lunes, 31 de enero de 2011

Applemania (y 4)

En el post anterior me quedé en el año 2000, con el regalo a mi mujer del precioso iMac color turquesa, mientras yo seguía usando mi maquinón que cada día que pasaba me parecía menos, dada la velocidad a que aumentaba la memoria de los procesadores (y bajaban los precios y tamaños de los ordenadores). Sin embargo, por más que me apeteciera, me negaba a comprarme ningún modelo nuevo pero, a cambio, lo que cayó en 2003 fue el iPod 3G de 40 GB. Para entonces, ya tenía iTunes en el Mac y había pasado gran parte de mi discoteca al ordenador, lo que me permitía grabar CDs variados de forma muy parecida a lo que hacía en los setenta y ochenta con cassettes. El iPod lo llené de canciones (un porcentaje muy significativo de nuestras disponibilidades, que eran bastantes, pero es que 40 GB dan para muchos temas si además se comprimen en mp3) y se lo regalé a mi mujer, aunque en realidad quien se acostumbró a usarlo cotidianamente fui yo. Dos años más tarde, cuando nos separamos, reclamó con razón su derecho a quedárselo (Santa Rita, ya se sabe) y tuve que comprarme (recuerdo que fue en la FNAC de Plaza de Cataluña en Barcelona) uno nuevo, el iPod mini. La cuestión es que, aunque entonces no lo sabía, el iPod fue uno de los grandes aciertos de la estrategia comercial de Apple; no sólo la entrada de la compañía en el mundo de la música resultó muy lucrativa sino que el pequeño reproductor sirvió de gancho para que quienes nunca había tenido un Mac se animaran a meterse en ese mundo. Leo en foros de Mac comentarios de muchas personas que así lo confirman y yo mismo lo comprobé en su momento cuando apreciaba que cada vez más gente se hacía con un iPod. Por mucho que fuera de Apple, el bichito ya no era exclusivo de los maqueros, para mi disgusto se podía conectar a un PC: Steve Jobs nos había arrebatado esa estúpida (y errónea) vanidad de ser un grupo de elegidos.

En 2004, al año siguiente del iPod, me animé a comprarme un nuevo Mac. Con la excusa de que necesitaba un portátil para los viajes me decidí por el PowerBook G4, de un bonito color plateado (o aluminio, según la marca), 15” de pantalla, procesador PowerPC de 256 MB y disco duro de 80 GB. Por supuesto, siendo bastante más pequeñito, le daba muchas vueltas (64, para ser exactos) al ya obsoleto Power Macintosh que fue jubilado pese a funcionar perfectamente. Por esas fechas, todavía los Mac salían algo más caros que sus análogos PCs (yo calculo que en torno a un 25%) y desde luego seguían vendiéndose a usuarios minoritarios y sólo en las tiendas Apple. Pero eso estaba a punto de acabar y pude comprobarlo a los pocos meses cuando los Mac empezaron a distribuirse en grandes almacenes y cadenas de informática hasta entonces dedicadas exclusivamente a los compatibles. De hecho, mi siguiente ordenador y último hasta la fecha lo compré en El Corte Inglés de Tenerife. Se trata de un iMac blanco de 24” de pantalla (en la que se integra todo el ordenador), procesador Intel (sí, como los PC) de 1 GB y 240 MB de disco duro. Como digo, de momento éste es el monstruito (al principio me parecía enorme, pero ya me he acostumbrado a la pantalla y hasta la veo pequeña) con el que hago de todo, incluyendo ver la tele en algunas contadas ocasiones. Si soy sincero, en los poco más de dos años que llevo usándolo me ha dado más problemas que cualquiera de los anteriores y, aunque todavía me sigue pareciendo mucho más fiable que cualquier PC, tengo la sospecha que las diferencias cada vez son menores. Recientemente, por exigencias de mi regalo de reyes, he tenido que formatearlo entero para actualizar el sistema operativo y he podido comprobar que las cosas no son ya tan intuitivas y amigables como hace unos cuantos años. Bueno, como podrá comprobar quien haya tenido la paciencia de leer estos cuatro posts, son 9 los ordenadores que he tenido (el 128, el Plus, el Classic, el PowerBook, el LC-II, el PowerMacintosh, el iMac G3, el PowerBook G4 y este iMac G5), de los cuales 8 siguen en mi casa y 7 en perfecto estado, que yo sepa. Un día de estos debería volver a encenderlos y ver qué es lo que guardan en sus discos duros, hacerles algún test de funcionamiento y donarlos a algún museo o investigar si tienen algún valor como artilugios de coleccionista.

