jueves, 20 de febrero de 2014

Los negros de Ceuta y el ministro del Interior

El pasado jueves 6 de febrero, hacia las seis menos cuarto de la madrugada, un guardia civil adormilado de las instalaciones fronterizas de Ceuta vio en una de las pantallas de su garito que transmite imágenes de las modernas cámaras térmicas enfocadas hacia territorio marroquí como un nutrido grupo de lo que parecían seres humanos bajaba de los montes adyacentes en dirección al vallado que protege este enclave español y europeo en el continente africano. Inmediatamente se activaron todos los protocolos de seguridad y un numeroso contingente de agentes, tanto de la Guardia Civil como de la Policía Nacional fueron puestos en alerta sin ni siquiera darles tiempo a ducharse y tomar café, y eso con el frío que hacía (a 9ºC que estaban, oiga). Como puede imaginarse, durante un buen rato reinó una gran confusión; tanto que hasta las siete y media (¡casi dos horas después del primer avistamiento!) no tuvieron claro los defensores de esta frontera Sur de Europa que esos individuos tenían la alevosa intención de colarse en el Primer Mundo. Para entonces los negros (porque eran negros, que por la noche son más difíciles de distinguir) ya estaban casi llegando al vallado de 6 metros de altura de la aduana del Tarajal. Hacia esa hora ya habían llegado soldados marroquís que intentaron contener a los africanos en virtud de los tratados de colaboración fronteriza que tenemos con los moros para que nos hagan de mamporreros (y que buenos dineros nos cuesta). Pero sus esfuerzos fueron inútiles porque los invasores eran muchos (unos doscientos, cien arriba, cien abajo), además de jóvenes y atléticos, y mostraron una "inusitada actitud violenta agrediendo continuamente con palos y piedras al personal del ejercito marroquí que trataba de contenerlos". Así, durante una media hora, en el escaso tramo del barranquillo que marca la frontera entre los dos reinos, se produjo una confusa refriega entre moros y negros mientras los españoles observaban preocupados y procedían a cerrar a cal y canto los accesos y a prepararse para garantizar la inviolabilidad de nuestro territorio. Los aspirantes a inmigrantes ilegales (téngase en cuenta que todavía no lo eran, al menos en lo que a España se refiere) corrían hacia la playa –sin dejar, eso sí, de tirar piedras– para bordear el espigón y entrar por mar a nuestro país, pues ya se habían dado cuenta de que en tales condiciones no les era factible escalar la valla. Claro que tanta actividad física, por muy jóvenes y atléticos que fueran, había agotado a la mayoría, de modo que sólo unos cuantos consiguieron meterse en el agua que, hacia las ocho de la mañana de un día de febrero no estaba precisamente a una temperatura agradable. Al constatar que esa avanzadilla nadaba hacia el lado ceutí del Tarajal, los mandos de la Guardia Civil ordenaron que un grupo de agentes armado de fusiles se alineara en la playa para disparar pelotas de gomas con la única finalidad de que éstas, al caer en el agua, delimitaran una línea disuasoria que hiciera ver a los negros que de ahí no podían pasar. Como convincentemente explicó el Ministro del Interior el pasado día 13 en el Congreso, se trataba de una medida acorde con los "principios de congruencia, oportunidad y proporcionalidad. El principio de congruencia fue debido a que la respuesta de los agentes fue provocada por la actitud beligerante de los atacantes, la oportunidad por la necesidad de respuesta inmediata y la proporcionalidad puesto que se usó la fuerza estrictamente imprescindible y con carácter siempre disuasorio". Cuando se comprobó que los negros, con pertinaz terquedad progresaban en su acercamiento, se ordenó cesar los disparos para evitar hacer daño a ninguno. De hecho, hasta veintitrés de ellos llegaron a la playa del lado ceutí, incluso auxiliados por los agentes españoles, quienes inmediatamente los devolvían a los marroquíes. Hay quienes, con evidente mala fe, dicen que esas devoluciones fueron ilegales ("expulsiones en caliente" las llaman) pero debe considerarse que, aunque geográficamente estuvieran en territorio español, a efectos prácticos lo que se estaba haciendo era equivalente a rechazarlos antes de que entraran, sólo que por motivos humanitarios es mejor hacerlo desde la playa. Lamentablemente, quince de esas personas han muerto ahogadas, aunque –como dejó claro el señor Ministro– no hay ninguna relación causa-efecto entre el empleo de los medios antidisturbios por parte de los agentes de la Guardia Civil y dichos fallecimientos.

Con mínimas dosis de ironía, la que acabo de describir es la versión que dio Fernández Díaz, ministro del Interior, en su comparecencia ante los diputados el pasado jueves 13. No voy a cebarme en que a lo largo de la semana que había transcurrido desde los incidentes, hubo varias otras versiones oficiales, no sólo diversas sino contradictorias en muchos puntos. Como suele ocurrir en estos casos, la fuerza de los hechos y las denuncias de testigos fueron desmontando las mentiras y habrá que pensar –aunque con prudentes reservas– que el ministro no ha mentido demasiado, pero no porque no quisiera sino simplemente porque a esas alturas no podía. Pero es que me parece todavía más grave que mentir tener la desfachatez de calificar lo que a todas luces es una atrocidad –disparar pelotas de gomas a personas que están en el mar– como un acto congruente, oportuno y proporcional. Y aún llevar la desvergüenza al extremo de decir que no hay ninguna relación causa-efecto entre esa barbaridad y que quince personas hayan muerto ahogadas o, lo que es lo mismo, que habrían muerto igual aunque no se les hubiera disparado. Fue una salvajada criminal, y así debería haberlo afirmado rotundamente el máximo responsable de las fuerzas del orden españolas porque, al no hacerlo, al justificarlo con tan deleznables argumentos, las está sumiendo en la vergüenza. Si hay unas personas que están intentando llegar a nado a la playa lo que hay que hacer es ante todo auxiliarlas, asegurarse de que no se ahoguen y, una vez que estén a salvo, detenerlas y respetar escrupulosamente todos los requisitos legales al respecto. ¿Qué coño es eso de disparar las puñeteras pelotas de goma para "trazar una línea" disuasoria en el mar? Al hideputa que dio esa orden habrá que expulsarle de la Guardia Civil y meterle preso. Y los agentes que obedecieron debieron rebelarse ante tamaña barbaridad. Confío en que las diligencias judiciales abiertas conduzcan a las necesarias depuraciones de responsabilidades y consiguientes castigos que, en este caso, deben ser ejemplares. En cuanto a los políticos, en cuanto al delegado del Gobierno en Ceuta, el director de la Guardia Civil y el propio ministro, es evidente que deberían dimitir, pero también lo es que, dado que su máximo representante hace de la aberración virtud, no sólo ni se les pasa por la cabeza, sino que casi pareciera que se consideran merecedores de alguna medalla. ¿Y qué hay de nosotros, los dóciles y aborregados españolitos? ¿Cómo es posible que no estemos indignados, que no haya movilizaciones masivas reclamado la dimisión de estos criminales que están representando al Estado, es decir a lo público, a nosotros? Debería estar ya organizada una protesta masiva, una recogida de firmas para que el señor Fernández Díaz sea expulsado con ignominia del sillón ministerial. Y toda persona de bien debería manifestarse en tal sentido. Cuando un sistema como el que tenemos legitima la injusticia esencial de las fronteras, es inevitable que ocurran tragedias como la de hace dos semanas en Ceuta. Pero lo que es intolerable es que cuando éstas son provocadas por los guardias, el máximo responsable, en vez de admitir el error y pedir disculpas, actúe con la desfachatez con que lo ha hecho este energúmeno que tenemos por ministro. La baja estima que tengo por los españoles como colectivo me suele llevar a pensar que tenemos los políticos que nos merecemos. Pero no, ni siquiera nosotros nos merecemos a este Fernández Díaz. ¡Cabrón!

