martes, 26 de mayo de 2015

Carmona, reflexiona

Pero Antonio Miguel, alma de cántaro, querubín sonrosado, ¿qué modos son esos de responder a la propuesta, meditada y responsable, que te hace la candidata más votada por tus conciudadanos? ¿No te enseñaron de pequeñín que hay que pensar las cosas antes de soltar lo primero que te pide el cuerpo y más si estás llamado a ejercer labores de gobierno? Deberías aprender de Begoña, mucho más joven que tú y sin embargo bastante más prudente: en vez de precipitarse a teclear en su twitter, estará meditando, discutiendo con sus compañero y preparando su reunión de mañana con la señora Aguirre.

¿No eres acaso demócrata, Antonio Miguel? Entonces, ¿cómo puedes siquiera plantearte colaborar –sea votando a favor o absteniéndote– a que llegue a la alcaldía de Madrid una formación cuya voluntad inequívoca es acabar con la democracia? Dice la jueza retirada que sólo ha estado fuera del sistema democrático cuando aún no lo había y estaba luchando por él. Y añade: seamos serios, por favor, Madrid lo necesita. A Dios gracias el sistema democrático que vino no fue el que quería traernos esta señora y sus compañeros comunistas de los setenta, aquellos de Atocha. Ahora, a sus años, con la ayuda del Coletas y sus secuaces, cree que podrá lograrlo. ¿Es que no lo ves?

¿No eres acaso español, Antonio Miguel? Entonces, ¿cómo puedes contemplar sin estremecerte de indignación que la capital de la Nación vaya a ser gobernada por los que quieren romper España y poner sus intereses al servicio de repúblicas extranjeras? Esos que apoyan a ETA y persiguen los mismos fines son los que tú puedes meter en la Villa y Corte. ¿Has olvidado el acuerdo de tu partido y el PP en 2009 para salvar Euskadi? Pues la situación es ahora análoga en Madrid y la oferta de Esperanza es todavía más generosa que la de los populares vascos: sé alcalde, pero impide que la izquierda radical, atea y antiespañola gobierne la ciudad.

No seas ingenuo, Antonio Miguel. El diagnóstico que ha hecho Esperanza es la Verdad con mayúsculas, sin tapujos. No se trata de distinguir entre progresistas y conservadores sino entre demócratas y radicales antisistema. Y los primeros, entre los que tu partido se cuenta con todos los merecimientos históricos pese a errores pasados ya perdonados y devaneos irresponsables más recientes, han obtenido 37 concejales mientras los segundos sólo 20; dos de cada tres madrileños quiere la democracia y de ese tercio que ha votado a Podemos la gran mayoría ha sido engañada por esos lobos con piel de cordero, seducida –como con todo desparpajo reconoce Carmena– sí, pero con malas artes.

Esperanza Aguirre ha declarado que su objetivo fundamental es luchar contra la más grave amenaza que se cierne sobre nuestra convivencia, sobre nuestro futuro. Dotada de una clarividencia excelsa, asume la tarea como deber moral ineludible, renunciando con generosidad a una vida fácil alejada de la política y también a la alcaldía que le corresponde ocupar. Es obligación de todo español demócrata bien nacido sumarse a esta cruzada, pero mucho mayor es la de quienes tenéis la capacidad real de impedir que, introduciéndose en el Ayuntamiento de Madrid como caballo de Troya, usándolo como trampolín, los de Podemos culminen su diabólico plan de alcanzar el gobierno del Estado a finales de año para acabar con nuestra democracia occidental y cristiana. Entonces, cuando sea el llanto y crujir de dientes, te lamentarás de no haberlo impedido. Así que reflexiona, Carmona.

lunes, 25 de mayo de 2015

Pactos de perdedores

Consumadas las elecciones a los más de ocho mil municipios de España (y a los siete Cabildos canarios) y en 13 comunidades autónomas (más Ceuta y Melilla), el partido más votado ha sido el PP y sus portavoces se han apresurado a proclamar la victoria, aunque no consigan ni siquiera aparentar que se lo creen. De entrada, casi un 30% de los votantes en las autonómicas lo han hecho al PP, pero es difícil extrapolar este resultado para medir el peso electoral del partido en el conjunto del Estado, ya que estas elecciones representan sólo el 54% del total. Si nos fijamos en los resultados de las municipales –estas sí cubren la totalidad del Estado– el porcentaje del PP baja al 26,61%, mientras el PSOE llega al 24,65%. Es decir, más o menos, uno de cada cuatro electores vota a los populares y otro a los socialistas. Ahora bien, en las últimas elecciones locales (2011) el PP obtuvo el 37,53% y el PSOE el 27,79%. Es decir, los dos partidos principales han perdido votos: el PP casi dos millones y medio (el 30% de los que le votaron) y el PSOE casi setecientos mil (el 11% de los de entonces). Pero las diferencias son bastante más sangrantes si recordamos los resultados de las últimas generales (20/11/2011), momento apoteósico del PP que alcanzó el 44,62% y dejó al PSOE en el 28,73%. Los populares han perdido en las municipales de ayer nada menos que 4,8 millones de votos, el 44% del total de 2011. Estamos pues ante porcentajes de pérdida altísimos que, a mi modo de ver, hacen que las declaraciones triunfalistas de los populares (aunque con tan poca convicción) resulten casi patéticas.

El PP es el único partido de la derecha española y lo viene siendo al menos desde 1982 tras las definitiva desaparición de la UCD y la irrelevancia del CDS de Suárez. Bien es verdad que en determinadas regiones, el electorado de derechas tiene otras alternativas, sesgadas por el componente más o menos nacionalista; justamente en ellas –Cataluña, Euskadi, Canarias y Navarra una vez roto el pacto con UPN– el peso electoral del PP es bastante menor a la media nacional. El grado de derechismo del PP es, por supuesto, cuestión de opiniones. En estos tiempos de descarado neoliberalismo, se permiten el lujo de considerarse en posiciones de centro, pero es sólo porque el centro se ha movido mucho a la derecha (y probablemente porque hay que redefinir los conceptos). En todo caso, si no consideramos todavía a los nuevos de Ciudadanos, durante los últimos 33 años (desde las generales de 1982), si eras de derecha votabas al PP. Y lo cierto es que a lo largo de 18 elecciones sobre todo el territorio del Estado –generales y municipales–, el PP con los altibajos normales ha mostrado una línea ascendente de captación electoral, moviéndose entre el mínimo del 25% al máximo de casi el 45%, porcentaje en el que se situó tras las últimas generales. Naturalmente, estos porcentajes se refieren a los votos, sin contar la abstención que no es desdeñable (35% en las elecciones de ayer).

La impresión que yo tengo es que el "cupo electoral" del PP en todo el Estado se sitúa en torno al 33% (que viene a ser, por otro lado, la media aritmética de las últimas dieciocho elecciones). Es decir, que los que me parecen sociológicamente anómalo son los resultados extraordinarios de las pasadas generales o de las del 2000 con la mayoría absoluta de Aznar. Para mí, que el PP llegara en ambas fechas a más de diez millones de votos se explica más que por sus méritos por la situación económica: en 2000 muy buena, lo que hizo repetir a Aznar; en 2011 muy mala, lo que hizo caer a Zapatero. Pero otro factor fundamental es el comportamiento del PSOE que lleva veinte años haciendo todo lo posible por perder peso electoral. El hecho es que al PSOE hay que atribuirle el discutible mérito de haber desplazado la escala ideológica hacia la derecha, logrando el gran éxito comunicativo de convencer a la mayoría del electorado de que el suyo era el nuevo y único posible intervalo ideológico de la izquierda. Minimizadas las diferencias entre las políticas económicas de socialistas y populares bajo el mantra de que el sistema es el que es (cada vez más descarnado), las opciones quedaban reducidas a formaciones minoritarias a escala nacional, que los sistemas mediáticos y electoral se ocupaban eficazmente de hacer irrelevantes (el caso paradigmático es el de Izquierda Unida). Simplificando mucho, yo diría que este país se divide en cuatro estratos ideológicos más o menos equivalentes en número de personas (en torno al 25% del electorado cada uno). El 25% más a la derecha sólo se encuentra representado por el PP, con lo cual éste vendría a ser su suelo teórico, salvo que Ciudadanos logre rascar algo ahí. El siguiente 25% es el grupo que puede cambiar entre PP y PSOE, sobre todo en función de la situación general (también como resultado de los escándalos). El tercer 25% es el tradicional caladero del PSOE, que, pese a su fidelidad, viene desapegándose cada vez más ante la derechización de sus políticas. Los más a la izquierda son los que ya desde hace tiempo piensan que el sistema es intrínsecamente injusto y, sin necesidad de reclamar cambios revolucionarios, votaban otras opciones minoritarias.

Pues resulta que el mensaje de la inevitabilidad del sistema empezó a resquebrajarse, uno de los buenos efectos de la crisis. Tampoco exageremos, porque lo cierto es que sus principales voceros, PP y PSOE, siguen congregando la mitad del electorado (sin contar abtencionistas). Pero es significativo que en las elecciones de ayer ambos partidos se sitúen en torno al 25%, lo que interpreto como que el 25% más a la izquierda muy mayoritariamente se ha decantado por las opciones que se empeñan en despreciar. No estamos todavía ante el fin del bipartidismo (que tampoco es tan claro en este país), pero sí me parece que aglutinar en dos formaciones principales a la mayoría de los votantes exige a los que quieran asumir ese protagonismo transformaciones muy profundas. O, si no, confiar en que las aguas vuelvan a su cauce y que o que está ocurriendo no sean más que anomalías coyunturales. Siempre queda –pensaran algunos– tomar las medidas que haya que tomar para obligar a los españoles que voten como se debe y se dejen "experimentos" irresponsables (estoy citando a Rajoy).

