miércoles, 22 de abril de 2015

Llamada desde Londres

– Mi general, es la señora Thatcher.

Galtieri congeló el movimiento de su mano hacia la bombilla del mate. Por unos segundos, los dos militares se miraron en silencio. La puta, exclamó el almirante Anaya, esa mujer es bruja o nos ha puesto micrófonos. En todo caso, Leo, no sé si es procedente que hablés vos, ¿para qué carajo están los cancilleres?

Se prepara a toda velocidad la conversación telefónica. En la Casa Rosada están Galtieri, Anaya y Nicanor Costa Méndez, el ministro de relaciones exteriores, único que habla inglés con fluidez. Era el viernes 26 de febrero de 1982 hacia las tres de la tarde en Buenos Aires, las siete en Londres.

Primeros intercambios de saludos, breves comentarios triviales a tres voces (inglés-español-español y viceversa). Enseguida la Thatcher entra en materia, no era mujer de andarse con rodeos.

– General, ya está bien de tanta alharaca con las Falkland. Ha llegado el momento de los hechos.

– Sí, señora, estamos de acuerdo. La Argentina recuperará las Malvinas. ¿Está dispuesta a considerar nuestra propuesta de soberanía compartida bajo el amparo diplomático de Naciones Unidas?

– Déjese de pavadas, general. Vamos a ir a la guerra. Ahora de lo que se trata es de organizarla.

– Pero si han desguarnecido el archipiélago, no tienen fuerzas para defenderlo. ¿Tanto le importan al Reino Unido esas islitas?

– A mí las Falkland me dan igual, general, y en estos tiempos sólo son una fuente de gastos sin contrapartidas. Pero necesito la guerra. El índice de aprobación de mi gobierno está a menos del 20%, el más bajo de la historia desde que se hacen sondeos de opinión, los sindicatos, en especial los mineros, me tienen paralizada. Así que, o cambian radicalmente las cosas, o el próximo año ganan los laboristas y se va al carajo todo.

– Primera ministro, la soberanía argentina de las Malvinas es cuestión de justicia y habremos de lograrla con la guerra, si es necesaria. Pero, con todos mis respetos, no me parece que haya que hacerla sólo para que usted gane las elecciones.

– No se trata de mí, general, sino de la Cruzada en la que ambos, tanto la Argentina como este gobierno de Su Majestad, estamos comprometidos. Se trata de erradicar, a ser posible definitivamente, las nefandas políticas socialistas. ¿Acaso ustedes no han tomado el poder para salvar a su patria del marxismo?

– Y claro ... Bastante nos está costando. Acá tenemos demasiados subversivos; no piense usted que las cosas son fáciles.

– Lo sé, General. Sé, por ejemplo, que las políticas económicas que diseñó el doctor Martínez de la Hoz, a pesar del decidido apoyo del FMI, no han conseguido todavía mejorar la situación, que incluso la crisis económica se ha agravado y hay pobreza generalizada en su país. Aún así, están haciendo lo correcto. Ya querría yo tener en mi país la misma fuerza que ustedes en Argentina, pero si no cambia la opinión pública fracasaré. Ustedes, los sudamericanos, tendrán el honor histórico de haber sido los primeros en ensayar la nueva vía de transformación social y económica que ha de imperar en el nuevo mundo, de liberar a la humanidad de las perniciosas ideas socialistas. Como sabe, el presidente Reagan, buen amigo, apoya sin fisuras este esfuerzo y está dispuesto a asumir el liderazgo de este gran movimiento. El mayor riesgo para afianzar los principios del liberalismo está en Europa, general, y yo soy la abanderada. Si mis reformas son socavadas por los sindicalistas y el resto de quienes siguen defendiendo un Estado intervencionista sobre el libre mercado, corremos el riesgo de que nuestra revolución no llegue a cuajar en Europa. No se trata sólo de un proceso de reorganización nacional, como acertadamente han denominado ustedes lo que están haciendo en Argentina, sino mundial.

– Ha conseguido impresionarme, señora. Sin duda tiene razón, y ha de saber que quienes asumimos el sacrificado esfuerzo de salvar a nuestra patria siempre hemos sido conscientes de la importancia de nuestra misión histórica.

– Pues por eso han de dar ahora, ya de una vez, el paso necesario, tanto por la Argentina como por la Gran Bretaña, por el nuevo orden mundial, en suma. Deben invadir las Falkland y yo, entonces, habré de enviar a mis fuerzas para recuperarlas. De ese modo, el fervor patriótico de nuestros ciudadanos les pondrá al lado de los respectivos gobiernos y así lograremos nuestros objetivos de transformación social y económica.

– Pero una guerra tiene un coste ...

– Supongo, general, que no les preocuparan seriamente las bajas que pueda haber; ustedes ya han demostrado que no se arredran cuando han de extirparse los elementos cancerígenos de la sociedad.

– Para serle honesto, señora, estaba pensando en el futuro del régimen militar si resultáramos derrotados.

– Serán derrotados, general, no le quepa la menor duda. Y –seamos francos– es más que probable que la derrota les fuerce a convocar elecciones y abandonar el control del país. También esto forma parte del compromiso patriótico que han de saber asumir; la Junta está ya por cumplir su misión histórica. Pero no se preocupe, que garantizaremos su seguridad y velaremos para que la Argentina no regrese nunca a las equivocadas prácticas pasadas. En todo caso, como ya le he dicho, lo que está en juego ahora es más grande que el futuro de un país.

– En conclusión, señora, está urgiéndonos a que ocupemos las Malvinas.

– Así es, general. Han de tomar ustedes la iniciativa, lo cual, además, les beneficiará enormemente ante su pueblo. Un empresario argentino de chatarra, un tal Constantino Davidoff, ha firmado un contrato, autorizado por nuestra embajada en Buenos Aires, para desmantelar unas viejas instalaciones balleneras en la isla San Pedro. El pasado diciembre, la armada argentina trasladó al personal de este hombre a las Falkland. Hemos pensado que, en su próximo viaje, el propio Davidoff debería provocar algún incidente reivindicativo, por ejemplo izar la bandera argentina en alguna isla. Nosotros protestaríamos, ustedes invadirían el archipiélago y a partir de ahí se montaría la guerra. Un conflicto breve, claro, y que ha de llevarse lo antes posible para que todo quede resuelto antes de que llegue el invierno austral. A través de los conductos habituales ya iremos precisando los detalles, general.

– Bien, señora. Comprenderá que hemos de discutir esto entre nosotros.

– Desde luego, general, pero tenemos poco tiempo. Le sugeriría que se ponga en contacto con el Secretario de Estado norteamericano, Mr. Haig. Nosotros no volveremos a hablar hasta que acabe esta situación; si le he llamado, es porque entiendo que debía de conocer de mi propia boca la valoración de los hechos y las decisiones adoptadas. Somos todos, general, peones al servicio del gran devenir de la Historia. Quiero despedirme, transmitiéndole el alto respeto que siento por usted y sus colegas, y deseándole la más venturosa fortuna a la noble nación argentina. Adiós, general.

– Muchas gracias, señora primer ministro. Saludos en mi nombre y en el de la Junta Militar argentina.

