sábado, 31 de octubre de 2009

¿Cuántos sudokus hay?

Al poco de popularizarse los sudokus me aficioné a ellos y, a la fecha, he adquirido bastante destreza resolviéndolos. Un amigo, viendo que dedicaba cualquier rato muerto a este pasatiempo, me dijo que pareciera que quería hacer todos los sudokus existentes. Es obvio que esa tarea es inalcanzable y además, aunque lo fuera, uno ni se daría cuenta. Al ser sólo combinaciones de cifras, se puede hacer varias veces el mismo sudoku sin percatarse de la repetición. Pero me intrigó el enigma que titula este post. Porque, evidentemente, hay un número finito de sudokus y dicho número tiene que poder ser calculable. ¿Cómo?

En el sudoku canónico (un cuadrado de 9x9 dividido en nueve "cajas" de 3x3) se usan todos los dígitos a excepción del cero y, una vez resuelto, cada uno de ellos aparece nueve veces. El sudoku más sencillo sería el que solo usa las cuatro primeras cifras, conformado por cuatro cajas de 2x2. Los sudokus "normales" (los que son cuadrados) crecen exponencialmente en tamaño. En términos generales, un sudoku en el que se juegue con n cifras (n tiene que ser el cuadrado de un número natural) tendría n2 casillas, n filas, n columnas y n cajas. En el sudoku canónico, si nos quedamos con una cualquiera de las cajas (o, si se prefiere, una única fila o una única columna del cuadrado completo) es evidente que el número total de "soluciones" distintas es el total de permutaciones de las nueve cifras; o sea, 9! que es 362.880. Como la cantidad es muy grande, vayamos al sudoku n=4. Obviamente, existen 4! (24) posibles cajas; las siguientes:

Identificando con un código cada una de las cajas posibles, un sudoku de n cifras se puede denominar como una sucesión de n códigos. Por tanto, el número total de sudokus posibles sería todas las combinaciones de las n! cajas tomadas de n en n. En el caso de los sudokus de 9 cifras, se trata de C(362.880, 9) que equivale a 362.879 x 362.878 x 362.877 x 362.876 x 362.875 x 362.874 x 362.873 x 362.872, lo que da la astronómica cifra de más de 300 septillones (3,0065E44). Descendiendo al modestísimo sudoku de cuatro cifras resulta un total de 10.626 combinaciones, cantidad que al menos nos es inteligible.

Claro está que de todas esas combinaciones la inmensa mayoría no son sudokus válidos. Para verlo con facilidad volvamos al sudoku más elemental de 4 cifras con 24 posibles cajas. Tomemos la caja 1 para el ángulo superior izquierdo. En el ángulo superior derecho podríamos colocar, en teoría, cualquiera de las restantes 23 cajas, pero (como se ve en el siguiente dibujo) sólo valen 4 de ellas, las coloreadas de verde. Si ponemos cualquiera de las otras 19 cajas a la derecha de la primera en alguna de las dos filas resultantes (o en las dos) se repiten cifras. Así que de todas las posibles combinaciones cuya primera caja es la 1 sólo son válidas aquellas cuya segunda caja es la 17, la 18, la 23 o la 24.

Si ahora ponemos la tercera caja (la que iría en el ángulo inferior izquierda) es fácil comprobar que, para cada combinación válida de las dos primeras cajas, sólo cumplen cuatro cajas. Así pues, tenemos dieciséis combinaciones válidas de tres cajas (que son las que se muestran en la siguiente figuras agrupadas en columnas por cada una de las cuatro combinaciones válidas de las dos primeras cajas). Como sabe quienquiera que sea aficionado a los sudokus, resueltas (n-1) cajas de un sudoku la restante es única; por tanto, la cuarta caja de nuestro sudoku elemental es sólo una posible. Ahora bien, por la misma razón, esas dieciséis combinaciones posibles de tres cajas (recordemos que la primera de momento es siempre fija) no son todas válidas. En el dibujo siguiente se ve que las cuatro combinaciones centrales no permiten una cuarta caja válida. Nos quedan pues, 12 combinaciones de las cajas superior derecha e inferior izquierda para cada caja superior izquierda. Como hay 24 cajas que podemos poner en el ángulo superior izquierda, es inmediato concluir que existen 288 sudokus de cuatro cifras y no las 10.626 combinaciones posibles si no se tuvieran en cuenta las reglas del juego.

Si ahora ponemos la tercera caja (la que iría en el ángulo inferior izquierda) es fácil comprobar que, para cada combinación válida de las dos primeras cajas, sólo cumplen cuatro cajas. Así pues, tenemos dieciséis combinaciones válidas de tres cajas (que son las que se muestran en la siguiente figuras agrupadas en columnas por cada una de las cuatro combinaciones válidas de las dos primeras cajas). Como sabe quienquiera que sea aficionado a los sudokus, resueltas (n-1) cajas de un sudoku la restante es única; por tanto, la cuarta caja de nuestro sudoku elemental es sólo una posible. Ahora bien, por la misma razón, esas dieciséis combinaciones posibles de tres cajas (recordemos que la primera de momento es siempre fija) no son todas válidas. En el dibujo siguiente se ve que las cuatro combinaciones centrales no permiten una cuarta caja válida. Nos quedan pues, 12 combinaciones de las cajas superior derecha e inferior izquierda para cada caja superior izquierda. Como hay 24 cajas que podemos poner en el ángulo superior izquierda, es inmediato concluir que existen 288 sudokus de cuatro cifras y no las 10.626 combinaciones posibles si no se tuvieran en cuenta las reglas del juego.
Naturalmente, con lo expuesto hasta aquí no he hecho más que tantear el terreno sin avanzar apenas nada en el problema. Sólo he "contado" las combinaciones válidas entre muy pocas posibles pero sin llegar a entender todavía los mecanismos que subyacen en la selección de aquéllas, paso indispensable para poder establecer la fórmula de la que resultara el número de sudokus de n cifras. Como el número de cajas posibles si es conocido (n!) y, en el caso n=4, resultan 12 combinaciones válidas por caja y 12 es (¿casualmente?) 4!/2, podría aventurar que la solución sería n! x n!/2. De ser cierto, habría 65.840.947.200 sudokus canónicos válidos. Pero no es más que una conjetura con escasísima base que intuyo errónea.

Así que seguiré dándole vueltas al asunto en algún otro rato libre. Pero la respuesta que busco no es la que he descrito. Hasta ahora he elucubrado sobre el número total de sudokus posibles completos. Pero un sudoku es un cuadrado de nxn casillas en las que en algunas aparece una cifra y otras están vacías. ¿Cuántos sudokus incompletos existen? Esta es la pregunta que de verdad me intriga. Naturalmente para que cualquiera de esos cuadrados incompletos sea válido ha de cumplir la condición de que en cada una de sus casillas vacías sólo pueda ponerse una de las n cifras disponibles. Es decir, que pueda solucionarse llegando a uno de los sudokus completos válidos y sólo a uno. Está claro que para cada uno de todos los posibles sudokus completos hay un número determinado de sudokus incompletos cuya solución nos lleva a él.

Generar todos los sudokus incompletos posibles de un sudoku dado es, en teoría, bastante sencillo: basta con ir borrando de forma ordenada cifras de las casillas. Así, en un sudoku de cifras (y n2 celdas) generamos primero todos los sudokus incompletos con una casilla en blanco (salen obviamente n2 sudokus cuyas soluciones son evidentes); luego pondremos dos casillas en blanco en todas las combinaciones posibles; después tres, también en todas las combinaciones; y así sucesivamente hasta tener de nuevo n2 sudokus en los que sólo hay una celda con cifra (éstos son irresolubles, claro está). Generalizar esta mecánica en una fórmula también es simple: se trata de la sumatoria de todas las combinaciones de n2 elementos tomadas de k en k, donde k varía desde 0 hasta n2 (están incluyéndose el sudoku completo y el sudoku vacío). Ahora bien, esta sumatoria es igual a 2 elevado a n2 (a lo que habría que restar 2 si no queremos incluir ni el sudoku completo ni el vacío). Así que, para cada sudoku completo de 4 cifras, resulta que hay un total de 65.534 sudokus incompletos (no cuento los dos singulares). Como ya calculé que había 288 sudokus válidos de 4 cifras, en teoría podría haber 18.873.792 sudokus incompletos de 4x4. En el caso del sudoku canónico las cantidades, lógicamente, se nos disparan. Por cada sudoku válido habría 2,417 cuatrillones de sudokus incompletos y, suponiendo que mi anterior conjetura es válida (que seguro que no) tendríamos un total de 159.193,642 quintillones de sudokus incompletos de 9x9.