Que el PSOE reconduzca las cosas para ser uno de los protagonistas se me antoja muy difícil. Pero que lo haga el PP me parece imposible, salvo que consiga imponernos la resignación. Así, bajo mi punto de vista, la pataleta de los populares de que han ganado las elecciones y, por tanto, deberían gobernar donde son los más votados, además de cínica (¿acaso están dejando gobernar a Susana Díaz?), demuestra que no entienden (o, probablemente, se hacen los que no entienden) lo que significan los resultados de ayer. Lo relevante no es tanto que un 26,61% de los españoles (o un 30% de los votantes en las autonómicas) quieran que el PP gobierne, sino mucho más que un 73,39% (o un 70%) quiere que NO gobiernen. Incluso limitándonos a las formaciones que explícitamente han declarado tal voluntad ante sus electores, el porcentaje de quienes quieren sacar al PP de las instituciones no baja del 55% de los votantes. Por eso, decir que lo democrático es que gobierne el partido más votado es llamar bobos a los españoles y calificar las inevitables alianzas que vendrán de "pactos entre perdedores" es insultarlos, aparte de ser una burda falacia. Pero se bastan ellos solos para desmentir su mensaje oficial. Basta haber visto ayer noche la cara de Esperanza Aguirre en su comparecencia y compararla con la alegría de los candidatos de Ahora Madrid. Tienes razón, Esperanza, has ganado las elecciones y el 35% de los madrileños quiere que seas alcaldesa; pero al menos el 47% quiere que no lo seas: ¿Qué es más democrático?

sábado, 23 de mayo de 2015

After the ball

Tío querido, cuéntame –la niña se subió en las rodillas del anciano–, ¿por qué nunca te has casado? ¿por qué vives solo? ¿por qué no has tenido hijos? ¿por qué no has formado un hogar? Y el viejo tío, en vez de darle un cate, que es lo que merecía la pequeña impertinente de mofletes rosados y ricitos de oro, la benjamina de su hermana menor, la acarició tímidamente, con el temblor pudoroso de un viejo solitario, y le habló bajito con su voz ronca. ¿Quieres que te cuente mi historia, preciosa? Escúchala bien y enseguida lo sabrás todo. Yo tuve una novia hace muchos años, estábamos muy enamorados, pero todo se rompió después del baile. Después del baile, después del amanecer, después de que los bailarines se hubieran ido, después de que las estrellas se apagaran ... (supongo que, a este punto, la niña se revolvería impaciente, porque el hombre se decidió a interrumpir su letanía de complementos circunstanciales de tiempo). ¡Cuantos corazones se han roto, cuántas esperanzas se han desvanecido después de un baile! Pero, tío, ¿qué baile? ¿Qué pasó? Era el gran baile, la enorme sala iluminada con millares de bujías, música suave, dulces melodías. Le dije a mi chica, a mi dulce amor, que quería beber un poco de agua y la dejé sola en la pista. Cuando al rato volví estaba abrazándose con un hombre, un hombre desconocido que la besaba y la estrechaba contra sí. El vaso se me cayó de las manos y estalló en mil añicos contra el suelo, igual que en ese momento se quebraba mi corazón. Ella trató de hablar conmigo, intentó explicarme, pero me negué a verla, a escucharla. Tiempo después recibí una carta de su hermano, decía que mi novia había muerto, que él era el hombre que apareció aquella noche en el baile. Han pasado ya muchos años pero he seguido fiel al amor que perdí; por eso no me he casado, chiquitina, por eso soy un viejo solitario sin hogar. Porque le destrocé el corazón después del baile.

El texto anterior es la letra –adaptada, claro– de una canción escrita en 1891 por un tipo de Milwaukee llamado Charles K. Harris (1867-1930). ¿Alguien se puede imaginar que siglo y cuarto después se pudiera escribir algo así? Pero los norteamericanos de la época eran bastante más sensibleros y el tema, con melodía de vals, fue un éxito popular, de hecho es considerado el primer gran hit de la historia logrando vender más de cinco millones de partituras (que era como se distribuía la música antes de los discos) en los Estados Unidos. Por supuesto, la historia es inverosímil vista desde nuestras mentalidades. ¿Cómo él pudo ser tan celoso y orgulloso para negarse a recibir una explicación? ¿Cómo ella pudo ser tan tonta para no ingeniarse alguna forma de que él se enterara de la verdad (máxime cuando resulta que al hermano le bastó escribir una carta para informarle de todo, eso sí, demasiado tarde)? Pero ya digo, los gustos de entonces eran distintos, y las historias de amores trágicos daban mucho morbo, aunque costara creérselas. O a lo peor no, es posible que a finales del siglo XIX (o a mediados, si nos referimos al momento en que acontece el relato) todavía la simple apariencia, debida a los condicionantes sociales, tuviera la fuerza incontestable de los hechos y ni siquiera se le pasara a uno por la cabeza ponerla en duda. Quiero creer que ya casi nadie reacciona ante los sucesos que vive, por mucho que le hieran, tan tajantemente como para negarse a oír explicaciones; aunque quién sabe.

Me entero de la importancia de esta canción en la historia de la música popular gracias al interesante libro de Simon Napier Bell,Ta-ra-ra Boom De-ay, the business of popular music. Hacia finales de la década de los ochenta del XIX, Charles, de dieciocho años, se empezaba a ganar la vida escribiendo cancioncillas y vendiéndoselas por unos pocos dólares a músicos ambulantes que actuaban en las fiestas de los pueblos de la región. Le hablaron entonces de Witmark & Son una compañía neoyorkina que compraba temas, publicaba las partituras y las vendía al público a cincuenta centavos la copia. Charles les vendió un tema y pactó recibir un centavo por cada copia que se vendiera; si la cosa iba bien, le dijeron, serán entre treinta mil y cuarenta mil. Al cabo de un tiempo recibió por correo su primer cheque por la ridícula cantidad de 85 centavos, cuando amigos suyos de la Gran Manzana le aseguraban que su canción era bastante popular en la ciudad. No es que el chico confiara en hacerse rico, pero sí esperaba ganar doscientos o trescientos dólares, una cantidad considerable para la época. Así que, muy cabreado al pensar que unos malditos judíos neoyorkinos se habían burlado de él, se hizo la solemne promesa de no volver a vender sus canciones; partir de entonces él mismo se ocuparía de comercializarlas. Y la siguiente canción que escribió fue After the ball, con la que iba a romper las listas de ventas y situarlas en unas cifras inimaginables hasta entonces.


Nadie se piense que el espectacular éxito de tan melodramático vals se debió sólo a su calidad artística. Harris se dedicó de lleno a la promoción del tema y demostró tantas o más dotes empresariales que compositivas. Siguiendo un método que ya habían inventado los ingleses, ofreció dos dólares y medio a un cantante famoso por cada vez que interpretaran After the ball en sus conciertos. Como así no logró demasiadas ventas de su partitura, pagó quinientos dólares a otra estrella de la época –el barítono James Aldrich Libbey– para poder imprimir su fotografía en la publicación, con el compromiso de que incluiría la canción como fija. La banda con la que actuaba Aldrich estaba por entonces contratada en la Feria Internacional de Chicago de 1893, de modo que durante seis meses la cancioncilla sonó insistentemente (una vez cada hora, cuentan) y pudo ser escuchada hasta la saciedad por los veintisiete millones de visitantes que acudió al evento (la mitad de la población que tenía Estados Unidos). Por supuesto, las ventas se dispararon y Harris, que era dueño de todas las partes del negocio en tanto autor y distribuidor, se hizo millonario. Él mismo enunció la receta que hasta hoy se ha impuesto en el negocio: para lograr que una canción tenga éxito hay que reproducirla sin cesar, bombardearla sin descanso en los oídos de la gente, que la escuchen a todas horas y en todas las ciudades, pueblos y aldeas del país y –en estos tiempos “globales”– del mundo.


PS: El video es una grabación de 1930 del propio Charles K. Harris cantando su famosa canción poco antes de morir. Hay, claro, muchísimas versiones. Una de las más famosas corresponde a Nat King Cole a mediados de los cincuenta, pero también la ha interpretado Johnny Cash o el mismísimo Rick Wakeman (sí, el de Yes). En fechas recientes no conozco ninguna grabación con suficiente repercusión comercial; hay que remontarse unos veinte años (1994) a la que se incluyó en la compilación A Woman’s Heart, cantada por la irlandesa Frances Black, hermana de la más famosa Mary. De hecho, fue entonces cuando, al menos conscientemente, escuché por primera vez este tema, aunque hasta ahora no conocía su importancia en la historia de la música popular.

martes, 19 de mayo de 2015

El globo y el cactus

Va botando un globo por el desierto, boing, boing, boing, ¡ahi vá, un cactussssss!. Chiste viejísimo y malo, al menos tan malo como la mayoría de los de esa categoría (por ejemplo, el de los tomates cruzando la calle) y, sin embargo, capaz de arrancar una sonrisa, incluso de cambiar a mejor el ánimo de quien lo escucha. Ése era el caso de mi ex de modo que el chistecillo se había convertido en una especie de clave secreta de pareja, al que yo recurría cuando el mal rollo flotaba en el aire como arma infalible para disiparlo. No hacía falta contarlo entero, por supuesto (y eso que es cortísimo); bastaba una mínima alusión –el cactussssss, va un globo por el desierto– para que R. sonriera y parecía que todo se arreglaba. No era así, claro, como me demostró al final de nuestra relación inventariando en forma de reproches agravios antiguos, tanto que yo la mayoría los tenía olvidado y los que recordaba eran bastantes distintos a su versión. En todo caso, nuestras vidas no son sino la sucesión de los momentos que vivimos y se trata de que éstos sean de la mejor calidad posible. Por eso, aunque sus efectos no fueran tan intensos como habría sido deseable, no puedo más que guardarle un cariño agradecido al chistecito malo del globo y el cactus.

