lunes, 27 de octubre de 2008

Sueño asesino

Anoche soñé que mataba a mi hermano. Tengo dos hermanos pero no recuerdo que en el sueño fuera uno de ellos; mataba a alguien que era mi hermano, entendido como una categoría esencial, independiente de la persona concreta.

Lo mataba sencillamente porque sentía la necesidad de experimentar el acto de matar. Supongo que el que fuera mi hermano era una manera de llevar hasta un extremo sacrílego el crimen: matar al que es más cercano a uno mismo; traslación quizá de un instinto suicida.

Una vez matado (no tengo recuerdos de cómo cometía el asesinato), sobre el suelo de cemento de una especie de garaje y armado de un hacha empezaba a descuartizar el cadáver. Pretendía meter cada uno de los trozos en una bolsa de basura, mezclado con desperdicios habituales, y luego ir repartiendo las bolsas por distintos contenedores a lo largo de toda la isla.

Antes de descargar el primer hachazo, me asaltó una tremenda oleada de angustia. ¿Cómo había sido capaz de matar? ¿Y a mi hermano? De pronto, el sueño que hasta ese momento discurría como si todo fuera de lo más normal fue invadido por un terrible dolor paralizante, la conciencia absolutamente íntima de que me había condenado, de que me había negado toda esperanza, cualquier posibilidad de redención.

Imagino que serían unas décimas (de hecho, imagino que los recuerdos que mantengo corresponden a los segundos previos al despertar), pero fueron infinitamente angustiosas; esa angustia que (yo al menos) sólo he atisbado en pesadillas porque no creo que fuera capaz de soportarla despierto. Es la angustia de la negación absoluta, del convencimiento de la ausencia de salida.

Entonces, en el sueño, me dije que en realidad no había matado a mi hermano, que era sólo un sueño. Inmediatamente desapareció la angustia y me preparé para empezar a trocear el cuerpo porque pensé que, ya que estaba soñando eso, lo procedente era llevar el sueño hasta el final y comprobar si mi plan para deshacerme del cadáver funcionaba. Pero en ese momento me desperté.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

miércoles, 22 de octubre de 2008

Walther Hirsch

Más de dieciocho años ya desde la aventura del tren a Munster; olvidarla no, pero sí arrinconarla, amordazarla, desactivar las pesadillas. Pero el pasado se empeña en cobrar deudas atrasadas, parece. A la vuelta del viaje veraniego me esperaba en el buzón de mi domicilio un sobre grande y abultado; sin remitente, franqueado desde Berlín. Dentro un periódico doblado, el General-Anzeiger de Magdeburgo; nada más. No entiendo el alemán, pero me fue obvio que ese envío significaba algo muy concreto. Desdoblé el grueso ejemplar (era del 28 de julio) sobre la mesa de la cocina y, muy despacio, fui pasando una a una sus páginas. Si el pequeño recuadro de una de las últimas hojas no hubiese estado remarcado con rotulador rojo lo habría pasado por alto. Pero ahí estaba, me bastaban poco más de dos o tres palabras para saber lo que significaba y también para confirmar la intuición primera de quién me hacía este envío. Un nombre propio, Erwin Hirsch, y un participio, gestorben ... ¿para qué quería más detalles? Así que adios Hirsch, dieciocho años después de haber irrumpido en mi vida; aunque, en realidad, sin que yo lo supiese, había estado desde antes. ¿Que ya había salido definitivamente de ella? ¿Era eso lo que me decía Rosa enviándome el periódico alemán? Pero, ¿qué significaba la noticia ahora, tanto tiempo después?

Para contar la historia hay que remontarme muchos años antes de la jornada del tren, muchos años antes incluso de mi nacimiento. Si los comienzos existen, uno bueno sería a finales de los veinte: un chico joven deja a su familia de Aquisgrán y se desplaza a Berlín, la capital de la república de Weimar. Se llama Walther y es el hijo único de una familia judía de Aachen, aunque ser judío no era para él una nota definitoria. Los padres del muchacho, profesionales de clase media acomodada, eran agnósticos, se consideraban alemanes y defendían calurosamente las tesis asimilacionistas de Rathenau, amigo personal de la familia y en honor al cual había recibido Walther su nombre.

El día que asesinaron a Rathenau marcó, para Walther, el fin de su inocencia. 24 de junio temprano por la mañana, el ministro atraviesa el parque Grunewald en su descapotable, en una curva de la Koenigsalle está apostado un coche con tres hombres, dos de ellos, oficiales de marina integrados en la tenebrosa Organización Consul y tiradores experimentados. El coche de Rathenau pasa, el otro le sigue y pocos metros inicia el adelantamiento; entonces disparos de pistolas automáticas y dos granadas de mano arrojadas al interior del vehículo. El ministro, pese a todo, logra abrir la portezuela e intenta escapar a pie; es rematado sobre el asfalto. En pocas horas toda Alemania conoce la noticia y Walther, con doce años, por primera y única vez en su vida, ve llorar a su padre.

Tres días después, el funeral: solemne, de estado, las más altas personalidades de la Alemania republicana en el Reichstag (allí estuvo Einstein), oración emocionada del presidente Ebert, traslado del cuerpo en coches a toda velocidad (miedo a más atentados) hasta el pequeño cementerio suburbano de la AEG, huelga de veinticuatro horas ... Walther y su padre fueron a Berlín; ambos caminaron juntos en la gran marcha (dijeron que hasta un millón de personas), codo a codo con obreros compungidos. Inmerso en la multitud, el chaval, que no sabía nada de fábricas ni de revoluciones, sintió la lucha de los proletarios como propia. A partir de ahí, el progresivo distanciamiento de los padres: no podía admitirles que sus reacciones a los tempestuosos meses que siguieron fueran de recogimiento, de retorno a los ambientes judíos que al muchacho se le antojaban ajenos. Walther está en el instituto, soportando una rutina gris y ansiando, cada año más impacientemente, escapar de la aburrida Aachen, ir a Berlín, ingresar en el KPD y trabajar a las ordenes de Thälmann por la revolución y contra el fascismo.

A mediados del 28, Walther encuentra la excusa necesaria para justificar su emancipación. Un medio primo con aspiraciones literarias que lleva ya unos meses en la capital prusiana le habla de un puesto vacante en la redacción de uno de los más importantes periódicos berlineses; si lo quiere es suyo. Se trataba del Berliner Lokal-Anzeiger, un viejo periódico conservador recientemente adquirido por el magnate Alfred Hugenberg, monárquico y nacionalista, que tan destacado papel jugaría, pocos años después, en la toma del poder por los nazis. Pero todo eso no lo sabían en la periférica Aachen y, además, el chico habría firmado con el diablo a cambio de poder vivir por su cuenta. Llegado a Berlín e instalado provisionalmente en el minúsculo apartamento de su medio primo Mathias, Walther tardó pocos días en descubrir dónde se había metido.

