domingo, 31 de enero de 2016

Criptonacionalista

Me sorprendió un tanto el tono de algunos comentarios a mi post sobre la existencia de España, como si preguntar tal cosa fuera una blasfemia o herejía de mucha mayor enjundia que cuestionar la de Dios. Estoy dispuesto a admitir que pueda ser una pérdida de tiempo, pero no pasa nada por perder el tiempo con ejercicios de este tipo, ya que al menos valen como gimnasia lógica. De hecho, en este blog me he enredado en discusiones tanto o más bizantinas, que fueron acogidas incluso con regocijo. También dos lectores habituales han tildado la pregunta de retórica, lo que implica que creen –pese a que lo he negado expresamente– que haciéndola no pretendo saber la respuesta, sino reforzar un pretendido argumento del que ya dispongo. De hecho, lo que quería era tratar de dilucidar si lo que llamamos España tenía una existencia mínimamente consistente y, en tal caso, qué era. Pues bien, no he recibido mucha ayuda de mis comentaristas. Tan sólo uno de ellos se ha pronunciado claramente en el sentido de que España es, en efecto, el Estado español (sobre cuya existencia nadie dudamos), añadiendo que no sabe si existe otro algo que sea España, pero ni le importa ni cree que convenga hacer esa pregunta. ¿Por qué?

A lo mejor porque piensa que este tipo de preguntas contribuye a fomentar el discurso nacionalista. Imagino que esta prevención se basa en la obviedad de que cualquier España que exista distinta de realidades concretas –sean institucionales (Estado), geográficas (territorio dentro de unas fronteras) o demográficas (conjunto de ciudadanos con ciertas características objetivas) – se convierte en un concepto vaporoso que enlaza con la tradición romántica del nacionalismo, ésa que viene del volksgeist alemán del XIX, y que más o menos visible, subyace en el fondo de tantos conceptos caros a los nacionalistas (por ejemplo, el derecho de los pueblos a la autodeterminación). Entiendo el recelo mas no lo comparto. Más bien diría que preguntar sobre la existencia de España como nación (lo cual implica preguntarse sobre la existencia de las naciones) es bastante probable que debilite el discurso nacionalista. Pero, en fin, por ir al grano: el caso es que el otro comentarista habitual, cerró irritado su serie de comentarios con la declaración de que el asunto no le interesa (sólo había participado por cortesía) y sorprendiéndose de que a mí me interesara porque le parecía un asunto criptonacionalista.

¡¡¡Criptonacionalista!!! Vive Dios que es la primera vez que me espetan tal calificativo. ¿Qué quiere decirme mi comentarista con este extraño término que no aparece en el diccionario? Cripto, como es bien sabido, es prefijo proveniente del griego cuyo significado es "oculto, poco manifiesto, menos ostensible que de ordinario". En nuestro idioma, todas las palabras que empiezan con cripto hacen referencia a la criptografía o arte de escribir con clave secreta o de modo enigmático. Si el sentido aún no queda claro, basta recordar otra palabra que, aunque ya perdida, tuvo frecuente uso en siglos pasados en nuestro país. Me refiero a criptojudío, que era como se denominaba de modo solemne a quienes, pese a estar bautizados y declararse cristianos, en secreto seguía manteniendo la fe judía y profesando sus ritos y costumbres (en forma más popular se les denominaba marranos). Así pues, un criptonacionalista sería aquél que, aparentando rechazar el nacionalismo, es en el fondo un nacionalista. Supongo que los criptonacionalistas escribimos textos que, como el post anterior, de forma velada e insidiosa fomentan el nacionalismo con mayor eficacia por provenir de alguien que oculta su verdadera ideología.


Si no me agrada que me tachen de nacionalista, mucho menos que digan que lo soy en secreto. Vamos, que me viene a decir que soy un nacionalista vergonzoso, que no se atreve a salir del armario. En otros tiempos tamaña insolencia exigiría una reparación y, probablemente, correría sangre. Hoy, por fortuna, nos tomamos más a chacota este tipo de comentarios pues no es cuestión de estar ofendiéndose a cada momento. Lo cierto es que, como ya he dicho , no pienso que mi anterior post tuviera nada de nacionalista y si algo tengo claro es que no soy nada (o casi nada) nacionalista. Así que la lamentable calificación que he recibido la considero completamente errada y, por tanto, no me doy por aludido. Aún así, no puedo sino alegrarme de que ya no estemos en los siglos XV o XVI y de que las consecuencias de que te llamen criptonacionalista no sean las mismas que cuando a uno lo acusaban de criptojudío. No obstante, cuidémonos de los Torquemadas.

domingo, 24 de enero de 2016

¿Cuál será el próximo gobierno?


Van los de Podemos el viernes y en conferencia de prensa le ofrecen un pacto de gobierno al PSOE, exigiendo la vicepresidencia y unos cuantos ministerios. Se monta la marimorena. Las formas, las formas: así no se hacen las cosas. El PSOE se siente insultado, humillado. Rajoy aprovecha para declinar la oferta del rey de someterse a la investidura (porque la perdería, nada tiene que ver con lo de Podemos). El PSOE entonces se indigna (porque quería que se escenificase la derrota de Rajoy para tener mejores justificaciones para la decisión pactista ulterior). Teatro, lo tuyo es puro teatro. Al menos habrá que agradecer que se esfuercen en hacer algo interesante la trama, en procurar entretenernos a los ingenuos espectadores, a quienes –se supone– los hemos puesto ahí. Yo intuyo que la decisión, si no tomada, se mueve entre pocas opciones. Pero para presentarla hay que preparar el montaje, y a ello han de colaborar los actores (los políticos), sea voluntaria o involuntariamente.

Supongamos –solo supongamos– que existe una élite minoritaria pero poderosa con capacidad para decidir (o influir decisivamente, si se prefiere) la formación del gobierno. Esa élite, a través del control de los medios de comunicación, ya influye en los votantes pero, claro, siempre es más difícil acertar con muchos que con pocos. En todo caso, tal como estaban las cosas (me refiero a la situación de tantos españolitos, la indignación generalizada, etc), los resultados electorales de diciembre no estuvieron nada mal, para la catástrofe que podría haber sido (menos mal que esto no es Grecia, diría más de uno). Pero, desde luego, gestionarlos no era tarea fácil.


En principio, el mensaje básico estaba claro: había que remarcar el esquema bipolar, simplificar todo en una alternativa entre dos opciones: blanco y negro. Más o menos lo de siempre que es lo que funciona; antes eran los dos grandes partidos domesticados, convenientemente etiquetados derecha e izquierda, pero eso no funciona. Así que ahora los bloques son el constitucionalista y el antisistema. Los primeros, los que respetan las leyes; los segundos, la “izquierda radical” y los separatistas. Como es natural, bajo ningún concepto se puede admitir que el gobierno esté controlado, siquiera parcialmente, por los de Podemos y sus confluencias. Pero, de otra parte, parece que de momento no es factible continuar tan descaradamente las políticas económicas del último cuatrienio. El modelo no está en cuestión –no nos engañemos–, pero hay que ralentizar su despliegue, en especial en sus efectos sobre los mecanismos de protección social. Al fin y al cabo, una gran mayoría (absoluta) de votantes lo ha hecho en contra del PP, por más que estos cuenten la película desde el otro lado (hemos sido el partido más votado). Por tanto, primera conclusión a la que imagino han llegado los poderosos muñidores de nuestro futuro político: el PP debe apartarse del gobierno.