Por cierto, al escribir el chiste he dudado sobre cómo se escribiría la interjección de sorpresa que emite el globo al tropezar con el cactus. Es ahí va, como la escribí, pero la verdad es que me gustaría más que fuera aivá, en una sola palabra, de modo que la forma fuera diferente como lo es el significado. Es verdad que, poniendo la expresión entre comas e incluso dentro de los correspondientes signos exclamativos, el lector debe tener claro que no es que por ahí hay un cactus, sino que ¡coño, un cactus! (También podría haber puesto el taco para evitar equívocos, pero es que el chiste era como lo he escrito). Pero qué se le va a hacer, de momento no se ha producido la conveniente transformación del término con lo que me imagino que, las pocas veces que uno ha de escribirlo, será normal que dude; en cambio, al hablar, se dejan muy obvias las diferencias entre los dos significados de la expresión. Ya puestos, sería interesante saber por qué una expresión tan anodina que vale para señalar el paso de alguien (o algo) –ahí va mi madre– se haya convertido en exclamación de sorpresa –¡Ahí va mi madre!–. He buscado un rato por internet pero no he encontrado ninguna pista al respecto, ni siquiera desde cuando se usa con este sentido (me da la impresión de que en la actualidad está en franca decadencia).

Hace años que no uso el chistecito y a veces echo en falta no contar con algún chascarrillo similar para emplearlo con los mismo objetivos. Igual que en esas películas de intriga en las que los malos hipnotizan a alguien para activarlo luego (con fines malvados, claro) mediante una palabra clave, estaría bien que dispusiésemos de algún recurso de ese tipo en nuestras relaciones, para soltarlo cuando el ambiente se enrarece. Estaría bien, sí, pero no siempre lo tenemos, muchas veces porque pareciera que preferimos perseverar en la mala leche en vez de despejarla, como si no nos diéramos cuenta de que estamos estropeando nuestras vidas, enturbiando los momentos que la constituyen y, lo que es peor, dejando posos que dificultan cada vez más que los que han de venir en el futuro sean felices. Y ser feliz, en mi opinión, es la primera obligación ética que nos deberíamos imponer (porque, salvo casos que juzgo patológicos, si uno es feliz todo lo demás –ser bueno, por ejemplo– viene en el lote).

De todos modos, el chiste no me ha venido a la mente por mis recuerdos personales sino a consecuencia de verificar, después de un día más pegado al ordenador con trabajo atrasado, que tengo acumulado mucho cansancio. Me he imaginado como el globillo saltarín que, a lo largo de los años, ha ido recibiendo demasiados pinchazos de cactus y poco a poco va perdiendo el aire que le permite botar por ese desierto. Lo paradójico es que sigo teniendo muchas ganas de botar; es más, hay muchos botes distintos que me gustaría dar. Pero va pasando el tiempo y compruebo que no los doy, que a veces los inicio pero el salto es bastante pobre frente a mis expectativas, que al hacerlo me quedo casi sin fuerzas y, en suma, que en ocasiones siento la tentación de resignarme y renunciar a horizontes que ahora empiezan a antojárseme lejanos. Sé que esa tentación a la apatía es un grave riesgo y, consiguientemente, me resisto a caer en ella. Pero el hecho es que mi globito está bastante desinflado; habré de buscar alguna bomba de aire.

PS: Al buscar una imagen en internet para este post he encontrado varias con un cactus y un globo. Pensé que tendrían que ver con el chistecito, pero qué va, ninguna. Casi todas ilustraban páginas sobre relaciones con personas que hacen daño (el cactus al globo). Sí, claro, es la referencia obvia.


La canción que subo es uno de los más grandiosos blues (¿o es soul?) de todos los tiempos. Canta Etta James –otra inmensa– quien fue la primera que grabó este tema allá por 1967. Pero esta versión corresponde al que tuvo que ser un maravilloso concierto el 15 de abril del 87 en el Ebony Showcase Theater de Los Ángeles. El protagonista, rodeado de unos cuantos amigos que ya quisiera cualquiera, no era otro que B.B. King con su maravillosa guitarra. Sirva de homenaje.  

sábado, 16 de mayo de 2015

Mayall antes de los Bluesbreakers (2)

El primer disco que escuché de John Mayall fue The Turning Point, el undécimo que grabó, éste en vivo en el Fillmore East neoyorkino en julio del 69. Era uno de los muchos elepés de los hermanos mayores de mi amigo José, que él y yo empezamos a devorar medio a escondidas a partir, más o menos, de la primavera del 74. Para entonces Mayall ya tenía otros cuantos discos, pero ninguno de ellos llegó a mis oídos hasta unos años después, cuando ya en la universidad me fui aficionando más en serio al blues rock británico y descubrí que ese señor había sido poco menos que el padre de mis admirados Clapton y compañía. Con motivo de estos posts, llevo unos días aprovechando para repasar su larguísima discografia y apreciar con algo más de orden los distintos estilos de blues que ha tocado. Entre los más de ochenta álbumes que ha publicado –contando discos de estudio, en vivo, compilaciones, etc– hay uno de 2000, Time Capsule en el que a los 66 tacosrecupera grabaciones de los años de Manchester, hechas con un aparato portátil monofónico, que más de cuatro décadas después han sido digitalizadas (el sonido es atroz). Se trata de un disco raro que se comercializó por un tiempo sólo a través de la web de Mayall, pero de indudable valor para acompañar este relato.

Me quedé hace unos días con el regreso de John a Manchester y su inscripción en el College of Art, del que se graduaría en 1959, con veintiséis años. Para entonces ya estaba casado con Pamela y tenía que buscarse la vida con trabajos menos azarosos que la música, así que obtuvo empleo como tipógrafo y luego de director de arte de una compañía de diseño gráfico. Pero, al mismo tiempo, se dedicaba a tocar blues por los locales de la ciudad. El primer grupo, formado con su amiguete Peter Ward mientras todavía estaban en el college, fue Powerhouse Four. John cantaba y solía tocar el piano –pero no sólo, también la guitarra y el arpa– con Peter en la batería; el resto de integrantes fue variando, participando varios músicos locales, como Ray Cummings (guitarra eléctrica), Roger Woodburn (guitarra acústica) o Ricky Blears (bajo), ninguno de los cuales ha dejado huellas significativas en la música británica. Naturalmente, el alma y líder indiscutible era Mayall, quien imponía un estricto control estilístico sobre la música del grupo. Desde adolescente coleccionaba casi obsesivamente discos de blues –encargando muchos de ellos por catálogo a los USA– y se pasaba noches en vela colgado de las emisoras norteamericanas. Así que a su vuelta de Corea, con su primera guitarra eléctrica comprada en Japón, era todo un experto en blues y tenía absolutamente claro que ésa era la música que quería hacer. Cuando hacia finales de los cincuenta comenzó a imponerse el primer rock, Mayall se negó a plegarse a la moda; le parecía que era un paso atrás a partir de la música que le interesaba y él lo que quería era ir hacia adelante.


Con los Powerhouse Four Mayall fue adquiriendo un cierto renombre en Manchester durante la segunda mitad de los cincuenta. Esta fama le llevó a dirigir unas jam sessions en un club de Wythenshawe orientadas a los jóvenes aspirantes a bluesmen. Por cierto, Wythenshawe es un distrito en el Sur del área metropolitana de Manchester que tiene cierta importancia en el urbanismo europeo porque fue donde se llevó a cabo –iniciada a mediados de los años veinte– una de las más grandes actuaciones de vivienda pública, a partir de un diseño de "ciudad-jardín", para realojar a un altísimo número de familias que habitaban los barrios miserables de la vieja ciudad industrial (ésa que tan bien describió Engels).

No puedo fechar con precisión la muerte de esa primera banda escolar y la aparición del siguiente grupo, con más ínfulas profesionales, que se llamó The Blues Syndicate, pero en el 62 ya actuaba con regularidad, preferentemente en el principal club de jazz de Manchester, el Bodega, en el 15 Cross street, enfrente del Royal Exchange, un espectacular edificio del XIX muy dañado tras los bombardeos de la II Guerra (y en el 96 por una bomba del IRA) y reconvertido a teatro en los setenta. En cambio, del edificio en que se situaba el club de jazz no queda nada, en su lugar se levanta un gran centro comercial, en cuyos bajos hay una sucursal del Banco de Santander. El local funcionaba desde mediados de los cincuenta y –cómo no– estaba orientado al Trad Jazz que tanto molestaba a John. Sin embargo, con la nueva década y la irrupción de los rockers, The Bodega comenzó a dar cabida a nuevos sonidos, y los Blues Syndicate se convirtieron en "banda residente" del club. Mayall incluyó a Ray Cumings, el único superviviente de los Powerhouse Four (guitarra principal) y fichó a John Rowlands (trompeta), Jack Masarak (saxo tenor) y Hughie Flint (batería) que era uno de los chicos de las jam sessions de Wythenshawe. Probablemente, Mayall no estaría en el grupo más de unos meses, porque a principios del 63 se mudó a Londres. A su marcha el "Sindicato" siguió vivo durante algún tiempo, orientándose más hacia el jazz que era lo que de verdad les gustaba (John Rowlands, por ejemplo, aceptó unirse al "bluesmaniaco" de Mayall para ensayar algún tipo de fusión con el blues que le permitiera interpretar un jazz "más moderno"). Pero no debieron durar mucho antes de disolverse definitivamente.
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Mientras tanto, en Londres las cosas estaban cambiando. Como ya he contado, la escena londinense de los cincuenta la ocupaban casi absolutamente los músicos del llamado Trad Jazz. Uno de ellos, Chris Barber (1930) era un espíritu inquieto, atento a todas las corrientes e influencias musicales y empeñado –con éxito– en traer las movidas estadounidenses a Inglaterra. Contar las actividades de Barber durante esa década es imprescindible para entender la irrupción del blues rock en Gran Bretaña, pero para ello necesito otro post. Saltándonos pues los antecedentes, digamos que a finales de 1961 –después del shock que supuso la primera gira inglesa de Muddy Waters a quien Barber acompañó en varias sesiones de blues–, Chris pensó que sería buena idea dedicar una media hora de sus actuaciones en el Marquee a lo que llamó "intervalos de blues", cantados por Ottilie Patterson –su mujer y vocalista de la banda– y acompañados con la guitarra eléctrica de Alexis Korner –y también Cyril Davies y su armónica–. A partir de ahí la popularización del blues eléctrico se aceleró: casi enseguida, Korner formaría Blues Incorporated (grupo también incubadora de numerosos nombres célebres del rock británico), abriría en marzo del año siguiente el ya reseñado Ealing Jazz Club, impulsaría las actuaciones de blues ... Esas sesiones del Marquee dieron bastante que hablar; la revista Melody Maker les dedicó un impactante artículo, resaltando la herejía de meter amplificadores en conciertos de jazz para tocar blues eléctrico. Mayall, al leer ese número en Manchester se dijo: vaya, la música que hago; quizá ahora a la gente le interese en lo que ando metido desde hace tantos años.


