viernes, 31 de diciembre de 2010

Bye, bye, 2010

Releo los cuatro posts escritos los pasados cuatro últimos días de año y compruebo que 2006 lo califiqué como año de mejora progresiva (era el primero después de mi separación), 2007 y 2008 debieron tener su gracia, y 2009 fue definitivamente agobiante. Ahora, en unas horitas, se acaba 2010, año en el que me había propuesto recuperar el control de mi tiempo: no lo he logrado (pero, a cambio, he dejado de fumar). No sé si, aprovechando la maravilla que es el calendario de Google (donde quedan archivadas mis pasadas actividades), dedicarme a repasar los acontecimientos más destacados de este año que se acaba; pero no lo necesito para emitir mi diagnóstico global y éste es bastante negativo. Que para mí el 2010 ha sido una mierda, vamos. Si hace 365 días decía que la nochevieja me llegaba muy inoportunamente, que no me vendría nada mal que el nuevo año, el 2010, esperase unos días antes de nacer, esta vez es a la inversa: me habría encantado que se hubiese acabado antes, si es que, claro, acabándose el año se hubieran evitado sus malos ingredientes. Pero las fechas llegan cuando tienen que llegar, al menos según los calendarios y relojes, y las leyes de gravitación universal y la tierra dando una vuelta en torno al sol. Porque también es verdad que el tiempo es, para nosotros, una percepción subjetiva, y cuanto más viejos más corto se nos hace. También eso, la conciencia inevitablemente dolorosa de la creciente velocidad con que está escurriéndose la arena de mi vida, se ha agudizado este año que ya acaba (y tampoco tal dato se pone en el balance de lo bueno).

Decía que no me hace falta repasar mi calendario porque sé de sobra que lo que ha copado la gran parte de mi tiempo ha sido el trabajo y que la presión asfixiante de la que me quejaba en el post de hace un año se ha mantenido, si no incrementado. Pero hay un factor fundamental que ha cambiado radicalmente las cosas y no es otro que la muerte a finales de junio del que era, además de un muy buen amigo, el responsable último de la empresa a través de la cual presto mis servicios profesionales. De pronto nos quedamos huérfanos, sin una persona que sabía como nadie encauzar los esfuerzos, minimizar los problemas, calmar las angustias en los momentos de excesiva presión. Y no sólo eso: porque él así lo quiso he pasado de ser un profesional autónomo (que trabajaba para la empresa pero que era independiente) a miembro de esa empresa. La consecuencia más notable es que ya no soy tan libre como antes; ya no puedo decidir, si el nivel de presión se vuelve inaguantable, mandarme a mudar, porque de mí en parte dependen los sueldos de otras personas, la marcha de una empresa. Así que estoy más agobiado que el año pasado y menos mal que otro amigo, el que era la mano derecha de nuestro jefe, ha asumido con una energía y voluntad admirables la dirección cotidiana de la empresa. Pero la muerte de Chiqui no ha sido el acontecimiento más importante de mi año por sus consecuencias (sería muy egoísta de mi parte considerarlo así, por más que éstas no sean moco de pavo) sino por el hecho en sí. Que haya muerto prematuramente alguien tan cercano y con tanta vitalidad y energía te deja muy tocado y lo cierto es que a mí me ha afectado mucho, para mal, por supuesto.

Ha habido, desde luego, cosas buenas en este maldito 2010. Algunos viajes muy agradables (por las provincias limítrofes de Madrid llenas de nieve en los Carnavales, el brevísimo salto a Uruguay con escala previa en Buenos Aires, el recorrido danubiano del verano que me empeñé en narrar en este blog para sufrimiento de los lectores), también algún que otro espectáculo, el Mundial de fútbol (pero me habría alegrado mucho más hace veinte años; cada vez me importa menos "España") y unos cuantos momentos de intensa felicidad íntima que el pudor me impide detallar. Pero el peso de lo bueno (no voy a engañarme) es bastante menor que el de lo malo y más que probablemente mucha culpa tengo yo mismo ya que, en contra de lo que defiendo, no he sido capaz de evitar que todas esos estímulos exteriores me afectaran negativamente y condicionaran, para mal, mi carácter y mi actitud. La ansiedad ha estado amagando con su presencia en mi estómago intermitentemente y mis tradicionales dolencias resultado de la somatización del estrés se han multiplicado y diversificado. Como es bastante habitual, mas no por ello excusable, mis malos humores los he volcado con frecuencia en las personas que más quiero (y que menos lo merecen). A todas ellas, y a una muy en especial, quiero pedirles perdón y prometerles propósito de enmienda para el 2011, aunque me temo que no puedo ofrecer garantías.

Acabo ya, como también acaba esta primera década del siglo XXI. Y lo hago dirigiéndome a quienes por aquí pasan, muchos (la mayoría, diría yo, pero nunca se sabe) ya habituales y a quienes, los conozca en persona o no, siento como amigos. Habéis de saber que escribir en este blog es, no una, sino la afición con la que compenso las tensiones laborales; y que lo que escriba se lea y merezca algún comentario es una fuente importante de satisfacción. A todos vosotros os deseo un buen y feliz 2011 (y a mí, que se acabe la mala racha).


Lucio Dalla - L'anno che verrà (Lucio Dalla, 1979)

PS: Pese a que sea algo triste y melancólica (pero es que así me siento) e incluso creo que ya la he puesto en algún post anterior, creo que ésta de Lucio Dalla es la canción más adecuada al post.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

París cinematográfico

En 2006 vi en el cine Paris je t’aime, una obra colectiva compuesta por dieciocho cortos, cada uno de un director distinto, cada uno en un distrito (arrondissement) distinto y cada uno con una historia de amor (más o menos) distinta. La peli me gustó. El juntar varios cortos enlazados por un hilo común (la capital francesa y el amor) es una técnica que casi garantiza evitar el aburrimiento, aunque sólo sea porque los posibles bodrios son cortos y se diluyen en el conjunto. Claro que, por idénticos motivos, tampoco es muy probable que esta técnica te ofrezca obras maestras. En cualquier caso, el Paris je t’aime, con las irregularidades casi inherentes a todo collage, me pareció bastante acertada (y mantengo esa impresión después de volver a verla gracias a Internet), con algunos cortos muy logrados. De criticar algo, diría que dieciocho son demasiados o, lo que es lo mismo, la duración media de cada uno de ellos (seis minutos y medio) demasiado corta. Tan breve espacio temporal obliga a los directores a sintetizar en exceso, lo que, si se logra, es una virtud, pero a veces se queda en una promesa incumplida (lo que tampoco es tan grave). Como sea, en mi modesta y nada autorizada opinión, un film recomendable.

Lo que no sabía entonces, en 2006, es que esa peli venía a ser la tercera versión de una iniciativa que empezó en 1965, más de cuarenta años antes. Parece que el impulsor de la idea fue Barbet Schroeder, el cofundador (con Eric Rohmer) de Les Films du Losange, la productora francesa vinculada (sobre todo en sus orígenes) a la Nouvelle Vague. Schroeder llamó a seis amiguetes (varios del grupo de Cahiers du Cinema) y les propuso realizar otras tantas historias de relaciones personales vistas desde una perspectiva ligeramente cínica y, desde luego, irónica. Por cierto, de los seis directores (Jean Douchet, Jean Rouch, Jean-Daniel Pollet, Éric Rohmer, Jean-Luc Godard y Claude Chabrol), sólo quedan vivos Douchet y Chabrol, ambos en torno a los ochenta, cuyos respectivos cortos fueron curiosamente los que más me han gustado. Pues bien, Barbet Schroeder, tanto tiempo después, actúa en uno de los cortos de la secuela (es monsieur Henny, el señor mayor que se enrolla con la mujer oriental en el episodio titulado Porte de Choisy). Y, llegado a este punto, aprovecho para informar que los dos posts anteriores no son más que la transcripción (con mis palabras, eso sí) del primero de los cortos, el de Douchet, que se titula, efectivamente, Saint Germain des Pres (no era tan difícil, Vanbrugh).

Ver ahora Paris vu par ... resulta hasta enternecedor (sin que ello impida detectar el carácter trasgresor que, en su momento, llevaba). En mi caso, simplemente porque hay cantidad de imágenes que me retrotraen a mi infancia como, por ejemplo, la aparición de un Renault 4/4 que es el que tenía mi abuelo y en el que viajé muchas veces desde San Sebastián a Eibar por las espantosas carreteras de los sesenta (tres horas se tardaba en cubrir los treinta kilómetros de distancia). Si, de otra parte, la comparamos con su remake de cuarenta años después, las diferencias son enormes; no sólo en la estructura de cada película (obviamente la mayor duración de cada corto original permite un mayor desarrollo narrativo que en 2006) o en las unidades estilísticas (mucho más heterogénea la más reciente), sino sobre todo en las relaciones humanas que muestran: cuán diferentes nos parece la forma de relacionarse de los parisinos cuarenta años después. O quizá no tanto, quizá esas diferencias son más aparentes que de fondo y lo que sigue estando es París y sus habitantes que, como los de cualquier otra ciudad del mundo, siguen jugando al mismo juego, aunque hayan incorporado algunas variaciones. Seguramente, una de las diferencias más llamativas entre el París mostrado en 1965 y el de 2006 es que los protagonistas del primero son tópicamente franceses (incluso la americana del primer corto lo es desde su americanizad), mientras que en el segundo predominan los protagonistas que, parisinos también, son de otros orígenes. A esta nota diferencial, que corresponde con la realidad, no es ajena la diversidad nacional de los dieciocho directores del Paris je t’aime.

