/1981, de 5 de octubre, del Escudo de España, cuyos dos primeros artículos rezan lo siguiente:
El escudo de España es cuartelado y entado en punta. En el primer cuartel, de gules o rojo, un castillo de oro, almenado, aclarado de azur o azul y mazonado de sable o negro. En el segundo, de plata, un león rampante, de púrpura, linguado, uñado, armado de gules o rojo y coronado de oro. En el tercero, de oro, cuatro palos, de gules o rojo. En el cuarto, de gules o rojo, una cadena de oro, puesta en cruz, aspa y orla, cargada en el centro de una esmeralda de su color. Entado de plata, una granada al natural, rajada de gules o rojo, tallada y hojada de dos hojas, de sinople o verde.

Acompañado de dos columnas, de plata, con base y capitel, de oro, sobre ondas de azur o azul y plata, superada de corona imperial, la diestra, y de una corona real, la siniestra, ambas de oro, y rodeando las columnas, una cinta de gules o rojo, cargada de letras de oro, en la diestra «Plus» y en la siniestra «Ultra».

Al timbre, corona real, cerrada, que es un círculo de oro, engastado de piedras preciosas, compuesto de ocho florones de hojas de acanto, visibles cinco, interpoladas de perlas y de cuyas hojas salen sendas diademas sumadas de perlas, que convergen en un mundo de azur o azul, con el semimeridiano y el ecuador de oro, sumado de cruz de oro. La corona, forrada de gules o rojo.

El Escudo de España, tal como se describe en el artículo anterior, lleva escusón de azur o azul, tres lises de oro, puestas dos y una, la bordura lisa, de gules o rojo, propio de la dinastía reinante.
He resaltado algunas de las palabras cuyo significado preveo que se nos escapa a casi todos, pero hay más que, aunque creamos saberlas, desconciertan algo en el contexto de esta descripción tan prolija. Durante los años que he estado leyendo este blog una de las cosas que me fascinaba era la precisión y originalidad de la terminología, el curioso lenguaje técnico que continuamente me invitaba a investigaciones etimológicas para descubrir por qué el rojo vivo se dice gules o el verde se denomina con un vocablo tan estrambótico como sinople. Pero también ha llegado a engancharme esa minuciosa lógica interna de la composición heráldica y las asociaciones simbólicas de los distintos blasones, vinculadas naturalmente a condicionantes históricos, pero no solo. En fin, para no enrollarme: que quién iba a decirme a mí que un asunto tan ajeno a mis intereses iba a entretenerme tanto. Lamentablemente, lo poco que he podido aprender de esta exótica disciplina no ha arraigado en mi disco duro, por lo que sería incapaz de mantener una conversación con nadie mínimamente ducho; tan solo me han quedado unas vagas ideas.

No obstante, si he de ser sincero, por más que hasta le cogiera gusto a la heráldica mi fidelidad lectora al blog que reseño no se debía al asunto, sino sobre todo a su extraordinario estilo literario y a la admirable personalidad del autor. En cuanto a lo primero, he de decir que era absolutamente envolvente, basado en una técnica narrativa muy limpia y, a la vez, llena de lirismo contenido. Conste que cada post se atenía estrictamente a algún tema específico de la heráldica pero, mientras lo ibas leyendo, ese peculiar estilo hacía que en tu mente brotaran ideas tremendamente sugerentes que nada tenían que ver. De alguna manera, tras unos meses frecuentándolo, llegué a la conclusión de que todos los asuntos tratados eran excusas para inducir en el lector reflexiones sobre ámbitos que los trascendían; algo así como si se tratara de textos cifrados, basados en algún tipo de simbolismo que el subsconsciente traducía espontáneamente. Con la excusa de hablar de los orígenes de la flor de lis en la monarquía francesa, por ejemplo, el autor te obligaba a meditar sobre cuestiones eternas de la filosofía o la psicología. Y con tan extrema delicadeza que cuando reparabas en ello surgía el asombro (y la admiración). Y aunque sé que lo estoy explicando muy pobremente, quede claro que la magia de esa prosa no perdía un ápice de rigor expositivo; no vaya nadie a imaginar textos ambiguos al estilo new age.

Quizá alguno de mis lectores fieles lo haya sido también de este blog que, hasta hace pocas semanas, aparecía enlazado en la columna a la derecha de esta página bajo el epígrafe de "BLOGS HABITUALES" con el nombre de Jean Courtois (alias en honor a un heraldo francés de principios del XV al servicio de Alfonso el Magnánimo de Aragón y que fue uno de los sistematizadores de la heráldica). Los que hayan leído algunos de sus posts sabrán bien lo que pretendo describir con tan poco éxito. Para los que no y sientan curiosidad me encantaría recomendarles que lo hicieran ahora, pero del blog no queda ni rastro en la red: era de blogger y, en la actualidad, el dominio (jeancourtois.blogspot.com.es) no existe y está disponible. Si se hace cualquier búsqueda en Google tampoco se encuentra nada, ni siquiera referencias indirectas. Es como si nunca hubiera existido y, a la vez, una prueba de que es posible borrarse completamente de internet. Me pregunto cuánto esfuerzo y tiempo le habrá costado a Jean Courtois volver al anonimato del que surgió.