Pero todavía no es el momento de declararla; ni siquiera me atrevería a decir que los dirigentes del PP la tengan ya asumida. Lo que conviene es abonar la propuesta “razonable” de la gran coalición, presidida como mandan los resultados por Rajoy. Ciudadanos (que no estoy muy seguro de si se entera de qué va la cosa), apoya la idea e incluso promete el sí, pero siempre que el PSOE al menos se abstenga en la investidura. Los socialistas, mientras tanto, juegan el papel que les toca: oponerse frontalmente a que el PP gobierne y prometer un cambio más radical del que harían en las políticas socioeconómicas; son, sin duda, la alternativa lampedusiana. Tampoco tengo muy claro en qué medida Pedrito Sánchez conoce los límites de su papel porque pareciera que su ambición personal le impulsa a veces a salirse del guión. Pero no preocuparse; siempre se le puede poner en su sitio o quitarlo si hace falta. Los de Podemos que no son nada tontos –creo yo– deben contar con las escasas posibilidades de la continuidad pepera, pero también que las de que ellos entren a cortar el bacalao son igualmente mínimas. ¿A qué apuestan, entonces? No estoy muy seguro; quizá a forzar el abandono del PP y a poner nervioso al PSOE, bien con el poco probable objetivo de alcanzar ese que llaman pacto de progreso, bien para debilitarlo e intentar el sorpasso en unas próximas (y cercanas) elecciones.

Este segundo acto está ahora más o menos hacia la mitad de su desarrollo. Todavía nos faltan algunas escenas que permitan madurar la trama para, bajando y volviendo a subir el telón, dar paso al acto final, al desenlace. No descartemos que la obra se quede sin conclusión y sean necesarias nuevas elecciones, pero de momento no lo creo (de hecho, el que tantos las prevean me parece un indicio más de que no se contemplan en el guión, aunque nunca el futuro inmediato está garantizado). Esas escenas pendientes son las que deben permitir justificar (vender) ante la ciudadanía las dos premisas sobre las que se ha de armar la conclusión: que el PP quede fuera y que los “radicales” también. El próximo gobierno habrá de responder, por tanto, a un pacto entre el PSOE y Ciudadanos. La investidura quedaría garantizada en segunda ronda con la abstención del PP (con toda probabilidad se abstendrían también PNV y Coalición Canaria), lo que daría un resultado de 130 síes y 90 noes. Ahora bien, las escenas que todavía faltan requieren de excelentes interpretaciones (y de buenos guionistas) porque no deja de ser difícil ejecutarlas convincentemente.

El PSOE, y Pedro Sánchez en particular, es quien lo tiene más difícil. Después de tildar a los de Ciudadanos de ser las nuevas generaciones del PP e insistir en que son la alternativa de izquierdas para revertir la política económica de estos cuatro últimos años y blindar el estado del bienestar, les va a costar justificar esa alianza. La estrategia no puede ser otra que exacerbar el carácter “antisistema” de Podemos y convencer de que las exigencias de éstos sobrepasaban “líneas rojas” que no pueden aceptarse pues nos conducen irremisiblemente al desastre. Es decir, no otra cosa que adherirse a la “línea oficial” de los mass media que –no es casualidad– ya viene siendo avalada por importantes voces del partido. Es verdad que, para conseguir la mejor verosimilitud, Pedro Sánchez no es el actor más indicado, así que ya veremos si le dejan seguir en la obra o hay algún cambio en el reparto (atentos a la ejecutiva federal del sábado y la evolución de los mensajes de los socialistas en los próximos días).

El papel que le tocaría al PP no es demasiado difícil de interpretar y, es más, les quedará de lo más lucido. Ante la manifiesta imposibilidad de formar gobierno, están dispuestos a renunciar y permitir otro “razonable”, bajo unos presupuestos mínimos de sentido común que garanticen la unidad de España y que no se vaya al traste la iniciada recuperación económica. En el fondo, no es otra cosa que mantener el mensaje que hasta ahora llevan repitiendo de la “gran coalición”, pero asumiendo que ellos son el obstáculo y, en consecuencia, haciendo gala de una gran generosidad y patriotismo, se retiran. Probablemente, la escena heroica final la protagonizaría Rajoy, quien además anunciaría su retiro de la política activa. Así, el PP pasaría a ser el principal partido de la oposición, desequilibrándola hacia la derecha y reduciendo la eficacia parlamentaria de los “radicales”. Supongo que esos presupuestos mínimos a los que antes me refería se plasmarían en un acuerdo público con el futuro gobierno de “líneas rojas”, pero tampoco es imprescindible. Lo que seguro que sí se producirá será un pacto secreto de no agresión; si os dejamos el gobierno, no vayáis a poner la maquinaria del Estado a revolver más de lo estrictamente inevitable en nuestra mierda. Un precio asumible para el PSOE y que Ciudadanos ni siquiera tiene que conocer.

¿Y qué pasa con los de Albert Rivera? Pues que estarán encantados de contribuir a esta solución en cuanto se la propongan. Son, al fin y al cabo, la pieza necesaria para completar el puzzle, pero ni pinchan ni cortan en el arreglo. Por supuesto, bastaría con que votaran sí y no entraran en el gobierno, pero dejar al PSOE en solitario no es aceptable para vender la solución: se requiere que, en aras de la gobernabilidad y del bien del país, otra fuerza con representatividad significativa se involucre. La presencia de Ciudadanos en el futuro gobierno, además, es un aval importante para garantizar la “razonabilidad” de las futuras políticas, máxime ante los guiños continuos que se han intercambiado en los últimos días entre Podemos y el PSOE. Con estos argumentos, al amigo Albert no le costará demasiado esfuerzo desdecirse de aquello tantas veces repetido de que Ciudadanos no entrará en ningún gobierno presidido por el PP o el PSOE.

Ya veremos si el sainete se desarrolla para llegar al desenlace que imagino (porque me parece el más lógico en el marco del equilibrio de fuerzas que de verdad influyen en la adopción de las decisiones últimas). Los de Podemos son, aparentemente, los que salen peor parados, pero intuyo que tienen este escenario previsto y sabrán sacar ventaja de la próxima (y quizá breve) legislatura. Hay que tener en cuenta que sería mucho pedir que en su primera aparición en el Congreso fueran a participar en el Ejecutivo; lo que yo creo que tienen ahora como su prioridad fundamental es acrecentar su apoyo electoral (básicamente a costa del PSOE). Por eso, en el fondo, no creo que se cabreen demasiado con el acuerdo que preveo, aunque desde luego atizarán al máximo contra él, denunciando la sumisión del PSOE a los intereses del gran capital. Justamente el coste electoral de esa táctica es lo que más debe asustar a algunos socialistas; aún así, sigo pensando que considerarán un mal menor el pacto con Ciudadanos (y el PP) y se esforzarán en defenderlo en los términos ya explicados.

Puedo equivocarme, desde luego, y que en un par de meses, al no haber habido acuerdo, tengamos elecciones. Sin embargo, es más que previsible que el Congreso resultante sea igual de complicado que el actual. Los únicos cambios significativos que de momento se prevén es aumentos del PP (a costa de Ciudadanos) y de Podemos (a costa del PSOE). En ese marco, manteniéndose el rechazo al PP y la inadmisibilidad de Podemos, el pacto de gobierno que ahora intuyo sería mucho más difícil de asumir (tanto para el PP como para el PSOE). Es decir, que mucho menos costoso (desde todo punto de vista) es adoptar el acuerdo en esta etapa. Pero, en fin, ya veremos …

miércoles, 20 de enero de 2016

¿Existe España?

