miércoles, 28 de mayo de 2008

El robo de la Mona Lisa (II)

Sigo pues con las aventuras de Peruggia y el robo de la Mona Lisa. De la historia, en sus líneas maestras, había oído hablar hace años, pero no ha sido hasta hace unos días que me he enterado de sus detalles y me ha resultado interesantísima. No sé si así lo parece a quienes me leen; en todo caso, aquí va la continuación para Amy y Nanny.

Como decía, Vincenzo era un hombre de extraordinaria sangre fría y, para muestra, valga la narración de cómo robó la pintura. El 21 de agosto de 1911 era lunes, el día en el que el Museo cerraba para tareas de mantenimiento. Peruggia, vestido con la ropa de trabajo de los empleados del Louvre, entró con todo el morro y se dirigió sin titubeos al Salon Carrè, en donde se encontraban al menos diez trabajadores. Sin inmutarse, descolgó el marco y se lo llevó hasta una escalera de servicio. Allí, más discretamente, dedicó un ratillo a quitar el marco de madera y el cristal de protección, abandonando ambos en la propia escalera. A continuación bajó las escaleras con la intención de salir a la calle por una puerta de servicio; sin embargo estaba cerrada. Trató de forzarla sin éxito, consiguiendo sólo desmontar el pomo, que se guardó en el bolsillo. Justo entonces pasó por ahí un fontanero y Peruggia, fingiéndose enojado, le hace ver que algún idiota había robado el pomo; a ver ahora cómo salimos, añadió. El complaciente fontanero (Sauvet se llamaba) le abrió la puerta con sus herramientas y el ladrón se encontró graciosamente fuera del Museo (entonces fue cuando lo vio la testigo que aportó una buena pero inútil descripción).

El siguiente día, el martes 22, un pintor francés, Louis Beroud fue de los primeros en entrar al Louvre. Estaba trabajando en una serie de cuadros de las salas del Museo, temas que, por lo visto, eran muy populares entre los turistas. Nada más llegar al Salon Carré, se percató del espacio vacío entre la Alegoría de Tiziano y la Santa Catalina de Correggio. Preguntó a un guardia que dónde estaba la Gioconda y éste le contestó que probablemente la habrían movido para fotografiarla, algo que no era inusual. Pasaron unas cuantas horas hasta que los vigilantes del museo empezaron a preocuparse y a buscarla. Sólo pudieron encontrar el marco y el cristal que Peruggia había abandonado en la escalera; al no encontrar ningún estropicio, pensaron que la tabla podría estar escondida en alguna parte del inmenso edificio. La policía y los empleados pasaron una semana entera registrando todo el museo sin que, por supuesto, encontrar nada.

La histeria desatada en París (y en toda Francia) fue tremenda. Cuando, pasada la primera semana, volvió a abrirse el Louvre la gente entró en tropel; ese espacio vacío, esa ausencia, convocó más personas que la desaparecida de la que era huella. Estuve en el Louvre y vi el hueco de la Mona Lisa, me imagino que diría más de uno. A los pies de ese hueco la gente desolada depositaba flores. Una señora, cuentan, cayó desmayada presa de un ataque. Las ventas de postales con el famoso retrato se multiplicaron. Los rumores y, sobre todo, los augurios catastrofistas no cesaban. Las críticas al Museo y a la policía se repetían en todos los foros ...

Y mientras tanto, como ya dije, Peruggia seguía haciendo su vida normal con la buscadísima obra de arte bajo la cama de su pensión. Así transcurrieron nada menos que dos años y cuatro meses, hasta que en diciembre de 1913, el italiano, con su baúl a cuestas, coge un tren hasta Florencia. Unas semanas antes había leído en un periódico italiano un anuncio de un anticuario de la ciudad toscana, Alfredo Geri, que ofrecía comprar "a buen precio objetos de arte de cualquier tipo". El 29 de noviembre, Geri, entre las muchas que recibía, se sorprende ante una carta firmada por un tal Leonard. El autor, en italiano y con trazos temblorosos, decía que era un patriota que deseaba devolver a su país una de las obras de arte que Napoleón había robado. Concluía añadiendo que tenía en su poder La Gioconda. Aunque escéptico, Geri contestó al misterioso remitente citándole en su galería el 22 de diciembre.

Vincenzo llegó a Florencia y se alojó con su baúl de doble fondo en la habitación 20 del Hotel Tripoli de la via Panzoni. El 10 de diciembre, doce días antes de la cita, se presentó en las oficinas de Alfredo Geri, con el nombre de Vincenzo Leonard. Le dijo al atónito galerista que era quien le había escrito y que deseaba entregarle la pintura a cambio de una recompensa de medio millón de liras y la garantía de que habría de permanecer en Italia. Quedaron en que al día siguiente Geri iría al hotel a ver la tabla, acompañado de un especialista. El propio galerista escribió años después: "Llamé a mi amigo Giovanne Poggi, director de la Gallería degli Uffizi y juntos fuimos a ver la pintura a la habitación de aquel extraño en el Hotel Tripoli. Allí, el hombre abrió un baúl donde guardaba sus miserables pertenencias. Del fondo sacó un objeto envuelto en una tela roja, y ante nuestros ojos asombrados salió de ahí la divina Gioconda, intacta y maravillosamente preservada".

Ambos hombres se dieron cuenta enseguida de que se trataba de la auténtica (al dorso estaba el sello oficial del Louvre, por si hubiera dudas) pero fingieron dudas ante Peruggia y le pidieron que les dejara llevarla a los Uffizi para que fuese examinada por los expertos; sería un trámite de poco tiempo así que lo mejor sería que el carpintero esperase en el hotel, le sugirieron. El simple de Vincenzo hizo todo cuanto le dijeron y, pocas horas después, se encontró con que la policía florentina entraba en su habitación y lo detenía.

La noticia de la recuperación de la Mona Lisa fue un bombazo mundial. En Francia, además de una gran alegría, también una tremenda humillación, máxime cuando se supo lo fácilmente que Peruggia había robado la tabla y cómo había pasado el interrogatorio policial sin despertar la más mínima sospecha. Y para colmo, eran los malditos comedores de macarrones quienes lo detenían y recuperaban el Leonardo. No lo he confirmado, pero apostaría a que hubo más de una dimisión (o cese fulminante) entre los mandos tanto policiales como del Louvre. Los italianos se permitieron disfrutar del triunfo. En primer lugar, no fueron demasiado diligentes en devolver la tabla; primero decidieron exponerla en los Uffizi (Florencia), la Gallería Borghese (Roma) y el Museo Brera (Milán). Por fin, el 4 de enero del 14, con altísimas medidas de seguridad (viajó en un tren escoltado por treinta policías), llegó al Louvre y volvió a ser colgada en el Salon Carré.

Y, en segundo lugar, pese a la insistencia francesa, los italianos se negaron a extraditar a Peruggia. Fue encarcelado en Florencia y tratado casi como un héroe nacional. Casi todos los días alguien sobornaba a los guardias para que le dejasen fotografiarse con el ladrón patriota. El juicio empezó en junio del 14 y fue breve. El acusado mantuvo sin fisuras que el único motivo de su robo había sido devolver a Italia lo que le pertenecía. Enardeció al público (¿y a los jueces?) cargando las tintas en el desprecio que, como italiano, había sufrido de los altaneros franceses, logrando probablemente que, si no justificarlo, se excusase su delito. La sentencia fue de un año y quince meses, reducida en la apelación a siete meses y nueve días. Es decir, que cabe suponer que para cuando acabó el proceso, dado el tiempo que llevaba detenido, sería puesto casi inmediatamente en libertad.

