sábado, 31 de diciembre de 2016

Otro más que se va

Cuando yo era niño, el 2000 era la fecha símbolo del futuro. Un futuro entendido como un tiempo radicalmente diferente a ese presente de los sesenta. En mi imaginario infantil, ese futuro tan distinto lo representaban los supersónicos (the jetsons, serie de dibujos animados de Hanna y Barbera), que vivían en casas elevadas y se movían en coches voladores. A final de esa década, Kubrick presentó la Odisea espacial, fechada justamente el primer año del siglo que se imaginaba tan lejano, reforzando más aún esa mitología futurista. Sin embargo, pasaron los años, nos hicimos mayores y empezó el siglo XXI; y luego siguieron pasando los años, uno tras otro, cada vez más deprisa los puñeteros, hasta el decimosexto que está ya agonizante, a breves horas de desaparecer para siempre. O sea, que hace tiempo que estamos en el futuro, aunque no se parezca demasiado al que en los sesenta anticipaban los dibujos animados, las películas y las novelas de ciencia ficción. No obstante, que para mí año dos mil diecisiete sea una palabra que sigue teñida de futuro no demuestra sino que pertenezco al siglo pasado, por más que me empeñe en lo contrario. Pero bueno, no se piense de esto que digo que me invade ninguna tristeza melancólica o sentimiento análogo; simplemente empezaba a escribir mi post de fin de año y al pronunciar dos mil dieciséis me vinieron esos recuerdos infantiles del futuro: qué barbaridad. Desde luego, seguro que el chavalín que veía a finales de los sesenta la tele en blanco y negro no se imaginaría ni por asomo al tipo al que estaba destinado a convertirse ni a la época que le tocaría vivir. Pero dejémonos de boberías y vayamos al asunto.


Y el asunto es dejar escrito un breve balance personal del año que se va, como llevo haciendo ya desde 2006, cuando inicié este blog: ¡nada menos que el undécimo post de esta serie tópica y un tanto ñoña! Sin duda, la novedad más importante ha sido mi regreso a la función pública, en mi caso a la administración general de la Isla, al Cabildo. He vuelto al mismo departamento del que salí en excedencia voluntaria en mayo de 2008, pero mientras antes era un jefecillo, ahora soy el último de la fila, toda vez que durante mi ausencia el escalafón corrió y, ya se sabe, quien fue a Sevilla perdió la silla. A esto hay que sumarle que, por distintas circunstancias, he regresado tachado un tanto como “persona non grata” entre ciertos políticos que ocupan cargos de poder, lo que ha contribuido a que prefieran mantenerme lo más relegado posible. Confieso que, en los primeros meses del año, esta mi nueva situación me tuvo algo desconcertado: después de un largo periodo metido en muchas salsas y con un nivel aceleradísimo de actividad, te encuentras apartado sin prácticamente presión. A uno se le cruzan sentimientos encontrados: de un lado, la sensación de menosprecio que inevitablemente afecta a la vanidad, pero, de otro, una especie de abandono que, bien tratado, puede llevar hacia una deseable paz y equilibrio anímicos. En fin, lo cierto es que, desde luego, he ganado en tranquilidad y disponibilidad de tiempo; en cuanto a mi trabajo, a medida que pasaban los meses, han ido poco a poco encargándome tareas cada vez de mayor utilidad. Téngase en cuenta que en la administración pública todo transcurre más despacio que en el mundo exterior; asumiendo ese ritmo intrínseco, ya veremos como evolucionan las cosas en este inminente 2017.

En cuanto al capítulo salud pues regulín. Como cosa buena habría que citar que en enero dejamos de fumar (K, su hija y yo) pero la verdad es que la supresión del tabaco tuvo unos efectos desastrosos durante los tres primeros meses; me sentía absolutamente fatal, dolores en todo el cuerpo y una ansiedad tremenda. Supongo que, como me dijo el médico del Cabildo, al síndrome de abstinencia se le sumó el radical cambio de mi situación laboral y de mi ritmo de vida (por lo visto el dejar de estar sometido a estrés produce a su vez estrés). El caso es que hacia la primavera tenía unos dolores de espalda que casi me impedían moverme; toda la columna contracturaza, desde las cervicales hasta las lumbares. Tras las pertinentes pruebas diagnósticas (algunas vértebras con principio de artrosis, pero nada excesivo), pasé por un mes de sesiones diarias de rehabilitación que poco a poco fueron mejorando mi estado, aunque no curándolo del todo. He de añadir que también he engordado (me sobran unos diez kilos), lo que para mí es una de las causas principales del sufrimiento de mi pobre espalda. La acumulación de grasa en mi organismo ha sido confirmada en las pruebas que por navidades me hago todos los años (para seguir un adenoma que tengo en la región suprarrenal), así que la conclusión es clara: mejorar la dieta y caminar más, para compensar mi casi permanente sedentarismo. He aquí los propósitos de año nuevo en relación a la salud.

De otra parte, el que se va ha sido un año tranquilo, sin casi movimientos. De hecho, aparte de mi obligado desplazamiento a Madrid por Navidad, prácticamente apenas me he movido de la Isla. Tan sólo merece la pena reseñar el viaje de la primera semana de noviembre al Bierzo, comarca que conocía poco, y que, en compañía de un amigo, aproveché para conocer en maravillosas rutas a pie: paisajes preciosos en los que, además de su extraordinaria belleza, lo que más me impresionó fue el silencio y la soledad; considérese que llegaba desde un territorio superpoblado, en el que dirijas la vista a donde la dirijas te topas con construcciones y es imposible caminar sin cruzarte con nadie. En todo caso, la escasez de viajes se ha compensado en parte con estancias más dilatadas en nuestra finquita campestre, consolidando definitivamente la tendencia iniciada el pasado año. De hecho, K ya se ha asentado de forma permanente y yo, aunque durante los días laborables sigo en Santa Cruz, disfruto cada vez más de estas escapadas cercanas. Para el año que viene ya tenemos varios planes de actuaciones a realizar para mejorar la habitabilidad de nuestro refugio. Confiemos, eso sí, que nuestros ahorros nos lo permitan porque, desde luego, tener una segunda casa (y más si no es urbana) es un lujo y los lujos cuestan una pasta gansa.

Y poco más voy a añadir. Releyendo el post de hace un año, veo que predije que las entonces recientes elecciones (diciembre de 2015) no auguraban cambios significativos y parece que acerté incluso más de lo previsto: hace poco que ha empezado el “curso” y ciertamente muy al ralentí. Más movidillo se presenta en cambio el panorama político canario, ya que justo antes de la navidad se produjo la más que esperada crisis en el pacto Coalición Canaria y PSOE y ahora hay que esperar a ver qué pasa (y lo que pase puede afectar a mi vida cotidiana bastante más que la política estatal). Pero no es éste el momento para tocar tan aburridos asuntos. Acabo pues deseando feliz año a todos los que por aquí se pasan, confiando en que en 2017 sigamos leyéndonos. Para ilustrar estos deseos acompaño la foto con la que una amiga me ha felicitado las fiestas: se trata de un analema solar, la imagen que se obtiene de fotografiar el sol durante un año desde el mismo lugar y a la misma hora. El resultado es una curva que se llama lemniscata y que todos conocemos como el símbolo del infinito. Por lo visto, un analema es muy difícil de conseguir; en este caso es obra de Fernando de Arnáiz, quien lo hizo desde agosto de 2011 a agosto de 2012 en Burgos. Bonita es, desde luego.

  
Funky new year - The Eagles (Please Come Home for Christmas, 1978)

sábado, 24 de diciembre de 2016

Paseo por Madrid (y 2)

La caminata de ida la hacía por la acera de los impares de Martínez Campos pero también miraba hacia el otro lado y así, cruzando Modesto Lafuente, vi enfrente un edificio de extraña y llamativa apariencia: un prisma ligeramente irregular cuya “piel” es una malla de barras metálicas. Me pica la curiosidad y cruzo para meterme a fisgar. Se entra a través de un suelo con arena sobre el que han dispuesto unas traviesas pétreas a modo de camino. Un espacio interior flanqueado de más volúmenes recubiertos con las mismas varillas de acero (miro a través de estas y compruebo que están construidos con perfiles metálicos y vidrio). Contra una de las medianeras un cuerpo de edificación antigua: una galería de madera en planta baja y una gran cristalera en la planta alta. Enseguida descubro que se trata de la sede de la Fundación Giner de los Ríos, heredera de la Institución Libre de Enseñanza. Por la noche, en casa de mi hermana, me entero de que ese solar lo adquirió la ILE (constituida en sociedad por acciones en 1876) en 1884 y ahí fueron construyendo los pabellones necesarios para desarrollar su proyecto educativo; también allí se situaron las viviendas de Francisco Giner y de Manuel Cossío. La victoria franquista zanjó las ilusiones pedagógicas de la ILE “por sus notorias acciones contrarias a los ideales del Nuevo Estado” y por Decreto de 1940 sus bienes incautados pasaron al Ministerio de Educación Nacional. La sede de Martínez Campos ya había sido saqueada previamente: la biblioteca, el laboratorio, las aulas y el jardín, donde unos falangistas talaron los árboles y arbustos, salvándose solo una acacia centenaria frente al frontón y un aligustre a la entrada. En los ochenta el inmueble es devuelto a la actual Fundación (heredera de la ILE original), cerrándose el colegio publico que allí funcionaba (el Eduardo Marquina, antes Joaquín Sorolla). En la primera década del nuevo siglo, con importante financiación pública, se convoca un concurso para recuperar las instalaciones y dotar a la I.L.E. de un nuevo edificio. Lo ganan dos arquitectos jóvenes (Cristina Díaz Moreno y Efrén Gª Grinda) que, por lo que he consultado, tienen ya su bien ganada fama en la profesión pero a los que no conocía (desde luego, no estoy al día en arquitectura). También me entero de que la intervención fue bastante polémica, sobre todo porque se derribó algún pabellón previo y se arrasó con lo que quedaba del jardín original. En mi breve visita me dio la sensación de que mucha actividad no había; casi todos los edificios parecían cerrados. La que sí estaba abierta era una exposición gratis sobre Cossío, con el sugerente título de “El arte de saber ver”. Pasé un rato agradable visitándola.