Tiene huevos la inglesa conchasumadre, dijo Anaya tras el largo silencio que siguió al corte de la comunicación, ¿y ahora?

sábado, 18 de abril de 2015

Con el comunismo se vivía mejor (en el capitalismo)

Primer enunciado: la lógica interna del capitalismo conduce inexorablemente a expandir la actividad económica –basada en el incremento de beneficios– al mayor número posible de actividades humanas, lo que a su vez exige el sometimiento a la propiedad privada del mayor número posible de cosas. Así, el que no es exagerado calificar como el más importante economista de los tiempos modernos (medida la importancia en términos de influencia sobre las sociedades humanas), Milton Friedman, sostuvo toda su vida que había de someterse al "libre mercado" la práctica totalidad de la actividad, limitándose el Estado a proveer los servicios mínimos imprescindibles para que el capitalismo pudiera desenvolverse sin ninguna traba. Esos servicios casi pueden reducirse a los represivos para asegurar las condiciones de orden público necesarias para que los agentes capitalistas desarrollen sus actividades sin interferencias, evitando, entre ellas, las incómodas reacciones contrarias al mercado que, con repetitiva insistencia, suelen protagonizar quienes no se sienten partícipes de los cuantiosos beneficios del crecimiento económico. Desde luego, para Friedman y sus seguidores –cuyo discurso es actualmente el prevalente–, entre esos servicios que ha de proveer el Estado al margen del mercado no se encuentran, por ejemplo, la sanidad o la educación.

Segundo enunciado (consecuencia del anterior): para quienes están convencidos de que el capitalismo es el sistema ideal, la mejor forma –si no la única– de que funcione la economía y, consiguientemente, de resolver las necesidades materiales de la humanidad, la peor de las pesadillas es que el Estado aboliera la propiedad privada (de los medios de producción). Esa pesadilla ocurrió en 1917 en el país más grande del mundo (en extensión), dando origen a la Unión Soviética. Tras la Segunda Guerra Mundial, gran parte de la Europa del Este cayó bajo el área de influencia de la URSS conformándose varios estados comunistas. Además, en el marco de la posterior Guerra Fría (especialmente a través de los procesos de descolonización a partir de los sesenta), en muchos países africanos y asiáticos también se impusieron gobiernos comunistas. Como es lógico, la lucha contra el comunismo liderada por los poderosos USA, se convirtió en el mantra indiscutible del "mundo libre" (aunque de éste formaran parte países que, ni siquiera bajo una óptica formal, fueran democráticos, entre ellos el nuestro). Esa guerra duró siete décadas del siglo pasado y, como es más que sabido, acabó con la victoria absoluta del capitalismo; el comunismo se rindió sin condiciones, fue completamente derrotado y extirpado para siempre: fin de la Historia (Fukuyama).

Tercer enunciado: la Gran Depresión de los Treinta fue probablemente la gran crisis que frenó en seco la expansión del capitalismo y puso de manifiesto sus desastrosos efectos sobre la inmensa mayoría de la población mundial, y en especial, en las sociedades desarrolladas europeas y norteamericanas. Como es de sobra sabido, la primera respuesta efectiva se dio en Estados Unidos bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt, implementando la política económica que se llamó New Deal. En Europa, en cambio, la crisis de los treinta acabó con la Segunda Guerra Mundial y su la debacle de muerte y destrucción consecuente (nosotros nos adelantamos en la catástrofe); así que la remontada económica hubo de esperar en nuestro continente a la segunda parte de los cuarenta (y en España hasta avanzados los cincuenta). En ambos entornos –USA y Europa–, pero también en Japón y varios países latinoamericanos, la ideología dominante pasó a ser que no podía dejarse la economía a la voluntad de los mercados y que el Estado debía de intervenir, tanto de agente inversor en sí mismo como de regulador de los mecanismos capitalistas, para evitar los excesos que habían llevado al crack del 29. Con este sustento teórico –que odiaban Friedman y sus colegas de la universidad de Chicago– se fue construyendo el llamado Estado del Bienestar (aunque me gusta más Estado Social) en la mayoría de los países occidentales, aunque con distintos grados de intensidad y extensión.

¿Significa esto que en las décadas centrales del siglo XX los capitalistas se habían convencido de que el sistema se había desbocado y de que era necesario embridarlo? No, en absoluto. Habían comprobado, claro, que el capitalismo feroz suponía para una gran mayoría de la población durísimas condiciones de vida, pero eso era algo a lo que los que se lucraban –y mucho– del sistema ya estaban acostumbrados desde tiempos inmemoriales y uno no se hace rico albergando patéticas compasiones. Sin embargo, también se dieron cuenta de que esas muchedumbres empobrecidas estaban muy cabreadas. Históricamente la ira de esa gente no les había importado; bastaba recurrir a las fuerzas de orden público para acabar con los intentos revolucionarios. Pero desde el triunfo de la Revolución Rusa existía ya un referente real para el movimiento obrero, un país donde se había acabado con el capitalismo. Así, la mera existencia de la URSS hizo que en Occidente, quienes se oponían al capitalismo, supieron que había una alternativa, que éste no era inevitable (una ley tan absoluta como las de la Física, nos dicen ahora). Y esta referencia los volvió mucho más poderosos, hizo que los capitalistas sintieran miedo.

Seguramente Keynes (y los economistas del New Deal) creería sinceramente en la necesidad de regular el capitalismo y de la intervención del Estado en la economía. Pero la puesta en práctica de todas estas teorías no fue la consecuencia de ningún convencimiento intelectual de los líderes políticos, quienes no habrían podido hacerlo sin el permiso de los poderes fácticos (del capital). Y los poderes fácticos admitieron que esas nuevas teorías económicas se llevaran a la práctica porque las mismas abrían una tercera vía, daban otra alternativa a las reivindicaciones populares distinta de la del comunismo. De tal modo, el objetivo ideológico de los señores del dinero durante la Guerra Fría fue doble: de un lado, acogotar lo más posible el desarrollo económico de la Unión Soviética y sus países satélites para demostrar que el comunismo no era una opción viable; de otro, sin desmontar el capitalismo, limitar su voracidad y otorgar compensaciones sociales para lograr un mayor consenso público con el sistema económico. Ambos objetivos se lograron.

Pero el comunismo se derrumbó y, como consecuencia casi instantánea, se dio un brutal giro ideológico (la llamada revolución conservadora de Reagan y Thatcher). De pronto, las teorías keynesianas y análogas pasaron a ser erróneas y se recuperó a toda prisa el discurso neoliberal de Friedman (que, por cierto, se había ensayado en los setenta en el Cono Sur americano). Para nada importaba que la gran mayoría de la población que había sido gobernada en las décadas anteriores bajo políticas "socialdemócratas" hubiera mejorado sensiblemente sus niveles de vida; tampoco que los experimentos económicos brutalmente impuestos en Chile, Argentina o Brasil hubiesen llevado sus economías al desastre. Al fin y al cabo, los intereses de los grandes capitalistas nada tienen que ver con los de "la gente" (es más, suelen ser contrarios), por mucho que se nos cuente la teoría del crecimiento económico que se "filtra" de arriba hacia abajo. Desaparecido el comunismo, demostrada su inviabilidad por la Historia –pero la Historia nunca demuestra nada–, el miedo de los señores del dinero también se disipó: sus víctimas se habían quedado sin opciones, y ahora podían dedicarse a recuperar a pasos acelerados –con sabrosas ganancias– las concesiones que admitieron cuando estuvieron obligados a vestir pieles de cordero. Y a fe que lo llevan haciendo, sin que parezca que su voracidad tenga límites. Por eso, quienes hemos tenido la suerte de vivir pasados años en Occidente deberíamos estar agradecidos a la Unión Soviética (probablemente, también la gran mayoría de rusos, visto lo que ocurrió allí –como en tantos otros sitios– con Yeltsin).