O, si generalizamos la pregunta –que no es para nada retórica–, podríamos cambiar España por Francia, por Italia, por cualquier otro Estado actual. Incluso, podríamos interrogarnos si existe Cataluña o Kosovo. Naturalmente, la respuesta inmediata es afirmativa; menudo gilipollas, claro que existen, ¿no lo ves?

Vale, concedo a mi maleducado interlocutor, pero ese algo que llamas España y que existe, ¿qué es? Hay una respuesta fácil: el Estado español; es decir –como lo definía en un post anterior– la entidad con personalidad jurídica, conformada por una multitud de instituciones mejor o peor integradas entre sí, que ejerce la soberanía sobre un territorio concreto y unas personas caracterizadas por tener la ciudadanía española. Si España es el Estado español (y Francia el francés, y así sucesivamente) pues sí, parece incuestionable que España existe.

Cuestión distinta es que podamos concretar qué cosa es el Estado español, porque, en el fondo, no es más que una forma abstracta, imprecisa y, sobre todo, mutable en el tiempo. Estaremos todos de acuerdo que el actual Estado español es muy distinto del Estado español de la época franquista, y también del de la II República y así–aceptando la proclama de Rajoy de que la nuestra es la nación más antigua de Europa– podríamos compararlo con el de los Reyes Católicos (que, desde luego, por mucho anacronismo que ejerzamos difícilmente podríamos calificar de un Estado).

Pero entonces, si España es el Estado español, ha habido tantas Españas como Estados españoles y, a lo mejor, lo único que se mantiene es el nombre. ¿Un algo que cambia tanto sigue siendo el mismo algo? Pues sí, cretino, me espeta mi imaginario contrincante; exactamente igual que una persona a lo largo de su vida. ¿O acaso el niño que fuiste no es muy distinto del cincuentón botarate en que te has convertido? Y, sin embargo, ambos sois la misma persona. La verdad es que no tengo nada clara esa afirmación optimista, al menos en lo que a mí respecta, pero prefiero no rebatirla para que no me den por caso perdido.

De acuerdo, vuelvo a conceder, yo soy yo y existo desde que nazco (y, si lo prefieres, desde que un espermatozoide de mi padre fecundó un óvulo de mi madre) por mucho que cambie en los breves años que me toque estar en este mundo. De hecho, aunque cuando trato de recordar al niño que fui lo siento tan diferente que me cuesta aceptar que era yo, lo cierto es que durante cada uno de los días que han pasado desde entonces, algunas neuronas de mi cerebro guardaban la información sobre mi identidad que enlazaba con el día anterior, permitiéndome la conciencia de la continuidad de mi existencia.

Me gusta lo que tratas de explicar con tan poco acierto, se entusiasma mi pepito grillo. España, a lo largo de la historia, ha cambiado mucho, es verdad, pero cada cambio se iba haciendo sobre la conciencia de su propia existencia anterior. Ya, digo, pero la conciencia personal de ser el mismo algo que ayer y así sumando días no es prueba de que ese algo es el mismo, sino simplemente de que crees ser el mismo. Un enfermo de alzheimer pierde justamente esa identidad y, sin embargo, no diríamos que ha dejado de ser él. También podemos imaginar, aunque sea entrar en el terreno de la ciencia ficción, manipulaciones de los recuerdos, implantaciones de vivencias, cambios de personalidad. Además, el Estado, cualquier Estado, no tiene conciencia de sí mismo. O sea, estoy dispuesto a admitirte que el Estado español existe pero no que piensa o siente.

Coño, era una metáfora; claro que el Estado español no piensa ni siente, pero si acabas de admitir que existe y acordamos que el Estado español es España pues asunto zanjado: España existe. No tan rápido –contraataco– si dos Estados españoles sucesivos son distintos entre sí, si admitimos que son dos entes diferenciados, lo que existen son cosas distintas que tienen el mismo nombre –España– pero no existe España como entidad en sí misma, como un algo que existe ininterrumpidamente desde ¿los Reyes Católicos? ¿la Edad Media?, ¿los Romanos?

Mi colega parece momentáneamente desconcertado. A lo mejor, le digo, lo que pasa es que las personas que nos llamamos españoles, cada vez que un Estado español es sustituido por otro, cada vez que un algo que llamamos España deja de existir y pasa a existir otro algo distinto que también seguimos llamando España, creemos que como el nombre no ha cambiado el algo sigue siendo el mismo. Es como sí a una persona le implantaran los recuerdos de otra y le borraran los propios; ciertamente sería otra persona pero él no lo sabría.

Pues no –me refuta, un poco a la desesperada diría yo– en tu ejemplo imposible la persona seguiría existiendo porque lo que la define es justamente la información que, aunque cambiante en el tiempo, se enlaza con la previa para garantizar justamente la continuidad de la existencia. Ni de coña; eso sería ponernos ya en un plano excesivamente espiritualista para mi gusta y acabaremos enzarzándonos en discusiones bizantinas sobre el alma de España, tan del gusto de mi querido Unamuno. Además, a estas alturas, creo que no hace falta meterse en esos berenjenales: una persona es un algo que existe en sí mismo a pesar de sus cambios a lo largo de su vida porque tiene el mismo ADN. Por seguir con la metáfora, admitiría que el Estado español es uno que lleva varios siglos de existencia si encontramos una invariante que pueda definirlo (aunque haya muchos más cambios sus restantes cualidades).

En fin, que no, no encontramos el ADN inmutable del Estado español. Tampoco lo habríamos encontrado, supongo, en el Estado francés o en el futurible Estado catalán. Así que concluimos que sí, que el Estado español existe, pero uno que hay ahora (en concreto desde 1978) y que ha sido antecedido por otros que también existieron y han dejado de existir (igual que el actual dejará de existir). Así que mi amigo se retractó y aseveró que España no es lo mismo que el Estado español porque, "obviamente", España no ha dejado de existir desde que existe (hace tantos siglos); o sea, ese algo que es España, aunque haya tenido cambios (entre otros distintas organizaciones institucionales en forma de Estado), sí mantiene una continuidad de existencia como ente, no simplemente nominalista.

Y yo estuve de acuerdo en que España no es el Estado español. Entre otras razones, porque el Estado español se define en la Constitución (así como en la multitud de tratados de Derecho Constitucional o de teoría política) y ésta empieza diciéndonos que "España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho". Es decir que los Padres fundadores de nuestro actual Estado asumieron que existía algo llamado España, previo y distinto al Estado que estaban constituyendo. ¿Quién soy yo para disentir de tan sabios próceres? Claro que la Constitución no da ninguna pista sobre qué es España, exigiéndonos un acto de fe para creer en su existencia. Acto de fe complicado, más incluso que el teológico, porque al menos el Dios en el que cada uno crea somos capaces de definírnoslo mínimamente como Ente, mientras que ... qué coño es ese ente que nos dicen que existe y que se llama España. Lo único claro es que no es el Estado. Bueno, exploremos otras posibilidades.

domingo, 17 de enero de 2016

Terapia de pareja

A Lansky, porque un comentario suyo en mi anterior post me sugirió éste.