Mathias trabajaba en la redacción local del periódico y los primeros días se lo llevó con él en calidad de aprendiz. Una de las primeras salidas fue a entrevistar a un jefecillo del Partido Popular Nacional (DNVP), furibundo anticomunista, antirepúblicano y antisemita, cuyo lenguaje soez y brutal golpeó violentamente al recién llegado. Luego, cuando Mathias le pidió ayuda en la redacción, mostrándole un texto descaradamente laudatorio hacia las odiosas opiniones de ese canalla, comprendió que tal era la línea editorial de su nueva empresa, no en vano el dueño del periódico era el más importante capitoste de ese partido. Pero no acabaron ahí los descubrimientos desagradables. Sólo dos días más tarde, su primo le hizo saber que disfrutaba de su puesto gracias a su amistad íntima con el responsable de sección, cuyos apetitos satisfacía. El caso es que ese hombre, un viejo de más de cuarenta, bajo, calvo y barrigudo, quería que Walther los acompañase en una próxima velada. Iremos a cenar y luego a un hotel de la Fiedrichstrasse, no has de hacer nada demasiado humillante, se trata sólo de ser cariñoso, nos vendrá bien a ambos.

Walther no contestó a su primo; dejó la redacción del Berliner Lokal-Anzeiger y pasó casi toda la tarde caminando por las calles del centro. Sabía que tenía que dejar a su primo, que no podía seguir viviendo con él ni, por supuesto, trabajando para ese periódico fascista; pero no sabía qué podía hacer, solo en la gran ciudad prusiana. Estaba ya anocheciendo y se encontró en un barrio que desconocía, calles sucias, edificios oscuros y mal conservados. De pronto, en uno de esos portales vio una pequeña placa: Die Rote Fahne (La Bandera Roja); el periódico oficial de la famosa organización comunista que combatía valerosamente a los extremistas de derechas. Cuantas veces había fantaseado en Aachen con luchar junto a ellos, con escribir en esas páginas. Ahí estaba el chaval, sin saber qué hacer, emocionado y asustado a la vez, quieto en la penumbra del umbral. Sin previo aviso, un hombre salió del interior del inmueble y chocó contra Walther, ambos al suelo, se levantan, se miran, qué haces aquí, ¿trabajas aquí? Sí, ahí trabajaba ese joven de veinte años, poco mayor que Walther y, sin embargo, cuánto más seguro, más hombre. Se llamaba Erich Mielke y habría de ser la persona más importante en la vida del joven judío de Aquisgrán.

Yo conocería a ese hombre por las fechas del tren a Munster. Para entonces era un anciano de más de ochenta con una larga y muy conocida historia a sus espaldas de la que yo, ignorante, nada sabía.


En mitad de la noche, un ladrón se acerca a tientas a un kiosco. Una palanca y una linterna le bastan para su fechoría. El reparto de la madrugada se presenta sorpresivamente... Una publicidad imprevista para el B.L.A., Berliner Lokal-Anzeiger, el periódico berlinés que informa a sus lectores en tiempo real. Corto animado de 1920, que hace un guiño a un hecho no muy lejano: durante la revolución espartaquista de 1918, los militantes ocupan los locales del periódico. La edición en prensa es requisada, los militantes sólo pueden cambiar la primera plana y el título de la publicación, a la que llaman La Bandera Roja (Die Rote Fahne). Fuente: Europa Film Treasures.

CATEGORÍA
: Ficciones

domingo, 19 de octubre de 2008

Tren a Munster (II)

No, no me había dado cuenta de que Rosa no estaba sentada junto a mí, ni tampoco recordaba cuándo se había levantado. Habría ido al vagón cafetería, pensé; a lo mejor me había adormilado. Pero no lograba vernos, a Rosa y a mí, subiendo al tren, acomodándonos en este compartimento. Me acordaba, eso sí, de la cola en la estación, del abrupto diálogo con el taquillero, de que los dos nos alejábamos hacia los andenes, hacia unas puertas de cristal tras las cuales se difuminaba una luz intensa ... Y ahí se cortaba la continuidad de la cinta de memoria, hasta el momento en que acababa la última canción del último CD de Bob Dylan, abría los ojos y me encontraba con la sonrisa y las palabras del extraño personaje.

Lo curioso es que no estaba demasiado preocupado, ni tampoco mi extrañeza pasaba de una sensación ligera de desconcierto y curiosidad. Se me ocurrió que podía levantarme e ir a buscarla, pero ni siquiera lo intenté porque sabía que no podía moverme. Lo sabía, sí; sentía un absoluto y completo convencimiento íntimo de que había perdido la capacidad de desplazarme por el espacio. No es que notara ninguna carencia corporal ni nada por el estilo; de hecho, me vino a la mente que hacía un rato había estado golpeteando con el pie el suelo del vagón al ritmo de la música que escuchaba. Podía moverme, pero no desplazarme; y esta constatación rotunda, sin asomo de dudas, tampoco generaba angustias o preocupaciones excesivas sino la misma ligera sensación de desconcierto y curiosidad.

Naturalmente, pensé que estaba soñando. El tenue clima de irrealidad que envolvía la situación, incluyendo la conversación cuando menos surrealista con ese individuo, parecía cuadrar con un escenario onírico. Me llamaba la atención, no obstante, la excesiva precisión de los detalles cuando mis sueños, normalmente, son de naturaleza algo más brumosa, no sé si me explico. Pero podría ser, me dije, que la poca definición no fuera de mis sueños sino de mis posteriores recuerdos sobre ellos; a lo mejor, lo que ahora percibo con tanta exactitud se difumine una vez que me haya despertado. Aun así, me parecía extraordinario que pudiese leer de arriba a abajo el papelito blanco con el listado de cada una de las estaciones del itinerario entre Colonia y Münster; que pudiera ver el horario de llegada del tren y comprobar en mi reloj que el rótulo de la estación correspondiente aparecía a la hora precisa por la ventanilla del vagón. Según había leído en la más famosa de las obras de Freud, los llamados sueños hipermnésticos (que exhiben conocimientos que se cree no poseer en estado de vigilia) no son inusuales. Habría memorizado inconscientemente el listado antes de quedarme dormido.

También podría ser que hubiese muerto. Aunque no descartaba la hipótesis del sueño, enseguida se me vino a la cabeza esta otra. Supongo que, al parecerme tan extraño lo que estaba pasando, no veía apropiado que la explicación fuese tan cotidiana. Dormir es algo que hago con regularidad diaria y nunca he tenido sueños de este singular realismo. A lo mejor (o a lo peor, para ser más precisos) había fallecido en algún momento posterior a la escena de la taquilla. Sospeché que el óbito (me recreé con la palabra, tan sonora en su pedantería latina) debió acaecer (porque los óbitos acaecen) a poca distancia temporal (y, por tanto, también espacial) del momento de la compraventa de los billetes. Eso explicaría, pensé, que no guarde recuerdo del tránsito, lo cual me jodía (para qué negarlo) porque, si era verdad que había muerto, me había quedado sin vivir mi propia muerte, sin tener la mínima conciencia de ese momento tan trascendental. Claro que inmediatamente caí en la cuenta de que tampoco viví mi nacimiento, pero eso no sólo no me consolaba sino que exacerbaba más todavía mi rabia. Bien es verdad, me dije conciliadoramente, que tampoco es que tenga ninguna prueba de haber muerto.