Por supuesto, las cifras anteriores son erróneas porque muchísimos de esos sudokus incompletos derivados de uno completo se repiten entre los derivados de otro también completo. Justamente los sudokus incompletos repetidos son aquéllos no válidos ya que pueden tener más de una solución; es decir, son derivados de más de un sudoku completo. Nótese que, con el método propuesto, no se pueden generar sudokus sin solución (los que a veces me he encontrado cuando en una casilla no va ninguna de las nueve cifras disponibles) ya que todos derivan de sudokus completos válidos. Por tanto, calculando el número de repeticiones y restándoselo al total de sudokus completos se llegaría a la respuesta de mi enigma. ¿Cómo se calculan las repeticiones? Pues de momento no lo sé y ya es la hora de almorzar.

PS: Supongo que este post bate el record entre los tantos aburridos que he escrito. En consecuencia, quien haya llegado hasta aquí sepa que cuenta con mi rendida admiración.


CATEGORÍA: Curiosidades dispersas

viernes, 30 de octubre de 2009

El teléfono cuando era niño

Un personaje de un relato de Margaret Atwood (ahora no me acuerdo del título) comenta que siempre se siente incómodo hablando por teléfono y lo imputa al respeto reverencial que en su infancia sus padres atribuían al aparato. El personaje, trasunto biográfico de la autora, vivió la niñez en Canadá veinte años antes que yo la mía. Pese a las distancias geográficas y, sobre todo, temporales, a mí me ocurre lo mismo. El teléfono es para dar recados, no para charlar, decía mi padre; y se cabreaba en cuanto la conversación pasaba del par de minutos. Hablo de finales de los sesenta, cuando la tele (en blanco y negro) era una adquisición reciente y mágica y el teléfono, el único teléfono de la casa, un armatoste negro y pesado de baquelita, estaba en la repisa de la cómoda-aparador color crema que había en la sala de estar, a mano izquierda según venías de la puerta de entrada a nuestra casa.

Ninguno de nosotros podía telefonear sin pedir previamente permiso y, para obtenerlo, había que justificar la necesidad de la llamada. Por aquella época, que yo sepa, no se pinchaban las líneas, pero mucho más me cuidaba de lo que decía pues rara vez podía hablar sin que hubiera nadie en la habitación y, desde luego, recurrir a subterfugios para disfrazar la conversación (susurrar, colocarse con el auricular al otro lado de la puerta) suponía arriesgarse a represalias paternas. Cuando me llamaban, antes de avisarme, cualquiera de mis padres exigía la identificación previa (¿de parte de quien?) y, si no era conocido por ellos, había luego de dar, a regañadientes, el reporte pertinente. Si se trataba de un compañero de colegio (la práctica totalidad de quienes me telefoneaban) casi nunca faltaba el corolario irritado de mi padre: ¿y tan importante era lo que tenía que decirte que no podía esperar a hacerlo mañana en el colegio? Pregunta retórica que, dicho sea de paso, también me soltaba cuando era yo quien quería llamar.

A mi padre ya no se lo puedo preguntar y a mi madre no tendría sentido que lo hiciera (cuando se refiere a nuestra infancia y al comportamiento de ellos hacia nosotros me quedo con la impresión de que habla de otra familia), pero, cuarenta años después, me gustaría entender por qué tanta y tan severa sacralización del teléfono. El argumento de entonces era que costaba dinero y, en cierto modo, eso ya para ellos, niños de la guerra y de la inmediata posguerra, marcaba mucho; tanto que nos transmitieron como uno de los mayores pecados el gastarlo si no era estrictamente necesario (o sea, derrocharlo). Así, hablar por teléfono era siempre un agobio (también para ellos), como si a la vez que la voz del interlocutor estuviésemos oyendo el tintineo permanente de un flujo de monedas cayendo de nuestros bolsillos. No digamos si se trataba de una "conferencia", por ejemplo a los abuelos de San Sebastián, que previamente había que solicitar a una operadora para que, al cabo de unos minutos, cuando se había establecido la conexión, ella nos llamara. Cómo iba uno a hablar relajadamente en esas condiciones.

Pero no basta el motivo económico para explicarlo. Creo yo que el teléfono no era sino un símbolo –entre otros, si bien uno de los más potentes– en el cual cristalizaba el carácter represivo de mis padres. Quizá estarían convencidos de que educarnos requería controlarnos y, por eso, las posibilidades liberadoras de comunicación del teléfono tenían que ser subvertidas. (Me es inconcebible imaginar siquiera que hubiera existido internet durante mi infancia). Porque la cicatería para usarlo en casa se convertía en todo lo contrario cuando estábamos fuera; entonces, a nuestra vuelta después de una tarde sin haber estado bajo su control, los reproches eran por no haber llamado: ¿es que no había ningún teléfono? A medida que crecía (e iba progresando en las transgresiones de los mandamientos familiares) el teléfono fue pasando de objeto prohibido a obligatorio.

Con mis antecedentes es natural que el teléfono no me sea especialmente preciado. Y, aunque me gustaría pensar que me he liberado de los condicionantes paternos, me estaría engañando si creyese que no han calado muy hondo y explican en alto grado muchos de mis rasgos. Por más que en la etapa adolescente, alguna vez, me colgué largos ratos del auricular, esos amagos de rebeldía no removieron los posos y siempre me he sentido incómodo si una conversación telefónica se alargaba demasiado, si se iba convirtiendo en una charla. Pasada ya la rabia hacia mis padres, una vez que, adulto ya, me creí a mí mismo con mi autonomía personal a salvo de sus intromisiones (aunque dudo todavía que esa liberación haya llegado a ser completa), me sorprendo al comprobar que los mantras infantiles forman parte y moldean mis esquemas mentales. De forma que no sólo tiendo a usar el teléfono sólo para dar recados, sino que, ya hace años, me ponía nervioso cuando mi hijo pasaba demasiado tiempo con la oreja pegada (ay si hubiera sido niña) y le increpaba el mismo reproche: el teléfono es para quedar, para decirse cosas concretas, no para enrollarse. Y es que llevamos a nuestros padres dentro; somos, al fin y al cabo, nuestros padres.


CATEGORÍA: Recuerdos

sábado, 24 de octubre de 2009

Los Seis Días de Berlín

En la resbaladiza pista los ciclistas van dando vueltas -la espalda paralela al suelo- y vueltas y vueltas y más vueltas. Hora tras hora, kilómetro tras kilómetro. Hacer girar los pedales, el derecho y el izquierdo, tratar de escaparse, quedarse atrás, chupar rueda del que va delante, goma y acero, un maillot, sudor que gotea, la multitud alrededor, al final de los Seis Días un premio, un baño, un largo sueño, un fotógrafo, un flash, una crónica deportiva, una mujer, champaña, un viaje. Más allá de los Seis Días está la vida, que uno vive porque ha corrido durante seis días y para volver a correr otra vez durante seis días. Uno no ha muerto todavía, pero tampoco vive aún.

Eso ocurría en Berlín, en el Sportpalast, el fantástico edificio de la Postdamerstrasse. Yo estaba ahí, no era más que un niño de siete años y me aburría de tantas horas apretado entre multitudes vociferantes. Mi padre era uno de ellos, uno de los que más gritaba porque tenía más motivos que todos. Su hermano pequeño, el tío Klaus, pedaleaba frenético en ese óvalo absurdo de doscientos metros por vuelta. No puedes imaginarte el entusiasmo de los berlineses de 1925 por esa carrera. Seis días, ciento cuarenta y cuatro horas, sin que las bicicletas cesaran sus circunvalaciones eternas.

Alemania se había vuelto loca, eso decía mi padre, que apenas llegaría a entrever la verdadera locura de la siguiente década. Yo sólo guardo recuerdos dispersos, era muy niño, aunque sí, eran los locos años veinte, pero Berlín no era París y la alegría, el desenfreno, era la máscara de la desesperación, del desgarro más salvaje. Ya estábamos saliendo de la montaña rusa hiperinflacionaria pero los desastres de los últimos diez años habían hecho añicos las almas de los alemanes. La de mi padre, entre muchos.