Al salir pasé de nuevo a la acera de los impares, justo a la altura del Teatro Amaya que en mi época matritense era un cine, en el que alguna película vi. Descubro que se cerró en 2003 y pocos meses después el cómico Moncho Borrajo lo adquirió para convertirlo en teatro especializado en obras de humor. Anunciaban las últimas funciones de Páncreas, “la comedia mejor valorada por crítica y público”. Publicidad, naturalmente, pero me llamó la atención y, sobre todo, que fuera una obra de Patxo Telleria, un bilbaíno de quien un amigo me había hablado muy bien. Luego, en casa, busqué información sobre la obra y me gustó la idea sobre la que se construye el argumento. Tres amigos que se han conocido en sesiones de terapia grupal para trastornos mentales quedan en casa de uno de ellos, enfermo del páncreas y con urgente necesidad de un trasplante de este órgano. Otro lleva años asegurando que se matará en cuanto cumpla los sesenta (le falta poco menos de un año) para escapar de un alzheimer hereditario. El tercero le propone que adelante el suicidio para donarle el páncreas al amigo. No estaría mal verla, me dije, y al poco rato me llama un amigo madrileño conocedor de mi estancia en la Villa para proponerme ir al teatro y luego cenar. Entre las opciones que baraja está justamente esta obra, así que inevitablemente es la elegida. Así pues, ayer jueves asistí a la actuación de los tres intérpretes (Alfonso Lara, José Pedro Carrión y Fernando Cayo), recitando en verso –la obra original es en euskera– un argumento entretenido que mantiene el interés hasta el final, cuando se desvela la sorpresa (que no es tanta). Por cierto, para ir al teatro también opté por una caminata, esta vez desde casa de mi hermano: desde Arroyo del Fresno en el extremo Norte, atravesando los barrios del Pilar y Tetuán, hasta la vieja y muy conocida (para mí) calle de Bravo Murillo y luego Santa Engracia hasta Iglesia (plaza del pintor Sorolla, para hablar con propiedad).

Volvamos al paseo del pasado miércoles que es el que estoy contando. Se acabó Martínez Campos y seguí por Eloy Gonzalo, una calle de escasa longitud que une las plazas de Iglesia y Quevedo. Cuando se trazó y empezó a edificar la bautizaron como calle de La Habana. Tras el 98, muchas de las vías urbanas con nombres de las posesiones perdidas pasaron a homenajear a los héroes de esas desastrosas guerras y así a ésta le tocó el héroe del poblado cubano de Cascorro. Casi llegando a Quevedo, concretamente en el número 3, me topó con un edificio singular el Instituto Homeopático y Hospital de San José, construido entre 1874 y 1878 bajo proyecto de José Segundo de Lema. Es decir, interesantísimo en su arquitectura, lleva ahí toda la (mi) vida y, por tanto, tengo que haberlo visto no una sino muchas veces. Sin embargo, no soy capaz de identificarlo, no guardo el más mínimo recuerdo de ese inmueble; ¿cómo es posible? Está cerrado así que saco una foto de la fachada a través de la verja que da a la calle. Ya en casa de mi hermano, busco información y me entero de que se construyó a partir de una suscripción popular impulsada por la Sociedad Hahnemanniana Matritense, constituida a mitad del XIX para propagar y defender la homeopatía (el nombre es en honor de Samuel Hahnemann, el médico sajón fundador de la homeopatía). También que fue de los primeros edificios modernos que se construyeron en Chamberí, junto con la casa del doctor José Núñez y Pernia, justo al lado, en el número 5, y que ahora forma parte del conjunto arquitectónico declarado Bien de Interés Cultural en 1997. Leo también que durante los años setenta el edificio sufrió un acelerado deterioro que obligó a cerrarlo en 1980. A finales del siglo pasado, la Comunidad de Madrid asume su reconstrucción y en 2008 culminan las obras. Según leo en su web, en la actualidad las actividades de la Sociedad están orientadas principalmente a tareas docentes; en el edificio, además, hay una excelente biblioteca sobre homeopatía y una farmacia homeopática. Me propongo, en un próximo viaje a la capital, visitar por dentro el edificio.

Por cierto, indagando sobre este edificio me entero de que su propiedad está en pleitos como consecuencia de un montón de circunstancias dignas de un novelón del diecinueve aunque esté ocurriendo en nuestros días. Resulta que el doctor Núñez, primer presidente de la Sociedad y nombrado marqués por Isabel II en reconocimiento de los cuidados homeopáticos que le prodigó no tuvo descendencia oficial pero sí cuatro retoños con una tal Julia Fano. A su muerte, nombró heredero a su ahijado (e hijo) Guillermo Fano García, que moriría en 1924 sin vástagos. Entonces la hermana menor, Josefa, y luego su hijo Jesús pleitean sin éxito por el título. Con el marquesado vacante llegamos a 1982, año en que gracias a la intervención del famoso (por falsificar mogollón de títulos nobiliarios) duque de Tovar, se otorga a Jaime Fernández Moreno, bisnieto del fundador de la homeopatía española. Este Jaime Fernández, en enero de 1994, solicita al Ministerio de Asuntos Sociales la extinción de la Fundación por incumplimiento de sus fines, y que sus bienes reviertan al heredero del fundador que, claro está, es él. Tras un largo proceso, la Audiencia Nacional, en 2005, ordena la disolución de la Fundación y la entrega del inmueble de la calle Eloy Gonzalo al marqués de Núñez. Entonces el señor Fernández se muere y el título ha de pasar a su hija María José, residente en Zaragoza y que, como su padre, lo que quiere es la propiedad de los edificios para venderlos (se habla de un precio entre 10 y 25 millones de euros). Pero hete aquí que en 2014 entran en escena los presuntos descendientes de la hija mayor de Julia Fano y reclaman el título alegando mejor derecho que su prima tercera. Parece ser que por orden del Juzgado de Primera Instancia de Zaragoza, a principios de este año que ya se acaba, se exhumaron varios cuerpos de cementerios madrileños para hacer las pertinentes pruebas de ADN. Si finalmente el marquesado pasa a Alfredo García Alix la Fundación respirará tranquila, porque este médico residente en Barcelona ha prometido que quiere que continúe su labor filantrópica, renunciando a su extinción y venta del edificio. Veremos en qué acaba el culebrón.

Y bueno, el paseo ya dio para poco más. En Quevedo giré por San Bernardo y en un plisplás llegúe a la glorieta de Ruiz Giménez donde está la tienda de maletas y donde compré una a mi madre que le entregaré esta noche. Almuerzo ligero en el VIPS de Quevedo y regreso hasta el museo Sorolla, donde por el mínimo precio de tres euritos, disfruté de casi dos horas enormemente placenteras (algún día he de escribir sobre este pintor). Aprovecho para ilustrar este post con uno de los cuadros del valenciano que más me gusta: Madre, pintado en 1895; Clotilde, su mujer, en la cama con Elena, la hija menor, recién nacida, ambas casi completamente sumergidas en las sábanas de la cama matrimonial. Salvo las dos cabezas todo es blanco, pero miles de matices del blanco. Una obra maestra, sin duda, que me evoca en cierto modo otra de mis pinturas favoritas, el perro semihundido de Goya, en este caso, en vez de blancos, ocres.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Paseo por Madrid (1)

Lo leí hace mucho atribuido a Cela: uno es de donde acaba el bachillerato (no se es de donde se nace sino de donde se pace, dice el refrán). Si fuera cierto, yo sería madrileño, pues en Madrid hice todo el bachillerato y aprobé la reválida de sexto, aunque haya residido muchos más años fuera del Foro. Y no voy a negar que siento un algo de pertenencia mutua con este inmenso poblachón manchego reconvertido a marchas forzadas en metrópoli ultramoderna, pese a que cuando vengo a pasar unos días apenas soy capaz de reencontrarme con los espacios (y sus cargas vivenciales) de mi adolescencia o –sobre todo– del segundo lustro de los ochenta que fue mi segunda estadía, ya como “adulto”. Y a veces, hablando con los que han seguido siendo madrileños durante los últimos treinta años, me da la impresión de que ellos, pese a seguir aquí, han dejado de disfrutar la ciudad, de relacionarse con ella, de conocerla. Madrid ha pasado para varios de sus habitantes a convertirse en un mero telón de fondo, sin llegar a adquirir protagonismo. Se me ocurre que bastante tiene que ver la puñetera prisa que agobia a tantos de mis amigos y familiares: van a todos lados corriendo (o conduciendo agresivamente), sin ver y sin escuchar al entorno. Suelo repetirme cada vez que vengo que yo no viviría en esta ciudad; no si hubiera de estar sujeto por la rutina laboral que obliga a la mayoría de madrileños. Sin embargo, liberado de ésta (y consiguientemente de las prisas y los agobios), Madrid se convierte en una ciudad muy apetecible, llena de gracias que descubrir, con las que dejarnos sorprender gozosamente. Claro que para ello hace falta patearla, tomarse el necesario tiempo para conversar con sus calles, sus rincones, sus edificios …