Como dije antes, en 2006 ignoraba que la peli que vi tenía un antecedente y seguí ignorándolo hasta hace unos días y eso pese a que, hará un año más o menos, me dediqué a recopilar a través de Internet una buena cantidad de muestras de la cinematografía francesa de los sesenta; entre ellas, muchas de Godard y Chabrol y algunas menos de Rohmer, sobre los cuales además leí bastante sin atisbar la existencia de ese París vu par … El azar que me descubrió esta película tiene nombre portugués: María de Medeiros. Hace un par de semanas, con motivo de enterarme de que la chica además de al cine le da a la canción (y no mal, en mi opinión), me puse a revisar un poco su vida y obra. Reconozco que esta mujer me gusta o, para ser más precisos, que me resulta muy atractiva (no sólo físicamente), y he visto unas cuantas de sus películas, desde que la conocí en Henry y June (1990), haciendo de Anais Nin. La verdad es que creía que había visto casi todas o una buena parte de ellas pero, al revisar el listado que aparece en la wikipedia, me sorprendo al comprobar en cuántas ha participado que no es que no haya visto sino que ni siquiera me suenan de nada (de las ¡57! de la lista había visto una decena y de casi la totalidad de las restantes, ni flores). Lo más probable es que la mayoría de esos filmes para mí ignotos no se hayan ni estrenado comercialmente en España, conclusión a la que he llegado tras posteriores averiguaciones.

A lo que iba. Resulta que la tercera película en la que participó esta interesante mujer fue la primera segunda parte de la original que, a diferencia del Paris je t’aime, quiso desde su mismo título proclamar su filiación directa pues se llama Paris vu par … vingt ans après. En Internet se consigue mucho pero, como se empeña en recordarme Lansky no todo, y esto me recuerda un chiste que he leído estas navidades, ya no sé donde, en el que alguien quería regalarle un CD a su amante y en vez de eso le bajó la música, luego pensó en comprarle un libro pero también se lo descargó, en tercer lugar se le ocurrió una película y lo mismo; finalmente pensó en regalarle un ramo de flores pero no pudo pues no sabía cómo bajarlo. Así que, hasta el momento, no he podido conseguir esta película, aunque sí he averiguado que, al igual que la previa (que esa sí la descargué de la red), cuenta con seis episodios de otros tantos directores. Digo que no la he conseguido y no es totalmente cierto, porque sí he podido hacerme con el primer corto que, además, era el que propició estas indagaciones, ya que es el coprotagonizado por una jovencísima María de Medeiros. Se llama J'ai faim, j'ai froid (Tengo hambre, tengo frío) y corrió a cargo de Chantal Akerman, una de las directoras europeas de culto que, sin embargo, es poco conocida (salvo por los cinéfilos, claro). El corto, en blanco y negro, es francamente interesante y a él dedicaré un próximo post. Puede que me embarque en una serie que podría titular Filmografía de María de Medeiros, pues me he empeñado en conseguir y ver todas (o las más posibles) de las películas listadas en la wikipedia. Ya se sabe, hay que hacerse propósitos para el año nuevo.


Feist - La même historie (Paris je t'aime, 2006)

lunes, 27 de diciembre de 2010

Saint Germain des Pres (y 2)

Al día siguiente, a las cinco de la tarde, en la Rue du Dragon, cuando está a punto de entrar en la Academia Julian, Catherine es abordada por otro chico guapo y moreno. Ella reanuda su camino sin siquiera responderle, pero él la sigue, entrando también en el zaguán del edificio (¿has estado antes aquí? Éste no es sitio para chicas americanas tan bonitas. No deberías estar metida ahí dentro con este maravilloso tiempo. Es mucho más agradable un paseo por el campo. Ven conmigo, tengo coche). Catherine se escabulle y pasa a la sala de dibujo, donde un numeroso grupo de estudiantes toma apuntes de un modelo desnudo. La chica encuentra un caballete libre, apoya su carpeta de láminas, se coloca unas gafas, mira hacia el modelo y …La sorpresa le hace abrir exageradamente ojos y boca: el muchacho que posa desnudo es Jean, su amante de hace dos noches. Casi inmediatamente, Jean, que pasea la mirada distraídamente por su público, la reconoce y también se sorprende y avergüenza, encogiéndose en un torpe intento de ocultar su desnudez. Los alumnos vociferan enfadados, Catherine nerviosísima empuja el caballete al suelo y sale corriendo de la sala, el nuevo chico, Raymond, la persigue llevándole la carpeta que ha dejado olvidada. Ya en la calle, ella le quita la carpeta de las manos sin ningún gesto de agradecimiento, sin decir palabra, y se aleja a toda prisa.

Han pasado solo unos minutos, Catherine camina sola, rumiando sus pensamientos; a su lado se detiene el mismo Bentley gris y Raymond se asoma por la ventanilla derecha invitándola a entrar. ¿Éste es tu coche? Sí, contesta él. Entonces ella abre la portezuela y se acomoda. ¿Dónde vamos? A tu casa, responde ella abruptamente. Él arranca y enseguida están subiendo las escaleras del apartamento de la otra noche. Es muy bonito, dice ella, un sitio perfecto para traer chicas. Demasiado caluroso en verano, contesta el muchacho con una sonrisa de suficiencia. ¿El apartamento es tuyo? Sí, claro, y también el coche. ¿Qué hacen tus padres? No demasiado, son embajadores. En México, imagino; y ahora es ella la que sonríe ante la mueca de desconcierto del chaval. ¿Cómo lo sabes? Porque das el tipo, contesta ella, ¿has estado en México? Sí, dice él, justamente regresé ayer. ¿Y cuándo vas a volver? En tres semanas, ¿por qué? ¿Y las clases? Pueden esperar. ¿Estudias Ciencias Políticas? Sí, es un empeño de mi padre … Pero, ¿cómo sabes todo eso? Catherine sonríe, una sonrisa que es a medias de cinismo y de tristeza. Se levanta y pasea por la sala mientras el chico la observa intrigado. Descorre las cortinas de una ventana y señala hacia el exterior: Le Vau, dice. ¿Dónde? Pregunta, Raymond acercándose. Esa cúpula, dice ella señalando la del Instituto de Francia, es de Le Vau. ¿Sí? ¿Estás segura? Por supuesto que lo estoy, contesta desdeñosa. Vaya, estoy impresionado. ¿Te interesan las antigüedades? Entonces este apartamento te encantará, está todo lleno de muebles antiguos. ¿Quieres echar un vistazo? No gracias, responde la chica, ya lo he hecho. Ah, claro, me olvidaba de que tú lo conoces todo; entonces, vayamos a dar una vuelta por el campo, es lo mejor que podemos hacer con este tiempo. Catherine vuelve a sentarse al sofá pero su sonrisa irónica ha desaparecido.

— No lo entiendo, —murmura para sí misma —no entiendo por qué posa … Por las chicas, supongo, pero … Es tan desagradable: qué vergonzoso tiene que ser estar ahí desnudo, delante de tanta gente que te mira.
— Me parece que exageras un poco.
— ¿Por qué? Acaso tú también has posado.
— No, pero …
— ¿Conoces entonces a muchos modelos? —lo interrumpe ella.
— A unos cuantos, sí. Uno se encuentra con gente muy rara por ahí.
— ¿Y al chico de la Academia, lo conoces?
— ¿Ése? Es un pobre diablo. Pretende ser actor.
— ¿Es tu amigo?
— Bah, no exageremos. Es un buen chico, tiene su encanto. Yo le ayudo. Cuando estoy fuera le presto el apartamento y el coche. Eso le hace feliz; le gusta sentirse como si fuera yo. Es curioso, ¿verdad?
— Me parece algo horrible, muy triste.
— Sí, bueno, la vida es dura. ¿Por qué te interesa tanto ese chico? Se diría que te gusta.
— ¿A mí? ¿Estás loco?
— Vale, vale, pero relájate. ¿No te acaloras moviéndote tanto?

Catherine se ha levantado del sofá, nerviosa, y abre un armario del que caen un colchón y una manta enrollada. Qué práctico el sistema, dice sonriendo. Sí, así es como es, contesta él acercándose hasta el armario, te traes a una chica, sacas la cama … ¿Qué me dices sobre ir al campo? Aquí hace calor. Pues quítate la bufanda, le replica ella y se separa. Nunca delante de chicas, ¿dónde vas? A México, contesta ella, mientras recoge su carpeta y se precipita escaleras abajo. El muchacho se reclina sobre la barandilla a verla irse; luego, con gesto de fastidio, se quita la bufanda: Es una aburrida y sí, ciertamente, hace demasiado calor aquí. Y se deja caer en el sofá.