Convertido en un hombre popular y querido, aunque pobre, Peruggia regresó a su pueblo natal, Dumenza. Enseguida empezó la primera guerra y sirvió en el ejército italiano. Después, en 1921 (con 41 años) se casó con una guapa chica y el matrimonio se trasladó a la Alta Saboya, donde abrió una tienda de pinturas y barnices. En Francia vivió próspera y tranquilamente hasta su muerte en 1947. Curioso (¿o no?) en alguien que odiaba tanto a los gabachos.

Pero, ¿por qué estuvo más de dos años Vincenzo en París con la Mona Lisa debajo de su cama y sin hacer nada? Una primera explicación podría ser que, exhibiendo una sangre fría extraordinaria, estuviese esperando a que la histeria por el robo se aquietase antes de intentar desprenderse de la pintura. Él mismo dijo, en los interrogatorios florentinos, que decidió devolverla porque, de tanto mirarla, esa mujer lo estaba volviendo loco; "había días en que pensaba en no volver al hotel para no encontrarme con esa sonrisa”. Hay, no obstante, otra posibilidad: que Peruggia no fuese más que el autor material de un plan ideado por otra persona y que, durante ese tiempo, estuviese esperando instrucciones. Esta hipótesis es la que afirmó, en una entrevista periodística, quien se confesó autor intelectual del hurto, un argentino llamado Eduardo Valfierno.

La historia de Valfierno, sin embargo, se basa sólo en sus propias palabras. No obstante, tanto el personaje como la trama hacen que resulte tremendamente novelesca de modo que, como dicen los italianos, se non vero, é ben trovato. Y, como es ciertamente novelesca, ha dado origen a varias novelas que, aunque no he leído, tienen rastros abundantes en internet. Pero a ello me referiré, si es que interesa, en un próximo post.

CATEGORÍA: Personas y personajes

domingo, 25 de mayo de 2008

El robo de la Mona Lisa (I)

En la primera década del siglo pasado, un veinteañero lombardo llamado Vincenzo Peruggia emigró a París. Nada infrecuente por esas fechas, cuando la capital francesa se llenaba de comedores de macarrones, que era como despectivamente se referían los gabachos a tantos trabajadores manuales italianos que allí buscaban ganarse la vida. No le fueron demasiado bien las cosas a Vincenzo, que iba tirando con diversas chapucillas; además, debía ser un hombre orgulloso y pendenciero, al que el rechazo chovinista de los parisinos hubo de exacerbar sus sentimientos nacionalistas. En dos ocasiones había sido detenido: en 1908 por intento de robo y en 1909 por una pelea con una prostituta en la que sacó un cuchillo. Un par de años después, no obstante, fue contratado por la firma de carpinteros a la que el Louvre había encargado marcos especiales protegidos con vidrio para las obras más emblemáticas del museo. Así, Peruggia tuvo la ocasión de trabajar durante tres semanas en la elaboración del marco para la Mona Lisa y, ya de paso, familiarizarse con las rutinas de la Pinacoteca francesa. ¿Se le ocurriría entonces robar la tabla? Acorde con sus declaraciones durante el juicio, podemos imaginarnos al bigotudo carpintero rumiando su venganza y argumentándosela como un acto de justicia: restituiría la pintura a Italia, a su verdadera patria, cancelando el expolio napoleónico.

Peruggia, dicho sea entre paréntesis, estaba equivocado. Napoleón no robó la Gioconda de suelo italiano. Si bien pintada en Florencia, Leonardo la llevó consigo a Francia y de ahí ya no saldría. El rey Francisco I, el gran protector de los últimos años del genio de Vinci, se la compró por 12.000 francos y fue posesión de los monarcas franceses hasta que la Revolución la llevó al Louvre. Sin embargo, no creo que el conocer la verdad hubiese hecho cambiar de opinión al joven carpintero; la tentación de infligir tamaña humillación a los soberbios franceses debía ser, imagino, irresistible.

En 1906 vivía en París otro joven de la misma edad que Peruggia (nació catorce días después) pero de muy distintos afanes y destino; se llamaba Pablo Ruiz Picasso. En mayo visitó en el Louvre una exposición de relieves ibéricos de Osuna. Pocos meses después visitaría las salas africanas del Museo de Etnología del Trocadero. Según reconoció el mismo pintor, el descubrimiento del arte primitivo fue un completo shock, una revelación; a partir de ahí, se cierra la etapa rosa y comienza la gestación del cubismo.

Hacia finales de 1906 o principios de 1907, Apollinaire, ya muy amigo de Picasso, recoge en su casa a un extraño personaje, un boxeador aficionado con ínfulas de literato bohemio, un aventurero belga de nombre Géry Piéret. El tal individuo parece que quiso integrarse en el ambiente vanguardista e iconoclasta del París de principios de siglo, buscando sus raciones de notoriedad y dinero. Lo cierto es que, con toda la cara del mundo, robó varias estatuillas de arte ibérico de los almacenes del Louvre por el sencillo método de cogerlas y esconderlas dentro de su abrigo (imagino que en más de un viaje). Luego, conocedor del interés de Picasso, le sugirió a Apollinaire que se las ofreciese al malagueño. Picasso, en esa primavera de 1907, decía sentir la necesidad de poseer piezas originales, de poder tocarlas para "adueñarse" de la energía creativa del arte primitivo. ¿Sabían Apollinaire y Picasso que eran objetos robados? Por supuesto, ambos lo negarían, aunque me cuesta creerlo. Como fuera, en marzo de 1907, Picasso compró al belga dos cabezas de piedra ibéricas.

Otro paréntesis: durante los meses de junio y julio de 1907, Picasso trabaja frenéticamente en una de sus grandes obras, las señoritas de Avignon, quizá el inicio del cubismo. En la primera etapa de su confección, la influencia "ibérica" es incuestionable (en una segunda etapa sería complementada con la "africana", tras la vista ya citada a la exposición del Louvre). Me imagino a Pablo, en su taller de Montmartre, tocando "su" Cabeza de hombre con una mano y "transmitiendo la energía creativa" al inmenso lienzo.

Géry Piéret dejó París ese año para buscar mejor fortuna en América. Hay quienes dicen que a Apollinaire su picaresca había ya dejado de hacerle gracia y, en cambio, empezaban a preocuparle los problemas en los que ese parásito, que se presentaba como secretario del escritor, podía meterle. Sin embargo, cuando en abril de 1911 el belga regresa con el rabo entre las piernas y vuelve a pedirle asilo, Apollinaire lo admite y le encarga algunas tareillas de auxilio literario. Pero el bribonzuelo repite las viejas andanzas e intenta robar nada menos que a un vecino de su anfitrión; el incidente obliga al escritor a echarlo de su casa. Y justo al día siguiente, el 21 de agosto de 1911, Vincenzo Peruggia roba la Mona Lisa.