 
Algo personal - Joan Manuel Serrat (En Directo 1984)

lunes, 17 de febrero de 2014

Un plan de vida

Imaginemos un hombre cuya riqueza sólo se pueda comparar con su indiferencia por todo lo que la riqueza suele permitir de ordinario y cuyo deseo, mucho más orgulloso, estriba en querer abarcar, describir, agotar, no la totalidad del mundo –proyecto que se destruye con sólo enunciarse–, sino un fragmento constituido del mismo: frente a la inextricable incoherencia del mundo, se tratará entonces de llevar a cabo un programa en su totalidad, sin duda limitado, pero entero, intacto, irreductible. En otros términos, Bartlebooth decidió un día que toda su existencia quedara organizada en torno a un proyecto cuya necesidad arbitraria tuviera en sí misma su propia finalidad.

Ese hombre era un inglés nacido con el siglo, multimillonario y libre de cualquier atadura. Dotado de una lucidez poco común, ya siendo un muchacho comprendió el absurdo de la vida. Sin embargo, algo en su carácter –proveniente quizá de los antepasados puritanos– le impelía a imponerse un plan que justificase su vida, que diera sentido a sus años y, sobre todo, a una cierta idea de perfección. A los veinte años lo tuvo claro, después de enunciar los tres principios rectores alrededor de los cuales habría de articularse su empeño.

El primero fue de orden moral: no se trataría de una proeza o un récord, ni escalar un pico ni alcanzar una fosa marina. Lo que Bartlebooth hiciera no sería espectacular ni heroico; sería simple y discretamente un proyecto, difícil pero no irrealizable, dominado de cabo a rabo y que dirigiría la vida de quien se dedicara a él en todos sus pormenores.

El segundo fue de orden lógico: al excluir todo recurso al azar, el proyecto haría funcionar el tiempo y el espacio como coordenadas abstractas en las que vendrían a inscribirse, con una recurrencia ineluctable, acontecimientos idénticos que se producirían inexorablemente en su lugar y fecha.

El tercero, por último, fue de orden estético: el proyecto, inútil, por ser la gratuidad la única garantía de su rigor, se destruiría a sí mismo a medida que se fuera realizando; su perfección sería circular: una sucesión de acontecimientos que, al enlazarse unos con otros, se anularían mutuamente. Bartlebooth, partiendo de un cero, llegaría a otro cero, a través de las transformaciones precisas de unos objetos acabados.

Este Bartlebooth es el personaje principal de los casi doscientos que recorren la novela La vida instrucciones de uso, publicada en 1978 por Georges Perec. Esta obra, una de las más notables del Nouveau Roman y de la literatura europea del siglo pasado, es sobradamente conocida, así que no merece la pena que diga cualquier tontería sobre la misma cuando cuenta con multitud de reseñas con niveles de calidad a los que yo no lograría ni aproximarme. La lei al poco de haberse traducido al español (Anagrama, 1988), envidioso de un amigo francófono que no cesaba de elogiármela. Hará un mes, en sus Ensayos completos (Seix Barral, 2013), me topé con la reseña que Paul Auster hizo para The New York Review of Books cuando la novela de Perec se publicó en inglés. Y me trajo recuerdos de hace un cuarto de siglo, de lo que hacía y con quienes cuando leía el libraco pero, sorprendentemente, poco me acordaba de la historia, o mejor dicho, del exuberante caleidoscopio de historias que se van desgranando a lo largo de esas páginas. Así que me apeteció releerla, la busqué en mi desordenada biblioteca y lo hice.

Los párrafos supra en color son transcripciones de la novela (páginas 147-148 de mi edición); entre medias inserto uno de mi cosecha que sustituye a otro de Perec, sacrilegio que cometo porque me da la gana y éste es mi blog. No he querido describir el proyecto que se impuso Bartlebooth para que quien no haya leído el libro trate de adivinarlo. O mejor todavía: que cualquiera se pregunte si alguna vez se le ha ocurrido plantearse un programa de vida. Me vale por respuesta afirmativa el simple fantasear con la idea. La segunda pregunta, para los que lo hayan hecho y para los que no, es si se comparten los principios rectores del inglés. Si yo decidiera dedicar mi vida al cumplimiento de un plan que libremente me impongo, ¿lo concretaría para que obedeciera esos tres requisitos, el moral, el lógico y el estético? Todavía hay una tercera cuestión: independientemente de las respuestas anteriores, suponiendo que coincidimos con la intención y los principios de Bartlebooth, qué concreto programa de acción nos propondríamos realizar durante nuestra vida. A pocos se les ocurriría el que inventó Perec para su personaje (que, quienes no han leído la obra no tienen más que buscar en internet, aunque mejor sería que no lo hicieran hasta plantearse estas preguntas), pero sería interesante lo que nos viene en mente.

En el fondo, se trata de una reflexión –o una tentación, si se prefiere–vieja, anterior a Perec, desde luego. Aunque explícita, como tema literario, por ejemplo, no lo es tanto ya que requiere en cierta medida –creo– la pérdida de la fe, sea religiosa o, más modernamente, la ilustrada en el progreso de la humanidad. Filosóficamente, Bartlebooth podría ser un existencialista. En todo caso, no faltan en la historia personas que se han organizado conscientemente sus vidas de acuerdo a un plan voluntariamente decidido. Que lo hayan logrado es otro cantar; la vida tiene la rebelde costumbre de no dejarse encauzar por nuestras miserables pretensiones. En el devenir de la mía, desde luego, poco ha intervenido mi voluntad, y mucho menos los planes, pues apenas he hecho nunca. Aún así, no puede negarse que como idea para un personaje literario la de Perec è ben trovata.

 
No hagas planes - Quique González (Delantera Mítica, 2013)

sábado, 15 de febrero de 2014

Mundo inmundo

Mundo, dice la Academia, es en primera acepción "conjunto de las cosas creadas". Mundus appellatur cælum, terra, mare et aer (se llama mundo al cielo, la tierra, el mar y el aire), decía Tertuliano. Hoy, sin embargo, se me antoja que esta acepción totalizadora ha quedado en desuso y probablemente para expresarla recurrimos mayoritariamente al término universo, aunque el original latino fuera un adjetivo que sólo tardíamente se sustantivizó para confluir semánticamente con el término mundus. Si decimos mundo entenderán que nos referimos a este planeta en que vivimos, si buscamos imágenes de esta palabra en google, la apabullante mayoría de las que aparecen son esferas terráqueas o mapamundis. No forma pues parte del mundo lo que queda al exterior de nuestro redondo hábitat. Menos ambiciosos que los latinos, hemos expulsado a los cuerpos celestes de su campo semántico; estrellas y otros planetas no son parte del mundo. Insisto en que la palabra en latín –así como sus equivalentes en las lenguas de la época y anteriores– era bastante más amplia. Baste pensar en las diversas mitologías de creación, el Génesis sin ir más lejos. En el principio creó Dios los cielos y la tierra, el mundo en suma.

Yo diría que mundo, además, tiene una connotación "material", su significado se acota a las cosas tangibles. Piedras, aguas, árboles, animales son elementos de ese conjunto de cosas creadas que es el mundo, pero no la realidad de las ideas platónicas, no los conceptos abstractos que para el griego constituían las esencias de los contingentes componentes del mundo. Que el mundo sólo incluya lo material, lo terrenal, explica la tradicional contraposición entre éste y la búsqueda de lo espiritual. Apartarse del mundo era el requisito definitorio de la vida monástica de varias religiones (heredado por el cristianismo desde sus orígenes). E incluso considerarlo como "enemigo del alma", impedimento para la salvación, junto al demonio y la carne. Esta concepción cristiana del mundo, si bien no niega  el atributo de materialidad que considero parte del término desde sus orígenes, nos lleva en cambio a otra acepción más acotada que sigue vigente: el mundo es la totalidad de los hombres, la humanidad.

