domingo, 22 de agosto de 2010

Día 17: Pest

Sábado, sabadete … y a ver Pest en un periquete. La primera etapa consistía en recorrerse hacia arriba (es un decir, porque Pest es bastante llana) la avenida Andrassy, el eje principal del ensanche burgués de finales del XIX, con una sección viaria imitada de los bulevares parisinos de Haussmann e inmuebles de alta calidad arquitectónica: más edificios residenciales compactos en el primer tramo y más palacetes unifamiliares (ahora sedes de embajadas o de firmas multinacionales) hacia la parte final. Sentada la indiscutible calidad y monumentalidad de la arquitectura, lo que llama la atención es el desvergonzado eclecticismo (no se cortaban un pelo a principios del siglo pasado en combinar con el mayor desparpajo elementos de todos los estilos en un mismo edificio) que, purismo profesional aparte, no deja de ser un ingrediente para el atractivo de la avenida. También destaca el grado de deterioro de la gran mayoría de muchas de estas magníficas construcciones (la inversión foránea aún no ha llegado a todos); las fachadas están llenas de grietas y descascarilladas, pero lo más deprimente es cuando te cuelas en algún patio interior y ves el estado de la escalera comunal, los cables pelados de electricidad, la maleza sin cuidar …

La avenida Andrassy remata en la Paza de los Héroes con el típico monumento patriótico a los fundadores del “solar húngaro” que, la verdad, no nos dijo demasiado. Cerrando los laterales del gran espacio simbólico (sin árboles, para que no se pueda escapar del maldito sol justiciero) se disponen dos edificaciones en pedante neoclásico que son sendos museos; pese a que ambas son volumétricamente casi iguales, con el típico “partenón” frontal, la de la derecha ha sido decorado con frisos, metopas y frescos de aires bizantinos, un ejemplo más del eclecticismo tan querido por los húngaros. Ahí mismo, en esa plaza, empieza el gran parque municipal en cuyo interior está la joya máxima del eclecticismo, el castillo Vajdahunyad, construido a finales del XIX con partes románicas, góticas, renacentistas, barrocas, neoclásicas y qué se yo cuáles otras, con la intención, por lo visto, de mostrar los diversos estilos arquitectónicos que hay en Hungría. Ahora, he de confesar, que cediendo a las imposturas escenográficas que ya me había advertido Magris, el castillito de marras resulta encantador.

Esta primera etapa “pestiana” acabó con una visita a los baños Szechenyi, un bellísimo edificio en esa arquitectura novecentista y decadente que tan bien le va a los balnearios. Dudamos si hacer un alto y usar las instalaciones pero al final decidimos que primero había que cumplir nuestros rigurosos objetivos y luego darnos el merecido premio. Así que media vuelta y a coger el pequeño metro que corre bajo la Andrassy, el primer tren subterráneo del mundo, según reza el folleto de la oficina de información turítica. Bajamos junto a la inmensa basílica de San Esteban, otro monstruo del XIX (Pest se vino a configurar tal como hoy es entre las últimas décadas del XIX y las dos primeras del XX) que estaba cerrada y en obras. Así que caminata hacia el Parlamento húngaro, el mayor edificio del país (y vaya sí lo es, que se tarda un largo rato en rodearlo), hecho a finales del XIX (cómo no) en un espectacular neogótico: tremendo, aunque algo tipo tarta conmemorativa (seguro que ya las han hecho).

En el rodeo del Parlamento, que estaba cerrado y protegido por varios policías, es obligado bajar al borde del Danubio que, en ese tramo, cuenta con unas gradas que llegan hasta el agua. Así que, con cuidado de no resbalarme en las musgosas piedras, me descalcé y metí los pies en el gran río, lo más al oriente que lo veré en este viaje, tan calmo y majestuoso, tan diferente de aquellos tramos jóvenes e impetuosos al oeste de Baviera. Luego almorzamos en una terraza y echamos a caminar por las calles paralelas al río, todas muy turísticas y llenas de edificios monumentales que ni merece la pena ir enumerando (quizá sí el Gresham Palota, un precioso edificio modernista construido en 1907 para una compañía de seguros ingleses que recientemente ha sido rehabilitado y que alberga en la actualidad al Four Seasons, el hotel más caro de Budapest, que no es donde nos alojamos). Y así, hacia media tarde, rematamos el recorrido por Pest en el mercado municipal, justo al lado del puente de la Libertad, que lleva al monte Gerardo, en Buda.

Y ahí mismo, al otro lado del río, está el hotel y balneario Gellert, al cual nos dirigimos a toda prisa pues, según el folleto turístico, cerraba a las ocho y queríamos pasar algo más de una hora en las aguas termales. Previo pago de la entrada y encasquetarnos una pulsera electrónica con la cual se hace todo (por ejemplo, cerrar una taquilla con tus cosas), pasamos a la sala principal, un enorme espacio con bóveda de cristal bajo la cual había una gran piscina rodeada de seis pares de pilares gemelos ricamente decorados a cada lado largo. Al otro lado de estas pilastras se disponían las sillas en las que cada uno dejaba sus toallas (nosotros no, que no teníamos) y, al fondo, en forma de media luna, otra poza, ésta bastante más pequeña, de agua caliente (a 36º). Ambas piscinas tenían sus típicos chorros de spa, pero se supone que lo que importaba eran las aguas, que tendrán mogollón de minerales de lo más beneficiosos. Estuvimos algo más de una hora relajadísimos: yo entrando en la fría a nadar un par de largos y luego pasando a la caliente y así varias veces, con el tremendo contraste en cada entrada; K, en cambio, en cuanto se aclimató a la caliente no quiso moverse. En resumen, que una maravilla, tanto por el baño como por el espectacular escenario, con sabor a medias decimonónico y a medias del imperio turco. Además, es una de las cosas que se supone que hay que hacer si se visita Budapest.

Después de secarnos “al natural” y vestirnos, paseo de regreso, esta vez a través del puente de Isabel (en honor a Sissí, muy querida por los húngaros), de modo que hemos cruzado los tres puentes centrales de Budapest. Al día siguiente habíamos de salir temprano, porque pretendíamos meternos la paliza de casi setecientos kilómetros para llegar a dormir a Salzburgo, pero no volviendo por Viena y el Danubio, sino por el Balaton y la Estiria austriaca. Naturalmente, nos hemos dejado muchas cosas por ver; este viaje está siendo un descubrir ciudades a las que habrá que volver con más tiempo. En Budapest, por ejemplo, me habría gustado ir a ver el museo del comunismo, donde han acumulado todas las estatuas de la época que retiraron de las calles. Y por supuesto, aquí como en cualquier otra ciudad que engancha, uno se queda con la penita de no poder pasar más tiempo calmadamente y, sobre todo, para conocer a sus gentes (aunque con este idioma endiablado que tienen …)

CATEGORÍA: Irrelevantes peripecias cotidianas

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