Los berlineses ansiaban gritar, fundirse en masas exaltadas que se apasionaban ante un mismo espectáculo. Supongo que quienes me rodeaban esa tarde de sábado vivían las mismas emociones que los romanos de hace dos milenios en el circo. O mejor, no eran ellos los que vivían sino esas emociones inmortales que los parasitaban, que vienen pasando de cuerpo en cuerpo a lo largo de los siglos de nuestra especie. Ya no había gladiadores intentando matarse ni cristianos a la espera de ser devorados. Eran hombres jóvenes pedaleando frenéticamente y los espectadores paladeaban su esfuerzo, los animaban para que les dieran más, deseando aún sin saberlo que cayeran exhaustos. Porque nada más que el sacrificio definitivo podía colmar, si bien sólo transitoriamente, esa criminal pasión de las masas.

Esa carrera a la que asistí era la decimotercera edición de los famosos Seis Días de Berlín; todavía hoy se sigue celebrando. La prueba provenía de los Estados Unidos, de finales del siglo XIX. Al principio corría un único corredor y paraba cuando no podía más, echaba un sueño y volvía a la pista. Luego se impuso que fueran en pareja y así uno podía descansar mientras el otro pedaleaba. Mi padre había querido ser el compañero del tío Klaus, pero mi madre se lo prohibió; tenía miedo de que perdiera el empleo y, además, ya no era tan joven. Pero no le pudo impedir que todos los días de esa semana acudiera al Sportpalast en alguno de los abarrotadísimo autobuses de entonces y pasara allí largas horas.

Para mi tío los Seis Días lo eran todo. Y 1925 era su año; así nos lo había dicho la semana anterior. Quería ganar, ni siquiera le bastaba el podio. Sin embargo, ese sábado ya podía apostarse a que se equivocaba. Iban en cuarta posición, a muchas vueltas de distancia de los líderes, una pareja de Bremen. Mi padre nos había contado en la cena de la víspera que la culpa era del compañero de Klaus. Lo que mi hermano gana lo pierde luego ese pánfilo de Rudi; soy mucho mejor ciclista que él. Mi madre callaba pero sus ojos emitían señales de amenaza, suficientes para que no siguiera por ese camino. Pero era cierto, si Klaus tuviera un compañero de su nivel podría estar más cercano al triunfo. Sin duda que por ese motivo, pedaleaba más tiempo que el otro, intentaba prolongar hasta el máximo su mejor ritmo en un inútil afán de recortar las diferencias.

Serían las ocho y pico de la tarde. Klaus llevaba desde antes del amanecer, muchas más horas de las que le correspondían, pedaleando vertiginosamente, a más revoluciones, muchas más, que sus competidores, o al menos eso nos parecía. Estábamos abajo, casi a pie de pista. Cuando pasaba ante nosotros casi ni tiempo teníamos de distinguir su rostro blanco, cadavérico, los ojos hundidos con la mirada fija, alucinada. De pronto, en la contrarecta, su bici giró hacia la parte más peraltada, como si de la serpiente giratoria se desprendiese, por su propia fuerza centrífuga, una escama rojinegra. Por un instante, en el borde superior de la pista, pareció que se detenía, que mi tío quedaba suspenso en el tiempo. Y enseguida, como si se quebrara algún hechizo, la bicicleta cayó lateralmente y, con Klaus aferrado a ella, se deslizó hasta la valla inferior.

En el centro del velódromo, además de público, se disponía el personal de asistencia. Enseguida corrieron a recogerlo y lo llevaron a la enfermería del Sportpalast. Mi padre, conmigo a rastras corrió como un poseso, aullando el nombre de su hermano. Ya estaba muerto cuando llegamos. Tenía veintisiete años y para él los Seis Días lo fueron todo. Para mí, aquella fue la primera escena de mi personal maldición de las bicicletas. Habría muchas más, ya sabes que en casi todas las tragedias de mi vida ha estado presente ese artefacto diabólico. Y sabiéndolo, ¿cómo te atreves siquiera a plantearme esos planes?

Notas: El primer párrafo proviene del texto de Joseph Roth "La XIII edición de los Seis Días de Berlín", publicado en el Fankfurter Zeitung el 20 de enero de 1925. La foto del Sportpalast, demolido en 1973, es de 1960 (no he encontrado ninguna contemporánea). La segunda ilustración reproduce un óleo de Kurd Albrecht de 1925 titulado "Erstes Sechstagerennen im Sportpalast".

CATEGORÍA: Ficciones

domingo, 18 de octubre de 2009

Sed de catecismo

Porque, en realidad, el comunismo nació para saciar un tipo de sed. Este fenómeno era inevitable, porque en las sociedades contemporáneas se propagó una sed enorme. Por ejemplo, había sed de catecismo, de un catecismo sencillo. Una sed así quema mucho más a un intelectual refinado que a un hombre de la calle. El hombre de la calle siempre dispone de algún catecismo, sustituye uno por otro. Aquello fue algo muy elemental, un simple cálculo matemático. De pronto, empezó a haber de todo en demasía. Había demasiada gente, demasiadas ideas, demasiados libros, demasiados sistemas. Demasiado de todo. Y lo que según los antropólogos de hoy hace al hombre, lo que hace que una sociedad sea humana, es la necesidad de poner orden en esta variedad. Esta variedad es tan horrorosa, se ha vuelto tan horrorosamente grande, que una mente refinada no es capaz de dominarla. No creo que hoy en día nadie sea capaz de proponer un sistema con una mínima honradez intelectual. Es decir, no hay nadie que no sea consciente de la existencia de contraargumentos potentes, básicos e irrefutables, que ponen su sistema en tela de juicio. Hoy en día, para proponer ya no digo un sistema, sino solamente un ciclo coherente de ideas, hay que hacer trampa. Hay que silenciar los argumentos que la inteligencia, la memoria y la lectura nos sugieren. Hay que hacer una elección basada en una trampa intelectual. Hoy, a no ser que alguien posea talento para autoengañarse, sólo un simplón puede ser honrado intelectualmente en el sentido más profundo del término. Y, como ha demostrado la historia del estalinismo, entre los intelectuales, en particular entre los occidentales, el talento para engañarse es monstruosamente grande.

Sin duda la polarización de las sociedades europeas, que empezó a principios de los años treinta, sembró por doquier grupos facistoides, si no directamente fascistas, y trazó una frontera neta entre la izquierda y la derecha. Bien mirado, en la novela
Le mur, de Sartre, se pone de manifiesto la situación de una sociedad partida por el medio, como de un cuchillazo, en esas dos fracciones. Y la necesidad de pronunciarse a favor de unos o de otros. De ahí que defender la posición neutral del pensador resultara tan difícil; esta posición era prácticamente indefendible.

Entonces todavía nadie creía en la victoria del nazismo (1928). ¡Pero si existía un poderoso ejército comunista formado por comunistas incorruptibles y armado hasta los dientes! Mi hipótesis es que, en un momento dado, Stalin paralizó conscientemente el partido. Porque alguien lo paralizó. ¡La política de buscar enemigos entre la izquierda y de organizar huelgas contra el gobierno socialdemócrata de Prusia! El Partido Comunista Alemán organizaba huelgas mano a mano con el partido de Hitler. Pero en toda aquella locura había un método. Tras la llegada de Hitler al poder, en la portada de Inprekor (revista del Komintern), a bombo y platillo un articulazo trinfal del pobre Lenski, que iba a tener un final trágico. Por aquel entonces Lenski estaba en Moscú, pero probablemente viajaba arriba y abajo. E, imagínate, un artículo triunfal para decir que, gracias a Dios, los nazis habían tomado el poder. Que el panorama se había despejado. Que, naturalmente, aquello no iba a durar mucho pero que al menos el engaño de las masas por parte de la socialdemocracia había terminado, que por fin a las masas les había caído la venda de los ojos. Y que llegaba nuestro turno. Y, mirándolo bien, fue lo que ocurrió. El sojuzgamiento de cien millones de habitantes de la Europa del Este, incluidos los dieciocho millones de alemanes, se produjo gracias a Hitler. Sobre los escombros del nazismo. De modo que, al fin y al cabo, Stalin no era tonto.