Si aceptaba la tan conocida teoría que sostiene que el paso de la vida a la muerte se produce a través del famoso túnel con una inmensa luz blanca al final, donde te espera un ángel que te conduce no se sabe muy bien dónde, entonces no estaba muerto. Con tan grandilocuente escenificación, nadie puede tener dudas de que la ha diñado. Por cierto, en este tránsito hay la posibilidad de marcha atrás, siempre que aún no le hayas dado la mano al tanático portero. De hecho, muchos han vuelto para contar lo del tubo oscuro con la luz blanca brillante. Así que esta teoría cuenta con abundancia de testigos.

Algunos opinan en cambio que, después de morir, se tarda tiempo en darse cuenta de que se está muerto. Mantienen que no hay una discontinuidad clara y, aparentemente, siguen ocurriendo las cosas, siguen pasando los "acontecimientos". Eso sí, tienen algo de irreal, pequeños detalles que chirrían respecto a las formas que acostumbra a desenvolver la vida; tampoco nada escandaloso, sino eso, pequeños detalles. Parece que, de esa manera, el muerto entra en la muerte, en esa nueva "vida", sosegadamente, se le concede una especie de transición para darle tiempo tanto a descubrir su nuevo estado como a acostumbrarse al mismo y asumirlo sin alharacas melodramáticas siempre de mal gusto. A mí, la verdad, me atraía más esta segunda teoría, aunque lamentablemente tenga menos apoyos testificales (sobre las presuntas confirmaciones de espíritus parlanchines convocados en tétricas ceremonias pesan demasiadas sospechas para otorgarles credibilidades genéricas). Debe ser que me tranquiliza, dentro de lo que cabe, que haya una transición suave, que me den tiempo a hacerme cargo de la situación, que no me sienta presionado (justo lo contrario de cómo me estaba sintiendo con el tipo este del tren). Además, aunque lo del túnel fuera verdad, no hay por qué pensar que ese fuera el único tránsito posible, ¿por qué habríamos de morirnos todos con el mismo protocolo?

En ese momento de mis elucubraciones se me ocurrió que cabía una tercera vía y era que no estuviese ni dormido ni muerto, sino en un universo paralelo. A lo mejor, Rosa y yo subimos a este tren que va a Münster de Westfalia y el revisor, al ver los billetes, dijo que nos habíamos equivocado; entonces se habría abierto una puerta cuántica y mi yo, como los electrones en los experimentos de la doble rendija, se desdobló y uno se quedó en este tren y el otro subió con Rosa al que va al Munster de la Baja Sajonia. Pero, la verdad, si bien las historias de los universos paralelos me gustaban desde muy joven, esta opción no podía tomármela en serio. Supongo que se debía al fuerte componente topológico de mi raciocinio: se está aquí o allí, no en dos sitios a la vez. Además, la concepción del tiempo (y del espacio) como un haz de líneas divergentes (y que se cruzaban de vez en cuando unas con otros, única forma de explicar los saltos entre universos distintos) me producía una tremenda desazón; era sentirse perdido en un laberinto infinito sin posibilidad de retorno. Mucho más consoladoras eran las hipótesis del sueño y de la muerte, porque incluso ésta, suponiendo una temporalidad lineal, acogía la posibilidad de los reencuentros con las personas queridas.

Tras todos estos razonamientos (si no es inmodestia así calificarlos) concluí que, sólo con mis pobres recursos mentales, no podía asegurar cuál era mi estado. O sea, que no podía decir si estaba dormido, muerto o en un universo paralelo (aunque, como he dicho, esa última opción casi casi que la había descartado). Sin embargo, lo que sí sabía es que era, que seguía siendo (gracias al cogito ergo sum cartesiano), y esa constatación me produjo gran alegría ya que, en caso de que estuviera muerto, la muerte no era la disolución del ser, de modo que se desmontaban mis peores angustias infantiles (culpa de precoces lecturas de Unamuno). Eso si estaba muerto, porque no necesité más que un instante para percatarme de que el argumento podía volverse del revés, de forma que la continuidad de mi esencia, toda vez que incompatible con la muerte, lo que probaba era justamente que no había muerto ... ¿luego estaba dormido? Pero, en cualquiera de las dos opciones (y no podía concebir que hubiese alguna otra), tenía motivos para alegrarme y, consecuentemente, esbocé una sonrisa que pareció la imagen especular de la del misterioso personaje que seguía enfrente y que juraría que estaba leyendo fielmente mis pensamientos. Como si quisiera demostrarme que así era, dijo:

-Me has impresionado pero creo que te abusas de la fantasía. No parece que hagas mucho caso de la navaja de Occam; ya sabes: la explicación más sencilla es la más probable. Como tampoco quiero que le des demasiado vueltas al coco, te sugiero otra hipótesis: a lo mejor estás vivo y la falta de recuerdos, la sensación de parálisis y la percepción a la vez hiperrealista y confusa, sean debidos a los efectos de una droga. Medita sobre esta posibilidad y recuerda que, como te dije antes, tú y tu mujer estabais viajando hacia Munster (Örtze). Fíjate, hace tiempo que no aparece ninguna estación por la ventanilla.

Instintivamente miré hacia el exterior; una paisaje campestre, uniforme. Pensé que, efectivamente, hacía ya bastante tiempo que no pasábamos por ninguna estación. La última fue Recklinghausen (a las 13:37) y cinco minutos después debía aparecer Marl-Sinsen. Seguro que han tenido que pasar bastante más de cinco minutos. Volví la vista hacia mi reloj y en ese momento sentí un golpe seco en la cabeza.

CATEGORÍA
: Ficciones / Recuerdos

miércoles, 15 de octubre de 2008

Tren a Munster

Acabó la última canción y apagué el walkman. Sólo entonces fui girando la cabeza hacia arriba a la vez que abría los ojos. Lo hice muy despacio, dándome el tiempo requerido reestablecer el pleno contacto sensorial después de casi cuarenta minutos de inmersión autista en la música. Mi mirada se cruzó con otra, la de una cara de hombre que me sonreía, un hombre de unos cuarenta y pico años sentado justo enfrente (no estaba antes), él y yo enfrentados y únicos en ese compartimento del intercity de la Deutsche Bahn entre Colonia y Münster. Sostuve su mirada y su sonrisa un instante, sorprendido y, antes de que decidiera qué hacer, se oyó la voz metálica de la megafonía y, a la vez, los rótulos de una estación y la suave frenada del tren.

-Essen. Es la estación de Essen -me dijo el desconocido en español, con ligero acento alemán.

-Ya-contesté, al tiempo que comprobaba la puntualidad germana de los ferrocarriles alemanes (mi reloj marcaba las 13:02, la hora exacta escrita en el papelito con todas las estaciones del itinerario). Y enseguida pensé que podía pensarse que había contestado en alemán, lo que me hizo gracia, aunque enseguida me dije que mi vecino de enfrente me había hablado en castellano y que me estaba sorprendiendo cuando abrí los ojos. Pero no tuve tiempo de procesar mi sorpresa ni de decir nada más porque,

-Me encanta Bob Dylan, de siempre. Este último disco, Oh Mercy, ¿verdad? Es estupendo, un sonido impactante, ¿no crees? Todavía tiene recursos el viejo.