miércoles, 15 de abril de 2015

El caso Juan Fernando

En octubre de 2004 el Congreso de los Diputados aprobó por unanimidad (320 votos, lo que significa que había 55 diputados ausentes) la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Al amparo de esa norma se crearon Juzgados de Violencia sobre la Mujer para ocuparse de todos los delitos tipificados en el Código Penal (homicidio, aborto, lesiones, lesiones al feto, contra la libertad, contra la integridad moral, contra la libertad e indemnidad sexuales, etc) siempre que se cometiesen contra quien esté o haya estado ligada al autor por relación de afectividad, así como de los cometidos sobre los menores o incapaces dependientes; también se creó una Fiscalía especial contra la violencia sobre la mujer. Consultada la Memoria de 2014 del Fiscal General del Estado, me entero de que entre 2009 y 2013 se presentaron 657.084 denuncias, lo que equivale a una media de 360 diarias, cantidad que me ha sorprendido por lo abultada. Considerando que en España había en ese periodo unos 16,4 millones de varones entre 18 y 70 años (supongo que los mayores y menores de esos límites de edad delinquirán poco en esta materia), resulta que uno de cada veinticinco españoles ha sido denunciado por ejercer violencia de género; aunque supongamos que la proporción sea la mitad (es decir, que cada denunciado acumula de media en estos cinco años dos denuncias), el número me sigue pareciendo muy alto. A esto ha de añadirse que existe el convencimiento de que un número muy alto de mujeres maltratadas no denuncia (por ejemplo, de las 55 mujeres muertas por esta causa en 2013, sólo 10 habían interpuesto denuncia) y recordar que los datos se refieren a un corto periodo de cinco años. Conclusión: parece haber indicios para temer que un porcentaje muy significativo de la población masculina española haya maltratado alguna vez a su pareja. ¿Cuánto de significativo? Pues lo suficiente como para que lo más probable sea que entre el círculo de conocidos cercanos de cada uno de nosotros haya al menos alguno de ellos. Ciertamente preocupante, como no se cansan de advertirnos, en especial cada vez que aparece una nueva y trágica muerte debida a este tipo de violencia.

Uno de los asuntos a los que dedica un epígrafe la citada Memoria del Fiscal es el de las acusaciones y denuncias falsas. En efecto, es recurrente el rumor de que, en situaciones de enemistad en la pareja (caso típico el de un proceso de divorcio), la mujer para hacer daño al varón recurriría a acusarle de haberla maltratado. Durante los cinco años citados, se incoaron apenas 120 procedimientos por denuncia falsa, lo que representa un mínimo 0,018% del total; además, de éstas, sólo 33 –el 0,005%– han resultado acreditadas como falsas. O sea, que, si nos fiamos del acierto judicial, de cada 20.000 casos uno es una acusación falsa. Lo que, claro está, no quita que cualquiera de los 33 varones víctimas de una denuncia falsa durante este periodo haya sufrido un daño tremendo por la acusación. Al mismo grupo –aunque quizá con algunos matices– habría que sumar a los hombres que, tras el proceso judicial, resultan absueltos. A este respecto, parece, en primer lugar, que el número de sentencias anuales es muy inferior al de denuncias (en torno al 36%) porque un alto número de los casos no llega nunca a juicio. Pues resulta que del total de sentencias aproximadamente un tercio son absolutorias, porcentaje también bastante significativo ya que equivale, en los cinco años considerados, a unos 219.000 acusados que, al final, resultó que no habían delinquido (aunque la denuncia contra ellos no era falsa). Hay que tener en cuenta que hay también un número importante de acusaciones retiradas (lo que apunta al miedo de la mujer maltratada o, lo que es casi peor, al autoengaño que la lleva a la situación previa) y, de otra parte, que quiero suponer que incluso en un asunto sobre el que hay una especial sensibilización sigue siendo obligado, para condenar, probar la culpabilidad del acusado; o sea, que más de uno de los absueltos habrá cometido el delito por el que se le enjuició.

En todo caso, aunque sean muy pocos los falsamente acusados de delitos de violencia de género y también proporcionalmente pocos los inocentes, haberlos haylos en ambas categorías. Recientemente nos hemos sorprendido con la noticia de que Juan Fernando López Aguilar, ministro de Justicia durante el primer gobierno de Zapatero, está acusado de delitos de maltrato. A finales de marzo, la policía tuvo que entrar a la fuerza en el domicilio de su mujer e hijos en Las Palmas avisada por los vecinos ante un conato de incendio; parece que ésta dormía en estado de ebriedad con los dos niños gemelos mientras en la cocina encendida se quemaba una sartén con aceite. Hablando con los vecinos, éstos contaron historias de gritos, insultos y golpes, por lo que los policías pusieron los hechos en conocimiento del correspondiente juzgado canarión. Allí, el pasado seis de abril, la mujer declaró que a lo largo de su vida conyugal se habían producido diversos incidentes de agresiones físicas y malos tratos, aunque añadió que no se considera víctima de violencia de género ya que reconoce que ella también lo ha tratado muy mal. El ex-ministro, por su parte, ha declarado públicamente (y con su acostumbrada retórica) que todo es una acusación falsa, motivada por el deseo de su mujer de dañarlo, ya que está llevando muy mal el proceso de divorcio en el que están (López Aguilar lleva bastante tiempo sin vivir en el domicilio conyugal y desde hace años mantiene otra relación afectiva, algo bastante conocido en los mentideros políticos de las Islas). La semana pasada, el PSOE expulsó temporalmente al actual eurodiputado (parece que a petición propia después de que le dijeran que lo iban a hacer) para mostrar la absoluta contundencia del partido ante la violencia de género, aunque respetando la presunción de inocencia (ya, ya). Como Juan Fernando es aforado, el caso ha pasado al Supremo. Ocurra lo que ocurra, parece claro que este hombre está políticamente acabado.

La verdad es que después de verle y oírle, cuesta creer que sea culpable; parece sincero y profundamente dolido, presentando con vehemencia todo el asunto como una venganza de su mujer de la cual, dice, ya le había advertido. Las declaraciones de la cónyuge, en cambio, son bastante incongruentes porque viene a contar que las relaciones eran hostiles por ambas partes desde hace ya tiempo, pero no deja de puntualizar, casi como si fuera anecdótico, que López Aguilar la ha agredido ocasionalmente –data en 2000 el primer incidente– como, por ejemplo, cuando hace unos siete años, en la cama, le hizo una raja en la frente de un cabezazo. Ninguno de tales hechos fue denunciado y, por el contrario, en varias ocasiones declara que su marido era un buen hombre y un excelente padre. Del otro lado, parece que los rumores sobre la violencia del ex-ministro provienen de varias fuentes. El hijo de ella (de una relación anterior), de 31 años y residente en Madrid, había ya denunciado a su padrastro en enero pasado por haber pegado a su madre (tenía un ojo morado). Al día siguiente, a instancias de su madre, la retiró y emitió un comunicado en el que lamentaba el profundo daño causado a López Aguilar a raíz de la denuncia que reconocía tajantemente falsa, admitiendo que la presentó de manera precipitada debido a su estado de intenso nerviosismo. Sin embargo, en una reciente entrevista a El Mundo se desdice (sostiene que el comunicado lo revisó y retocó el propio Juan Fernando) y explica que su madre tiene miedo por no poder mantener a sus hijos en caso de que el ex-ministro acabe en la cárcel.