Una noche de 1962 –cuya fecha exacta todavía no he podido determinar– Alexis Korner y los Blues Incorporated actuaron en The Bodega de Manchester. Si fue antes de noviembre, también estaría Cyril Davies; si fue después, faltaría además Charlie Watts (futuro Rolling Stone) y en cambio se habrían ya incorporado dos fichajes de fama: Jack Bruce (bajo) y Ginger Baker (batería), los dos que en pocos años formarían Cream con Eric Clapton. Lo importante es que en esa velada tocaron Alexis con su grupo y John con el suyo, se conocieron, se gustaron y surgió el buen rollito. Sin demasiadas precisiones, en varias fuentes leo que Korner le animó a que se mudara a Londres y Mayall se dejó convencer de algo que seguro que deseaba con toda su alma; por eso hay que pensar que habría además alguna promesa por parte de Alexis de mover sus contactos para introducirle en los circuitos de blues de la capital. La primera actuación londinense –aunque fue en Windsor, que no es Londres pero casi– de John, anunciándose aún con The Blues Syndicate fue en el Ricky-Tick, por entonces recién abierto en el Hotel Star&Garter. Ese club –que tuvo varias sedes durante los sesenta– es otro de los locales míticos del rock británico y en él transcurre una escena de Blow-Up (Antonioni, 1966): los Yardbirds en el escenario mientras David Hemmings (el fotógrafo) busca a Vanessa Redgrave. Cuenta Philip Hayward, que era gerente del Ricky-Tick, que Korner se lo recomendó: es un buen tipo que se hace sus propios instrumentos, parece que le dijo, ofrécele veinte libras y tocará.

 

En enero de 1963 Mayall se muda definitivamente a Londres, acompañado de Peter Ward, su leal amigo del college. Tras mis últimos fisgoneos, tengo ya bastante claro que no fue en ese mes cuando contacta con el muchacho con bajo de Ealing. Han de pasar unos meses durante los cuales John, con el apoyo de Korner, se dedica frenéticamente a tocar y conocer gente. Tocaba en cualquier local (Klook’s Kleek, Eel Pie Island) pero el preferido era el Flamingo, porque abría todos los días y solía mantener jam sessions durante toda la noche. Mayall tocaba con cualquiera de los músicos que aparecían, de modo que esas sesiones infinitas cumplían la función de introducirle en el mundillo y también de permitirle seleccionar los componentes para la banda que quería formar. Serían cuatro: un guitarra, un bajo, un batería y él como cantante además de teclado y lo que hiciera falta, que para eso dominaba casi cualquier instrumentos. El batería, claro, había de ser su amigo Peter (Ward), pero la guitarra y el bajo fueron cambiando de titular durante los primeros meses del 63 hasta que fichó a Bernie Watson (proveniente de la Cyril Davies and his R&B Stars) y a nuestro amigo John. Esa sería la primera formación “estable” de los Bluesbreakers, aunque calificarla así peca de exagerado porque si algo caracterizó al grupo fue el incesante cambio de miembros entre disco y disco. Su debut por todo lo grande –ya lo he contado– fue en el Marquee Club, el 4 de noviembre de ese año, como teloneros de Manfred Mann.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Mayall antes de los Bluesbreakers (1)

John Mayall acumulaba ya experiencia cuando recluta a su tocayo de Ealing para que toque el bajo en la banda que está formando. De entrada, hay que recordar que cuando se conocieron tenía veintinueve años por diecisiete del chaval, toda una brecha generacional a esas edades. Pero es que además en esos doce años de diferencia había mucha vida y eso que todavía Mayall no era más que un recién llegado a Londres con ganas de tocar blues. Supongo que alguna vez fantasearía con dejar huella en el blues británico; y vaya si lo hizo, porque John, nuestro bajista, no fue más que uno de los muchos que pasaron por el grupo para convertirse luego en referencias indiscutibles del panorama musical británico (y mundial) desde mediados los sesenta hasta la fecha. Pero, ¿quién había sido John Mayall hasta ese enero de 1963?

Nació en Macclesfield, ciudad del condado de Cheshire a unos treinta kilómetros de Manchester. Su padre, un guitarrista aficionado, tenía una amplia colección de discos de jazz, así que desde su más tierna infancia John escuchó intensa –e involuntariamente– las guitarras de Charlie Christian, Django Reinhardt o Eddie Lang. No es de extrañar pues que con doce añitos aprendiera a tocar la guitarra y el ukelele y a los trece el piano, iniciando a tan tempranas edades su vocación multi-instrumentista. Pero antes, hacia los once años según cuenta él mismo en una canción publicada en 1971 (Memories), sus viejos se divorciaron: "cargamos nuestras pertenencias en un carro tirado por un pequeño caballo y nos fuimos; mamá me dijo que ella y papi ya no estaban juntos". La canción trasluce la tristeza del niño que no entendía por qué pasaba eso, tristeza que –a la vista de los otros temas de ese álbum– embargó casi toda su infancia. Parece que tras el divorcio fueron a vivir a la casa del abuelo, en un suburbio residencial a las afueras de Manchester.


En casa de su abuelo sería donde descubriría el boogie-woogie, probablemente a través de los pianistas Albert Ammons o Pete Johnson a quienes John Hammond –el más importante promotor musical desde los treinta hasta los setenta– había popularizado en el célebre concierto "From Spirituals to Swing" el 23 de diciembre del 38 en el Carnegie Hall neoyorkino. Aunque el boogie-woogie había surgido en el Delta, para acelerar el ritmo del blues y hacerlo bailable, no fue hasta los treinta, principalmente en Nueva York, que se logró el perfecto maridaje con la voz humana, gracias sobre todo a Big Joe Turner, apodado con el significativo título de The Boss of the Blues (y que luego, en los cincuenta, sería además uno de los pioneros del rock con su Shake, rattle and roll). Tengo una versión de uno de los temas más famosos de la pareja Johnson-Turner, Roll 'em Pete, compuesta y grabada después del concierto citado, con el subtítulo de fast blues. Imagino que sería una de las piezas que pocos años después haría alucinar al jovencito Mayall y le impulsaría a querer tocar el piano con tan vigoroso estilo. Pero por esas fechas –la segunda mitad de los cuarenta– a John también le embelesaban otros negros que con la guitarra eléctrica estaban impulsando el blues en Chicago, como Big Bill Broonzy o Muddy Waters. Estaba claro que al chico le iba la música y le apasionaba el blues; tenía temperamento –y talento– artístico, así que en el 45 lo inscriben en la Manchester Junior School of Art.


Con quince años el muchacho dio muestras de carácter independiente –y no menos excéntrico– mudándose a vivir en un árbol. No pudo inspirarse en il barone rampante porque Calvino aún no lo había escrito. En el disco del 71 ya citado dedica una canción (Home in a tree) a esta parte de su vida: "Cuando era un niño siempre jugaba en los árboles. Primero me construí una cabaña con sacos y madera al abrigo de las hojas. Luego, en un gran roble me construí una casa muy buena a diez metros de altura. Vivía allí y todos mis amigos venían a verme. Tenía estufa, suministro de agua y electricidad; tenía libros y música, un refugio hecho con amor. Me sentía en paz, mi sueño mecido por la brisa. Que todos mis días fueran viviendo en los árboles". El chico arborícola alcanzó cierta fama cuando el Manchester Evening News le dedicó un reportaje. Aseguran algunas de sus biografías que así siguió viviendo hasta los veintidós tacos. Se cuenta, por ejemplo, que cuando se casó con su primera mujer, Pamela, la subió en brazos hasta su vivienda aérea a través de la escalera de cuerda, y que la escena fue grabada por la televisión (no la he encontrado). Eso debió ocurrir hacia 1955. Poco después, el Ayuntamiento ordenó demoler la casa por razones relacionadas con deudas de impuestos (vaya usted a saber) y me imagino que el joven matrimonio se mudaría a una residencia más tradicional, todavía en Manchester.


Pero antes de eso, al poco de acabar su formación secundaria, John se enroló voluntario en el ejército británico por un periodo de tres años, parte del cual lo pasó nada menos que en la guerra de Corea. Como es más que sabido, el de Corea fue el primer conflicto de la Guerra Fría y solemos asociarlo a los Estados Unidos apoyando a los del Sur y soviéticos y chinos al Norte. Ciertamente, quien asumió la iniciativa fue Truman, pero se aseguró de conseguir un mandato del Consejo de Seguridad de la ONU, lo que le permitió contar con la contribución (mínima en relación a sus propias fuerzas) de otros dieciséis países, el más relevante el Reino Unido, bajo el gobierno del laborista Attlee. Los británicos llegaron a enviar a la península asiática unos catorce mil soldados, entre los que estaría este chaval de Manchester. El primer envío de tropas británicas fue a finales de agosto de 1950, pero imagino que Mayall no estaría entre ellos porque en esa fecha sólo tenía dieciséis años. Supongo que se enrolaría hacia finales del 51 o principios del 52, con dieciocho añitos recién cumplidos. ¿Qué animaría a un chaval tan joven y de vocación artística a meterse en esa peligrosa y absurda aventura? ¿Ganas irresponsables de vivir experiencias excitantes? Después de acabar la escuela estuvo una temporada como escaparatista y quizá la vacuidad de ese trabajo le impulsara a buscar un cambio dramático. Como fuera, los años de la guerra no los recordó luego con cariño, si hemos de creer la letra de otra canción (Back from Korea) del álbum al que ya me he referido. Cuando le llegó la hora de embarcar de regreso (que no pudo ser más allá de noviembre del 54), estaba impaciente por largarse. Canta que después de haber estado viviendo demasiado tiempo en una tienda de campaña, de haber sufrido atroces calores y fríos, de estar harto de saludar militarmente, y de llevar muchos meses haciendo cruces en los calendarios, casi no le parecía verdad que volvía a casa. Para colmo, comprobó que de vuelta en Inglaterra a nadie le importaba que hubiese estado en Corea.