Ayer tuve a primera hora una revisión médica en el Hospital Nuestra Señora de América, en la calle Arturo Soria. Acabada la prueba (ecografía) quedaba libre hasta las seis de la tarde. Pensé entonces en acercarme a una tienda de la glorieta de San Bernardo a comprar a mi madre una maleta pequeña con ruedas, que es el regalo de Navidad que quiere. Como tenía tiempo y ganas, decidí ir caminando, tras consultar en el Googlemaps la ruta más directa (6.100 metros, 1 hora y 18 minutos). El primer tramo consistió en bajar por las calles bastante anodinas a la espalda de Arturo Soria, atravesar el barrio de San Juan Bautista (viviendas de ladrillo de protección oficial construidas a principios de los sesenta) y llegar hasta la ribera de la M30. Esta autopista urbana define para mí el límite de lo que considero “mi” Madrid: en la parte de la ciudad que queda al exterior me pierdo inevitablemente. Lo que pasa es que los cuatro hermanos que tengo en Madrid viven todos fuera de este tercer cinturón, así que poco a poco he tenido que acostumbrarme a visitar esos barrios ignotos. Ahora bien, lo cierto es que nunca hasta ayer había cruzado a pie la M30 (ya puestos, creo que ninguna autopista, urbana o no). Así que una experiencia nueva, caminar por una pasarela sobre un río de vehículos, detenerme en la mitad y mirar hacia el Norte y hacia el Sur. En fin, nada especialmente místico, pero no estuvo mal.

Eso ya era Madrid, aunque fueran sus bordes del lejano Este. Calle del Padre Claret, cruzar Corazón de María, doblar a la derecha por Clara del Rey y ya estoy en el final de López de Hoyos, el eje articulador del entrañable barrio de La Prospe (recuerdos de los ochenta). Por cierto, ¿cuántos madrileños saben que esta popular calle honra a Juan López de Hoyos, un cura de la parroquia de San Andrés, quien regentó en el siglo XVI el Estudio Público de Humanidades de la Villa de Madrid, que tuvo entre sus alumnos nada menos que a Cervantes? Puede que tampoco sepan que esta calle se corresponde con el antiguo camino de Hortaleza, cuando este hoy barrio era municipio, a cuyos márgenes, en la segunda mitad del XIX, se empezaron a edificar casas y a trazar calles, todo sin ninguna planificación urbana (aunque, algo más hacia el centro se desarrollaba el Ensanche de Castro). Las primeras (o, mejor dicho, últimas) cuadras no me dicen mucho, pero a partir del cruce con la calle Marcenado empiezo a reconocer el viejo barrio. Paso por delante del antiguo cine Royal, cerrado; algo más abajo, el que era el cine López de Hoyos es un gimnasio estilo pijo (el Holiday Gym). Recuerdo vagamente ambas salas de mis últimos años de bachiller, cuando me saltaba las clases para meterme en cines de barrio (más los de la calle Bravo Murillo, pero también éstos) a verme dos películas en sesión continua. Pero antes de llegar al antiguo López de Hoyos paso por el mercado de Prosperidad (muy renovado desde la época en que nos acercábamos desde el piso de Ángel) y también por la plaza del barrio, en la que está la boca del metro. Era por ahí por donde salía al exterior en los tiempos de las pellas, después de hacer transbordo en Bilbao; la línea 4, en mis recuerdos, iba desde Argüelles hasta Alfonso XIII (hoy se prolonga diez estaciones más hacia el Noreste).

Sigo caminando y llego a la calle de Príncipe de Vergara. Aquí aparecen otros recuerdos, aún más remotos, porque se retrotraen a los breves y lejanos años en que vivimos en General Mola 97, casi esquina con María de Molina, allá por el 64 y el 65. Al cruzar la calle me tienta girar a la izquierda para ver el viejo portal, pero no lo hago sino que paso por debajo del puente y aparece el VIPS de López de Hoyos, que recuerdo cuando se inauguró como supermercado de la cadena PRYCA, una plataforma horizontal que ocupaba toda esa manzana triangular sobre la que se erigía una torre de once pisos; el edificio (eso no lo sabía de niño, claro) fue proyectado por Luis Gutierrez Soto, uno de los grandes del racionalismo español. PRYCA ahí no duró mucho; lo sustituyó un supermercado Aurrerá, puede que de los primeros que hicieron los Arango en España (por cierto, de niño pensaba que era un negocio vasco; pasó mucho tiempo hasta que me enterara de que los Arango eran asturianos emigrados a México). Una vez cruzada María de Molina, López de Hoyos cambia de carácter. Hasta después de la Guerra Civil, la colina que quedaba al Norte de este tramo inicial de la antigua carretera a Hortaleza estaba aún sin urbanizar (en el plano de Castro todo ese ámbito era un gran parque; al final se ocupó con viviendas unifamiliares y edificaciones de alto nivel, siguiendo una trama que rompía la continuidad del Ensanche). Me sorprendo del tratamiento peatonal y semipeatonal de este breve tramo. Justo al principio, en el cruce con Serrano, descubro que estoy al lado del museo Lázaro Galdiano. Tendría catorce años cuando lo visité y me viene rotunda a la memoria la imagen de El Aquelarre de Goya, que tanto me impresionó entonces. Me planteo visitarlo, pero lo dejo para el regreso (luego no lo haría).

He llegado ya a la Castellana, giro hacia la izquierda y cruzo el eje principal de Madrid corriendo (no da tiempo a hacerlo andando de una vez). Entro en el Distrito de Chamberí, el barrio de Almagro, en concreto, en uno de sus ejes centrales que es el Paseo del General Martínez Campos. Esta calle se llamó originalmente Paseo del Obelisco, debido al que se erigió entre 1833 y 1835 para embellecer la plaza en la que por entonces se remataba el recién abierto Paseo de la Castellana. En 1908 la plaza se dedicó a Emilio Castelar y el Obelisco se trasladó a las Ventas, donde estuvo hasta la década de los setenta, que volvió a moverse, esta vez al Parque de la Arganzuela, donde aún sigue. En lo que a la calle se refiere, el cambio de nombre se produjo en 1914, cuando ya habían empezado a emplazarse en la misma notables palacetes, aunque estuviera a las afueras del núcleo urbano. Uno de quienes decidió asentar en esta calle su residencia fue el entonces ya muy reconocido Joaquín Sorolla, quien en 1905 adquirió un solar al lado de la casa de la actriz María Guerrero. Desde el año 1932, gracias al legado de Clotilde García del Castillo, la viuda del pintor, pasó a ser un museo del Estado. ¡Cuánto me gustaba Sorolla en la adolescencia, cuando era un enamorado del impresionismo! A este museo fui dos o tres veces pero … ¡hace más de cuarenta años! Y ahora me lo encontraba de golpe porque ya ni me acordaba que estaba ahí. Me propuse, cómo no, hacerle una visita a la vuelta (y ésta sí la haría). Repuesto de la emoción seguí hacia arriba, deleitándome con algunos de esos edificios de principios del veinte, de eclecticismos pretenciosos que en su día fueron residencia de personajes con ínfulas de grandeza y que hoy, supervivientes, se han reconvertido a sedes de instituciones o empresas. Por ejemplo, el palacio de la marquesa de la Oliva (esquina con Zurbano), que es el Instituto Médico Laxer

(continuará ...)

domingo, 18 de diciembre de 2016

Cuento de Navidad

Hoy es al-yuma‘a, tercer día del mes de Muharram del año 1565, la fecha del centésimo segundo aniversario de Yusef. Ya es viejo, muy viejo, y además está cansado, demasiado cansado. Todavía no ha amanecido pero lleva ya un rato despierto, echado bocarriba en la cama, los ojos abiertos pero inmóviles, mirando sin ver el techo de su pequeño dormitorio. Dentro de unas horas vendrán las asistentas sociales con sus velos y sus uniformes blancos, salvo la diminuta medialuna roja bordada en el pecho. Para entonces Yusef ya habrá desayunado, habrá ordenado someramente el reducido espacio que llama apartamento, y se habrá duchado y vestido con la ropa para asistir a la mezquita a cumplir con el azalá del viernes. Quizá, piensa, pueda convencer a sus guardianas de que está enfermo de modo que le eximan de asistir a los rezos, mas lo duda. En cualquier caso, aunque todos sus movimientos son lentos, dispone todavía de mucho tiempo, más que suficiente para permitirse en este rato que antecede al alba dejar vagar la mente, perderse en recuerdos ya tan desvaídos que parecen ensoñaciones.

Yusef a sí mismo se llama Pepe, que era como lo llamaba su padre, o Josito, evocando la voz de su madre, sus caricias. Aún le queda memoria de los cumpleaños de su infancia, ningún otro niño los celebraba con tanto fasto. La víspera, tras una cena opípara, con manjares que solo se servían en esos días, cantaban villancicos y luego, a medianoche, todos, papá y mamá, los abuelos de Ávila que habían venido a casa, el tío Jorge y las tías Mariví y Laura, ésta acompañada de Nando, su novio, lo escoltaban en desfile solemne hasta el cuarto del fondo, el de los libros, donde se había colocado el árbol con los adornos y en torno a éste, mágicamente aparecidos, los regalos envueltos en papeles con dibujos de estrellas. Porque Yusef había nacido en la misma fecha que el Niño Jesús y por eso su cumpleaños era especial, y los regalos venían directamente del Cielo. Pepe había nacido el 25 de diciembre de 2037, un viernes como hoy, pero que no era fiesta por la oración semanal sino por ser la Navidad. Claro que en aquellos lejanos años, el país en que vivía no se llamaba Al-Andalus ni era musulmán sino cristiano. Bueno, la verdad es que tampoco demasiado cristiano, pero se celebraba la Navidad y él se sentía el niño más importante del mundo.