Quienes conocen al imputado (conozco a unos cuantos) me lo describen como una persona de enorme hiperactividad y muy trabajador pero, a la vez, demasiado convencido de su altísima valía y bastante despectivo hacia los demás. En las elecciones autonómicas de 2007 fue el candidato a la presidencia de Canarias y durante la campaña consiguió romper cualquier posible puente con los partidos rivales por lo que, aunque el PSOE fue el partido más votado, quedó en la oposición como consecuencia del pacto CC-PP (en la siguiente legislatura, una vez fuera López Aguilar de la escena canaria, Coalición Canaria pactó el gobierno con los socialistas). En resumen, que parece que suele resultar antipático, incluso a sus compañeros políticos, como está quedando de manifiesto con el escaso apoyo que recibe en estos días. Pero, lo más llamativo de este asunto –porque, para ser sinceros, no me quita el sueño saber si es o no inocente– es que en julio de 2006, siendo todavía ministro, declaró en referencia a las posibles denuncias falsas que decían que la Ley podía alentar que eran un "coste soportable". Pues va a tener que aplicarse el cuento: demostrar en sus carnes que puede soportar ese coste. ¿Cómo era eso de que somos esclavos de nuestras palabras? A este tipo de carambolas de la vida (siempre suponiendo que sea inocente) se le suele llamar justicia poética.


PS: Las tres primeras fotografías del post forman el tríptico "Lo llevo puesto" (2004) de la artista franco-colombiana Martha Amorocho.

domingo, 12 de abril de 2015

Lonnie Donegan y Cliff Richard & The Shadows

Alexis Korner
La música, y específicamente el rock, constituyó a partir de mis trece-catorce años, uno de los elementos fundamentales de mi propia construcción personal. Nada original, desde luego; sencillamente, esos pocos vinilos –por comparación con la abundantísima disponibilidad actual gracias a la digitalización– que nos prestábamos, grabábamos en cassette y escuchábamos hasta la saciedad (pero sin saciarnos) se convertían en claves de nuestra identificación grupal adolescente, entendida a veces casi como una militancia. Quince años antes, un muchacho de Ealing, como de cualquier otro entorno urbano de Inglaterra, encontraría en la música parecidos efectos aunque, naturalmente, no escucharía los mismos discos. Entre otros motivos, porque ese chico y otros británicos de su generación iban a ser los que en pocos años grabarían las piezas que a mí me encandilarían (y hasta la fecha). Hablo, claro está, de esa camada de chavales nacidos a lo largo de los cuarenta que llevarían el rock todavía balbuceante que venía de los Estados Unidos al inicio de su madurez. Más en concreto, me estoy refiriendo a lo que se llamó el rhytm&blues británico (ése que algunos sostienen que nació en el Ealing Jazz Club) y que yo prefiero denominar blues-rock. De más está decir que para nada es un invento de las Islas, sino de la electrificación del viejo Blues del Delta en el Chicago de los cincuenta gracias a unos cuantos negros que emigraron del Sur (el gran Muddy Waters y otros). Tampoco los chavales que a mí me epataron de crío fueron los primeros en tocarlo en Gran Bretaña; ese título se le suele reservar a Alexis Korner y a su lado habría que poner a John Mayall, que aparecerá en esta película. Pero fueron ellos los que lo consolidaron, los que –como ya he dicho– lograron que a partir del blues el rock se hiciera adulto (gracias, además de a su innegable calidad, al éxito comercial consiguiente). Así que me pregunto qué es lo que escuchaban John y sus amigos en el Ealing de los cincuenta.

Después de la guerra, la influencia de las modas culturales norteamericanas entre los británicos se intensificó, en gran parte debido al estacionamiento permanente de numerosas bases militares. Así que, ciertamente, las radios comerciales de la época empezarían a emitir las canciones de ritmos acelerados de esos nuevos ídolos juveniles, casi todos blanquitos, como Bill Haley (Rock around the clock), Elvis Presley (That’s allright) o Carl Perkins (Blue Suede shoes). Sin embargo, en tiempos previos a nuestra omnipresente globalización, para lograr que la nueva música calara de verdad entre los chavales hacían falta ídolos del país. Así, en la segunda mitad de los cincuenta, se ofrecen dos opciones principales a los inglesitos ansiosos de adoptar músicas identificatorias; personalizándolas en sus representantes más populares fueron Lonnie Donegan, primero, y Cliff Richard y los Shadows, después.



Lonnie Donegan
Donegan, un escocés nacido en 1931, se fue muy jovencito a Londres para dedicarse a tocar la guitarra y el banjo e interpretar country y blues en los clubs de jazz de la capital. Aunque estaba en una banda de jazz, parece que a Lonnie –que, por cierto, no era su verdadero nombre– le gustaba el viejo folk americano y le atraía el skiffle de las jug-bands de los treinta, así que en las pausas de las actuaciones, con otros dos colegas, se ponían a tocar temas de Leadbelly o de Woody Guthrie (el mítico ídolo del jovencito Dylan recién llegado al Greewich neoyorkino) armados de una tabla de lavar, un rudimentario bajo con una caja de té y una barata guitarra española. La tontería tuvo su gancho y Donegan grabó un sencillo de temas folkies que le permitió independizarse como solista. De pronto, entre el 56 y el 57, el skiffle se convirtió en un estilo muy popular en Gran Bretaña y muchos chavales, con ganas de hacerse músicos, lo tomaron como su referencia básica. Fue el caso, por ejemplo, de un grupito de Liverpool, The Quarrymen, formado en 1957 por un tal John Lennon, entonces de dieciséis años. En los últimos cincuenta se desencadenó una verdadera fiebre de skiffle en el Reino Unido, estimándose que había entre 30 y 50.000 grupos dedicados a este estilo (me parece una barbaridad, pero ahí queda el dato). Músicos que en pocos años se convertirían en grandes estrellas del rock empezaron versionando viejos temas folk: Van Morrison, Mick Jagger (aunque luego diría que no le gustaba el estilo), Roger Daltrey (que sería el cantante de los Who), Jimmy Page (futuro líder de Led Zeppelin), David Gilmour (que haría Pink Floyd), Ronnie Wood (Faces), Ritchie Blackmore (Deep Purple), por citar a los más relevantes. En todo caso, el skiffle de Lonegan y sus imitadores no tuvo larga vida en el Reino Unido; la primera oleada de nuevos grupos surgidos a principios de los sesenta, con los Beatles a la cabeza, se ocuparon de pasarlo a una situación marginal.



