miércoles, 28 de noviembre de 2007

Receta para cocinar pastel de sueño de muertos (IV)

No quería que este numero de la revista se publicase sin la ansiada receta. Para que veáis que me lo tomo en serio, para que os deis cuenta de cuánto os respeto y procuro agradaros, sabed que pretendía conseguir unos frascos de necrosomnia y cocinar el pastel apuntando al tiempo fieles notas de todos los pasos. Pensaba tomar las correspondientes fotografías de cada etapa de la preparación, que ilustrarían y servirían de valiosa ayuda a quienes de vosotros os animarais a emularme. Fantaseaba con que el artículo, cuando se publicase, resultase una obra maestra de pedagogía culinaria y, a la vez, una presentación rigurosa, en lenguaje actual, de los pliegos amarillentos del XVIII que conservo en mi biblioteca. Sin duda, elucubraba yo, la difusión de la receta equivaldría al lanzamiento de una piedra en las tranquilas aguas de un estanque; todo habría de revolverse, empezando por la asfixiante monotonía que es mi vida en estos últimos meses.

Con tan buenas intenciones telefoneé a Gabriela para pedirle que me trajese a la Residencia mis preciados pergaminos para acometer su transcripción. Había pensado también que los dos juntos solicitásemos al Director el permiso y los medios para una expedición recolectora de necrosomnia; confiaba en las dotes persuasivas de mi amiga, máxime cuando no me había pasado desapercibida la atracción que hacia ella denotaba nuestro ilustre Fabián Weacock. Pero, inexplicablemente, nadie contestó a las muchas llamadas que hice a mi domicilio. Aclaro a mis lectores que cuando me trasladé (o me trasladaron, como prefiráis) a este Centro, encomendé a Gaby la custodia de mi casa y de los distintos bienes que en ella guardo. Sabía que la chica se había mudado allí, por eso era extraño que no cogiera el teléfono. Obviamente me preocupé y, tras bastante insistencia, logré que me llevaran hasta mi vivienda.

Vivo en una casona rural de gruesos muros de piedra a las afueras de un pequeño pueblo al sur de Madrid. Cuando llegamos, la cancela que separa el escaso jardín de la calle estaba entornada, pero no se apreciaba ningún signo de actividad en el interior de la vivienda. Toqué el timbre y esperé; nada. Golpeé el portón con la pesada y estruendosa aldaba y esperé; nada. Rodeé el edificio intentando atisbar a través de las cortinas corridas; nada. Sólo entonces me decidí a abrir la puerta principal con mi propia llave; intuía ya qué podía haber pasado. La vivienda estaba en silencio, las luces apagadas, las cosas ni ordenadas ni desordenadas; parecía que quienes allí vivieran podían volver en cualquier momento. Pasé al gran salón que he convertido en mi biblioteca. Evitando que mis acompañantes se percataran de lo que examinaba, comprobé enseguida que los legajos de la necrosomnia no estaban en su sitio. No me extrañó. Gaby tenía mis más severas instrucciones de que nunca dejara la casa sola con esos papeles dentro. Si había hecho lo que imaginaba, supuse que los legajos estarían custodiados por Waldo, el extravagante enano que ella solía presentar como primo suyo. Pero eso sólo lo sabía yo, y así debía seguir siendo. No era por curiosidad inocente que los empleados del ambicioso Weacock repasaban los volúmenes de mis estanterías.

Bajé al sótano, donde tengo instalado mi laboratorio. Como esperaba, sobre la gran mesa central vi varios recipientes con restos de soluciones de nitrato de plata, de hidróxido potásico, amoníaco ... Hacia un extremo de la tabla, dos de mis decantadores de vidrio destapados, vacíos de todo resto de necrosomnia. No hacían falta más datos, pero también estaba el gran espejo con su marco rococó de madera embadurnada en dorado, ese del que hace ya unos cuantos años Gabriela se prendó un domingo mañanero en el Rastro y que yo le regalé advirtiéndole, con gestos misteriosos, que sería el vehículo de muchas sorpresas (por aquél tiempo Gaby todavía ignoraba tantas cosas). Me acerqué al espejo y, distraídamente, lo enderecé lo suficiente para echar un breve vistazo a su dorso; en efecto, el azogue era nuevo, la película de plata se delataba resplandeciente.

Supongo que algunos de mis lectores habrán intuido qué había pasado, al menos en parte. No hacen falta muchos conocimientos de química aplicada para deducir que Gabriela había azogado el espejo con un nuevo plateado. Quien ignoré estos saberes elementales puede sin apenas esfuerzo consultarlos en la red. Diré simplemente que, desde mediados del siglo XIX, los espejos se fabrican cubriendo los reversos de láminas de vidrios con soluciones de plata metálica reducidas químicamente a partir de sales argénteas (nitrato, en mi caso). Antes se hacían recubriéndolos con una amalgama de mercurio y estaño. Si durante la preparación de la amalgama mercuriana se aportaba una determinada dosis de necrosomnia, el espejo adquiría unas muy especiales propiedades. Tales proporciones y procedimientos figuran detallados en mis pergaminos; mérito mío ha sido, tras varias pruebas, adaptarlos para el plateado de espejos. Hay que tener en cuenta que la especulación (entiéndase este vocablo como fabricación de espejos) con plata es mucho más cómoda que con mercurio. Los conjuros antiguos hemos de adaptarlos a las nuevas tecnologías sin que por ello pierdan su eficacia.

Pero bueno, me diréis, ¿qué especial propiedad tiene un espejo azogado con necrosomnia? Pues que se convierte en una "puerta" que, atravesándola, da acceso a la dimensión onírica universal. ¿Recordáis Alicia a través del espejo? Dejadme que os transcriba un párrafo del primer capítulo: "¡Ay, gatito, qué bonito sería si pudiéramos penetrar en la casa del espejo! ¡Estoy segura de que ha de tener la mar de cosas bellas! Juguemos a que existe alguna manera de atravesar el espejo; juguemos a que el cristal se hace blando como si fuera una gasa de forma que pudiéramos pasar a través. ¡¿Pero, cómo?! ¡Si parece que se está empañando ahora mismo y convirtiéndose en una especie de niebla! ¡Apuesto a que ahora me sería muy fácil pasar a través! –Mientras decía esto, Alicia se encontró con que estaba encaramada sobre la repisa de la chimenea, aunque no podía acordarse de cómo había llegado hasta ahí. Y en efecto, el cristal del espejo se estaba disolviendo, deshaciéndose entre las manos de Alicia, como si fuera una bruma plateada y brillante".

Muchos os acordaréis de cómo continúa el cuento; Alicia se introduce en un mundo onírico, lleno de símbolos psicoanalíticos, en el cual la niña vive aventuras muy emparentadas con las de la primera obra (en el País de las Maravillas). Lewis Carroll, por supuesto, era un chamán, uno de los mayores expertos de su época en todo lo relacionado con la necrosomnia. Sus recreaciones a modo de cuento infantil de los mundos oníricos proceden directamente de sus propias experiencias. Naturalmente, no hay que entender que este relato es verídico en términos de realidad física; el vidrio del espejo no pasa de un estado sólido a otro gaseoso, ni el cuerpo de la persona atraviesa materialmente nada. Sin embargo, la descripción que Carroll hace es rigurosamente verdad en cuanto a experiencia subjetiva. Ciertamente, cuando habiendo ingerido necrosomnia nos situamos ante un espejo así tratado y afirmamos la voluntad de atravesarlo, sentimos exactamente que su superficie se convierte en una bruma y que nuestro cuerpo la cruza. En un instante uno se ve en otro mundo en el que es capaz de sentirse físicamente. En nuestra dimensión material, no obstante, el cuerpo queda desvanecido ante el espejo mágico, a la espera de que el alma regrese y vuelva a insuflarle la vida.

Ahora bien, el cuerpo de Gaby no estaba a este lado del espejo. En teoría cabían tres explicaciones: o mi amiga no había pasado al otro lado del espejo, o lo había hecho pero ya había regresado, o seguía todavía dentro y alguien había retirado su cuerpo inerme de allí. Conociendo a Gabriela, me era indudable que había atravesado el espejo; no se habría tomado la molestia de preparar la solución de plata para no usarla, salvo por algún improbable impedimento de último minuto. Tampoco, sabiendo como era, parecía que hubiese vuelto y salido de la casa dejando el laboratorio como estaba. Así que, me inclinaba por pensar que todavía seguía al otro lado del espejo y que alguien había retirado su cuerpo. Esta hipótesis se desdoblaba en dos opciones: el cuerpo había sido retirado con o sin su consentimiento. Y a este interrogante no me veía capaz de responder con la suficiente certeza.

A estas alturas he de confesaros que yo sabía desde unos cuantos días antes que Gabriela iba a atravesar el espejo. En su anterior visita al Centro ella misma me lo había comentado; pensaba que podía ser una buena opción para solucionar nuestro problema. Yo, la verdad, no lo tenía tan claro y además su iniciativa me generaba inquietud. Aunque ella considerara mis recelos infundados, lo cierto es que no terminaba de confiar en Waldo y, al fin y al cabo, su participación era indispensable. Traté pues de que abandonara la idea, pero fue inútil. Desde esa tarde no había vuelto a tener noticias suyas así que, cuando la telefoneé sin éxito, sospeché que había cruzado el umbral y temí que algo hubiera fallado. Cuando luego, frente al espejo de mi laboratorio, la ausencia de su cuerpo fue un silencio atronador, el miedo empezó a anegar mis células.

Mis temores tenían motivos. No es que sea necesario que el cuerpo físico esté junto al espejo para que el cuerpo anímico, al salir del otro lado, se introduzca realmente en aquél. Las referencias a las leyes de la dinámica tienen un mero valor metafórico. En estricto sentido, la mente (el alma, si se quiere) está donde siempre, nunca se ha ido de la cavidad craneal. El cerebro, por decirlo de algún modo, se ha desconectado de los sensores que lo comunican con el “mundo real” y toda su actividad neuronal está vibrando en frecuencias oníricas, percibiendo otra dimensión de la realidad y siendo capaz de alcanzar interacciones en ella. Ahora bien, mientras casi todas las neuronas están inmersas en esa danza mágica de la percepción onírica, quedan siempre unas pocas que guardan, a modo de mecanismo reseteador de seguridad, unas referencias a la otra realidad. Tales referencias son, de hecho, muy similares a la metáfora del alma que entra y sale del cuerpo. Digamos que esas neuronas posibilitan el cambio de estado mental fijando la espacialidad del cuerpo inerme; la posición real de éste se convierte en una especie de ancla que evita la deriva excesiva de la actividad onírica y posibilita el regreso. Por eso, cuando una persona no encuentra su cuerpo donde se supone que ha de estar, puede producirse un shock neuronal con consecuencias imprevisibles para su funcionamiento cerebral. Este riesgo es tanto mayor cuanto menos experiencia tenga el sujeto en atravesar el espejo. Esta era la tercera vez que Gaby hacía tal viaje y la primera en que cruzaba sola.