Trata de situar en el calendario la última de sus navidades infantiles. No lo sabe con certeza pero calcula que debió ser hacia 2045, cuando cumplió ocho años. Ese año no se puso el árbol en la habitación de los libros, tampoco la cena de la Nochebuena fue tan magnífica. No obstante, Josito tuvo sus regalos, pero se los entregaron, uno a uno, sus familiares. Su padre le explicó confusamente que unas personas malvadas habían prohibido la Navidad y que había que estar en silencio, no decir fuera de casa que la celebrábamos, ni siquiera debía Pepe contar en el colegio que le habían hecho regalos. Él no había entendido casi nada, pero recordaba el aire triste y pesado que oprimía a sus padres, a sus abuelos, a sus tíos. A partir de esa fecha, las cosas empezaron a cambiar cada vez más deprisa, como una bola de nieve que cae por una pendiente, acelerando sin cesar su velocidad y tamaño. Recuerda la noche que su padre lo despertó para abrazarlo muy fuerte y mojarle la cara con sus lágrimas, le repetía que lo quería mucho, que fuera fuerte, y le daba besos y volvía a abrazarlo; después se fue y no volvió a verlo nunca más. Recuerda también los días de la guerra, cuando tenía prohibido ir solo por las calles del barrio porque caían bombas que derruían edificios y podían matarlo. Y por último recuerda una tarde en que estaba solo en casa –no sabe por qué, qué había pasado antes– y llegan unos señores con uniforme y se lo llevan a la residencia donde pasó los siguientes diez años. Toda su familia, le dijeron en algún momento de esa década, había fallecido durante la guerra.

El tiempo de la escuela fue también el de la consolidación del nuevo régimen y, para él, el de aprendizaje del árabe y del Islam, idioma y religión oficial. Después, su integración laboral y ciudadana en el nuevo Estado musulmán, uno más de la confederación islámica europea. Su vida, dentro de lo que cabe, no ha sido demasiado mala, incluso hay quien lo califica de privilegiado. Pero hace ya mucho tiempo que se jubiló, mucho tiempo también desde que murió la última y más joven de sus esposas, demasiado viviendo solo en este cuchitril, apartado de todos. Yusef piensa que se tenía que haber muerto hace años, cuando el sonido de su nombre árabe no le escocía en los oídos, cuando aún no soñaba en castellano, cuando los recuerdos de su infancia no se adueñaron de su mente. Todo eso había empezado la víspera de su centésimo cumpleaños, al despertarse con una frase golpeándole el cerebro, una frase que resucitaba desde un pasado remotísimo: esta noche es Nochebuena y mañana Navidad. Así llevaba los dos últimos años, embargado por una nostalgia triste, por una abrumadora sensación de pérdida, que le había hecho caer en una especie de modorra anímica casi permanente. Lo peor, lo más doloroso, era que se le había alojado en el paladar el sabor del jamón ibérico, una sensación gustativa que lo retrotraía a los picoteos previos a las cenas de Nochebuena y almuerzos de Navidad, provocándole una ansiedad casi insoportable.

Unas horas más tarde llegaron al piso de Yusef las dos asistentas sociales. Entraron abriendo con su propia llave porque el anciano no había respondido al timbre. En la sala, pegado al vidrio de la única ventana exterior del apartamento, había adherido un papel de gran tamaño con el dibujo de un abeto con bolas de colores. Sobre el árbol, dos angelotes desplegaban un cartel en el que se leía “gloria a dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”; al pie del papel otro texto: “hoy es Navidad”. Bashira y Hana se miraron en silencio, sin entender nada. Pasaron al dormitorio. Sobre la cama yacía Yusef, los ojos abiertos mirando sin ver, una sonrisa enajenada en el rostro. El cuerpo ya empezaba a enfriarse.

sábado, 10 de diciembre de 2016

El viejo putero (1)

Me prometes que te vas a ocupar de mí, dejo el currelo y ahora me sales con estas. Jesús la miró sin hablar. Carmen la tetas, la más veterana del Afrodita, ahí delante, plantándole cara. ¿Él le había prometido sacarla del oficio? ¿Le había ofrecido venirse a vivir a su casa? No lo recordaba, tampoco le cuadraba, pero no estaba seguro. Tengo setenta y dos años y esto es el comienzo del alzheimer, o tal vez algo más que el comienzo. Jesús no se engañaba, había estado casi cuarenta años de médico de familia, casi siempre en pueblos castellanos, y había conocido sinfín de viejos a los que se le iba la cabeza, poco al principio y al final del todo, hasta olvidar quiénes eran. Vale, se dijo, puedo no acordarme, a lo mejor sí, a lo mejor después del sexo, un poco borracho … Lo cierto es que en los últimos meses ha pensado no pocas veces en que estaba viejo y solo, mala combinación. Hace ya muchos años que dejó de tener ―¿cómo llamarlo? ― relaciones formales. La última fue Concha, divorciada con una hija adolescente, él aún no había cumplido los cincuenta, a punto estuvo de casarse, sin demasiado entusiasmo, casi fue una rendición. Pero no, al final decidió escaquearse, aprovechó la oportunidad de un nuevo destino, de un pueblo de Guadalajara a otro de Ciudad Real y adiós a Concha. Nunca se ha arrepentido, bueno, en los últimos meses alguna comezón pero es que la soledad cuando se va envejeciendo asusta un poco. Eso sí, la historia con Concha, el final sobre todo, lo dejó bastante escaldado, lo suficiente para quitarle las ganas de meterse en nuevas relaciones formales. Además, no era hombre que necesitara compañía fija y mucho menos dispuesto a renunciar a los hábitos, manías si se quiere, de tantos años de soltería. Cuestión distinta eran las necesidades de la carne que, en todo caso, ya no eran tan acuciantes como antes. Pero para eso estaban las putas.

De putas llevaba yendo desde siempre pero lo convirtió en una rutina metódica (higiénica, se decía) al poco de instalarse. Tras unos primeros tanteos de prueba, optó por convertirse en cliente fijo del Afrodita, a las afueras de la capital de provincia, y con un nivel de calidad más que aceptable, lo menos que él se merecía. Estaba algo lejos, a unos cien kilómetros y por carretera comarcal, pero eso más que un inconveniente era una ventaja: reducía las probabilidades de toparse con sus pacientes. Al principio, mientras estuvo en activo, se acercaba los viernes, después de cerrar la consulta. Luego, al jubilarse, se mudó al piso que había comprado en Ciudad Real y cambió las visitas a los miércoles, el día con menos clientela. Para entonces, ya era más que un habitual, casi uno de la pequeña familia estable, cuatro mujeres y Joaquín, el único y polifacético hombre del negocio. Estaban además, claro, las putas de tránsito, normalmente una semana en el local, en un circuito cuyos detalles Jesús prefería ignorar. Todas extranjeras: brasileñas, colombianas, rumanas, rusas … Casi todas unas hembras espectaculares, preciosas. De vez en cuando había contratado a alguna de ellas, urgido por ese absurdo anhelo de atrapar la belleza, y siempre había quedado insatisfecho, con la irritante frustración de haber sido engañado. En cambio, a medida que pasaban los meses y los años, prefería las fijas, las caricias precisas de quienes se habían aprendido las querencias de su cuerpo, el clima de casi intimidad, de casi cariño, que se establecía entre ellos, la serenidad, vacía de ansiedades, que le permitía abandonarse en una cama que casi no era ajena junto a una mujer que casi tampoco. Se había acostado con las cuatro mujeres; incluso Doña Adela, la regenta del burdel, pese a su larga edad, había querido enseñarle sus favores. Pero poco a poco, se había ido quedando con Carmen, aunque de vez en cuando, más para reivindicar su autonomía que por verdaderas ganas, ensayaba alguna nueva cata.

Carmen era la más joven de las fijas, también la última en sumarse a la singular familia. Había llegado al Afrodita haría unos siete u ocho años, más o menos cuando Jesús estaba a punto de retirarse o recién retirado. Por entonces no llegaba a los treinta y, salvo el detalle de un ligero estrabismo, era muy guapa o, mejor dicho, estaba muy buena, un cuerpazo tremendo y, sobre todo, unas tetazas de órdago, de ésas en las que se te clava la mirada y no hay manera de quitarla. Al menos, así le parecía a Jesús, que desde que la vio quedó prendado, sintió el mismo arrebato que, de cuando en cuando, le producía alguna de esas extranjeras del circuito, las mulatonas caribeñas especialmente. Por tanto, enseguida quiso encamarse con ella, pero durante los primeros meses no hubo muchas ocasiones y esas pocas, la verdad, resultaron un tanto decepcionantes. Pensó luego que fue porque la Carmen estaba empezando en el oficio y todavía le hacía ascos a según qué clientes; además, aún no se conocían, no había habido tiempo para el trato, para que lo fuera conociendo, habituándose a él. Durante esa etapa inicial, la mujer se mostraba altiva, orgullosa, poco dada a conversaciones. Doña Adela le fue informando de la vida y milagros de la Tetas: era de un pueblo de Jaén, cerca de Linares; se había quedado preñada a los diecisiete del novio de toda la vida pero al enterarse el chaval se había largado. Tuvo que dejar el instituto y empezar a trabajar, empezó a juntarse con mala gente, al final acabó con uno de muy mala catadura, camello, drogata y con vocación de chulo. Acabó yéndose del pueblo con él, dejando al crío con los abuelos. De eso hacía un par de años, el tiempo de un peregrinaje sin prisas por las villas de la parte sur de la provincia. Con los trapicheos del maromo vivían hasta las vacas flacas, en que a ella le tocaba prostituirse, recibiendo en el propio piso previo anuncio en las páginas de contactos. Y enseguida otra mudanza, hasta que se asentaron en Ciudad Real y el laja cayó en una redada con otros camellos. Lo enviaron al penal de Alcázar de San Juan y ella pidió un puesto en el Afrodita, para esperarlo.