Treinta años estuve atendiendo parejas en crisis, escuchando los reproches que se hacen el uno al otro, tratando de ayudarlos a gestionar sus sentimientos y sus comportamientos en esos trances. Como podrás imaginar, he visto de todo, multitud de casos diferentes y, sin embargo, casi siempre muy parecidos, repitiendo machaconamente los mismos patrones. Mi trabajo, en el fondo, cabría resumirlo en propiciar que vuelvan a abrirse los canales de comunicación entre los cónyuges (aludo a matrimonios por simplificar, pero vale para cualquier relación de pareja que ha sido estable). En la gran mayoría de las situaciones de deterioro de la convivencia, sencillamente se han roto esos cauces. No se trata de que no se hablen entre sí, sino de que los mensajes que se intercambian son, cada vez más, ajenos a la afectividad del receptor, sentidos como extraños –hostiles incluso– y, por tanto, no se deja que "penetren". Parafraseando el conocido poema de Guillén, cerramos la muralla como si lo que nos viniera fuera el veneno y el puñal y no ya el corazón del amigo, del amado.


Largas horas soportando el relato de sus cuitas, ya juntos o ya a cada uno por separado, abundantes en memoriales de agravios negados por el otro con argumentaciones que intentan demostrar su falsedad. Desde fuera, esos diálogos son más propios de contendientes ante un tribunal que de dos que se han amado, que quizá todavía se amen. Les queda poco de la necesaria alteridad que supone el amor –sentirte en el otro y al otro en ti– y, significativamente, ellos parecen no darse cuenta y se comportan como si hubieran de convencerme con sus pruebas para que les dicte sentencia favorable; querrían poder esgrimirme como argumento de autoridad que zanje desde sus respectivas percepciones la crisis: lo ves cómo el propio psicólogo me da la razón, eres tú quien lo hace mal, el/la culpable. Pero, como sabemos de sobra, en estas situaciones la "verdad" –suponiendo que fuera posible dilucidarla, lo cual dudo– no tiene ninguna importancia; lo único relevante es lo que siente cada cónyuge. Y, desde luego, la insistencia casi exclusiva en repartir culpas o responsabilidades, cuando el resentimiento ya ha anidado en los ánimos, no hace sino reforzar la muralla, impedir que vuelva a abrirse la forma de comunicación imprescindible para recuperar la relación de pareja, cerrar aun más la muralla.

Me viene ahora a la cabeza uno de mis últimos "casos" que, de tan exagerado rozaba un poco la caricatura pero, justamente por eso, es un buen ejemplo de lo que trato de explicar. Cuando vinieron a la consulta, ella quería divorciarse y él no. La mujer se sentía injustamente tratada, decía que él impedía que se "realizara", que no la entendía, etc. Naturalmente, a todas sus quejas el marido respondía que no eran ciertas, que provenían de una visión distorsionada –incluso malintencionada–, y contraatacaba exponiendo sus propias acusaciones. Enseguida comprendí que ninguno de los dos estaba en condiciones de dejar que fluyeran sentimientos amorosos (y entiéndase el adjetivo en el sentido más genérico posible). En ambos, al contrario, predominaba el rechazo hacia el otro, obstruyendo casi totalmente esos canales a que me refería antes. Las voluntades de cada uno, sin embargo, eran opuestas: ella quería romper la relación convencida de que no tenía solución, él continuar.

Siempre he pensado que mi función no es "salvar" matrimonios, ni siquiera influir en la decisión que han de tomar, sea separarse o intentar la reconciliación. Pero sí creo que debo (y con frecuencia puedo) ayudar a que esa decisión se tome con los canales "abiertos". Al fin y al cabo, en la mayoría de los casos, estoy frente a dos personas que se han amado (que tal vez se sigan amando aunque hayan taponado la expresión de ese amor) y es triste que las conclusiones nazcan desde el rencor. Aparte –dicho sea de paso– de que en ese marco todo son problemas prácticos por largo tiempo. Con esta pareja a la que me refiero tuve claro que era a solas con el marido con quien más tenía que tratar.

Así que le dije que, si quería reconstruir el matrimonio, lo que había de hacer era intentar desmontar los sentimientos de rechazo que había interiorizado su mujer, mostrarle que la quería para ver si lograba que ella volviera a enamorarse. Y para eso, la táctica no era ridiculizar sus argumentos, tampoco contribuir al clima de tensión que entre los dos se había ido agravando, porque de esa manera sólo conseguiría reforzar la decisión de ruptura de su esposa. Tienes que ganar tiempo, hablar despacio y cariñosamente. Ten en cuenta que, ahora que ella cree haber tomado su decisión –separarse– necesita verte como su enemigo a fin de legitimarse íntimamente. Por tanto, has de ser lo suficientemente inteligente para que se tambalee su convencimiento de que no la quieres; tienes que quitarle sus motivos, por mucho que tú creas que son falsos, que la razón es tuya.


Sin embargo, el marido no siguió mis consejos. Fuera por orgullo o porque no amaba a su esposa de verdad, hizo justamente todo lo contrario. También influyó, todo hay que decirlo, que en su entorno casi todos le animaban a no ceder un ápice ante esa "tipa que no es más que una aprovechada". Así que las discusiones se fueron enconando, le aseguró que iba a dificultar al máximo el divorcio y que le haría la vida imposible, le dijo que la casa no era suya y que ni soñara en quedarse en ella, empezó a quitarle dinero, etc. Naturalmente, pasado un tiempo, la mujer estaba mucho más convencida de que el matrimonio estaba absolutamente muerto, sin resurrección posible. De hecho, para entonces, ambos se odiaban y, aún así, el marido no estaba dispuesto a dejarla marchar.

En ese punto –que no era ni mucho menos en el que estaban cuando vinieron a mi consulta– las cosas podían haber acabado muy mal, incluso con sangre. Afortunadamente, ante la gravedad de la situación, intervinieron terceros y forzaron a la pareja a resolver el inevitable divorcio. Se separaron odiándose, claro. Hace pocos días, me encontré con el marido y, desde mi cómoda jubilación, no me privé de afearle que hubiera seguido una estrategia tan radicalmente equivocada. A pesar de que las cosas le iban bastante peor que cuando estaba casado, no asumió la mínima dosis de arrepentimiento. Desde su orgullo (y estupidez) me dijo que habría dado igual, que la muy puta no habría cambiado de opinión en ningún caso. Te equivocas, le dije, en aquellos días todavía estabais a tiempo. Por supuesto, que hubieras hecho lo que te aconsejé no garantizaba que ella cambiara sus sentimientos (lo que hiciste, en cambio, si garantizaba que iban a empeorar), pero incluso fracasando habrías mostrado la bondad de tus intenciones, que ponías de tu parte, que la amabas.

martes, 12 de enero de 2016

El Estado ante la Secesión

El Estado –todo Estado– es una forma, abstracta como todas las formas, que se conforma por instituciones y sirve para enmarcar y gobernar la vida colectiva de las personas que se adscriben a su soberanía (en la organización política actual, las que viven en el interior de sus fronteras, pero esto no tendría porque ser así). Naturalmente, como todos sabemos, el mundo está organizado en Estados que tienen, cada uno de ellos, personalidad jurídica y, sobre todo, soberanía, la cual, si evitamos meternos en sutilezas de filosofía política, no es otra cosa que la capacidad de ejercer el poder sobre sus ciudadanos y frente a los otros Estados (sí, ya sé que "la soberanía reside en el pueblo", pero en este post no quiero perderme en grandilocuentes principios vacíos de eficacia real para el consumo de ingenuos bienintencionados). En todo caso, frente a otros términos que siempre aparecen como pueblo o nación, e incluso al margen de las discusiones teóricas sobre la más adecuada definición del concepto, lo que nadie puede negar es que los Estados existen, que están ahí, independientemente de las personas, grupos o clases sociales que los "ocupan" en cada momento histórico. Y no sólo están sino que actúan, influyen muy significativamente sobre las vidas individuales de sus ciudadanos o ¿súbditos? ¿Alguien se siente capaz de imaginar nuestras vidas cotidianas sin Estado, sin Estados? ¿Cómo sería la humanidad?