Al conocerse la noticia del robo, Picasso y Apolinaire sospechan, justificadamente, del belga, máxime cuando son incapaces de saber su paradero. Les entra pánico; temen que Piéret, cuando sea apresado, les implicará, señalándoles como beneficiarios de sus anteriores hurtos. Lo primero que les viene en mente es arrojar las estatuillas al Sena y así hacer desaparecer el cuerpo del delito, pero no se deciden a hacerlo. Unos días después, el 29 de agosto, Géry Piéret entrega en las oficinas del Paris-Journal una de las piezas que había robado en 1907 y, aprovechando la tremenda expectación del momento, se explaya en declaraciones fanfarronas sobre lo fácil que es robar en el Louvre. Luego, vuelve a presentarse a Apollinaire, implorándole caridad. El escritor, más por miedo que por pena, supongo yo, le paga un billete a Marsella. Desde esa fecha, apenas volvió a saberse del pillastre belga.

Sin embargo, los dos amigos estaban entonces en mayor peligro; era obvio que las declaraciones de Piéret y su repentina desaparición les habrían de traer las indagaciones policiales. Así las cosas, André Salmon, crítico de arte del Paris-Journal y buen amigo de Apollinaire, les sugiere montar a través de su periódico otra historia de devolución de la estatuillas de Picasso, gracias a un anónimo poseedor arrepentido. La noticia se publica efectivamente el seis de septiembre, pero no basta para engañar a la policía que al día siguiente detiene a ambos artistas. Parece que Apollinaire, el primero en caer, delató a Picasso; pero éste le devolvió el favor con creces, negando conocerle y alimentando las sospechas sobre él. El caso es que el pintor fue puesto en libertad el mismo día, mientras que el escritor fue retenido casi una semana. Por suerte, sus pesares acabaron ahí; lo que no sé es si siguieron siendo amigos el poco tiempo que le quedaba a Apollinaire de vida (murió apenas siete años después, con sólo treinta y ocho años).

Mientras tanto, Peruggia seguía trabajando tranquilamente en París. Se había construido un baúl con doble fondo en el que escondió la tabla, envuelta en una sábana roja; el baúl lo tenía debajo de la cama de la pensión donde vivía. La policía lo interrogó, al igual que a todos quienes en los últimos meses habían trabajado en el interior del Museo. El italiano pasó la prueba con absoluta sangre fría, tanta que ni por un momento despertó sospecha alguna en los detectives. Y eso que se contaba con la acertada descripción de un testigo que había visto al italiano cuando salió del museo: un hombre de altura media, de constitución robusta, vestido con ropas de trabajo oscuras, llevaba un paquete y tenía el pelo negro y un bigote "más grande que su cara". También hay que decir que tuvo suerte, porque la policía contaba con una huella digital suya, impresa en el cristal protector que Peruggia había retirado y abandonado en el museo. Por ese entonces ya se estaban tomando las huellas dactilares y, de hecho, las del italiano constaban en los archivos parisinos a resultas de sus dos detenciones anteriores. Pero sólo se imprimían las de la mano derecha y la huella del cristal era de la izquierda.

De otra parte, ¿quién iba a sospechar de un don nadie como Peruggia? Si bien al principio la policía se inclinaba por atribuir el robo a algún empleado descontento con ganas de hacer daño al Louvre, a medida que transcurrían los días y los meses sin que se descubriese ni al ladrón ni a la Gioconda, comenzaron a tomar peso teorías más novelescas, entre las que se contaban las referidas a ladrones internacionales (un tal Rives, que había escapado de la Guayana francesa, a donde había sido deportado en 1909, y del que se decía que merodeaba por el Louvre), conspiraciones políticos y millonarios norteamericanos ansiosos por poseer el retrato de Leonardo. En 1931 cuando ya hacía mucho que la Mona Lisa había vuelto al Louvre, un estafador argentino, Eduardo Valfierno, confesó a un periodista norteamericano que él fue el autor intelectual del robo. Pero ésta es otra parte de la historia y, antes de referirme a ella, hay que acabar con las aventuras de Peruggia.

CATEGORÍA: Personas y personajes

jueves, 22 de mayo de 2008

Contra el cambio climático (escenas chipunas)

Ha quedado ya definitivamente sentada, fuera de toda duda científica, la decisiva influencia de la emisión de gases de efecto invernadero (GEI), en el rápido calentamiento de la atmósfera terrestre. Antes incluso de la publicación del Cuarto Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC en sus siglas inglesas), el Gobierno de Chipunia, consciente de la gravedad que sobre nuestra civilización tendrán los inminentes cambios climáticos, apostó decididamente por la lucha institucional contra lo que, en palabras del ex presidente yanquiano, es “la mayor catástrofe que jamás ha amenazado a nuestra especie”. Hace tres años, se promulgó la Ley 53/2005, contra el Cambio Climático y a favor del Desarrollo Sostenible; poco después, se constituyó la Agencia Chipuna de Seguridad Ambiental, cuya dirección fue encargada al prestigioso científico Anselmo Ruiz Fontecalda.

Ya durante la tramitación parlamentaria de la Ley, el presidente del PICHi, Ubaldo Pachulero, proclamó apasionada y rotundamente que su partido asumía con profunda convicción y compromiso la lucha contra el cambio climático, que definía como el primer objetivo del gobierno nacionalista, al que supeditarían cualesquiera otras políticas. Los riesgos que ensombrecen nuestro futuro son tan grandes, afirmó, que no caben tímidas actitudes timoratas. Los propios principios sociales, incluyendo los del Derecho, pueden ser cuestionados si así lo requiriesen medidas necesarias para nuestra supervivencia. Sin pecar de alarmista, añadió, hemos de ser conscientes que nos encontramos en una situación de emergencia global.

Con este calentamiento de la atmósfera política, el PICHi consiguió que se aprobase la polémica Disposición Adicional Primera de la Ley 53/2005, que establecía la “extra-legalidad” de las medidas que se adoptasen en la lucha contra el cambio climático. Las Órdenes ejecutivas del Director de la Agencia, siempre que se enmarcaran en las medidas en el Plan Estratégico de Seguridad Ambiental (PESA), no estarían sujetas a otras normas legales y ni siquiera podrían ser recurridas jurisdiccionalmente. Este carácter de Ley (y actuaciones) al margen del sistema legal se justifica someramente en la propia exposición de motivos en base a lo catastrófico del cambio climático. En el debate parlamentario algún diputado del PICHi trajo a colación, quizá algo cogida por los pelos, la USA PATRIOT Act, mediante la cual el presidente Bush, en 2001, restringió varios derechos civiles para poder garantizar la seguridad nacional y combatir el terrorismo. El terrorismo ahora es contaminar la atmósfera, declamó dramáticamente Aquilino Jambón, el más señalado ideólogo del nacionalismo chipuno, y combatirlo eficazmente es nuestro primer deber patriótico.

Aprobada la Ley y constituida la Agencia, el revuelo político fue amortiguándose poco a poco, ya que el equipo de Anselmo Ruiz Fontecalda, durante los dos siguientes años, apenas adoptó medidas que trascendieran a los medios. Este silencio (quizá fruto del cálculo político) se quebró clamorosamente hace unos días con la presentación del Plan Estratégico de Seguridad Ambiental (PESA), previsto en la Ley. En este documento, a partir de mediciones rigurosas de las emisiones de gases de efecto invernadero en Chipunia así como de la contabilización de los factores económicos implicados, se establecen algunas medidas ciertamente radicales, tanto en la esfera económica como en la ideológica. Pero, aunque sea de forma muy sintética, conviene explicar previamente la argumentación y medidas del PESA.