Esta acepción más restringida del vocablo (la quinta del DRAE) diría yo que es la más usual en la actualidad y ya era dominante en el Siglo de Oro, en contra de quienes opinan que se trata de un galicismo (es decir que la equivalencia semántica entre el monde franchute y la gente se originó en el país vecino). Corominas cita del Auto de los Reyes Magos (siglo XII) la frase "uno omne es nacido de carne, / que es senior de todo el mundo", donde –aunque con ambigüedades– se descubre que ese todo el mundo se corresponde con la humanidad. Restringiendo el significado a los seres humanos, se amplía a su vez a las sociedades que forman, y por eso tiene sentido que no haya sólo un mundo, sino tantos como entornos sociales. Hablamos así del primer, segundo y tercer mundo, por referencia al grado de desarrollo; decimos también "el mundo de la política", "del cine", "del hampa", etc, aludiendo a entornos ocupacionales; y así podría seguir hasta la extenuación. El mundo son pues las personas y también las condiciones ambientales (sociales) en que desarrollan sus vidas (octava acepción del DRAE). Al final, habría tantos mundos como individuos: "ése vive en su propio mundo". Y en una última vuelta de tuerca se llega a negar la que antes dije que me parecía una cualidad definitoria del vocablo original, porque ya el mundo no son las cosas materiales, sino más bien las intangibles, lo que culmina en el mundo interior, ese vaporoso batiburrillo de chispazos neuronales que conforma nuestras conciencias.

Esta evolución semántica de la palabra mundo a la que brevemente me he asomado omite en cambio uno de los significados originales del vocablo latino, absolutamente extinguido en la palabra española (y supongo que también en sus equivalentes romances). Mundus significaba también en latín "limpio, puro, elegante"; se trata de un adjetivo, ciertamente, pero también hay un verbo (mundo, mundare) que significa limpiar o purificar, e incluso como sustantivo mundus se refería en Roma a cualquier objeto de aseo o de adorno (en especial, los de las mujeres). Esta doble significación de un mismo vocablo provenía directamente del griego, del término κόσμος (cosmos). Naturalmente, como siempre ocurre cuando escarbamos en las raíces del lenguaje, no se trata de una casualidad. El mundo en la cultura grecolatina no era simplemente el entorno físico que les rodeaba, sino un sistema ordenado, armónico, bello en suma. Es más, parece que el significado que hoy le damos a mundo es una extensión del adjetivo; podría decirse que κόσμος pasó a significar cosmos porque se entendía como el paradigma del orden. Claramente se ve en esta extensión semántica la influencia del pitagorismo (Plutarco nos dice que fueron los pitagóricos quienes empezaron a usar el vocablo para referirse al mundo), tan convencidos de que las matemáticas estaban en los principios de todas las cosas. Si así hubiera sido, habremos de datar el origen de la actual acepción del vocablo en la Grecia del siglo V antes de Cristo.

Dije antes que esta acepción primigenia del cosmos griego y del mundus latino se ha perdido en la palabra romance, pero no es del todo verdad. Ciertamente mundo nada tiene que ver con limpio u ordenado, pero la raíz etimológica no se perdió sino que dio origen desde los primeros pasos del romance a otra palabra ya claramente distinta que, en castellano, es mondo. Mondo es limpio y de ahí también pelado (despojado de pelo o, metafóricamente, de dinero); además –tal como nos informa Corominas– con el matiz moral de puro en las Glosas altomedievales de San Millán y de Silos. Para mí que cuando van formándose las lenguas romances, en una época de casi completo dominio ideológico del cristianismo, ya no podía admitirse la optimista concepción pitagórica; por el contrario, el mundo era malo, desordenado por el pecado, uno de los enemigos del alma y obstáculo para la perfección. De ahí –pienso yo– la separación en dos vocablos de los dos significados, la ruptura a través del lenguaje del pilar del pensamiento pitagórico (quien, dicho sea de paso, nunca fue santo de devoción de la Iglesia). El mundo pasaba a ser algo inmundo, adjetivo del mismo origen etimológico y que, significativamente, tiene en la actualidad mucho más uso que mondo (mundus), del que deriva. Y es que hoy pocos considerarían el mundo (en la acepción de sociedad humana) como algo limpio, ordenado, bello. Lástima; si Pitágoras levantara la cabeza ...

 
Feo mundo inmundo - Luis Eduardo Aute (El niño que miraba el mar, 2012)

miércoles, 12 de febrero de 2014

Los episodios nacionales de Almudena Grandes

He seguido la producción literaria de Almudena Grandes desde que empezó, desde que ganó el premio de La Sonrisa Vertical con Las edades de Lulú allá en el 89, esa iniciativa de Tusquets y Berlanga durante la Transición con la loable intención de dignificar la narrativa erótica en unos tiempos en que los españolitos andaban salidos como verracos por tantos años de represión. A medida que la Grandes publicaba una novela, con no demasiada demora, me la mercaba y leía, y así han ido acumulándose todas en mis estantes, con algún otro libro de relatos cortos. He asistido pues a la evolución de su escritura, notando cómo ganaba aplomo y, también, constatando cuánto se dejaba ver el autor en la novela. No me refiero tanto a una homogeneidad estilística que hace reconocibles sus obras, sino a que leyendo una novela de Almudena Grandes se te hace demasiado presente Almudena Grandes, la persona, sus ideas, su carácter. No digo que esto sea bueno o malo y reconozco que es bastante posible que mi apreciación esté inevitablemente condicionada por la relativa notoriedad pública de la escritora, por más que me mantenga bastante al margen de su actividad. Pero aún así, tengo la impresión de que tanto peso del autor en la novela es una especie de limitación; no lo sé.

Lo cierto es que, sin que me llegaran a entusiasmar ni considerara estar leyendo grandes obras literarias, sus novelas me gustaban (¿por qué, si no, las habría seguido comprando?), unas más que otras, claro. La última que había leído hasta la semana pasada –El corazón helado– incluso me sorprendió: me di cuenta de que la escritora se atrevía con lo que podríamos llamar un asunto mayor que, en este país, obligadamente había de ser el de las dos españas machadianas, en forma de crónica bien narrada de dos protagonistas y dos familias. Ciertamente, es ésta una novela escrita desde las emociones de la autora que sabe transmitir (eso es técnica) buscando consciente y eficazmente emocionar al lector. Aún con la excesiva presencia de la autora, la trama engancha, la prosa es de alta calidad, brillante en algunos pasajes, los personajes –incluso pese a cierto hálito de "santidad laica"– creíbles y, sobre todo, provocadores de la respuesta emocional del lector. Pero, sobre todo, me llamó la atención la ambición "literaria-histórica", el ingente trabajo que había tenido que afrontar Almudena para construir un libraco de casi mil páginas. Cuenta en las últimas páginas (un postfacio cuya mera inclusión constata el singular significado de esta obra para la autora) que para escribirla buceó incesante y casi obsesivamente, mediante múltiples lecturas y conversaciones, en las aguas para nada cristalinas de la guerra civil y de las dos españas del franquismo, la vencedora y la vencida, esta última tanto dentro como fuera de sus fronteras. Y los resultados de ese esfuerzo han sido más que satisfactorios: la historia enmarca convincentemente el desarrollo de la trama de ficción, cualidad que–como ya he comentado alguna vez– valoro especialmente.

A riesgo de caer en el tópico simplificador, diría que con esa novela de 2007 Almudena se hizo mayor, encontró definitivamente su voz literaria (considerando que empezó con ella a los cuarenta y dos años, no parece desencaminado calificarla como la inicial de su madurez). Prueba de ello –y de que con lo hecho no le bastaba– la mujer se plantea una empresa quizá todavía más ambiciosa y en la que se ha embarcado –seguro– con su habitual apasionamiento y no menor disciplina investigadora: relatar seis episodios de la posguerra española que cubren desde octubre de 1944 hasta la celebración, en 1964, de los "25 años de paz". De momento lleva publicados tres (Inés y la alegría, El lector de Julio Verne y Las tres bodas Manolita), en 2010, 2012 y hace un par de semanas. Como ella misma declara en el postfacio de la primera de estas novelas (como si acaso hiciera falta) la referencia conscientemente pretendida de esta serie –con el título común de Episodios de una guerra interminable– son los homónimos de Benito Perez Galdós, las cuarenta y seis novelitas históricas que abarcan desde 1808 (Trafalgar) hasta 1880 (Cánovas). Don Benito escribió los primeros veinte libros entre 1873 y 1875 (es sabido que Galdós era muy prolífico), en la primera mitad de su treintena. Prometió entonces que ahí acababa el ejercicio pero, tras el 98, impactado por el desastre o acuciado por la necesidad de tapar los crecientes agujeros de su economía, continuó la tarea, más o menos a la edad que yo tengo ahora y, a ritmo más pausado, la prolongó hasta poco antes de su muerte (de hecho, la última serie quedó interrumpida en el sexto volumen, sin llegar a los diez de que constaba cada una de las anteriores). No voy a comentar los Episodios que son sobradamente conocidos (y que, en mi opinión, deberían ser lectura obligatoria para todo chaval de instituto); baste decir que con ellos Don Benito consagra el canon de lo que, desde entonces, ha de considerarse la mejor novela histórica: narrar el devenir de acontecimientos documentados, con estricto respecto por los hechos, a partir de la inserción de los avatares de unos personajes ficticios, el relato de unas tramas privadas inventadas (mas plausibles) que son sacudidas y arrastradas por el fluir de la historia. Mediante tal recurso, la vemos y aprendemos desde las vivencias cotidianas –y por tanto cercanas– de unos protagonistas imaginarios que se nos hacen entrañables. De más está resaltar que se trata de una visión honestamente subjetiva, a lo cual nada hay que objetar sino todo lo contrario: sin subjetividad no habría literatura.