Hay pues una relación de dominación del Estado sobre los ciudadanos. Dominación, ojo, necesaria para la pervivencia de la vida en sociedad, pero dominación sin duda. No hace falta ser tan crítico como Marx –concibiendo el Estado como la forma jurídica para que los poderosos obtengan su bienestar a costa de la gran mayoría de los explotados– para reconocer, con Weber, que el Estado es la coacción legítima y específica, el monopolio (legal) de la violencia. Un Estado no puede admitir, sino a regañadientes, que se niegue su soberanía por ninguna parte de sus ciudadanos. Por eso, las secesiones siempre son impuestas, normalmente a resultas de derrotas bélicas (salvo que el Estado se haya desintegrado). Pero, más importante aún, lo que nunca puede aceptar no ya un Estado sino la comunidad de Estados que entre todas dominan a la práctica totalidad de nuestra especie, es que se cuestionara el sistema organizativo del mundo en Estados.

Pero, frente a la clásica insistencia en la violencia como nota distintiva de los Estados y de sus génesis, auges y decadencias, se olvida otra característica que Maurice Godelier –uno de los grandes de la antropología social– ha dejado más que sentada en su importante producción. Y no es otra que el hecho de que el poder no basta por sí mismo para definir un Estado y garantizar su continuidad. Dice Godelier: "estimamos que todo poder de dominación se compone de dos elementos indisolublemente unidos que le confieren su fuerza y su eficacia: la violencia y el consentimiento. Y creemos que de estos dos componentes del poder, la fuerza más decisiva no es la violencia de los dominadores, sino el consentimiento de los dominados". En cierta modo, esta conclusión del antropólogo francés enlaza con la famosísima definición de Renan sobre el concepto de Nación (que, para el caso, me vale como sinónimo de Estado): que es un plebiscito diario. A medio plazo no puede subsistir un Estado si sus ciudadanos se sienten ajenos a él; de ahí los esfuerzos que todos los Estados mantienen desde siempre (al menos desde el XVIII en adelante) en el plano simbólico: eso es nacionalismo.

Los nacionalismos, entendidos como la construcción de imaginarios más o menos míticos, son ideologías imprescindibles para garantizar la adhesión emocional de los ciudadanos al Estado (que éste sea un "Estado-nación", en el fondo carece de importancia, es una mera instrumentalización). Naturalmente que tan nacionalista es el catalán que no se siente español sino catalán como el español que así se siente; todos somos necesariamente nacionalistas porque nos lo hemos mamado desde casi inmediatamente el destete. Y para el "sistema", en el que los Estados son pieza fundamental, el nacionalismo es necesario y, por ende, fomentado, aunque se llame de distintas maneras según las connotaciones de cada momento y lugar. Si Cataluña se escinde (para ser más precisos, si un grupo de políticos, con el apoyo de una parte muy importante de la población que hoy reside dentro de las fronteras de lo que damos en llamar Cataluña, consigue crear la República Catalana), nada fundamental cambiará, aunque se generen muchos problemas y conflictos a corto e incluso medio plazo. Simplemente, habrá otro Estado más en el concierto internacional (será la enésima vez que una parte del Estado español se segrega de éste).

A mí, en mi idealismo ingenuo, me gustaría que no hubiera Estados (como me gustaría no envejecer o que no hubiera maldad en el mundo). Y si los hay, como parece inevitable por bastante tiempo, que vayan uniéndose, borrando fronteras. De otra parte, como ya confesé en un post anterior, sufro de un moderado nacionalismo español, aunque procuro atemperarlo y, sobre todo, que no me obceque. Así que, desde luego, me parece mal, un error, que haya muchos catalanes que quieran segregarse de España y formar un Estado propio. De otra parte, ante las movidas rupturistas que todo indica que van a producirse a partir de la constitución del nuevo gobierno catalán, me da la impresión de que al Estado español –con casi total seguridad con el apoyo internacional– no le va a quedar más remedio que adoptar medidas claramente coercitivas, exhibiendo que, en efecto, tiene el legítimo monopolio de la violencia, en este caso para hacer cumplir las reglas de juego, la Ley. Ahora bien, todos podemos prever que estas medidas, probablemente inevitables, generen un aumento del sentimiento de rechazo hacia España entre los habitantes de Cataluña. Es más, tiendo a estar casi convencido de que provocarlas es la estrategia de los artífices del proces.

Y ante esto, creo que es fundamental que quienes tienen responsabilidades en el Estado (los políticos, pero no sólo ellos) relean a Godelier, interioricen su afirmación de que más importante que la violencia es el consentimiento. En lo que hay que centrar los esfuerzos es en intentar cambiar la tendencia de los últimos años entre los catalanes, que ese "consentimiento" hacia el Estado español deje de disminuir y pase a aumentar. Ello no significa renunciar a imponer el cumplimiento de la Ley, pero sí a ser muy prudente e inteligente en el cómo se hace. Y a ganar tiempo. Lamentablemente, las estrategias "tactistas" son, históricamente, más propias de los dirigentes de la antigua Corona de Aragón y, en cambio, han solido ser despreciadas por el tradicional "esencialismo" castellano (desde Olivares en adelante). Los españoles -mejor habría que decir los castellanos– preferimos llenarnos la boca de grandes principios (y saltárnoslos en cuanto podemos, que no otra cosa es la picaresca), como por ejemplo que lo que es España han de decidirlo todos los españoles, que no puede haber diferencias, etc. Todo eso está muy bien (en teoría), pero lo cierto es que la habilidad interesada de ciertos dirigentes catalanes y la torpeza de los del Estado han conducido a que prácticamente la mitad de la población de esa Comunidad quiera separarse. Desde luego que no es suficiente, pero como ese porcentaje siga creciendo llegará un momento en que será inevitable la secesión, por mucha proclamación constitucional de la unidad de España.

lunes, 11 de enero de 2016

Pobre niña rica (1)

En los Estados Unidos no hay aristocracia: Los artífices de la Independencia y de los principios políticos de las nuevas repúblicas se alzaban contra la monarquía y tenían bastante tirria a emular allende el Atlántico el catálogo de títulos nobiliarios británicos. No obstante, a falta de nobleza formal, no se puede negar que existen unas cuantas familias que conforman una aristocracia real norteamericana. Edie nació en el seno de una de las más importantes, los Sedgwick, descendiente directa de Robert Sedgwick, general mayor de la colonia de Massachusetts en el XVII. Además, por la rama materna, tampoco andaba coja de apellidos ilustres, pues provenía de Jessé de Forest, uno de los fundadores de la compañía holandesa de las Indias Occidentales e impulsor del asentamiento de lo que luego sería Nueva York. Edie, séptima de ocho hermanos, nació en Santa Bárbara, California, y como correspondía al estatus y riqueza de su familia, fue criada en enormes ranchos con institutrices y profesores privados. Sin embargo, los ricos también sufren (o la riqueza no da la felicidad) y en la infancia de Edie, plena de sinsabores, nacieron los traumas que arrastraría durante el resto de su corta y atormentada vida.