Apenas un rato después, Catherine se apea de un taxi y entra corriendo en la Academia Julian. Están saliendo los estudiantes, entre ellos, solo, Jean, su amante de la otra noche. Ambos se quedan un instante quietos, pero enseguida él se da la vuelta y espera a una chica que viene con una carpeta de dibujo. Le pasa el brazo por el hombro y, abrazado a ella, pasa por delante de Catherine, sin detenerse, sin decirle nada, sin mirarla siquiera.


Francoise Hardy - Tous les garçons et les filles (1962)

PS: La primera ilustración es la pintura de 1881 de Marie Bashkirtseff, alumna de la Academia Julian, la única escuela que por entonces permitía el acceso a las mujeres. La foto del Instituto de Francia con la cúpula de Le Vau está tomada de una web de viajes. La tercera y última, en la que se ve la entrada a la Academia Julian a través del zaguán desde la rue du Dragon, es propiedad de Julián Villalba. Con esta segunda entrega acaba el relato plagiado, sin que nadie se haya atrevido a aventurar cuál es el original. La solución en breve (espero).

sábado, 25 de diciembre de 2010

Saint Germain des Pres (1)

París, años sesenta, primavera avanzada. Catherine, una joven estudiante americana, cumple su sueño de estudiar Bellas Artes en la capital francesa. Una tarde, sentada en la terraza del Café de Flore del bulevar de Saint Germain, el atractivo chico moreno de la mesa de al lado le ofrece fuego. Una hora después se levantan juntos; él le ha propuesto dar un paseo en su coche, un flamante Bentley gris, por las atestadas y ruidosas calles del barrio. Se va haciendo de noche, una noche suave y cálida. Catherine se siente feliz, cierra los ojos y apoya su cabeza en los hombros de Jean, se abandona al destino. Sus padres le habían advertido que París no es lugar para jovencitas, pero sus padres están demasiado lejos y ya es demasiado tarde. Ahora sólo hay deseo.

Pasan la noche juntos en el coqueto apartamento del chico. Las diez de la mañana. Él se desembaraza suavemente del abrazo de ella y se levanta del colchón cubierto con una manta de cuadros rojos, azules, grises y blancos. Desde el baño, en la planta inferior, hace una llamada por teléfono; pregunta que cuándo llega el avión de México y le contestan que a las doce y cuarto. Sube de nuevo al dormitorio y se queda un rato observando pensativo a la muchacha rubia que sigue durmiendo. He de deshacerme de ella, se dice mientras recoge su ropa, una pena porque es muy linda. Pero apenas me queda tiempo: tengo que estar en Orly a mediodía, una hora para llegar, tiempo para dejar limpio el apartamento, llevarla a su casa …

En la cocina prepara una taza de café soluble y la pone en una bandeja con dos tostadas con mantequilla. Despierta, le dice, te he traído el desayuno; corre, tómatelo no se te vaya a enfriar. Ella quiere que él se meta en la cama de nuevo y se molesta cuando se niega. Venga, te espero abajo, date prisa que tenemos que irnos. Pero la chica no está apurada, se levanta envuelta en una bata naranja y remolonea por la habitación. Descorre las cortinas amarillas de unas grandes puertas que abren a un balcón y, con una sonrisa de felicidad, se sienta en una tumbona mirando los tejados de Saint Germain, oyendo la algarabía de la vecindad.

El muchacho está nervioso: se está relajando demasiado; no me va a dar tiempo. Le lleva la bandeja al balcón y ella, el sol acariciándole el rostro, lo mira amorosamente: serías un maravilloso marido americano, le dice. Come, contesta él, pasándole una tostada. En América, dice ella, tengo una amiga que pierde el apetito cada vez que se enamora; yo nunca me he enamorado, y deja la tostada sobre una mesa. El chico la recoge y vuelve a ofrecérsela, pero ella ni le hace caso; en cambio exclama: esta vista es extraordinaria; tienes un precioso apartamento. El muchacho musita una protesta y se da la vuelta con la bandeja; ella, caprichosa, lo detiene para por fin coger la tostada. Luego entra y se dedica, pausadamente, a pasear por la sala descorriendo todas las cortinas y mordisqueando la tostada hasta que, con un gesto de desagrado, la arroja a la calle. Mientras el chico murmura: maldita sea, pareciera como si quisiera quedarse.

— ¿Todavía no estás lista? Catherine, por favor, tenemos que irnos.
— Déjame las llaves; te espero aquí.
— No, no puede ser.
— Pero … tú volverás luego …
— Sí, dentro de tres semanas.
— ¡¿Qué?! — La chica se endereza súbitamente en el sillón.
— Tengo que ir a México. Salgo en una hora.
— ¿¿Cómo?! ¡Y ahora me lo cuentas!— Da un golpe en el sillón y se levanta indignada.
— No podía decirte vente a casa conmigo que mañana salgo de viaje — se excusa el chico mientras se ata los zapatos y ella camina furiosa recogiendo su ropa. — Si lo hubiera hecho, no habrías venido conmigo.
— Claro que no — Y sigue bajando a toda marcha la escalera hasta meterse en el baño y cerrar la puerta. El chico se apoya contra la puerta, da dos golpes:
— Catherine, respóndeme … ¿Estás enfadada? — Ante el silencio de ella continua —Voy a estar con mi padre; anoche te conté que trabaja en la embajada en México. Venga no te enfades. Tres semanas no son tanto tiempo.
— ¿Por qué no me lo dijiste? —Se queja ella desde dentro del baño, mientras frente al espejo se está ajustando el vestido.
— Porque no habrías venido …
— Crees que soy una golfa …
— No seas tonta. Hasta ayer no te conocía. — Entonces se abre la puerta y ella sale apartándolo de un empujón para a toda prisa volver a subir las escaleras y él de nuevo persiguiéndola.
— Catherine, por favor, sé razonable, Me gustas mucho, lo sabes. Espera un momento, tengo que recoger la cama.
— Sí — dice ella mientras se calza — Así podrás deshacerla con la próxima.
— Esta noche dormiré en el avión.
— Vale, entonces voy a acompañarte al aeropuerto — le grita ella desafiante.
— No, odio las despedidas.
— Y vas sin equipaje … — Están de nuevo bajando la escalera para salir; ella vestida, él poniéndose la corbata.
— Ya está todo en el aeropuerto.
— Desde luego, es de lo más natural — Ironiza ella, mientras abre la puerta. Una vez en la calle, mientras ella camina con la mirada baja, él la mira y trata de consolarla:
— Pero Catherine, lo hemos pasado bien esta noche. Dame tu dirección.
— Adios —dice ella. Y se separa cruzando la calle, mientras él con un gesto de resignación se dirige hacia el Bentley gris aparcado ahí mismo, controla el reloj de pulsera y, echando una última mirada hacia la chica que se aleja, abre la portezuela del coche, se mete y se va.


Nota: Este relato es un plagio, con mis palabras, de ... ¿de qué? Dejémoslo de momento sin contestar, a modo de acertijo navideño.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Mal humor navideño

Reconozco que tampoco he puesto de mi parte, así que algo de culpa tendré, pero es que nunca me han gustado nada las navidades. Por supuesto, no soy nada original y hago míos los tan repetidos argumentos contra estas “fiestas entrañables”, empezando por el exceso (hasta la náusea) de tópicos y la consiguiente exaltación de unos presuntos valores que, a estas alturas, no son más que ejercicios de hipocresía social (al fin y al cabo, lubricante necesario para que no nos matemos los unos a los otros). Con frecuencia pienso (hace un rato, sin ir más lejos) que debería hacer como que me creo el “espíritu navideño”, que es lo que harán casi todos, y de esa forma permitir que la máscara de alegría y sentimientos positivos influya, para bien, en mi actitud mental, del mismo modo en que cuando uno sonríe forzadamente condiciona al cerebro a generar el estado que estimula la sonrisa espontánea. Pero no puedo, admito que la manía que tengo a estas fechas me impide cambiar de actitud como sé que me convendría.

Seguro que, como casi todo lo que nos va definiendo el carácter, tendría que hurgar en mis recuerdos infantiles para descubrir algún trauma remoto causante de mis fobias navideñas. Pero es que apenas guardo recuerdos de la niñez que ciertamente no fue muy feliz (probablemente por eso los he ido arrinconando en pistas poco accesibles de mi disco duro) y tampoco me apetece rememorar aquellas celebraciones de las que me quedan vagas sensaciones opresivas porque había que estar especialmente atento a no infringir ninguna de las muchas prescripciones de nuestro orden familiar. Sean las que sean las causas genésicas, el hecho es que no recuerdo casi ninguna navidad, ni de niño ni de adulto, que no haya contribuido a empeorar mi nivel de felicidad. Si algunas fiestas han sido razonablemente buenas fue porque mi estado de ánimo estaba lo suficientemente alto como para que el efecto depresor de las navidades no consiguiera ponerlo en cotas negativas; si, en cambio, llegaba a estas fechas abajonado, entonces era el remate, la guinda del desastre. Armarse de paciencia para soportarlas y esperar que pasasen pronto.