Así que con veintiún añitos Mayall está de vuelta en Manchester y se apunta en el College of Art, donde conocerá a Peter Ward, un batería con el que empieza su periplo en la música, volcado al blues. Los casi diez años que faltan para su viaje a Londres son la etapa de formación, mucho más larga desde luego que la de cualquiera de los chavales, una década más jóvenes, que a mediados de los sesenta llegarían al estrellato en Gran Bretaña. Durante este tiempo –el de antes de los Bluesbreakers– Mayall permanecería en el Noroeste; para qué ir a Londres, dijo años más tarde, si allí sólo se hacía jazz tradicional (Trad). Durante este tiempo, Mayall participó en dos bandas de blues locales, de las que no quedan –que yo sepa– registros. Pero eso lo cuento en un próximo post.

El siguiente video –Momma don't allow– es un documental inglés de 1956 sobre un club de jazz, que resulta muy ilustrativo para hacerse una idea de cómo eran las cosas (y la vida) por esos años y latitudes.

lunes, 11 de mayo de 2015

Déjame morir sobre mis pasos

Hace ya mucho que la gente corriente no se angustia por una posible guerra nuclear. El fin de la Guerra Fría acabó casi definitivamente con el miedo –para nada injustificado– a que cualquier incidente llevara a alguno de los halcones que abundaban en Moscú o Washington (más en esta última) a apretar los fatídicos botones y desencadenar el holocausto atómico, cuya consecuencia inevitable sería el fin de la humanidad y de gran parte de la vida del planeta. La suicida carrera armamentística de las dos superpotencias durante cuatro décadas había conducido a que en 1986 –con Reagan y Gorbachov– los arsenales acumulaban más de setenta mil armas atómicas, cuya capacidad de destrucción equivalía a millón y medio de veces Hiroshima. Sin embargo, a mediados de los ochenta, la población occidental no estaba ni mucho menos tan preocupada como lo estuvo en los primeros sesenta, en especial en los Estados Unidos de Kennedy, en los tiempos en que se levantó el muro de Berlín y se vivió la crisis de los misiles de Cuba. Una de las mejores muestras del pánico generalizado de aquellos años lo representó la “moda” (por decirlo así) de los refugios nucleares. En 1961 casi continuamente se publicaban en la prensa norteamericana textos sobre cómo sobrevivir a un ataque atómico, aportando modelos de refugios y consejos a seguir a partir de las explosiones.

Ya durante la presidencia de Eisenhower la Agencia Nacional de Defensa Civil había llevado a cabo acciones en previsión de ataques aéreos (nucleares o no). En las grandes ciudades se pintaron grandes eses amarillas (de shelter) con una flecha que señalaba hacia el refugio más cercano; se advertía en las principales carreteras que en caso de emergencia se cerraría al tráfico; en los colegios se hacían ensayos periódicos de defensa ante bombardeos … Pero hasta que se iniciaron los sesentas la gran mayoría de la población no se tomaba demasiado en serio el riesgo nuclear. Quizá tuvo mucho que ver las declaraciones ante una comisión del Congreso de Robert McNamara, el secretario de Defensa, quien advirtió que el gobierno calculaba que morirían entre cincuenta y setenta millones de estadounidenses ante un ataque soviético, pero que esa cifra podría reducirse hasta unos veinte o treinta millones si se construían bastantes refugios antiatómicos. Tal vez los norteamericanos, al ver que la administración de Kennedy, previamente crítico con el incremento de armamento nuclear, declaraba la gravedad del riesgo se empezaron a creer lo que durante los cincuenta no les preocupó demasiado. Lo cierto es que se desató el pánico generalizado.

Abundaron los negocios al amparo de este clima de miedo, por supuesto. Véase, por ejemplo, este anuncio de un periódico de Washington del 61: “Constrúyase usted mismo un refugio antiatómico en su propio jardín. Le ofrecemos los planos, los bloques de cemento y las piezas de hierro, así como los portones de entrada y los techos con el sistema de circulación de aire; todo prefabricado y fácil de montar en sólo dos días. La máxima protección de acuerdo con las normas de la Agencia de Defensa Civil a un coste de $ 950 ($ 2.000 si contrata a una constructora) para una familia de cuatro miembros. Se ofrece financiación”. Aunque nunca se hicieron registros estadísticos –tampoco hubo ningún programa federal de refugios domiciliarios– se ha calculado que se construyeron unos doscientos mil en todo el país, casi todos durante los tres años de la presidencia de Kennedy. Esa paranoia generalizada produjo también debates éticos jugosos (que se llevaban a la televisión) sobre los comportamientos que, llegada la catástrofe, adoptarían los vecinos entre sí. En agosto de 1961 la revista Time recogía las declaraciones de un residente en una urbanización unifamiliar de Chicago que decía: “cuando termine mi refugio voy a colocar una ametralladora en la escotilla para que ningún vecino se acerque si tiran la bomba. Lo digo totalmente en serio. Si el estúpido pueblo norteamericano no hace lo que tiene que hacer para salvarse, yo no pienso correr el riesgo de no poder usar el refugio que me he tomado la molestia de procurarme para salvar a mi familia”. De otra parte, se daba por supuesto que las personas que sobrevivieran a los bombardeos y quedaran expuestas a la radioactividad al no disponer de refugios, taponarían las tomas de aire de los que estuvieran bajo tierra, lo cual ponía en cuestión las ventajas de gastarse tanta pasta. Realmente, aunque doscientos mil refugios privados no es poca cantidad, la gran mayoría de los americanos decidió, por los motivos que fuera, resignarse a lo que tuviera que pasar.

En cierto modo, ese estado de angustia fue un interesante laboratorio para discusiones sobre la psicología social de los norteamericanos, que bien podrían extrapolarse a la especie humana en su conjunto. Los resultados no fueron como para sentirnos orgullosos de nosotros mismos, al menos en términos generales, porque hubo opiniones y comportamientos de todo tipo; en cualquier caso, bien es verdad que no conviene sacar conclusiones definitivas pues al fin y al cabo el temido ataque no se produjo. Ello no quita que fuera un ejemplo para reflexionar, pero no ocurrió tal cosa; una vez pasada la histeria colectiva, la sociedad estadounidense prefirió olvidar el asunto y no recapacitar sobre las consecuencias éticas (este rechazo a la introspección suele ser norma común en los últimos tiempos y así nos va). Hubo no obstante algunas excepciones a este respecto. Probablemente el ejemplo más conocido fue uno de los capítulos de la popular serie televisiva de ciencia ficción The Twilight Zone (en España se llamó, creo, “En los límites de la realidad”, aunque por entonces yo era demasiado niño y en mi casa no había televisión) que en septiembre de 1961, en pleno auge del pánico ante la guerra nuclear, emitió un episodio titulado precisamente The Shelter. Empieza con una fiesta de cumpleaños en casa del doctor Bill Stockton que se ha construido un refugio. Durante la velada, la radio informa de que unos misiles nucleares han sido lanzados en dirección a los Estados Unidos y están a punto de estallar. Stockton y su familia hacen acopio de alimentos y se disponen a esconderse en su refugio del sótano. Los amigos no disponen de nada parecido y suplican al doctor que les permita ir con ellos, pero éste se niega porque no hay sitio para todos. La situación se torna violenta y llegan a tirar la puerta. Justo en el momento en que están entrando, la radio avisa de que era una falsa alarma. Entonces todos se sienten avergonzados de sus comportamientos y tratan de congraciarse con la familia Stockton; el doctor cierra el capítulo con un discurso sobre la naturaleza humana en el que concluye que no será la bomba la que nos destruirá sino nosotros mismos.

Al año siguiente, durante las sesiones para su segundo disco, Freewheelin’, Bob Dylan grabó un tema que finalmente sería descartado. Su título, que he copiado para este post, era Let me die on my footsteps. La letra –cuya traducción acompaño– expresa el hartazgo (y hasta impotencia) de una generación joven ante la locura armamentística de aquellos años, la generación que en Estados Unidos se movilizaría contra Vietnam y por los derechos civiles. No sé por qué el tema no apareció en el disco; no es peor que algunos de los que sí se publicaron. En todo caso es una magnífica muestra del sentido común en un tiempo de locura (lo malo es que la locura no parece haber dejado de prevalecer entre los dirigentes mundiales desde entonces); la reivindicación de la vida frente a esa opresiva cultura de la muerte.


No voy a meterme bajo tierra / Porque alguien me diga que la muerte ronda / No voy a echarme para morir / Cuando vaya a mi tumba llevaré la cabeza alta /Déjame morir sobre mis pasos antes de meterme bajo tierra.

Hay ruidos de guerra y guerras ha habido / El sentido de la vida se ha perdido en el viento / Mucha gente piensa que el fin es inminente / En vez de aprender a vivir, están aprendiendo a morir / Déjame morir sobre mis pasos antes de meterme bajo tierra.

No sé si soy inteligente, pero puedo ver / Cuando alguien está abusando de mí / Y si la guerra llega y la muerte nos ronda / Déjame morir sobre esta tierra y no bajo ella / Déjame morir sobre mis pasos antes de meterme bajo tierra.

Siempre ha habido gente dedicada a atemorizar a los demás / Llevan hablando de las guerras desde hace muchos años / He leído todas sus declaraciones y no he dicho ni una palabra / Pero ahora, por Dios, dejen que mi pobre voz se oiga /Déjame morir sobre mis pasos antes de meterme bajo tierra.