Cliff Richard
Cliff Richard era bastante más joven que Donegan; de hecho, nació en el 40 –como Lennon, por ejemplo– y, por tanto, puede considerársele entre los mayores de esa revolucionaria (musicalmente hablando) generación británica. De hecho, también como Lennon, empezó interesándose por el skiffle y en el 57 cantaba y tocaba la guitarra con el Dick Teague Skiffle Group. Pero ya los promotores musicales ingleses andaban pensando en la conveniencia de grupos juveniles basados en los modelos americanos –el referente mayor eran los Crickets de Buddy Holly– y un avispado productor decidió impulsar la carrera de los Drifters, la banda en la que Richard con dos guitarristas y un batería habían empezado a emular a los primeros rockeros de USA (por esas fechas Cliff Richard, que en realidad se llamaba Harry Webb, cambia su nombre como homenaje a Little Richard, embelesado por su popular Tutti fruti). En su primer single graban una canción propia, Move it, que alcanza el número 2 en las listas británicas: los ingleses ya tenían su propio Elvis. Pero aunque la popularidad de Richard fue tremenda en aquellos años finales de los cincuenta, su banda (que hubo de pasar a llamarse The Shadows por coincidir el primitivo nombre con el del grupo estadounidense The Drifters) adquirió personalidad y éxito independiente. De hecho, no pocos de los futuros blues-rockers británicos, especialmente los que nacieron en la segunda mitad de los cuarenta y, por tanto, andaban entre los trece y quince años hacia finales de los cincuenta, más que en Cliff Richard, preferían fijarse en Hank Marvin (los que querían ser guitarristas como Jimmy Page, Eric Clapton o Jeff Beck) o en Jet Harris los que ensayaban con el bajo eléctrico. Tal fue el caso de John, nuestro chaval de Ealing, quien enloqueció de alegría cuando con 14 años su padre le regaló un Fender rosa, el mismo bajo que tocaba Harris; se metía en su habitación a practicar delante del espejo imaginándose que se había convertido en su ídolo de los Shadows. Llegaría a hacerlo bastante bien, tanto para ganarse una cierta familla local, tanto para que su nombre le llegara a alguien que necesitaba un bajo para su banda … Pero habían de pasar todavía algunos años.

viernes, 10 de abril de 2015

Ealing en los cincuenta

Buscar filmaciones de Ealing hacia finales de los cincuenta para las primeras escenas. Todavía no formaba parte –administrativamente hablando– del Gran Londres. Me intereso por Ealing (nunca he estado). Del siglo XII data su constitución como parroquia (Santa María): un pueblo de granjeros y también ganaderos. De la iglesia original ya no queda nada. Hacia mediados del XVII, los de Cromwell la machacaron; luego vino la Gran Peste (1665-1666) que mató a la quinta parte de los  londinenses y casi despobló Ealing. A finales de la segunda década del XVIII, el antiguo templo medieval de estilo normando fue demolido para construir en el mismo lugar otro de adusta arquitectura georgiana, ampliado varias veces hasta lo que ahora es (básicamente un pastiche, pero no deja de tener su interés para los amantes del kitsch). En todo caso, lo relevante es que esa ubicación nos indica el origen de la villa, sobre un camino que, descolgándose de la ruta que unía Londres y Oxford, bajaba hasta el Támesis, el límite meridional durante gran parte de la historia de la parroquia de Ealing. Este camino hoy es St. Mary's Road en su tramo norte y Ealing Road en el sur; si siguiera recto y cruzara el río (no lo hace, ha de girarse a la izquierda para llegar al Kew Bridge) entraría en los Royal Botanic Gardens. Pero realmente, la dirección de crecimiento urbanístico del pueblo, especialmente hasta el XIX, fue de la Iglesia hacia el Norte, hasta llegar a la Oxford Road (hoy Uxbridge Road) que cruzaba el territorio de Ealing de Este a Oeste, uno de los ejes históricos de más tráfico, lo que hizo explica las varias posadas en el pueblo. Hoy, esa encrucijada caminera es la zona más densa de la villa (mayoritariamente tapizada por casitas unifamiliares), con el inevitable centro comercial (Marks & Spencer).

La iglesia "actual" a finales del XVIII y principios del XX

Me tengo que cortar porque me enrollo, en este caso por deformación profesional. Veo el plano de una ciudad y trato de reconstruir las trazas de su evolución; ese ejercicio –entretenido como pocos– lo es mucho más en el caso de Londres, una ciudad hecha de agregados de muchos asentamientos que se han ido fusionando "orgánicamente" (me repatea la metáfora, pero es inevitable). Lo opuesto a París, vamos, representando cada una los dos ejemplos extremos y paradigmáticos de dinámicas urbanísticas, ambos excelentes, claro. Pero en fin, pese a todo, he de anotar algunos datos más, necesarios para el encuadre geográfico de la historia. Por ejemplo, que a lo largo del XIX Ealing empezó a convertirse en una opción muy agradable para los londinenses, un lugar para ir a pasear, para hacerse una segunda residencia y, cada vez más, para mudarse a vivir. Uno de los primeros en marcar esta tendencia fue nada menos que el gran arquitecto neoclásico John Soane, quien en los primeros años del siglo se construyó una espectacular villa de recreo, Pitzhanger Manor, en una finca de once hectáreas. Los Soane disfrutaron poco de la lujosa mansión, porque en 1810 la vendieron y durante las siguientes décadas fue cambiando varias veces de dueño –el último fue el historiador Sir Spencer Walpole– hasta que en 1900 la adquirió el Consejo Urbano, justo cuando Ealing estaba a punto de estrenarse como Municipal Borough para convertirla en parque y biblioteca pública. Ahí sigue el parque (el edificio, restaurado en los ochenta es ahora un museo), el más célebre de Ealing, y un ejemplo más de lo bien que hacen los ingleses los espacios libres públicos. Sin duda, los chavales que crecieron en el barrio en los cincuenta debieron conocerlo y disfrutarlo a fondo (la foto adjunta, con cisne incluido, es del año 55).

Ealing Broadway Station en 1957
Pero el gran empujón que iniciaría el imparable proceso de integración de Ealing como una parte más del Great London fue la construcción por la Great Western Railway de la línea ferroviaria que enlazaba Londres y Bristol, promovida desde esta ciudad que estaba perdiendo importancia como puerto comercial a favor de Liverpool. Los primeros 36 kilómetros (desde Paddington hasta Taplow) se abrieron en 1838, con estación en Ealing (ahora que ya no es la única del distrito se llama Ealing Broadway). El éxito de la línea radicó, más que en las mercancías (Bristol no logró impedir que Liverpool la desbancara), en los pasajeros, intensificándose el tráfico de vacaciones hacia la costa Suroeste pero, sobre todo, permitiendo los viajes cortos entre la capital y los suburbios residenciales, de los que Ealing fue uno de los más importantes. Así, durante la época victoriana, poco a poco la villa fue disminuyendo su función de despensa hortícola de Londres y viendo cómo cada vez más londinenses (y de otras partes del reino), mayoritariamente de clase media, iban construyendo sus casitas, de modo que a inicios de XX se había convertido en el entorno residencial de moda, con el apelativo popular –citado por Nicolas Pevsner, el más clásico de los historiadores de la arquitectura inglesa– de "Reina de los suburbios". He de señalar para los despistados que el término "suburbio" en inglés (suburb o suburbia) no tiene ninguna connotación negativa como entre nosotors, más bien lo contrario, ya que suele identificarse con las urbanizaciones unifamiliares de trazados sinuosos y abundantes áreas verdes tan caras a los anglosajones (basadas en todo un movimiento urbanístico creado por Ebenezer Howard). En todo caso, para la Gran Guerra, Ealing había crecido y consolidado, al menos en su parte central, una trama urbana que viene a ser la actual, como puede apreciarse en los tres planos adjuntos que muestran su evolución urbanística (en rojo la iglesia de St. Mary para no perder la referencia).


Con estas pautas de evolución urbana, para después de la Segunda Guerra Mundial y hasta su definitiva integración administrativa en el Gran Londres (1965), Ealing se había conformado como un municipio marcadamente residencial con una pequeña zona de cierta densidad urbana (lo que podríamos llamar el downtown) en el entorno de la estación ferroviaria y la curva del eje histórico hacia Oxford (el tramo denominado The Broadway o The Mall en la actual Uxbridge Road). Allí, habían sido surgiendo macizos edificios de ladrillo de tres o cuatro plantas que albergaban los usos terciarios, generando por tanto la principal "área de centralidad" del núcleo. Uno de los primeros fue The Feathers Public House, erigido en 1872 sobre la anterior posada rural (la foto muestra ese inmueble hacia mediados de los cincuenta), y en la actualidad esos cortos tramos de calles concentran comercios, espacios recreativos, oficinas y la mayor intensidad de tráfico automotor del distrito, aprovechando las viejas construcciones de finales del XIX y principios del XX aunque también en inmuebles más recientes, no del todo acordes a la escala y características de la arquitectura del lugar (como el ya citado Mark's&Spencer).