Los anteriores son fragmentos del libro Mi siglo, confesiones de un intelectual europeo. Se trata de la transcripción de unas largas entrevistas que Czeslaw Milosz hizo a Aleksander Wat en 1965, primero en Berkeley y luego en París. Wat (1900-1967) fue un poeta polaco, simpatizante comunista durante su juventud, represaliado por los soviéticos en la década de los cuarenta, y desencantado de sus compromisos en sus últimos años. Para Wat el comunismo no sólo constituye la diferencia específica del siglo XX, sino que representa la cristalización de lo demoníaco del hombre (en cierto modo, como se ve en uno de los párrafos que he transcrito, el nazismo no fue más que una fase previa necesaria del mismo Mal.) Pero, como acertadamente señala Milosz en el prefacio, lo interesante del libro no es tanto la condena al estalinismo (por más que la abundancia de recuerdos personales aporte una fuerza testimonial de la que carecen los textos de historiadores profesionales), sino la indagación en los factores que hicieron del comunismo un fortísimo imán atractor entre los intelectuales durante todo el siglo pasado y, muy especialmente, entre los occidentales. A estas alturas podría pensarse, ingenuamente, que es un asunto superado, intrascendente. No lo creo. De hecho, es la realidad de los acontecimientos históricos (la caída del comunismo como sistema político) la que lo ha condenado al olvido, al rechazo, pero siguen vigentes los mecanismos intelectuales que, en palabras de Wat, hacen surgir nuestros demonios. La sed de catecismo, dice él, la sed de la simplificación intelectual (incompatible con la honestidad intelectual), que siempre conduce a la polarización, al rechazo de las gamas de grises. En eso no me parece que hayamos cambiado casi nada, no tengo la sensación de que hayamos aprendido la lección (acaso sólo las partes más anecdóticas, por más que atroces, de la historia reciente).

CATEGORÍA: Política y Sociedad

viernes, 16 de octubre de 2009

Weekends convalecientes

Hace dos fines de semana tuve un dolor de cabeza continuado. Me cogía toda la parte izquierda de la cabeza: pinchazos agudos en el cráneo y una sensación de irritación superficial, el oído izquierdo, ese lado de la mandíbula, como si tuviera una infección de muelas, y hasta la garganta. El lunes se había ido y toda la semana pasada estuve currando al agotador ritmo habitual.

Este último fin de semana se reprodujo el mismo dolor de cabeza, pero en el otro lado, el derecho. Además, el sábado pasado me dolía tremendamente el pecho y la espalda, casi al menor movimiento (me tenía que estar muy quieto respirando despacito). Llegó el martes (el lunes fue fiesta) y volví a sentirme aceptablemente bien (no cuento los achaques ya asumidos); lo suficientemente bien, al menos, para volver a aguantar otra semana laboral intensa pese a ser un día más corta de lo habitual.

Ayer por la noche se me taponaron las vías respiratorias y me costó mucho dormir. Esta mañana, a la obstrucción nasal se le sumó un moqueo persistente. Hacia el mediodía me pesaban los párpados y empezaba un nuevo dolor de cabeza, esta vez en el área frontal. He vuelto de almorzar y estoy con una sensación generalizada de agotamiento, aunque no creo que tenga fiebre. Así que, pese a que tendría que dejar redactadas un par de cosas, creo que me voy a ir a mi casa y meterme en la cama.

Me temo que este fin de semana toca gripe o, más probablemente, resfriado (aunque hace un calor tremendo). Los otros dos fines de semana, según coinciden todos, se explican con el estrés en el que ando y el agotamiento acumulado que me pasa factura en cuanto aflojo la tensión laboral. Sea como sea, tampoco es plan eso de estar razonablemente sano durante la semana y enfermo el sábado y el domingo. Lo que debería hacer ya lo sé, pero de la teoría a la práctica ...

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

lunes, 12 de octubre de 2009

Apendicitis

Tenía doce años cuando mis padres, exasperados por mi incorregible rebeldía, me exiliaron a un internado de Baeza. El colegio pertenecía a alguna orden religiosa; no me acuerdo a cuál pero sí guardo en la memoria las imágenes de unos curas largos y escuálidos, negros palos secos, duros y ásperos como todas las muestras de su comportamiento. Las jornadas se sucedían con la monotonía disciplinaria de un régimen militar o penitenciario. A las cinco y media una de esas sombras maléficas pasaba por cada uno de los tres grandes dormitorios quebrando a campanillazos estridentes nuestros sueños. Venía enseguida (todo se hacía deprisa; la ansiedad de aquella premura es el recuerdo más intenso de aquellas semanas) el tiempo de la ducha. Todos en fila, cada uno con nuestra esponja, desfilábamos entre las pocas cabinas del único y enorme gran baño-vestuario del edificio. Así, en orden estricto, nos colocábamos bajo el chorro lacerante de agua fría (pero no helada, como conocí en ocasiones punitivas o cuando el renqueante calentador central se declaraba en huelga) y nos frotábamos rápida pero escrupulosamente, empapada la esponja de un líquido jabonoso de olor acre, bajo la inexpresiva mirada de uno de los "padres" apoyado en el lavabo central de esa sala embaldosada de losetas blancas. Luego, una vez embutidos en el uniforme gris, el desayuno (la colación, se llamaba) en el comedor de mesas alargadas flanqueadas por bancos corridos, simples tablones de madera basta. Nos ponían a cada uno un inmenso tazón de leche con chocolate (nunca supe la marca de esos polvos oscuros cuyos grumos pastosos se resistían a disolverse) y, distribuidos por el centro de la mesa, unos cuantos platos con rebanadas mal tostadas de pan con mantequilla. Mientras comíamos, uno de los curas paseaba a grandes zancadas leyéndonos en voz atronadora y monocorde algún pasaje del Nuevo Testamento; nosotros, por supuesto, debíamos guardar el más absoluto silencio. Hacia las seis y media nos daban la suelta para que fuéramos a nuestros dormitorios y entonces, por primera vez en el día, teníamos permiso para hablar e incluso alborotar sin demasiados excesos, libres de la presencia vigilante de las figuras negras. Después, cuando todavía apenas había luz, salíamos al desolado patio a formar en tres o cuatro largas filas, cada uno en su sitio fijo, ordenados por el apellido, el brazo derecho estirado horizontalmente hasta tocar el hombro del niño que nos precedía y sentir la mano del que estaba detrás. Formadas las filas, todas perfectamente paralelas, cada peón firme a la misma distancia de sus adyacentes, entonábamos dos cánticos consecutivos. El primero, variable según el día, era algún himno falangista de caras al sol, montañas nevadas o camisas azules, pero el segundo siempre era la Salve, en latín, por supuesto. La versión que destrozábamos bajo la impertérrita batuta del padre director, quien aparentaba estar ante el más afinado de los coros gregorianos, era la tradicional castellana, aunque esto lo he sabido mucho después, cuando conocí las versiones de Tomás Luís de Victoria, Pergolesi, Haydn o Schubert. La ininteligibilidad de sus estrofas permitía a los más audaces sustituir los versos latinos por frases ligeramente obscenas, un juego arriesgado ya que si los curas advertían el sacrilegio las funestas consecuencias recaían implacables sobre todo el grupo. Por fin, cumplidos los fervores patrióticos y marianos, teníamos la hora de "educación física" que, para nuestro contento, consistía en partidos de fútbol sobre el cemento, sometidos a un caótico sistema de rotaciones (unos jugaban y otros esperaban su turno). El juego se practicaba con los uniformes, incluidos los pesados zapatos negros "gorila", de modo que al silbato final entrábamos a las aulas bastante sudados y sucios. Nunca he podido entender por qué las duchas eran a primera hora y no después de la educación física.


Tampoco es cuestión ahora de detallar cómo seguía el horario de todos los días, con su monotonía asfixiante, la opresión de sentirse casi siempre vigilado y la dureza de lo cotidiano, incluyendo en este rubro los diversos castigos de tan frecuentes e indiscriminados que eran. Yo era consciente, desde luego, que mi estancia en ese colegio era la justa consecuencia de mi desobediencia continuada y chulesca. Porque era la soberbia la que principalmente me impulsaba a transgredir las normas de mi infancia; bastaba que algo estuviese prohibido para que quisiera hacerlo y los consiguientes castigos, en vez de enmendarme, reforzaban la decisión de perseverar en mi rebeldías. Me veo boca abajo sobre las rodillas de mi padre, las nalgas al aire recibiendo uno tras otro sus zapatillazos y antes de cada uno la orden conminatoria: di que no lo vas a hacer más; y yo gritaba un no orgulloso o, como mucho, callaba apretando los dientes hasta que mi padre, cansado o asustado por la rojez del culo, cesaba el castigo. Así que sabía bien que me había ganado a pulso ese internado pero ni siquiera cuando se dictó la sentencia (fui convocado al despacho del psicólogo de mi antiguo colegio, allí estaban mis padres, todas eran caras serias) dejé asomar la mínima muestra de debilidad. Pues vale, dije, si creéis que me importa. Sí me importaba, claro, pero pensaba que saldría victorioso, que lo soportaría, que impondría como siempre mi real gana. Sin embargo, no había necesitado ni dos semanas en Baeza para descubrir que no era tan duro, que no era capaz de aguantar ese régimen, que tenía que salir de allí. La cuestión era cómo.