Por otro lado, siendo optimista, cabía la posibilidad de que mi amiga hubiese acordado con el enano que llevase su cuerpo a otro lugar; bastaba con que antes de la entrada en la dimensión onírica ella supiese dónde iba a estar para que el tránsito a la conciencia del mundo real no presentase mayor dificultad que un despertar corriente. Pero en esos momentos lo único que tenía claro es que había de localizar a Waldo y, en mi particular situación, eso me exigía pedir ayuda (y permiso) a Fabián Weacock. Por supuesto, me daba perfecta y dolorosa cuenta de que el precio de esa ayuda (y permiso) sería darle información que habría preferido guardar para mí.

Pedí pues a mis dos acompañantes que volviésemos urgentemente al Centro porque la situación era grave y necesitaba hablar con el director. Así lo hicimos y, en cuanto llegamos, Weacock me recibió. Fue una conversación larga en la que, como había previsto, mi interlocutor no se conformó con evasivas. Al final, entre ambos habíamos trazado un plan de acción, cuyo primer movimiento es esta misma noche, dentro de apenas un par de horas. He dedicado este tiempo de espera, además de a intentar calmar mis nervios, a redactar estos párrafos para publicarlos en la revista. Sé que voy a confundir a mis lectores, pero es que ahora no puedo explicar mucho más y tampoco ese es el objeto de este artículo. Pretendo simplemente justificar la ausencia, un número más, de la receta del pastel de sueño de muertos. En estos momentos carezco de los papeles en los que está escrita y hay asuntos más urgentes que atender. Como podéis comprobar, las utilidades de la necrosomnia no se limitan a la gastronomía.


Os dejo este tema de Morricone, aires de western, que a mi juicio combina adecuadamente las sensaciones de ansiedad y nerviosismo con la intriga de la aventura que he de vivir. ¿Qué pasará?

Notas: La primera imagen corresponde a una calle de Chinchón (Madrid); la segunda está tomada de una web de subastas; la tercera son dos de los dibujos con que John Tenniel ilustró la obra citada de Carroll; la cuarta es la pintura "Mujer Dormida", obra de Fabrizia Braga Navarro; la última proviene de la web de arte contemporáneo de Mauricio Alarcón.

CATEGORÍA: Ficciones

lunes, 26 de noviembre de 2007

Una buena noticia

Esta tarde, al poco de llegar a casa, me suena el móvil; era el abogado del seguro. Como ya conté, en octubre del año pasado tuve un accidente de coche: me empotré contra un cochito que se había saltado un semáforo. A mí no me pasó nada, pero el chico que conducía el otro coche sufrió lesiones importantes y hubo de pasar una temporada larga en el hospital. Ya desde los primeros días me enteré de que el chaval y su novia sostuvieron que había sido yo quien me había saltado la luz roja. A través de conocidos se me hizo saber que familiares y amigos del herido estaban indignados conmigo y hablaban de tomar represalias. La policía local me informó que las declaraciones del conductor y de la chica que le acompañaba se contradecían entre sí, y que otros amigos habían testificado que yo me había saltado el semáforo, pese a que implícitamente reconocían que no podían haber visto la colisión. Los propios policías me advirtieron que era probable que me viera metido en un lío.

En efecto, al poco tiempo me notificaron que había sido denunciado. Para entonces, ya mi seguro me había dicho que no me pagarían nada (el arreglo del coche salía más caro que su valor actual, así que lo di al desguace) y que tampoco reclamarían judicialmente a la otra compañía porque no había pruebas suficientes. Cuando pregunté al abogado del seguro qué podía ocurrir con la denuncia me dijo que, con el atestado policial en la mano, lo razonable sería que el juez declarase que no podía atribuirse la culpa a ninguno, pero que, dado que el otro había resultado lesionado, podía sentirse inclinado a condenar a mi seguro a que lo indemnizase. En todo caso, tranquilizarme y esperar; a mí no debía ocurrirme nada malo.

Pasó el tiempo y hace algo más de un mes recibí una notificación del Juzgado para presentarme a la vista oral. Visita al abogado que me insinúa que es posible (algo sabría) que aparezcan testigos en el juicio que afirmen que yo iba a casi cien kilómetros por hora y que me había saltado los tres semáforos consecutivos. Pero eso es absolutamente falso y, además, no había ningún testigo esa noche. Ya, me dijo, pero la cuestión no es si es o no verdad, sino si el juez lo cree. A medida que se acercaba el día clave me iba poniendo cada vez más nervioso. Preveía un mal trago, con unas personas agresivas con las que habría de enfrentarme; no me apetecía nada. Para colmo, muchos amigos, aunque me recomendaban tranquilidad, no hacían sino contarme historias sobre cabronadas similares que habían vivido.

El día D llegué al juzgado con un cuarto de hora de adelanto y estuve esperando casi dos horas en una sala abarrotada de abogados con toga que cotilleaban a voz en grito entre ellos (era el área de espera de dos tribunales y se habían acumulado juicios). Tras ese plazo apareció mi abogado y me dijo que se había postergado el juicio porque el denunciante se había puesto enfermo. Mañana perdida y los nervios incrementados; yo que me había mentalizado para pasar el mal trago de una vez. La semana pasada me vuelve a llegar una notificación: el juicio iba a ser este miércoles. He procurado no pensar demasiado en ello pero imagino que mi subconsciente no ha parado de darle vueltas.

Hoy mismo, almorzando con un amigo, hablábamos del tema. Él se extrañaba de que me preocupase tanto; admitía que sería una experiencia desagradable, pero no entendía que el enfrentarme al chico, a sus familiares y a sus amigos me alterara tanto. Me hizo pensar que, en efecto, tampoco lo que podía ocurrir era para preocuparse tanto. Al final me di cuenta de que, seguramente, la ansiedad que el asunto me provocaba está directamente relacionada con la rememoración del accidente de hace más de veinte años. Entonces yo era un chico joven que acompañaba a una chica joven que se saltó un stop y mi coche (un R5 amarillo que le había dejado conducir a ella) fue embestido por un coche más grande y pesado que conducía un señor (andaría rozando la cincuentena). La chica, Sofía, murió en el acto (tenía 22 años); yo pasé un mes largo en el hospital y medio año de recuperación, tanto física como, sobre todo, mental. Ahora parece que la vida plantea una escena simétrica: los dos chicos van en el coche pequeño que se salta el semáforo, el señor rozando la cincuentena les embiste con un coche más grande y pesado. Por fortuna, esta vez, el desenlace no ha sido trágico. Sin embargo, quizá haya transferido subconscientemente a este tribunal juzgar mi inocencia o culpabilidad de entonces. Y quizá por eso me resultara tan doloroso suponer que pudieran declararme ahora culpable, como si dijeran en voz alta que sí, que fue culpa mía la muerte de aquella chica. Algún sentimiento subconsciente de culpa he de tener cuando, hace más de veinte años al despertar en Urgencias, comprobé que no recordaba nada desde antes de coger el coche y todavía hoy no he recuperado esos recuerdos borrados. 

En fin, no voy a adentrarme en elucubraciones psicoanalíticas, que me pierdo. Lo cierto es que esta tarde me ha llamado el abogado para decirme que el juicio se ha anulado porque mi compañía de seguros ha llegado a un acuerdo con el denunciante. Por lo visto le va indemnizar por las lesiones y él retira la denuncia. Así que me evito el mal trago y puedo, como me ha dicho el abogado, olvidar el incidente. No os podéis imaginar cuánto me alegro.


Pongo esta canción del último disco de Dylan porque tiene un ritmillo allegro ma non troppo bastante acorde con mi estado de ánimo tras la noticia. Dylan me gusta mucho y también le gustaba a Sofía, que no llegó a conocer esta canción.

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

domingo, 25 de noviembre de 2007

Alejarse (o no) tras la separación

Me pregunta Kotinussa en su comentario a mi último post si no habría sido mejor que, tras nuestra separación, hubiésemos puesto distancia entre nuestros domicilios en vez de vivir pared con pared. Como es natural, esta cuestión me ha sido planteada por muchas personas a lo largo de estos ya más de dos años y, por tanto, los argumentos a favor y en contra he podido repasarlos de cabo a rabo. Como digo con frecuencia, tengo pocas cosas claras (o, mejor, tengo abundantes desconciertos) pero respecto a ésta, en cambio, estoy suficientemente seguro: lo mejor que podía haber hecho (y lo sigue siendo) es haberme quedado en este piso, junto al de R.

Están, desde luego, los motivos prácticos, que no carecen de importancia. Mi vivienda está en el emplazamiento idóneo para mí (y para ella, por eso la compramos); es un piso amplio y cómodo; la tengo completamente pagada. Cambiar a otra resultaría siempre trabajoso y antieconómico, y con casi total probabilidad para estar en unas condiciones bastante peores que las actuales. Aun así, tendría que haberlo hecho (o ella, que fue la que quiso separarse) si hubiera considerado que estar cerca era contraproducente para la felicidad de alguno de los dos. Lo que pasa es que pienso justamente lo contrario.

En nuestra separación no hubo, salvo momentos puntuales, rencores ni odios. Sigo convencido que se debió a una crisis profunda de R, causada por una relación larga y rutinaria, la catarsis tras pasar un cáncer, la "adicción emocional" de ella y, como catalizador que precipitó las reacciones precisas, la aparición de una tercera persona de la que se enamoró en el mejor estilo adolescente. Durante muchos meses, R fue presa de una vorágine de sentimientos y en esas tempestades yo jugaba, lógicamente, papeles muy relevantes aunque vertiginosamente cambiantes; simplificando: me quería muchísimo y a la vez me echaba las culpas de su infelicidad, me necesitaba y me rechazaba, quería refugiarse en mí y deseaba apartarme de ella ...

Yo, claro está, lo pasé muy mal esos meses. Hubo además mentiras y descubrimientos sucesivos de verdades encadenadas, en el vulgar estilo del folletín; y todo eso hace daño. Sin embargo, desde el principio supe que debía estar con ella durante ese proceso; estar con ella sin estar pero dejándola saber que ahí estaba. Supe que el proceso de nuestra separación (aunque inicialmente no supiera que sería irremisiblemente de separación) habíamos de vivirlo cada uno con la referencia del otro, para que pudiera ser, con el dolor que supuso, algo positivo, algo que nos hiciera mejores. Digo que lo supe desde el principio y he de aclarar que ese saber no provenía del análisis racional sino de mis tripas, de un convencimiento íntimo que se me instaló en las entrañas. No creo -me adelanto a las objeciones- que fuera la típica reacción psicológica de la negación (aunque también pasara por ella y pudiera haber contribuido); no es que estuviera obnubilada mi capacidad reflexiva, más bien al contrario.