Como es normal, es el sector energético chipuno el mayor emisor de gases de efecto invernadero, aportando el 90% del total. Por eso, las más importantes líneas de actuación del PESA caen bajo esta rúbrica. De un lado, se plantea que en 2012 se haya culminado la sustitución de las actuales centrales térmicas (de las que proviene el 80% de la energía consumida en Chipuna) por generadores de energía “ecológicamente sostenibles”. De otra parte, se ha de implementar un completo sistema de transporte público (incluyendo una red nueva de infraestructuras ferroviarias ultramodernas) que reducirá sensiblemente el consumo energético derivado de la movilidad privada. Logrados ambos objetivos, las emisiones de GEI se reducirían en un 20% respecto a los valores actuales; es decir, Chipunia emitiría 2,7 millones de toneladas menos a la atmósfera y, teniendo en cuenta las previsiones demográficas, se situaría en una tasa de 4,3 toneladas per capita anuales, sin duda un valor ejemplar.

Las emisiones de gases de efecto invernadero en Chipunia ascienden a 13.500 kilotoneladas anuales, lo que supone un 46% de incremento respecto a la cantidades de 1990. Como es sabido, el Protocolo de Kioto establece que en 2012 se debe haber logrado una reducción de al menos el 5% en el total mundial de emisiones; esta cifra, no obstante, es un valor medio, que ha sido repartida por países atendiendo a sus situaciones de partida, toda vez que, las emisiones per capita pueden considerarse un indicador del grado de desarrollo. Por eso, en el reparto europeo, a Cascaterra le ha sido asignado un margen de crecimiento hasta el 2012 del 15% respecto a los valores de 1990, mientras que otros países mucho más desarrollados tienen que alcanzar en ese año límite cantidades de emisión sensiblemente menores a las de 1990 (Alemania, por ejemplo, debe reducirlas hasta el 21%). Ahora bien, la situación de Chipunia dentro del estado cascaterrano, presenta especiales singularidades derivadas, según el gobierno nacionalista, de un régimen económico de marcado carácter colonialista. Las emisiones per capita en Chipunia están en 6,75 toneladas por habitante anuales, frente a las 9,50 de media en el Estado. Para colmo, en la última década y media, los chipunos apenas han aumentado sus emisiones (en 1990 eran 6,40 toneladas anuales), mientras que la aportación media del Estado se ha incrementado en más de un 25%. La progresiva divergencia entre los niveles de emisión demuestran claramente la discriminación de la economía chipuna en el conjunto de Cascaterra. Con simples reglas de tres, Anselmo Ruiz Fontecalda argumentó que la evolución diferencial de las emisiones de GEI entre Chipunia y Cascaterra cuantifican meridianamente nuestro déficit de desarrollo respecto al Estado. Éste puede cifrarse, actualmente, en cinco millones y medio de toneladas de GEI.

A partir de estas cuentas el PESA asume un planteamiento de profunda carga política que pretende ser el criterio básico para la financiación pública estatal de la lucha contra el cambio climático. Si bien se expresa mediante fórmulas complejas, la idea central es que la distribución de la financiación del Estado (es decir, de todos los ciudadanos cascaterranos) en la reducción de las emisiones no ha de ser proporcional al exceso de cada una respecto al objetivo de Kioto (es decir, no debe darse más dinero a quienes más gases emiten) sino, por el contrario, respecto al defecto que cada Comunidad presenta con la media nacional. No es de recibo que las Comunidades menos desarrolladas financiemos la corrección de un desarrollo industrial cuyos beneficios no nos han tocado; lo justo es, en cambio, que la solidaridad estatal en la lucha contra el cambio climático prime precisamente a quienes menos resultamos favorecidos por ese desarrollo que, ahora se demuestra, pone en peligro la calidad de vida de todos. En un paso más en esta línea, el PESA calcula la cuantía mínima que anualmente (y hasta 2012) ha de aportar el Estado, así como los porcentajes de la misma que han de corresponder a cada una de las Comunidades Autónomas.

Llegados a este punto surgen dos graves problemas. El primero es que la cuantía total de aportación del Estado según el PESA es aproximadamente diez veces más que la contemplada en el proyecto de presupuestos. Anselmo Ruiz Fontecalda defiende que la cantidad propuesta en el Plan es la mínima que corresponde al Estado para saldar las “deudas del desarrollo desigual contaminante”, tomando como referencia los diferenciales de las tasas de cada Comunidad Autónoma respecto al compromiso cascaterrano con Europa. Es pues, recalca, un dato de estricta justicia, el ejercicio de la solidaridad obligada, ya que tal ha de ser la función del Estado. De otra parte, la escasa magnitud financiera prevista en el presupuesto estatal, así como la preocupante evolución de las emisiones a nivel nacional durante los últimos años, demuestran, a juicio del Director de la Agencia, la falta de voluntad real por parte de los gobernantes de Cascaterra en la lucha contra el cambio climático y desnudan inmisericordes la hipocresía de sus proclamas electorales.

El segundo problema se refiere, obviamente, a las cuotas de participación y, en particular, a la que corresponde a Chipunia. El PESA propone que nuestra Comunidad reciba el 30% de dicha partida presupuestaria, aunque su peso demográfico en el conjunto del Estado se sitúa en torno al 5%. De todas estas cifras resulta que el Estado debe destinar sólo a Chipunia el triple de la cantidad que ha presupuestado para el conjunto de Cascaterra. Las cantidades estimadas no sólo permitirían la completa financiación de las dos grandes líneas de actuación ya señaladas, sino que todavía dejarían unos remanentes cuya administración habría de corresponder al Gobierno chipuno. En principio, tales dineros se destinarían a subvencionar iniciativas que contribuyeran a la reducciones de las emisiones de GEI, siempre que las mismas fueran llevadas a cabo por empresas chipunas, bien en la propia Chipunia o en aquellos territorios que el Gobierno califique de “preferente inversión chipuna”.

Con sólo lo dicho hasta aquí, es fácil comprobar que la viabilidad del PESA depende muy directamente (demasiado) del acuerdo con el Estado y eso no parecería muy probable. Sin embargo, lo cierto es que, contrariamente a su tradición pactista, el PICHi viene manteniendo sobre este asunto una actitud descaradamente intrasigente. El prestigio de Anselmo Ruiz Fontecalda, ajeno a vinculaciones partidistas, y su abrumador despliegue de datos y análisis cuantitativos, han logrado que en Chipunia nadie se atreva a cuestionar la validez de las premisas básicas del PESA. De otra parte, el éxito mediático de las campañas estatales para la concienciación de la gravedad del cambio climático, hacen que tampoco prácticamente nadie ponga en duda que la máxima prioridad de la sociedad deba ser la lucha contra el mismo. Así, en el ámbito político chipuno se ha alcanzado una casi unanimidad en el apoyo al PESA, incluyendo, por extraño que parezca, a los partidos estatalistas. El Partido Moralista de Cascaterra (PMC), pese a las escépticas declaraciones que otrora hizo su líder nacional sobre el calentamiento global, no ha dudado en dar su entusiasta apoyo al Plan Estratégico; si bien es socio del PICHi en el Gobierno de Chipunia, las malas lenguas creen que su comportamiento se debe tanto a las ganas de poner en aprietos al Partido Socialista Cascaterrano a nivel nacional como a los negocios que algunos de sus más destacados dirigentes prevén conseguir con las futuras subvenciones “contra el cambio climático”. Por su parte, el FLiPA, la “marca” chipuna del partido socialista cascaterrano, después de haber mantenido durante la última legislatura que la Ley 53/2005 era un mero brindis al sol y haber acusado duramente al PICHi de carecer de una política efectiva ante la gravedad de la amenaza ecológica, ha caído en su propia trampa y se ha visto incapaz de otra respuesta que validar tímidamente el Plan de la Agencia chipuna.