La idea se me ocurrió una mañana dominical de aburrimiento infinito. Más de las tres cuartas partes de los alumnos salían del colegio los fines de semana, sus familias los liberaban por dos días y dos noches. Únicamente unos pocos permanecíamos recluidos, seguramente quienes éramos culpables de peores crímenes o acaso quienes habíamos colmado las paciencias de nuestros padres. Seguía habiendo disciplina carcelaria esos dos días pero algo más relajada (los viernes y sábados podíamos ver un par de horas de televisión y levantarnos a las ocho los días siguientes). Esa mañana vagaba solo por la terraza que quedaba en la parte alta de la escuela, alzada sobre un terraplén de hormigón. Miraba el paisaje, campos de olivos que se extendían hasta agotar la vista y al fondo, cerrando la vega, unas montañas azuladas que mordían las nubes. Entonces me acordé de los dolores de tripa del pequeño Agustín, un compañero pelirrojo del año anterior. Ocurrió dos o tres veces, siempre en medio de la clase de latín, el chaval lanzaba un grito y se encogía apretándose la barriga. El profesor pensaba que fingía (también nosotros) y le obligaba a permanecer en su sitio, mientras él palidecía, aguantando el dolor. Una semana después nos enteramos de que había tenido que ser operado de urgencia de apendicitis aguda. Por lo visto, si hubieran esperado más, el pequeño Agustín la habría palmado. El profe de latín fue reprendido y, una vez Agustín se reincorporó, entonó sus disculpas ante toda la clase. Prometió que nunca volvería a repetirse y nos rogó que cualquiera que se sintiese indispuesto no tuviera el menor reparo en advertírselo. Fue, claro está, su condena, perdió toda autoridad y yo estaba seguro, mientras miraba el panorama de La Loma, de que habría abandonado mi antiguo colegio. Pero lo importante es que todos los adultos, incluyendo mis propios padres, habían coincidido en la gravedad del caso; una apendicitis no es algo para tomarse a broma, menos mal que al chico lo cogieron a tiempo, dijo mi padre.

Se trataba pues de fingir una apendicitis y que, asustados, mis padres me sacaran de esa cárcel. No dudaba de que podría hacerlo; imitar los pinchazos estomacales de Agustín y sus posteriores molestias se me antojaba fácil. Así que empecé esa misma noche, mientras cenábamos. Lo hice bien, tanto que el cura de turno me vio pálido y pese a su escepticismo crónico, acostumbrado a tantas mentiras adolescentes, llegó a dudar. La escena sirvió para que me excusaran del asqueroso guiso de carne (tendones, más bien) y me prepararan una infusión antes de mandarme a la cama. Al día siguiente, cuando el mismo cura me preguntó cómo me sentía, no quise forzar la suerte y le dije que mejor, que ya no me dolía pero seguía con una sensación vaga de incomodidad. Quizá haya que ponerte a régimen, me contestó, pero sin darle demasiada importancia. Fue pasando así el día y en la meditación de media tarde (el sermón diario que nos soltaban en la capilla) decidí escenificar el segundo acto. El oficiante nos hablaba sobre la castidad, me acuerdo perfectamente, y aproveché la mención de la Virgen para desgarrar un grito que casi parecía de parto y en perfecta sincronía doblarme sobre mí mismo tan violentamente que di un sonoro cabezazo al respaldo del banco delantero abriéndome una pequeña brecha en la frente. El efecto satisfizo plenamente mis anhelos histriónicos; todos los ojos se volvieron hacia mí, el cura detuvo su perorata y otro de los "padres" se acercó y me levantó despacio la cara ensangrentada, provocando un murmullo inquieto en la iglesia. ¿Qué te pasa? Me duele mucho la tripa, dije mientras las lágrimas me corrían (y me dolía el golpe, lo que hizo mucho más fácil el teatro). Entonces el cura me levantó en brazos y me llevó acurrucado hasta el dormitorio; al poco rato entró otro con la consabida manzanilla y me dijo que me desvistiera y me quedara quieto en la cama, mejor boca abajo para que te duela menos. Esa tarde no volví a clases, la pasé dormitando, preguntándome qué estarían maquinando mis carceleros, si llamarían o no a mis padres, cómo y cuándo habría de representar el siguiente acto. Poco antes de la hora habitual de acostarse regresó el cura del día anterior acompañado por el que se ocupaba de la enfermería, uno bajito y obeso. ¿Cómo sigues? Mejor, contesté, ya casi no me duele. Será una indigestión, dijo el gordo. Pero si casi no ha comido desde ayer, le contestó el otro. El gordo empezó a palparme el abdomen y pensé "toquetea para ver si el apéndice está inflamado"; así que cuando presionó por debajo del ombligo hacia la derecha (sabía bien dónde estaba el apéndice) solté un quejido no demasiado exagerado pero lo suficiente para que retirase la mano y ambos se cruzaran una significativa mirada para retirarse recomendándome que procurara dormir y ya veríamos mañana cómo estaba.

Convencido del éxito de mi engaño, decidí descartar más dilaciones y rematar la faena lo antes posible. Con esa idea me dormí, antes incluso de que se llenara la habitación, pero afortunadamente me desperté en mitad de la noche y sin dudarlo rompí el silencio con dos aullidos agónicos que despertaron a mis compañeros. Encogido en la cama y simulando calambres sucesivos, pedí a uno de ellos que avisara a los curas, que les dijera que me dolía mucho. Enseguida aparecieron cuatro sotanas negras cuyos rostros mostraban una mezcla de irritación y sospecha. Me llevaron en vilo hasta la enfermería y me dieron dos pastillas con la obligada infusión. No tardé mucho en caer dormido, sumergiéndome en sueños angustiosos de torturas quirúrgicas que me infligían entre risas sardónicas los propios curas; me veía con las tripas abiertas en las que éstos clavaban pinchos diciéndome "así que nos querías hacer creer que tenías apendicitis, eh mentiroso, pues toma apendicitis, toma, toma ..." Las pesadillas, sin embargo, no impidieron que durmiera muchas horas, porque cuando desperté era ya mediodía. A mi lado, el enfermero gordo me preguntó cómo me sentía. Opté por no tentar la suerte y le dije que mejor, que casi no me molestaba el estómago. Me pareció notarle un gesto de suspicacia irónica pero enseguida recobró la expresión impávida que les distinguía a todos ellos. Puede que tengas apendicitis y haya que operarte, me dijo. Ayer avisamos a tus padres, llegarán a primera hora de la tarde. Hasta entonces permanecerás aquí solo, en la enfermería, para que medites. No entendí sobre qué esperaban los curas que meditase; en todo caso, pensé que mi plan estaba funcionando perfectamente.

Mis padres, efectivamente, llegaron esa tarde. La puerta de la enfermería se abrió y entró sólo él (luego pensaría que mi madre no se habría sentido capaz de mantener la compostura). Estaba serio y me miró sin dejar asomar ningún sentimiento reconfortante. No te creo, hijo, ya no puedo creerte. No obstante, vas a volver a Madrid, quizá no haya sido la mejor idea encerrarte en este internado. En cuanto a tu apendicitis (silabeó marcadamente la palabra), tú decidirás si hay que operarte. Seguro que te acuerdas de Agustín y sabes que los ataques agudos, si no se extirpa a tiempo el apéndice, son mortales. Así que, repito, tú decides. Te doy hasta mañana por la mañana. Tu madre y yo pasearemos esta tarde por esta preciosa ciudad, dormiremos en un hotel estupendo que ya hemos reservado y mañana vendremos a recogerte. Entonces me dirás si te ingresamos en La Paz o vamos directamente a casa. Intenté contestarle algo, cualquier cosa, protestar ante esa actitud suya tan fría y escéptica, pero un gesto impaciente de su mano me detuvo. No añadió nada más y salió de la sala, dejándome en un estado de confusión que nunca había sentido hasta entonces. Al fin y al cabo, pensé, he ganado, mi artimaña ha logrado su objetivo, me van a sacar de este colegio. Había un precio, claro: reconocer mi mentira o pasar por el quirófano. No me hacía ninguna gracia que me rajaran y me extirparan el apéndice; hasta he de reconocer que me asustaba. Pero más podía el orgullo; ni siquiera podía concebir reconocer ante mis padres y los curas que todo había sido una patraña. Por eso, aunque hasta la mañana siguiente pasé todo el tiempo zarandeado por sentimientos confusos y siempre poco agradables, no tenía en realidad opciones; lo que había de decir se me imponía con la seguridad de lo necesario.