Yo a R la quería mucho (y la sigo queriendo mucho). En esos primeros momentos me di cuenta, además, de que la amaba (de que deseaba su bien) mucho más de lo que quería que siguiera conmigo. Aunque no negaré que me asaltaban con frecuencia diversos sentimientos negativos (rabia, celos, ira), éstos eran ráfagas y no prevalecían sobre el más permanente y profundo, aunque fuera poco tempestuoso, que era (eso creo) de amor. Además es que yo entendía lo que le estaba pasando a mi ex, casi podía ver su sufrimiento, sus pasiones, su fragilidad. No en vano había vivido dieciséis años con ella y había aprendido a conocerla muy bien, a identificar sus demonios (su mal bicho, lo llamaba yo) y a asumir, poco a poco, mi impotencia y la suya frente a ellos. Cuando se entiende al otro es difícil condenarle. La amaba y la entendía y sabía que me necesitaba, que necesitaba que yo la dejase vivir lo que estaba viviendo pero sin abandonarla (de hecho, algo muy parecido llego a decirme).

Tampoco vaya a nadie a pensar que soy un santo, un ejemplo vivo del altruismo. No había ningún mérito en amarla, simplemente así lo sentía. Pero igual que sabía que por su bien debía no alejarme, también sentía que era bueno para mí. Cuando recibes un golpe duro (y puedo asegurar que el que mi mujer rompiera nuestra relación, poniendo del revés toda mi vida y todos mis esquemas, lo fue) hay dos opciones extremas: intentar mitigar sus efectos o, por el contrario, exprimirlos y vivirlos con la mayor intensidad posible. Tampoco mi decisión tuvo ningún mérito porque hice lo que sentí que debía hacer. Alguna vez (no recuerdo ahora si en este blog) he contado que fue como si se me abrieran grifos que mantenía cerrados y empezaran a manar sentimientos reprimidos. Al mismo tiempo, se me empezaron a desmontar muchos de los andamios "ideológicos" que nos vamos construyendo (o que nos van construyendo) desde niños para calmar las ansiedades, para que aceptemos las cosas como tienen que ser; de ahí que desconciertos sea el título de este blog. Resumiendo: que supe que había de aprovechar la separación para mi propia catarsis.

Así que, tanto por ella como por mí, la cercanía, o mejor dicho, la no ruptura era buena. Estaba también H que se quedó a vivir con R. Alejarme de ella habría implicado también alejarme de él. ¿Y qué efectos "contraproducentes" tendría (habría tenido) el ser vecinos, el estar tan cerca? Sólo se me ocurre el de habernos evitado algunas tensiones, algunas escenas. Sin embargo, las vivencias negativas que ha habido entre nosotros (algunas de las cuales he relatado en este blog) no han sido, a mi juicio, sino la expresión de sentimientos enquistados (especialmente de ella) y, por tanto, que se hayan liberado ha sido algo bueno, pese al transitorio mal rato que hayamos podido pasar. Creo que entre R y yo hay mucho amor y algún día (espero) habremos disuelto los resentimientos que nos quedan y que bloquean la comunicación afectiva entre nosotros; para llegar ahí, son necesarias (imagino) estas descargas. Alejarse quizás hubiera evitado o suavizado algún conflicto y podría ser una buena cosa si lo que se pretende es borrar los sentimientos, olvidarse. Pero no es el caso.

Por otra parte, que no parezca que hay muchos conflictos entre nosotros, que no es así. Nuestra relación es bastante agradable y tampoco nos vemos a cada rato, por más que seamos vecinos. Estamos en un punto en que se han ido desactivando muchos de los rencores de ella (no todos, como noté anteayer) y cicatrizando mis heridas (no del todo, como compruebo cuando siento lo que cuestan algunas cosas). Pero muy lejos todavía de que podamos mantener una relación en la que seamos capaces de dejar salir delante del otro nuestros sentimientos. Eso no sé si se alcanzará en algún momento, pero a mí, desde luego, me gustaría mucho.

Hay una última cosa que me gustaría añadir aquí. A raíz de mi post de ayer, K me dijo que no cree que lo de R sea orgullo (como yo apunto) sino un cierto dolor, desconcierto, decepción, rabieta ... por ver que estoy con otra persona. Puede ser; en todo caso, R nunca me ha preguntado sobre la naturaleza de mis relaciones con K ni tampoco sobre la evolución de mis sentimientos y mis ideas sobre la vida en pareja, el amor, etc ... A este respecto, aclaro para quien no lo sepa que mis deseos de que entre R y yo pudiera fluir el amor que sé que nos tenemos no se traducen a volver a vivir en pareja. Digamos, pero esto es motivo de otro (u otros) posts, que no me gustan demasiado los aditamentos que se le añaden al amor en las relaciones de pareja.

Así que, concluyendo, diré que pasados más de dos años y a la vista de lo que he (hemos) vivido, tengo la impresión de que el quedarme en esta casa fue la mejor decisión que podía haber tomado, por más que ni siquiera hube de planteármela como tal decisión. Creo que para mi propia evolución personal habría sido peor el alejarme de R y de H. Sobre este asunto he reflexionado varias veces por lo que pienso que sé lo que me digo pero, aun así, admito que pueda estar equivocado; estaría bien que tuviéramos varias vidas para ensayar las distintas opciones y comparar los resultados. En cualquier caso, por supuesto, la descrita es mi experiencia; líbreme Dios de dar consejos a nadie.



Antes mencioné el enamoramiento adolescente que vivió R que precipitó su necesidad de separarse. Fue su "volver a los diecisiete", preciosa canción de la maravillosa Violeta Parra con la que ahora el azar me hace tropezar sonando desde un disco de su hijo Ángel. A R esta canción le encanta, así que se le dedico, aunque no vaya a ver este post.

Nota: La ilustración que he puesto es obra de Alberto Montt, un chileno que acabo de descubrir y que me parece genial (háganle una visita). Por cierto, ¿quién pierde por KO; el corazón o el cerebro? Se admiten apuestas.

CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones

sábado, 24 de noviembre de 2007

Reparto de libros

Hace unos días, cuando salía de casa, R (mi ex) abrió la puerta de la suya para decirme que ya le habían traído la librería y que, por tanto, cuando quisiera podríamos quedar para repartirnos los libros en común. Nuestra vivienda común estaba formada por dos pisos de plantas simétricas unidos; al separarnos tapiamos los vanos que en su día abrimos y cada uno de quedó a un lado. Aunque la distribución de ambos pisos fuera igual, no eran iguales sus condiciones ni uso. La parte en que se quedó R está mucho mejor orientada, tanto por soleamiento como por ruidos; por esa razón, además, era ahí donde estaban las habitaciones más propiamente de vivienda. En el lado que yo ocupo, los tres dormitorios estaban habilitados como despachos, la cocina como una especie de trastero y la sala era la librería.

Hará más o menos un año, se produjo el reparto de los muebles. Porque ella me lo pidió, hice una relación de los que teníamos y una propuesta de adjudicación, procurando un suficiente equilibrio de valores. Conviene aclarar que ninguno de los dos tenemos necesidades económicas y que ella, además, cuenta con un importante patrimonio inmobiliario y más que sobradas rentas. Pese a ello, mi propuesta de reparto fue objeto de una agria discusión por su parte, acusándome de que pretendía aprovecharme de ella. Para entonces yo pensaba que R había dejado ya de considerarme su enemigo, que había superado la etapa de justificarse la separación (fue ella quien la quiso) argumentando los muchos agravios que sufrió de mí; sin embargo, esa tarde, en unas escenas muy violentas, comprobé que seguía con mucha rabia. Pese a sus provocaciones, esa vez logré (creo que casi por primera vez) no entrar al trapo, no explotar, evitando así que todo hubiera acabado en un enfrentamiento por culpa de ser un energúmeno. Por el contrario, cuando comprobé que se había exaltado demasiado y que mis intentos de hablar pausada y razonadamente no surtían efecto me levanté, la sujeté cariñosa pero firmemente por los hombros y la fui llevando hacia la puerta de casa; ya hablaremos otro día, le dije, no quiero que acabemos añadiendo más rencor entre nosotros. Esa misma tarde le escribí una carta y le propuse que ella corrigiera el reparto como creyese más conveniente. Imagino que debió reflexionar porque no volvió a repetirse la escena (tampoco se excusó ni nada parecido). Unos quince días después acordamos el reparto que ella me dijo sin que yo pusiera ningún reparo. Salvo un par de correcciones de detalle era el mismo que yo le había sugerido: quedaba demostrado que la rabia no tenía base objetiva.

Desde entonces (finales de 2006) las relaciones fueron mejorando. R lo pasó muy mal cuando la desgracia de H, nuestro hijo; durante los tres largos meses de hospital en varias ocasiones hablamos y nos apoyamos. Con H de nuevo en casa, sé que ella está muy nerviosa e insegura y que esas presiones (que ella misma no puede evitar generarse) le están pasando factura física en forma de terribles dolores de espalda y un cansancio inmenso al mínimo esfuerzo que, según me cuenta, la obligan a meterse en la cama y no poder hacer nada. Si bien entre nosotros yo creía descubrir la recuperación de la ternura, del cariño, también es verdad que la notaba, a veces, exaltada, manteniendo ese gusto (que a mí tan incómodo me hace sentir) por la autoexcitación sentimental, la hipersensibilidad fomentada (consciente o inconscientemente). Sé (y siento) que entre nosotros hay ganas de volver a abrir cauces amorosos, pero yo quisiera (necesito) que sean de paz, no de emociones tempestuosas. Creo que, para superar las heridas aun abiertas, me ayudaría (y a ella) alcanzar una relación tierna y suave, de abrirnos sin violencias, sin pasiones. Sin embargo, me da la impresión de que seguimos ambos siendo incapaces; ninguno se atreve a dar los pasos adecuados en ese sentido.

Hay, de otra parte, ligeras diferencias en cuanto a la actitud de cada uno. Yo, al menos, aunque no tome la iniciativa procuro mantener las condiciones para que ella haga algún gesto en esa dirección. Además, tengo la excusa de que así se lo dije cuando ella quiso separarse y de que he sido siempre yo el que he procurado afrontar nuestros problemas de parejas (por eso estoy convencido de que no tiene sentido que fuera yo el que tome ninguna iniciativa). Ella, en cambio, no termina de entender que su actitud de autoestimulación emocional lo más que generan en mí es rechazo, que su victimismo sentimental (por más que sea verdad que siente mucho dolor, físico y psicológico), no hacen sino apartarme. Supongo que me ha creado una especie de miedo defensivo, me protejo, no quiero dejarme arrastrar a las arenas movedizas de la emoción destructiva. Procuro, a veces y tímidamente, insinuárselo, pero qué va. Ayer, pese a que entre nosotros hay últimamente muy "buen rollito" no pude dejar de percibir que siguen en ella sentimientos encontrados hacia mí, todavía le quedan rencores, todavía me proyecta culpas, todavía espera desagravios. Y, naturalmente, porque la quiero mucho, cuando acabó la sesión me quedé algo triste.