Así que el PICHi se encuentra, gracias al muy mayoritario consenso político y social en Chipunia y a su hábil propaganda en el resto del Estado, en una posición de fuerza nunca antes vista en la corta (apenas veinte años) historia del partido. Los dirigentes nacionalistas, siempre desde foros ajenos al Gobierno, se explayan en declaraciones que suenan mucho a órdagos al Estado. El pueblo chipuno, ha llegado a decir Aquilino Jambón, no podría admitir ser cómplice de un Estado carente de la mínima responsabilidad ecológica; hemos soportado a lo largo de nuestra historia una continuada opresión colonial pero ésta ha de tener un límite, máxime cuando ese límite atañe a nuestra supervivencia como especie. Pero, al mismo tiempo que se suceden estos cacareos mediáticos, el gobierno chipuno ha empezado a dar algunos pasos, titubeantes todavía, bajo el manto (o con la excusa) de la lucha contra el cambio climático. Así, por ejemplo, ha firmado convenios de colaboración con otras Comunidades Autónomas e incluso con otros países para llevar a cabo actuaciones ambientales conjuntas, comprometiendo, antes de haberlas conseguido, las subvenciones que habrían de venir del Estado. Además, en aplicación de los mecanismos previstos en la Ley 53/2005 (los que calificábamos de “extralegales), se han adoptado ligeras medidas intervencionistas sobre algunas empresas privadas (todas multinacionales cascaterranas) que, de momento, han pasado desapercibidas.

Con este panorama, la atención política chipuna se centra ahora en la próxima reunión que se celebrará en San Trifón del Río entre el presidente de Cascaterra con tres miembros de su gabinete y el Consejo de Gobierno de Chipunia. Ya sólo que la cita sea en Chipunia es claro síntoma de que el gobierno del Estado sabe que debe buscar vías de acuerdo con el chipuno; algunos interpretan incluso que la negociación, en contra de lo que parecería indicar el sentido común, se presenta más favorable a las tesis del PICHi, insinuando que éste cuenta con bazas que todavía no ha hecho públicas. En cualquier caso, lo que todo observador constata es que en ningún otro sitio se ha logrado como en Chipunia convertir la lucha contra el cambio climático en el centro de la vida política, económica y social. Contra todo pronóstico, quizá la apuesta por ocupar la vanguardia ecologista sea el motor del desarrollo chipuno en esta próxima década.

CATEGORÍA: Ficciones

domingo, 18 de mayo de 2008

Telarañas

La telaraña, dice el Diccionario, además de la tela que forma la araña segregando un hilo muy tenue, es cosa sutil de poca entidad, sustancia o subsistencia y también sensación de nubosidad delante de los ojos, por defecto de vista.

En los últimos treinta meses, más o menos, he escrito mucho, casi todos los días. El viernes, un amigo que conoce este blog, me preguntaba que de dónde sacaba el tiempo. Es tiempo de ocio, le contesté; el modo que tengo de relajarme un rato (a veces el rato se hace largo y le come horas al sueño) al final del día. A cambio, he dejado casi de ver televisión, pero me da que no pierdo demasiado.

Hoy pensaba que lo que hago con mis escritos es tejer telarañas, desenvolver mi red y enredarme en cuantas descubro, como una araña que quisiera cazar no sé qué cosas. En inglés, telaraña es spider web, o sea red, término más preciso en su descripción. Y sí, con lo que escribo hago una red y, además, lo cuelgo en la Red, la cual, por otra parte, es muy frecuentemente una inagotable fuente para mi abastecimiento.

Pero también mis textos son entidades sutiles, de poca sustancia (y no sé si también de poca subsistencia). K me decía el otro día que inicio muchos temas que interrumpo con falsas promesas de continuación. Soy disperso, es verdad. Pero me gusta imaginar que, anudado un filamento, giro vertiginoso por mi espiral para prolongar la red en otra región. Al fin y al cabo, como en las telarañas, todos los nodos se interconectan.

Y, sin embargo, no niego que desearía ser capaz de desarrollar cualquiera de los múltiples asuntos que me han ido interesando durante estos años. Pero eso exige dedicación y disciplina. Además, habría entonces de sustraerme a las gozosas tentaciones de la diversidad y no estoy ya en edad de rechazar placeres. No obstante, quizá algún día decida concentrarme (¿en cuál de todos mis intereses?), pero seguro que no será en este blog: sería incompatible con su naturaleza sutil de telaraña.

Escribo también como ejercicio terapéutico; de hecho, por tal razón inicié este blog, aunque luego me haya ido enganchando por el simple gusto de hacerlo. Así, ésta es mi forma de "mirar las telarañas" (o las musarañas) y también de intentar despejar esa visión borrosa a que alude el diccionario. Escribo desde el desconcierto (y sobre lo que me desconcierta), tratando de construir mis propias telarañas frente a tantas de mi entorno que no dejan de darme esa sensación de nubosidad confusa.

Mis propias telarañas han ido naciendo, en muchas ocasiones, de ensayos titubeantes para explicarme lo que no entiendo; también en muchos casos, como intentos personales de armar nuevas estructuras desde las previamente derruidas. Y, nuevamente como las telarañas, endebles y transitorias, enredadas e imprecisas. Pero, ¿acaso no es así la vida?


En suma, que Telarañas sería también un buen título para los textos que conforman este blog.


CATEGORÍA: Blogs e Internet

domingo, 11 de mayo de 2008

Crossroads, by Robert Johnson

Era agosto del 28; tenía diecisiete. Casi dos meses en las carreteras desde que salí del condado de Copiah, Mississippi. Un negro pobre y con miedo subía el río, las tierras del Delta. Willie Brown vive en Drew, apenas ya cincuenta kilómetros.

La noche anterior vi dos negros colgados de un árbol. Multitud de blancos. Me dijeron que los habían sacado de la cárcel del condado de Bolívar para lincharlos sin juicio. Los blancos me gritaron: no queremos negros cuando el sol se pone. Salí por patas. Yo sólo quiero tocar blues.

Estoy a las afueras de Rosedale, he caminado por la Highway 1. Las praderas pantanosas descienden hasta el Mississippi. Un armadillo se esconde entre los matojos. Busco la West Highway 8, hacia Pace. Quizá allí encuentre techo para esta noche.

Llegué al cruce y caí de rodillas. Ten compasión, Señor, rogué; apiádate del pobre Bob, por favor. Hice señas a los autos que pasaban, pero ninguno paró. Soy un negro invisible: nadie quería saber nada de mí. Ay, el sol está poniéndose, la oscuridad va a pillarme aquí. Uno puede correr, correr y correr; eso dice Willie Brown. Estoy cansado y tengo miedo.