Sí que era el último CD de Dylan lo que había estado oyendo, el Oh Mercy, que acababa de comprar en una tienda de Colonia, muy cerca de la Hauptbahnhof y de la catedralísima, a un precio bastante más barato que en España. Y sí, también, que me había impactado el sonido (no sabía todavía la asociación con Daniel Lanois) que había logrado envolverme y aislarme de todo, que me había embrujado con esas guitarras de inquietantes resonancias y esos ritmos de extraños síncopes. Sí, sí, sí, pero ¿cómo había podido saberlo ese hombre? Impávida mi expresión (claro):

-Muy bueno el disco, sí. Pero, disculpa, ¿llegabas a oírlo? No imaginaba que se pudiera, debes tener un oído extraordinario.

-La verdad es que sí; tengo un oído muy fino. No creas que siempre es una suerte. A veces he de oír cosas que no quiero; a veces los sonidos que oigo me atormentan, me son una tortura.

El desconocido seguía sonríendo mientras hablaba vocalizando con algo más énfasis del necesario, como si asegurase el dibujo de cada sílaba, armase las palabras que se me antojaban piezas de lego encadenándose en una especie de puente voladizo extendido hacia lo alto y luego, a medida que seguñia hablando, el discurso se hacía una espiral de más y más legos que parecían los primeros pisos de un zigurat. Yo veía esas palabras que oía y me sentía desconcertado porque eran sólidas, pero también porque eran mentira, porque ese tipo no podía haber oído la música de Dylan y era obvio que algo me estaba ocultando. Lo más molesto era que no sabía muy bien qué hacer, ni siquiera qué actitud, qué pose, adoptar. Eso sí, mientras tanto (el mientras tanto no son sino instantes) mantengo la expresión impasible, faltaría más, se trata antes de nada de ganar tiempo, aunque el maldito cerebro ande falto de reflejos y, para colmo, el hombre vuelve a hablar para no darme tiempo a montar mi guardia.

-A mi mujer le gusta Dylan todavía mucho más que a mí. Ella sí es una verdadera fan, una dylanóloga experta. Con decirte que hasta me pone tareas y luego me examina. Siempre, cuando salgo de viaje, me deja un disco y me encarga estudiarlo, escucharlo como con la dedicación y el rigor con que empollábamos los exámenes del instituto. Porque nos conocimos en el Instituto en Aachen, Aquisgran para vosotros, los dos somos de esa ciudad, la capital de Carlomagno (y musitó para sí: Karl der Grosse). ¿Conoces Aquisgrán? (negué con la cabeza) ¿No? Pegada a la frontera con Holanda y Bélgica, no muy lejos de Colonia, a unos setenta kilómetros al oeste de Colonia. Es una ciudad bonita, de ahí somos los dos, mi mujer y yo, estudiamos en el mismo instituto y descubrimos juntos a Dylan, cuando empezaba, en el 62, su primer album, teníamos ambos diecisiete años, era el último curso, luego venía la universidad, pero en ese curso nos enamoramos y los cinco años de universidad separados y escribiéndonos cada semana y las canciones y los discos de Dylan jalonando nuestro noviazgo a distancia. Nos casamos después de John Wesley Harding y antes de Nasville Skyline ...

La torre de babel de legos lingüísticos colma ya el espacio de ese compartimento de tren moderno y ya hemos pasado Gelsenkirchen (a las 13:24) y ahora estamos entrando en Wanne-Eicke (son las 13:29, puñetera puntualidad germana). ¿Para qué me cuenta todo esto? Sigue sonríendo mientras habla despacio, mientras desgrana esas sílabas de aristas algo toscas pero, justo es admitirlo, bien armadas. Queda casi una hora hasta Münster, no puedo seguir así, a la merced de una voluntad que desconozco que pretende. No sé estar sin saber a qué atenerme, no sé asumir las cosas como vienen, no sé aceptar a las personas cuyas intenciones ignoro, cuyos códigos no están previamente verificados. Tengo pues que romper este flujo, al menos lo suficiente para organizar mi estrategia, para, al menos, aventurar qué es lo que quiere este hombre.

-Estás preguntándote que para qué te cuento todo esto (maldita sea, va tres pueblos por delante), ya lo sé. ¿Cómo decírtelo? Te diría que necesito que me hagas un favor y, a la vez, que me dejaras hacerte yo uno a ti (cada vez me desconcierta más; necesito que se calle, que me de tiempo). Pero no me vas ni a entender ni a creer; no si no te explico antes otras cosas. Yo te había visto antes, en la estación de Colonia, estaba detrás vuestro en la cola de la taquilla ...

Nos había visto antes, en la estación de Colonia. Allí, mientras hacía la cola, abrí el CD de Dylan; allí vio cuál era, por eso lo sabía. Pero, ¿para qué esta farsa? ¿Nos ha seguido hasta el tren? ¿Qué pretende este hombre?

-No, no vayas a pensar que soy un loco o un psicópata o nada por el estilo. Os vi en la cola, sí, pero no os seguía. Yo también quería ir a Münster, este es mi último viaje, el más importante: de Aachen a Münster y una noche aciaga en Köln (y musitó algo en alemán) ... Vosotros queriais ir también a Münster, a Münster de Westfalia, ¿verdad? No a Munster de la Baja Sajonia, supongo. No, seguro que no, qué os habría de interesar esa pequeña ciudad, salvo que fueras militar y no tienes pinta. Ese Munster, el de la Baja Sajonia, el que está unos kilómetros al sur de Hamburgo, no tiene ningún interés turístico. No puede ni compararse con el Münster de Westfalia, esa sí que es una preciosa ciudad, su centro medieval, su historia ...

¿De qué coño me está hablando este hombre? Münster de Westfalia, claro. Llegar hoy a Münster al mediodía, pasar la tarde viendo la ciudad, dormir en un pequeño hotel en el centro y mañana seguir hacia el norte, hasta Bremen. ¿Qué dice de la Baja Sajonia? Miro instintivamente el papelito blanco con el listado de estaciones; la lista de estaciones desde Köln a Münster y, entre paréntesis, Westf; pues claro. Y justo ahora, a las 13:37, el tren está entrando en Recklinghausen, exactamente como dice el horario.

-Veo que no me entiendes. Seguro que recuerdas tus dificultades hace un rato con el taquillero, cuando le pediste, en inglés, dos billetes a Münster. Seguro que te diste cuenta de que al hombre le disgustó que le hablaras en inglés; aun hoy hay muchos alemanes mayores que detestan esa lengua, que se sienten algo humillados al oírla. Pero no toda la culpa es de su mal humor; espero que no te moleste que te diga que tu pronunciación de las vocales de nuestra lengua no es demasiado correcta. Tu Münster sonó más Munster. ¿No te acuerdas de que el taquillero te insistió para que aclarases tu destino? Oí que te daba a escoger entre Niedersachsen y Westphalia; seguro que no entendiste los nombres de los lander en alemán. Repetiste varias veces Munster, con tono algo impaciente, sin aclarar nada. Y el hombre, ya malhumorado, te dio dos billetes diciendo en voz alta que eran para Munster (Örtze); y seguro que lo hizo sabiendo que no querías ir ahí, que te estaba haciendo una faena.