Esta desaparición voluntaria es una nota de la que antes he calificado como admirable personalidad del autor. Como suele ocurrir cuando te conviertes en asiduo visitante de un blog, poco a poco vas estableciendo una relación casi personal con el dueño de la casa. Debo decir, de entrada, que éramos pocos (yo diría que cuatro o cinco) los que con cierta asiduidad dejábamos constancia de nuestras visitas con algún que otro comentario. Courtois contestaba con una amabilidad y elegancia envidiables. Tenía la fantástica habilidad de transmitirte que se sentía agradecido por tu comentario y, a la vez, hacerte ver cosas que ni uno mismo se había dado cuenta que comentaba. Pero de nuevo lo lograba sin caer en el edulcoramiento que siempre hace sospechar hipocresía, sino entrando de lleno al asunto y desvelando aspectos nuevos del mismo como si brotaran de lo que uno le había dicho. Demostraba además, una paciencia infinita, pues no tenía ningún reparo en discutir hasta los más nimios detalles, apreciando cualquiera de los argumentos que se le presentaban. Por enlazar con el post anterior, diré que te hacía sentir bien cuando eras su interlocutor, y que ese hacer el bien en algo tan nimio como su actividad bloguera se notaba que para él era algo importante y que le "salía" desde dentro, para nada impostado. A los pocos posts de seguirle ya me pareció una buena persona.

No mucho después empezamos a intercambiar correos electrónicos en los que enseguida pasamos a hablar de asuntos totalmente ajenos a la heráldica. Fui descubriendo así al tipo real que había detrás de Jean Courtois y que resultó ser igual de encantador; podría decirse que el personaje internáutico no era más que la proyección bidimensional de un hombre real y, consiguientemente, con mucha mayor riqueza que su imagen plana. Los numerosos correos dieron paso hace algo más de un año a un encuentro personal al que han seguido otros dos; a estas alturas, creo que puedo considerarme amigo suyo y, desde luego, el haberlo ido conociendo más no ha hecho sino aumentar mi admiración. Admiración que no se soporta en su cultura e inteligencia, las cuales son abrumadoras, sino las que califico (para entendernos) de virtudes morales maravillosas y que resumo en la que las engloba y condensa a todas: bondad.

Si no doy datos concretos sobre este hombre es, obviamente, porque él no quiere. Sin embargo, aún a riesgo de enfadarle (me sorprendería) diré que siendo académicamente "de letras" (es doctor en Historia) tiene una capacidad y conocimientos matemáticos asombrosos. Es unos años mayor que yo (se acerca a los sesenta) y ha vivido "mucho", en muchos sitios y siempre muy intensamente. Hasta los cuarenta más o menos desarrolló una carrera intelectual en la que alcanzó merecidos reconocimientos; a partir de entonces, una serie de acontecimientos dramáticos catalizaron un cambio radical en sus planteamientos vitales que, entre otras cosas, le llevaron a meterse a trabajar de 8 a 3 en una sucursal bancaria de poca monta, de la que se prejubiló hace unos cinco años (fecha hacia la cual empezó a publicar en su blog). Si hubiera de destacar alguna de esas virtudes que sintetizo en su bondad, sería la humildad, la muy llamativa ausencia de vanidad o de soberbia; y es que quizá esta virtud sea requisito inherente para ser buenas personas.

En fin, este tipo admirable va a morir muy probablemente en pocos meses. Aparte de empeñarse en borrar sus huellas (no sólo de internet) se dedica todavía a seguir amando y, por añadidura, a ser feliz.

 
Humble me - Norah Jones (Feels like Home, 2004)

sábado, 14 de diciembre de 2013

Ser bueno

Sed buenos es seguramente la orden que más veces han repetido los padres a sus hijos y quizá por eso nos queda en la edad adulta como una reminiscencia infantil, un concepto vago sin apenas efectos prácticos. Supongo que la mayoría pensamos que somos buenas personas y, aunque sería interesante saber qué es lo que cada uno entendemos por ello, me imagino que esa presunta bondad nos la atribuimos sobre todo en relación a nuestras intenciones, mucho más que a nuestros actos. Conozco varios individuos que cometen recurrentemente pequeñas "maldades" y me consta que se consideran buenas personas. ¿Es debido a que entienden la bondad de forma radicalmente distinta a como yo lo hago o quizá a que no se conocen suficientemente o no se percatan de los efectos de sus actos? La última posibilidad –carencias en el autoconocimiento– no es nada rara: nos cuesta mucho vernos como somos de verdad, en especial cuando lo que vemos no nos gusta. Descubrir en nosotros la maldad, sea en el grado que sea, resulta tan duro que desarrollamos mecanismos defensivos de autoceguera. Hace un tiempo, una persona muy querida, se derrumbó porque admitió ante si misma que "era mala".