Negro, lárgate de aquí o tus pies dejarán de tocar el suelo, dos granjeros amenazan desde una camioneta vieja. Corro hacia el río pero tropiezo y caigo entre el pasto amarillento. Señor, grito, y la oscuridad ya me ha invadido. ¿Qué quieres, Robert Johnson? La voz retruena y levanta un fuerte viento. Pero no había nadie. Y otra vez: ¿Qué quieres, Robert Johnson?

Señor, Señor, sálvame, salva a este pobre negro. No soy Dios, dijo la voz, dime qué quieres. Las aguas pantanosas hedían, el viento había cesado, la oscuridad silenciaba el tiempo. Tocarás el blues, Robert Johnson, serás un maestro del blues, recordado siempre. ¿Es eso lo que quieres, Robert Johnson? La noche era cálida pero sentía hielo por dentro. Y, sin embargo, el miedo había desaparecido.

Me enderecé y miré pero nada veía, sólo oscuridad. Sí, dije, eso es lo que quiero. ¿Pagarás el precio? No necesité que me dijera cuál; sólo quise saber el plazo. Serán diez años, respondió. Pagaré, susurré, Dios no atiende a los negros. Entonces un golpe seco me arrojó hasta la carretera, mi cabeza golpeó el asfalto. Un hilo de sangre manó de mi frente y trazó signos rojos que brillaron un instante para enseguida volatilizarse.

Hoy se cumplen los diez años. Ahora estoy también en un cruce de carreteras, a las afueras de Greenwood. De vuelta en Mississippi, pero he viajado mucho desde que era un chaval asustado. He tocado la guitarra como nadie lo había hecho hasta ahora. También he grabado mis canciones: ese es mi legado, por el que siempre me recordarán, como me dijo la voz aquella noche. No sé si el precio era demasiado caro, pero es lo que hay. Miro hacia la ventana y los reflejos de las luces me parecen dibujar una sonrisa irónica contra el negro de la noche. Levanto mi vaso whiski y brindo hacia la oscuridad.
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Este post recrea torpemente la leyenda de Robert Johnson y su pacto con el diablo en un cruce de carreteras (crossroads). Si bien he procurado ser verosímil en fechas y lugares, lo cierto es que hay diversas versiones de casi todo; así que he optado por las que más me gustaban.

Hay muchos que opinan que Johnson es el bluesman más importante de la historia; pero eso va en gustos. Lo cierto es que, tras su muerte, no fue casi conocido hasta que en 1961 Columbia reeditó sus viejas canciones (King of the Delta Blues Singers). Y su éxito llegaría (creo) antes en Inglaterra que en los USA, gracias a los grandes del rock británico, quienes lo reivindicaron como una de sus referencias fundamentales. Estoy hablando de Alexis Korner y John Mayall, primero, y luego los Rolling, Jimmy Page, Eric Clapton, Mike Fleetwood y un larguísimo etcétera.

El cuarto párrafo del post es una traducción libre de Crossroads, la canción de Johnson que supuestamente evoca el momento que narro. En el primer video se puede oír su propia versión, imagino que "arreglada" a partir de la grabación de noviembre del 36 en San Antonio, Texas. El segundo video corresponde a una versión en vivo de Eric Clapton (estuve tentado de poner la "original" de Cream) que desconozco dónde y cuándo; aun así, cabe aventurar que entre ambas debe haber una distancia de seis o siete décadas.



CATEGORÍA: Canciones y otras líricas

jueves, 8 de mayo de 2008

¿Querrías conocer la fecha de tu muerte? (II)

Alberto, Alberto, ¿qué te ha pasado? Él me mira, rayos son sus miradas, atraviesan mis ojos e incendian mi cráneo. Habla despacio, como si las palabras le arañasen la garganta: Clara, puede saberse. Está escrito, ¿recuerdas? Y si yo sé leerlo ... Entonces calla y veo el miedo, velo gris que asemeja el sueño. Le pesan los párpados, mas sus puños me atenazan las manos. Sigue ahora un susurro asustado: No es exactamente información genética; al menos no en la forma en que vamos descodificándola. Sería algo así como un metacódigo, un complejo sistema criptográfico de referencias cruzadas que relaciona adeenes de individuos distintos, sin que siquiera las especies sean barrera. Estoy simplificando, Clara, recurriendo a las metáforas que tanto sabes que odio. ¿Cómo decírtelo, si no? Imagina que no fuéramos más que piezas de un inmenso organismo vivo y que la vida de ese ente que es todo nuestro universo fuera representar una historia ya escrita, un guión minucioso y totalitario. No puedo asegurar que esa vida, esa infinita combinación de acciones, sea necesariamente única, que haya de serlo desde el inicio. Porque, si así fuera, no habría tiempo ni vida. Puede pues que cada uno de nosotros, cada una de nuestras células, cada átomo del todo disponga de cierto margen de libertad; puede que se trate de un guión abierto. Mas sé a ciencia cierta que todas las agrupaciones celulares que nos llamamos individuos llevamos inscrita la fecha de caducidad. La muerte tiene apuntada su cita desde el principio y es siempre puntual.

Rüdiger había estado contándome de las investigaciones de mi ex marido. Dormí unas tres horas a golpe de pesadillas y despertares, pero bastaron para calmar la angustia dolorosa. Aleteos de sol me cosquilleaban y abrí los ojos; el alemán, a contraluz, parecía observarme sonriendo. Buenos días, Clara, acabo de hablar con el Hospital; Alberto está mucho mejor; creen que en unas horas despertará. Un café con leche y cruasanes crujientes en la cocina. Ni rastro de los dos hombres; les pedí que se fueran, me dijo. Fue como si se diera permiso para hablar y empezó con voz queda, en un inglés átono y espaciado, revisando cada palabra antes de pronunciarla.

Ya sabes que tu marido es una de las mayores autoridades en la investigación genética de las apóptosis, la muerte programada de las células. De hecho, nuestros laboratorios le contrataron para que se centrara en ciertos procesos degenerativos celulares que están asociados a determinados códigos genéticos; aparecen, la mayoría, a partir de edades avanzadas. Los primeros meses, Alberto hizo progresos extraordinarios, tantos que los directivos estaban entusiasmados y le concedieron aumentos de presupuesto nunca vistos. Empezamos a ensayar algunas manipulaciones genéticas en plantas y animales de laboratorio, con resultados sorprendentes, enormemente esperanzadores. Yo mismo, que desde el principio me volqué en su trabajo, estaba exultante; pensaba que en pocos años revolucionaríamos los tratamientos de la vejez. Si no la inmortalidad, parecía que podríamos ser capaces de facilitar prórrogas cada vez más amplias a nuestros organismos.

Tras los desbordantes éxitos empezaron a llegar reveses inexplicables. Era como si la muerte deshiciese nuestros arreglos. Los nuevos genes provocaban alteraciones no previstas en otros de modo que, con precisiones casi matemáticas, devenían los mismos efectos en los individuos manipulados. Pensamos en la denostada hipótesis de aquel viejo profesor de tu marido, García Carrasco, ¿te acuerdas? Sostenía que todas las instrucciones genéticas estaban rígidamente vinculadas entre sí, de modo que cambiar alguna producía irremisiblemente un "error de sistema". Por supuesto, casi nadie le hizo caso; las pruebas de que estaba equivocado se acumulaban a medida que progresaban las terapias génicas. Pero Alberto empezó a preguntarse si no habría relaciones más complejas, más ocultas, si quieres. Una vez, sin apenas mayores explicaciones, me comentó que dudaba de la autonomía funcional de cada programa genético; el individuo no es el límite, fueron sus palabras finales.