Hacia las siete de la mañana dos curas aparecieron en la enfermería. Ni siquiera me preguntaron cómo me sentía, aunque yo amagué algunos gestos tímidos de dolor. Vamos, me dijeron, has de ir a la habitación, recoger tus cosas y vestirte. Un par de horas después se presentaron mis padres, esta vez juntos. ¿Y bien? –inquirió él– ¿han sido reales esos dolores de apendicitis? Sí, papá, contesté, pero en un tono que distaba mucho del soberbio de los "viejos tiempos", como si le mendigara una salida honrosa, una rebaja en el precio. Pero no la hubo: Pues en ese caso, no hay más que hablar. Debemos darnos prisa para que te operen lo antes posible; no hay que correr riesgos. Salimos del internado sin ninguna despedida e hicimos todo el viaje hasta Madrid casi en silencio, ellos dos delante y yo en el asiento trasero maquinando lo que podía pasar, tranquilizándome pensando que mi padre estaba simplemente sosteniendo el farol, que en todo caso, antes de operar me harían pruebas que descartarían la intervención y dejarían a salvo mi orgullo. Y llegamos a la capital y, para mi sorpresa y mi miedo, seguimos toda la avenida del Generalísimo, pasamos la plaza de Castilla y nos metimos en el complejo de La Paz, con su pomposo nombre de ciudad sanitaria. Entramos por urgencias y mi padre pidió que avisaran a un doctor concreto (ya me he olvidado el nombre). Mientras esperábamos entre camillas y gente fumando, comencé a convencerme de que la cosa iba en serio, de que mi padre ya lo tenía preparado de antemano. Justo entonces me miró y, apretándome la mano, me sonrió: bueno, pues ya no falta casi nada, ¿no tendrás miedo? No, bueno un poquito, y mis ojos le hicieron la misma petición muda del internado. Pero ni se inmutó: no te preocupes, todo irá bien; hombre, ahí está quien te va a operar. Un tipo alto, con bata verde, caminaba hacia nosotros. Así que éste es el joven paciente, ¿verdad? Y me di cuenta de que ya no había marcha atrás.

Poco puedo contar de lo que sucedió a continuación, salvo que me subieron a una habitación, me dijeron que me desnudara y me metiera en una cama, y empezaron a ponerme tubitos por todas partes. Me debieron dormir enseguida porque mi siguiente recuerdo es ya después de la intervención, despertándome en la misma habitación con mis padres al lado. Aunque me notaba atontado por la anestesia, sentía una tirantez extrañamente dolorosa en el abdomen; mi mano palpó una cicatriz punteada de la que todavía hoy queda una ligera huella. Todo ha ido bien, cariño, fueron las primeras palabras de mi madre. Menos mal que te han operado, añadió mi padre, la inflamación era ya muy grande, unos días más y habrías tenido una peritonitis. Aunque su mirada era seria, me pareció detectar, muy al fondo de sus pupilas, un sutil destello irónico. La cosa es que, pasados casi cuarenta años, sigo sin saber si tengo o no apéndice. Pero lo que se fue a partir de ahí fue esa rebeldía absurda adolescente y también, aunque más lentamente, mi ridícula soberbia de entonces.

Notas: Este relato es ficticio. La historia de la apendicitis fingida (¿o no?) está inspirada, casi plagiada, de "Flores en la Nieve", novela autobiográfica de Gregor Von Rezzori. La ubicación del internado en Baeza, en la época de mis propios doce años, obedece a que un compañero de colegio fue efectivamente allí desterrado en castigo de sus "crímenes" adolescentes (algún día habré de narrarlos). En cuanto a las fotos, la del valle del Guadalquivir desde las murallas de Baeza, ha sido tomada de la colección de MaDuGa en Flickr; la panorámica de la plaza de Santa María de la misma ciudad procede de Panoramio y ha sido subida por Francisco Criado Alonso.

CATEGORÍA: Ficciones

miércoles, 7 de octubre de 2009

Tijeretazos que faltan a la verdad

Para impulsar la innovación y el conocimiento, volveremos a utilizar las herramientas más poderosas de las que disponen los poderes públicos en este terreno: desarrollaremos una política de fuerte inversión en infraestructuras y en I+D+i ...

Ha llegado el momento en el que podemos y debemos plantearnos una nueva meta plenamente alcanzable: situar a España, en el año 2015, entre los diez países más avanzados del mundo en ciencia y tecnología. Para conseguirlo, los socialistas nos comprometemos a poner en marcha tres grandes pilares de acción, que constituirán los ejes de un nuevo Pacto por la Ciencia. Estos tres grandes ejes de acción serán: ... Un incremento sustancial de los recursos de la Administración General del Estado en I+D+i.

Programa Electoral del PSOE 2008

A lo largo de este año, en dos ocasiones, el gobierno de Zapatero ha recortado 2.500 millones de euros de las partidas de gastos ministeriales (1.500 en febrero y 1.000 más en mayo). Estas medidas se justificaron en razón de la crisis y tenían por objeto, muy especialmente, ampliar las partidas para pagar el paro. El Ministerio de Ciencia de Innovación fue el que sufrió el mayor recorte (450 millones de euros). Pero lo curioso es que, pese a este significativo recorte (casi del 7%), según las previsiones del Gobierno, este Ministerio va a acabar el ejercicio 2009 habiendo utilizado poco más de las dos terceras partes de su presupuesto inicial. De todos los departamentos del Gobierno, el de Cristina Garmendia va a ser el que presente el menor grado de ejecución presupuestaria.

Según leo en algunos medios, esta ineficacia en la administración pública de los recursos para la "ciencia e innovación" reside en gran medida en la falta de estabilidad del Ministerio, donde parece que viven en un desbarajuste permanente. No da la impresión de que las bonitas palabras electoralistas del PSOE se estén traduciendo en la práctica o, al menos, no tanto como se desprende de las declaraciones triunfalistas del Gobierno, siempre reacio a cualquier actitud mínimamente autocrítica.

El otro día, Javi Peláez, a través de su blog La Aldea Irreductible, propuso que todo aquel que tenga un blog y crea que la Ciencia en España no está para recortes presupuestarios, publique un post con alguna razón en contra del tijeretazo a la Ciencia en España. Yo tengo un blog y creo que la Ciencia en España no está para recortes, así que me adherí a la iniciativa. Lo malo es que muy poco tengo que ver con el mundo de la investigación científica y, consecuentemente, poco sé sobre el asunto como para aportar una razón mínimamente válida en contra del tijeretazo (por supuesto, las genéricas son completamente válidas). Así que, aunque me había comprometido a publicar hoy un post andaba dándole vueltas a qué decir.

Ayer sin embargo, poco antes de acostarme, se me apareció la musa encarnada en la persona de la ministra Garmendia en rueda de prensa televisiva. La verdad es que no tenía yo mala imagen de esta señora. Claro que no soy para nada un observador atento de la actualidad mediática y no me entero demasiado. Seguramente por eso, el que no me cayera mal tenía mucho que ver con su aparente discreción, bastante alejada de las alharacas de otros miembros y miembras del circo político. Pero, sus declaraciones de ayer temo que me han hecho cambiar de opinión; tras reconocer implícitamente y a regañadientes, el tijeretazo, afirmó que quienes dicen que la investigación en España está riesgo simplemente faltan a la verdad.

Como hay muchas personas que, con conocimiento de causa, dicen eso (y seguramente usando términos algo más dramáticos que los de la ministra), va a resultar que son unos mentirosos o, en el mejor de los casos, ignorantes. Claro que la injuriosa imputación de la ministra no la sostuvo con argumentos, sino que reveló el recurso tan hispano a la autoridad por encima de los hechos más tozudos. Que los organismos públicos de investigación vayan a contar con un 22% menos de presupuesto en el 2009 no supone ningún riesgo para la investigación española ... ¿No? ¿Por qué? Porque lo digo yo, que soy ministra.