Seguramente, el principal culpable de la infelicidad de esa pobre niña rica fue su propio padre, Francis Minturn Sedgwick, Fuzzy, un maniaco-depresivo que ejerció, tanto sobre su mujer como sobre su numerosa prole, una disciplina dictatorial. Sin embargo, como no es inusual ante padres de este tipo, los hijos sentían hacia él una adoración reverencial combinada con el sempiterno temor a sus reacciones. Ya en su temprana adolescencia, Edie sufría compulsivos trastornos alimentarios: se daba atracones y enseguida se forzaba a vomitar lo comido. Por entonces no se había inventado el término bulimia, pero hasta Fuzzy tuvo que admitir que su niña tenía "problemas nerviosos". De hecho, cuando con quince años fue enviada a una prestigiosa escuela de Maryland tuvo que ser devuelta al opresivo aislamiento de la espaciosa cárcel familiar debido justamente a esos trastornos. Algún tiempo después viviría el incidente que probablemente la separaría afectivamente de su padre: lo sorprendió follando con una vecina y, cuando se lo contó a su madre, Fuzzy la abofeteó, tildándola de mentirosa y forzó a un médico a que la atiborrara de tranquilizantes. Su estado mental debió quedar muy tocado, tanto que en 1962 –ya tenía diecinueve años– fue internada por la familia en la clínica psiquiátrica privada de Silver Hill, en Connecticut. Para entonces sufría un cuadro anoréxico grave que empeoró en esa institución, de modo que la cambiaron a un centro de Bloomingdale dependiente del Hospital de Nueva York. Al salir de su larga reclusión psiquiátrica (casi un año), es una chica preciosa e inestable. Para mejorar las cosas, queda embarazada de un estudiante de Harvard y aborta con la ayuda de su madre.

En otoño del 63, Edie se traslada a Cambridge para estudiar arte en el Radcliffe College, bajo la tutela de una prima mayor, Lily, escultora de cierto prestigio que había estado casada con Eero Saarinen, uno de los grandes nombres de la arquitectura del siglo pasado (su obra más conocida es la terminal del TWA en el aeropuerto JFK de Nueva York). En la universidad, su belleza, su glamour de rica heredera, su excentricismo, la convierten en la chica más deseada, aunque, según testimonio de su prima, se muestra muy insegura con los hombres. Protegida y vigilada por su influyente familia, Edie se integra en los grupos más bohemios del campus y siempre, según cuentan, era el centro de atención, como si su presencia emanara un aura especial. Supongo que a su popularidad contribuía su evidente desorden emocional, manifestación de sus heridas anímicas, que se expresaba en comportamientos excesivos, desde la búsqueda histérica de diversión hasta los bajones depresivos. Con sus inconfundibles gafas oscuras conducía a toda velocidad su Mercedes 190 SL, tonteando con el desastre. Escandalizó a su familia cuando fue sorprendida enrollada con una de sus modelos de escultura, lo que sumaba a su gusto por juntarse con estudiantes gays. Durante su estadía en Cambridge, seguía bajo supervisión psiquiátrica con la constante amenaza de una nueva reclusión.

En Cambridge, Edie conoció a Chuck Wein, unos años mayor que ella y que por entonces, aunque ya se había graduado en Literatura, seguía viviendo en el campus manteniendo una afectada pose bohemia. Por lo que conozco de su comportamiento en esos años y durante el resto de su carrera, el tal Wein no me cae nada simpático; se me antoja el clásico arribista dispuesto a manipular al que le conviniera con tal de conseguir sus fines. De hecho, así parece que hizo con Edie, de quien se ganó su confianza porque probablemente vio en ella un pasaporte seguro para acceder al mundillo artístico neoyorkino. Desde luego, no sucumbió a sus encantos femeninos –era homosexual– sino que, por el contrario, supo encandilarla y ganarse plenamente su confianza, al menos hasta el desagradable rodaje de Beauty#2. En otoño del 64 la convence de que deben mudarse juntos a Nueva York para sumergirse en el mundillo artístico; hasta que Edie alcance el éxito que merece, puede compaginar su vocación con trabajos como modelo. Nuestra chica, en efecto, se entusiasma con residir en la Gran Manzana. A sus padres les cuenta que se traslada para enfrascarse en su carrera artística (no les gusta nada, pero mucho menos si les hubiera dicho que quería meterse en los mundos de la moda y el espectáculo) y pasa alojarse en un apartamento de la abuela materna, de la cual también recibe una sustanciosa herencia que se gasta casi totalmente en pocos meses. El apartamento, según contó una de las amigas de esa época, era un verdadero maremágnum, atiborrado de infinidad de cosas, especialmente ropa, en absoluto desorden. Sobre el suelo, enormes lienzos sobre los que Edie pintaba compulsivamente, a modo de justificación, incluso ante sí misma, que su vocación era el arte. La hiperactividad eufórica de esos primeros meses no era, sin embargo, más que el intento de escapar de sus demonios.

Hay que dejar ahora constancia de dos desgracias familiares que preceden, marcándola, a la chica que se convertiría en la mujer del año 1965 para la revista Vogue. Su hermano Minty (Francis), cinco años mayor que ella y al que adoraba, se había ahorcado a principios del 64 en el hospital psiquiátrico de Silver Hill. Minty era homosexual y cuando, adolescente, se lo confesó al despótico padre, éste lo insultó indignado. El caso es que ya a los quince años el chico era alcohólico y desde principios de los sesenta, siguiendo la que parece que era norma en esa familia empezó su peregrinaje por sucesivas instituciones, con intermitentes salidas que sólo valían para comprobar que su salud mental no mejoraba en absoluto. La noche antes de suicidarse, a un día de su vigesimosexto cumpleaños, llamó a Edie, la hermana a la que estaba más unido. Otro hermano mayor, Bobby, también arrastraba problemas psiquiátricos, al menos desde su estancia en Harvard, y también –cómo no– continuos enfrentamientos con el patriarca Sedgwick. En la noche vieja de 1964 conducía sin casco su Harley Davidson en Manhattan y se empotró contra un autobús, muriendo doce días después. Edie siempre pensó que no se trató de un accidente, sino de un suicidio. Casualmente, esa misma noche ella misma tuvo también un accidente de tráfico, pero salió ilesa. Éstas eran las circunstancias del alma de Edie Sedgwick al iniciarse el decisivo año de 1965, en el que conocería a Andy Warhol y saltaría vertiginosamente a la fama.

 
Femme fatale - Velvet Underground (The Velvet Underground & Nico, 1967)


Este tema fue compuesto por Lou Reed, a petición de Warhol, pensando en Edie (lo canta Nico, quien la sucedería en la nómina de las divas de The Factory).

sábado, 2 de enero de 2016

¿Tongo en la CUP?

El pasado domingo 27 de diciembre, los de la CUP se reunieron en Sabadell para decidir asambleariamente si apoyaban un pacto con Junts pel Sí y, en particular, la investidura de Artur Mas como presidente de la Generalitat catalana. Como es sabido, la última votación arrojó un empate a 1.515 entre las dos opciones sobre las que finalmente se votó. Inmediatamente, la casi totalidad de los medios hablaron de lo insólito del resultado dejando caer, con mayor o menor elegancia, insinuaciones de que se había amañado. El asunto me llamó la atención y me he entretenido haciendo algunos números y jugando con la Excel. Resumo a continuación este divertimento inofensivo, advirtiendo de antemano que se trata de un texto bastante infumable, sólo apto para quienes gusten de cifras. Por eso, para evitar aburrimientos innecesarios, todo el rollo de elucubraciones estadísticas lo he puesto en otro color; el lector puede saltárselo alegremente y pasar a los dos últimos párrafos del post.