Era cierto que desde hacía tiempo venía sintiéndose muy a gusto con Carmen. La chica sabía cómo tratarlo, cómo destilar placer desde sus debilitados deseos, aprovechándolos al máximo, incluso sorprendiéndole. Era capaz de reavivar la sensibilidad de sus poros apáticos, casi comatosos, colmando a Jesús de satisfacción. Y luego sabía acariciarlo, sus dedos sutiles iban cantando una nana por cada trozo de su piel arrugada, cansada, y él se iba adormilando hasta caer en un sueño profundo, del que no despertaba hasta el amanecer, siete horas seguidas, algo impensable en sus noches solitarias. Por eso, ahora, viéndola ahí, en el recibidor de su piso, con una maleta de flores en el suelo, callaba mientras pensaba, mientras dudaba. Él, un médico jubilado, ponerse a vivir a su edad con una puta treinta y pico años más joven, qué dirán quienes lo conocen, sus sobrinos (pero casi no tiene amigos y a sus sobrinos hace mucho que no los ve ni se preocupan de él). Jesús la mira y, a regañadientes, no puede evitar admirarla: tiene carácter, decisión, y qué guapa es la condenada, cuánto le brillan los ojos, y ese cuerpo … Carmen se da cuenta de las dudas del viejo, relaja la expresión, se acerca muy despacio, insinuante, alza las manos hacia su rostro, con lo bien que estás conmigo, le dice, a qué viene este recibimiento. Jesús siente el escalofrío del deseo, huele el aroma de la mujer, está muy cerca, casi pegada. Logra dominarse, ordenar sus pensamientos, dar a su voz el adecuado tono de autoridad. Sí, es verdad Carmen, te lo dije. Necesito una mujer que se ocupe de la casa, que me ayude, me estoy haciendo mayor, y a ti te tengo cariño, ya lo sabes. La cogió del brazo, sin dejar que hablara, y la llevo consigo: mira, había pensado que podríamos arreglar esta habitación para ti, ¿qué te parece?

jueves, 8 de diciembre de 2016

Leonard Cohen y Lorca

Es de sobra conocida la admiración de Leonard Cohen hacia Lorca. Él mismo, en el discurso que pronunció cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2011, se refirió a su estrecha vinculación con el poeta granadino. Dijo que cuando era un adolescente ansiaba encontrar una voz propia. Estudió y se familiarizó con los poetas ingleses, los copió, pero no le dieron la voz que buscaba. Entonces leyó a Lorca, aún traducido, y comprendió que había una voz. No es que copiara su estilo –no se habría atrevido– sino que sintió que el poeta le daba permiso para encontrar su voz, para encontrar un yo. Con el paso de los años comprendió que esa voz incluía también unas instrucciones: nunca lamentarse, y si hay que expresar la derrota que a todos nos llega debe hacerse dentro de los estrictos límites de la dignidad y de la belleza. La verdad es que a uno le impresiona imaginar a un adolescente con esas inquietudes, con ese anhelo de una voz propia; eran emociones propias de una sensibilidad artística muy desarrollada que, sin duda, el joven Leonard guardaba para sí (no son de las que se comparten con los compañeros de instituto).


También es verdad que no se puede evitar la sospecha de que haya no poco de pose elaborada a posteriori. Todos construimos la narración de nuestras vidas, incluso de nuestros yoes, de lo que somos (o, al menos, nos gustaría creer o hacer creer que somos). Y procuramos que ese relato adquiera sentido, que los remotos acontecimientos del pasado, de cuando éramos críos, prefiguren nuestros presentes. En todo caso, tenía curiosidad por concretar algo más la génesis de esa relación de Cohen con Lorca. En la biografía del canadiense que en 2012 publicó Sylvie Simmons (I’m your man, the life of Leonard Cohen) se afirma que el “big-bang de Leonard, el momento en el cual poesía, música, sexo y anhelos espirituales colisionaron y se fusionaron en él por primera vez ocurrió en 1950, a los quince años. Leonard estaba al exterior de una librería de segunda mano curioseando en las cajas de libros que había colocadas en la calle y se encontró con un libro titulado The Selected Poems of Federico García Lorca, lo hojea y se detiene, al azar, en el poema “Gacela del mercado matutino”. Quiero imaginar ese momento lo más visualmente posible: un chaval de rictus serio, expresión triste (he visto fotos de su adolescencia), hacia finales de la primavera de 1950 o ya en el verano (no concibo que en los meses fríos las librerías de Montreal sacaran a la calle cajas de libros), que hurga entre volúmenes usados de poesía, encuentra ese con una selección de poemas, lo hojea y se siente golpeado, que se le erizan los pelos de la parte de atrás del cuello.

Busco información sobre ese libro en inglés de poemas escogidos de Lorca y en primera instancia pienso que se trata de la selección de la editorial estadounidense New Directions porque fue ésta la que popularizó a Lorca entre los lectores norteamericano. El problema es que esta edición es de 1955, cinco años después de la fecha en la que la biógrafa de Cohen data el “big-bang” particular. Reconozco que pensé que el canadiense nos había mentido, que su descubrimiento del poeta español fue muy posterior, cuando ya había acabado la universidad. Si así fuera, gran parte de su “mitología personal” quedaba muy tocada. Pero sigo buscando y descubro que otro libro de Selected Poems fue publicado en 1943 y 1947 por Hogarth Press, una casa británica, con las traducciones de Stephen Spender y J.L. Gili. Y en efecto, en esas ediciones consta el poema que cita la Simmons, lo que me sobra para creer en la veracidad de la anécdota. Así que imaginemos que en 1950, en efecto, Leonard estaba manoseando un libro que a lo mejor era parecido al de la imagen adjunta. Y ahí se encontraba con la undécima gacela del Diván del Tamarit que en la traducción inglesa sonaba así (al lado el original en nuestra lengua):
Through the arch of Elvira                  Por el arco de Elvira
 I want to see you pass,                     quiero verte pasar
to know your name                            para saber tu nombre
and begin weeping.                            y ponerme a llorar.
What grey moon at nine                    ¿Qué luna gris de las nueve
drew the blood from your cheek?       te desangró la mejilla?
Who gathers your seed                      ¿Quién recoge tu semilla
of sudden blazing in the snow?           de llamaradas en la nieve?
What brief cactus needle                    ¿Qué alfiler de cactus breve
murders your crystal?                         asesina tu cristal?

Through the arch of Elvira                   Por el arco de Elvira
I'm going to see you pass,                   voy a verte pasar,
to drink your eyes                               para beber tus ojos
and begin weeping.                             y ponerme a llorar.
What voice to chastise me                  ¡Qué voz para mi castigo
you raise through the market!              levantas por el mercado!
What enraptured carnation                 ¡Qué clavel enajenado
among the heaps of corn!                    en los montones de trigo!
How far away I am near you              ¡Qué lejos estoy contigo,
how near when you go away!             qué cerca cuando te vas!

Through the arch of Elvira                   Por el arco de Elvira
I'm going to see you pass,                   voy a verte pasar,
to feel your thighs                                para sentir tus muslos
and begin weeping.                             y ponerme a llorar.  
Proviene del poemario El Diván del Tamarit, que fue publicado en 1940, ya muerto Federico. Los poemas fueron escritos durante la primera mitad de los treinta, probablemente espoleado por la aparición de los Poemas arábigo-andaluces de Emilio García Gómez (quien, a su vez, prologaría el Diván). Federico concibió el libro como un homenaje a los poetas árabes de Granada y por eso era una colección de gacelas y casidas, dos de las formas más populares de la poesía árabe (y persa). Diván es una colección de poemas y Lorca lo llamó de Tamarit –que significa abundante en dátiles– porque ese era el nombre de una huerta familiar situada en el mismo borde de la vega granadina. El arco de Elvira es la puerta de la antigua muralla de la ciudad árabe, por la que entraban las sedas a la Alcaicería, el mercado árabe (aunque no sería ése el mercado que canta García Lorca) y también por donde entraron los Reyes Católicos para tomar posesión de la capital nazarí. Pero todas estas referencias más o menos cultas nada pudieron influir en la emoción que la lectura de este poema provocó en el adolescente Leonard Cohen. Tampoco pudo hacerlo la musicalidad original que desaparece casi por completo en inglés. Tuvieron que ser pues las palabras, los vocablos precisos que Federico escogió para crear unas imágenes plenas de fuerza, de significado, valores que no se pierden (al menos no del todo) en inglés.

No cabe duda, en todo caso, de que es un poema erótico de una intensidad extraordinaria. También creo descubrir en él no pocas semejanzas con el "enfoque" que preferiría Cohen en sus canciones de amor. Sin embargo, me sigo admirando de que esas dramáticas imágenes (la luna gris de las nueve que desangra la mejilla, la semilla de llamaradas en la nieve, el alfiler de cactus breve asesino del cristal), tan llenas a la vez de fuerza y de misterio, llegaran tan hondo a un chaval de una cultura tan distinta y lejana. Incluso los dos versos de más fácil inteligencia ("¡Qué lejos estoy contigo, qué cerca cuando te vas!) se me antojan demasiado ajenos para un muchacho de quince años. Pero, lo dicho, Leonard debió ser un claro ejemplo de sensibilidad precoz. Tanta que al leer ese poema (y supongo que otros más del mismo libro, ahí de pie en una calle de Montreal) sintió que Lorca lo estaba llamando, que exigía una repuesta. Y entonces supo que tenía que escribir, gracias a Federico encontraba su voz.