¿Qué es para mí ser bueno? Pues simplemente tener bondad, es decir –siguiendo el diccionario– querer hacer el bien. Y hacer el bien viene a significar hacer cualquier cosa que contribuya a mejorar el estado previo del receptor, incluyéndose uno mismo. Hasta aquí no creo que haya muchos disensos y que también se aceptará que, al menos a afectos analíticos, puede distinguirse entre querer hacer el bien (intención) y hacerlo efectivamente (comisión); es decir que, en teoría, cabe admitir que las mediciones (suponiendo que sean posibles) de la bondad de alguien deben hacerse separadamente respecto de su intencionalidad y de sus actos. De hecho, supongo que la bondad intencional suele ser bastante mayor que la fáctica, y ello por muchos motivos (el más básico, que no siempre podemos hacer el bien aunque queramos). Claro que lo normal es también que esas diferencias se muevan en un margen razonable. Así, nos cuesta imaginar un individuo que sea intencionalmente bueno y su comportamiento descaradamente malo; en tal caso, pensaríamos que el tipo es un repugnante hipócrita o que sufre algún trastorno de personalidad que debería hacerse ver.

Hacer el bien, para mí, equivale simplemente a hacer felices a los demás (y a uno mismo) o, para ser más preciso, a que nuestros actos (buenos) contribuyan a que la felicidad del otro aumente o que su infelicidad disminuya. Naturalmente, en la práctica no es tan sencillo, en primer lugar porque no siempre es fácil saber cómo y cuánto se contribuye a la felicidad ajena. Tampoco la respuesta inmediata a nuestros actos en el "estado de felicidad" del receptor es siempre el mejor indicador, pues no pocas veces el bien que hacemos, aún siendo eficaz, lo es a más largo plazo. Pero, con todas las complejidades y casuística que se quiera, lo cierto es que, si de verdad queremos hacer al otro feliz, muy torpes tenemos que ser para equivocarnos en los actos, muy idiota sería si me empeño en sostener (en primer lugar ante mí mismo) que he hecho algo por el bien de otro cuando compruebo que no he contribuido a mejorar su estado de felicidad (e incluso hasta lo he empeorado).

Muy tonto o, a lo peor, muy soberbio, pero es que, al cabo, la soberbia, como la vanidad, tiende a enturbiar la inteligencia. Me refiero a esas personas que no escasean y se erigen en sabedores de lo que es mejor para sus prójimos, aunque éstos consideren que se equivocan. Naturalmente, en muy mayoritario porcentaje, se engañan, porque juzgan desde sus propias concepciones de lo que debe ser la felicidad. Algunas veces (pienso ahora, por ejemplo, en mi madre) esa incapacidad empática no es incompatible con el amor sincero al otro; de verdad se quiere su felicidad, pero por sus fortísimos condicionantes educativos, no se puede concebir que se pueda ser feliz de otra manera a como uno lo entiende. Pero los menos excusables (y también los más abundantes) son quienes –aquí sí desde la soberbia– se engañan confundiendo hacer el bien con hacérselo a sí mismo.

Como en posts viejos ya he escrito, para mí el amor es simplemente querer el bien del otro. Por tanto, amar y ser bueno vienen a ser, si no exactamente lo mismo, casi. Si uno ama desea pues hacer el bien y, a la inversa, si no siente deseos de hacer el bien es que no ama. Naturalmente, amar (y el deseo de hacer el bien) es un sentimiento propio que, aunque viene influido por el comportamiento del otro, no depende esencialmente de éste. No suele ser amor el que responde al amor del otro, ni tampoco se es bueno cuando se desea "devolver" el bien que otro nos ha hecho (aunque tampoco son malos pasos en la buena dirección). En resumen, que para mí se es tanto más bueno cuanto más amor se siente (porque, desde luego, los amores que matan no son amor).

Pienso que cuanto más se ama, cuanto más bueno es uno, también más feliz se es. De hecho, creo sinceramente que la bondad es un requisito necesario –casi el único diría, una vez satisfechos los mínimos de la subsistencia material– para ser de verdad feliz. Por eso, porque pienso que ser feliz es una tendencia natural de todos (excluyo a los masoquistas patológicos), tiendo a suponer que la mayoría de las personas son buenas –aunque sea en el fondo–, tienen la capacidad de amar, la bondad anidada en su carácter. Luego resulta que me equivoco, ya que voy tropezándome a cada rato con individuos que parecen gozar en sus maldades cotidianas, que revelan una absoluta indiferencia cuando no desprecio hacia los sentimientos de los prójimos. Aún así, me empeño en considerar que eso no implica la ausencia potencial de bondad, sino que ésta queda aplastada por otros sentimientos, ruines pero más poderosos.

Viene aquí a cuento recurrir al Nuevo Testamento (pertenezco a la cultura cristiana) y recordar el famoso capítulo 13 de la primera epístola de Pablo a los Corintios: "Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha. La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta. La caridad no acaba nunca. …" (Y conste que Pablo nunca me ha parecido un modelo de caridad, pero eso ocurre con frecuencia con los predicadores de cualquier laya).

Desde luego, no es privativa del cristianismo (ni siquiera originaria) esta concepción de la caridad, pero por simple cercanía cultural baste este texto como referencia de autoridad. El amor, en efecto, es todo lo que dice Pablo y, por tanto, no acaba nunca. Es decir no se acaba de ser bueno, no se alcanza ninguna meta en la bondad. Dos son las conclusiones que resalto para mi propio uso: que hay que ser bueno (intentarlo), tal como nos decían nuestro padres y que sin bondad (sin amor) nada vale realmente. La primera debería ser, a mi juicio, la norma fundamental de nuestras vidas y aplicarla cotidianamente. Es difícil, porque muchos sentimientos se oponen a desear y hacer el bien a individuos concretos que, por lo que sea, nos caen mal. Preguntarnos qué hay en nosotros (no en ellos) que explique por qué nos caen mal es recomendable para mitigar la animadversión y, en todo caso, si no nos sale hacerlos felices al menos abstengámonos de cometer actos que contribuyan a la discordia. Como hace poco le he dicho a un amigo, consciente de mis limitaciones (y de mi bondad) no pretendo hacer felices a todos los que me rodean (aunque sí a los que quiero) pero, desde luego, sí pretendo no molestar innecesaria o injustificadamente a nadie.