Dice Almudena que descubrió a Galdós en el verano de 1975, en las Obras Completas de tomos encuadernados en piel rojo por la editorial Aguilar que había en la casa de su abuelo. Me acuerdo de esas encuadernaciones en rojo, aunque yo los Episodios los leí en la colección de Librería y Casa Editorial Hernando (luego absorbida por Alianza, creo) que me regaló mi padrino a su vuelta de Colombia. Fue también un verano, pero el del 74, durante el cual me zampé los cuarenta y seis libritos cuando no estaba intentando ligar (con bastante poco éxito, dicho sea de paso). Adolescente como la Grandes, quedé asimismo entusiasmado por esa entretenida y apasionante inmersión en el XIX español. Unos meses antes había descubierto a don Benito leyendo a escondidas Fortunata y Jacinta; no me entusiasmó tanto, sin duda porque todavía era un crío. Volvería a Galdós ya en mi veintena, reconociendo a través suyo el Madrid gozoso de los primeros ochenta y convenciéndome –como también lo está Almudena– de que estaba ante el gran novelista de la literatura española si no mencionamos a Cervantes (las comparaciones son odiosas y, además, el Quijote es cosa aparte; sin embargo, permítaseme confesar que mis raíces emocionales se nutren de la novelística del XIX, educación literaria-sentimental que es la base de la posterior evolución de mis gustos). Volviendo a Almudena Grandes, nos asegura que ha sido Galdós uno de los escritores que más le ha influido y que piensa que si no hubiera empezado a leerle a los quince años jamás habría sido escritora. Estoy convencido de que no es la única que le debe su vocación a Don Benito, aunque temo que sus efectos sean bastante menores en los tiempos que corren. En todo caso, me imagino a la madrileña con la vaga idea desde hace tiempo de poder escribir algún día unos episodios actualizados y que de pronto –en febrero de 2005 según ella misma cuenta– se topa con la casi desconocida historia de la invasión del Valle de Arán y se dice "ya está, por fin tengo el primer episodio". Por cierto, entre 1963 y 1979, Susana March (1918-1991) y Ricardo Fernández de la Reguera (1912-2000), matrimonio de escritores, se animó a continuar la saga galdosiana con unos Episodios nacionales contemporáneos que empezaban con la guerra de Cuba y acababan con la II República. Pese a que el todopoderoso José Manuel Lara apostó fuerte por esta secuela, no parece que consiguiera demasiado eco y dudo que hoy pueda conseguirse, salvo en librerías de viejo. Hará casi treinta años me conseguí en alguna tienda de libros usados tres de los once volúmenes que llegaron a publicarse (uno recuerdo que era El desastre de Annual) y sé que me los leí pero lo cierto es que no guardo ninguna huella en la memoria.

Los episodios de Almudena cubren un periodo de veinte años la historia de España, bastante menos que los galdosianos que abarcan setenta y dos (no en balde Galdós escribió 46 y la Grandes pretende darnos sólo seis). Curiosamente, sin embargo, el tiempo que dista entre la fecha de escritura y la del episodio narrado es más o menos similar (en torno a los 65 años para el inicio de cada saga). Ahora bien, la principal diferencia es que, con absoluta intencionalidad, la novelista madrileña se centra en una parte muy acotada del franquismo: selecciona episodios de la historia de los vencidos en la guerra civil y que, además, fueron ocultados por los medios oficiales contemporáneos. De esta forma, pretende la autora dar a conocer al público actual, que en una gran proporción no vivió esa época, lo que fue, especialmente para quienes llevaron la peor parte. Naturalmente, como ya he dicho, lo hace desde la explícita subjetividad, sin disimular en absoluto sus simpatías, pero no por ello cayendo en maniqueísmos ñoños de buenos y malos (al menos, no de completamente buenos o malos). En mi opinión, sólo esta finalidad que podemos llamar "didáctica" justificaría el interés por leer estas novelas. No hay que olvidar que la tan loada Transición (en los últimos años ya bastante menos) fue en gran medida una especie de pacto de silencio, un "tiremos p'alante olvidando el pasado, sin querer saber nada". Pero, como es sabido, los cadáveres mal enterrados, además de oler, terminan empeñándose en aparecer.

De momento sólo he leído el primero de estos episodios y ya digo que me ha gustado mucho (he devorado en una semana de trabajo sus algo más de 700 páginas). El hecho histórico central es la invasión del Valle de Arán que, entre el 19 y el 27 de octubre de 1944, llevaron a cabo unos cuatro mil combatientes de la Unión Nacional Española, en su gran mayoría exiliados españoles que habían luchado en la Resistencia francesa durante la Segunda Guerra. La protagonista de ficción, Inés, es una chica de buena familia madrileña que durante la guerra civil se había quedado sola en su piso del barrio de Salamanca, "convirtiéndose" al comunismo y colaborando activamente con el Socorro Rojo. Cuando cae Madrid, es encarcelada y rescatada unos años después por su hermano mayor, capitoste de Falange, quien tras ingresarla primero en un convento, luego la lleva consigo a su casa en Pont de Suert (Alta Ribagorza) casi en calidad de prisionera. Allí escucha una noche el anuncio de la invasión por la emisora La Pirenaica y a lomos de un caballo robado consigue escapar para presentarse ante los guerrilleros con cinco kilos de rosquillas en Bosost, pequeño pueblo junto al Garona en el borde occidental del Valle de Arán. Hay, por supuesto, una historia de amor que surge durante esa semana y que seguirá durante los siguientes años –una vez fracasada la que se dio en llamar Operación Reconquista– en Tolouse, capital en Francia del exilio republicano. Y durante el relato, la trama inventada se encaja rigurosamente en la cronología de los hechos, con la inserción en aquélla de personajes reales: Pasionaria, Jesús Monzón (un excepcional dirigente del PCE que acabó abominado por el comité central), Santiago Carrillo ...

En varias entrevistas Almudena afirma con razón que casi nadie conoce hoy esta audaz iniciativa que organizó el PCE de Tolouse (sin autorización previa de los dirigentes que estaban en Moscú) y que fiaba sus escasísimas probabilidades de éxito al apoyo de Stalin y de los gobiernos francés e inglés, además de a un levantamiento popular de los españoles contra la férrea dictadura de esos años. Ninguna de esas condiciones se hizo realidad. Aunque la guerra mundial ya estaba prácticamente ganada, los gobiernos aliados no estaban por la labor de remover a Franquito, por más que mostraran en público su desagrado. En cuanto a los españolitos lo que estaban era asustados, sus voluntades apagadas por el cansancio y el miedo. Sonará a fanfarronada, pero yo sí conocía este episodio desde hace ya unos cuantos años, si bien no recuerdo cómo lo descubrí. Pero apenas sabía que la invasión ocurrió y me extraña que no me picara la curiosidad para investigar sobre el asunto. Ahora, gracias a la lectura de esta novela, sí lo he hecho; algo que he de agradecer a la Grandes.