En la última década, la primera de este nuevo siglo que desde luego no siento como propio, casi con seguridad que ha habido más ocasiones en las que he llegado a las navidades con mal rollo que con bueno. En el 2000 acabábamos de enterrar a mi padre, muerto el día de la Inmaculada. En el 2003, la estancia navideña en Madrid se ocupó en pruebas y análisis para confirmar que mi ex-mujer tenía un cáncer avanzado de mama. En el 2004, los estragos de un año durísimo, nos habían dejado a lo dos, a mi ex y a mí, en un estado de abatimiento y debilidad excesivo. En el 2005 me quedé en Tenerife, sufriendo el abandono de ella pero con ella casi al lado, sufriendo por otros motivos que eran causa añadida de mis sufrimientos. En el 2008 y 2009, las navidades llegaron en puntas excesivas de trabajo, con un nivel de estrés difícilmente soportable; en el año pasado, además, con el enfado y la separación (transitoria) de mi pareja. Y así llegamos a la actual, que viene precedida por un año muy duro, cruelmente marcado por la muerte fulminante del buen amigo con cuya empresa trabajaba (y trabajo, pero ahora he pasado a ser miembro de la empresa).

Este año hemos trabajado mucho, más incluso que los dos anteriores a causa de las trágicas circunstancias por las que nos ha tocado pasar. Con inevitable subjetividad, tengo la sensación de que estamos dando un servicio al Ayuntamiento para el cual trabajamos (y a sus responsables políticos) bastante más allá del estrictamente exigible en base al cumplimiento de nuestras obligaciones contractuales. Como repetía siempre nuestro amigo y jefe, somos “la puta contrata” y por tanto no hemos de esperar ningún agradecimiento por nuestros desvelos y sí en cambio acostumbrarnos, mediante el progresivo endurecimiento cutáneo, a que nos echen mierda a la primera de cambio, haciéndonos culpable de cualquier cosa que salga mal o no tan bien como les gustaría a los “clientes”. Es verdad que disto todavía mucho de haber alcanzado ese conveniente grado de resistencia y pasotismo para que me resbalen tantos comportamientos injustos, pero lo que ha ocurrido hace apenas un mes supera con creces todos los límites admisibles. Seguramente, por mor del nerviosismo electoral, el alcalde nos ha puesto a caldo con unas formas, gritos y acusaciones que en cualquier tiempo pasado me habrían llevado a una reacción durísima contra él.

No hemos hecho lo que nos habría gustado (mandarlo a tomar por saco) por la sencilla razón de que, cuando tienes a tu cargo una empresa, no son sólo tus intereses (y tus sentimientos) los que están en juego, sino sobre todo los de otras personas que viven de este contrato. En cambio, soportada la descarga tormentosa de rayos y truenos, hemos aceptado proponerle una reorganización de los trabajos y a ello nos hemos dedicado durante los últimos quince días hasta acabar ayer mismo a las nueve de la noche. Ahora se trata, pasadas estas fiestas, de renegociar la continuidad del trabajo bajo unas nuevas reglas de juego y ajustándonos a unos compromisos explícitos de plazos y obligaciones (compromisos que no sólo deben caer de nuestro lado, como ha sido hasta ahora). En teoría, de esta crisis (como de todas) deberíamos salir reforzados y mejorados, y ciertamente es lo que deseo. Pero el apaleamiento que hemos sufrido ha sido tan desproporcionadamente inmerecido, tan injusto, que no puedo evitar sentirme absolutamente desmotivado, sin ganas de continuar un trabajo en el que me he volcado y que, con sus muchas deficiencias y “traiciones”, ha supuesto una creativa renovación metodológica y ha despertado en el interés en muchos ámbitos.

Así, con este estado de ánimo, llegan las navidades que no me gustan. O sea que mala cosa, malas fechas estas, paciencia. Procuraré que el mal trago no sea demasiado amargo, comeré bien (eso sí) y veré esta noche a mi madre, hermanos y sobrinos (confiemos en que no pase nada) y a algunos amiguetes durante esta breve estancia madrileña. Luego que los tres días del tránsito del año me ofrezcan buenas dosis de felicidad y amor. Y después, el mismo tres de enero, vuelta a la carga que en unos días han de resolverse muchas incógnitas. Pero ahora lo que tendría que hacer es ser capaz de no pensar en nada de todo eso, poner al mal tiempo buena cara y felicitar las navidades a todos los que por aquí pasan (que hay muchos a quienes les gustan, ya lo sé). Pues eso … ¡Felicidades!

lunes, 20 de diciembre de 2010

El brazo amputado de Valle Inclán (y 4)

Dejo pendiente para algún rato futuro en que disponga de más tiempo la reconstrucción más detallada de la amputación valleinclanesca, porque lo cierto es que me quedan varias lagunas que hasta ahora no he sabido drenar satisfactoriamente. Sabemos que la riña entre Valle y Bueno sucedió el veinticuatro de julio y que esa misma noche el escritor herido fue atendido de urgencias en alguna casa de socorro del centro de la Villa y Corte (y ya sobre este extremo anoto las primeras dudas, pues aunque conté en el post anterior que fueron primero a la calle Desengaño para acabar en otra de Concepción Jerónima, en alguna que otra página que he encontrado por internet mencionan direcciones distintas). También parece bien sentado que nada más que le hicieron una cura somera y le vendaron el brazo, prescribiéndole reposo. Parece que esa noche casi no pudo dormir a causa del dolor y así siguió durante los siguientes días. En varios de los artículos que he leído sobre el incidente se despacha el tema diciendo algo así como que la herida se infectó y la gangrena había avanzado tanto que hubo que amputar el brazo. Gómez de la Serna, en la biografía que tengo ante mis ojos, comenta que "todo se arregló de momento, pero al día siguiente se gangrenaba la pequeña herida, y el médico dijo a Ruiz Castillo y Benavente que había que cortar el brazo". Me entero, no obstante, que la radical operación se produjo el doce de agosto ... ¡Diecinueve días después de la lesión! Demasiado tiempo, sin duda, que necesitaría más explicaciones. También he visto alguna versión que habla de una intervención en dos fases: que primero tajaron por encima de la muñeca, pero días después, al ver que la infección seguía hubieron de cortar pasado el codo. No muy verosímil pero ...

Que la amputación fue el sábado doce de agosto es dato cierto pues consta en el certificado médico expedido dos días después por Don Manuel Barragán y Bonet, Doctor en Medicina y Cirugía, domiciliado en la Corredera Baja, 37. El lugar fue la Casa de Salud «Santa Teresa», sita en el Paseo de la Castellana nº 7 antiguo. El cirujano habla de una fractura interna de los huesos del antebrazo como causa, lo que parece desmentir la tradicional explicación de que se le hubiera clavado el gemelo. Por cierto, este Manuel Barragán, que entonces estaba en la treintena larga, unos años después sería uno de los fundadores de la Asociación Española de Urología y una de las personalidades más ilustres en ese campo de la medicina en el primer tercio del siglo pasado (murió en 1932). Habida cuenta de que Valle Inclán murió a causa de un cáncer de vejiga, cuyos síntomas dolorosos empezaron a manifestarse a principios de los veinte (y que el escritor combatía fumando cáñamo en pipa), me pregunto si su antiguo sajador, ahora ya ilustre urólogo, volvería a tratarle profesionalmente; otro enigma a desvelar.

Es, como digo, de lo más extraño que pasara tanto tiempo entre el altercado y la amputación. Leal, cuando rememora muchos años después el incidente en la prensa lisboeta, dice que la agresión no habría tenido consecuencias si Valle Inclán hubiese querido ser curado de inmediato, pero el grande don Ramón prefirió seguir en el café bebiendo copas y cuando aceptó que lo llevaran al hospital de la Princesa ya era tarde y el brazo tuvo que ser amputado. Está claro que el portugués no estuvo allí y no es tanto que se invente lo que ocurrió, sino más bien, supongo yo, que asume una de las variopintas versiones que se propalaron, acordes con la fama altanera de Valle. En esa misma línea, se cuenta que el escritor, informado por Benavente de la opinión médica de que habían de amputarle el brazo (imagino que el día en que los dolores serían tan insoportables que sus amigos lo llevaron donde Barragán) dio su consentimiento con absoluta despreocupación pues, al fin y al cabo, no era ese el brazo con el que escribía. También se cuenta que pidió que no le anestesiaran y que le afeitaran el lado izquierdo de la barba para poder ver bien la operación mientras, con toda parsimonia, se fumaba un habano. Obviamente, leyendas acordes con la fama del personaje, anécdotas indudablemente falsas que contribuirían a consolidar su aureola de aristócrata bohemio. Porque ninguna gracia tuvo que hacerle a Valle-Inclán perder el brazo, por más que fuera el izquierdo, aunque luego fuera capaz de aprovechar su desgracia como elemento relevante en la construcción de sí mismo como personaje literario. Por eso sólo una vez admitió el dolor de la pérdida del brazo, y fue refiriéndose a la muerte de su hija a la que no pudo abrazar. Aunque, según cuenta César González-Ruano en sus Memorias, una muchacha con la que tenía amores le enseñó una vez una carta de don Ramón María, ligue anterior de la chica, en la que éste le aseguraba que sólo había sentido ser manco aquella tarde en que no pudo abrazarla más que con un solo brazo. Dice Ruano que la muchacha estaba muy orgullosa de aquella bella ocurrencia, aunque a él le sentó bastante mal el autoplagio.