Hay sin embargo bastantes que no se aplican esta norma (incluso aunque declaren estar de acuerdo con ella) y sus acciones parecieran responder a intentos casi compulsivos por molestar, en algunos casos como si cada uno de esos incordios que provocan fuera una especie de triunfo personal. A veces, ante casos que conozco, dudo si son conscientes o no de los efectos de su comportamiento. De no serlo, habría que indagar sobre las causas (alguna habitual he mencionado más arriba) y, si sí lo son, entonces hay que concluir que no les importa ser buenos, que valoran bastante más otras cosas. Pero sean éstas las que sean, para mí de nada valen sin la bondad. Al final, aunque sea triste (porque incluso a personas así se les puede querer), la única opción que te queda es evitarlos.


Para compensar el estilo algo meloso de sermón dominical de este post, ahí van dos canciones pertinentes al tema que nada tienen de cursis. 

 
A good man is hard to find - Tom Waits (Blood Money, 2002)


 
A good man - Janis Joplin (I Got Dem Ol' Kozmik Blues Again mama!, 1969)

miércoles, 11 de diciembre de 2013

España es la nación más antigua de Europa

Rajoy, de niño, en clase de historia.
Hace unos días escuché otras declaraciones de Rajoy que ... Sí, ya sé que debería abstenerme de oírlas, lo sé y les aseguro que lo intento. No hace falta que nadie me lo repita: tengo absolutamente claro que todo lo que dice nuestro presidente es o mentira o idiotez, cuando no ambas cosas. Pero es que, sin poder evitarlo pese a todas mis precauciones, me entero de sus perlas y luego, claro, viene el mal cuerpo, los desajustes intestinales, qué sé yo. En fin, discúlpenme el volver, con tan poco intervalo temporal, a dedicarle unos párrafos a este señor y sus palabras. Vaya en mi defensa que me anima el noble propósito de desengañar a los que –espero que pocos– aún den crédito a sus chorradas. Aunque me temo que éstos no querrán dejarse desengañar.

La reciente frase célebre de nuestro ilustre registrador de la propiedad reza como sigue: "España es la nación más antigua de Europa". Ahí queda eso, di que sí, hombre. Y los españoles los más guapos e inteligentes del mundo, ¿por qué no? Aunque tan rotunda afirmación que nos hincha de orgullo patrio la he escuchado hace un par de días en gallega alusión a las traicioneras ínfulas separatistas de los catalanes, buscando un poquito descubro que, en realidad, viene ya de lejos, al menos de 2007, cuando nuestro actual presidente ejercía de jefe de la oposición. Que ya por entonces se denunciara que el hombre sabía menos historia de España que un chaval de bachillerato parece que no era motivo bastante para descartarlo como líder de esta nación nuestra, la más antigua de Europa.

De entrada está lo del término nación, que habrá que suponer que lo usa en su ambiguo sentido actual o, para dejarnos de zarandajas, como sinónimo de Estado. Porque si está aludiendo a la concepción heredada del romanticismo alemán (y tan de boga en los nacionalismos actuales) de sentimiento de pertenencia común de los habitantes de un territorio, nos meteríamos en una discusión difícil de solventar. ¿Desde cuándo se sentían los habitantes de la península –con la molesta excepción de los portugueses– españoles? Leches, pues por lo menos desde los romanos, ya que esto era Hispania (Canarias no, por cierto). En cambio, los italianos no se sentían unidos, ni tampoco los galos (salvo los del poblado de Astérix), ni los griegos, aunque la Hélade viniera desde bastante antes. No señor, en toda Europa sólo nuestros abuelos celtíberos, desde Finisterre al cabo de Gata sabían que eran la misma cosa, predecesores (por aquello del destino en lo universal) de la eterna unidad de la Patria.

El de Olivares, pintado por un tal Velázquez
Pero no soy justo, porque Rajoy no ahonda tanto ni requiere de discursos míticos; él se remonta sólo hasta los Reyes Católicos (data la antigüedad de nuestra nación en quinientos años). Es decir, que todavía no se ha enterado de que la famosa unidad de España que culminaron Isabel y Fernando en 1492 a costa del llorón de Boabdil (recientemente hemos podido ver su recreación en la serie de televisión) no fue tal. Desde los Católicos hubo un rey común a distintas entidades políticas: la corona de Castilla, la de Aragón, la de Navarra (muerta ya Isabel, por cierto) y, durante algún tiempo, la de Portugal. Eso sin contar los reinos y otros estados extrapeninsulares; ya puestos, por qué no considerar que tan unidos estaban en el XVI los de Flandes o bastantes italianos a esa entidad abstracta llamada España, igual que lo estaban los catalanes. Todos los monarcas Habsburgo fueron reyes de Castilla, de Aragón, de Navarra y demás títulos, siempre diferenciados, y habían de jurar los fueros ante, al menos, las tres cortes penínsulares. Por más que hubo diversos intentos durante los Austrias de unificar políticamente las entidades peninsulares (el más notable fue el del Conde-Duque de Olivares) hasta los Borbones no hubo en absoluto, incluso si hacemos las pocas recomendables equivalencias con la actualidad, ninguna entidad unitaria política que pudiera llamarse España (lo cual no es contradictorio con que sí se asociara el término con el territorio peninsular y pueda ser lícito hablar de un sentimiento común de pertenencia "vaga" a esa idea proto-política, algo que, en todo caso, ya estaba presente desde la Edad Media).