El libro está, en general, muy bien escrito. A pesar de algunas dosis de complacencia de la autora, los personajes quedan estupendamente retratados, los sientes cercanos, reales. La trama engancha, no quieres dejar de leer. Además, emociona, quizá con demasiada frecuencia o puede que el tema y la madurez hagan que se me rayen los ojos más de lo decoroso. En resumen, que lo recomiendo encarecidamente (y, por supuesto, leeré los siguientes episodios).


domingo, 9 de febrero de 2014

La ciudad turística del Sur de Tenerife

En la vertiente suroeste de la Isla, entre la autopista del Sur y el océano, a lo largo de algo menos de 9 kilómetros de costa, a caballo entre dos municipios (Arona y Adeje) y con una extensión aproximada de 820 hectáreas, se sitúa la llamada "ciudad turística de Los Cristianos – Las Américas", el área en la que se concentra más del 80% de la oferta alojativa de Tenerife. Es la manchita amarilla que he dibujado en la foto aérea de la Isla, apenas un 0,41% de la superficie de Tenerife, la cual ya es bastante pequeña: 2.000 km2, menos del 0,4% de la del territorio español. Es decir, un ámbito insignificante en el que existen nada menos que del orden de 132.000 plazas en explotación turística, el 80% de las que hay en toda la isla. Para que se entienda la magnitud de esta cifra, basta decir que esta pequeña área, con apenas un 1,7% de la población española, cuenta con algo más del 9% de la oferta alojativa del país; aquí hay un 65% más de plazas alojativas que en toda la Comunidad de Madrid, por ejemplo. Obviamente, Canarias es un destino turístico (España en su conjunto también, por cierto) y en principio no habría que sorprenderse de que haya una importante cantidad de establecimientos hoteleros. Pero lo relevante de este área es la altísima concentración espacial, lo que justifica sobradamente el calificativo de ciudad turística, por más que además de alojamientos para visitantes de vacaciones haya también un número significativo de viviendas para residentes.



En esta ciudad turística se han alojado durante el año pasado unos cuatro millones de personas provenientes de prácticamente todos los países de Europa. Naturalmente, lo que atrae a estos turistas es, sobre todo, el buen clima: buscan hotel cerca de las playas y pasan una media de ocho o nueve días sin casi salir de Las Américas: tomando el sol, bañándose, paseando por las áreas comerciales, emborrachándose ...; y cuando salen de la zona, la mayoría lo hace en excursiones organizadas: un día los llevan al Teide, otro al centro histórico de La Laguna, otro de compras a Santa Cruz ... Se trata, pues, de un turismo "organizado" desde la demanda; es decir, son viajes resueltos por los "tour operadores" internacionales con el sistema del "todo incluido" a precios relativamente bajos (vuelos charter, contrataciones masivas de plazas hoteleras, etc), de tal modo que el 70% del gasto del cliente se hace fuera de la Isla. No me extrañaría que a un inglés le saliera más barato pasar una semana en Tenerife que quedarse en su casa de Londres. Aún así, ese pequeño 30% que se gasta en la Isla (no llega a 40 € por turista y día), supone unos ingresos directos de algo más de 3.700 millones de euros, en torno al 20% del PIB tinerfeño; hay quienes estiman incluso que, contando sus efectos indirectos, el turismo es responsable de hasta el 60% de la economía insular.

Simplemente con las pocas cifras que he dado es fácil deducir, aún para quien nunca haya estado, que este entorno urbano es singular, una especie de gueto, de espacio al margen de la cotidianidad que, para quienes vivimos inmersos en ella, no deja de sorprender, se nos antoja un universo extraño, difícilmente inteligible. Algo así le ocurre a la mayoría de la población tinerfeña que lo considera un mundo aparte al que miran con recelo, si bien conscientes de cuanto lo necesitan. Los dos municipios en cuyos términos se sitúa esta urbanización han incrementado sus poblaciones en las últimas décadas a ritmos desaforados. De ser pequeños pueblos agrícolas de medianía, han pasado a albergar entre ambos casi 150.000 personas; de éstas, la inmensa mayoría no son nacidas no ya en el municipio, sino ni siquiera en la Isla. Se trata de gente que ha venido a Arona o a Adeje atraída por las posibilidades laborales vinculadas a la actividad turística y que, a medida que va asentándose, va organizando una vida colectiva que nada tiene que ver con la propia del lugar, intensificando esa otredad del lugar, en el que se mueven diariamente junto con europeos de vacaciones. Mientras tanto, en los dos ayuntamientos procuran seguir con sus tradiciones locales y gestionar como pueden (mal) la que ha sido (y sigue siendo) su gallina de los huevos de oro.

Después de veinticinco años he vuelto, por motivos laborales, a sumergirme en el Sur turístico tinerfeño. En este cuarto de siglo, lo que entonces todavía estaba en formación, es ya un hecho urbano y económico maduro, consolidado. Como gran parte de los habitantes de la Isla, durante este tiempo siempre he sabido lo que allí estaba ocurriendo pero mi vida se desarrollaba como si no fuera conmigo. Con la excepción de algunos pocos empresarios, la ciudad turística ha ido formándose al margen de los tinerfeños. Ya su inicio fue obra de un catalán –allá hacia mediados de los sesenta– y por ahí han pasado capitales de todas las cunas (si es que el capital tiene cuna). Y al ver que entraba dinero, los poderes públicos locales lo único que han sabido hacer es dejarles hacer, mientras se felicitaban del continuo incremento de turistas y apoyaban la promoción comercial de la Isla. Ciertamente, la fortísima dinámica inmobiliaria de la zona durante los pasados años sí fue aprovechada por constructores locales, pero ni administración pública ni empresarios privados supieron (o quisieron) involucrarse en el negocio turístico, gobernarlo en positivo para propiciar su buena salud y que revirtiera en mayor medida en el bienestar de los habitantes.

Ahora, pasados los tiempos del todo vale y del boom inmobiliario, se pone de moda mirar hacia dentro, fomentar las operaciones de renovación de los hoteles más viejos (si bien, en general, la planta alojativa es de bastante calidad), mejorar los espacios públicos e impulsar nuevas ofertas –sobre todo las vinculadas al ocio– que hagan más atractivo el destino. No se trata de renunciar al segmento de turistas que recibimos (en tan grandes cantidades sería una ingenuidad suicida), sino ser conscientes de que no son un mercado cautivo y pueden encontrar otras opciones también con buen clima y mayores atractivos. Se le tiene miedo, por ejemplo, a la competencia del litoral mediterráneo africano, aunque la inestabilidad de varios de esos países permita respirar tranquilos a muchos hoteleros (su desgracia es nuestra fortuna, como me dijo uno de ellos). Se trata pues de modernizar la ciudad turística, de hacerla más eficiente como destino para mejorar su competitividad internacional. Y para ello el Gobierno de Canarias está impulsando las correspondientes iniciativas.

En el tiempo que llevo involucrado (apenas unos meses), aparte de sorprenderme al descubrir lo que sin exagerar he llamado un universo aparte, también lo hago al comprobar lo poco interiorizada que se tiene la importancia del turismo en esta Isla, lo mucho que nos afecta su "estado de salud". Por más que sea de lejos el sector más importante de la economía, las voces e intereses de los que en él actúan distan mucho de tener la relevancia que merecieran. En las prioridades de los políticos –que se plasman en los presupuestos de las distintas instituciones– están, desde luego, en posiciones muy de cola. Los funcionarios a quienes les toca gestionar las iniciativas en estas materias demuestran con su ineficiencia, cuando no actitudes obstruccionistas, un desapego irresponsable sumado a una inadmisible ignorancia de los mecanismos internos del sector. Apenas hay en la Administración personas con capacidad de iniciativa y conocimiento para poder encauzar la dinámica actividad económica (la crisis es aquí bastante menor) hacia objetivos de interés público. La explicación, creo yo, radica en que todavía se sigue considerando el turismo como algo ajeno, que no tiene que ver del todo con nosotros. Y no deja de ser cierto, aunque sea en el nivel cutre y miope de los políticos: ni los turistas ni la mayoría de los agentes económicos del turismo votan en Tenerife.