Bueno, el caso es que quedamos en reunirnos ayer por la tarde noche para empezar con el reparto de los libros, los que hemos ido comprando con el dinero común durante dieciséis años (unos meses antes ya habíamos separado los libros propios). Antes de empezar, R me propuso que hiciéramos un reparto compensando más o menos el valor de los libros que se quedaba cada uno. Yo en cambio opinaba que cada uno debería quedarse con los libros que había comprado (por más que todos fueran de ambos). Hay que tener en cuenta que yo compro bastantes libros, que soy algo fetichista con ellos; de hecho, la mayoría de los adquiridos durante nuestra convivencia lo fueron por mí. Supongo que por ese motivo R no quiso aceptar mi criterio e insistió algo ásperamente en el suyo. Entonces le dije que no pensaba discutir y que, simplemente, fuera eligiendo los que quería. Total, la casi totalidad de los que poseemos pueden conseguirse de nuevo. Fui a por papel y lápiz (para apuntar los que se llevara y poder, en su caso, recomprarlos) y nos pusimos a la tarea.

Nos dio tiempo a repasar todas las baldas de "novelas" (salvo las de novela histórica), ordenadas por nacionalidades. Prácticamente, a cada autor que reconocía, pedía todos los libros; en algunos casos (sobre todo mujeres) porque ciertamente le gustaban mucho, pero en otros me daba la impresión de que era para no dejar de llevarse los suficientes. Así, por ejemplo, me quedé sin todos los libros de Almudena Grandes (6), Carmen Martín Gaite (18), Juan José Millás (10), Rosa Montero (9), Isabel Allende (10), Gabo (8) y varios otros de las baldas de española e hispanoamericana. En otras literaturas, en cambio, se sentía más insegura y picoteó mucho menos. Por ejemplo, despreció casi la totalidad de las novelas en lengua alemana, salvo las de Stefan Zweig que se las llevó casi al completo; de los franceses me dejó sin Marguerite Yourcenar (12) y sin los tres de Anna Gavalda, escritora que descubrí yo justo al final de nuestra relación; de los italianos, me "quitó" cuatro de mi adorado Calvino, así como de los norteamericanos se "atrevió" a coger tres de Auster. Al final, sobre unos 1200 libros, "arrambló" con unos 300; apenas la cuarta parte, pese a su voluntad inicial de "compensar". Como no podía ser de otra manera, incluso queriendo coger lo máximo, la gran mayoría de los libros eran "más míos" que suyos y a ella le decían poca cosa. Queda todavía otro tanto de biblioteca, pero casi dedicada sólo a no ficción, donde el porcentaje de apetencias será mucho menor.

Estuvimos unas cuatro horas. Por supuesto hablamos; habló sobre todo ella, quejándose de lo mal que está físicamente, de cuánto le preocupa H ... Tenía yo la sensación de que esperaba algo de mí, pero no estaba dispuesta a decirlo. Hacia el final del repaso, se me ocurrió comentarle que, como podía comprobar, se estaba llevando todos los libros que quería. Entonces, sin venir a cuento, me contestó que no me quejase (no lo había hecho) y que no creyese que le estaba haciendo ningún favor. Me quedé pensando que para ella seguía siendo importante sentir que no me debía nada, que no recibía nada de mí. Tampoco es que lo hiciera para obtener su reconocimiento, pero entristece que actos amorosos no sean recibidos como tales. La última anécdota aconteció cuando, tras haberle llevado las cajas llenas a su casa, me puse a ver unos libros que tenía sobre la mesa del comedor; me reconvino por "andar revisando entre sus cosas", que ella cuando iba a mi casa pedía permiso. Como si hubiese estado abriendo cajones y hurgando entre cosas ocultas ... Me callé, le deseé buenas noches y me fui a mi casa.

No sé; creo que nos queda bastante camino (tiempo) para poder recuperar una relación de cariño y confianza. Pero, y lo digo honestamente, creo que a ella le queda más que a mí (entre otras cosas, porque es más orgullosa que yo).

CATEGORÍA: Reflexiones sobre emociones

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Mi club de fans

El otro día, un amigo que ha descubierto este blog a mis espaldas, me comentaba divertido que cuento con un grupo de seguidoras fieles que comentan casi todos mis posts; tienes tu club de fans, se carcajeaba. Por supuesto, no hay tal club ni tengo yo tanta vanidad para imaginarlo. Pero sí es cierto, en cambio, que cuento con un pequeño grupo de mujeres que me leen asiduamente (también yo a las que, de ellas, tienen blog) desde hace ya un tiempito. El roce hace el cariño, y más (por paradójico que parezca) cuando ese roce está hecho de palabras y de abrirnos ventanas, sutiles y dulces casi siempre, entre nuestras vidas. Así que diré claramente que de mí hacia estas mujeres fluyen buenos sentimientos compuestos de cariño, interés, agradecimiento ... Escribo, motivación básica, porque me lo paso bien haciéndolo, porque me apetece y me relaja; no lo hago pues para que me lean ni me comenten. Sin embargo, no es menos verdad que me gusta que me lean y me comenten. Y también es cierto que, cuando publico un post, estoy pendiente de conocer la opinión de mis comentaristas, las fijas del "club". Como decía Marguerite hace poco, echo en falta a la que un día no se presenta (paso lista, chicas) y ha habido ocasión en que he demorado la publicación de una nueva entrada para darle tiempo a alguna que pusiera su comentario. Así que este post lo escribo en agradecimiento a todos los que me leéis, pero muy especialmente a estas pocas y escogidas mujeres a las que, a continuación, nomino individualmente para que pasen por caja a recoger su cheque.

En mi primer lugar Amy, que viene comentándome desde agosto del año pasado (de quienes todavía lo hacen sólo Wendeling es algo más antigua). Nos "conocimos" y enseguida borró su blog; luego tuvo otro que duró poco, muchos sabéis por qué. Siempre que pienso en ella me viene la imagen de una ratoncita inquieta, no me preguntes por qué. Me parece una muy buena niña, con enorme valor y capacidad para ver el lado bueno de las cosas; a veces se pasa de radical, pero es que es muy apasionada ella. Como ella sabe, es la legítima dueña de una sección de este blog.

Luego necesariamente he de mencionar a la dama de las camelias, madrileña mudada recientemente a Marte, la Marguerite. Desborda emotividad, poesía, ternura ... aunque sabe también destilar ironía y cachondeillos. La imagino como una gata de abundante y esponjoso pelaje, de esas que se te acurrucan a la vera, ocupando todo el sitio disponible, y exigen ronroneando sus caricias. Al mismo tiempo, sé que tendría que ser divertidísimo (y muy estimulante) pasar un rato largo discutiendo con ella sobre pasiones y racionalidad (charla regada con abundante brebaje etílico).

También de las primeras es Bella Cobarde, antes además Alysha, quien, aunque sé que me lee casi siempre, asiste menos de lo que me gustaría a las reuniones del club que se celebran en la ventanita de los comentarios. Mujer tajante y contundente, aunque imagino que sus seguridades no son tantas ni tan monolíticas como su tono. Últimamente no mucho, pero en algunas ocasiones anteriores ha habido comentarios suyos que me han dejado en fuera de juego.

Hacia Septiembre de 2006 conocí a Kotinussa, la hermana mayor del club (y aun así más joven que yo, ay), aunque nos perdimos de vista por unos meses para reencontrarnos de nuevo este año. Gaditana austera y algo severa, que escribe de maravilla y siempre te enseña algo (deformación profesional la suya). Con Koti me ocurre algo curioso y difícil de explicar y es que me siento identificado en modos de pensar que fueron míos. Con muchas de sus opiniones siento que disiento pero, al mismo tiempo, pienso que no tanto; como que nos faltara a ambos una vuelta de espiral para encontrarnos.

Una de las socias de tiempo es Júlia, pero su ficha, la que se guarda en el archivo del club, está muy vacía. Así que es la misteriosa mujer catalana que entra y sale de mis ventanitas sin hacer mucho ruido. Habrá que pedirle que se anime a abrir un blog.

Otra que me gustaría que fuera más asidua al club es Eva, una mujer que imagino bella y serpentina, rebosante de fantasía y curiosidades, que aun siendo argentina se mueve por la inquietante y apasionante Nueva York. Por más que no siempre acuda, me visita desde el otoño pasado y yo la he seguido a ella con los ojos como platos y los labios ensonrisados (y a veces, para qué ocultarlo, con una dosis de melancolía envidiosa en el alma). Sé que es otra mujer valiente y confío en que no nos abandone.

Ya iba acabándose el otoño del año pasado cuando me visitó Nanny-Ogg, por aquellos meses todavía una principiante que apuntaba maneras, pero ¿quién habría predicho que se convertiría en la primadonna de la literatura bloguera en tan poco tiempo? Canariona vallisoletaneada por culpa de un husband que, con su preciosa niña, están siempre ahí, de fondo de unos posts que no paran de asombrar con su mezcla de imaginación, humor, ternura y, por supuesto, buena prosa. A la Nanny la imagino serena y equilibrada, pero me guardo un fisco de desconfianza, que vive en Marte y se junta mucho con la Gautier.

Creo que fue a principios de este año cuando conocí a Raquel a través de su anterior blog; enseguida empezó a visitarme y, para mi alegría, en los últimos tiempos con bastante asiduidad. Poco sé de sus circunstancias personales y, sin embargo, tanto sus escritos como sus comentarios a los míos me hacen pensar que comparte muchas de mis maneras de ver las cosas. Lo está pasando mal y, como ya le he dicho, le mando mis mejores deseos. También ella me parece una mujer de gran valentía.

Aunque haga un tiempito que no se la oye por aquí, participó mucho en las reuniones del club una tal Illyakin, mujer que curra siempre corriendo y que suele aparecer en sesiones nocturnas (o eso  creo). Es también de las que exige y, a veces, no se conforma con lo que escribo (y he de aclararme yo mismo para aclararle mis ideas a ella).

La más reciente socia es una loca divertidísima que se hace llamar Zafferano (para quienes no dominen la lengua del Dante les diré que significa azafrán). Todavía estoy en fase de investigación y no me atrevo a caracterizarla porque, desde luego, logra desconcertarme continuamente pero, eso sí, a base de carcajadas. Sin duda, por más de un detalle que se le escapa entre el despiporre marxiano (de Groucho & bros) de sus posts, tiene que ser una persona encantadora y de gran bondad.

Hay, unas cuantas mujeres más, pero no tan asiduas como las citadas por lo que no me atrevo a considerarlas socias del club (qué más quisiera yo). Por ejemplo, Wendeling que es de mi más antiguas visitantes; o Lukre, que viene cuando se acuerda y siempre con prisas dejándome una impresión de revoloteo ... En todo caso, a las mencionadas y las que he omitido vaya mi homenaje y agradecimiento. Y muchos besos, que ya me gustaría dárselos en persona (¿una reunión? Yo con ocho o diez mujeres ... guauuu).


PS: Una canción preciosa sobre el corazón de las mujeres, porque (¿lo he dicho ya?) de lo que estoy seguro sin conocerlas es que todas las mujeres citadas tienen hermosísimos corazones.