Hablando de leyendas, uno de quienes más contribuyó a la proliferación de las mismas, aparte del propio protagonista, fue su émulo y amigo Gómez de la Serna, quien en 1918 publicó "Algunas versiones de cómo perdió el brazo don Ramón María del Valle-Inclán". No he conseguido ese texto, pero en su biografía del 44 hace referencia a algunas de tales invenciones que, según dice y me lo creo, fueron del agrado del gallego. Así, entre otras, fabula Gómez de la Serna que el brazo se lo cortó él mismo para echar algo de sustancia al puchero o porque quería contar con un brazo relicario, o que se lo tajó para echárselo a un león que le perseguía y de tal modo evitó que lo devorara, o que una mujer enamorada se lo arrancó para evitar que la abandonase, o que lo perdió en una riña a navajazos con un bandolero mexicano ... En fin, como puede comprobarse, el brazo ausente de Valle Inclán fue tema durante muchos años del mundillo literario madrileño.

Pero, por volver a ese largo periodo que tanto me extraña entre la discusión del Café y la amputación quirúrgica, no quiero olvidarme de señalar que al día siguiente por la tarde se presentaron en la casa de Valle Inclán (a quien imagino presa de dolores y guardando cama) los padrinos de Manuel Bueno, unos tales señores Paleri y Balbás, para resolver la cuestión de honor suscitada con la pelea y bajo el supuesto de que el escritor gallego había sido el ofensor. Que Bueno se preocupara de tales menesteres, además de dar una idea de la importancia que en esos tiempos se daba a la dignidad ofendida (y mal entendida, añado yo), muestra que nadie se esperaba que el golpe en la muñeca fuera a tener el grave final que finalmente tuvo. Supongo que ni el propio don Ramón María, que tuvo la presencia de ánimo y la chulería tan propia para disentir del periodista vasco y opinar que había sido éste el ofensor y, consecuentemente, quien debía disculparse. Así que Valle Inclán nombra padrinos (Miguel Sawa y José Riquelme Flores) y comienzan las negociaciones para resolver la nueva cuestión de honor que, por ser mucho más interesante, hace que se olvide la previa entre el portugués y el granadino que fue causante de la reyerta. Por lo visto las negociaciones duran cuatro días y finalizan sin llegar a ninguna conclusión concreta con la publicación el 27 de julio, en el periódico madrileño El Globo, de un acta sobre el asunto de honor, algo que, por lo visto, era práctica habitual en estos casos (me habría gustado leer esa nota de prensa, pero lamentablemente El Globo no se consigue por internet). En todo caso, barrunto que las expectativas de duelo entre Bueno y Valle se diluirían a medida que la salud del escritor empeoraba. De hecho volvieron a ser amigos y forma parte del riquísimo anecdotario valleinclanesco que cuando éste, ya manco, tornó al Café a reanudar sus hábitos tertulieros se encontró con Manuel Bueno y le tendió la mano (la única que le quedaba) diciéndole que lo pasado, pasado estaba. A esta versión, Gómez de la Serna enfrenta otra menos favorecedora, en la que, nada más ser amputado, Valle Inclán sólo ansiaba poder salir a la calle a matar a su desmochador y, para evitarlo, los amigos de ambos llevaron (me imagino que a regañadientes) al vasco a la alcoba del convaleciente (que olía a yodoformo, dice Ramón) para forzar una "lacónica y magnífica reconciliación". ¿Cuál es la versión verdadera? Pues a lo mejor hasta las dos lo son.

La reincorporación de Valle Inclán a la vida pública y activa debió ser hacia principios de septiembre. Sus numerosos amigos, impresionados por el suceso, le consiguieron un brazo ortopédico y organizaron una función benéfica a su favor de su drama Cenizas. De esos primeros tiempos de manquedad datan innumerables anécdotas, incluyendo no pocos chistes macabros a su costa que circulaban por Madrid. Hasta el propio Valle empezó a hacer gala de su minusvalía con alusiones cervantinas que tuvieron que ser algo machaconas para obligar a Benavente a decirle quejoso que lo suyo no fue en Lepanto. Pero ya está bien, que tampoco es cuestión de enrollarme más, que estos posts sólo iban de la pérdida del brazo.

viernes, 17 de diciembre de 2010

El brazo amputado de Valle Inclán (3)

Nos habíamos quedado en la llegada al Café de la Montaña del joven periodista Manuel Bueno Bengoechea, habitual tertuliano y amigo de don Ramón María. Según la versión más difundida del incidente, la que se recoge en la mayoría de páginas de internet que lo evocan, al cabo de un rato de escucha de la perorata valleinclanesca, Bueno interrumpiría al gallego para desdeñosamente decir algo así como que todo lo que hablaban no eran más que palabras huecas pues el duelo no podría nunca celebrarse dada la minoría de edad de Leal da Câmara. Este relato tiene su origen en la obra que sobre Valle Inclán escribió en 1944 Gómez de la Serna (y que es la fuente del post anterior, paréntesis en esta historia). Dice Ramón que "mi versión está compulsada con los relatos conseguidos, a través de los años, de labios de los más veraces testigos presenciales del suceso", y cita expresamente a Paco Sancha y a Ruíz Castillo quienes, efectivamente, allí estuvieron, pero de los cuales no he encontrado testimonio escrito. Oigamos, en todo caso, cómo lo recuerda Ramón casi medio siglo después y a más de diez mil kilómetros de distancia:

–Es inútil que traten ustedes de ese duelo –dijo Manuel Bueno–. No puede verificarse porque Leal da Câmara no tiene edad para batirse. –No zea uzted majadero, que uzted no zabe una palabra de eso –replicó Valle-Inclán. Manuel Bueno, al oírse insultado así, dio un paso atrás y levantó en el aire su bastón con barra de hierro. Valle agarró una botella de agua por el cuello, como si manejase el as de bastos, y llenando de agua a todos, dio lugar a que Manuel Bueno descargara el bastonazo; pero con tan mala fortuna, que le incrustó en la carne el gemelo del puño.

No cuadra, sin embargo, que la intervención de Bueno provocadora del enojo de Valle Inclán fuera a colación de la minoría de edad de Leal. El portugués tenía veintidós años (creo que la mayoría era entonces a los veinticinco), pero es que el señorito andaluz, según la mayoría de los testimonios, era tres o cuatro años menor. Y hay que recordar que fue Bueno el que, al poco de suceder el incidente entre los dos jóvenes, acicató al granadino para que exigiese las reparaciones a su honor ofendido. ¿A qué, entonces, venir con el cuento de la minoría de edad? En su esclarecedor artículo, González Martel da cuenta de que, con motivo de la trifulca entre Bueno y Valle se concertó esa misma tarde noche el consiguiente duelo y que en el "acta" que para anunciar el mismo se publicó tres días después en El Globo madrileño se apuntaba que la disputa había sido "acerca de la capacidad legal de un individuo para acudir al terreno del honor". Es más que probable, pues, que la que se eligió como justificación "oficial" para explicar la trifulca del café de La Montaña pasara a convertirse en la creencia de todos, muy en especial de quienes no estuvieron allí y lo conocieron por terceras personas (caso de Ramón) en la causa verdadera. Pero, ya digo, no cuadra que esas palabras las pronunciara Bueno.