Para acabar, y sin que signifique cuestionar un ápice la extrema sensibilidad poética (ante la belleza, como él habría dicho) del Cohen adolescente, creo obligado citar otra motivación clave en la voluntad de ser poeta de ese chaval de de inicios de los cincuenta y no es otra que la más pedestre de ligar, de conseguir que las chicas se fijaran en él y, a partir de ahí, lo que cayera. No olvidemos que ese muchachito probablemente tímido llegaría a ser un gran seductor, un verdadero mujeriego (ladies's man). Él mismo lo confesó años más tarde que alguien que supiera alabar la belleza de una chica se le hacía a ésta muy atractivo y, en aquellos años, antes de la irrupción del rock'n'roll, esa actividad era monopolio de los poetas. Estábamos muy hambrientos, contó, no era como ahora que te acuestas con tu novia; yo simplemente quería que me abrazasen. Bueno, cada uno liga como puede. A continuación una canción de Cohen cuya letra es la versión en inglés del poema Pequeño vals vienés, escrito por Federico en 1929 y recogido en Poeta en Nueva York. Esta versión procede del magnífico concierto en Londres de 2009 (la original s epublicó en el disco I'm Your Man, de 1988) 

  
Take this waltz - Leonard Cohen (Live in London, 2009)

lunes, 5 de diciembre de 2016

Festival de la vendimia

Llegamos a Huacachina ya de noche. Era marzo de 1978 y, aunque casi no me acuerdo, puedo asegurar que en torno a la laguna no había tantas edificaciones como veo ahora en el Googlemaps. El viaje lo habíamos decidido esa misma tarde, después de almorzar los cuatro en el mercado de Barranco, frente a la Casona. Supongo que no sería época de entregas o simplemente que teníamos la edad y disposición para las locuras improvisadas y además la vendimia de Ica tenía su bien ganada fama, según se contaba la diversión era segura. Así que, bien cargaditos de chelas, nos metimos todos en el escarabajo de Vicen y agarramos la Panamericana Sur para hacernos más de trescientos kilómetros a través del desierto costero del centro del Perú. Íbamos –casi no hace falta decirlo– demasiado cortos de plata y la que teníamos no era para gastarla en alojamientos; cuando aún no has cumplido los veinte eso está muy atrás en la lista de prioridades (a estas alturas, en cambio, mi espalda impone muy distintas condiciones). Así que alguien, creo que fue Loren, propuso aparcar el carro junto a las dunas y, envueltos en las mantas que previsoramente habíamos traído, extendernos sobre éstas a pasar la noche para bien descansados poder a partir del día siguiente entregarnos a la esforzada tarea de emborracharnos (que a eso habíamos ido, al fin y al cabo).

Amanecimos bajo un sol vertical, empapados en sudor y apestando: los vapores sulfurosos de las aguas de Huacachina se nos habían adherido a las ropas. Al insoportable mal olor que portábamos se sumaba un desaliño exagerado, que nos hacía parecer una pandilla de vagabundos desahuciados. Como la noche anterior no habíamos cenado (pero sí fumado más maría de lo normal), a los cuatro nos acuciaba un hambre voraz. Pero era obvio que si no conseguíamos asearnos mínimamente no nos dejarían entrar en ningún local de comidas. Mientras discutíamos qué hacer, me vino a la cabeza el recuerdo de Marijose, una chica española a la que había conocido al poco de mi llegada a Lima (y con la que incluso había tonteado algunas semanas) y que se había ido a vivir con una tía a Ica. Estaba seguro, anuncié como si ofreciera la solución que nos redimía de la catástrofe, de que esa amiga mía estaría encantada de facilitarnos las necesarias duchas. El problema, claro, estribaba en que llevaba sin verla casi dos años y no tenía ni idea de cómo localizarla. En aquellos tiempos pre-móviles y pre-internet, sólo cabía recurrir a las guías telefónicas, pero desconocía también el apellido del tío de mi amiga (que era el marido de la hermana de su madre, o sea que fatal). En fin, que mi tabla de salvación se iba a pique antes incluso de habernos asido a ella.

Sucios, hediondos y hambrientos nos metimos en el coche y fuimos hacia el centro de Ica, confiando en que algo pasaría o se nos ocurriría. Y algo pasó, porque detenidos en un semáforo en rojo de una de las calles de la ciudad colonial, con asombro vi cruzar la calle a Marijose. ¡Coincidencia milagrosa! Mi amiga, una vez que me reconoció a pesar de las pintas que presentaba, se portó maravillosamente: nos dirigió a casa de sus tíos y nos ofreció dos cuartos de baño; mientras nos aseábamos, preparó unos zumos, cafés con leche y bollos, aunque ya había pasado el mediodía. Luego, nos propuso llamar a unas amigas y organizar un almuerzo todos juntos (sus tíos estaban de viaje en Europa), lo que aceptamos con entusiasmo. Durante la comida bebimos mosto, reservándonos para la ingesta alcohólica posterior, en la tarde noche. La idea era ir todos juntos a los puestos del Festival de la Vendimia y disfrutar del ambiente. Lo cierto es que nosotros cuatro planeábamos escaquearnos, perdernos de Marijose y sus amigas, no porque no fueran guapas sino porque nos parecían demasiado seriecitas, no acordes con el espíritu gamberro que nos embargaba. Bueno, la excepción era Óscar, el nica, que parecía haberse templado profundamente de Marilena, una rubita pecosa, de lejos la más pituca del cuarteto de muchachas. En fin, que pasara lo que tuviera que pasar.

Y a partir de esa tarde celebramos con ahínco los rituales de la embriaguez. Según progresaban los efectos de las incesantes catas de vinos fui perdiendo la capacidad de fijación de recuerdos, de modo que cuando recuperé mis facultades normales –treinta horas más tarde– apenas me acordaba de los primeros tragos en las casetas de la feria y de algunas escenas deshilvanadas posteriores. El caso es que, según me contaron, ya los tres mosqueteros nos habíamos desligado de nuestras amables anfitrionas (porque Óscar, en efecto, había preferido apostar todo a su única carta) cuando decidimos intentar colarnos en el baile que organizaba el Hotel de Turistas, reservado para la élite local y visitantes ilustres. Parece que, pese a mi timidez, me ligué a dos guapas hermanas norteamericanas que se alojaban en el hotel y con las cuales, muy ufano, entré sin problemas. Lo que ocurrió esa noche y durante todo el día siguiente ha desaparecido de mi memoria. El primer recuerdo posterior es de Vicen zarandeándome para que me despertara a altas horas de la noche siguiente. Estábamos de nuevo los cuatro juntos, de nuevo arropados en nuestras mantas durmiendo en las dunas al borde de Huacachina. ¿Cómo había llegado allí? Según Vicen, nos habíamos ido encontrando todos, uno a uno, a lo largo de esa tarde y, una vez juntos, todos bastante perjudicados, él nos había traído de nuevo a la laguna. Ahora, tras haber dormido unas pocas horas, quería que nos volviéramos a Lima.

Se me pasó la curda de inmediato. Óscar y Loren se acomodaron en la parte de atrás del Volkswagen y yo, de copiloto, me propuse darle conversación a Vicen durante todo el viaje, para evitar que se quedara dormido (pensaba que como estuviera la mitad de tocado que yo corríamos un grave riesgo saliendo a la carretera). Salvo un pinchazo a mitad de trayecto con el obligado cambio de rueda, no pasó nada que reseñar ni mucho menos que lamentar. Luego, durante los días siguientes, tratamos entre todos de reconstruir las lagunas de nuestros recuerdos, pero quedaron en empeños vanos. Fue aquella, sin duda, la mayor borrachera de mi vida y también el periodo de amnesia más largo de todos los que he tenido, pues alguno más he experimentado. En los años posteriores, varias veces intenté rascar en mi cerebro para recuperar imágenes mías con aquellas dos gringuitas; imagínese la rabia que da el no recordar nada de lo que quizá fue una magnífica experiencia erótica. Luego, a medida que pasa el tiempo y uno se va haciendo mayor, dejé de acordarme de lo que no recordaba; de hecho, puede decirse que llevaba muchos años, décadas probablemente, sin pensar en aquellas jornadas de Ica. Hasta anoche. Anoche mi puñetero subconsciente me proyectó una película en el que retozaba en una habitación del Hotel de Turistas con las dos pibitas yanquis. En plena felicidad onírica, sin embargo, me desperté y, como suele ocurrirme casi siempre, asistí desesperado al desvanecimiento de los detalles del sueño, del que solo he podido retener que iba de esa noche. ¿Significa acaso que los recuerdos siguen ahí grabados, que a lo mejor algún día podrán revelárseme?

viernes, 2 de diciembre de 2016

Chano (y Leonard Cohen y hasta Fidel Castro)

Chano murió anteayer. Vi su esquela en El Día en el bar de los uruguayos; un escalofrío fulminante primero, enseguida una dentellada en las tripas. Quise evocar la última vez que nos vimos, que conversamos; no pude acordarme. Pienso ahora, en frío, hará unos veinte años, hacia finales de los noventa. La revista ya había cerrado, un encuentro en la calle, creo que él estaba en el quiosco La Paz, tomando un cortadito, yo me detuve un rato, solo por educación, qué tal Chano. Pero no consigo rememorar casi nada más, me suena algún comentario sobre pintura, pero no estoy seguro, puede que mezcle escenas. Y en todo estos años nada, ni una sola vez, me digo, parece que me lo estuviera recriminando. Esa tarde fui al tanatorio, me sentí obligado. Allí, claro, estaba Milena. A ella llevaba aún más años sin verla y parecía, tanto tiempo después, la misma chica de veintipocos que conocí en el 87.