En fin, hasta aquí este prolijo repaso de mi vida a cuenta de mis Macs. No pensaba alargarme tanto, la verdad. Lo que pretendía era decir que estoy un poco hasta las narices de la exagerada popularidad de Apple, la absurda applemanía (por eso el título de estos posts) que parece haber invadido a todos. Antes de hacer esta declaración, como argumento de autoridad (al igual que hizo el señor Rico, pero en mi caso sin mentir) que ya sé que no es ningún argumento, me apeteció identificarme como maquero de primera generación, de esos que llevan siendo fieles a Apple desde los orígenes (si me lee algún ejecutivo de la manzanita que sepa que no pondré objeciones si deciden marcarse algún detalle en premio a mi larga trayectoria como cliente). Pues bien, a estas alturas, la chispa que me unía a Apple he de confesar que se ha apagado bastante. Supongo que será como en las parejas que llevan muchos años juntas: ya no me pone tanto como antes. Y el que la manzanita sea tan ansiada y alabada por tantos otros recién llegados, a diferencia de lo que dicen que ocurre en las relaciones personales, no reaviva mi deseo sino que más bien lo mata. Sigo, desde luego, apreciando la superioridad estética de los Mac frente a cualquier otro ordenador, no puedo evitar (deformación profesional) ser sensible a las audacias de los brillantes diseños formales de las máquinas de Apple pero ya no me basta. Y el golpe de gracia es cuando me explican, como una gran ventaja, que en los nuevos Macs (a partir de que disponen de procesadores Intel) se puede hacer una partición de disco duro para correr Windows: ¡Sacrilegio! Incluso en la Gerencia de Urbanismo Municipal para la cual trabajo un buen amigo ha montado para la atención al público unos cuantos Macs con el exclusivo sistema operativo de Microsoft. Fue bonito mientras duró …

El epílogo a esta historia es mi nueva adquisición de Apple: los Reyes Magos me han traído la iPad. Es, sin duda, un jueguecito precioso que, según me dicen muchos amigos que la tienen (todos entusiastas recientes con Apple y sus productos) vale para hacer un montón de cosas. Casi no la he usado todavía, porque ni tiempo he tenido desde que me la regalaron. Ahora, lo primero que me ha llamado la atención es que, sobre todo, es una plataforma diseñada descaradamente como terminal de compras y con un sistema operativo excesivamente rígido, diseñado para evitar que te escapes de los cauces en los que debe discurrir el negocio de Apple y sus amigos. No obstante, ya me han contado que se puede crackear y eso es lo que haré en breve. Luego ya tengo pensado que me será muy útil para unas cuantas aplicaciones (sobre todo en los viajes). En fin, tampoco hay que hacerme mucho caso y eso de epílogo que he dicho antes no deja de ser una exageración porque supongo que en el futuro me compraré un nuevo Mac. Y tú, preciosa, ya sabes que la iPad me ha encantado, aunque no tenías que ...

PS: Aunque, pensándolo bien, quizá mi próximo ordenador sea un Mactini ... :)

domingo, 30 de enero de 2011

Applemania (3)

Me había quedado pues en el año 1993, más o menos (esto se está convirtiendo en una autobiografía jalonada por mis ordenadores Apple), cuando el en Cabildo de Tenerife se generalizó Windows –creo recordar que la versión NT 3.1– y empezamos a trabajar en red. Lo que me pareció asombroso entonces (y me lo sigue pareciendo) es que con lo tiquismiquis que son los norteamericanos con los asuntos de copyrights, se admitiera en el mercado una mala copia del sistema operativo de Macintosh. De hecho, compruebo ahora en la wiki que desde su inicio, en 1985, (versión 1.0) Windows se desarrolló para competir con el Mac OS y hubo de esperar siete años hasta tener éxito. Apple sí que demandó a Microsoft (y también a Hewlett-Packard) en la primavera de 1988 por copia descarada de bastantes elementos de apariencia visual y manejo que no estaban incluidos en la licencia de 1985 en la que Apple autorizaba a Microsoft a incorporar a Windows determinadas características del Mac OS. La batalla legal duró siete años (tiempo que aprovechó Gates para consolidar el Windows en posición de cuasimonopolio) y, como era de esperar porque la justicia no siempre triunfa, ganaron los “malos”. Naturalmente, ni unos eran tan malos (los chicos de Gates) ni otros tan buenos y quizá lo que ocurrió valió para generalizar en el desarrollo de la informática el enfoque original de Apple de la interfaz intuitiva y, a la larga, eso ha sido bueno, supongo. No obstante, también es un significativo ejemplo de lo relativos que son los derechos de autor y cómo, si los intereses son los suficientemente poderosos, se desprecian olímpicamente con todas las bendiciones judiciales que sean menester. Pero, en todo caso, nada de esas guerras conocía yo entonces, y aunque acepté usar los PC bajo Windows en el trabajo (contento de haberme escaqueado del MS DOS) seguí fiel en mi vida personal a los Mac. Y a esas alturas, casi mediados los noventa, las razones eran ya más de orden sentimental que prácticas, pues aunque seguía pensando que los Mac eran mejores (por ejemplo, no se “colgaban” nunca), la verdad es que, dado el uso al que dedicaba los ordenadores, las famosas ventajas diferenciales, relativas especialmente a los aspectos gráficos, no las aprovechaba apenas y, en cambio, tenía que sufrir los inconvenientes de la incompatibilidad con la mayoría de los usuarios, máxime en la isla remota en la que vivo.