En una de las entrevistas concedidas al Diario de Lisboa en los cuarenta, Leal cuenta su versión de lo ocurrido esa tarde (bien es verdad que él tampoco estaba allí, pero supongo que por lo que le afectaba se enteraría bien de cómo fueron los hechos): "No antigo Café La Montaña, Valle-Inclán increpou Manuel Bueno, por aceitar ser testemunha do duelo: -- "Leal es un niño y ese duelo es un infanticidio, un crimen", gritou colérico. Manuel Bueno ofendeu-se e descarregou a bengala sobre Valle-Inclán atingindo-o num braço". Esta versión parece más verosímil. Imaginemos a Valle que, mientras diserta sobre teoría de duelos, ve entrar a Bueno en el café, quien se sienta a la mesa, quizá con un cierto aire de suficiencia, conocedor de su papel protagonista en el asunto que tan el candelero se encuentra esos días. Algo diría el periodista vasco, no lo de la minoría de edad sino cualquier otra cosa, seguro que sin importancia, pero es que don Ramón María testaría esperando la más mínima excusa para saltar sobre él, para hacerle víctima de su famosa energúmena indignación. Comprensible, Valle tenía estima al dibujante portugués y achacaba con razón a Bueno que, en vez de calmar los ánimos tras el infantil incidente, lo hubiese magnificado llevándolo hasta un extremo que podía acabar en tragedia. Recuérdese que el propio Leal describe en la carta a su madre su asombro al recibir a la mañana siguiente la carta del vasco; no parecía que la cosa tuviera que ser para tanto. Así que sería Valle el que, a partir de cualquier palabra inofensiva de Bueno, le increparía, afeándole su papel en el curso de los acontecimientos, sin cortarse en dedicarle los incisivos insultos a que era tan aficionado. Fue don Ramón María y no Bueno quien exclamó que el duelo sería un infanticidio (en algunas versiones así consta) y tal afirmación valía para cualquiera de los contendientes, aunque, ciertamente, su preocupación era por su amigo. Pues el portugués, y era sabido por todos, en su vida había cogido un sable y llevaba desde el desafío tomando apresuradas clases de esgrima del capitán cubano, vecino de su misma fonda, y al cual ya me referí en el post anterior.

En lo que sí hay coincidencia entre los testigos y biógrafos es en el estallido verbal de Valle Inclán y en que reiteradamente y a voz en grito calificó al vasco de majadero. Este epíteto está hoy en desuso y es una pena, pues es redondo tanto semántica como fonéticamente. La verdad es que uno de los ámbitos en el que más se aprecia el empobrecimiento léxico generalizado es en el de los insultos. Hace un siglo cualquiera medianamente culto era capaz de traer a la boca una mucho mayor cantidad de epítetos ofensivos que los escasos y monótonos que pueden escucharse hoy en día; y, desde luego, bastante más ingeniosos, máxime si quien los profería era un figura de la talla de don Ramón María quien, cuando insultaba, humillaba al oponente hasta el abatimiento. Al oírse llamar majadero de esa manera, es explicable que Manuel Bueno se levantara molesto e hiciera ademán de blandir el bastón, aunque no me queda del todo claro si fue en gesto de agresión o de defensa ya que todo fue muy rápido y, casi a la vez, Valle también se había alzado –¿en reacción al movimiento del periodista o llevado de su propia ira?– y con sus aspavientos exagerados "en un abrir y cerrar de ojos limpió la mesa de tazas, vasos y botellas con las que apedreó a Manolo Bueno”, según cuenta Tomás Orts-Ramos, uno de los testigos más fiables de la escena. Enseguida el gallego agarró por el gollete una botella y, sin cuidarse de evitar mojar a los restantes contertulios con el riego por aspersión consecuente, la zarandea amenazadoramente frente al otro. Es entonces cuando Bueno, ahora sí para defenderse, golpea con su bastón en la muñeca izquierda de Valle.

Ya por esos días se rumoreó, y así se ha recogido en alguna biografía del escritor (Corpus Barga), que el bastón que portaba Bueno era de los llamados "de camorrista" o, también, bastón estoque, con una barra de acero incrustada en el ánima de la madera, que más que bastón era un arma y además prohibida. Aunque la verdadera naturaleza del bastón nunca se dilucidó (para bien del periodista bilbaíno) el rumor no resulta disparatado ya que el mayor peso y contundencia que en ese caso tendría explica más verosímilmente los desastrosos efectos del golpe. Porque el impacto parece que se produjo en el aire, cuando Valle interrumpe con su mano izquierda la trayectoria del bastón que, lógicamente, iría hacia la botella blandida con la derecha. Y ese choque provoca una herida profunda: se astilla el hueso de la muñeca y además se hunde en la carne el gemelo del puño izquierdo. Pero además hubo un golpe en la cabeza que produjo un desgarrón en el cuero cabelludo, del que manó sangre en abundancia y que, más que probablemente, fue lo que de verdad asustó a los presentes y puso fin inmediatamente al altercado. Parece que fue Orts quien tomó la iniciativa (entre otras cosas recaudando dinero entre los presentes para cubrir los gastos médicos, que todos eran pobres como ratas) y junto a Pedro González Blanco, otro joven periodista asiduo a la tertulia, montaron a Valle en un coche y fueron al dispensario de la calle Desengaño, donde trabajaba un médico amigo de Orts. Pero ahí no los atendieron (no he descubierto por qué) y entonces fue el propio cochero quien recomendó otro centro médico, éste en la calle de Concepción Jerónima, donde se le hicieron las elementales curas de urgencia: limpieza y vendaje de ambos cortes. Y luego se le despacha para su casa, todos pensando que las heridas no tienen mayor importancia y que ahora lo que está pendiente, más que el desafío pendiente entre Leal y el granadino, es el que habrá de venir entre Valle y Bueno como consecuencia de la riña en el café de La Montaña, sin duda de mucha mayor enjundia. Pero eso y el final de la historia ya lo cuento en una próxima entrega.


María de Medeiros - O Que Será? (A Little More Blue, 2007)

PS: Esta canción poco o nada tiene que ver con el post, pero siempre me ha gustado muchísimo (Chico Buarque es uno de los grandes, quién lo duda) y recientemente he descubierto esta versión de María de Medeiros, mujer que si ya me gustaba mucho como actriz pues ahora más, y a la que un día de estos dedicaré un post.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Paréntesis pertinente al brazo amputado de don Ramón María del Valle-Inclán

En el comentario a mi anterior post, me recomienda Lansky la biografía que de don Ramón María del Valle-Inclán (que así gustaba que escribieran su nombre) hizo su tocayo Gómez de la Serna, el Ramón por excelencia (publicada en Austral en 1944). Ya había leído esa obra, pero hace tantos años que apenas la recordaba como un bien trabado rosario de anécdotas que me entretuvo mucho y me hizo tremendamente atractiva la personalidad del genial escritor gallego. Como llevo una semanita o algo más indagando en mis escasos ratos libres sobre Valle he querido aprovechar el consejo lanskyano (suelen ser buenos) y, gracias a la Biblioteca Pública que tengo a pocos metros de mi casa, ayer me conseguí un ejemplar de la mentada biografía. Ya casi la he acabado (se lee fácil y agradablemente) y no me puedo resistir a transcribir en este post parentésico algunas de las descripciones, propias y ajenas, que sobre don Ramón María trae a colación su ingenioso biógrafo. Creo que a mi reconstrucción de la historia que culminó con la amputación de su brazo izquierdo (no del derecho como, Grillo dixit, aparecía en la efigie del Museo de Cera madrileño) le vienen bien imágenes vívidas que recreen el carácter y figura del Marqués de Bradomín.

Valle se instaló por segunda vez en Madrid en 1896 (o en 1897, según afirma Ramón). Julio Cejador y Frauca, un filólogo de descomunal erudición pero de agrio carácter, nada amigo de las vanguardias juveniles finiseculares (abominador especialmente del modernismo y de Rubén Darío) y, por tanto, no muy proclive a simpatizar con Valle, debió conocerlo por aquellas fechas y, siempre según Gómez de la Serna, se refiere a esos primeros años madrileños en los siguientes términos: "Llegó a la corte, presentándose entre los jóvenes como personaje misterioso, aventurero, acuchilladizo y linajudo, que recordaba en el vivir la manera romántica, bien que adobada con cierto aristocrático refinamiento, conforme a la época decadente de los artistas de París. Según esta misma idea románticomodernista, fraguó en su fantasía el tipo de un personaje, hidalgo a la antigua y bohemio a la moderna, todo a la vez, a quien dio por nombre el Marqués de Bradomín, gallego tradicionalista y monárquico chapado a la antigua, linajudo y señor de sus Estados; pero mundano y lascivo, conquistador donjuanesco, refinado en placeres: en suma, en el fondo del alma, un español aristócrata a la antigua española, forrado de los decadentismos de la moderna aristocracia. A este dechado, que tiene no poco del famoso libertino italiano Casanova, acomodó su manera de presentarse en todas partes, ya que no su manera de vivir, por no permitírselo la maldita falta de pecunia; y tal fue el personaje que se propuso retratar en sus obras literarias". Conviene decir que Valle, en La pipa de kif (1919), dedica el poema Aleluya a retratar con brevísimos y burlones versos a los puristas ortodoxos que tan mal le caían y, entre ellos, aparece el ilustre Cejador de quien dice: «Y Cejador, como un baturro / Versallesco, me llama burro».