Si tuviera rubíes, riquezas y coronas / Me compararía el mundo entero y cambiaría las cosas / Arrojaría todas las armas y los tanques al mar / Porque son equivocaciones de nuestra pasada historia / Déjame morir sobre mis pasos antes de meterme bajo tierra.

Déjame beber las aguas de los arroyos de las montañas / Deja que el olor de las flores silvestres corra por mi sangre / Déjame dormir en los prados sobre las hojas de hierbas verdes / Déjame caminar por la carretera con mi hermano en paz / Déjame morir sobre mis pasos antes de meterme bajo tierra.

Recorre tu país donde la tierra se encuentra con el sol / Ve los cráteres y los cañones donde corren las cascadas / Nevada, Nuevo México, Arizona, Idaho / Deja que cada Estado de esta Unión se filtre hasta el fondo del alma / Y morirás sobre tus pasos antes de meterte bajo tierra.

viernes, 8 de mayo de 2015

Los locales nocturnos del Soho

La primera vez que estuve en Londres me alojé en un cochambroso hotel del Soho, pegado a Shaftesbury Avenue (cochambroso por dentro pero por fuera muy aparente). Eran los ochenta, así que llegaba veinte años tarde para conocer el ambiente nocturno del swinging London del cual ese barrio del West End había sido el epicentro. Aún así, el Soho seguía siendo (y tengo entendido que sigue, aunque hace tiempo que no visito la ciudad) zona de marcha, fiel a su historia urbana. Soho comprende un cuadrilátero delimitado por Oxford street, Regent Street, Coventry Street y Charing Cross Road, con una extensión aproximada de 50 hectáreas. En el conjunto del gran Londres apenas un minúsculo granito, mucho más pequeño incluso que el área que ocupa la City –con 260 Ha o una milla cuadrada, de ahí su sobrenombre de the square mile– que se corresponde más o menos con la ciudad amurallada medieval desde la que se cruzaba el Támesis por el único puente –el London Bridge– que existió hasta mediados del XVIII. No es pues un ámbito de gran extensión, pero más que dobla en superficie los barrios madrileños de locales de copas y música que frecuentaba en mi veintena –Malasaña y Huertas, ambos en torno a las veinte hectáreas–.


El área del barrio eran terrenos agrícolas hasta que se los apropió Enrique VIII para incluirlos en los parques que rodeaban su palacio de Whitehall, en Westminster, por entonces todavía separado de la ciudad de Londres. A finales del XVII, después del gran incendio que destruyó la City (1666) y bajo la presión del crecimiento demográfico de la capital, la Corona fue cediendo los suelos a aristócratas para que los parcelaran con vistas a su desarrollo urbano, en la idea de crear una zona residencial de alto nivel. Sin embargo, a diferencia de las áreas vecinas, como Mayfair por ejemplo, las previsiones no cuajaron ya que el Soho se convirtió en destino de las oleadas de exiliados europeos que iban a refugiarse a la más tolerante Inglaterra, muy especialmente los hugonotes franceses a resultas de las persecuciones de Luis XIV. De este modo, para el XVIII el barrio era el más cosmopolita de Londres, una amalgama de gentes de todos los orígenes y oficios que bullía de actividad. Naturalmente, los nobles que se habían construido sus mansiones en el barrio no se sentían nada a gusto con ese vecindario y fueron largándose. El mejor ejemplo lo constituye Manor House en el número 21 de Soho Square. En 1678 se construyeron en el recién creado solar dos viviendas que luego se unieron para formar un palacete con frente a la plaza. Durante casi un siglo, el edificio fue ocupado por familias de la clase alta, destacando el cuarto barón de Nostell, Sir Rowland Winn. Luego, por un breve periodo –entre 1772 y 1775- fue la embajada de España, dirigida por Felipe Ferrero Fiesco, representante de Carlos III ante Jorge III. En 1776 un tal Thomas Hopper adquirió el inmueble y lo acondicionó como burdel de clase alta, con habitaciones decoradas lujosamente y los mayores refinamientos de la época (incluyendo algunos trucos destinados a aterrorizar a los clientes). El hotel-prostíbulo funcionó hasta los inicios del XIX; allí trabajarían las chicas más apreciadas en su oficio, mientras el resto se distribuían por las calles del barrio, donde prosperaron otros locales de ocio más asequibles. Aclaro que la edificación original fue profundamente reformada por la empresa Crosse & Blackwell, comercializadora de productos alimenticios (fue comprada por Nestlé en 1960) que ocupó el inmueble hasta 1925. La foto que acompaña este párrafo muestra el aspecto del edificio (el que hace esquina) hacia mitad del XIX; hoy, nuevamente reformado, está dedicado a oficinas.

Así, durante el XVIII, el Soho se fue convirtiendo en un bullicioso barrio con la ajetreada actividad de artesanos y comerciantes durante el día y la no menor de la noche, en los cada vez más numerosos locales destinados al entretenimiento que iban dispersándose por sus calles. También, en un bucle causa-efecto, adquirió atractivo como residencia de no pocos artistas e intelectuales. Por ejemplo, en la gira por Europa que organizó el padre de Mozart para exhibir las extraordinarias dotes de sus hijos Nannerl y Wolfgang, llegaron a Londres en abril de 1764 y tras el verano se instalaron en el 20 de Frith Street, en el Soho, elección motivada por la existencia de varias salas de concierto en el barrio. Pero entre los residentes en el Soho hay que citar además al también compositor Frank Liszt, a los pintores Canaletto y Constable, al veneciano Casanova, a los poetas Shelley y William Blake, y hasta el mismísimo Karl Marx tuvo allí su vivienda. Por cierto, fue en las habitaciones de la planta alta de la public house (así se llamaban los establecimientos de bebidas, de donde proviene el término "pub") The Red Lion, en la esquina de Great Windmill Street y Archer Street, donde en noviembre de 1847 se celebró el segundo congreso de la Liga Comunista, reunión en la cual Marx y Engels acordaron escribir el Manifiesto Comunista que se publicaría al año siguiente. Ese pub –en el que tal vez haya tomado una cerveza desconociendo su importancia histórica– cerró en 1998 y fue sustituido por otro local de copas. Pero lo que interesa destacar es que para mediados del XIX el Soho estaba plagado de establecimientos para el ocio (alcohol, sexo y espectáculos) y ya había adquirido un marcado carácter bohemio y algo canalla.

A partir de la década de 1850 Londres vivió la fiebre del music hall, un género que combinaba canciones populares, teatro de variedades, actos circenses y comedia, mientras el público comía, bebía y fumaba. En pocos años se abrieron muchas salas, primero vinculadas a pubs existentes y enseguida construidas expresamente por toda la ciudad. En el Soho se abrieron dos de los más importantes: el Oxford Music Hall (1861), en el extremo noreste del barrio, y el London Pavillion (1961), en la esquina opuesta, junto a Piccadilly Circus (en esa fecha todavía no estaba ejecutada la Shaftesbury Avenue). Se trataba de espacios bastante imponentes, de amplias dimensiones y decorados con aparente lujo, lo que da muestras de la pujanza de la industria del entretenimiento y la fuerte competencia por atraer a los artistas más populares; no es exagerado decir que en la segunda mitad del XIX se cimentó en Inglaterra, y en Londres en particular, el poderoso sector del show business, con importantes empresarios, muchos de ellos llegados de fuera de la Isla. El género se mantuvo pujante hasta la Primera Guerra, con casi un centenar de grandes salas en la capital y más de trescientas de tamaño modesto. Después, muchos de los locales entraron en decadencia o se reconvirtieron en teatros más convencionales o bien acogieron los nuevos géneros musicales como el jazz, el swing o las grandes bandas. El edificio del London Pavillium, aunque muy reformado, aún existe, si bien pasó a ser sala de cine en 1934 (allí se estrenó en 1964 la primera película de los Beatles, A Hard Day's Night) y en 1986 cerró definitivamente para convertirse en centro comercial y de atracciones para los turistas. El Oxford Music Hall (la imagen muestra su interior hacia 1875), en cambio, pasó a convertirse en teatro hacia el final de la Gran Guerra y en sus últimos años combinó musicales de Broadway con pases de películas; fue demolido en 1926.

Tras la Primera Guerra el protagonismo del ocio nocturno correspondió a los nightclubs, se supone que un invento de los norteamericanos dirigido a la diversión de la clase trabajadora, locales de menor tamaño que los music halls en los que, además de beber alcohol, se bailaba (nada que ver con los tradicionales clubs ingleses reservados a los gentlemen). Uno de los primeros y más famosos durante los locos años veinte fue el 43 –porque estaba en el 43 de Gerrard Street– regentado por Kate Meyrick, una irlandesa con agallas abandonada por su marido con ocho hijos, persistentemente perseguida por los gobiernos de Lloyd George y Stanley Baldwin y encarcelada hasta cinco veces. También en el Soho se abrió el Café de París (1924) –aún en activo– y que pasó a la fama porque allí Louise Brooks presentó por primera vez en la capital británica el baile americano que haría furor, el Charleston. Y muchos más, pero también pervivieron los grandes edificios para espectáculos, y han de citarse dos de importancia, que compitieron agresivamente desde la primera década del siglo pasado. El primero fue el Hippodrome, en la esquina de Charing Cross Road y Leicester Square (en el extremo sureste del Soho), construido en 1900 para Moss Empires, la compañía de espectáculos mayor de la época. Diez años después Walter Gibbons, otro de los grandes empresarios del sector, erigió el London Palladium, en Argyll Street (al extremo noreste) con capacidad para más de dos mil doscientas personas frente a las 1.340 del Hippodrome. En 1919, el Hippodrome acogió la primera actuación oficial de jazz en el Reino Unido, con la Original Dixieland Jazz Band. Empezó la época triunfante del jazz, y en 1932 Louis Armstrong actuó en el Palladium y un año después lo hizo Duke Ellington. Durante los treinta Soho estaba definitivamente consolidado como el barrio nocturno por excelencia de la capital, si bien en esa década, a medida que el ambiente sociopolítico se iba haciendo más asfixiante, se abatió sobre el barrio una intensa política represiva para erradicar las prácticas licenciosas (se barrió la prostitución callejera lo que originó que las chicas se mudaran a apartamentos en las plantas altas, convenientemente anunciados con luces de neon) que obligó a cerrar a no pocos locales nocturnos. Parecía que se podía acabar con el Soho transgresor y tremendamente vital, un verdadero melting pot de culturas y clases sociales. Pero entonces vino la guerra.