Mi historia (¿cómo etiquetarla?) con Milena fue breve. Tampoco intensa, no voy a mitificarla casi treinta años después. Quizá por eso la separación no fue ruptura y seguimos viéndonos, coincidiendo en entornos compartidos, hasta que poco a poco nuestros quehaceres nos divergieron. Supe por amigos comunes que se casó con un inglés y se fue a Londres. Dejé de verla pero para entonces había ya cimentado una relación con su padre que no me atrevo a calificar de amistad debido a la fuerte asimetría de la misma. Chano me sedujo prácticamente desde el principio pero era perfectamente consciente de mi dependencia emocional (no se me ocurre un término más adecuado) y en esas condiciones uno no puede calificarse de amigo. Por supuesto, su principal atractivo era el exuberante despliegue cultura; no sólo es que Chano supiera de todo sino que lo sabía “en primera persona”, como si la práctica totalidad de los acontecimientos que jalonaban la historia de la segunda mitad del siglo los hubiera vivido. Sus conocimientos parecían fruto de la experiencia directa.

No lo decía así, no se me entienda mal, pero tal era la impresión que uno sacaba tras pasar largas horas bebiendo y picoteando en el patio de su casa de la calle Numancia y, sobre todo, escuchándole arrobado, apabullado, admirado. Lo que sí declaraba como sucesos vividos eran los de la revolución cubana, con el entusiasmo de sus veintitantos. Hijo de un canario emigrado a la isla caribeña en la segunda década del XX (probablemente durante la dictadura de Machado) que casó con una mujercita de la élite habanera, Chano, a pesar de la situación acomodada de su familia, tuvo desde niño carácter rebelde que se politizó en la universidad; en los últimos cursos de sus estudios de Letras se enroló en el Movimiento 26 de julio y fue uno de los muchos que desde la capital colaboró para la victoria final de Castro y sus guerrilleros. Revolucionario apasionado de la primera hora, pues, que años después se desencantaría y de una isla grande acabó en otra mucho más chiquita, la misma de la que medio siglo antes había salido su padre.

Chano no quería hablar de su relación con la Revolución. Decía que Cuba era parte suya, como un órgano más de su cuerpo; se lo habían amputado pero le seguía doliendo, le dolía mucho. Aún así, a veces contaba alguna anécdota deshilvanada, muchas de ellas poco creíbles de tan exageradas, propias del exuberante realismo mágico de Gabo (de hecho, alguna historieta contó del colombiano a quien también conoció). Al principio, Milena me advertía a escondidas que no me creyera demasiado a su padre, que tenía demasiada imaginación y de un gatito hacía un tigre. Milena había dejado Cuba todavía muy niña, tampoco podía saber qué era verdad y qué mentira, pero sus palabras contribuyeron a mi escepticismo que, en cualquier caso, no impedía que la parla de Chano nunca cesara de embelesarme. Curiosamente, una de las historias que terminó de hacerme desconfiar de la veracidad de sus relatos tuvo a Leonard Cohen como protagonista. Y digo curiosamente porque ambos, Chano y Leo, como se refería al canadiense, han muerto con pocos días de diferencia. Y entre ellos, para mayor casualidad, el eterno Fidel.

  
Lover, lover, lover - Leonard Cohen (New Skin for the Old Ceremony, 1974)

Una tarde le llevé a Milena unos discos; me había pedido escuchar a algunos de los cantantes que me gustaban y que ella apenas conocía. Sonaba el New Skin for the Old Ceremony, casi aseguraría que Lover, lover, lover cuando apareció Chano. Coño, el viejo Leo, y curvó el bigote en lo que nunca tenía claro si era una sonrisa o un gesto de enigmático significado. ¿Lo conoces? ¿Qué si lo conozco? Claro que lo conozco, lo conocí en La Habana, estuvimos juntos cuando los yanquis intentaron la invasión de Bahía Cochinos. ¿Leonard Cohen en Cuba? No me lo creí. Pues sí, muchacho, te estoy hablando del 61, a él todavía no lo conocía nadie, no era famoso, un poeta de izquierdas, con la cabeza llena de pájaros, que venía a defender la Revolución, creyéndose una especie de voluntario de las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, como si quisiera vengar el asesinato de Lorca, al que adoraba. Pero creo que enseguida se desilusionó de nosotros. Luego publicó un poema sobre su breve estadía, calificándose como el único turista en La Habana.

Muchos años después, cuando ya no veía a Chano, me enteré de que Cohen sí que estuvo en Cuba en abril de 1961. Hay quienes han escrito que fue allí, en efecto, para apoyar a la Revolución frente al imperialismo estadounidense; puede que haya algo de verdad pero no creo que lo sea del todo (entre otras cosas, dudo que estuviera enterado de que se iba a producir la chapuza de playa Girón). En un documental de 1965 dijo que la razón profunda por la que visitó Cuba era su interés por la violencia, que quería morir o ser matado; frase ampulosa que suena a fanfarronada falaz ya que por esas fechas lo que más le motivaba era regresar con Marianne, con quien vivía la primera etapa del amor. Lo que sí parece contrastado es que Leonard se desilusionó de lo que vivió en La Habana. De entrada, descubrió enseguida que respondía exactamente a un típico perfil antirrevolucionario: un burgués individualista, un poeta autoindulgente. No pudo juntarse sino con gente sin trabajo, marginados del nuevo orden: proxenetas, putas, camellos. Por otra parte, tras el fracaso de la invasión, mezclado con los enfervorizados cubanos, asistió a la proclamación demagógica del triunfo sobre el imperialismo que hizo Fidel, declarando por primera vez la adopción del marxismo. Ahí culminó su decepción hacia la política que le inspiraría otro poema Death of a leader (Se publicó en Flowers for Hitler, libro que también contiene el que citó Chano, The only tourist in Havana turns his thoughts homeward).

Así que, quién sabe, tal vez Chano hubiera sido amigo de Leonard Cohen cuando ambos eran veinteañeros. Puede que también hubiera jugado un cierto papel protagonista en la naciente Revolución, que se hubiera codeado con Fidel y los demás líderes. En el bar del tanatorio, ante una taza de café, Milena me trazó breves pinceladas de su vida y de los últimos años de su padre. Alguna vez saliste tú en nuestras charlas, me dijo; le caías bien aunque, según él, pensabas que era un cuentista mentiroso. Me defendí ante su hija: fuiste tú la que sembraste mi prevención escéptica, el día aquél en que escuchábamos a Leonard Cohen, ¿no te acuerdas? No, no se acordaba, pero el nombre de Cohen sí le trajo a la memoria que hace unas semanas, su padre ya enfermo, estuvo ordenándole el despacho y entre los vinilos encontró el primero del canadiense con una dedicatoria autógrafa en la carátula: “para mi amigo from the old days of Havana”. No le dio mucha importancia, pero unos días después murió Leonard y Chano le comentó: vaya, ya la palmó el poeta, y eso que era más joven que yo. Entonces Milena le preguntó por el disco y él contestó que cuando él se fuera debería regalármelo, para que aprenda a fiarse un poco más de los amigos, dijo. Ya estaba en la últimas, pero llegó a enterarse de la muerte de Fidel; aguanté más, fue lo único que dijo con una ligera sonrisa. En fin, siento pena pero también una cierta rabia contra mí mismo, por no haber sabido “aprovechar” cuanto habría debido a alguien como Chano.

  
Field commander Cohen - Leonard Cohen (New Skin for the Old Ceremony, 1974)

Acompañan a este post dos canciones del cuarto disco de Cohen, el que escuchamos Milena y yo en su casa aquella tarde de 1987. El primer tema es el Lover, lover, lover que cito. El segundo, que probablemente sonó mientras estaba Chano con nosotros (porque es el siguiente en el vinilo), tiene reminiscencias de esa estancia de Leonard en La Habana: en su texto surrealista, el comandante de campo Cohen, "nuestro espía más imporrtante", instaba a Fidel castro a que abandonase campos y castillos. No recuerdo que Chano hiciera ningún comentario al respecto.

sábado, 26 de noviembre de 2016

Rufián

Rufián significa persona sin honor, perversa, despreciable, pero también, en su segunda acepción, dedicada a la prostitución. En las primeras ediciones del diccionario (principios del XVIII) el término tenía un significado bastante más preciso, pues tan sólo se refería al hombre que trata y vive deshonestamente con mujeres, solicitándolas o consintiéndolas el trato con otros hombres. El vocablo estaba asentado en el castellano al menos desde la Baja Edad Media. En El Corbacho, escrita por Alfonso Martínez de Toledo en 1438, una mujer se queja a su amante de que le quita el dinero que ella gana tratándola como lo hace un rufián. A finales del XVI el vocablo lo recoge Cristóbal de Las Casas en su Vocabulario de las dos lenguas, toscana y castellana. Esta referencia es relevante porque la palabra entra en nuestro idioma procedente del italiano ruffiano, en donde aludía a quien por interés lucrativo hacía de mediador en los asuntos amorosos de otros. Es decir, lo que significaba en su origen rufián hoy sería proxeneta, chulo o incluso alcahuete. Por cierto, la etimología de la palabra nos lleva hasta el adjetivo latino rufus que significa rojo. ¿Por qué? Pues leo que debido a que las prostitutas romanas solían ponerse pelucas rojizas y de ahí que el que se ocupaba de las rufarum fuera un rufulanus o algo parecido. Que el significado del término evolucionara de gestor de lujurias ajenas a persona de catadura miserable no es nada sorprendente, pues desde siempre a quienes ejercían esos oficios se les imputan todos las depravaciones.