 
Hotel California - Eagles (Hell Freezes Over, 1994)

jueves, 6 de febrero de 2014

Cerebros masculinos y femeninos

Con evidente chacoteo escribí en mi anterior post que "no creo que quepa llegar a conclusiones simplonas sobre las diferencias de los cerebros humanos desde la variable sexual ..." En cierto modo insinuaba que no creía demasiado en las diferencias entre los cerebros de hombres y mujeres, asunto éste que origina una nutridísima pléyade de tópicos y no menor de chistes sexistas. Conste, de entrada, que el que no crea demasiado en las diferencias de los cerebros según el sexo de su portador no significa, ni mucho menos, que crea que no las hay; me explico: ni creo ni dejo de creer, me declaro en este asunto (como en muchos otros) agnóstico: ni creyente ni ateo. En segundo lugar, para dar el justo alcance a mi agnosticismo tendría que matizarlo y, para ello, habríamos de convenir sobre qué tipo de diferencias estamos hablando y a qué se deben, suponiendo que nos convenzamos de que existen.

Lansky comenta que los estudios neurocientíficos sugieren (porque todavía están lejos de demostrar) que las diferencias promedio entre cerebros de un mismo sexo son menores que las diferencias promedio entre cerebros de distinto sexo, indicador estadístico que, de estar suficientemente corroborado, llevaría a concluir que, en efecto, el sexo es un factor relevante en el tipo de cerebro, lo que autorizaría, en definitiva, a hablar con cierto rigor de cerebros masculinos y cerebros femeninos. Aunque algo he leído de neurobiología (y también de este asunto concreto), no tengo datos que me confirmen la rotundidad de esta afirmación; no obstante, no tendría ningún inconveniente en creerlo y en admitir que, más que cerebros, hay actividades cerebrales prototípicamente femeninas y otras masculinas.

 El cerebro, muy por encima de todos los demás órganos de nuestros cuerpos, es de una plasticidad inaudita. Su propia actividad (pensar, sentir, etc) es agente modificador y conformador de su propia biología. Admitiendo provisionalmente que hay una forma de pensar (o de sentir) femenina (o masculina), la cuestión que se me antoja relevante es si ésta es el resultado de que el que piensa (o siente) es el cerebro de una mujer o ese cerebro lo calificamos de femenino porque piensa (o siente ) así. Dicho de otra forma, las presuntas diferencias orgánicas entre los cerebros masculinos y femeninos, ¿vienen de fábrica (genéticas) o se van haciendo durante la vida del correspondiente ser humano?

Hago un paréntesis para referirme al comentario de Vanbrugh al respecto en el que manifiesta su sorpresa de que escandalice la mera sugerencia de que los cerebros masculinos y femeninos puedan ser diferentes. De entrada, no diría yo que muchos se escandalicen de esa posibilidad; más bien, lo que suele molestar son las simplificaciones tópicas en relación a este asunto, pero en fin. En todo caso, el argumento que apunta no me parece demasiado aplicable. Ciertamente las entrepiernas (y todo el aparato reproductor) de hombres y mujeres son distintos porque esas diferencias son justamente las que nos convierten en hombres y mujeres. No deja de ser obvio, pero que seamos una especie sexuada implica justamente que los órganos vinculados a la reproducción sean diferentes en cada sexo, de lo que no se deduce que lo sean los ajenos a la misma. La comparación de Vanbrugh valdría, a mi modo de ver, si en vez de referirse a órganos sexuales lo hiciera a otros cuyas funciones fueran lo más neutras posible en cuanto a la reproducción; no sé, el hígado por ejemplo. Por cierto, según tengo entendido es posible trasplantar hígados entre personas de sexo distinto.

Volviendo a la cuestión que me interesa, tiendo a pensar que los cerebros de los seres humanos no tienen diferencias de partida en función del sexo del individuo (del feto, para ser más exactos) y que esas diferencias, de existir, se van haciendo durante el desarrollo. Advierto que apenas tengo argumentos ni conocimientos para que me incline por esta idea, pero también es verdad que las posibles pruebas que está aportando la neurobiología no la contradicen ya que se hacen sobre cerebros ya formados, sean de hombre o de mujer. Y en este punto hay que traer a colación la odiosa distinción entre sexo, entendido como atributo biológico, y género, entendido como el rol asignado socialmente al correspondiente sexo. Lo que es evidente es que, desde siempre, la distinción sexual biológica ha marcado en el ser humano (y en más especies animales) una diferenciación en la organización de sus vidas y, consiguientemente, en la consolidación de unas formas de pensar diferenciadas en función de sus roles de género, que podrían llegar a generar "cerebros femeninos y masculinos".

Cultura sigue a Natura; es decir, el que se vayan conformando en la historia de los humanos roles diferenciados para cada sexo es una consecuencia coherente de la distinción biológica sexual y, desde luego, muy conveniente para la continuidad de la especie, sobre todo en épocas pasadas. Sí creo, no obstante, que sí debe haber algunas "predisposiciones" genéticas distintas entre los cerebros de los hombres y de las mujeres, específicamente las vinculadas a hacer más efectivas las exigencias reproductivas. Por ejemplo, cuestiones como el mayor apego de las mujeres hacia sus crías parece natural que vengan "de fábrica". Y también admito que es muy probable que esas diferencias previas en el órgano biológico generen por sí solas otras. Es decir que, como se ve, me estoy contradiciendo y reconociendo que la "simple" diferencia sexual puede explicar que los cerebros del recién nacido sean distintos según sea niño o niña.

Aún así, sigo pensando que esas diferencias de los cerebros son de mucho menor grado que las que genera el desarrollo del individuo sometido necesariamente a un entorno social, cuya característica principal a este respecto es (o ha sido históricamente) amplificar las eventuales diferencias biológicas. De hecho, sería interesante saber si las diferencias medias a las que alude Lansky entre cerebros masculinos y femeninos de recién nacidos son mayores que las diferencias medias de los de un mismo sexo. Intuyo (de nuevo sin ningún dato en el que apoyarme) que no, que la varianza de los indicadores que midan los neurobiólogos para los cerebros de un mismo sexo será mayor que la que resulte de comparar los de sexos distintos. O sea, que creo que si nuestros cerebros son significativamente distintos según el sexo es porque los vamos (o nos los van) haciendo distintos.

Me pregunto si esas diferencias que refiere Lansky serían tan relevantes en una sociedad (utopía imposible de imaginar) en que no existieran roles diferenciados por el sexo. Imaginemos un niño al que hacen creer que es niña (o viceversa) y todos creen que es niña (la película Mi querida señorita de Jaime de Armiñán). ¿Tendrá un cerebro femenino o masculino? Han existido casos documentados de este tipo y, aunque no se cuenta con pruebas neurobiológicas de los cerebros de esos individuos, parece que en muchos de ellos los testigos no sólo aseguraban que parecía físicamente del sexo que creían que era sino que también pensaba como tal. Otro supuesto son los transexuales, quienes se sienten del sexo distinto al que les ha tocado en suerte; ¿de qué "sexo" es su cerebro?


Somos, sobre todo, nuestro cerebro, lo que pensamos, sentimos, recordamos. Y este órgano alucinante, al cual distamos de conocer suficientemente, es capaz de modelarse hasta límites ignorados. Las características sexuales son lo bastante importantes para que se traduzcan en diferencias en el cerebro, pero tengo para mí que mucho más lo son los avatares que le van ocurriendo al individuo durante su vida. Como éstos viene fortísimamente condicionados por el modelo ideológico construido socialmente el cual, a su vez, responde en altísimo grado a la distinción sexual, lo más frecuente es que las eventuales diferencias de partida entre sexos se vayan amplificando y, en efecto, la mayoría de la gente tenga cerebros masculinos o femeninos, reforzando el tópico. Pero no estoy nada seguro de que haya de ser necesariamente (biológicamente) así.

En fin, mi conclusión es que no lo tengo nada claro, por más que el tema me interesa y procuro leer lo que encuentro al respecto (Lansky, se agradecerá bibliografía).