CATEGORÍA: Blogs e Internet

lunes, 19 de noviembre de 2007

Receta para cocinar pastel de sueño de muertos (III)

Hombre fiel a mis compromisos, como soy, estaba dispuesto a que esta tercera entrega explicase, ya de una vez, lo más didácticamente posible, el procedimiento exacto para la confección del pastel de sueño de muertos; vamos, que iba a dar la dichosa receta. Pero, aunque me acusan de misántropo, siempre estoy atento a complacer a mis lectores y no podía desoír las voces que requieren que detalle los efectos de la ingestión de la necrosomnia. El propio director de esta revista, abrumado (imagino) ante la ingente avalancha de cartas recibidas, ha insistido en lo mismo. Como quizá algunos sepan y algunos otros sospechen, no estoy en situación de negarle ningún deseo a tan ilustre personaje (qDg). Por estos motivos, abramos un paréntesis previo a la receta para describir los efectos de la ingesta del pastel.

Pero antes me gustaría dejar sentada mi sorpresa ante tan grande y generalizada ignorancia pública. Ya sabía, naturalmente, que no somos demasiados quienes conocemos los vastos arcanos relacionados con la necrosomnia y, por tanto, pocos estamos capacitados para trajinar con el sueño de muertos y, por ejemplo, preparar el pastel al que estoy dedicando estos artículos. Pero eso es una cosa y otra muy distinta ignorar los efectos, al menos en términos generales, de la sustancia; y no digamos, como he descubierto a través de las mentadas "cartas al director", que haya gente (y no uno o dos, sino multitud) que desconozcan incluso la propia existencia de la necrosomnia. A mi modo de ver, ésta no es una ignorancia inocente sino culposa, que me obliga a denunciar la irresponsable y pacata actitud de la sociedad en su conjunto hacia nuestros muertos. No querer saber nada de ellos, invisibilizar la actividad post-mortem de forma que no haga ni siquiera falta negarla. Y, mientras se oculta la realidad de los cadáveres soñantes, se acepta un culto fantasioso e hipócrita a los muertos convertidos en recuerdos dulcificados de los que suelen apropiarse las correspondientes dogmáticas religiosas. Resulta (en estos días me he enterado) que quienes atendemos los sueños de los muertos adolecemos de patologías morbosas, somos bichos raros de gustos macabros. Pues vale, para qué molestarse en combatir contra la estulticia que cuenta entre sus filas a los más poderosos. Básteme esta apartada tribuna para certificar mi decepción sazonada de rabia. Dicho lo cual, pensando en esos ignorantes de buena voluntad, vayamos al grano.

Pues bien, la necrosomnia es una sustancia psicotrópica (habrá que empezar a ser un poquillo preciso en el lenguaje); es decir, introducida en nuestro organismo actúa sobre el sistema nervioso central provocando cambios significativos en la percepción y, sobre todo, en el estado de conciencia. ¿Es pues la necrosomnia una droga? Aquí caben dos respuestas y que cada uno elija la que más le guste. Si nos atenemos a una definición amplia de droga, es evidente que sí lo es, ya que altera el funcionamiento habitual de nuestras mentes. Claro que también el café y el chocolate, por ejemplo, serían drogas. En la acepción más restringida del término, la que sirve para agrupar un amplio y heterogéneo conjunto de sustancias con una misma etiqueta ominosa, el sueño de muertos no sería una droga por la sencilla razón de que no aparece en ninguna de las listas que confeccionan las distintas agencias gubernamentales (empezando por la DEA). Por tanto, que respiren esos de mis lectores que recelan de transgresiones: no hay norma ninguna, ni en el nuestro ni en otro país, que penalice la producción, tráfico o consumo de necrosomnia; es más, podéis apostar cualquier cosa a que ni uno solo de los grandes jerarcas de la cruzada antidroga tiene la más remota idea sobre la existencia del sueño de muertos.

Hemos dicho que la necrosomnia altera nuestro estado de conciencia. Supongo que los más sabréis que los dos estados de conciencia normales son la vigilia y el sueño (del que, a su vez, cabe distinguir el sueño lento y el sueño REM, pero no nos perdamos en los detalles). Estos dos estados de conciencia funcionan como compartimentos estancos entre sí (por más que haya multitud de efímeros puentes) hasta el punto que no es demasiado exagerado afirmar que durante nuestra vida vivimos dos vidas alternas, con vínculos misteriosos entre ellas. La vida que llamamos consciente, la de la vigilia, pese a sus interrupciones oníricas, la creemos dotada de continuidad e incluso (qué ingenuidad la nuestra) de sentido. Nuestra conciencia, a modo del angelote que se le apareció a San Agustín, se esfuerza cada despertar en volver a contarse (a contarnos) un yo coherente y encajarlos en una sucesión histórica de circunstancias. Ese anhelo de coherencia obliga a negar los fantasmas de nuestros caos, a erigir diques que contengan las tempetuosas fuerzas de lo irracional de los lados oscuros de nuestras almas. Algunos (menos de los que se piensa) logran la eficacia que creemos éxito en esta tarea de "control mental". Somos mayoría, sin embargo, quienes, en uno o varios momentos de nuestras vidas, asistimos desolados a maremotos que desde el ámbito inefable del yo inundan de ansiedades nuestras conciencias. Es entonces lícito recurrir a la farmacología "admitida", al catálogo de "drogas buenas" a disposición de los terapeutas de la salud mental. En el mejor de los casos esa "little help from my friends" permitirá ocluir esos ductos que vienen desde las peligrosas antípodas del alma. Cuando no, estaremos ante lo que se denomina una alteración patológica de conciencia que en no pocas ocasiones conduce a la destrucción.

La necrosomnia altera nuestro estado de conciencia porque, simplemente, rompe la separación entre lo consciente y lo onírico, integrando los dos ámbitos en una única y armónica unidad. Es casi imposible explicarlo sin recurrir a metáforas pero, por otro lado, las metáforas son intrínsecamente falsas. El que he llamado lado oscuro de nuestra alma deja de estar al otro lado; mejor dicho, dejan de haber dos lados. Esos componentes oníricos de nuestros yoes se funden con los conscientes, sin agredirlos (como ocurre en las crisis psicológicas que nos son tan habituales) sino fundiéndose para completarse, para hacerse uno. Cuando la necrosomnia que hemos consumido nos hace efecto, de pronto, "vemos" nuestras almas; de pronto, nos descubrimos a nosotros mismos. Así es como a mí me gusta sintetizar el efecto del sueño de muertos. Pero, cuidado: no vaya a pensarse que eso es todo. Cuando digo que vemos nuestras almas no se piense en algo que se hace desde fuera; ese "ver" es en realidad "ser" y un ser que sí merece el término en toda su intensidad ontológica. Realmente, si me apuran, sólo cuando alcanzamos esa fusión de los estados de conciencia somos, porque en otra situación apenas somos a medias y alternadamente. Y diré algo más, aunque no me siento demasiado cómodo explicándoos estas cosas: cuando llegamos a este ser completo hemos roto las barreras con los restantes entes, porque el ser es uno. De esta guisa, no os sorprenderéis si os digo que no sólo vemos nuestras almas sino las de todos los seres que nos acompañan en la experiencia. Si esos seres con los que estamos (con los que nos fundimos pero no confundimos, pese a la congruencia etimológica) son, como nosotros, personas que han ingerido la necrosomnia, la experiencia compartida de sabernos veedores de sus almas a la vez que ellos lo son de la nuestra, de sabernos parte de sus almas a la vez que ellos lo son de la nuestra, crea un vínculo de paz y amor que subsiste a la desaparición de los efectos. Como, por otra parte, subsisten muchas otras cosas de la experiencia.

En fin, espero que el párrafo anterior baste para que os hagáis una idea de los efectos de la necrosomnia. De más está decir que nada de lo que yo os cuente puede ni por asomo haceros concebir qué se siente en una experiencia necrosómnica; a quien de verdad quiera saberlo no le queda otra que ingerir el sueño de muertos. Ingestión que, conviene aclararlo, no necesariamente tiene que ser mediante un pastel. Hay muchas otras formas para introducir la "droga" en nuestro organismo y conseguir que "altere nuestras conciencias"; simplemente, metabolizarla a través de la digestión es seguramente el modo más compensado de hacerlo. Efectos mucho más suaves, aunque no por ello menos interesantes y satisfactorios, se producen cuando olemos perfume de necrosomnia o cuando nos damos un baño en agua caliente de sueño de muertos. Si, por el contrario, se quieren intensificar los efectos, tanto temporal como psicológicamente, la opción más eficaz es inyectar la necrosomnia directamente en la vena. En este caso, hemos de diluirla en suero fisiológico (o cualquier otro líquido inocuo) ya que la naturaleza etérea del sueño de muertos imposibilita su trasvase directo en el fluido sanguíneo. Ahora bien, la inyección necrosómnica no es un juego de niños y desde luego no debe llevarse a cabo si no es por personas con previas experiencias en la ingestión del sueño de muertos y, además, con la supervisión de alguien experto, los que llamamos chamanes o guías.

Viene ahora a colación mencionar siquiera brevemente a los acompañantes. Ingerir necrosomnia debe ser, por lo general, una experiencia compartida. El motivo es obvio: la fusión de los yoes conlleva con tremenda potencia expansiva el tropismo hacia el ser único. Por más que suene cursi (lo reconozco) esas fuerzas expansivas de la conciencia alterada son las que en nuestro lenguaje habitual solemos llamar amor. Si ingieres necrosomnia con alguien a quien amas los tropismos se retroalimentan (feedback) mutuamente, produciéndose unos efectos sinérgicos que dejan posos terapéuticos indelebles en nuestras almas, mucho después de acabada la experiencia. La comprensión del yo deriva en la comprensión del otro y, así, salimos renovados y reafirmados en sabiduría y amor. Consumir el sueño de muertos con quien amas es descubrir cómo se besan las almas.

Unos últimos apuntes prácticos sobre los efectos, referidos a los que se producen tras la ingestión del pastel de sueño de muertos; lo que a continuación digo no es válido para el consumo de necrosomnia a través de otros métodos. Añado: supongo que se ingiere la dosis normal, aproximadamente un trozo de pastel del tamaño de una magdalena.

¿Cuánto se tarda en notar los efectos? Normalmente una media hora, dependiendo de la densidad de la necrosomnia utilizada y del peso corporal del sujeto.

¿Qué síntomas físicos se sienten? Al principio se empieza notando un pequeño mareo, algo parecido (no exactamente igual) al de una ligera borrachera. Es recomendable, por eso, mantenerse sentado, cómodo y relajado. Algunos (no es mi caso) sienten en los momentos iniciales un cosquilleo epidérmico que les corre por todo el cuerpo; en mi opinión es más fruto de los nervios por la experiencia que van a vivir que efecto atribuible directamente al sueño de muertos. En todo caso, cuando realmente alcanzamos la alteración de conciencia, desaparecen todos los síntomas físicos porque dejamos de sentir el cuerpo. Podríamos decir que hemos dejado de ser nuestros cuerpos porque somos todo. Para no liarnos, convengamos en que es una experiencia enteramente mental, carente de sensaciones físicas (al menos tal como solemos entenderlas).