Pero eso fue ya en este último año, cuando había cambiado. Cambió el carácter: se volvió hosco, solitario, malhumorado; pasaba demasiado tiempo en el laboratorio, se saltaba los protocolos, no dejaba constancia de sus notas y no quería comentar sus investigaciones con nadie. Cambió a la vez el objeto de sus trabajos, aunque ninguno habríamos podido concretar cuál era. En todo caso, lo que es incuestionablemente cierto es que dejó de dar resultados y, naturalmente, la empresa se preocupó. No obstante, su gran prestigio hizo que le concedieran un periodo de gracia más que amplio antes de llamarle al orden. Hará un mes le citaron los jefazos y sólo sé que esa reunión no satisfizo a nadie. Tu marido sabía que se la estaba jugando, Clara, que no le quedaba mucho tiempo antes de ser expulsado, incluso desprestigiado profesionalmente. Aun así, nada cambió ni en su comportamiento ni en su actitud. No le importaba, así que no está ahí la razón de su intento de suicidio. Sin embargo, sí pienso que esa razón se encuentre en lo que haya podido descubrir; o quizá en lo que él crea que ha descubierto que, para el caso, viene a ser lo mismo. Pero eso sólo Alberto lo sabe.

Alberto lloraba en silencio, las lágrimas resbalaban mientras sus manos apretaban más y más las mías, tanto que el dolor se empezaba a hacer insoportable. Me acosté a su lado, casi sobre su cuerpo tembloroso. Nos abrazamos y sentí que también yo lloraba sin sonidos, y ambos nos bebíamos las lágrimas del otro. No tendría que ser así, dijo, y era la voz de un niño asustado. Le acaricié la cara, el pelo, le besé en los ojos y en los labios: no tengas miedo. Pero he dejado demasiadas pistas, balbució, ¿cómo no tenerlo?

Poco a poco, los sollozos cesaron y volvió el letargo a su cuerpo cansado. Después, tras un rato largo, quise hacerle la pregunta que me quemaba. Me contestó sin necesidad de que la enunciara: Sí, Clara, sé la fecha de mi muerte; faltan aún varios años. ¿Y el suicidio? ¿Fue para rebelarte, para ejercer tu libertad soberbia? Era un experimento llevado al límite, quizá también un grito desesperado. Siempre tenemos la duda y, sin embargo, mientras me dormía soñé que habría de despertar y también que tú estarías aquí, a mi lado.

Estoy ahora en Nerviano. Dentro de poco ha de llegar el de la inmobiliaria que se ocupará de vender el apartamento. Esta mañana firmé el finiquito. Las maletas están hechas, el billete de avión comprado. No sé dónde está Alberto, pero sí el lugar en que he de esperarlo. ¿Cómo podrás vivir los años que sabes que te quedan? Exprimiéndolos, me dijo, y me gustaría tanto que fueran contigo. ¿Y yo? ¿Conoces la fecha de mi muerte? No, mi amor, podría saberla, pero no quiero, ni quiero que tú la sepas. Esta noche me iré de aquí, antes de que me obliguen a hablar. Ellos ya lo sospechan; ansían los secretos del destino, pero esa ansiedad forma también parte del guión escrito.

El cadáver de Rüdiger apareció una semana después en el Rhin (pobre Rüdiger, había dicho Alberto). Él ya había desaparecido, yo también me había marchado de Basilea. No hablé con los ejecutivos de los laboratorios suizos, casi tampoco le dije nada a Rüdiger. Por supuesto, no creo en lo que me contó mi marido, no creo en un destino escrito ni en una muerte que acude en fechas prefijadas. Pero si creo que Alberto lo cree, y eso me basta. Pero, aunque me niegue a aceptar su teoría, intuyo que está en la base de un juego siniestro de poder y ambición. Quiero alejarme de esa partida en la cual soy un peón frágil y prescindible. Esté o no escrita mi fecha, deseo que no sea pronto, que no llegue antes de reunirme con Alberto. Pero un coche ha aparcado frente a mi casa y, desde la ventana, veo que bajan dos hombres con trajes grises que no parecen de ninguna inmobiliaria.

CATEGORÍA: Ficciones

sábado, 3 de mayo de 2008

¿Querrías conocer la fecha de tu muerte? (I)

¿Querrías conocer la fecha de tu muerte? Esa pregunta rompió su silencio ensimismado; así, a bocajarro, con una mirada muy triste. Había despertado una hora antes. Me lo advirtió, sin abrir los ojos, apretándome la mano que tenía sobre las suyas. Yo llevaba más de tres horas junto a su cama, apenas sin levantarme de la silla, observando en ese cuerpo narcotizado cada uno de sus casi imperceptibles movimientos. Lo escrutaba obsesivamente, como si quisiera descubrir alguna clave que explicara el intento de suicidio de mi ex marido.

Era sábado, hacia el mediodía. Sábado 16 de mayo de 2015, para ser exactos. El día anterior, el viernes 15 de mayo de 2015, serían las nueve de la noche, llegaba reventada y sola al apartamento de Nerviano; ese mes me tocaba la sede de Milán. Tiré el bolso en el sofá de la sala y me encerré en el baño; casi al instante sonó el móvil. En el visor una llamada perdida y luego un nombre, Rüdiger ... ¿Rüdiger? Tardé un poco en recordar: el compañero bávaro de Alberto en el laboratorio de Basilea. Lo conocía muy poco, de los primeros días de Alberto en Suiza; cuarenta y pico, alto y flaco, muy feo y muy hablador, aunque costaba entender su sucio alemán del sur y la cosa no mejoraba demasiado con su inglés. Si Rüdiger me llamaba, algo le había pasado a Alberto.

Pulsé el botón de devolver llamada e inmediatamente la voz de Rüdiger. Clara, es Alberto, muy grave, en el Hospital Universitario, deberías venir ... ¿Qué ha pasado, Rüdiger (maldito acento bávaro)? No me lo quería decir, rodeos titubeantes, pero al fin: barbitúricos, muchos, estaba en coma, había sido en el propio laboratorio, él se había ido a la hora de almorzar, los viernes no trabajan por la tarde, pero había vuelto a las cuatro, quería revisar unos resultados, casualidades, y ahí estaba Alberto, echado boca arriba sobre la mesa de reuniones, con la bata puesta pero sin zapatos. No puede ser Rüdiger, no puede ser. Pero era, y colgué y sin fijarme en lo que hacía llené la maleta pequeña y bajé al sótano y arranqué el coche y lo enfilé hacia la autostrada de los Lagos. No necesitaba activar el navegador GPS: todo recto hasta Basilea; eso sí, cruzando los Alpes y Suiza entera.