Durante la década de los cincuenta se abrieron nuevos locales, dirigidos mayoritariamente al jazz, pero que empezaron a acoger otras músicas como el skiffle (del que ya hablé en un post anterior) y el blues. Por ejemplo, el Club Eleven que estuvo apenas dos años abierto –entre el 48 y el 50– en 41 Great Windmill Street, tiempo suficiente para introducir el bebop en Gran Bretaña. Hacia principios de la década, un pub que existía desde mediados del XVII en la esquina de Brewer y Wardour streets, llamado The Roundhouse empezó también a acoger veladas de jazz y en el 55 se fue orientando hacia el skiffle (en ese año actuó allí Cyril Davies) para luego derivar hacia el blues. También en Wardour street estaba el popular Flamingo que abrió en 1958 y que en su primera época contó con Sara Vaughan, Ella Fitzgerald y Billie Holiday, casi nada. Y al final de la década, en el 58, se abre The Marquee Club que, aunque no renegaba del jazz, fue de los primeros en los que desde sus inicios predominó el rhythm&blues. El lunes 4 de noviembre de 1963, los Bluesbreakers de John Mayall, con nuestro amigo John al bajo, actuaron en el Marquee: era el ascenso a la primera división de la escena británica. Hay que suponer que antes habrían recorrido tugurios de menor calado, pero al fin llegaban al Soho. Como postre curioso diré que ese mismo día en el London's Prince of Wales Theatre, a unos setecientos metros del Marquee, se celebró el Royal Command Performance, la gala con fines benéficos más importante de cada año. Asistía toda la familia real, aunque ese año no fue Isabel II que estaba embarazada; una pena porque ante tan selecto auditorio actuaban Los Beatles. Fue la velada de la famosa irreverencia de Lennon: antes de la última canción –Twist and Shout– se dirigió al público y les dijo que quería pedirles ayuda, que los de los asientos baratos batieran las palmas mientras que los restantes bastaba con que sacudieran sus joyas. Obviamente, quienes vieron la primera actuación en serio de John ni se habrían planteado ir a la gala real.

martes, 5 de mayo de 2015

Adolescente con bajo

La historia de John, el chaval que se crió en el Ealing de los cincuenta, la había interrumpido cuando con sólo catorce añitos su padre le regalaba un bajo eléctrico, un Fender rosa para ser exactos. Para entonces asistía a la Walpole Grammar School, que venía a ser el instituto para los listos, en un modelo de educación secundaria creado casi al final de la Segunda Guerra conocido como el tripartite system. A los once años los niños hacían un examen y según sus resultados eran dirigidos a las Grammar schools, a las secondary modern schools o a las technical schools. Si bien promovida por los conservadores, la nueva legislación significó en su momento un importante éxito para las demandas más progresistas: se reconoció la gratuidad de la educación, se alargó la escolarización hasta los quince años generalizándola a las niñas, y con el examen selectivo se suponía que el nivel de la enseñanza se hacía accesible a todos en función de sus capacidades y no de sus posibilidades económicas. Esto no fue ni mucho menos tan así, y ya se había puesto de manifiesto en esos últimos años de los cincuenta, en los que el Reino Unido asistía a la decadencia de su imperio y –lo que es más relevante– a la aparición de una cultura crítica con el sacrosanto estabishment británico. De ese desapego (y descontento) social que iba enraizando una vez pasados los peores años de la posguerra, brotarían los efervescentes movimientos artísticos juveniles, entre ellos y sobre todo, el rock de la Islas (que es el marco de estos posts). Pero quizá, por ser algo más tradicionales, habría que señalar como tormenta iniciática de aquel "cambio climático" el estreno en 1956 –justamente el mismo año en que los ingleses perdieron el Canal de Suez– de Look back in anger ("Mirando hacia atrás con ira"), de un joven desconocido, John Osborne, llamado a revolucionar el teatro. Osborne justamente ironizaría duramente sobre los efectos segregacionistas del modelo educativo, que había propiciado un profunda división entre la clase media y la trabajadora. El sistema tripartito fue abolido gradualmente a lo largo de los últimos años de los sesenta y definitivamente con la Ley de Educación de 1976, durante el gobierno del laborista James Callaghan.

Perdón por el rollo, pero es que me pareció necesario resaltar que nuestro John había sacado buena nota en su eleven plus ya que accedió a la grammar school de Ealing (que ya no existe, por cierto); o sea, que el chico era inteligente, o al menos buen estudiante. En el tercer curso (1959-60), un buen grupo de adolescentes de la Walpole, John entre ellos, habían quedado deslumbrados por los Shadows, que por entonces estrenaban nombre. Los amiguetes se juntaban y practicaban con los instrumentos de la escuela, bajo la tolerante mirada del profesor de música aunque ese estilo no terminaba de gustarle. Como es lógico, todos querían ser guitarristas, ejercer de lead guitar, claro, el instrumento protagonista en ese todavía balbuceante rock. El ídolo mayoritario era Hank Marvin, con sus gafas a lo Buddy Holly (parecido exagerado con fines publicitarios). También John, pero vio que eran demasiados y optó por el bajo, menos competencia, pensaría, y le quitó las dos cuerdas superiores a su guitarra para empezar a imitar la forma de tocar de Jet Harris. Luego, supongo que sería ya avanzado el curso, llegaría el estupendo regalo de su padre. Y ese verano el grupito de amigos pasaría largas horas ensayando las canciones de los Shadows en la habitación trasera de una casa cercana, en Lammas Park Road, tal vez la de sus dos grandes amigos John y Peter Barnes. Lo que hay que resaltar es que, como la gran mayoría de los músicos de su generación, nadie le enseñó a tocar, aprendió por si mismo, practicando hasta la saciedad. Desde luego, tenía aptitudes y entusiasmo, pero lo admirable es el tesón y autodisciplina de un chavalillo de esa edad. Muy pronto comenzó a correrse la voz de que el tío era bueno, muy hábil.

Para cuando John acabó la secundaria era ya un consumado bajista. Con sus amiguetes de la Walpole habría formado alguna banda de la que no queda recuerdo. Sí consta, sin embargo, el nombre del primer grupo con cierta intencionalidad profesional; se llamaba The Krewsaders, que no tengo ni idea de lo que podía significar aunque supongo que sería un juego de palabras con crusader (cruzado), tal vez aprovechando la palabra polaca krew que significa sangre (recuérdese que en Ealing había una importante colonia de ese país). En todo caso, los Krewsaders hacían sus bolos en bodas y fiestas similares, con un repertorio basado mayoritariamente en el de los Shadows. Por supuesto, no se conservan –que se sepa– grabaciones de esos chavales de Ealing; una banda de las muchas que surgían en los primeros sesenta, la mayoría condenadas a desaparecer. Muchos lo intentaban pero pocos tenían la suerte de encontrar un hueco en el naciente mercado del rock y éstos no eran necesariamente los más dotados. Al fin y al cabo, todos iban aprendiendo sobre la marcha, imitando a los modelos con que se topaban, algunos pocos británicos pero sobre todo los jovencillos norteamericanos que andaban inventando el rock; los bluesmen de Chicago empezaban a ser referencias, pero al principio minoritarias. Para situarnos: a principios del 63 los Beatles lograban su primer gran éxito (Please please me) y empezaba la fiebre; los Rolling Stones llevaban sólo unos meses tocando sin apenas cobrar por los clubes de Londres (hasta junio no grabarían su primer sencillo); y el resto de las bandas que en pocos años ocuparían puestos relevantes en el estrellato estaban gestándose o sus futuros miembros en grupos que, como éste de los Krewsaders, podemos calificar de "incubadoras". Rastreando entre las muchas webs dedicadas a la arqueología del rock, he podido identificar a tres de quienes con John formaron The Krewsaders: Mickey Holmes como guitarra solista, Pete Carney como guitarra rítmica y John "speedy" Keene en la batería. Estos tres pasarían luego a integrarse en otro grupo hoy olvidado, The Second Thoughts que alcanzó cierto éxito en el 64 y 65. Lo gracioso es que esta banda, con el nombre de los Tomcats y varios cambios entre sus componentes, se instalaría temporalmente en España durante 1966, grabando unos cuantos sencillos con mucho éxito (entre ellas, canciones españolas "yeyeizadas") e incluso actuando en la primera escena de Operación Secretaria, una gloriosa muestra del cine patrio de esos años, dirigida por Mariano Ozores y protagonizada por Gracita Morales y José Luis López Vázquez.