De hecho, hasta los Decretos de Nueva Planta de Felipe V, ya entrado el siglo XVIII, no puede hablarse con un mínimo rigor de que exista España como entidad política unitaria; e incluso hasta es dudoso, porque Navarra quedó exenta y aguantó como reino distinto del de España hasta 1841, fecha de la Ley Paccionada resultado de la derrota de los carlistas. O sea, señor Rajoy, que va a ser que España no es tan antigua. Bastante menos que Francia o Inglaterra, por ejemplo, y también que muchos otros estados actuales de Europa. Y justamente, que no sea tan antigua como usted cree (o quiere hacernos creer que cree) es una de las razones de que haya todavía algunos que se sientan incómodos en este Estado que pretendidamente hunde sus raíces en la noche de los tiempos.

Señal Real de Aragón
Porque no estaría de más recordarle a nuestro presidente (si es que no sería mejor ponerle un profesor particular de historia de España) que, lamentablemente, la unidad de nuestra nación llevada a cabo por los Borbones se impuso en los territorios de la corona de Aragón casi como castigo y tras perder la que, además de internacional, fue una guerra civil (la de Sucesión). Y que esa unificación (como más tarde con Navarra) no fue tanto "españolizar" Cataluña (y Aragón, Valencia y Baleares) cuanto "castellanizar" esas regiones, extendiendo a las mismas las instituciones (y el idioma) de la corona de Castilla. Con, además, un agravante: que en Castilla ya se había logrado desde tiempo atrás una unificación real de sus distintas partes (seguramente el último intento "serio" en contra fue la guerra de las Comunidades, a la llegada de Carlos I), mientras que en la corona de Aragón persistían diferenciados Aragón, Cataluña, Valencia y Baleares. Por eso, pienso que los nacionalistas catalanes yerran (y los del lado opuesto también) al enfrentar Cataluña con España, porque la entidad simétrica ha de ser Castilla. Fue el primer Borbón quien, en un tramposo escamoteo lingüístico, convirtió el reino ya consolidado de Castilla, tras el anschsluss de los territorios de la corona de Aragón, en España, apropiándose de un término al que históricamente el mismo derecho tiene Portugal. Meando fuera del tiesto por un momento aprovecho para decir que por estos motivos (además de otros) siempre me ha gustado y parecido mucho más representativa de España la bandera republicana, con el morado de Castilla (irónicamente, nuestros colores patrios, además de monárquicos, son los de la corona de Aragón).

Lo triste de que nuestro presidente diga este tipo de chorradas es que contribuye al generalizado falseamiento de la historia, el mismo, aunque sea desde posiciones contrarias, que el que hacen los nacionalistas de toda laya. Pero todavía más triste es que a casi nadie le importe cómo fueron los hechos y se empeñen en interpretarlos (y deformarlos) desde sus intereses bastardos. Pero para no entristecerme prefiero tomármelo a cachondeo y simplemente comprobar, una vez más, que vivimos en un país (llamado España) de tuertos guiados por ciegos o, para ser más precisos, de ignorantes guiados por ceporros aprovechados y malintencionados. En fin, reír para no llorar.

 
Mater España - Joaquín Sabina (Alivio de Luto, 2005)

martes, 10 de diciembre de 2013

La máquina de escribir

Ya no hay máquinas de escribir. Al menos eso decían hoy en una tertulia de la radio mientras bajaba de la oficina a casa para encerrarme en previsión del temporal que parece que va a arrasarnos (me dicen que hasta El Corte Inglés ha cerrado, así que la cosa debe ir en serio). El locutor incluso daba por sentado que sus oyentes más jóvenes ni siquiera sabrían qué son (o eran) las máquinas de escribir. Un poco exagerado me parece, pero quizá sea verdad (habré de preguntárselo a mis sobrinas) dado que desde la popularización de los teclados informáticos y programas de tratamiento de texto la demanda ha caído vertiginosamente. Encuentro en un periódico en inglés la noticia de que la última fábrica de máquinas de escribir del mundo (en la India) cerró en 2011. ¿Significa que en la actualidad uno no se puede comprar una máquina de escribir? No es que lo tuviera en mente pero de pronto se me antoja una pérdida grave. O sea que ya solo podemos escribir a mano si queremos hacerlo directamente sobre el papel o bien depender de ordenador, disco duro e impresora.