Empiezo a entender, no del todo, pero empiezo a entender. De pronto ya no me importa tanto descubrir las intenciones de este tipo; ahora lo prioritario es aclarar si, efectivamente, compré pasajes para otro trayecto, comprobar si estamos en este tren que va desgranando puntualmente las estaciones del itinerario a Münster de Westfalia con unos billetes para otro destino, por muy similares que sean ambos nombres.

-Me parece que vas comprendiendo. ¿Ves cómo antes de nada tenía que explicarte algunas cosas? Sin embargo, no saques conclusiones apresuradas. No os equivocasteis de tren, tomasteis el que marcaban vuestros billetes; ahora tú y tu mujer, esa chica tan guapa era tu mujer, ¿verdad? estáis viajando hacia Munster (Örtze). Noto que vuelves a desconcertarte; tranquilo, no te pongas nervioso y déjame que te lo explique. Pero antes díme, ¿acaso no te has dado cuenta de que viajas solo, que tu mujer no está aquí?


CATEGORÍA: Ficciones / Recuerdos

sábado, 11 de octubre de 2008

Egzersis de Ladino

Kuando los reyes de Espanya arrondjaron a los djudios, eyos portaron la lingua ke avlaban i ke ainda avlan 150.000 personas. Asigun la vikipedia, el ladino de los sefaradim es al kastiyano komo el idish de los ashkenazim al alman. La majorita de los djidios espanyoles sentaronse en el Imperio Ottomano, porke Bayaceto II los resivio de korason; disho el sultan: Gönderenler kaybeder, ben kazanırım (Ken los embia piedre, yo gano). Fundaron komunitas en munchas sivdades; Salonika la mas emportante. En esta sivdad, ainda a la fin del syékolo XIX, el 65% de su populasyon era sefardim i el djudezmo era la lingua franca ke avlaban todas las etnias.

A las fines del syékolo XVIII se formo una komunita djudya ke yego a ser de emportansa en la sivdad danubiana de Rouschouk. Esta sivdad fue la kapital del vilayato ottomano del Danubio, un grande merkado i tambyen sentro kultural (kuna del nasionalismo bulgaro). Las primeras famiyas eran los Ventura, Gartziani, Rozani, Canetti, etc; todas eyas sefaradim ke veniyan de Turkiya. Los sefaradim de Rouschouk (komo la majorita de eyos) eran orgolyozos de su alkunya i de su kultura; se desiya ke despresiavan a los ashkenazim en jeneral.

En Rouschouk, en 1905, vino al mundo Elias Canetti; el mizmo mos konta komo era la sivdad: "Ayi biviyan jentes de los mas diversos orijines, en un mizmo diya se puediyan eskuchar siete o ocho linguas diferentes. Estavan los bulgaros, ke veniyan del kampo; avia munchos turkos ke biviyan en su maale, i djunto a este estaba el maale de los sefaradim, el muostro. Avia gregos, albanos, armenios i zinganos. Los rumanos veniyan de la otra oriya del Danubio. Tambien avia rusos". El ninyo Elias avlaba espanyol (no desiya djudeo-espanyol o ladino) ama a los sej anyos va a bivir a Manchester con sus padres y cambia al inglez; en 1913, ovligado por su madre, ambeza el alman ke sera desde estonses su "lingua materna".

Las komunitas djudyas europeas kaji desparesieron dempues de la primera gerra i el final del imperio ottomano. En la Shoa, unos 150.000 sefaradim ke avlavan djudeo-espanyol fueron asasinados; la Shoa (el holocausto) kavzo la kaji completa desparision de la kultura sefaradi. La fundasion de Israel permetio el engrandesimento de komunitas sefaradim en munchas sivdades i tambien el apoyo ofisial de la lingua (Autoridad Nasionala del Ladino), lavoro en el kualo abedigua el Estado espanyol. Oy el ladino lo avlan unas 150.000 personas y en Espanya pokos lo konosen.


Este precioso tema lo canta Flory Jagoda, una mujer sefardí de más de ochenta años, originaria de Vlacenica en Bosnia y residente en Estados Unidos. Jagoda es la gran matriarca de la música sefardí y por eso, en marzo de 2003, en la ceremonia de colocación de una placa en judeo-español en el campo de Auschwitz-Birkenau, fue quien cantó la que en aquellos aciagos días fue el himno de los sefardíes exterminados en el holocausto: Arvoles yoran por luvyas / I muntanyas por ayres / Ansi yoran los mis ojos / Por ti, kerida amante. / Torno i digo: ¿ke va ser de mi? / En tierras ajenas yo me vo murir. / Enfrente de mi ay un andjelo / Kon sus ojos me mira / Yorar kero i no puedo / Mi korason suspira. / Torno i digo: ¿ke va ser de mi? / En tierras ajenas yo me vo murir.

CATEGORÍA: Todavía no la he decidido

jueves, 9 de octubre de 2008

Auvers-sur-Oise

Porque tú gusano, ave, simio, viajero,
lo único que no sabes es morir ni creer en la muerte,
ni aceptar que eres tú mismo tu vientre turbio y caliente,
tu lengua colorada, tus lágrimas y esa música loca
que se escapa de tu oreja desgarrada. (1)

La muerte está inscrita en nuestras células; somos mortales, esa es nuestra más verdadera esencia. Todos lo sabemos; al menos desde niños o adolescentes como se sabe cualquier otro conocimiento incuestionable: que el sol sale por las mañanas, que caemos hacia abajo ... A lo mejor por eso, por ser incuestionable, que hemos de morir es de esos conocimientos que sabemos desde fuera, como si no nos concerniera. Hay algunos niños (fue mi caso) de pensamientos morbosos, que transitan por las noches metafísicos callejones sin salida, que sienten paralizadas sus almas frente a muros ciegos que se llaman muerte o también nada. Pero son desviaciones de la razón, son miradas a la muerte siempre desde fuera, por más que abran llagas intensamente dolorosas. El niño ha de aprender (y aprende) a encauzar sus pensamientos, a cerrar puertas peligrosas, a esconder recuerdos ...

No creemos de verdad que hemos de morir, que estamos ya muriendo. La famosa psiquiatra suizo-estadounidense Elisabeth Kübler-Ross (826-2004), la primera que decidió entender y analizar cómo vivían la experiencia de la muerte los moribundos, nos detalla en On Death & Dying (1969), las cinco etapas por las que pasa el enfermo a quien comunican que va a morir: negación y aislamiento, ira, pacto, depresión y aceptación. Este proceso, que se recorre (o no) en breve plazo, pone de manifiesto que, antes de saber que tiene una enfermedad terminal, la persona omite la muerte; saberlo es un conocimiento ajeno, mudo, que no produce ninguna reverberación en las cuerdas íntimas de lo que somos, de nuestros yoes. Por eso cuando la enfermedad que irremisiblemente va a llevarnos al final irrumpe con tan desconsiderada brutalidad, cuando se nos presenta como un hecho cierto (cáncer de pulmón con metástasis hasta en el cerebro, por ejemplo), la primera etapa es negarla. Porque lo que negamos, en el fondo, no es el diagnóstico, sino que hayamos de morir. Nuestras células, nuestro cuerpo, todavía no saben que son mortales. Y ese conocimiento, el del cuerpo, es el único que es verdaderamente verdadero.