Pero volvamos a John, recién acabados los estudios y con una firme vocación musical que, sin embargo, no ofrecía apenas garantías como forma de vida. Así que el chico consiguió un curre en prácticas como inspector de impuestos, que no tengo nada claro en qué consistiría pero sin duda completamente ajeno al mundillo que tanto le atraía. En esas andaba cuando recibió una llamada que le cambió la vida, nada menos que John Mayall que estaba formando sus Bluesbreakers y necesitaba un bajo. El que es llamado "padre del blues británico" acababa de mudarse a Londres desde Manchester, animado por Alexis Korner quien había dejado recientemente Blues Incorporated, probablemente la primera gran banda de blues de las islas (repásese la lista de quienes en ella tocaron) que había fundado con Cyril Davies a la vez que fundaban el Ealing Club (al cual ya me referí en un post previo). Así que, Mayall andaba buscando instrumentistas para montar su propio grupo y pensó en Cliff Barton, el bajista de la Cyril Davies R&B All Stars. Barton no aceptó pero era de Ealing, apenas un año mayor que John y conocía sobradamente su talento; así que le aconsejó a Mayall que le diera una oportunidad. Por cierto, varias fuentes (entre ellas una entrevista al propio John en 1998) datan esta decisiva llamada en enero de 1963. Si fue así –no termino de convencerme– Mayall llamó a John a los pocos días de llegar a Londres y éste o estaba aún en la Walpole o la había acabado el curso anterior con solo dieciséis años (cumplió diecisiete en noviembre del 62). A favor de esta fecha tan temprana que de los Krewsaders no hay testimonios ya en el 63; en contra, lo mucho que tardarían los Bluesbreakers en grabar su primer sencillo (en mayo del 64, más de un año después). Pero son detalles nimios; lo importante es que nuestro chaval, a sus dieciecisiete años, fichaba por una nueva banda que iba a ser el semillero fundamental de los grandes del blues-rock. Aunque durante los primeros meses, por si acaso, siguió con su trabajo en prácticas.

viernes, 1 de mayo de 2015

Sangre homosexual

En los últimos días ha causado cierto revuelo una sentencia del Tribunal de Justicia Europeo en relación a la prohibición legal francesa a los homosexuales varones de donar sangre. La historia empezó en 2009 (parece que la Justicia es lenta en todas partes), cuando un tal Geoffrey Léger fue a donar sangre en Metz y a la pregunta de si había mantenido relación sexual con otro hombre contestó que sí. Resulta que a principios de ese mismo 2009 la ministra de Salud y Deportes aprobó una orden en cuyo anexo calificaba como contraindicación permanente para la donación el que un hombre hubiera mantenido relaciones sexuales con otro hombre (de ahí que se haga tan embarazosa pregunta en el cuestionario previo al pinchazo). A su vez, esta orden ministerial francesa se apoya en la Directiva europea 2002/98, la cual requiere que previamente a las extracciones se realice una entrevista personal al candidato "de forma tal que permita conocer los factores que puedan ayudar a identificar y descartar a personas cuya donación podría presentar un riesgo para la salud de otras, como puede ser la posibilidad de transmitir enfermedades, o para su propia salud". Una de las preocupaciones de la directiva es obviamente garantizar que la sangre donada no esté infectada y por eso exige que se realicen análisis de hepatitis B y C, de VIH y otras pruebas según la situación epidemiológica del momento. Hasta aquí, normal; sin saber nada de este asunto, yo daba por sentado que la sangre que se aportaba al sistema sanitario europeo pasaba los pertinentes controles, muy especialmente antes de darla por válida para transfusiones. Por eso, me ha sorprendido enterarme que en una nueva directiva europea –la 2004/33– se añadieron criterios de exclusión de donantes de sangre basados en las conductas de éstos y, en concreto, los que han consumido drogas por vía intravenosa o intramuscular y aquéllos cuya conducta sexual supone alto riesgo de contraer infecciones transmisibles por transfusión. Cautelas pensadas ambas para la prevención del sida, claro está, pero ¿qué necesidad hay de excluir a nadie si se verifica la idoneidad de la sangre? Sólo hay dos explicaciones: o que no siempre se verifica o que no se está al cien por cien seguro de la fiabilidad de las pruebas. Parece ser que las pruebas del VIH normales (o sea baratas) no son absolutamente seguras y también que hay un periodo ventana desde que se comete el “pecado” (meterse un pico o practicar un coito anal) hasta que el virus se detecta en la sangre. Pues vaya.

Entonces, como las pruebas analíticas de la sangre no son absolutamente fiables entra en juego la teoría de probabilidades. Supongamos que existe un margen de error en los análisis del 1% (de cada cien pruebas una falla). Si entre la población donante hay otro 1% de portadores de infecciones transmisibles, la probabilidad de que se cuele sangre contaminada es de una extracción cada diez mil. Justamente este 1% es el porcentaje de incidencia del sida entre los varones homosexuales franceses, según alegó el Gobierno galo, una tasa doscientas veces superior al del resto de la ciudadanía. Así que, si se excluye a los gays se disminuye el riesgo de tener sangre contaminada en el sistema de salud. ¿Cuánto? Pues si suponemos que el 5% de los varones franceses han tenido relaciones sexuales con otros hombre (estimación hecha en los Estados Unidos, aunque me parece muy baja), la tasa de donaciones es similar entre homosexuales y heterosexuales y los porcentajes de incidencia del sida en Francia son los que dice la ministra, la probabilidad de que se cuele sangre infectada es más o menos de una cada 3.330 extracciones si no se hace ninguna prueba. Ciertamente el riesgo disminuye casi seis veces (a una extracción de veinte mil) si se excluye a la población homosexual. Ahora bien, por importante que sea la diferencia entre ambas situaciones no cambia cualitativamente, a mi juicio, la valoración del riesgo. O aceptamos que hay un riesgo de infectarse en una transfusión, en cuyo caso la cuantía de 1/3.330 me parece bastante asumible por comparación con las que asumimos inconscientemente en nuestras vida diarias; o, por el contrario, entendemos que no es aceptable el mínimo riesgo y se exige que ha de garantizarse, antes de cualquier transfusión, análisis 100% fiables de la calidad del plasma.

Naturalmente, a mí me parece que esta segunda opción es la que procedería, con lo cual, entre otras cosas, se evitaría el absurdo conflicto de echar leña al fuego de los discursos discriminatorios. A este respecto, ha de tenerse en cuenta que la directiva europea limita las exclusiones a las situaciones de alto riesgo, aunque señala que corresponde a los tribunales nacionales “verificar si, a la vista de los conocimientos médicos, científicos y epidemiológicos actuales,” es pertinente mantener la exclusión de los homosexuales (eso se llama echar pelotas fuera). En otras palabras, que se admite la discriminación siempre que se demuestre que de no hacerla se pasa a una situación de alto riesgo. Añado que, entre los datos del Plan Nacional sobre el Sida, la infección a través de transfusión de sangre ni siquiera aparece mencionada. En España no se prohíbe donar sangre a los homosexuales, así que cabe suponer que, si el riesgo que los franceses pretenden reducir fuera real, en nuestro país debería haber un número significativo de infecciones por esta vía. De los 3.278 nuevos diagnósticos de VIH durante 2013, sólo 11 (un mínimo 0,33%) podrían incluir las transfusiones (es el apartado “otros”, así que de deberse a esta causa no serán todos). En resumen, no parece que en términos cuantitativos la exclusión tenga mucha justificación. Y menos cuando, aún siendo tanto en Francia como en España el sexo entre varones homosexuales la vía más frecuente de contagio, en ambos países representa en torno al 50% de los nuevos casos. Ya puestos, debería descartarse también a quienes hayan tenido relaciones heterosexuales de riesgo (por ejemplo, sin el preceptivo condón con alguien que no es tu pareja habitual), ya que alcanzan casi el 30% de los nuevos casos.

De cualquier modo, siempre es de lo más discutible lo de restringir posibilidades a las personas basándose en probabilidades, aunque es una técnica que gusta bastante a los gobiernos. La primera objeción es a la propia validez de los datos estadísticos, las más de las veces poco rigurosos. Por ejemplo, ¿cómo sabe la ministra francesa que la incidencia del sida entre los homosexuales varones franceses es del 1%? Podrá saber cómo se han infectado las personas a las que se les diagnostique y, por tanto, saber el porcentaje de quienes lo ha contraído por prácticas homosexuales, pero dudo mucho que tenga datos fiables sobre el número de franceses que las hacen, así que difícilmente puede cuantificar esa tasa de incidencia. En segundo lugar, cada vez que se detectan diferencias estadísticas relevantes de un grupo respecto de la media del conjunto social, inmediatamente se tienden a exagerar, produciéndose el conocido efecto de reforzar prejuicios (lo que, a su vez, aumenta la pretendida brecha estadística); se trata de un fenómeno ampliamente conocido, por ejemplo, en los Estados Unidos respecto de los negros. Pero, sobre todo, esto de discriminar por las probabilidades se parece demasiado a condenar a alguien por su pertenencia a una determinada clase estadística o, al menos, a presumir su culpabilidad. La publicidad que se le ha dado a esta sentencia europea, además de ofender a los homosexuales, alimentará sin duda los prejuicios homófobos que distan mucho de haber desaparecido.

En relación a esto último conviene preguntarse si la difusión de la noticia es inocente o no (desde luego, de lo que no cabe duda es que es atractiva para los medios por su potencial polémico). Como sea, lo cierto es que yo –y supongo que un porcentaje muy alto de la población– me he enterado de que en Francia existe esta limitación legal gracias a esta sentencia. Pero no sólo Francia; resulta que en muchos países funciona la misma norma, empezando por Estados Unidos desde 1977, antes incluso de que se le hubiera dado nombre a la enfermedad (y mucho menos aislado el virus); fue suficiente comprobar que entre la comunidad gay de San Francisco había aparecido una extraña nueva peste. Además de España, en Portugal, Italia, Polonia, Rusia, Sudáfrica, Chile, México y algunos pocos más no hay restricciones, pero somos una clara minoría. Llama la atención que en las últimas décadas, desde la aparición del sida, se haya extendido tan universalmente el consenso en este aspecto y, sobre todo, apenas se haya debatido al respecto. Me pregunto cuánto habrá influido en los legisladores el atávico miedo a contagiarse, más que el sida, la homosexualidad: sangre de maricón en mis venas, Dios mío, qué horror. En fin, que en mi opinión, en vez de limitar a las personas el ejercicio de la generosidad en base a más que cuestionables argumentos probabilísticos, bastente mejor harían las autoridades sanitarias en asegurarse de que no se hiciera ninguna transfusión sin la garantía previa de la idoneidad de la sangre. Enterarme de que se prohíbe donar a los homosexuales no me tranquiliza sino todo lo contrario. porque me hace sospechar que se pueden hacerse transfusiones sin estas garantías. Y eso sí es para asustarse.