 
Gonna change my way of thinking - Bob Dylan (Slow Train Coming, 1979)

miércoles, 5 de febrero de 2014

Soluciones a los dos acertijos viejos

Cerrado ya el plazo de admisión de respuestas al doble acertijo del pasado viernes, y una vez verificadas las más de dos millones de cartas recibidas por el equipo de notarios del Ilustre Colegio de Chipunia que hube de contratar a tal efecto, paso a dar las soluciones a los mismos.

Las parejas adulterinas que se topan de frente en el lobby del hotel lo hacen porque una de ellas está saliendo y la otra entrando. Es decir, una de ellas ya ha pasado su buen rato de retozos y sudores mientras que la otra aún no. De ahí que a la mujer que acompaña al marido ajeno dispuesta a disfrutar de algún que otro orgasmo ilícito no le parezca justa la propuesta de su legítimo, quien ya ha saciado sus libidinosos deseos. Como me apunta C.C, la contestación completa de la buena señora a su esposo habría sido algo así como: "no me parece justo. Si queréis, esperadnos; pero os advierto que vamos a follar un buen rato".

Los acertantes de este primer acertijo han sido Números y la mentada C.C. Hechos los correspondientes cálculos en mi potente ordenador, se obtiene una tasa del 50% respecto del total de concursantes, porcentaje que para una muestra tan altamente representativa puede considerarse muy prometedor. Los otros dos concursantes o se rindieron después de intentar resolver el enigma con poco empeño (Vanbrugh) o ni siquiera se molestaron en hacerlo (Molón). Y sin embargo, ahora que se ve la solución, ¿a que era fácil? ¿a que es obvia? Esto es justamente lo que caracteriza a este tipo de problemillas. Y su única dificultad radica en que no se prestan a priori a aplicarles un método enlatado de razonamiento. El ingenio se enfrenta a ellos sin saber cuáles de las muletas disponibles –esas a las que recurrimos habitualmente– nos vale para dar los breves pasos (apenas uno diría yo) que permiten llegar a la meta. La solución suele aparecer como un destello, se ve, no se deduce. Pero, al fin y al cabo, esta capacidad de la mente humana es quizá la más útil en todos los saltos cualitativos en el saber humano.

Naturalmente, poco valen este tipo de acertijos para los tests de inteligencias y similares pruebas absurdas de medición de las potencias mentales. Que uno vea o no las soluciones es casi resultado del azar. Sin embargo, estos problemillas son de los que más joden, al menos a mí, porque, hasta que se me ilumina el cerebro de golpe, me paso largos ratos dándole vueltas obcecadamente por rumbos erróneos que cada vez me alejan más de la meta y –lo que es más irritante– sabiendo de antemano que la respuesta será una obviedad infantil, lo que efectivamente a la postre compruebo. De la misma clase que el que propuse es este enigma que ayer vi en mi muro de Facebook: cuál es una palabra de 4 letras que tiene 3 aunque se escribe con 6 mientras tiene 8 raramente consta de 9 y nunca se escribe con 5. Una tontería, ¿verdad? Pensamiento lateral, le dicen.

El segundo acertijo era bastante más ortodoxo, aunque también requería de una cierta dosis de imaginación, salvo que se estuviera dispuesto a emplear lo que los descifradores de códigos llaman la fuerza bruta que en este caso sería ponerse a hacer metódicamente todas las combinaciones posibles de rellenos y trasvases de agua con los dos recipientes. En este caso, la tasa de aciertos ha alcanzado un brillante 100%, aún cuando yo diría que sin ser tampoco difícil, éste lo era más que el otro. Lo curioso es que el 75% de los concursantes, los de sexo masculino, plantearon en primera instancia una solución que, cumpliendo los requisitos de enunciado (y siendo por tanto válida) era más complicada que la que debe entenderse como la más correcta; es decir, necesitaba más pasos de los necesarios y el consumo de mayor capacidad de agua. Una vez que indiqué en la pertinente actualización que debían mejorarla, el grupo completo de varones llegó sin dificultades a la meta e incluso uno de ellos (Números) me aseguró que ya no podía simplificarse más (cuestión que dejaba abierta, pues al fin y al cabo, sólo contaba con mi propia solución).

En cambio, la muestra femenina (25% del amplísimo número de concursantes) fue directamente a la solución simple, lo cual pareciera corroborar el tópico de que la manera de pensar de las mujeres es más directa, que evitan meterse en desvíos razonadores que, aunque también lleguen al mismo punto, hacen el camino más largo. Pese a la apabullante corroboración estadística, declaro mi escepticismo sobre la validez de lo que me sigue pareciendo una hipótesis poco seria. No creo que quepa llegar a conclusiones simplonas sobre las diferencias de los cerebros humanos desde la variable sexual, pero aún así dejo constancia de ello.

Paso pues a dar la solución a este segundo enigma. El mejor método de quedarse con seis litros de agua en el recipiente con capacidad para nueve se logra mediante los siguientes ocho pasos (llamando "paso", como ya dije en la actualización del post, a cada estado diferente de la capacidad de agua de los dos recipientes):

  • Paso 1: Se llena de agua el envase de 9 litro. (0-9)
  • Paso 2: Se vacía parcialmente el envase de 9 litros llenando hasta el tope el de 4. (4-5)
  • Paso 3: Se vacía el envase de 4 litros. (0-5)
  • Paso 4: Se vacía parcialmente el envase de 9 litros llenando hasta el tope el de 4. (4-1)
  • Paso 5: Se vacía el envase de 4 litros. (0-1)
  • Paso 6: Se vierte el agua del envase de 9 litros al envase vacío de 4 litros. (1-0)
  • Paso 7: Se llena totalmente el envase de 9 litros. (1-9)
  • Paso 8: Se vacía parcialmente el envase de 9 litros llenando hasta el tope el de 4 (4-6)

Como se puede comprobar, se han empleado 18 litros de agua. Las primeras soluciones del "grupo masculino" exigían 16 pasos y consumían 24 litros.

Por último, pese a la nutrida participación obtenida (que ha desbordado con creces las más optimistas expectativas) he de dejar constancia de algunas llamativas ausencias entre los habituales de este blog. En primer lugar Grillo, quien confiesa su reprobable pereza para ni siquiera intentarlo, pero aprovecha para sugerir, al hilo del primer enigma, que los contratos matrimoniales tengan duración limitada a tres años, propuesta que, a mi entender, no cambiaría demasiado las cosas ni evitaría los problemas (suponiendo que lo sean) que pretende evitar. La segunda significativa ausencia –en este caso absoluta– es la de quien ostenta de lejos el record entre los comentaristas de este blog, que no es otro que Lansky. Ay, ay, ay ...

lunes, 3 de febrero de 2014

La Virgen de Candelaria (1)

El libro de Fray Alonso
Ayer, 2 de febrero, fue la fiesta de la Virgen de la Candelaria, patrona de Tenerife y del entero archipiélago desde 1599, aunque en 1914 la del Pino fue ascendida a patrona de la provincia oriental (también existe el pleito insular en las devociones marianas). Hoy lunes, por tanto, no es laborable en esta isla para que los tinerfeños descansen y puedan agradecer a la madre de Cristo las tantas bendiciones con que ha colmado este rinconcito atlántico. Yo, por mi parte, en desagravio por no haber peregrinado a la Basílica de Candelaria como ordena la tradición, he aprovechado para releer la primera narración del milagroso aparecimiento de Nuestra Señora en la Isla, que es obra del dominico Fray Alonso de Espinosa, alcalaíno misionero en Guatemala que, instalado después en Canarias, investigó la piadosa leyenda y publicó su historia a finales del siglo XVI en Sevilla. He de confesar que desde siempre me ha admirado la pródiga actividad viajera de la Virgen, que cualquiera diría que se aburre en el Cielo y necesita a cada momento aparecerse en cualquier lugar y de las formas más inusitadas. Qué duda cabe de que sus presentaciones han sido uno de los más eficaces recursos para propagar la fe verdadera y además, como contribución menor pero nada desdeñable, ha permitido disponer de un amplísimo surtido de nombres propios para bautizar a las niñas (Pilar, Guadalupe, Inmaculada, Concepción, Fátima, Paz, Lourdes, Rosario, Mercedes, Montserrat, Caridad, Socorro, Ángeles, Aránzazu, Begoña, Covadonga, Almudena ... y podría seguir sin llegar nunca a estar seguro de haber agotado el elenco). Lógicamente, en Tenerife hay muchas Candelarias, 3.640 según el INE, el 36% de todas las que residen en España; sin embargo, debido a la creciente irreligiosidad, cada vez hay menos Candes en Tenerife y mientras en los años 50 y 60 era el nombre más común para las recién nacidas en esta provincia, desde la década de los ochenta ha desaparecido del ranking de los veinte más frecuentes.