Sin duda, desde su más temprana juventud, Valle había decidido construirse un personaje y gran medida de su genio era la fidelidad al mismo; supongo que habría algo de "imperativo ético" en ese ajustar disciplinadamente todo el comportamiento personal al modelo elegido. Claro que no cualquiera podía ser Valle aunque lo pretendiera. Dice Ramón que Juan Ramón Jiménez (1881-1958) lo recuerda junto a Rubén Darío en un café madrileño del 1899: "Y al final de su perorata, polícroma, musical, plástica, había siempre una frase dinámica, ascensional, de espesa cauda de oro vivo, que subía, subía, subía, entre el coreo y el vítor generales y daba en lo más alto de su poder un estallido final, el trueno negro, como un gran punto redondo, áureo y rojo un instante, negro luego y desvanecido en lo más negro". Tenía que ser un placer maravilloso escucharle en sus discursos cafeteros (siempre, eso sí, que no fueras tú el objeto de sus frecuentes invectivas); tal como lo cuenta Juan Ramón, fuegos de artificio para los oídos. Si esta anécdota estuviera bien datada, habría ocurrido más que probablemente no muchos días antes del accidente a cuya narración aún no he llegado; sin embargo, el onubense no se trasladó a Madrid hasta abril de 1900 (justamente por invitación conjunta de Francisco Villaespesa y el propio Rubén Darío, por entonces corresponsal en la capital española del periódico argentino La Nación). Así que me temo que cuando el joven Juan Ramón (menos de veinte años tendría) conoció a Valle Inclán, éste ya era manco. No obstante, aunque la anécdota evocada por Gómez de la Serna yerre en la data, imagino que sigue siendo perfectamente válida como descripción del florido verbo del gallego.

Por supuesto, los cafés eran el hábitat por excelencia de esos jóvenes airados de la bohemia literaria, entre los cuales, dice Ramón, Valle "promiscuaba" ... "practicaba el trato humano, se sentaba en el refectorio de los asilos y refugios que son los cafés para pasar la noche, pero de pronto, pareciendo ser un compadre más, levantaba su voz insultativa y ponía como nuevos a los farsantes, feriantes, facinerosos y faranduleros". Gómez de la Serna cita a Pedro de Répide que rememora las airadas pataletas del gallego: "De pronto Valle irguióse y comenzó a increpar a Bargiela que, atónito como cuantos presenciábamos la escena, no podía reaccionar con la misma presteza. Empezó a escupirle salivazos, además de injurias, y entre éstas lanzóle un improperio inédito, que en medio del desagradable incidente me movió al regocijo y a la risa ..." Este Pedro de Répide fue uno de los más célebres cronistas de Madrid y asiduo tertuliano de los múltiples cafés del periodo de entresiglos. Rafael Cansino Assens (a quien Borges tanto admiró), algunos años más tarde, hacia 1916, en su catálogo de "escuelas" madrileñas situaba a Répide en el grupo de Valle Inclán (los "preciosistas y arcaizantes"), pero la amistad entre ambos debía venir desde hace mucho antes, de finales de los años 90, con Valle recién instalado en Madrid y de Répide todavía acabando sus estudios de Derecho y Filosofía y Letras en la universidad madrileña. Cuando Gómez de la Serna publica la biografía que motiva este post, exiliado en Buenos Aires, Pedro de Répide también lo está en Venezuela. Ambos añoraban Madrid y ambos regresaron casi sólo para morir. Primero lo hizo Répide, en el verano de 1947, arriesgándose a las inquinas del régimen por sus ideas liberales y republicanas (amén de su homosexualidad); era ya un viejo achacoso (aunque no tenía sino sesenta y cinco años) y triste, que no duró ni siquiera un año más.

En los cafés madrileños se concentraban esos personajes bajo las batutas dirigentes de unos pocos de ellos; Valle Inclán era, sin duda, de los más destacados. Y luego ... a armar bronca, eso cuando la bronca no se armaba en el propio café. Así lo cuenta de nuevo Ramón: "De los cafés primeros, del café de Madrid –que estaba donde está hoy el Crédito Lyonés– y del de la Montaña salían aquellos bohemios literarios hacia los deseos de escándalo que producía la España de esos tiempos; deseos de ir a la delegación, a la "delega", como se llamaba a la comisaría". Imaginémonos al frente de esas cuadrillas bohemias al que en breve sería el Marqués de Bradomín (llevando del brazo porbablemente a su amado Alejandro Sawa): "Con su nariz de carnaval, con sus quevedos unidos con una cinta negra al cuello y su tirilla putiaguada y atosigante, el empaque de don Ramón era imponente". Y casi acabaré este post trayendo, gracias de nuevo al librito de Gómez de la Serna, las palabras de don Miguel de Unamuno sobre Valle. Me cuesta imaginar dos caracteres contemporáneos más antagónicos (nada más conocerse, riñeron, y pasaron muchos años para reconciliarse). Pues dijo el bilbaíno del gallego: "Vivió, esto es, se hizo en escena. Su vida más que un sueño fue farándula. Él hizo de todo muy seriamente una gran farsa".

Y ahora sí remato y lo hago con el poema que Antonio Machado dedicó a Valle. El sevillano conoció al gallego también hacia finales de los noventa, recién instalados ambos en Madrid, y desde entonces le guardó caluroso afecto. En junio 1932 participó, junto con Unamuno, Américo Castro y muchos otros grandes nombres, en el almuerzo de homenaje a Valle Inclán celebrado en el hotel Palace. No llegarían a pasar cuatro años cuando, el 14 de febrero de 1936, dos días antes de las elecciones que darían el triunfo al Frente Popular, se organizó en el Teatro de la Zarzuela de Madrid un fervoroso homenaje (descaradamente electoralista desde las izquierdas) al escritor recientemente fallecido. Cito del resumen que pubilcó el periódico Ahora: "En nombre de la Comisión organizadora leyó con acento vibrante unas cuartillas de ofrenda María Teresa León. José de Benito llevó la voz del Ateneo en adhesión al homenaje. Federico García Lorca leyó versos de Rubén Darío dedicados a la figura y a la obra del autor de las Sonatas. Luís Cernuda dio lectura a un ensayo de Juan Ramón Jiménez titulado Don Ramón del Valle-Inclán (Castillo de quema). Paco Vighi, narrador llano y donoso, refirió algunas anécdotas de la vida de Valle. Fuera de programa estaba la intervención de una muchacha (Elisa Risco) que, en representación de los lectores de las bibliotecas populares, hubo de asociarse al homenaje fervorosamente. Finalmente, Rafael Alberti, alma de la iniciativa, brillantemente desarrollada en la velada de ayer, leyó unas cuartillas de Antonio Machado dedicadas a Valle-Inclán". Machado no fue, probablemente para no contrariar a la viuda opuesta al acto, aunque se había dicho que él iba a presidir el homenaje. Aunque desconozco la fecha en que estos versos fueron escritos, su excesivo aroma fúnebre y el último terceto sugieren que son algo posteriores al acto; en todo caso, faltaba muy poco para que la escena descrita en el soneto fuera una dolorosa realidad.

Yo era en mis sueños, don Ramón, viajero
del áspero camino, y tú, Caronte

de ojos de llama, el fúnebre barquero

de las revueltas aguas de Aqueronte.


Plúrima barba al pecho te caía.

(Yo quise ver tu manquedad en vano.)
Sobre la negra barca aparecía

tu verde senectud de dios pagano.


Habla, dijiste, y yo: cantar quisiera

loor de tu Don Juan y tu paisaje,

en esta hora de verdad sincera.

Porque faltó mi voz en tu homenaje,

permite que en la pálida ribera

te pague en áureo verso mi barcaje.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

El brazo amputado de Valle Inclán (2)

Volvamos a Leal da Câmara para conocer el incidente del que derivaría días después la manquedad de Valle. La versión que ofrezco es la que él mismo narró a su madre en una carta enviada el 31 de julio, unas dos semanas más o menos después de los hechos. Cuenta Julio Tomás que estaba de charla con unos amigos, todos literatos y pintores, en un aguaducho de Recoletos cuando uno de ellos, un tipo que no le caía nada bien, empezó a provocarle profiriendo insultos sobre Portugal. Debió pasarse bastante el granadino, suficiente para que el dibujante se exaltase (pese a que era contenido en sus reacciones) y le amenazara con partirle la cara, amén de dedicarle unos cuantos piropos no menos subidos de tono. López del Castillo se amilanó y se retiró, pero al día siguiente, en su nombre, dos señores fueron a pedirle a Julio Tomás que se retractase y, como éste se negó, no quedaba más opción, y así se hizo, que cada parte nombrara padrinos para concertar el duelo pertinente. La historia tiene otra versión, también contada por el propio Leal, si bien bastantes años después, en 1945 y 47, en sendas entrevistas publicadas en la prensa lisboeta (Leal era ya un setentón). Al contrincante, conocido hasta entonces como López del Castillo, lo denomina Gutierrez, pero lo llamativo es que sitúa el incidente en la fonda en la que se alojaba, muy cercana a la Puerta del Sol, del cual también era huésped el señorito andaluz. Estaban en una segunda planta y parece que el enfado del portugués le llevó a izar en vilo al granadino amagando con defenestrarlo desde el balcón. A la escandalera acudieron un capitán del ejército nacido en Cuba y Tomás Orts-Ramos y Climent, un escritor alicantino y crítico de toros, buen amigo de Leal durante esos días madrileños, quien bastantes años después publicaría su personal versión de cómo perdió el brazo Valle Inclán en una obra que todavía puede conseguirse en librerías de viejo (A los cuarenta y tantos de ver toros: recuerdos, reflexiones y cosas por el estilo de un aficionado, Barcelona 1926). Tranquilizados los ánimos, el portugués se fue de farra y al volver, ya de madrugada, se encontró con una carta de Manuel Bueno, quien en calidad de testigo del granadino, le urgía a concertar duelo para resolver la grave falta de honor. Y añadió Leal en la prensa portuguesa que, asombrado de esa reacción, fue un par de días después a buscar al andaluz al Paseo de la Castellana para "arreglar las cosas a la portuguesa" pero, por lo sucedido después, no se llegó a ningún acuerdo conciliador.