En la votación definitiva de la asamblea de la CUP se contabilizaron 3.043 votos. Cada votante debía elegir entre dos opciones: la A, que equivalía a aceptar las medidas políticas de la propuesta de Junts pel Sí y que Artur Mas fuera el próximo presidente de la Generalitat, o la B, que significaba rechazar la investidura de Artur Mas como presidente de la Generalitat y seguir negociando con Junts pel Sí. Pero lo cierto es que también podían votar en blanco o emitir un voto nulo y, como ambas son indiferentes a nuestros efectos, las integraremos en una tercera opción C. ¿Cuántos resultados posibles podían darse? Imaginemos que, en vez de mediante papeletas, los participantes expresaran su opción poniéndose un jersey: azul en la opción A, rojo en la B y blanco en la C. Si suponemos que todos formaran una fila, habría tantos resultados distintos como posibles variaciones en la sucesión de colores de los jerseys. El total de resultados distintos es de 3 elevado a 3.043, un número inconcebiblemente inmenso. Y cuando digo que es inconcebible no exagero: si los 3.043 asambleístas formados en fila se fueran cambiando de jersey ordenadamente tardando sólo un segundo, todos los segundos transcurridos desde el Big Bang hasta la fecha no les serían suficientes. Pero no crean que les bastaría con el tiempo de dos, tres o cuatro universos; no, el número de universos consecutivos consecutivos que necesitarían sería, más o menos, un 1 seguido de 1.434 ceros. Alucinante.

Ahora bien, cada una de estas muchísimas posibles votaciones tiene un resultado que se puede expresar como una terna, cuyos componentes son, respectivamente, los números de votos de la opción A, de la opción B y de la opción C. Por ejemplo, una de estas ternas posibles sería 1.515-1.515-13 (que es la que salió), pero también podría haber sido 0-3.043-0 (se rechaza a Mas por unanimidad) o 500-499-2.044 (ganan por la mínima los que apoyan la investidura de Mas pero los que se abstienen son mayoría frente a las otras dos opciones: complicada puesta en práctica de la decisión). Leo en La Vanguardia que cualquiera de estas ternas es igual de probable, pero eso no es cierto; ni siquiera lo sería si sólo hubiera dos opciones (que es como erróneamente lo plantea el periodista). Simplifiquemos, para que se entienda fácilmente, a sólo cuatro votantes a los que se les deja sólo dos opciones, la A y la B. Como es fácil de ver, hay 16 variaciones posibles que, al convertirlas en pares de resultados, quedan reducidas a 5: 4-0, 3-1, 2-2, 1-3 y 0-4. Pues bien, el número de veces que se da cada resultado es, respectivamente, 1, 4, 6, 4 y 1; nada de igualdad de probabilidades. Para cualquier número n de votantes, si sólo hay dos opciones, el número total de pares de resultados es siempre n+1 (empezamos dando 0 votos a la primera opción y n a la otra, y seguimos sucesivamente sumando 1 a la primera y restando 1 a la segunda hasta llegar a n y 0 respectivamente). Con tres opciones el número total de ternas de resultados es también fácil de calcular (aunque me van a excusar de explicarlo) y resulta de la expresión (n+1)•(n+2)/2. Es decir, que en nuestro caso, con 3.043 votantes, el número total de resultados posibles distintos asciende a 4.634.490 (el periodista de La Vanguardia da el total para sólo dos opciones que es bastante menor, claro: 3.044).

Esas ternas de resultados son muy fáciles de generar (0-0-3.043; 0-1-3.042;•••;3.042-1-0 y 3.043-0-0) pero son demasiadas hasta para la Excel. Por entretenerme un rato, he generado las 5.151 ternas que salen si fueran cien votantes, y luego he contado cuántas de ellas dan empates entre las dos opciones válidas A y B (obviamente, hay el mismo número de victorias de A que de B); son 51, que equivale casi al 1%. También he comprobado que el porcentaje de resultados empate sobre el total de ternas desciende a medida que aumenta el número de votantes (por ejemplo, con 4 votantes el porcentaje de empates sobre el total de resultados posibles es del 23,5%). Por tanto, con 3.043 votantes, el número de resultados de empate tiene que ser un porcentaje muy pequeño sobre las 4.634.490 ternas posibles. Vuelvo a insistir en que ese porcentaje no es la probabilidad, porque no todos los resultados distintos se repiten el mismo número de veces (suponiendo que la decisión de cada votante entre las tres opciones tiene la misma probabilidad). Seguro que hay algún modo de calcular analíticamente (y no a base la "fuerza bruta" de Excel que, además, me temo que no da para tanto) tanto el número de resultados empates como la probabilidad de cada uno de ellos, pero me exigiría más dedicación de la que dispongo. En todo caso, aceptemos, aunque no sepa cuantificarla, que la probabilidad de que el resultado de una elección entre dos opciones con la posibilidad de votar nulo acabe en empate es muy pequeña, pero desde luego no nula (volveré sobre el asunto).

Pero es que creo que los cálculos se pueden simplificar si, conociendo como se planteó la votación asamblearia, hacemos algunas hipótesis con un grado de verosimilitud razonable. A la Asamblea no se le presentaron las dos opciones A y B descritas sino cuatro; la C era rechazar la propuesta política de Junts pel Sí pero facilitar la investidura de Mas y la D también rechazar la propuesta política pero abstenerse en la investidura, lo que haría que Mas necesitara solo un voto para la mayoría simple (en vez de los seis que requeriría si la CUP votara en contra). Ese método decisorio no es ninguna novedad y, a mi modo de ver, el más democrático cuando de lo que se trata es de elegir una opción entre varias (que es lo que ocurre casi siempre, aunque no nos lo muestren). Exige, claro, que se definan bien las opciones posibles y no se hagan trampas (como, por ejemplo, en las alternativas que suelen plantearse en los referenda). Se empieza votando a todas las opciones y para la segunda ronda se descarta la que ha obtenido menos votos, se repite la votación con una opción menos y así sucesivamente hasta la definitiva entre sólo dos alternativas. Aunque, en teoría, nada impide que quien haya votado a una opción que ha salido en la siguiente ronda apueste por otra, la gran mayoría de los votantes mantendrán el voto a la opción elegida la primera vez hasta la ronda en la que ésta ya esté descartada. Esta es la hipótesis que asumo que, aún consciente de que suprime posibilidades, vale para simplificar mucho los cálculos. Porque, al final, de lo que se trata es de determinar las probabilidades en la ronda definitiva y, con este supuesto, nos basta analizar los votos de quienes en la ronda anterior no eligieron ninguna de las dos opciones finalistas, en el supuesto de que quienes sí lo hicieron mantienen su decisión.

Aplicando las anteriores consideraciones a la asamblea de la CUP, sabemos que en la segunda ronda se decidía entre las opciones A, B y C que obtuvieron, respectivamente, los siguientes votos: 1.482, 1.512 y 28; además hay que contar 20 votos entre blancos y nulos. Por tanto, asumo que quienes decidían en la tercera y definitiva elección entre A y B eran 49: los 28 de la opción C, los 20 blancos y nulos y 1 más que debía haberse incorporado a última hora. Podrían ser más si algunos de quienes votaron en la segunda ronda se hubiera retirado y hubiesen entrado más nuevos, pero carezco de datos para tener este supuesto en cuenta. Aún fijándonos sólo en esos 49 votantes, el número de variaciones posibles –los cambios de jersey a que me refería en el primer párrafo– sigue siendo demasiado grande, exactamente 239.299.329.230.617.000.000.000 (pero Excel lo calcula, lo que no puede hacer con las variaciones de los 3.943 votantes). Volviendo a la imagen de los cambios ordenados de jersey en un segundo, en este caso los 49 asamblearios de la CUP podrían completar todas las variaciones en el tiempo equivalente a 553.499 veces el transcurrido desde el Big Bang; seguimos en órdenes de magnitud inconcebibles, ¿verdad? Dado que no he deducido analíticamente cómo calcular las probabilidades, la solución de la "fuerza bruta" consistiría en (1) generar todas las variaciones, (2) convertir cada una de ellas a un resultado ternario (votos A-votos B-votos blancos y nulos) y (3) asignar a cada resultado ternario la decisión final (gana A, gana B, empate). Hecho esto, se dividiría el número de empates entre el número total de variaciones (239.299.329.230.617.000.000.000 ) y el cociente sería la probabilidad, suponiendo que cada variación es equiprobable, lo cual no es así en mi opinión. El problema es que Excel tiene un límite de 1.048.576 filas, así que necesitaríamos más de 228 mil trillones de hojas de cálculo para hacerlo. Imposible, claro, porque además no debe haber ordenador con esa capacidad de proceso (o estaría procesando durante un tiempo también de orden de magnitud de la edad del universo).