A principios de 1994 adquirí mi primer ordenador en color, un LC-II. Lo compré por capricho ya que no lo necesitaba para nada. Una tarde que estábamos mi mujer y yo haciendo la compra en el Alcampo de La Laguna (era el único hiper de Tenerife, todavía de reciente apertura, y durante unos años fuimos clientes) vi que vendían a unas 200.000 pesetas esos Mac. Me pareció contradictorio con la estrategia elitista de Mac (no sabía que por aquellos años Apple vivía una profunda crisis que la estaba llevando a replantearse muchos de sus “principios”), máxime cuando el precio era bastante asequible para lo que costaban los ordenadores de la época (LC significaba, precisamente, Low Cost). O sea que me lo compré aunque (de eso no me enteré entonces) el aparatito ya estaba bastante desactualizado y no sería de los más exitosos de la marca; de hecho, para entonces ya se había interrumpido la producción del modelo y sus diversas variantes. El LC II venía ya con el sistema 7 de Mac que supuso una notable ampliación de la operatividad de estas máquinas y, sobre todo, abrió mucho las posibilidades para la intercomunicabilidad con los PC. Creo recordar que sería por entonces cuando empecé a poder trabajar un mismo fichero (normalmente de texto) en el ordenador de la oficina (PC) y seguir luego completándolo en casa con el Mac. El "espléndido aislamiento" de los maqueros presentaba ya sus primeras fisuras, pero es que la presión poco a poco iba imponiendo sus exigencias.


Warren Zevon - Splendid Isolation (Genius, the best of Warren Zevon, 2002)

En todo caso, por ese tiempo, la estrella de los Mac eran los de la serie Quadra, en especial el 900, un maquinón “en torre” (apartándose de la tradicional compacidad de los ordenadores de Apple y asimilándose más a los compatibles) con Memoria RAM ampliable hasta la inconcebible cantidad (por aquella época) de los 256 Mb. Pero claro, aunque no dejaba de ser un deseo secreto, el precio era excesivo para mí (rozaba el millón de pelas, creo recordar), máxime cuando ciertamente no necesitaba para nada una potencia tan tremenda. Por eso el LC que me compré no fue más que un pobre sucedáneo de mis verdaderas apetencias. Pero no pasó demasiado tiempo sin que me decidiera a conseguirme un Mac “más profesional”, un Power Macintosh, la nueva serie basada en unos nuevos procesadores (los PowerPC) que sustituían a los Motorola que siempre había usado Apple. Esta vez si estaba a la última porque se trataba del PowerMac 7600/132 con 4 Mb de RAM y 1,2 GB de disco duro (me impresionó la dimensión de la memoria de almacenamiento, así que al Disco Duro lo llamé Goliat). Lo compré en Madrid, en el K-tuin que había (no sé si ahí seguirá) en la calle Orense, por casi setecientas mil pesetas, incluyendo algunos accesorios entre los que destacaba mi primer modem. ¡Me iniciaba en el mundo balbuceante todavía de la comunicación remota, de algo que se llamaba Internet! Tenía un maquinón que ya jubiló a los otros (los dos compactitos, el portátil negro que palmó y el LC, que se lo apropió mi mujer para gastar horas con los Lemmings, un jueguecito que le entusiasmaba) y que lo seguiría usando hasta el 2004: 8 años, una duración más que respetable en el caso de un ordenador, máxime en esos años de cambios acelerados. La razón es que, por más que con ese monstruito hubiese podido, como ingenuamente me había propuesto, meterme a aprender cosillas de edición de imagen, sonido y video, lo cierto es que apenas lo usaba más que para llevar la contabilidad, escribir y, sobre todo, “navegar” en la red, una red que por ese tiempo era muy muy pequeñita y a la que había que acceder a través de servidores individuales que a estas alturas imagino que habrán desaparecido en su mayoría. Yo me conectaba a través de un número de costo limitado (durante la conexión se bloqueaba la línea, claro) que me llevaba a los servidores de Arrakis. La verdad es que en Internet había poca sustancia pero en cambio pasaba bastantes horas leyendo y participando en los foros de una BBS llamada Sendanet, seguramente la mejor de esos años para los maqueros. Allí, aparte de encontrarte con gente estupenda que te resolvía cualquier dudad técnica, se montaban debates apasionados sobre distintos asuntos. Fue mi primera experiencia de “contactos virtuales”, llegando a conocer a personas muy interesantes, a algunas de las cuales pude visitar en un viaje que hicimos a Bilbao allá por el 99.