Ambas versiones quizá sean compatibles y así puede que ocurriera primero el enfrentamiento de la fonda y días después, en vez de mejorarse, el conflicto se agravara. Lo que parece claro es que el Bueno Bengoechea estuvo, desde el principio, al lado de López del Castillo (o Gutiérrez, aunque me inclino más por los otros apellidos) y que contribuyó a incendiar el ánimo del señorito agraviado, haciéndole ver que debía exigir reparaciones a su honor o, si no, batirse en duelo. No he podido precisar la fecha del cruce de insultos (la de Recoletos), pero es casi seguro que debió ser muy pocos días antes de la fatídica tarde del 24 de julio, pues para entonces el asunto era lo bastante reciente como para ser tema candente de discusión entre los amigos y, desde luego, distaba mucho de estar cerrado el preceptivo desafío. Ese 24 de julio de 1899 (un lunes, por cierto) se reunía un numeroso grupo de habituales en el café de La Montaña, en los bajos del Grand Hôtel de París (el edificio al que hoy corona el anuncio de Tío Pepe), con entrada por Alcalá 2, pero también con varias puertas a la Puerta del Sol y a la Carrera de San Jerónimo, de modo que se le solía conocer como el café pulmonía, o algo por el estilo. En ese café solían reunirse en tertulia Benavente, Valle Inclán y Pío Baroja, entre los más conocidos (ahora, porque entonces no eran todavía lo que llegaron a ser; especialmente Baroja, un médico renegado de veintisiete años que quería ser escritor aunque aún no había publicado nada y vivía de llevar una tahona, lo que le sirvió a Rubén Darío como motivo de chanza: "Este Baroja es un escritor de mucha miga". Pero había muchos más asistentes, mayoritariamente muy jóvenes, entusiastas del vanguardismo estético y radical.

Pues bien, hacia el atardecer de ese lunes de julio, cuando ya el bochornoso calor madrileño se habría apaciguado un tanto, Valle Inclán fue caminando desde su piso cercano a la calle de San Bernardo ("un cuartucho pequeño con una cama en el suelo y una caja como mesa de noche; en la pared tres o cuatro clavos, de donde colgaba todas sus ropas", según testimonio de Pío Baroja) hasta su tertulia de la Puerta del Sol y cuando llegó ya estaban allí casi todos los amiguetes en plena discusión sobre el anunciado duelo entre Leal y el granadino. Don Ramón María tomó asiento con ademán majestuoso y pidió un café con leche y un vaso de agua. Me imagino que, a su llegada, se crearía un ambiente de expectación, que motivos para ello no faltaban. De entrada Valle Inclán era, junto con Benavente, el de mayor edad del grupo (treinta y tres tacos, que no era ésa una tertulia de escritores maduros sino de jóvenes estéticamente revolucionarios) y, además, de carácter irascible, empeñado casi siempre en dominar las conversaciones e imponer, aunque fuera a gritos (con su conocida voz "metálica y altisonante"), su opinión. Pero sobre todo, y seguro que todos eran conscientes de ello,Pero sigamos recreando esa tarde noche e imaginemos que, en plena perorata del que aún no era el Marqués de Bradomín, hace su entrada en el Café de la Montaña el joven periodista Manuel Bueno. Ya están todos los ingredientes para la tragedia ... Valle era buen amigo y protector del dibujante luso y, como tal, se lo imaginarían preocupado, cuando no enojado, por las posibles consecuencias de tan estúpido desafío. Y ciertamente, quienes esperaban bronca no se equivocaron, más bien yo diría que se quedaron cortos en sus previsiones.

¿Quienes estaban allí esa tarde? Pese a que la anécdota se refiere en varias fuentes (con sus inevitables discrepancias entre unas y otras) tan sólo he podido confirmar la presencia de Paco Sancha Lengo (1874-1936), un pintor y dibujante de 25 años; de Gregorio Martínez Sierra (1881-1947), por entonces aspirante a dramaturgo y con apenas dieciocho años frecuentador ansioso de las tertulias y defensor apasionado del modernismo; de José Ruiz Castillo, quien era un joven de clase modesta muy aficionado a las letras y amigo del anterior (probablemente de su edad) y que pocos años después se convertiría en uno de los editores más importantes que ha tenido este país; de Tomás Orts-Ramos (1866-1939), a quien ya he citado al referir la escena de la fonda y que, como también dije, escribiría años después sus recuerdos de esa tarde; y finalmente del también mentado Manuel Bueno Bengoechea que, según algunas versiones que voy a aceptar porque me hacen parecer el relato más verosímil, llegó al café de la Montaña algo después que el propio Valle Inclán. ¿Habría más gente a la mesa del gallego? Probablemente, pero no he conseguido identificarlos; en todo caso, seguro que no estaban ni Benavente ni Rubén Darío o el poeta Villaespesa (1877-1896) –todos en Madrid por esas fechas y más que enterados e interesados en el asunto–, pues la presencia de cualquiera de ellos sí que habría dejado fácil constancia.

Supongamos pues que llegó Valle y ahí estaban sus jóvenes amigos debatiendo sobre el anunciado duelo y las reglas que habían de respetarse. Parece, según dejó escrito Paco Sancha, que enseguida el escritor empezó a repasar, con inaudita erudición (¿lo traería preparado de casa?) las obras sobre la materia, empezando por la más clásica y afamada, la que entre 1458 y 1471 compuso Mosén Diego Valera, y cuyo título era Tratado de los rieptos y desafíos (aclaro que riepto es sinónimo, hoy en desuso, de reto; se pensará pues que equivale a desafío pero no es así pues en la Baja Edad Media había varios matices diferenciadores entre las distintas figuras jurídicas que, en el fondo, no venían a ser sino riñas muy protocolizadas entre hidalgos). Este Diego de Valera, por cierto, fue uno de los más importantes escritores, juristas e historiadores del siglo XV castellano, y vivió siempre en el entorno de las cortes reales, desde la de Juan II a la de los Reyes Católicos. Tras dar su erudito repaso al citado Tratado de las Armas, dice algún libro (el de Antonina Rodrigo sobre María Lejárraga) que pasó don Ramón a otros más modernos como los Códigos de Honor del Marqués de Cabriñana o del Conde Athos de San Malato. Este último nombre lo conocía yo de hace muchos años, de un volumen de recuerdos habaneros de Alejo Carpentier que todavía conservo y he podido consultar. Cuenta el grandioso escritor cubano que en La Habana de principios de siglo XX, la de la recién estrenada independencia, era una cosa increíble el enorme número de duelos que había; tantos que todo hombre que tuviera una acción pública de cualquier índole se sabía de memoria el Código de Honor del mentado Conde Athos, que era, por lo visto, la Biblia de los duelos. Sin embargo, es muy poco probable que Valle Inclán se refiriera a este espadachín y trotamundos siciliano (que no era conde para nada), nacido en Trapani en 1872 y uno de los renovadoras de la esgrima hacia el cambio de siglo; y ello por la sencilla razón de que su libro La Partida de Honor y sus Leyes es de 1913 y fue publicado en España en 1920. Tampoco es del todo creíble que se hablase del Marqués de Cabriñana (Julio de Urbina y Ceballos Escalera, 1858?-1937, que fue el primer presidente del Comité Olímpico Español), pues su famosa obran Lances entre caballeros y Código del honor no se publicó hasta 1900 (aunque quizá circularían por Madrid copias piratas" para regocijo de los petimetres ociosos). En fin, tampoco es que importe mucho, pero el excurso me ha servido para pasar un rato divertido asomándome al barroquismo protocolario que envolvía el asunto de los duelos. Desde luego, fuera con el Cabriñana, el San Malato o cualquier otro manual, había chicha para enrollarse en cualquier tertulia de entonces y, seguramente Valle Inclán estaba en su salsa, en plena exhibición de su poderío erudito.

Pero sigamos recreando esa tarde noche e imaginemos que, en plena perorata del que aún no era el Marqués de Bradomín, hace su entrada en el Café de la Montaña el joven periodista Manuel Bueno. Ya están todos los ingredientes para la tragedia ...