Lo que llama la atención es que un vocablo cuyo significado es moralmente negativo se adopte como apellido. Verdad es que Rufián no es el único caso, ni siquiera el más corriente. Por ejemplo, el apellido Ladrón (contándolo solo y compuesto con “de Guevara”) lo tienen, como primero o segundo, unas 3.800 personas en España, mientras que el de Rufián lo llevan en torno a 1.200, menos de la tercera parte. Parece que en su origen, el apellido Ladrón no se refería a quienes robaban, sino que provenía del término latino latro, -nis que significa “sirviente pagado” y que ya era usado como cognomen en la época romana para pasar al romance. De hecho, se conoce un tal Diego López Ladrón que acompañó al Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, en sus campañas contra los moros. El compuesto más abundante Ladrón de Guevara tiene su origen en la familia navarra de los Vela-Ladrón, señores de Guevara y de Oñate, que allá por el siglo XII asentaron su solar en la villa alavesa (hoy Guevara ha perdido la relevancia que tuvo durante la Edad Media y apenas alberga a cincuenta vecinos). Pues bien, cabe pensar que también el vocablo Rufián pudo tener alguna acepción positiva (o, al menos, neutra) para que fuese adoptado como apellido en su origen. Y parece que, en efecto, la figura del rufián adquirió connotaciones positivas hacia fines del XVI, asociándose en concreto con cualidades tales como la bravura, la valentía, el vigor, la fortaleza. O sea, el rufián del Siglo de Oro español sería una especie de Hércules, fuerte y valeroso, “echao palante” y dispuesto a meterse en cuanta riña y pendencia, arriesgando la vida incluso. En su discurso de ingreso a la Real Academia, Arturo Pérez Reverte explica quiénes eran (y sobre todo, cómo hablaban) esos bravos o valentones que vivían “mitad de las mujeres, mitad de alquilar su espada o su cuchillo” y a los que se llamaba rufianes (y también Jaques que, a su vez, es apellido aunque más raro, pero no me desviaré por ahí). No me resisto a transcribir parte del discurso que APR dedicó a los rufianes de aquellos tiempos.

El bravo, el valentón, se levanta tarde. La noche, que él llama sorna, es su territorio. Ya empieza a bajar el sol sobre los tejados de la ancha, la ciudad, cuando nuestro hombre se echa fuera de la piltra, carraspeando para aclararse la gorja. El caso es que nuestro jaque se lava un poco, y tras mirarse en el azogue la zanja que le santigua la cara (recuerdo de una cuchillada, o jiferazo, de seis puntos, porque a veces es uno quien madruga, y otras veces nos madrugan otros), se compone con parsimonia los bigotes, que son fieros, de guardamano, apuntándole mucho a los ojos. Que entre la gente de la carda, o de la hoja, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes, la barba de gancho y el mirar zaino, valiente, de quien es (o parece) capaz de reñir con el Dios que lo engendró. Se viste nuestro bravo, tintineándole al cuello el crucifijo de plata y las medallas de santos (que en la España del rey católico, paladín de la verdadera religión, una cosa no quita la otra). Se viste con aires de mílite, cosa a menuda propia de la gente de la hojarasca. Aunque no haya oído en su vida zurrear de veras un arcabuzazo, y al turco y al luterano no los conozca sino de los corrales de comedias, él y sus compadres suelen dárselas de veteranos de los tercios o de las galeras del rey. … Después de acabar las descripción de las prendas con que viste el rufián, APR nos lo muestra por las calles madrileñas de Lavapiés (barrio que con la Heria de Sevilla, el patio de los Naranjos y el corral de los Olmos de esa misma ciudad, el Potro de Córdoba y los Percheles de Málaga, entre otros sitios ilustres, ha dado a España y al mundo, lo mejor de cada casa en los siglos XVI y XVII: la nata de la chanfaina), hasta que se entra en una taberna y se sienta con dos colegas a conversar de sus asuntos … Eso, en cuanto al oficio y los camaradas. En cuanto a las coimas, o sea, las yeguas que cada cual tiene en su dehesa, las cosas tampoco van muy bien. Sus hembras, que responden a los ilustres nombres de Blasa Pizorra, Gananciosa y Marizápalos, apenas rinden resullo (dinero). Últimamente no trotan más que de baratillo, con balhurria, y el poco socorro que aportan con el trabajo de su broquel (o guzpátaro, pare entendernos, aunque hay otros nombres; y permitan que me quede ahí), ese dinero se les va a ellos alijando la nao, o sea, gastándoselo en el garito, con la desencuadernada (los naipes) o con los dados: los huesos de Juan Tarafe. Y del oficio de valentía, para qué hablar. Fatal. O sea, agua y lana. Uno de los jaques, la cara persignada por varios araños, se queja de que ayer mismo un cabestro (un marido barbado, o sea, un cornudo o cartujo) pretendía una hurgonada (una estocada) al querido de su legítima por la fardía ledra de veinte míseros ducados. Una vergüenza, se lamenta otro compadre. A él le ofrecieron hace una semana, explica, veinticinco ducados por trincharle las asas (las orejas) y treinta por calaverar (cortar la nariz) a un galán que ponía aljófar en alcatara ajena. Por vida de Roque, adónde vamos a parar, se lamentan los tres bravos. …

Desde luego, por la descripción de Pérez Reverte no se pensaría que fuera el de rufián oficio del que enorgullecerse hasta el punto de adoptarlo como apellido para sus descendientes. Sin embargo, no se me antoja extraño que entre los del gremio llegara a considerarse punto de distinción ser tildado de rufián (que era uno de los grados superiores de la profesión y además aludía a la bravura). Parece que incluso hubo un tiempo, por las primeras décadas del XVII calculo, en que se pretendió conferir cierta respetabilidad al rufián y algo de esto puede intuirse en la comedia de Lope de 1614, El galán Castrucho, que previamente se había denominado El rufián Castrucho. En fin, después de mucho hurgar no es que llegue a ninguna conclusión firme pero sí me quedo con la idea de que, por la época en que nació el apellido (por el siglo XVI), sin haber perdido el vocablo sus connotaciones negativas, éstas serían vistas con menos severidad e incluso se resaltarían otras positivas; es decir, habría un cierto clima de tolerancia hacia estos individuos, suficiente para que alguno de ellos aceptara ser identificado públicamente como “el rufián” y que tal apodo se convirtiera en apellido de su progenie. Como fuera, eso debió ocurrir con casi total seguridad en Andalucía, lo cual no sorprende pues era en esa tierra donde mayor era el censo de casas de mancebía y, por tanto, de rufianes. Sin duda, la palma se la llevaba Sevilla (gracias al monopolio del tráfico hacia las Indias), pero también otras capitales o pueblos grandes como Córdoba, Cádiz o Málaga. Ahora bien, ateniéndonos a la actual distribución geográfica del apellido, cabe suponer que el primer Rufián fuera de Andalucía Oriental, de las tierras entre Jaén y Granada.

Fernando González del Campo, en el artículo que ha dedicado a este apellido en el número 7 de Cuadernos de Genealogía (que es la fuente principal de este post), nos dice que un tal Juan Rufián figura como testigo el 26 de julio de 1533 en una visita a un pueblo de indios en el actual estado mexicano de Veracruz. También del XVI hay constancia de dos hombres distintos apellidados Rufián, ambos moriscos de la sierra granadina. Este dato, junto con el hecho de que en algunas poblaciones que fueron asiento de moriscos (Alcaudete y Alcalá la Real, las dos de Jaén) hay y hubo un número relativamente importante de personas así apellidadas, ha hecho pensar que en su origen fuera propio de esos musulmanes del conquistado reino nazarí convertidos a la fuerza, pero no es en absoluto seguro. Lo que sí es bastante probable es que por esas comarcas andaluza naciera el apellido que nos ocupa y desde ahí se extendiera al resto de la península. Ha habido y hay algunos “rufianes” de cierto renombre, aunque yo no había escuchado este apellido hasta el salto a la fama del actual diputado por Esquerra de Catalunya. Gabriel Rufián (o Juan Gabriel que es su nombre completo), nació en 1982 en Santa Coloma, pero su familia proviene de La Bobadilla, una pedanía del municipio jienense de Alcaudete, antes citado. Su abuelo, Juan Rufián Cano, emigró con su mujer y cuatro hijos a Cataluña, hacia principios de los sesenta, como tantos otros andaluces (la propia Bobadilla superaba los cuatro mil habitantes en los cincuenta y ahora está en torno al millar). Podría ser que Gabriel, quinientos años después, fuera descendiente de un Alonso Rufián, que luchó en la rebelión de los moriscos granadinos (1568-1571) contra el Estado opresor castellano, y heredera de aquél los genes independentistas. Hoy, afortunadamente, esas batallas se hacen con otras armas.

Como apunte final hago notar la a mi juicio desproporcionada abundancia relativa de términos con significado peyorativo entre las palabras de nuestra legua acabadas en –án. En una lista apresurada y sin duda incompleta hago constar, además de la mentada rufián, todas estas más: holgazán, jayán, patán, truhán, gañán, haragán, balandrán, ganapán, pelafustán, perillán, barbián, truchimán, carcamán, charrán, barbaján, bausán, camaján, cachanchán y cachicán. Y como curiosidad añadida diré que al menos tres de estos vocablos (patán, gañán y perillán) son también apellidos.