Me entra la vena sentimental y me acuerdo de las distintas máquinas de escribir que hubo en casa y de mi padre, por las tardes, sentado a su mesa de trabajo tecleando furiosamente con dos dedos (también yo así lo hago) sus infinitas cartas y artículos. Hacia finales de los setenta se compró una eléctrica (una IBM) pero hasta entonces había usado dos o tres manuales sucesivas. Cuando adquiría una nueva, a partir de mis trece años, me pasaba la anterior con la que escribía mis trabajos de los últimos años del bachillerato y universidad. Hasta yo mismo me conseguí una portátil Olivetti, encastrada en un maletín verdoso, que vino conmigo cuando me marché de casa. En archivadores viejos guardo todavía papeles amarillentos escritos a máquina de escribir, desde cuentos adolescentes a la normativa urbanística de uno de los primeros planes generales en que participé (allá por el año 81). No tengo ni idea de qué habrá sido de esas máquinas; la mía no sé cuándo ni dónde la abandoné y en cuanto a las de mi padre, ya muerto, no las veo por ningún lado en la casa de mi madre.

Pienso en tantos escritores que mecanografiaron textos maravillosos en sus máquinas de escribir. En una ocasión leí (y confirmo ahora) que hasta Nietszche la usó. Cuando el filósofo se estaba quedando ciego se puso en contacto con el inventor de unos de los primeros modelos –Malling-Hansen, de Copenhague– para encargarle una "bola de escribir" que, a diferencia del modelo 2 de la Remington que también conocía, era portátil. No parece, sin embargo, que la usara mucho, aunque también hay quien sostiene que la máquina influyó en el estilo de su prosa, haciéndola más concisa, casi telegráfica, de modo que los aforismos desplazaron a los argumentos. Encuentro una referencia a una carta de Nietszche en la que, contestando a un amigo que había notado el cambio de su estilo, aseguraba que, en efecto, "los medios con los que escribimos condicionan cómo se forman nuestros pensamientos". Algo exagerado, probablemente, aunque supongo que dependerá de cada uno. La cita me trae a la memoria una conversación a principios de los ochenta con un tipo pedante hasta el vómito (no digo su nombre porque es conocido) que me aseguraba que con los ordenadores no podría nunca escribirse nada decente y como prueba irrefutable se erigía él mismo en referencia pues necesitaba sentir el rasgueo sobre el papel de la puma estilográfica. Pero, sin necesidad de llegar a ridículos como ése, sí es verdad que algunas escrituras se asocian inmediatamente al traqueteo de las viejas máquinas de escribir (pienso ahora, por ejemplo, en el estilo de James Ellroy).

Por supuesto, la mayoría de los escritores del siglo XX produjeron sus obras tecleando en viejas máquinas de escribir y no son pocos los que la han considerado una compañera imprescindible de su actividad creativa. En julio de 1982 (supongo que ignorante de la que estaba a punto de caer) García Márquez publicó en El País un artículo acerca justamente de la relación de los escritores con sus máquinas de escribir (El amargo encanto de la máquina de escribir), que conviene leer ahora, pasados más de treinta años. Imagino además que unos cuantos seguirán haciéndolo, contra viento y marea y sorteando no pocos inconvenientes prácticos. En 2002, Paul Auster escribió su sugerente Historia de mi máquina de escribir, donde nos habla de su Olympia portátil comprada a un amigo en 1974 (quien la tenía desde 1962) con la que escribe todo lo que escribe desde entonces, si bien consciente (en ese momento) de que se acercaba el final. Por eso, dos o tres años antes de ese texto, encargó a su papelería de Brooklyn cincuenta cintas que usa con la mayor prudencia porque no tiene muchas esperanzas de que pueda conseguir más cuando se le acabe la remesa. ¿Se le habrán acabado ya, una década después? ¿Seguirá escribiendo a máquina o habrá aceptado el ordenador que tanto le repelía?

Mi vinculación personal con estos cacharros del siglo pasado no es sólo la propia de quien, por el
simple hecho de tener los años que tengo, las ha usado durante su adolescencia y juventud, sino que entronca con raíces familiares. Resulta que mi abuelo materno, cuando se independizó del negocio de su padrastro, una librería en Bilbao, empezó a ganarse la vida como técnico de máquinas de escribir. Durante los últimos veinte y los primeros treinta, mientras en el país agonizaba el reinado de Alfonso XIII y nacía la 2ª República, él, un veinteañero, recorría la cornisa cantábrica desde Guipúzcoa a Asturias ofreciéndose para arreglar máquinas de escribir allá donde la hubiera. Me lo imagino: un joven robusto y más bien bajo, probablemente con un chaleco, corbata gris y sombrero, llevando una pequeña maleta gastada con algunas mudas y un maletín con sus herramientas, grasas y recambios, subiéndose a trenes de vía estrecha y, desde luego, caminando muchos kilómetros (siempre fue un gran andarín). Sería en uno de esos viajes que llegó a Oviedo y conoció a la que sería mi abuela en una verbena; tanto debió gustarle que hasta la sacó a bailar, él que lo odiaba y lo hacía pésimamente (de hecho, me contó que la pisó más de una vez, así que mucho debería gustarle a ella porque el noviazgo progresó). Mi abuelo, en todo caso, murió en el 78 así que no tuvo ocasión de asistir a la extinción de esos artefactos a cuyo cuidado dedicó la primera parte de su vida laboral. Es más, estoy convencido de que ni se le pasaría por la cabeza que habrían de desaparecer, como tantas otras cosas cotidianas en su día han caído en el olvido.