Lo que sí se puede hacer es saltarse el primer paso anterior y generar directamente todas las ternas posibles de resultados, pues éstas no son más que 1.275. Nos salen 25 resultados de empate (frente a 625 de victoria de cada una de las opciones), lo que equivale a un 1,96%. Como ya he dicho, no todos los resultados salen el mismo número de veces por lo que no puedo asegurar que este porcentaje sea la probabilidad del empate. Sin embargo, intuyo que puede haber una cierta regularidad en la distribución de las victorias y empates en las variaciones que constituyen cada terna, lo que me sugiere que es posible que la probabilidad matemática del empate oscile en torno al 2% (con las simplificaciones que estoy haciendo). Nótese que el porcentaje es el doble que en el tanteo anterior que hice para cien votantes, confirmando lo ya señalado que la probabilidad del empate disminuye cuantos más son los electores. Con todas las prevenciones que se quieran llegamos así a una primera conclusión importante: si, como estoy suponiendo, fueron las 49 personas que no habían votado las opciones A o B en la ronda anterior quienes decidieron el resultado, que saliera el empate no es un resultado "altísimamente improbable" o "prácticamente imposible" como han repetido hasta la saciedad los medios; tenía la misma probabilidad de que ganemos un sorteo en el que sólo hay cincuenta papeletas.

Pero es que esa probabilidad todavía, creo yo, es mayor porque no deberían considerarse equiprobables todas las variaciones. Nótese que cada una de las tres opciones de la segunda ronda de votación puede simplificarse en valores binarios respecto a dos asuntos: el apoyo/rechazo a la investidura de Mas y la aceptación/rechazo de la oferta de Junts pel Sí, tal como se representa en la siguiente tabla:


Las 28 personas que habían elegido la opción C en la ronda anterior se encontraban ahora con el dilema de priorizar una de sus decisiones frente a la otra. Si daban más importancia a la elección de Mas que al rechazo de la propuesta política de JxS, votarían la opción A. Si, por el contrario, les parecía más importante rechazar el acuerdo político que investir a Mas, votarían la opción B. Por último, quienes no tuvieran se atrevieran a descartar uno de sus deseos a favor del otro, probablemente votarían nulo o blanco. Conociendo lo que se jugaba, creo que lícito suponer que la mayoría de los votantes de C en la segunda ronda daban más importancia a su preferencia por que Mas fuera investido (convencidos, por ejemplo, de que en caso contrario habría nuevas elecciones y se arriesgaba la continuidad del proces) que a la de rechazar la propuesta de JxSí (ya habría tiempo para sacarles concesiones durante el gobierno). De hecho, visto a posteriori, así se confirma con los resultados de la tercera ronda ya que la opción A aumentó en 33 votos mientras que la B sólo en 3. Pero imaginemos que no sabemos lo que ocurrió y admitamos ese supuesto, lo que implica a efectos de cálculo que la probabilidad de que un elector C votara en la tercera ronda a A es mayor que la de que votara a B. Naturalmente, cuantificar estas probabilidades medias individuales es imposible, pero para hacer un tanteo pongamos que la probabilidad de votar a A es de 2/3 mientras que el tercio restante se distribuye a partes iguales entre votar a B y votar en blanco o nulo. En cuanto a los veinte electores que votaron blanco o nulo en la segunda ronda, hay que suponer que la mayoría se mantendría; haciendo otro ejercicio de cuantificación, digamos que la probabilidad de voto blanco o nulo sea de 2/3 mientras que el tercio restante iría una mitad a cada opción válida. Por último, las probabilidades para el que se incorporó en la tercera ronda, lo más razonable es hacerlas igual a 1/3 a cada una de las tres posibilidades. Al margen de cuantificaciones, lo que quiero resaltar es que al considerar que la decisión de cualquier votante no era equiprobable entre sus tres opciones sino que venía muy condicionada por su elección previa, podía preverse antes de la tercera ronda que aumentaría la opción A y, consiguientemente, las probabilidades de un empate. Aunque no sepa calcularlo, no me sorprendería que la probabilidad teórica del empate después de la segunda ronda resultara del orden, como mínimo, del 5% (recuérdese que, suponiendo que cada uno de los 49 electores decisivos votara aleatoriamente, la habíamos fijado en torno al 2%). Que salga una opción que tenía un 5% de probabilidad no es, desde luego, ningún suceso extraordinario.



En resumen, tras hacer algunos números y supuestos, y a pesar de mis carencias analíticas, concluyo que la probabilidad de que en la tercera ronda de votaciones de la asamblea de la CUP saliera, como así fue, un empate no es para nada algo “casi imposible” ni tampoco –como ha escrito un articulista en Tenerife– equivale a “saltarse todas las leyes de la estadística”. Nos olvidamos además de que la serie de las 3.043 decisiones individuales que adoptaron en la tercera votación esos tantos electores nos parece significativa porque tenía el mismo número de votos A que de votos B, pero desde el punto de vista de la estadística, es tan relevante (o sea, nada) como si correspondiera a cualquier otro resultado que no nos hubiera sorprendido. Viene a ser lo mismo que si en la lotería de Navidad sale el 55.555 y proclamáramos que ha habido tongo; obviamente, ese número tan “llamativo” tenía la misma probabilidad que el 72.324, por ejemplo, que no nos dice nada. Y, ya de paso, la probabilidad de que nos hubiera tocado el número que compramos en la Lotería de Navidad era del 0,001%; calculo que entre mil y cinco mil veces menor que la del empate de la CUP. Así pues, en mi opinión, no hay fundamentos serios para sospechar de que el resultado de la asamblea del pasado domingo estuviera amañada.

Por último, quienes se apresuran a acusar de tramposos a los de la CUP deberían explicar algunas cosas. En primer lugar, cómo lo hicieron; porque no se me antoja fácil conseguir manipular la contabilización de votos (había varias “urnas”) para alcanzar el empate que se supone que querían los presuntos fulleros. Y, en segundo lugar, con qué objeto deseaban que el acuerdo de la decisión de la Asamblea acabara en tablas. Naturalmente, ninguno de los que se han apresurado a insinuar que los “independentistas antisistema” manipulan los resultados, se dignan bajar a estos detalles (como tampoco se molestan en reflexionar sobre si realmente el resultado era tan improbable como dan por supuesto). Puestos a buscar motivaciones, me es más fácil encontrarlas en estos corifeos mediáticos del sistema: lo que nos quieren hacer ver es que estos tipos son una grave para la democracia porque manipulan hasta sus propias votaciones. En fin, a ver qué pasa mañana.