Tengo la intuición de que, a medida que nos hacemos mayores, por mero proceso biológico, el cuerpo va conociendo que es mortal. Esa conciencia íntima, profunda, va calando poco a poco, contagiándose quizás entre las células, discurriendo por hilos nerviosos, flujos linfáticos, saltarinas sinápsis. Creo que, si tenemos suerte, llega un momento en que de verdad sabemos que vamos a morir; entonces, cuando así lo sabemos, estamos preparados para vivir la muerte. Me refiero (aunque sé de mis carencias expresivas) a un conocimiento que llamaría biológico, absoluta e íntimamente materialista; no estoy para nada aludiendo a esperanzas trascendentes. Sé de algunas personas, pocas, que han llegado a ese estado antes de que se les presentara la muerte (y cuando llegó era una invitada que se espera). Yo deseo que así a mí me ocurra. Entre tanto, desde hace poco, a veces atisbo síntomas livianos de que ese conocimiento radical comienza a anidar en mi vientre turbio y caliente.


(1) Los versos de Blanca Varela que abren este post son los finales del poema Auvers-sur-Oise, publicado originalmente en 1972 en el libro Valses y Otras Confesiones (Lima, Instituto Nacional de Cultura). Auvers-sur-Oise es un pequeño pueblo a las afueras de París, cuya fama se debe a que allí vivió sus dos últimos meses Vincent Van Gogh y allí se disparó en el pecho y murió. Según los críticos "el poema va dirigido a Van Gogh, quien encarnaba la contradicción del hombre moderno, en cuanto vivía en un mundo desacralizado por el progreso científico y filosófico sin poder librarse del condicionamiento religioso de siglos. Así Varela lo presenta como un hombre que busca acceso a una casa cerrada, símbolo de lo absoluto de lo cual se siente desconectado" (James Higgins; Hitos de la Poesía Peruana. Lima, 1993). Vale, será al pintor a quien Blanca habla, pero a través suyo soy también yo su oyente. Es un poema largo; quien quiera puede encontrarlo en esta página que nos ofrece, además, el magnífico regalo de la voz de la poeta (la oigo y me asaltan recuerdos de la casa de Santa Teresita).

CATEGORÍA
: Reflexiones sobre emociones

martes, 7 de octubre de 2008

Un día perfecto en Roma

La semana pasada leí Un día perfecto (Un giorno perfetto), la última novela de Melania G. Mazzucco, publicada en septiembre de 2008 por Anagrama, si bien en italiano salió en 2005 e incluso ya hay hecha una película. Ya había leído, hará un par de años, la novela anterior de esta chica, Vita, con la que ganó el premio Strega y pasó a la primera fila de los actuales escritores italianos. Vita, pese a sus tantos elogios, no me gustó demasiado; la historia —una saga sobre le emigración italiana en América durante todo el siglo pasado— se me hizo pesada. Sin reclamar, naturalmente, la más mínima universalidad para mis criterios literarios, la primera condición que requiero para que un texto me guste es que me sea ameno. Pese a ese primer desencuentro, y animado especialmente por las cálidas palabras que a este libro le dedicó Maritornes (cuyo blog, por cierto, acabo de descubrir consternado que ha sido suprimido), me decidí a comprarlo. Y me alegro mucho de haberlo hecho porque no sólo he disfrutado leyéndolo, sino que la lectura me ha provocado muchas y variadas emociones, reflexiones, sorpresas, curiosidades, recuerdos ...

La novela cuenta la historia de unos pocos y muy distintos personajes con dos núcleos conyugales, el de Emma y Antonio y el de Elio y Maja. El planteamiento estilístico de la autora es ceñirse a una narración cronológica en la que cada capítulo es una de las veinticuatro horas de ese "día perfecto". En cada uno de esos capítulos asistimos a los avatares de algunos de los distintos personajes y a los encuentros entre ellos, siempre en Roma; la presencia de la ciudad en la trama es tan fuerte que puede considerarse ella también como un personaje más de la historia. El día narrado es el viernes 24 de mayo de 2001, en la recta final de la campaña de las elecciones generales que ganaría Berlusconi, iniciando así su segundo periodo como jefe del gobierno italiano. De hecho, Elio, uno de los protagonistas, es un candidato de Forza Italia que pretende renovar su escaño en la Cámara de Diputados. La novela refleja magníficamente, a mi modo de ver, el enrarecido ambiente moral que vivía Italia por esas fechas (actualmente creo que es peor) del que supo aprovecharse, astuta y despreciablemente, il Cavaliere (ambiente que, por otra parte, él mismo había fomentado desde su control de los medios de difusión). Sin duda, la posición de la Mazzucco frente a la Italia berlusconiana, concentrada en la Roma de ese giorno perfetto, es crítica; pero también se adivina que es una crítica desde el amor a la ciudad y al país, un grito personal para contribuir a la tan necesaria (e improbable) catarsis italiana.

Leyendo esta novela me ha venido a la mente, además de muchas otras cosas, la personalidad singular de Roma y la relación entre la ciudad y el estado italiano. Roma es, sin duda, fascinante; pero esa fascinación es en gran medida morbosa. Roma ha sido siempre la quintaesencia del poder y, consecuentemente, crisol de las más miserables pasiones de los hombres. La sangre de Roma son intrigas y corrupciones; su belleza está contaminada de las más perversas maldades. Para mí, que tal sea el alma de Roma, mucho tiene que ver con que en ella se asentara la Iglesia. Aunque puede que la relación causal sea al revés o, lo más probable, ambas se retroalimenten. De ello hablé este verano con un romano: ¿es Roma como es por tener al Vaticano o es la Iglesia como es por estar en Roma? En alguna medida, la casi "imposibilidad" de Italia durante tantísimo tiempo de la Historia, se debe a Roma y al eterno dilema entre el dominio y la independencia que vivieron la ciudad y la península; con el agravante, por cierto, de tantas injerencias extranjeras. Me pregunto qué habría ocurrido si en 1870 se hubiese optado por otra capital; ya sé que era (y sigue siendo) impensable pero no creo que ninguno de los padres de la unificación italiana fuera consciente de la hipoteca con que cargaban al joven estado. ¿Vendrán de aquellos lodos novecentistas (y de otros muy anteriores) estos barros berlusconianos cuyos aires tan bien se respiran en la novela de Mazzucco?

Pero dejo de improvisar banalidades, que carezco de la más mínima autoridad moral. No se puede hablar de lo que no se conoce y una ciudad no se conoce si no se ha vivido (he estado varias veces en Roma, pero el turismo no cuenta). Máxime si esa ciudad es Roma y a cuento de esto me acuerdo de la anécdota que se atribuye a un papa romano que, en una audiencia a los cardenales, les iba preguntando qué pensaban de la ciudad. Uno le dice que lleva poco tiempo y el Papa le anima a conocerla; a otro que vive ya desde hace unos años le felicita por lo bien que la conoce; al último, romano como él, le comenta: tú ya sabes que a Roma no se la termina de conocer nunca. Así que, repito, me callo y recomiendo la lectura de la novela de Mazzucco, voz muchísimo más autorizada que la mía para hablar de su ciudad y de sus habitantes.