Quizá la máquina de escribir perviva como instrumento de las orquestas para interpretar esta pieza compuesta por Leroy Anderson para le película de Jerry Lewis Who's minding the store? (1963)

domingo, 8 de diciembre de 2013

Pedir un favor

Pedir un favor. Favor: ayuda, socorro que se concede a alguien; también vale honra, beneficio, gracia. Conceder es otorgar, dar algo voluntariamente. Cuando se concede un favor se hace graciosamente, no como pago de una deuda ni tampoco para crear ésta (pensando en el futuro: me debes un favor).

Todo favor se concede porque se puede (obviamente). El que otorga el favor tiene la capacidad de hacer lo que se le pide y, naturalmente, quien lo solicita sabe que puede (si no, para qué solicitarlo). Por tanto, para pedir un favor hay que tener acceso a quien puede concederlo y suponer que se le puede convencer para que quiera hacerlo.

No deberíamos pedir un favor, creo yo, si dudamos sobre la voluntad del otro de concedérnoslo, si no estamos seguros de que querrá libremente otorgárnoslo. Descarto pues aquellas peticiones que se hacen planteadas –explícita o implícitamente– como devolución de un favor previo, como cobro de una deuda. Es la mecánica de favores mafiosos, pero no ocurre sólo entre ellos: lamentablemente es el modo más frecuente en que nos intercambiamos favores.

Digamos que es lícito pedir un favor cuando pensamos que haremos feliz al otro concediéndonoslo, como si pedirle que nos haga el favor sea, a su vez, hacerle un favor a él. No es algo poco habitual; de hecho, nos hace felices ayudar a los amigos.

Otro asunto: la capacidad del otorgante para hacernos el favor. Ésta debe radicar en la persona, no en su cargo. Quiero decir que cuando se pide a alguien un favor se ha de saber no sólo que querrá hacerlo sino que puede hacerlo con sus propios medios, desde su capacidad personal, no recurriendo a prerrogativas de las que dispone vicariamente (y las prerrogativas de cualquier cargo siempre son vicarias).

Naturalmente, no pedir favores a alguien que nos lo puede hacer gracias a su cargo supone limitar mucho las peticiones pero, a mi modo de ver, así debería ser. De entrada, porque si ese alguien nos hace el favor, incluso de buena gana, está empleando un poder que no le pertenece de forma discriminatoria, injusta. Y nosotros, al pedirle que nos favorezca, le ponemos en la tesitura de actuar injustamente (aunque, las más de las veces ni se percate de ello).

En segundo lugar, porque el simple hecho de pedir un favor que, para que no los conceda, requiere poner en juego las capacidades derivadas del cargo supone aprovechar el acceso que tenemos a ese alguien, acceso que ciertamente no lo tienen todos (o, para ser más precisos, sólo unos pocos pueden, como nosotros, pedir un favor con suficiente convencimiento de que nos lo querrá conceder). Por tanto, estamos aprovechándonos, también injustamente, de nuestras ventajas.

Por último, porque los favores de este tipo llevan en sí mismos el germen de las obligaciones; es decir, derivan casi necesariamente hacia la creación (o consolidación) de deudas. No son, pues, verdaderos favores en la medida en que no nacen de la voluntad libre del otorgante.


Estas ideas a vuela pluma vienen a cuento de una anécdota reciente, que me ha hecho reflexionar sobre el asunto éste de pedir favores. Lo ocurrido, a su vez, ha servido para mostrarme un poco más cómo es una amiga de hace ya varios años. Tampoco es que me haya sorprendido mucho, pero sí un poquito: nunca se termina de conocer a alguien.

En todo caso, las máximas anteriores no dejan de ser reglas de conducta que a este respecto procuro aplicarme, aunque las infrinja en numerosas ocasiones. Pero el planteárselas me parece ya cosa buena. Desde luego, no reflejan en absoluto el comportamiento habitual de la mayoría de las personas, quizá porque ni se paran a pensar en la ética de sus acciones. En mi modesta opinión, mejor nos iría si las tuviéramos en cuenta.

 
Please, no more - Etta James (Let's Roll, 2003)

viernes, 6 de diciembre de 2013

¿Que no se pueda repetir en el cargo?

Uno de los asuntos recurrentes del debate político en América es el de los límites a los cargos públicos, la discusión sobre cuántas veces puede presentarse una misma persona a las elecciones, algo que parece no generar apenas interés entre nosotros. En realidad, la discusión se centra en el cargo de presidente de la república (o jefe de gobierno en el caso de las monarquías) o al menos no la he visto generalizada a cualquier cargo público. Así, Estados Unidos (ya saben: el modelo democrático por excelencia) aprobó en 1922 su vigésimo segunda enmienda constitucional que prohíbe que una persona sea elegida dos veces como presidente. En todos los países americanos (con la reciente excepción de Venezuela) existen límites a la reelección presidencial: desde los que la prohíben absolutamente (México, por ejemplo), los que la permiten pero no sucesiva (Perú, entre ellos) y los que la limitan normalmente a dos periodos (la mayoría). En Europa, en cambio, la mayoría de los países no imponen límites a la repetición en el más alto cargo y los que lo hacen (Austria, Bulgaria, Hungría, Irlanda, Lituania, Polonia, R. Checa y alguno más) permiten una reelección. Así, en los tiempos recientes, hemos conocido personajes que han permanecido largos periodos como jefes de gobierno democráticos: Helmut Kohl (16 años), Felipe González (14 años), Jacques Chirac (12 años) ...