Así pues, el Ealing de los cincuenta era y no era parte de Londrés. Su población, pasados los rigores de la inmediata posguerra, crecía aceleradamente con nuevos vecinos y no sólo de la capital, sino también de otros lugares de Gran Bretaña (por ejemplo, irlandeses y escoceses) e incluso de fuera como polacos, comunidad que se inició con refugiados durante la II Guerra y que ha crecido considerablemente hasta el punto de que hoy un 6,3% de la población del distrito tiene como lengua materna el polaco (y cuentan con su propia iglesia, católica claro). Supongo –no estoy seguro– que la mayoría de los vecios eran de clase media y media acomodada, atraídos por un barrio residencial atractivo y lo suficientemente cercano a la capital para desplazarse a trabajar en sus oficinas. Los hijos adolescentes de estos británicos que habían pasado la guerra –que son quienes me interesan– habrían crecido probablemente dejados a su aire por unos padres que no recelaban de un entorno tranquilo; me imagino que de vez en cuando se escaparían a Londres que sin duda representaría para esos muchachos del suburbio una tentadora fuente de diversión. Y eso que Ealing, desde principios de siglo, tuvo su propia actividad artística. En 1903 se fundaron en la villa los Ealing Studios, la productora cinematográfica más antigua del mundo entre las todavía existentes. Pero sobre todo, para lo que a mí me interesa, hay que citar el famoso Ealing Jazz Club, abierto en 1959 y que pronto, en los primeros sesenta, se convirtió en uno de los referentes londinenses para el naciente blues-rock (hay quienes opinan que ese lugar es donde empezó el movimiento musical británico, y así consta en una placa reciente). En fin, quería aproximarme a lo que era Ealing en la década de los cincuenta, donde creció John.

martes, 7 de abril de 2015

Clasificación de los instrumentos musicales

¿Cuándo empezó el ser humano a hacer música? Supongo que casi desde siempre; es decir, desde que es humano, hito difícil de precisar en un proceso evolutivo. Habría, claro, que aclarar que entendemos por música pero, a estos efectos, me imagino a alguno de los primeros sapiens entonando una melodía rudimentaria y, a lo mejor, sorprendiéndose agradablemente y corriendo a repetírsela a los colegas del clan. En todo caso, hay constancia de la extensión de la música durante el paleolítico así como del empleo de numerosos objetos para crearla (básicamente de percusión, para dar la base rítmica). Se han hallado raspadores, por ejemplo, que se usaron hace 40-50.000 años, y casi tan antiguas son dos flautas –una de marfil de mamut y otra de hueso de buitre leonado– encontradas recientemente en la cueva Geißenklösterle, en Alemania. Algo más tardíos –unos 15.000 años– pero más variados son los instrumentos hallados en Mizyn (Ucrania), la mayoría de huesos de mamut decorados con ocre: tambores, maracas, flautas. Ya con el sedentarismo y las primeras grandes culturas de la Antigüedad se empiezan a fabricar instrumentos cada vez más complejos y específicos. En Mesopotamia y Egipto (en el IV milenio aC) la música adquiere un alto prestigio, vinculada al poder y a la religión. Los chinos son probablemente quienes desarrollaron más la faceta teórica y sistematizadora, que desde el empirismo se fue imbricando en concepciones filosóficas y simbólicas. En Grecia, la música es ya omnipresente en la vida social (la palabra, por cierto, proviene de su idioma y englobaba tanto la poesía y la danza como la música propiamente dicha) y desarrollan multitud de instrumentos: la lira y la cítara los más importantes, pero también el arpa, el aulos, los krotala (castañuelas), los címbalos, el sistro, el tympanon /tipo de tambor o pandereta que se tocaba con la rodilla) ...

A medida que los humanos iban acotando qué era música (y qué no lo era) y construyendo instrumentos para hacerla, fueron también desarrollando el afán ordenador al respecto. Por lo visto, el esquema más antiguo fue chino, que clasificaba los instrumentos según el material de que estaban constituidos (metal, piedra, arcilla, cuero, seda, madera, calabaza y bambú). En Occidente, en cambio, el factor que pronto (o sea, con los griegos) pareció más relevante fue la forma en que el instrumento producía el sonido. En esa tradición, y con intención de obtener un sistema universal que pudiera encajar todos los instrumentos conocidos y los que estarían por conocer, los musicólogos Erich Von Hornbostel y Curt Sachs –por cierto, ambos judíos y ambos expulsados del III Reich a principios de los treinta– publicaron en 1914 en la Zeitschrift für Ethnologie un sistema clasificatorio dividido en cuatro grupos principales según el elemento vibrante que produce el sonido: aerófonos (lo que vibra es una columna de aire), cordófonos (cuerdas), idiófonos (vibra el instrumento en su totalidad) y membranófonos (una membrana tensa); en 1920, Sachs añadió el grupo de los electrófonos (sonidos producidos por medios electrónicos), supongo que a partir del para la época alucinante invento del Theremín, con las entonces novedosas válvulas de vacío (casi cien años después, yo al menos sigo admirándome con esos cacharros; véase el video adjunto).


La clasificación Hornbostel-Sachs es una adaptación del sistema décimal Dewey, bien conocido por todos los que hemos frecuentado bibliotecas. Mediante la progresiva subdivisión jerárquica (estructura en árbol) se van individualizando los instrumentos de modo que, en teoría, cualquiera de los que el hombre ha usado (o podría inventar en el futuro) encuentra un encaje preciso. Por ejemplo, el grupo 3 de los cordófonos –instrumentos cuyo sonido es emitido por la vibración de una cuerda– tiene un segundo subgrupo, el 32, constituido por los cordófonos compuestos, en los que la caja de resonancia forma parte inseparable del instrumento; a su vez, la siguiente primera subdivisión, código 321, corresponde a los laudes, caracterizados porque el plano de las cuerdas es paralelo a la superficie del resonador; se vuelve a subdividir y el código 321.3 es para los laudes con mango; más todavía y tenemos el 321.32 para los laudes de cuello (el mango se une a la caja de resonancia por un cuello); un paso más para el 321.322, cuando el cuerpo es una caja. Todavía a este grupo de sexto nivel de pormenorización se le añade un sufijo para indicar cómo se hacen vibrar las cuerdas; el 5, por ejemplo, procede cuando se tocan con la mano o los dedos desnudos. Así pues, el código 321.322-5 comprende las guitarras, pero también ukuleles, banjos, violas, vihuelas, tiples, cuatros, charangos ... El sistema ha ido perfeccionándose y cuenta con abundantes revisiones (la última, la del proyecto MIMO, una base de datos online europea que informa en la actualidad sobre 54.076 instrumentos: muy recomendable para curiosear). No obstante, existen algunos extraños y recientes instrumentos que no tienen cabida en la sistemática. Aún así, la Hornbostel-Sachs sigue siendo la clasificación de referencia, si bien vale para lo que vale: permitir un registro sistemático de los instrumentos musicales desde criterios homogéneos que, al menos teóricamente, no vienen condicionados por las variables espacio-temporales, de modo que pueden servir como referentes comunes en los estudios etnomusicales.