Cruz de tea en el Llano de la Virgen
Pero volvamos a la aparición de la Virgen en esta isla según nos la cuenta el bueno de fray Alonso. Lo hizo hacia finales del siglo XIV (aunque hay quienes datan el suceso a principios de esa centuria) en forma de estatua, una talla gótica de un metro de altura aproximadamente contando la peana en que apoyaba los pies. María estaba de pie, con la cabeza recta y mirada –algo perdida– al frente, en el brazo derecho sostenía a un desnudito Niño Jesús (prácticamente levitando en su mano) que aprisionaba entre sus manitas un pajarillo, y con la mano izquierda aferraba una vela verde. La imagen era polícroma: la peana encarnada, la túnica dorada, el manto azul salpicado de estrellas doradas, los cabellos de madre y niño rubios, y las pieles de ambos sonrosadas, y no morena como se la conoce en la actualidad. La señora se posó erguida sobre una roca a la orilla del mar, " junto a una playa de arena que tendrá una legua de largo, a la boca de un barranco". Ese barranco es el de Chinguaro, que hoy marca el límite sur del área urbanizada del polígono industrial del Valle de Güímar y desemboca en el caserío de El Socorro, famoso por la romería popular de todos los septiembres. El lugar exacto de la aparición es el llamado Llano de la Virgen, una explanada situada en la "trasplaya" inmediata a la playa de Chimisay, en el que se dispuso un sencillo humilladero coronado por una cruz de tea para conmemorar la milagrosa aparición. Casi al lado existe el brocal de un pozo de agua salobre que según la tradición ya era usado por los pastores guanches. Todo ese entorno está declarado como Bien de Interés Cultural con la categoría de Sitio Histórico, mediante Decreto del Gobierno de Canarias de 5 de mayo de 2009.

Anónimo del XVIII (Icod)
Quienes por primera vez avistaron la sagrada imagen fueron dos pastores (oficio que es muy del gusto de Nuestra Señora) que probablemente llevaban sus cabras a abrevar al pozo de Chimisay. Parece que los animales se les arremolinaron inquietos al ver la estatua y uno de los pastores, "creyendo que su ganado se espantaba porque sentía gente, y pensando que fuesen algunos naturales que les querían robar y saltear su ganado, como lo tenían por costumbre de hurtarse unos a otros, para certificarse pasó adelante, y mirando hacia aquella parte del barranco, vido la Santa Imagen que estaba en pie sobre una peña. Y como persona que de semejantes visiones estaba desusada, no sin pavor, se la puso a considerar, y parecióle (porque tenía un niño en brazos) ser mujer, aunque extrañó el traje y color". Entre los guanches estaba prohibido hablar con una mujer a solas y en lugar apartado, así que ambos pastores se pusieron desde lejos a hacerle aspavientos para que se apartara; pero, qué va, la extraña mujer permanecía impasible, mirándoles fijamente pero sin darse por enterada. Poco a poco se irían amohinando (preciosa palabra que usa Fray Alonso) estos tipos, cuyos nombres no han merecido la gloria de la posteridad, hasta el punto de que uno de ellos decidió lanzarle a la orgullosa dama unas pedradas de advertencia, a ver si así reaccionaba. Pero en cuanto alzó el brazo para hacerlo, éste se le quedó yerto en una especie de proto-saludo comunista, sin que pudiera moverlo de esa ridícula posición. Este fue el primer milagro de la Virgen en tierras canarias, un simple acto de autodefensa no demasiado espectacular. Supongo que pensarían que había hecho un mal jeito (voz canaria proveniente del portugués) y no se impresionarían demasiado, porque el compañero decidió atreverse a comprobar qué es lo que pasaba y "llegándose cerca con más miedo que vergüenza, tomó una tabona, que es una piedra prieta y lisa como azabache que, herida una con otra, se hace en rajas y queda con filo como navaja, con que sangran y sajan; tomando, pues, esta piedra, se llegó a la Santa Imagen para quererle cortar un dedo de la mano, por satisfacer a su ignorancia y ver si sentía; y poniendo el dedo de la imagen sobre el suyo, y comenzando a cortar sobre él hallóse el necio burlado, porque la herida se daba a sí propio en sus dedos, sin hacer daño a la mano de la Santa Imagen. Y siendo aún porfiado y pertinaz (porque era necio), probó otra vez, mas caíale a cuestas, porque sus dedos estaban corriendo sangre de las heridas que él propio si querer se daba, y los de la Santa Imagen quedaron libres y sanos, sin señal alguna". Segundo milagro, pues, este también meramente defensivo aunque de algo más de gravedad (es que estos guanches no escarmientan, pensaría la Virgen).

Lámina del XIX de la cueva de Chinguaro
A este punto, los dos pastores espantados se habían convencido de que asistían a un prodigio y se apresuraron a ir a contárselo al Mencey de Güímar, su señor natural, que era Acaymo, segundo hijo del gran Tinerfe que, a la muerte de éste y división de la Isla, le tocó reinar sobre la actual comarca del Valle de Güímar (no confundirlo con su sobrino homónimo, que sería mencey de Tacoronte y uno de los más encarnizados resistentes a los conquistadores castellanos, al contrario que los señores de la vertiente suroriental). La residencia estival de Acaymo era una cueva-palacio situada a unos dos kilómetros remontando el barranco, uno de los puntos de mayor interés arqueológico de la Isla que ha sido casi destruido recientemente por obra y gracia de nuestra Santa Iglesia Católica, con la loable intención de realzar la devoción mariana (pero de esta triste historia ya hablaré otro día). Oídas las nuevas, el mencey convoca ahí mismo al Tagoror –la asamblea de notables– y deciden bajar a ver a esa mujer estática y milagrosa, poniendo en práctica la primera romería del Socorro, mucho antes de que ésta se institucionalizara. La Virgen seguía en su sitio, por supuesto, y según nos cuenta el buen fraile todos se admiraron de la majestad que irradiaba. Acaymo decide que hay que llevarla a Chinguaro pero ninguno se atreve a ponerle la mano encima, no fueran a quedarse mancos. Ordena entonces que sean los dos pastores quienes lo hagan porque pensaría, digo yo, que total ya estaban lisiados. Y hete aquí que "llegan los dos pastores, el uno manco de los dedos de la mano y el otro del brazo, y, en poniendo sus manos y tocando la Santa Reliquia para verla de alzar (cosa milagrosa), quedan el uno y el otro de sus lesiones sanos y buenos, con grande admiración de los presentes, que con voces y silbos aplaudían el hecho, y gratificaban y agradecían el beneficio recibido". Perdido el miedo, el propio mencey, ayudado de sus nobles, quiere ser quien cargue con la imagen, convencido a esas alturas de que se trataba de la diosa madre del panteón guanche, Chaxiraxi. Naturalmente, que la gran diosa se hubiese materializado, por más que solo en efigie, en su territorio le planteaba a Acaymo delicados problemas políticos. Ha de recordarse que, a unos cien años de la conquista de Tenerife, la isla había quedado dividido en nueve reinos tras la muerte del gran Tinerfe, mencey único desde su corte en Adeje. Cuando a la Virgen le dio por presentarse, los nueve hijos de Tinerfe mantenían sus dominios no libres de tensiones, y atentos cada uno a lo que hacían los demás. Por eso es lógico que Acaymo los convocara para decidir entre todos el destino de tan singular extranjera. Pero ya seguiré la historieta en un próximo capítulo.