Por supuesto, cualquier regulación sobre límites a la permanencia en cargos públicos influye significativamente sobre las características de lo que, desde Mosca, se ha dado en llamar la clase política. A estas alturas, no creo que haya ninguna duda sobre que la política se ha convertido en un oficio y, por tanto, quienes lo ejercen son profesionales de ella. Ejercer de político consiste básicamente en tomar decisiones (o, al menos, ser la cara visible de quien toma las decisiones). Por lo visto, dado el apego que le tienen casi todos los que conozco (que son muchos), esta profesión engancha, casi diría que produce una alta adicción. Tanta que no creo que sea exagerado afirmar que la principal –por no decir casi única– motivación de un político sea alcanzar un cargo público y, cuando ya lo ha logrado, mantenerse en él o cambiarlo por otro más relumbrante. Claro que, para posibilitar tan naturales anhelos profesionales, conviene que no haya límites a la ocupación de cargos o, de haberlos, no sean demasiado restrictivos, de modo que siempre haya suficientes opciones (léase cargos públicos) para seguir en la profesión. El resultado, claro está, es la creación de una elite más o menos cerrada y controlada por los mecanismos internos de los partidos políticos (no muy democráticos, dicho sea de paso) que imponen sus propias reglas a los profesionales para seguir ejerciendo el oficio, e incluso para incorporarse, como cualquier otro joven que inicia su vida laboral.

¿Sería bueno prohibir la excesiva permanencia en política? Yo tiendo a opinar que sí. Aún consciente de que la cuestión no es sencilla, creo que la profesionalización de la política presenta, comparando ventajas e inconvenientes, un saldo global negativo. Pero si se entiende que merece la pena mantener este oficio, por lo menos debería prohibirse la repetición en el cargo, lo que probablemente redundaría en un mejor ejercicio de éste. Pensemos, por ejemplo, en el ámbito local, que es seguramente el que mejor conozco. La continuidad en el puesto de un alcalde, sobre todo en municipios no demasiado grandes, depende mucho de si agrada o no a concretos intereses. Por ello, las decisiones que van constituyendo el ejercicio del gobierno durante cuatro años están en muy alta medida motivadas por esos intereses particulares y condicionadas fuertemente por el corto plazo. Es el conocido fenómeno del clientelismo. Muy distintas serían probablemente las decisiones del alcalde (o del concejal de urbanismo, por arrimar el ascua a mi sardina) si supiera que, acabado su mandato, no iba a seguir. A lo mejor entonces mostraban algo más de rigor en sus comportamientos, desarrollaban una visión más a lago plazo y procuraban que lo que primara fuera el interés general.

Hablábamos ayer de estos asuntos en relación a cómo se elaboran los planes de urbanismo, una de las actividades de gobierno municipal que, en principio, debería ser de las más relevantes (si no la más) dado que se supone que es la expresión de la ordenación física de la ciudad y el territorio circundante, así como de su desarrollo futuro (cuestión distinta, eternamente debatida pero nunca afrontada con seriedad, es si los municipios deberían tener esta competencia). Lo lamentable es que el ansia generalizada de continuar en el sillón anula en la gran mayoría de los munícipes la imprescindible capacidad de tomar decisiones que no sean esencialmente rastreras (es decir, a ras de suelo, carentes de la más mínima visión general y de largo plazo). De este modo, incluso vendiéndose como planes realizados desde la "participación pública", la mayoría de ellos no son más que componendas chapuceras para no molestar los intereses particulares /y la suma de intereses particulares no es igual al interés público) renunciando, gradual pero inexorablemente, a cualquier ordenación de futuro mínimamente congruente y condenando consecuentemente a que los problemas urbanísticos del municipio se agraven. Podría dar innumerables ejemplos, pero no hay aquí espacio para ello ni tampoco es el sitio adecuado.

Habrá quien diga que justamente la mucho más fuerte dependencia de los políticos locales de su electorado, en comparación con la de los diputados nacionales por ejemplo, es algo bueno, un factor que contribuye a fortalecer su legitimidad democrática. No digo que no haya algo de verdad, pero tampoco olvidemos que el populismo demagógico es mucho más frecuente en la esfera local. En todo caso, al final, las decisiones políticas, sean del alcalde de un pueblo o del presidente de la nación, vienen condicionadas por los intereses de quienes verdaderamente mandan. En lo que a mí me atañe, resulta que los intereses locales son enormemente dispersos y cutres. No estoy hablando de promotores de fuerte poder económico que presionan para obtener sus pelotazos urbanísticos (que obviamente haylos), sino de la tenaz resistencia de los pequeños propietarios a mantener su situación, evitando a toda costa que les impongan el cumplimiento de los deberes que les corresponden (lo de la función social de la propiedad) en actuaciones necesarias para resolver problemas urbanísticos. En multitud de casos asombra que nimios intereses privados prevalezcan (e impidan) sobre decisiones de ordenación que a todas luces son necesarias. Y es entonces cuando uno se pregunta si el alcalde no habría optado por hacer lo correcto de saber que, acabado el periodo, no iba a seguir en el cargo.