Quiero creer que en una sociedad donde se investigue más y mejor, los principios básicos de la actividad científica irán calando progresivamente entre la población; y, entre éstos, me refiero al rigor, al pensamiento crítico. Quiero pues creer que un apoyo a la investigación tiene también como efecto una mejora de la racionalidad de la sociedad en su conjunto de modo que ésta rechace cada vez más los argumentos simplones de autoridad. Si avanzamos en esa línea, dificultaremos progresivamente las manipulaciones burdas de la verdad (como por ejemplo, ejercicios malabares con términos contables para disfrazar de incremento lo que es una reducción) a las que con toda impunidad están tan acostumbrados nuestros políticos. Que contribuyamos a eso es para mí una razón definitiva contra el tijeretazo.


CATEGORÍA: Política y Sociedad

lunes, 5 de octubre de 2009

Enamorarse en Panonia

Sus pestañas aleteaban brisas que me acercaban aromas de sándalo. Sus ojos, pozos negros, imantaban mi hálito hacia su quietud absorta. Sus labios, pulpas de la fruta más codiciada, vibraban sutiles, casi imperceptibles. Su voz, contorsionándose entre palabras, acrecentaba a cada segundo el paroxismo de mi impaciencia. Ella leía:

A nyelv az emberi beszédtevékenység eszközrendszere, a tevékenység maga. A tevékenység során születő eredmény már nem a nyelv, hanem a beszéd, illetőleg annak egységnyi megjelenési formájaként: a szöveg. Minthogy azonban minden emberi beszéd valamilyen nyelv anyagából és törvényei szerint épül fel, az emberi beszéd formája és megformáltsága felől tekintve nyelvhasználat, funkciója felől nézve pedig kommunikáció. Hogy az emberi társadalmak a kommunikációs képességnek ezen a fokán állnak, ilyen eszközével bírnak, s egyedeiket ennek segítségével kapcsolják magukhoz, azt a nyelviség kifejezéssel jelölhetjük. Ezek szerint a nyelviség – mint tény és adottság – arra épül, hogy az emberi nem egységei – az együttélés alapját jelentő mikrotársadalmak – olyan eszközt fejlesztettek ki és használnak fel, amely a felhalmozódott tapasztalatokat mentális úton átadhatóvá-átvehetővé teszi.

Entonces la besé y el universo todo cobró sentido.


CATEGORÍA: Ficciones

domingo, 4 de octubre de 2009

Polanski, el violador de niñas

La reciente detención de Roman Polanski en Suiza está generando un intenso debate del que me llaman la atención dos aspectos distintos pero interrelacionados. En primer lugar la confusión de los argumentos y los datos; resulta difícil, leyendo las "noticias" sobre el caso y sus antecedentes, hacerse una idea clara de lo que pasó o, al menos, suficiente como para contar con elementos de "juicio". De otra parte, que la gran mayoría de quienes expresan su opinión manifiestan un posicionamiento extremo, sea defendiendo o condenando al director franco-polaco. Parece que nos gusta juzgar y, sobre todo, condenar, muy especialmente si el "acusado" es alguien que descolla, una persona célebre por el motivo que sea. Ante esa apetencia, consciente o no, lo de menos son los matices que podrían estropear la contundencia de nuestras condenas. No nos interesa conocer la verdad, con toda su complejidad poliédrica, sino tan solo caricaturizar aquellos aspectos de los hechos que propician un posicionamiento nítido. Las cosas son blancas o negras, y para eso hay que recurrir a las palabras apisonadoras, incuestionables: Polanski es un violador de niñas.

Segun leo en El País de hoy, Polanski conoció a Samantha Gailey, una chica de 13 años, en un restaurante californiano y "prometió endiosarla artísticamente con una serie de fotografías para la revista Vogue". El 13 de febrero el director visitó a la cría y a su madre en su domicilio y ambas dieron su consentimiento a la propuesta. La primera sesión fotográfica se desarrolló en una colina cercana a la residencia de Samantha y no pasó nada delictivo salvo, en todo caso, que la chica accedió a quitarse la parte arriba de la ropa en los últimos posados. En su testimonio judicial dijo que no sabía que iban a tomar ese tipo de fotos y que no le gustó, de modo que pensó en no repetir una segunda sesión. Sin embargo, por lo que ella misma declaró, no da la impresión de que tuviera demasiados reparos en cambiarse continuamente de ropa delante del director y cuesta creer que le sorprendiera la petición de que posara parcialmente desnuda. También uno tiende a pensar (por comentarios ulteriores de su declaración) que la madre lo imaginaba.

Dieciocho días después (el 10 de marzo), Polanski vuelve a la casa de Samantha para llevarla a otra sesión fotográfica. Ella no sólo no se opuso, sino que le apetecía ir; más tarde, hablaría con su madre por teléfono ya desde la casa de Jack Nicholson para decirle que estaba bien y que no quería que fuera a recogerla. Imagino que la niña (y la madre) estaría ilusionada de que un famoso director la introdujera en el mundo del star-system hollywoodiense, una gran oportunidad para entrar en el mundo del cine y hacerse famosa. Fueron primero a una casa donde había más gente y en la que Polanski le tomó varias fotos. Pero luego, con el pretexto de que allí la luz no era buena, el director le propuso desplazarse a la cercana residencia de Nicholson (estaban en la zona de Mulholland Drive, famosa por la película de David Lynch). Leyendo su declaración, no parece que Samantha pusiera reparos, aunque es difícil colegir lo que le estaría rondando por su cabecita.

Al llegar a la casa del actor sólo había una mujer que les abre la puerta y luego les dice que se tiene que ir a trabajar. Antes, los tres toman champán que ofrece Polanski después de que la chica dijera que estaba sedienta. En ningún momento la niña se niega a beber alcohol y en el juicio reconoció que ya lo había hecho varias veces y que sabía lo que era estar borracha. Fuera por nervios o porque le gustaba, la cosa es que durante casi todo el tiempo que estuvieron en esa casa Samantha tuvo una copa de champán en la mano (lo cual no justifica el mal proceder de Polanski, quien vería con complacencia que la chica se estaba embriagando). Hubo unas cuantas fotos en el patio de la casa que enseguida fueron de semidesnudos (sólo con pantis), sin que parezca que esta vez se sintiera incómoda por esas poses. Luego Polanski la llevó a ver el jacuzzi de Nicholson y le dijo que le gustaría fotografiarla allí dentro. Fue entonces cuando Polanski le propuso que llamaran a su madre y ambos hablaron con ella. Hasta ese momento me da la impresión de que la chica no estaba incómoda con la situación; cabe suponer que se sentía halagada por la atención del director y seguro de que ya era consciente de que se sentia atraído por ella. ¿Era entonces Samantha una Lolita nabokoviana coqueteando con el cuarentón segura de que controlaba la situación o una cría inocente que empezaba a asustarse al pensar que podía verse en apuros?

Después de la conversación telefónica, Polanski le enseña una pastilla de qualude partida en tres y le pregunta si cree que podrá conducir después de tomarse una porción. El qualude es un sedante que durante los setenta era bastante popular en los Estados Unidos como droga recreativa, usada especialmente durante las relaciones sexuales porque aumentaba la sensibilidad, la relajación y la euforia y tenía ciertos efectos afrodisíacos. De hecho, Samantha lo conocía e incluso ya lo había probado (con apenas once años). Polanski se tomó su trocito de pastilla y le ofreció otra a la chica, que aceptó. Cuando el ayudante del fiscal le pregunta que por qué lo hizo, ella dice que no sabe, que a lo mejor porque ya estaba un poquito borracha. Las intenciones de Polanski parecen evidentes; las de ella, en cambio, no me quedan tan claras. Todavía a esas alturas de la tarde no debía estar asustada (no insinúa siquiera que el director la presionara); quizá algo confusa pero quizá también curiosa. En todo caso, si es verdad su declaración (sobre cómo se sintió luego) no parece que los efectos de la droga fueran en ella los que cabría haber esperado.