Casi hacia medianoche entraba en Suiza. La breve detención en la frontera me obligó a tomar conciencia de mí misma, de lo que estaba haciendo. Venía actuando como si todos mis movimientos fueran guiados por un piloto automático, sin intervención de mi voluntad y mucho menos de mis pensamientos que parecían dormidos. Pero entonces, de pronto, sentí dolor en todo el cuerpo. Crucé la frontera y entré en Chiasso, un pueblito anodino y callado de casas unifamiliares. Callejeé a marcha lenta hasta toparme con un bar abierto en la estación. Sólo dos hombres sentados a una mesa y una camarera negra inmensamente gorda. Cogí una tarrina de plástico que encerraba una ensalada nada apetitosa y pedí un café muy cargado. Cuando me lo llevó a la mesa, la gorda, en un italiano ceceante, me preguntó si buscaba hotel. No, he de seguir viaje, le dije. Bueno, respondió, quizá sea lo mejor; hay que hacer lo debido, aunque sea inútil. ¿Qué quiere decir? Disculpe, no pretendí molestarla, y se fue tras la barra. El rato que pasé allí, mientras comía, sentía su mirada fija en mí. Los dos hombres, de improviso, empezaron a discutir a gritos en ruso. No entendía nada y noté que la ansiedad me oprimía. Me levanté y salí.

Lugano, Lucerna y otras poblaciones de toponimias italianas primero y alemanas después; todos entrevistos como mosaicos de luces indiferentes desde la autopista y a velocidad constante. No iba rápido, el aire fresco de la primavera alpina me mantenía despejada, recordaba a Alberto, nuestros veintitrés años de vida en común. Nos separamos porque no podíamos vivir juntos; demasiadas diferencias en nuestros anhelos de incompatible coexistencia. Y, sin embargo, cada uno sabía que no quería vivir con nadie que no fuera el otro. Evoqué los intentos tímidos de un arreglo cuando decidió aceptar la oferta de Basilea; pensamos entonces en Lugano, a medio camino entre Milán y su nuevo laboratorio. ¿Fue mi orgullo el que truncó una opción de consenso? La duda me agobiaba mientras conducía; me incomodaba cuestionar mi "versión oficial"; necesitaba sostener ante mí misma que Alberto no cumplió su parte, que me seguía debiendo algo.

Casi eran las cinco de la madrugada cuando llegué al Hospital Universitario de Basilea. En la recepción había un sobre a mi nombre; era una nota de Rüdiger: que lo llamase. Antes quise ver a mi ex marido, pero no lo permitían. Pregunté por el médico responsable, pero no estaba. Sentía la rabia, una garra espinosa que me apretaba y rajaba las vísceras. Era un dolor que salía hacia afuera, agresivo, pero que, al mismo tiempo, tapaba al otro, más hondo y sordo. La rabia me mantenía activa, el otro me hubiese apabullado, embotado en el agotamiento. Sin darme cuenta empecé a gritar; quería ver a mi marido (ya no era ex). Sin darme cuenta aparecieron dos agentes de seguridad interna; señora, por favor, debe retirarse. Sin darme cuenta, flanqueada entre ellos, levitaba (¿o era yo quien caminaba?) hacia el aparcamiento. ¿Necesita que la acompañemos a algún lugar? La voz del chico (era muy joven) sonaba amable, casi cariñosa. No, gracias, disculpen. Sabemos que hace lo que tiene que hacer; no debe preocuparse, señora; además no gana nada, es inútil. Perdón, no entiendo. Pero ya se habían ido y ahí estaba yo, de pié junto a mi coche, sola frente a un edificio en el que yacía Alberto, mientras el amanecer se insinuaba tímidamente.

Como la otra vez, Rüdiger contestó al teléfono casi de inmediato. Ven a mi casa, me dijo, así podrás descansar; hasta las nueve no dejan entrar a nadie. Me gustó que usara el imperativo, que eligiera frases cortas, inequívocas, que no me diera margen para decidir. Mi cuerpo necesitaba órdenes simples y directas. Pero mi voluntad parecía haberse derrumbado y mi capacidad de raciocinio se deshacía. Conduciendo hacia la casa de Rüdiger no lograba entender las instrucciones del navegador y me costó unos cuantos errores absurdos llegar. Era un chalet precioso, muy al estilo Meier, de volúmenes limpios, sin apenas concesiones. Además, pegado al río; seguro que esa era la mejor zona residencial de Basilea, pensé.

Rüdiger me abrió, de nuevo inmediatamente, ¿todo lo hace en el acto, este hombre? En el mismo umbral me abrazó, sin saludarme siquiera. Mi cuerpo amagó con tensarse; mi reacción instintiva ya absolutamente interiorizada. Pero al cerrarse esos huesudos brazos sobre mi espalda y apretarme hacia él más estrechamente de lo convencionalmente adecuado, sólo deseé abandonarme, disolverme en ese alemán que tan poco conocía. Fue un rato largo, largo y extraño. Fue él quien, despacio y en silencio, aflojó su abrazo y empezó a separarme, casi a cámara lenta, con minucioso cuidado, como si manipulara una fragilísima porcelana (no andaba errado: tal era yo en ese momento). Tranquila, Clara, todo va a salir bien. La vida de Alberto no corre ya peligro; esperan que despierte del coma de un momento a otro. Pero, ¿Por qué, Rüdiger? ¿Sabes por qué ha intentado suicidarse? No, no lo sé; aunque han ocurrido cosas raras en estos últimos meses y tu ex marido ha estado raro. Te lo contaré, pero no ahora. Estás agotada y debes descansar un rato. Querrás que Alberto te vea guapa cuando despierte, ¿a que sí?

Me conduce hacia dentro de la casa, una sala de doble altura y enorme cristalera hacia el lago. Dos hombres se levantan a nuestra entrada, ambos sesentones, cabezas canosas, delgados, trajeados de marca. Señora Carducci, mi apellido de casada declamado a dos voces, suaves y profundas, acentos neutros. Rüdiger me presenta. Los dos son altos mandamases de los laboratorios; ¿qué hacen aquí? Imaginamos que estará agotada, señora Carducci; el doctor Carducci está fuera de peligro, ya se lo habrá dicho el doctor Bauer. Sí, me lo ha dicho, quizá debería descansar un rato, si ustedes me disculpan. Por supuesto, señora; no obstante, cuando esté descansada, cuando su marido se encuentre mejor y lo haya visto, nos encantaría poder conversar con usted sobre él. Naturalmente, siempre que no le moleste. ¿Estará algunos días en Basilea? Rüdiger me rescata de ese educado pero insistente interrogatorio a dos voces que parece una sola, me hace atravesar sus palabras que apenas llego a procesar dirigiéndome hacia un lateral de la sala, unos escalones que bajan hasta una puerta roja, un umbral escondido, protegido de no se qué amenazas intuidas.

Rüdiger abre la puerta y asoma un dormitorio, la cama bien hecha, las persianas entornadas. Vuelve a abrazarme bajo el dintel y ahora soy yo la que, sin pensarlo, aprieto todo mi cuerpo contra el suyo. Noto sus manos acariciando mi espalda, bajando despacio hasta mis nalgas. Me aprieto más, empujo mi sexo hacia el suyo, siento que quiero meterme dentro de él, refugiarme, olvidarme, abandonarme. Acuéstate conmigo, Rüdiger. No sé si lo he dicho en voz alta o sólo lo he pensado. Pero es lo que necesito, descansar abrazada a ese hombre flaco y feo, a quien casi no conozco. Entramos despacio en el dormitorio y, a cada paso, noto que Rúdiger va desabrazándome. De pronto está separado de mí, sus manos en mis hombros, una mirada triste y a la vez divertida. Descansa un rato, Clara, te despierto en un par de horas. Me besa suavemente en los labios y se va. Cierra la puerta roja.

CATEGORÍA: Ficciones