¿Cuánto dura la experiencia? Por término medio, un par de horas. Claro que esa es la medida temporal que dará un reloj situado fuera del entorno afectado por la fusión ontológica. El tiempo vivencial de los protagonistas es, a la vez, un instante y una eternidad. Pero tampoco esto podría explicarlo con palabras y aun así daré un dato cierto: si lleváis un reloj en la muñeca al vivir un experiencia necrosómnica, cuando pasada la misma lo consultéis, marcará las doce en punto y estará parado.

¿Cómo se "sale" de la experiencia? Pues de forma muy parecida a como se sale de una anestesia, pero sin ninguna de sus sensaciones desagradables. Poco a poco vas notando que "recuperas" la sensibilidad corporal en la misma medida en que "pierdes" la unidad de tu alma. Poco a poco vas dejando de ser todo para pasar a ser (si cabe usar el verbo ser) una parte. Eso sí, la experiencia no te deja ninguna secuela física; mentales y anímicas, muchas.

¿Con cuánta frecuencia se puede consumir necrosomnia? La respuesta no es sencilla ni uniforme; contestarla exige explicar la vinculación entre la necrosomnia y el propio proceso de crecimiento personal que cada uno de nosotros asuma. Consumir necrosomnia no es un acto gratuito; abrir una puerta al lado oscuro que nos hace otear por un instante eterno la misteriosa armonía del caos tiene consecuencias irreversibles sobre nuestro actuar futuro. El sueño de muertos, a partir de entonces, será un recurso más, junto a otros, en el camino personal que cada uno debe transitar. Como comprenderéis, poco más puedo decir al respecto en un breve artículo.

Pues nada, espero que lo contado satisfaga la curiosidad de los lectores de esta revista. A lo mejor os interesa saber por qué los sueños de los muertos tienen esta maravillosa propiedad de alterar nuestras conciencias. Tiene que ver, justamente, con el desequilibrio que en vida el difunto fue creando entre los dos estados de conciencia. Pero no puedo enrollarme ahora con esto. Pasemos de una vez a dar la receta del pastel. Eso será, claro está, en el siguiente artículo.


CATEGORÍA: Ficciones

jueves, 15 de noviembre de 2007

Charla, Palacio Real y unos días de descanso

Ayer culminó una semanita de hacerlo todo corriendo con la sensación permanente de que me iba a pillar el toro. El fin de semana, que preveía dedicar a preparar la conferencia del martes, estaba absolutamente derrengado; el cuerpo, especialmente la espalda, como si me hubieran dado una paliza, sin apenas fuerzas para moverme. El lunes no me pude levantar y decidí pasarme casi toda la mañana en la cama. Con tales limitaciones decidí tirar por la calle del medio y renunciar a redactar mi charla para, simplemente, anotar en forma de esquema temas e ideas que confiaba ser capaz de desarrollar improvisando con suficiente fluidez.

El martes amanecí bastante mejor, casi diría que aceptablemente bien, dada la temporada achacosa que llevo. Fui a trabajar y a comprobar el power point con 400 imágenes que había montado para la charla. Almorcé con una compañera y rapiditos para el Colegio de Arquitectos porque el curso comenzaba a las cuatro. Pero, obviamente, era horario canario que debía tener asumido incluso el otro conferenciante (madrileño) que no apareció hasta poco después de las cuatro y media. Él se ocupó de impartir la charla inaugural, con una presentación informática muy didáctica que combinaba ordenadamente muy buenas y pertinentes imágenes con esquemas de las famosas “ideas-fuerza”. Tras un breve descanso con bebidas y pastitas me llegó el turno. Advertí sobre mi actual situación de desconcierto que me desautorizaba a transmitirles mensajes claros y expliqué que simplemente iba a darles algunas reflexiones personales sobre los problemas locales del urbanismo, acompañados de unas cuantas imágenes bonitas y sugerentes pero sin relación con el contenido de la charla. Para que las diapositivas se apreciaran bien pedí que se apagaran las luces, de modo que no veía en absoluto las caras de los asistentes. Fue una sensación muy rara que, pese a haber hablado en público ya muchas veces, nunca había experimentado; te sientes un poco ridículo, como si no hubiera nadie. No obstante, pasados los habituales titubeos iniciales, fui soltándome y enrollándome en cada uno de los temas que había apuntado como mero guión, de modo que enseguida me di cuenta de que a ese ritmo no iba a tocarlos todos. Así ocurrió, fui dando saltos hasta que, quizá abruptamente, decidí parar porque se había agotado el tiempo (estuve algo más de hora y media). Por lo que me comentaron luego, parece que la charla gustó y además provocó mínimamente reacciones emocionales, una tímida catarsis, como la calificó el presidente de la Asociació￳n. Unas cuantas preguntas, cierre de la sesión, cena de los ponentes con los organizadores (conversación divertida llena de chismes sobre urbanistas: una especie de Hola profesional) y para casa donde todavía dediqué unas horas a acabar algunas cosas.

Ayer miércoles tenía que resolver dos o tres asuntos de índole doméstica, preparar la maleta y bajar al aeropuerto del sur (una hora en guagua) que procuro evitar. Iba con el tiempo justo, así que viaje encorsetado con traje de invierno y corbata pese a los 28º de temperatura ambiente; menos mal que autobús, aeropuerto y avión estaban todos aireacondicionados. Como es habitual en Spanair, salimos con retraso pero, afortunadamente, no el suficiente para llegar tarde al Palacio Real, aunque visto el tráfico de Madrid entre las seis y siete de la tarde fue todo un logro. Para quienes no tengan costumbre de asistir a las recepciones borbónicas, comentaré que hay sobreabundancia de agentes de seguridad que se ocupan, tras comprobar que estás provisto de la invitación personalizada, de guiarte amablemente en todos tus pasos. Basté a modo de ejemplo decirles que simplemente para dirigir el coche hasta la plaza exacta de aparcamiento había unas ocho personas uniformadas de gala, moviendo señales luminosas que habíamos de seguir. Hay que ver cuántos recursos se emplean para lograr que los actos sociales de nuestra monarquía reflejen el boato y eficiencia que la misma se merece. Entusiasmadito me quedé … Y no era el único, porque según ascendíamos por la marmórea escalinata notabas ese aire entre apocado y vanidoso de tantos asistentes, no pocos de los cuales se paraban para pedir a la pareja que le tomara una foto posando bajo el tapiz de algún Borbón dieciochesco.

Mi presencia en el Palacio Real se debía a la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía, que en esta edición se le otorgaba a Blanca Varela, poeta peruana y madre de dos íntimos amigos míos de la etapa universitaria. Blanca, ya mayor y en mal estado de salud, está asistiendo en los últimos años a un reconocimiento generalizado de su poesía, profunda y dura, con la impresionante traca de este 2007: premio Federico García Lorca y premio Reina Sofía. El primero se entregó en mayo en Granada y de ello hablé en su momento. Justamente estando en Granada, el hijo de Blanca, recibió una llamada del presidente del Patronato del Patrimonio Nacional para comunicarle la concesión de este otro galardón, anunciando que la entrega sería en el otoño y en Salamanca (la universidad de esa ciudad es la otra patrocinadora). Al final, ha sido en Madrid y en unas fechas en las que mi amigo no podía viajar; en nombre de la poeta vinieron a Madrid las dos hijas de su segundo hijo, quien murió en febrero de 1996 en accidente aéreo.

Hacia las siete y poco de la tarde ya nos tenían a todos sentaditos en la sala de columnas de Palacio, mirando hacia la mesa presidencial vacía; la invitación decía que había que entrar antes de las siete lo que, considerando que el acto empezaba a las siete y media, parece un poco excesivo. Con bastante puntualidad aparecieron Sofi y tres señores que deduje (lectura del tarjetón) que eran el presidente del Patronato, el Rector Magnífico de la Universidad de Salamanca y el Secretario del Jurado del Premio. Cada uno soltó su discurso: un poquillo enfático el primero, interesante el segundo y lectura del acta el tercero. Entre orador y orador la Reina, con su castellano de áspero acento (voz de papel de lija, que atribuye a uno de sus personajes Camilleri en su última novela de Montalbano) anunciaba lo que veía continuación. Al final se levantó para entregar el premio a la nieta mayor de la poeta, Camila, una preciosa chiquilla de unos veinte años. Tras recibirlo, Camilla se dirigió al atril y nos leyó su discurso, que hablaba de sus recuerdos de niña con su padre en casa de su abuela, y yo, la verdad, me emocioné y hube de quitarme las gafas y frotarme los ojos.

Finalizado el acto se pasaba a un salón anexo para el cóctel. Me levanté y fui hacia la puerta lateral ante la que se formó una tremenda aglomeración. No entendía demasiado por qué la gente se movía tan lento, por qué les costaba tanto pasar. Cuando traspasé la puerta me encontré en una cola que desfilaba delante de la Reina de modo que cada uno habíamos de darle la mano. Ciertamente no me lo esperaba (reconozco que no soy asiduos de las recepciones reales) y me sorprendió; además no me apetecía nada, pero ya no había marcha atrás. Así que le di la mano, nos miramos, me sonrió y dijo algo que no entendí, la sonreí y musité algo que tampoco entendí (ella menos, sin duda), y prueba superada que permitía acceder a un tercer salón abarrotado de gente. Hay que reconocer que tiene que ser una paliza estar ahí quietita dando la mano a unas trescientas personas, soltando algún que otro tópico y sonriendo intermitentemente; en fin, gajes del oficio.

Estuvimos como una horita más tomando algunas copas y picando unos escuetos canapés, en un salón absolutamente abarrotado de gente. Hablé con las hijas de mi amigo a quienes no conocía, aunque sabían de mí. Me imagino que me verían como a un señor mayor, amigo de sus padres y tío. Y yo, mientras descubría en sus rasgos muchos de los de su padre, me emocionaba pensando que teníamos su edad (y menos años también) cuando compartíamos tantos ratos juntos, en épocas ya lejanas. Mañana viernes quedaremos a cenar y podremos hablar con más calma. Y nada más; salida del Palacio y llegada a casa de mi hermana. Me acosté con una mezcla de cansancio y relajación y caí dormido en un momento. He abierto los ojos a las once de la mañana: ¡diez horas seguidas de sueño! No recuerdo la última vez que me ocurrió algo similar; desde luego no es así en los últimos tiempos, rara es la noche que llego a dormir seis horas. A ver si estos tres días de descanso madrileño me sirven para recuperar el equilibrio somático y cargarme de energía. Pues nada, salgo a dar una vuelta.