La historia (siempre según la declaración de Samantha ante el Gran Jurado de Los Ángeles) continua con fotos de ella desnuda en el jacuzzi, Polanski desnudándose y metiéndose en el otro extremo de la bañera, ella que, a petición suya, se coloca a su lado y él la rodea con los brazos ... Ahí ya debió sentirse a disgusto y, con la mentira de que sufría asma, sale del jacuzzi. Luego, siempre a instancias de Polanski y sin que a ella le apeteciera, se zambulle en la piscina y nada un largo, sale del agua, se pone su ropa interior, se enrolla en una toalla y pide al director que la lleve a su casa. Pero éste le dijo que se fuera al dormitorio principal de la casa y así lo hizo, esperándolo sentada en un sofá. Según declaró, obedeció porque estaba muy asustada y no se le ocurría qué hacer para volver a su casa. A partir de ese momento, según sus palabras, lo único que quería era acabar con eso, pero, salvo unas débiles protestas, apenas se opuso a todo lo que ocurrió a continuación. "Quería decirle que no, que parase, pero estaba tan asustada que no me salían las palabras". Es creíble, pero también es creíble la declaración de Polanski de que ella se dejaba hacer, de que era "sexo consentido". Naturalmente, con todas las reservas que hay que tener respecto al consentimiento que puede dar una niña de trece años.

Así que llega Polanski y se sienta a su lado y la besa. Luego se agacha delante de ella, le quita las bragas y le practica un cunilingus. Pasados unos minutos, sin que ella se mueva, le abre las piernas y la penetra vaginalmente. Con el pene ya en la vagina, le pregunta si toma la píldora y ella responde que no; entonces quiere saber cuándo ha tenido la última regla y ella dice que no lo recuerda. Oh, exclama el director, pues entonces tendré que correrme en tu culo, ¿te parece bien? Así que le levantó más las piernas y la penetró analmente. Mientras estaban en esas, tocaron a la puerta y él se detuvo y fue a abrir. Samantha aprovechó para ponerse la ropa interior, levantarse y empezar a caminar hacia la puerta. Pero Polanski ya regresaba (después de haber dejado pasar a una mujer, lo que Samantha sabía) y le dijo que volviera a sentarse. La chica se colocó en la misma postura y él recuperó el coito anal hasta que eyaculó, derramándose el semen por las nalgas de ella y sus bragas. Entonces se apartó y Samantha se levantó, fue al baño, se puso su vestido azul y salió al exterior de la casa (antes pasó por la sala e intercambió saludos con la mujer que había llegado) para meterse en el coche del director y ponerse a llorar. Al poco rato salió Polanski quien, con toda normalidad, le dijo que esperara un poco que tenía que hablar con la mujer. A los diez minutos regresó y la llevó a su casa.

Toda la historia proviene, como ya he dicho, de la declaración de la chica ante el Tribunal. A mí, la verdad, no deja de parecerme extraña, llena de pequeñas contradicciones e incongruencias. Desde luego, muchas de estas últimas pueden deberse al sistema dirigido del interrogatorio por el fiscal que intenta probar la culpabilidad de Polanski. Pero, ya se sabe, son los detalles los que dan la verosimilitud y, en este relato, los detalles en muchas ocasiones o faltan o chirrían. Sin ir más lejos, si nos esforzamos por apartar las naturales reacciones emocionales de rechazo ante el comportamiento sexual de Polanski con la cría en el sillón, la escena se nos presenta demasiado absurda como para corresponderse con una violación. ¿Es creíble que el tipo, en ese momento, se preocupe por la posibilidad de que la chica se quede embarazada? Y si lo es, ¿resulta verosímil que opte por el sexo anal y encima le pregunte a ella su opinión? Y lo que me creo menos: ¿cómo logra con tanta facilidad, simplemente alzándole algo más las piernas, penetrar analmente a una niña de trece años, para el coito, y volver sin más a repetir la penetración? No puedo evitar pensar que la descripción de ese episodio algo tuvo que ver con que la sodomía fuera un delito en California. Y no digo que no hubiera sexo anal (ni me creo ni me dejo de creer nada), pero me da que, de haberlo, no fue como lo describió Samantha.

De vuelta en casa, Samantha le contó lo sucedido a su madre quien inmediatamente denunció al director. Al día siguiente la policía lo detuvo bajo la acusación de sodomía, abuso de menor y proveer drogas peligrosas a un menor. Quedó libre bajo una fianza de 2.500 dólares a la espera del juicio. Pocos días después, el 24 de marzo, el juez Rittenband le imputó los siguientes seis crímenes: proveer de sustancias ilegales a una menor, comisión de actos lascivos con una niña de menos de catorce años, mantener relaciones sexuales ilícitas, violación mediante el uso de drogas, perversión y sodomía. Como ya he dicho, Polanski reconoció que había tenido sexo con la niña pero que había sido una relación agradable y delicada, con pleno consentimiento de la menor. En base a una institución corriente en el sistema judicial norteamericano (plea bargain), la fiscalía accedió a retirar los cargos y evitar el juicio a cambio de que Polanski se reconociera culpable del segundo de los delitos que le imputaban. Este acuerdo fue propiciado también por la madre de Samantha quien, según declaró a la prensa por entonces, quería eludir la publicidad de un juicio y los efectos negativos de ésta sobre su hija. Así que, en septiembre de 1977, una vez declarado culpable del cargo de relaciones sexuales ilícitas con una menor, Polanski fue internado en un centro penitenciario por noventa días con la orden de que se le sometiera a un examen psiquiátrico previo a la sentencia. En efecto, al director le sometieron durante 42 días a intensas pruebas psiquiátricas que, según dijo luego en París, le dejaron exhausto.

Legalmente, el asunto debería haber acabado poco después con una sentencia punitiva acorde al delito confesado (que probablemente habría implicado la extradición). Sin embargo, aparece en escena un fiscal de distrito que no intervenía en el caso quien convence al juez Rittenband de que había que castigar al director con una dura condena de cárcel. Parece que le muestra unas fotos de Polanski abrazando a una menor, tomadas en Munich unos meses antes. Es más que probable que esa menor fuera la entonces desconocida Nastassja Kinski quien, con quince años, había participado en un menage a trois con el franco-polaco (y tres años después protagonizaría la estupenda película Tess). La cosa es que los abogados de Polanski le dicen que el juez va a saltarse el acuerdo (contra todos los principios deontológicos de la jurisprudencia norteamericana) condenándole a varios años de cárcel. Como es natural, el tipo se acojona y decide largarse lo antes que pueda. Aprovechando que le habían concedido un permiso, vuela a Londres y de ahí a París, a donde llega el 2 de Febrero de 1978. Ese mismo mes, el Gran Jurado de Los Ángeles decidió posponer indefinidamente la sentencia sobre Roman Polanski.

Para acabar quiero dejar claro que no justifico en absoluto (ni me hace la menor gracia) el comportamiento de Polanski. Incluso aunque Samantha fuera de Lolita seductora dispuesta a todo para conseguir sus anhelos "artísticos", el director no deja de ser un repugnante pervertido dispuesto a aprovecharse de su situación privilegiada. Pero no iba de eso el post (lo obvio no requiere gastar palabras) sino de las verdades a medias (y falsedades) en que vivios por mor de la corrección política. Así, por ejemplo, lo cierto es que si bien fue imputado por varios cargos, sólo se admitió uno de ellos (actos sexuales con una menor). No es verdad como he leído en varios sitios (incluso en periódicos de los llamados "serios") que se haya "probado" que es un violador. Su proceso fue, como reconocen los propios americanos, bastante anómalo y con irregularidades, muy probablemente por deseos de notoriedad de los intervinientes dada la relevancia del protagonista. Dudo mucho que tengamos todos los elementos necesarios para poder pronunciarnos y, sobre todo, para ser capaces de condenar tan alegremente (mucho menos para defenderlo por el simple hecho de ser un señor mayor y excelente director cinematográfico). Pero, en el fondo, ¿nos interesa saber la verdad? ¿Nos interesa conocer el alma humana, con sus miserias y contradicciones? ¿O, por el contrario, pasamos de esforzarnos en entender nada para lanzarnos gozosos a despreciar y condenar y, así, creernos mejores?


Mercedes Sosa, la Negra, ha muerto hoy en Buenos Aires a los setenta y cuatro años. Ha sido una de las más grandes intérpretes de la mejor música hispanoamericana. Me entristece que se haya ido, pese a que este final llevaba ya algún tiempo anunciado. Como homenaje y contrapunto al sórdido asunto de este post pongo la maravillosa canción de Violeta Parra (¿alguién la cantó mejor que la Negra?) aunque, después de un buen rato escuchando la voz de Mercedes, siento la tentación de subir muchas más.

CATEGORÍA: Política y Sociedad