Este acercamiento a una de las herramientas metodológicas de los musicólogos se debe a que andaba leyendo sobre el skiffle británico que revolucionó la música popular de las islas durante los cincuenta. Los antecedentes hay que buscarlos en las jug bands de las primeras décadas del pasado siglo, formadas por negros que hacían música con objetos caseros de lo más diverso. Tocaban con tablas de lavar (washboard), idiófono con código 112.2: impacto indirecto mediante raspado; botellas (jugs), normalmente de vidrio, en las que soplaban, aerófono con código 421.13: flautas globulares sin aeroducto; el bajo-cubo de lavar (washtube bass) o bidófono, un rudimentario contrabajo de una sola cuerda, cordófono que parece no tener código específico; la guitarra de caja de cigarros (cigar box guitar), cuyo nombre es suficientemente explicativo, cordófono que ha de tener el código 321.322-5 que usé antes como ejemplo; la sierra musical (musical saw), lámina de acero que se toca con arco y modulando su tensión y curvatura con la mano, idiófono de fricción directa con código 131.22; mirlitones de peine y papel (comb-and-paper kazoos), membráfonos con el código 241, instrumentos en los que se hace vibrar directamente la membrana, sin que el aire pase a través de una cámara. Las jug bands también usaban algún que otro instrumento convencional, como guitarras acústicas o banjos, pero desde luego resultan mucho más interesantes esos otros. Si nos fijamos en el primer dígito de los seis artefactos caseros citados puede comprobarse que cubren los cuatro grandes grupos de la clasificación Hornbostel-Sachs: percusión, membranas, cuerdas y viento: con qué poquito se hace una orquesta que no suena nada mal.
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domingo, 5 de abril de 2015

Tenía mucha prisa

Fumaba y no cesaba de hablar, el cigarrillo en tembloroso equilibrio sobre el labio. La escena de la panadería de su pueblo, tan amarcordiana, cuando después de comprar las barras encargadas por su madre notó que su hermano menor no iba con él. Y volvió a la tienda y no había nadie al mostrador y entonces pasó detrás, descorrió la cortina y ahí estaba el enano de solo quince años con la inmensa teta de Concha en las manos, en la boca. La panadera le gritó furiosa, lárgate le dijo, y él sintió ira, contaba, su hermanito menor, todavía lampiño, mientras yo aún no me había comido una rosca. Así que grité también yo, tenemos que irnos Juan o mamá me echara la bronca. Y Juan sonrió y se levantó y lo siguió, dócil y en silencio. Mientras subíamos la cuesta quería matarlo, contaba, pero en cambio le pedí que convenciera a Concha para que me admitiera a esos juegos, le chantajeé con ir con el cuento pero no habría hecho falta. Ese fin de semana Concha, a regañadientes, nos invitó a los dos a la trastienda. Yo tenía dieciocho años, masculló aplastando la colilla contra el muro de piedra.

Siempre tuvo prisa, iba contando, y no soportaba obstáculos que le retrasasen; pero nunca supe a dónde quería ir. Fueron a Madrid en el 79, los dos hermanos juntos porque así lo quisieron los padres, que el mayor, más sensato, cuidase del pequeño, muy inteligente sí pero demasiado alocado. Juan iba a estudiar Caminos, yo, que no había acabado el bachillerato, trabajaría en la gestoría del tío Julián, que no era tío sino un antiguo pretendiente de mi madre, pero de eso me enteré más tarde, nos decía, una tarde después del cierre del local que estaba por Ventas en que Julián, ya bastante cargado, quiso que nos acabáramos una botella de un brandy asqueroso para hablar de hombre a hombre. Tú has salido a tu padre, igual de feo que él, contaba que le había dicho el tipo, pero se te nota buen fondo. En cambio tu hermano, ése es tan guapo y listo como tu madre, pero acabará mal. Y entonces se reía con carcajadas atragantadas, lloraba de risa el cabrón, Juan sería mi hijo, balbuceaba y siguió riendo hasta caer borracho del todo sobre el escritorio.

Encendía un cigarrillo con el pucho del extinto y seguía hablando, como si la voz fuera autónoma, ajena a su voluntad. Juan se enganchó al caballo a los pocos meses de instalarnos en el piso de San Marcos, muy cerca de la plaza de Chueca. A finales del 80 fue el accidente de mis padres, el R6 aplastado por un camión a pocos kilómetros del pueblo; iban a visitarnos a Madrid, pero nunca llegaron, tampoco nunca supieron nada. Durante los siguientes meses Juan se metió en vena casi toda su parte de la herencia. También financió los picos de Marga, su novia, de quien me enamoré desde el primer momento. En ese tiempo, nos confesaba, pensé muchas veces en pincharme, la única forma que se me ocurría de ser admitido en esa íntima comunión, de acceder al alma de Marga. Pero tuve miedo y a cambio bebía mucho, tanto como para olvidarla y también a mi hermano, desde primeras horas de la tarde en los bares de Ventas, luego en locales de moda de Malasaña y acababa en antros dudosos de la calle Infantas o por la Red de San Luis.

Mi tío Julián se mató en febrero del 81, justo después del Tejerazo. La víspera me lo había contado, los dos solos bebiendo el acostumbrado brandy que ya no me parecía tan asqueroso. Ahora nada tiene sentido, contaba que le dijo, y pensé que aludía al fracaso del golpe porque era bastante facha pero no, era porque mi madre había muerto y ya no volvería a estar con ella así que un tubito de pastillas que guardo desde hace tiempo y hasta nunca. Me dejó la gestoría, ya sabéis, y lo repetía como un mantra: me dejó la gestoría, me dejó la gestoría. A ti se te da bien este negocio, ojalá fuera para tu hermano pero ése acabará mal y empezó a reír o a llorar, hasta otra vez derrengarse sobre la mesa. Lo llevé casi en volandas hasta su piso en la parte alta del barrio de Salamanca, sí, en el que vivo; hasta lo acosté y lo dejé roncando. No me creí nada, claro, pero al día siguiente era un cadáver. A Juan le impresionó la noticia, más incluso que la muerte de nuestros padres. A los pocos días me pidió que nos viésemos en El Comercial. A fin de curso voy a irme a seguir la carrera en Karlsruhe. Me quedé de piedra, nos contaba mientras apagaba el enésimo cigarrillo, si eres un yonqui, le dije, si no sabes alemán, si te has vuelto loco. Pero Juan, entonces barbudo y demacrado, me mostraba la misma sonrisa del crío travieso del pueblo: voy a limpiarme y también a sacar todo segundo, no te preocupes por mí pero hazme un favor, ocúpate de Marga. Le pedí que reflexionase, que al menos me explicara por qué; sólo conseguí que me dijera que no podía esperar.

Yo nunca he tenido tanta prisa, nos decía. De hecho tuve que tener paciencia, mucha paciencia, para conseguir desenganchar a Marga y cuidarla, siempre cuidándola, todavía incluso. De Juan poco fuimos sabiendo y sólo hace unos meses volvimos a verlo, cuando vino a morir entre nosotros. Muy de largo en largo una carta, primero desde Alemania, luego de Estados Unidos. También los ingresos de algunas de sus patentes que nos cedió, la gestoría no iba mal pero fue una ayuda, un empujón. Eso sí, en más de treinta años nunca volvió por aquí; no tenía tiempo para nada, me dijo en alguna carta. El mes pasado me explicó que siempre pensó que no llegaría al medio siglo; me equivoqué por poco, dijo con su sonrisa adolescente. Acababa de cumplir los cincuenta.