Es terrible pensar que nuestra vida es una novela sin argumento y sin héroes, completamente inconexa, carente de coherencia, hecha únicamente de pausas y de vacíos, de digresiones sin sentido. (Página 262)

Cuando Emma lo abandonó, no sólo era la ausencia de ella lo que había sufrido. No sólo la ausencia de los niños. Sino también la ausencia de sí mismo. (Página 283)


En este post la canción venía obligada. Justo antes de la primera frase de la novela (Roma se duerme lentamente, hundiéndose en el sopor de la noche.), Mazzucco nos ofrece algunos versos de este tema que Lou Reed nos regaló en su album Transformer, de 1972.

CATEGORÍA: Literaturas

lunes, 6 de octubre de 2008

Andreas Gursky


Este fin de semana he descubierto a un fotógrafo impactante. Hablo de Andreas Gursky, un alemán nacido en Leipzig en 1955 (la RDA entonces) pero criado en Düsseldorf (la RFA). A principios de 2007 saltó a la fama porque una de sus obras (99 Cent II, Diptych) fue vendida, en una subasta de Sothebys en Londres, por 1,7 millones de libras, el record para una imagen fotográfica.

Anécdotas aparte, se trata de un artista interesante. Sus fotografías, de gran tamaño (aunque en el ordenador no podamos apreciarlo), me han sorprendido, especialmente las muchas de arquitectura y espacios urbanos. Me ha sorprendido el uso que hace del color, la multiplicación de detalles, el aura enigmática que aporta a sus escenarios (algo quizás a lo que contribuya la manipulación digital de las imágenes que permite puntos de vista imposibles). Como no valgo para crítico de fotografía (me basta con disfrutar de su contemplación), me callo y pongo algunas de esas imágenes (recomiendo clicarlas para verlas a la máxima resolución en otra ventana).

Shanghai, 2000
. Chromogenic color print.
 280 x 200 cm.

Dusseldorf, 2006
.

Ayamonte, 1997. C Print. 174 x 250 cms.

Kamiokande, 2007. C Print mounted on plexiglass. 222 x 357 cms.

Villa Hermosa, México.

Montparnasse, 1993. 206 x 406 cms.

Atlanta, 1996. C Print. 186 x 256 cms.

Kathedrale I, 2007. C Print. 237 x 333 cms.

May Day V, 2006. C Print mounted in plexiglass. 323 x 216 cms.

San Francisco, 1998. C Print. 228 x 162 cms.

Copan, Sao Paulo, 2002. C Print.

Y acabo este post tan (foto)gráfico con tres enlaces para quien, como yo, no conociera a este hombre y quiera saber algo de él y de su obra: reportaje en El País, un blog, y un artículo (en inglés) de la New York Magazine.

CATEGORÍA: Personas y personajes

sábado, 4 de octubre de 2008

¿Quién es y qué quiere?

Ayer, como todas las tardes, caminé las tres cuadras breves por la acera tachonada. Del vano del bar último me alcanzó aroma de churros y sentí un mareo extraño, y los ojos perdieron el enfoque, y las piernas consistencia. Fue un momento sólo, pero bastó para que se me nublasen los pensamientos, aunque no me detuviera. Pulsé el botón que abre la puerta del tranvía y justo entonces me vino la imagen de ella. La vi con absoluta claridad, como un fogonazo que ilumina nítidamente el oscuro anterior. La vi y la reconocí o, mejor, supe que a esa mujer la había conocido, que alguna vez había formado parte de mi vida. Entonces quise identificarla, intenté fijar su imagen para, mirándola, obligar a mi memoria a que le diese nombre y circunstancias. Intento vano. Dejé enseguida de verla y, al tratar de convocarla, ya no vino el rostro entero sino rasgos sueltos: una nariz algo ganchuda, ojos un poco saltones y muy abiertos, pómulos marcados, tirabuzones castaños cayendo por las mejillas ... Fue un esfuerzo angustioso y doble: retener la imagen, reconstruirla entera y, a la vez, escanear los recovecos de la memoria en busca de recuerdos que la identificaran. Pero nada hallé en mi mente y las imágenes se disolvían; para mayor desastre, mi nervioso buceo hizo que apareciese el rostro de una amiga reciente de facciones levemente emparentadas. Y, a partir de la interferencia, comprendí que el objetivo había volado hasta un próximo fogonazo. Con una molesta sensación de vacío, abandoné.

Anoche me acosté sin que hubiese regresado ese recuerdo. En el medio de la noche (las cuatro de la madrugada eran) soñé con ella y volví a ver su rostro entero y en detalle y supe otra vez que la había conocido. Ella me hablaba con sílabas apresuradas, como si no tuviera mucho tiempo, y lo que me decía era muy importante. Era muy importante y requería que yo hiciese algo, con estos pensamientos me desperté de golpe (las cuatro de la madrugada) y en el mismo segundo del despertar percibí aterrado cómo se fugaban las facciones de su rostro, el contenido de sus palabras. Intenté, de nuevo inútilmente, aferrarlas. La ansiedad era ahora mayor, sensación de peligro, de amenaza grave; la noche, ya se sabe, exagera los miedos. Me costó calmarme y, al fin, dormirme. Menos mal que hoy era sábado.

Esta mañana me despertaron los lametones de mi perra; el sol ya estaba alto y reclamaba su paseo. Ducha, desayuno y un ratito en el parque. De pronto, apareció un cachorro grande, con las enérgicas ganas de jugar de su edad; Cani, ya muy vieja, lo rechazaba displicente. En una de sus cabriolas desorbitadas, el cachorro se enredó en mis piernas y trastabillé. Justo ahí, con el golpe, sentí el mismo mareo de ayer tarde y el fogonazo con su imagen. Ahora sí, me dije, y me dejé caer sobre la hierba, cerré los párpados, busqué desactivar la mente a ver si así ese rostro hecho de pensamientos de la calidad más etérea adquiría algo más de consistencia, la suficiente para hacerse ver en las capas conscientes del cerebro. Pero no, tampoco pude y, al cabo de un rato, abrí los ojos, me sacudí las briznas de hierba, me levanté y volví a mi casa.

Hace apenas un rato, mientras preparaba una tortilla, sonó el teléfono. Al descolgar sentí una premonición de súbita violencia. Una voz de mujer me preguntó si ya lo había hecho. Supe, sin asomo de dudas, que era la voz que me habló en el sueño, aunque seguía sin recordar su sonido. De hecho, tampoco recuerdo ya el de la voz del teléfono. Solo sé que me asusté, que por un tiempo (¿cuánto duró?) se me cortocircuitaron las neuronas. Luego oí por el auricular el tono de la línea libre. Creo que imaginé esa breve frase; que cuando descolgué no había nadie al otro lado. Es la explicación más obvia y tampoco es cuestión de darle muchas vueltas. Aun así, comí la tortilla sin ganas, como alelado. Escribo ahora para exorcizarlo, sea lo que sea.


CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

jueves, 2 de octubre de 2008

Anillos de plata

En 1996 Denny Pattyn, un pastor evangelista de Arizona, fundó el movimiento del Anillo de Plata que, según sus propias palabras, tiene por objeto fomentar la abstinencia sexual hasta el matrimonio. Sus promotores consideran que tienen la misión de motivar, educar y apoyar a los jóvenes para que adopten el estilo de vida de Cristo, manteniéndose vírgenes hasta el matrimonio. Pretenden que la castidad prematrimonial vuelva a ser la norma en vez de la excepción.