Nota: La primera foto, cuya procedencia ahora mismo no recuerdo, es una de las que pasé en la charla y que pongo aquí porque así me lo pidió Amy. La segunda, obviamente, es la fachada del Palacio Real hacia la Plaza de la Armería. La tercera foto es la entrega del premio y procede de aquí.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

lunes, 12 de noviembre de 2007

Receta para cocinar pastel de sueño de muertos (II)

Acopiada suficiente necrosomnia, estamos en disposición de preparar el pastel de sueño de muertos. Sabed, eso sí, que entre la recogida y el consumo no deben pasar más de tres días; a partir de ese plazo la necrosomnia comienza su proceso de corrupción adquiriendo un sabor repugnantemente intenso. Hay que advertir que la caducidad tiende a acelerarse en climas húmedos y cálidos. ¿Qué pasa si se come pastel con el sueño de muertos pasado de fecha? Difícil es que ocurra, porque el sabor, como he dicho, echa para atrás enseguida. No obstante, sé de algunos que aun así tragaron unos cuantos bocados, confiados en obtener sus benéficos efectos, y hubieron de pasar una semana a dieta desintoxicante con agudos retortijones, cataratas de heces y sudores fríos, amén de una debilidad generalizada; para colmo, las noches se pueblan de pesadillas alucinógenas, tampoco nada agradables.

La necrosomnia se degrada al contacto con cualquier forma de materia o de energía, así que es imposible su conservación por mucho tiempo. No obstante, hay algunos métodos de almacenamiento que permiten retrasar su caducidad. Os contaré algunos trucos; sin embargo, procurad en la medida de lo posible preparar y consumir el pastel antes de los tres días canónicos y, en todo caso, por más escrupulosos que hayáis sido en su conservación, jamás después de una semana. Hecha la advertencia, empiezo por el recipiente que, como creo haber ya dicho, debe ser de vidrio de buena calidad y cuanto más fino mejor. ¿Por qué? Tiene que ver con la geometría tetraédrica que ordena los átomos de silicio, pero dudo que podáis entenderlo sin desempolvar vuestros manuales de química. El caso es que cuanto más transparente y fino sea el cristal menos tentadas se sienten las moléculas del sueño a despertarse, no sé si me seguís. Desde hace ya algunos años, una fábrica de las afueras de Barcelona me provee de unos frascos bastante decentes de vidrio transparente soplado artesanalmente. En realidad se trata de un decantador para vinos pero es que, salvo que uno se diseñe envases ad hoc (y no es ninguna tontería) es lo mejor que he encontrado. En cada recipiente caben tres cuartos de litros, pero yo no meto más de medio que comprimo hacia la base fondona obturando el cuello con plástico aislante, de ese con el que se protegen objetos frágiles, el que viene lleno de burbujitas que tan divertido es presionar hasta que explotan.

Para la conservación lo más importante es, claro está, la iluminación. No hay que ser muy lince para deducirlo. Recordad que la necrosomnia es el sueño de los muertos, literalmente, sin metáfora ninguna. Y los muertos, como los vivos, sueñan más y mejor cuanto más oscuro está su entorno. Hemos atrapado los sueños fluyentes de unos muertos, materia extremadamente vivaz que, contrariando su naturaleza, hemos de intentar calmar, adormecer, valga la paradoja. Por eso, luz, mucha luz. Yo me he hecho un baúl de vidrio, casi un ataúd, en cuyos ocho ángulos hay encajada una bombilla de doscientos watios. Imaginaos: mil seiscientos watios de luz blanca de brillante neón inundando un prisma de poco más de medio metro cúbico. El deslumbramiento es brutal, apenas puede mirarse ni con las más oscuras gafas de sol. A propósito de mi maleta de necrosomnia, como la llamo, me viene el recuerdo de una anécdota divertida que tal vez os apetezca conocer.

Acababan de entregarme la urna y los dos estábamos ansiosos por estrenarla. Ese mismo fin de semana, sin apenas planificarlo, decidimos ir de recolección a la comarca de Los Ancares. Así que metimos la urna gigante en la parte de atrás de nuestra vieja furgoneta volkswagen (la que le tocó a Gabriela cuando se separó de su novio gringo, hippie trasnochado que arrastraba la frustración de haber sido demasiado crío en los primeros sesenta) y arrancamos en dirección noroeste. El viernes dormimos en Ponferrada y el sábado tempranito iniciamos nuestro recorrido por los cementerios de Los Ancares leoneses. La jornada se nos dio bien y antes de que cayera la tarde teníamos decidido el camposanto que asaltaríamos. Nos llegamos a un camping en la pequeña localidad de Candín y ahí mismo, en una estupenda casa de comidas, cenamos caldo y trucha además de aprovisionarnos de fruta para la expedición nocturna (hay que probar las manzanas reinetas de la zona: celestiales). Hacia la medianoche salimos del camping con todo el instrumental. Tras poco más de dos horas en el cementerio (no queríamos tentar la suerte y nos conformamos con poca cantidad) teníamos cuatro frascos de necrosomnia que colocamos en el interior de mi maleta nueva, que estaba en la trasera de la furgona. Arrancamos y nos ponemos en marcha, ya con la urna iluminada (chupa la energía del propio motor).

De lo que no nos percatábamos mientras conducíamos era del haz vertical de luz blanca que se proyectaba hacia el exterior por el ventanuco cenital de la furgoneta. La carretera que llevaba hacia el camping discurría por un valle, siguiendo el curso de un riachuelo de montaña. Parece que desde varias casas de las laderas avistaron una fantasmagórica columna lumínica que se movía hacia el pueblo; parece que los paisanos se alarmaron y alguien avisó a la guardia civil, sugiriendo invasiones extraterrestres. Como las fuerzas del orden no son numerosas por esos lares, nos dio tiempo de llegar, aparcar fuera del camping, salir de la furgoneta dejando el motor encendido (no queríamos apagar la luz y sólo íbamos a echar un par de horitas de sueño) y meternos en los sacos dentro de nuestra tienda. Como una hora más tarde, un zafarrancho de sirenas, focos y luces nos despertó obligándonos a salir de la tienda. Asombrados, al igual que los otros diez o doce clientes, nos encontramos con un helicóptero posado en el centro del recinto, las hélices girando y seis soldados con metralletas apuntándonos. En eso, una voz deformada por alguna burda megafonía, reclamó que si el propietario del vehículo volkswagen matrícula tal y tal estaba aquí que se identificase. Del asombro pasamos al acojone; di un paso al frente e inmediatamente tres milicos me apuntaron. De modo reflejo levanté las manos y balbuceé que era yo el propietario del vehículo. Siga con las manos levantadas y acompáñenos.

Bueno, al final salimos del lío. Les convencí, a pesar de sus actitudes entre suspicaces y cabreadas, de que la maleta era un prototipo de incubadora requerida por laboratorios de investigación biológica para trabajos de campo. Justamente estábamos haciendo un simulacro de su funcionalidad, verificando el consumo y otros indicadores; por eso la habíamos dejado encendida. En cuanto a los frascos de cristal del interior estaban vacíos, eran simples simulaciones de las probetas que en su momento albergaría la urna. Por supuesto, quisieron comprobar la vaciedad de los envases y me obligaron a abrirlos a punta de metralleta y manteniéndose a cinco metros de distancia; imagino que temerían que hubiese algún gas letal invisible. Con rabia contenida hube de dejar escapar mi reciente necrosomnia, abriendo y sacudiendo uno a uno todos los frascos. El guardia civil más joven, apenas poco más de un adolescente, creyó ver algo violáceo que salía de los recipientes. Será una ilusión óptica, le dije, y los demás se burlaron del pobre chaval. En fin, el estreno de la maleta quedó en un rapapolvo (dense cuenta de la que han montado, hay que ser más cuidadoso, hombre) y en la pérdida de todo el sueño de muertos recolectado. Pero en las siguientes expediciones, ya escarmentados y aprendidos, demostró sobradamente su utilidad.

Pero volvamos a los trucos para la conservación de la necrosomnia y evitemos las digresiones que a mí me pierden. Destacaba la importancia de iluminar lo más intensa y continuadamente posible el fluido a fin de paralizar (más bien, ralentizar) la actividad onírica que es su esencia. A esa misma finalidad también se contribuye meneándolo moderadamente, impidiendo el reposo de las moléculas de necrosomnia. Ahora bien: agitación moderada, no vayamos a pasarnos. Porque si el fluido se somete a sacudidas fuertes precipitamos reacciones de fisión molecular que no corrompen la necrosomnia sino que alteran radicalmente su naturaleza. ¿Alguien de los que me lee ha oído hablar de la kayrostina? Era la sustancia mágica que Dionisos ofrecía a sus bacantes para experimentar la infinitud del instante, la fusión eterna que desvela todos los misterios. No os voy a asegurar que las reacciones atómicas de la necrosomnia debidas a movimientos bruscos y continuados conviertan a ésta en kayrostina, entre otras razones porque no se conoce a ciencia cierta la composición de esa sustancia mitológica. Pero, creedme: por ahí van los tiros. Lo que pasa es que éste es un campo sembrado de minas que, en el marco de un simple manual culinario, no conviene transitar. Baste advertir que no han de sacudirse violentamente los recipientes que contengan el sueño de muertos y que, si se tiene la sospecha de que han sido sometidos a tales vaivenes, lo mejor es renunciar a preparar el pastel porque su consumo puede ser peligroso.

Suaves movimientos pues, con un ritmo repetitivo y cansino. Obviamente, lo mejor es disponer de algún motor que se ocupe de la tarea. En mi urna lumínica, además de los ocho focos, dispuse dos barras cilíndricas a media altura y paralelas al eje mayor del prisma. Cada una de estas barras tiene soldadas cuatro pares de anillas con diámetros ajustable a los cuellos de los frascos de necrosomnia y ambas, gracias a un motorcillo, recorren un cuarto de giro alterno, como si la aguja de un reloj estuviera moviéndose sin parar de las nueve a las doce y vuelta de las doce a las nueve. A los curiosos o interesados en imitarme (no me molestaría en absoluto) les informo que la velocidad es de un segundo para girar los noventa grados, por lo que van ciento y pico veces más lentas que los antiguos LPs de vinilo. No sé si con la descripción anterior se imagina mi urna funcionando; puede que sea vanidad de creador, pero admito que disfruto viendo el pausado vaivén de mis frascos con necrosomnia inmersos en luz cegadora.

Hay un último truco que conviene poner en práctica para la mejor conservación del sueño de muertos y es sumergir los recipientes en aceite de oliva. Tengo un colega nórdico (como imaginareis, los aficionados a estas gastronomías solemos frecuentarnos) que sostiene que el aceite de girasol cumple igualmente su función. En términos estrictos no puedo quitarle la razón, porque ciertamente las diferencias de viscosidad no son relevantes para disturbar la homeostasis necrosómnica. Pero no hemos de olvidar que la inmersión oleica conlleva necesariamente aportaciones subliminales al aroma del sueño de muertos. Quizás un profano no sea luego capaz de distinguirlas en el sabor del pastel pero yo, qué queréis, tengo un sagaz paladar mediterráneo.