La gente salía al vestíbulo del tanatorio. Pisó el cigarrillo y, con los ojos aguados, fue hacia Marga, la abrazó y juntos se dirigieron a la capilla.

jueves, 2 de abril de 2015

Un judío soriano paga el segundo viaje de Colón

En el siglo XV, la gran riqueza del reino de Castilla era la producción de lana. Las mayores rentas se obtenían con la exportación de la lana virgen a Flandes, negocios acaparados por grandes mercaderes burgaleses y también genoveses. Éstos adquirían el producto a los propietarios de grandes rebaños de la meseta norte, mientras que dejaban en manos de comerciantes judíos las relaciones con los ganaderos más modestos. Así, los judíos –especialmente los de las aljamas de Soria y Cornago– desempeñaban una función intermediaria entre los pequeños productores y los grandes mercaderes, actividad que les dejaba buenos rendimientos pero moviéndose en una escala limitada, que les evitaba las enemistades de los cristianos viejos que controlaban el negocio. Los contratos entre los comerciantes judíos y los pastores solían hacerse pagando los primeros anticipadamente la mercancía, lo que facilitaba recursos monetarios a los productores. Naturalmente, a cambio de este adelanto, el precio se fijaba en cifras ventajosas, lo que permitía a los judíos obtener beneficios significativos. En el fondo se trataba de un préstamo pagadero en mercancía, y es habitual encontrar acusaciones de usura en la fijación de los precios.

Uno de estos judíos de Soria dedicado al comercio de la lana se llamaba Abraham Bienveniste de Calahorra, del cual se sabe que ejerció intensa actividad durante al menos dos decenios. Bienveniste mantuvo estrechas relaciones mercantiles con los mayoristas burgaleses Juan Alonso de Sahagún y su hijo Andrés de Escobar. En el mes de mayo de 1492, ya vigente el decreto de expulsión de los judíos de 31 de marzo, los burgaleses acusaron al soriano de estafa continuada durante veinte años. Durante ese periodo, la cuantía de los contratos pactados entre ambas partes ascendía a unos cuarenta y cinco millones de maravedíes, lo que da una idea del importante volumen de negocio que había alcanzado en el sector de la lana el judío (1). Pues bien, los demandantes sostuvieron que durante todo ese tiempo el judío les había vendido la lana a 50 maravedíes cuando sólo le había costado 30 y, además, de peor calidad que la contratada. Los de Burgos requerían a la justicia que se embargasen los bienes del judío y se estudiaran sus libros de cuentas. No parece casual que, después de tanto tiempo de fluidas relaciones, justo entonces, cuando Abraham había de resolver sus finanzas lo mejor posible antes de dejar Castilla, se presentara la denuncia. No es sino una muestra más de que la expulsión de los judíos españoles –resultado de muchos y complejos factores– fue ocasión bien aprovechada por algunos avispados para obtener sustanciosos bocados. Dicen los estudiosos que es muy probable que Andrés de Escobar llegara a una componenda bajo cuerda con Calahorra para hacerse con la propiedad de los títulos de deuda, cuyo monto total estaría en torno a 2.800.000 maravedíes. Pero los burgaleses no pudieron culminar su operación porque en marzo de 1493 el Consejo Real ordenó el embargo de todos lo bienes de Bienveniste de Calahorra, incluyendo las cartas de obligación que poseían aquéllos (la razón del embargo era la acusación de que el judío había sacado a Portugal oro, plata y otras cosas vedadas).

No he encontrado más noticias de este judío español, uno de los ilustres de la comunidad sefardí soriana (aunque calificarla de sefardí sea anacrónico). La familia Bienveniste (o Benvenist) constituye uno de los linajes judíos más importantes en Castilla y Aragón, con diversas ramas, establecidas principalmente en las ciudades de Burgos, Soria, Guadalajara y Zaragoza (no ha de confundirse a este Abraham comerciante de lanas que hubo de exiliarse en Portugal, con otro homónimo, quizá su abuelo, quien, en la primera mitad del siglo XV, fue tesorero real, arrendador de rentas de la Hacienda regia y Rab mayor de los judíos de Castilla). En todo caso, aunque al hombre se le pierde la pista, su capital –ése que quedó en Castilla La Vieja enredado en pleitos– adquirió un singular destino: nada menos que contribuir a la financiación del segundo viaje colombino, aquél que, entre otras muchas cosas, trajo la fundación de la primera ciudad americana a la que dediqué el post anterior. Es sabido el entusiasmo de los Católicos –en especial de Isabel– cuando, en marzo de 1493, reciben en Barcelona la noticia del regreso de su expedición descubridora. Tanto que enseguida urgen a Colón a que prepare un nuevo viaje y se implican con brío en la organización de la empresa (sobre todo, para ganarle la mano a las pretensiones portuguesas mientras se desarrollan las negociaciones diplomáticas que culminarían con el Tratado de Tordesillas). Este segundo viaje, a diferencia del primero, se plantea con gran ambición y clara voluntad de tomar posesión y poblar los nuevos territorios. Se fletarán diecisiete navíos y embarcarán unas mil quinientas personas: hombres de mar y de armas, eclesiásticos, y también trabajadores de diversos oficios (incluso con mujeres y niños), resultando una muestra significativa de la sociedad española de la época.

En su tesis doctoral dedicada a este viaje (Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, 2000), Mª Monserrat León Guerrero calcula que la financiación ascendió a un total de unos diecisiete millones y medio de maravedíes. La Corona puso unos 5,625, mientras que tres particulares (el Duque de Medinasidonia, Juanoto Berardi y Hernando de Talavera) sumaron unos 6,2 millones más. El resto, más o menos equivalente a lo aportado por los reyes, provino del secuestro de los bienes que los judíos no pudieron llevar consigo tras la expulsión. La idea de pasar a la Hacienda real tan suculentas ganancias era anterior y, de hecho, se habían iniciado los pasos burocráticos en tal dirección en noviembre del 92, pero ante la urgencia de financiar el nuevo viaje se aceleró en extremo el proceso recaudatorio para disponer en pocos meses de esa gran suma. Por esta razón se levantó el embargo sobre los bienes de Bienveniste de Calahorra y, en nombre de sus católicas majestades, el corregidor de Burgos, García de Cotes, liquidó las cartas de deuda del judío expulsado y consiguió del orden de dos millones de maravedíes. O sea, que este segundo y trascendental viaje colombino debe su viabilidad económica al patrimonio requisado a un judío soriano (y casi una tercera parte al conjunto de los judíos expulsados de España). No conocía yo esta aportación involuntaria en los inicios de la empresa americana; otra contribución más de los judíos españoles al Estado que tan mal los trató.


(1): No estoy seguro, en términos de poder adquisitivo, de la equivalencia entre maravedíes de finales del XV y euros actuales. Basándome en los sueldos de quienes fueron a Indias en el segundo viaje colombino, yo diría que un maravedí debe andar por 1,5 a 2 euros. Ahora bien, si así fuera, el coste de la vida en tiempos de los Reyes Católicos sería bastante mayor que hoy (por ejemplo, una gallina costaría en 1492 entre 25 y 30 euros, el triple de su precio actual), lo que, de otra parte, cuadra con el hecho de que la capacidad adquisitiva de Occidente ha aumentado muchísimo desde la Revolución Industrial. En fin, el tema es complejo y, además, me cuesta encontrar referencias fiables. Pero seguiré intentándolo.