La promoción de la castidad se hace mediante la combinación de un mensaje "duro" y otro religioso. El duro consistiría en presentar catastrofistamente el incremento de enfermedades de transmisión sexual y de embarazos adolescentes, ofreciendo la abstinencia como la mejor opción contra los que consideran de los más graves problemas de nuestras sociedades. El mensaje que complementa el anterior muestra la abstinencia sexual no como un déficit, sino como un valor, algo de lo que sentirse orgulloso y que, además, responde a las enseñanzas y virtudes cristianas. De todos modos, la insistencia en los desastres del sexo devalúa, en mi opinión, el mensaje religioso; pero da igual.

Los chavales que pertenecen a este movimiento lucen orgullosos un anillo de plata, que es el símbolo de su decisión de llegar vírgenes al matrimonio. Recomiendan que el niño tenga al menos 12 años y que su padres lo sepan y apoyen su decisión. También el movimiento está abierto a aquellos chicos que ya han tenido actividad sexual (todos cometemos errores y necesitamos que nos den una segunda oportunidad). El anillo no se consigue por las buenas; el chaval tiene que asistir a un show de unas dos horas, pleno de efectos especiales, música, vídeos; al acabar, los aspirantes al anillo pronuncian sus votos de castidad y son premiados con el distintivo (por supuesto, pagan por el acto, por el anillo y por los demás productos que adquieran).

No he encontrado información suficiente para saber en qué consiste exactamente la castidad que preconiza este movimiento; o dicho más precisamente: de qué actos o prácticas han de abstenerse los chicos del anillo. Las cursis canciones del movimiento así como algunas declaraciones que he leído, dejan claro que nada de meter el palito en el agujerito pero ¿a cuantos más actos se aplica la prohibición? ¿Puede un "anillista" besar en la boca, acariciar o ser acariciado? ¿Y masturbarse? Recordando los matices con que nos obsequió Clinton cuando el asunto Lewinsky, no tengo nada claro que la abstinencia esté perfectamente codificada.

El caso es que parece que el movimiento tiene un relativo éxito en Estados Unidos y en países anglosajones. Ha logrado adscribir a sus filas a algunos jóvenes famosos (creo que Britney Spears fue, en su día, una de ellos) y va creando una especie de "estado" de opinión, de revalorización fashion de la castidad que, si bien carecerá de relevancia en cuanto a la reducción significativa de embarazos adolescentes o enfermedades sexuales, sí vale para apuntalar discursos agresivos e interesados de determinados grupos (muchos vinculados a la Iglesia Católica, aunque los del Silver Ring no provengan de sus filas). Así, supongo que muchos de los que ven con simpatía a esta gente, compartirán el deseo de una sociedad puritana (en lo sexual) y que vuelvan a reprobarse los comportamientos de quienes no son castos.

Recientemente, en la gala Video Musical Awards 2008 de la MTV, un humorista británico llamado Russell Brand se dedicó a ridiculizar a Bush, Sarah Palin y a los Jonas Brothers (un grupo por vinculado al movimiento cristiano de la castidad), burlándose de quienes llevaban el anillo de plata. Entonces, Jordin Sparks, la ganadora del Operación Triunfo americano, una chica negra de 18 años, subió al escenario para, enfrentándose al humorista, decir ante las cámaras que "no está mal llevar un anillo de la pureza porque no todos, chicos o chicas, quieren ser unos guarros (sluts)". Por lo visto, la chica se ha convertido en una especie de heroína americana (máxime cuando el "gracioso" era foráneo) que se suma a los efectos de la nueva oleada conservadora personalizada en la aspirante a vicepresidente por los republicanos (el ama de casa que viene a salvarnos, como dice un amigo). Pero lo que quiero resaltar de la breve frase de la Sparks es su inequívoca calificación de quienes no son castos; lo grave no es que se fomente la castidad, sino que ese fomento vaya unido a la descalificación de los otros, los guarros.

En otro orden de cosas, es evidente que la castidad garantiza la inmunidad al embarazo y a las enfermedades de transmisión sexual; sin embargo, apostar desde la política pública por dicha opción no es precisamente el mejor camino, sino el de fomentar la educación sexual. Estados Unidos, con sus graves carencias en educación sexual (en gran medida debidas a los hipócritas planteamientos puritanos), tiene efectivamente unas tasas altísimas de maternidad adolescente (mayores que la India o Ruanda); en cambio, los países con menores índices son justamente los que socialmente tienen actitudes más abiertas a la educación sexual: Holanda, Dinamarca, Suecia y Alemania (en ese orden). La propia Unicef reconoce que los cambios de las políticas públicas (y la valoración social) pasando de recomendar la abstinencia a promover la educación sexual (con las infraestructuras sociosanitarias adecuadas) fueron clave para que en muchos países se lograra una reducción significativa de los embarazos adolescentes. El problema (público) de quienes defienden la abstinencia es que, a la vez, se ven obligados a oponerse a la educación sexual; ¿qué sentido tendría recomendar el uso del condón cuando se insiste en la castidad?

Está también el eterno asunto de la demonización del sexo, una obsesión de todas las iglesias cristianas desde la noche de los tiempos (creo que San Pablo tuvo mucho que ver en esto). Nunca he logrado entender (desde mis primeras experiencias sexuales adolescentes) por qué la castidad es algo tan importante a la que se atribuyen valores morales excelsos. Desde luego, lo de que ese era el "estilo de vida" de Cristo no deja de ser una mera invención. ¿Quién sabe si Jesús tuvo relaciones sexuales y qué opinaba al respecto? En mi opinión (y algo sé del asunto), esta "ética de la castidad", esta pretensión de que se trata de "valores morales", a lo único que conduce es a la infelicidad personal de muchas personas.

En fin, que aceptando que haya quienes promuevan la abstinencia sexual hasta el matrimonio, creo que no estaría mal que hubiese, en igualdad de derechos y de consideración, quienes animasen a experimentar el sexo responsable e intensamente, a conocer el propio cuerpo y el de los otros, aprendiendo a recibir y dar placer. Pienso que un movimiento de estas características (el opuesto al del anillo de plata), desmontando los prejuicios sobre el sexo, contribuiría mucho más a la felicidad de los humanos. Pocas actividades existen (si es que hay alguna) que faciliten más el acceso a estados de felicidad, de alegría, de bienestar físico y espiritual y, lamentablemente, pocas personas son capaces de aprovecharlas tanto como deberían. Y, en vez de aprender a hacerlo, nos ponemos a fomentar la castidad. Pues vale.


PS: Había pensado poner alguna de las cancioncitas de la órbita de los silver rings pero, la verdad, es que las pocas que he oído no me van demasiado (demasiado ñoñas para mis gustos musicales). Así que pongo una de bastante más calidad, del incombustible Celentano, ya por los setenta tacos. Este tema lo descubrí hace unos días gracias a la última novela de Mazzuco, Un Día Perfecto (muy recomendable); uno de sus personajes pretende oir la canción mientras está en su coche.

CATEGORÍA: Sexo, erotismo y etcéteras