Por tanto, aceite de oliva, lo menos refinado posible. Si no fuera porque ya me he extendido demasiado os contaría mi proceso de selección de los aceites más idóneos. Como en todo, lo bueno es caro; imagino que os iréis haciendo una idea de que un pastel no sale barato, ni en dinero ni en esfuerzos. Pero merece la pena esmerarse en los detalles. En lo relativo al aceite tengo la fortuna de ser buen amigo de Marga, en cuyos olivares almerienses cosecha magníficos caldos (¿esta palabra está reservada sólo a los vinos?), parte de los cuales me son gentilmente donados. Si Marga supiera que apenas me queda para aliñar ensaladas; si alguna vez viese mi maleta de necrosomnia balanceando frascos de vidrio inmersos en su aceite resplandeciente de luz ...

En fin; a medida que escribo me voy dando cuenta de que me dejo demasiadas cosas en el tintero. No he explicado, por ejemplo, cómo contribuye el aceite a ralentizar la corrupción de la necrosomnia. Pero, después de todo, tampoco creo que os interese demasiado; supongo que estaréis impacientes por que os facilite la receta del pastel de sueño de muertos. Ciertamente eso es lo que me han pedido y a eso es a lo que me he comprometido. Pero parece que no termino de concretar. Bueno, paro aquí pero la prometo para la siguiente entrega.


PS: La canción no es que tenga mucho que ver con el post, pero es que en estos días ando actualizándome con las mujeres que cantan soul.


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sábado, 10 de noviembre de 2007

Receta para cocinar pastel de sueño de muertos (I)

La mayor dificultad estriba en conseguir suficiente sueño de muertos, la necrosomnia en la jerga ya olvidada de los nigromantes. Naturalmente, el sitio idóneo para recolectarla es un cementerio; pero no cualquiera. Desaconsejo fervientemente los cementerios urbanos, esos que han quedado inmersos en tramas apretadas de calles y edificios. El bullicio ciudadano, la vorágine de sonidos, olores y actividad, contamina irremediablemente la necrosomnia. No es que los muertos dejen de emitirla pero, apenas toca el aire, sus moléculas se rompen entre las vibraciones caóticas que la metrópolis genera. Y no se crea que esos cementerios nórdicos, convertidos en parques de barrios residenciales, con su apariencia de remansos de paz, son excepciones. Vale que sus atmósferas no están tan saturadas pero en las mismas titilan juguetonas las risas de los niños, el más eficaz disolvente para el sueño de los muertos.

Por eso, lo mejor es buscar un cementerio rural, de esos cercados con piedras sin tallar, al exterior de la población. Aunque no es imprescindible, recomiendo los situados en cotas altas, si puede ser por encima de los mil ochocientos metros; el aire fresco y limpio es el más adecuado para recolectar la necrosomnia en su mayor pureza. También, sobra decirlo, debe ser un cementerio de tumbas; apenas se consigue necrosomnia de los nichos o de los mausoleos. Fosas cavadas en tierra alfombrada de yerba, ataúdes de madera, ausencia de metales y hormigón: éstas son las condiciones óptimas. Por último, el cuándo: de noche, por supuesto. Evítese el exceso de humedad y los ambientes brumosos. No es que la necrosomnia se corrompa, pero estaremos inflando artificiosamente el volumen de la colecta y será fácil que luego, al preparar la receta, erremos con las cantidades de los ingredientes. En cuanto a si debe haber luna o estrellas, se ha escrito mucho, pero en mi opinión no son sino mitologías. Yo, negando la tradición, prefiero que la noche sea lo más oscura posible; ni la luna ni las estrellas afectan en nada la calidad o cantidad de la necrosomnia pero cuanto más clara sea la noche menos distinguiréis el flujo etéreo del sueño de los muertos.

Antes de la noche N tenéis que haber cumplido varios requisitos, haber culminado una minuciosa investigación de campo. No hace falta mucho para saber que un cementerio es adecuado en lo que se refiere a la recogida de necrosomnia; sí conviene, en cambio, demorarse en prevenciones de seguridad. Los lugareños no suelen aceptar que desconocidos celebren extraños ritos nocturnos en sus cementerios. Aunque no se le dio casi publicidad, seguro que alguno recuerda a los dos chicos apedreados hasta la muerte porque fueron sorprendidos, según palabras del viejo vigilante del cementerio, robando las almas de los difuntos. Así que sed discretos en vuestras expediciones.

Gabriela y yo solemos organizar las recogidas como días de descanso. La última vez, por ejemplo, elegimos un hotelito rural en un valle pirenaico de la provincia de Huesca. Pasamos un largo puente de relajantes paseos, deliciosas comidas y casuales visitas a los tres cementerios de la comarca, aprendiéndonos sus rutinas. La última noche, hacia las dos de la madrugada, salimos de la habitación sin ser vistos con nuestra sábana de lino blanco y nuestros frascos de fino cristal, saltamos sin esfuerzo el murete falto de piedras y pasamos tres largas horas cubriendo pacientemente las más tumbas posibles de ese pequeño camposanto oscense. Luego, vuelta al hotel, recoger las bolsas de viaje (engrosadas con ocho frascos de necrosomnia), pagar la cuenta en recepción y adiós muy buenas.

Me olvidaba de hablar sobre el paño con el que se recoge la necrosomnia. De entrada hay que aclarar que tampoco es que sea imprescindible; de hecho, hay quienes introducen directamente el sueño de los muertos en los frascos de cristal. Depende del tiempo de que dispongas y de la cantidad de fluido que necesites. Llenar un frasco de un litro, más o menos el tamaño habitual, situándolo boca abajo sobre una tumba y removiendo su interior cada cierto rato con una cucharilla de plata para que la necrosomnia se apelmace hacia el fondo, es una tarea que se hace eterna. Claro que si sólo se necesitan unas pocas onzas, como es el caso en la preparación de ciertos aromas, éste será el procedimiento correcto con el que se garantiza la mejor calidad del fluido. Pero estoy escribiendo la receta del pastel de sueño de muertos para cuatro personas y, lo adelanto ya, necesitamos mucha necrosomnia, al menos cuatro frascos.

De ahí la conveniencia de una sábana, cuanto más amplia mejor. Se ha de cubrir con ella la mayor parte de la tumba, aproximadamente a metro y medio sobre ésta, la distancia que asciende el fluido cuando alcanza el estado ideal de desperezamiento de sus moléculas. Por entendernos (no creo que sea pertinente dar aquí demasiadas explicaciones ni guardar un excesivo rigor científico) imaginemos que la necrosomnia, al salir del cadáver, está muy apretada y que se comienza a esponjar desde que toca el aire exterior. De otra parte, la altura de metro y medio es adecuada para dos personas sosteniendo una sábana cada una a un lado de la fosa. La tela ha de ser de un tejido natural y absorbente. Esto ya va en gustos; a mí, desde luego, las que mejor resultado me han dado han sido las de lino, pero Gabriela, en cambio, las prefiere de algodón crudo. En todo caso, evítense las sedas o rasos, cualquier tejido de los que llamo resbalosos porque, sobre sus superficies, eso es justamente lo que hace el fluido. Y, sin discusión, de color blanco.

El proceso de recolección no tiene mucha ciencia. Dos personas extienden la sábana sobre la tumba y la mantienen un buen rato para que se vaya empapando de la necrosomnia. ¿Cuánto tiempo? La práctica os dirá cuándo alcanzáis ese instante mágico en que la tela tiene la cantidad de fluido tal que, si siguierais cargándola, la necrosomnia empezaría a caerse o a perder su densidad equilibrada. En ese momento comenzad a caminar para descubrir la tumba y, ya fuera de ella, doblar la sábana formando un rollo estrecho y largo. Ahora hay que trasvasar el fluido de la tela al frasco. Antiguamente se hacía a mano, retorciendo y estrujando los paños enrollados. Ahora, por suerte, disponemos de embudos adecuados a esta tarea: se mete el pitorro en el frasco con el extremo de la sábana encajado y toda la tela restante en la cazuela; entonces se tapa con un émbolo y se empieza con los movimientos de presión. Es un ejercicio cansado que conviene repetir varias veces y, aun así, nunca lograremos trasvasar toda la necrosomnia de la sábana. Según mi experiencia, con una sábana de metro y medio de largo por un metro de ancho (las que yo utilizo) podemos llenar entre un tercio y la mitad de un frasco. Así que, para llenar cuatro frascos necesitaremos un promedio de diez extensiones de sábana; cada extensión y trasvase se llevan un mínimo de quince minutos, por lo que calcúlese que la recolecta requiere de al menos dos horas y media de trabajo efectivo.

Queda un último extremo que aclarar antes de pasar a la receta propiamente dicha; se trata de la calidad de la necrosomnia. Obviamente no es toda igual, no todos los cadáveres producen un mismo tipo de sueño. Hay quien opina que es improcedente hablar de calidad al referirse a la necrosomnia; estoy de acuerdo pero ello no obsta para que haya ciertos tipos de necrosomnia más adecuados que otros para preparar el pastel. En todo caso, nos metemos en terreno conflictivo, demasiado proclive al debate y, lo que es peor, a que muchas susceptibilidades se sientan heridas. No voy a entrar en discusiones; diré simplemente cuál es la necrosomnia que a mí me parece más recomendable en esta receta. Quien quiera, una vez que gane maestría con la práctica, que se ponga a experimentar variaciones. Así avanza la ciencia y también, por supuesto, la gastronomía. Pero, lo advierto, no me hago responsable de los efectos que las alteraciones de mi receta puedan producir en los consumidores del pastel.

Pues bien, la necrosomnia que recomiendo es la de tonos violáceos o lilas y, por el contrario, desaconsejo las amarillentas o anaranjadas. En otro momento, si viene al caso, os contaré a qué se deben los distintos colores así como las diferencias en sus efectos. También podría explicaros, pero no ahora, la relación del color del fluido con el tiempo que lleva enterrado el cadáver e incluso con la personalidad del difunto. En fin, buscad las tumbas de las que emanen fluidos violáceos. Los que todavía no hayáis desarrollado la "visión atenta" (no penséis que hay nada de espiritista en ello) puede que, al principio, no logréis ver las sutiles corrientes de necrosomnia ascendiendo desde las fosas, más densas abajo y diluyéndose a medida que ganan altura. Como ya he dicho, procurad ir al cementerio en noches oscuras y, como truco utilísimo, dotaos de esas gafas de visión tridimensional que cada cierto tiempo se ponen de moda. Eso sí, tened en cuenta que mirando a través de ellas se os distorsionarán un poco los colores y el lila que os recomiendo lo veréis más oscuro, cercano al índigo.

Pues nada, que me he enrollado demasiado con las explicaciones sobre la recogida de la necrosomnia y ni siquiera he empezado con la receta del pastel propiamente dicha. Vamos a dejarlo aquí pero no os preocupéis que prometo continuar en breve.


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