Como digo, durante la segunda mitad de los noventa estaba yo encantado con mi Power Macintosh, aunque no le sacara todo el provecho, mientras los restantes Macs se iban arramblando por diversos sitios pues ni a mi mujer ni a mi hijo les interesaban. Ellos eran de PC: mi mujer porque eran los que había usado en su trabajo, y el chico, cuando empezó, porque casi todos los juegos que le interesaban corrían en compatibles. No tenía pues ninguna intención de comprar un nuevo Mac cuando Apple sacó el iMac, el producto que volvió a poner a la compañía de la manzana mordida de nuevo en primera línea (por cierto, Steve Jobs había vuelto hacía algunos meses tras su aventura en NeXT). El nuevo iMac G3 recuperaba el espíritu de los viejos Macs (el 128, el Plus, el Classic) ya que volvía a ser un aparatito pequeño (no tanto, claro, la pantalla era de 15”) y compacto. El diseño era espectacular, sorprendente, muy divertido; y frente a la uniformidad del beige tradicional (o de los blancos, negros y/o grises de los PCs) el iMac se presentaba en un montón de colores vivos. Podéis imaginar que piqué el anzuelo; en mi caso alentado por motivos nostálgicos pero hubo muchísimos para quienes este “juguetito” fue su primera incursión en los Mac. Se anunciaba como el mejor ordenador para navegar por Internet (que empezaba a ser lo bastante popular), además de tener unas prestaciones bastante aceptables (de hecho, con 32 MB de RAM y 4GB de disco duro le daba un serio revolcón a mi PowerMac, que ya no me parecía tan imponente). Así que, después de unas cuantas dudas, hacia mediados de 2000 lo compré, pero no para mí, sino como regalo a mi mujer, para que pudiera empezar con Internet y hacer sus cosas (además de seguir jugando a los Lemmings). Como dato curioso diré que, si bien todavía los ordenadores seguían siendo caros, sus precios estaban ya en franca aceleración descendente; el iMac me costó poco más de 1.000 €, menos del 25% de lo que pagué por el Power Macintosh apenas cuatro años antes. El modelo básico actual del iMac (que poco se parece al que me estoy refiriendo) con 4 GB de RAM y 500 GB de disco duro cuesta más o menos lo mismo.

Visto ahora, el regalo del iMac a mi mujer pudo ser un intento frustrado de acercarla a mi mundo. Verdad es que lo usó durante un par de años, pero finalmente pidió un PC, en el que poder correr los programas para jugar al bridge a través de la red (el bridge, que fue una actividad iniciada en común se convirtió enseguida en un elemento más que nos separaba). Así que compramos un Compaq portátil y arramblamos el iMac que, tras la separación, pasó a engrosar mi colección de aparatitos de Macintosh. Colección que todavía no he terminado de relacionar, pero dejo la continuación para un próximo post, que éste ya se me ha hecho demasiado largo (e imagino que muy poco interesante para mis lectores).

sábado, 29 de enero de 2011

Applemania (2)

Así que a inicios de la primavera del 84 nos compramos el novedosísimo Macintosh de 128 K, sin disco duro y sólo con una disquetera. Se encendía y la pantalla se ponía en blanca con el iconito del Mac; luego había que meter el diskette rígido de 3,5” (los de los PC eran flexibles y más grandes) y 400K en el que iba el sistema operativo. Una vez cargado el sistema (y almacenado en la memoria ROM), se expulsaba el diskette y se introducía el del programa con el que se fuera a trabajar. No había mucha variedad: de Apple estaba el MacWrite y el MacPaint, para escribir y hacer dibujitos respectivamente; pero el realmente útil era uno integrado de Lotus que se llamaba Jazz y que tenía procesador de textos, hoja de cálculo y base de datos. Supongo que comparados con los equivalentes actuales de MS Office serían bastante elementales, pero a nosotros nos parecieron excelentes y, desde luego, bastante mejores que los que corrían en los PC (el wordstar, creo recordar). Con el disquette del Jazz en el Mac escribíamos o hacíamos tablas hasta que la memoria interna (los 128 k) no aguantaba más y nos los expulsaba para pedirnos que metiéramos otro disquette en el cual grabar el documento. Y luego a volver a cambiar de diskette y así todo el rato, intercalando sucesivamente los tres discos necesarios para que funcionara la maquinita. Visto desde ahora parece algo inconcebible, pero así escribimos todos los volúmenes que conformaron el documento del Plan General de Colmenar Viejo que se aprobó inicialmente por esas fechas y poco a poco íbamos acumulando en cajitas muy bien rotuladas varios diskettes en los que se grababan esos primeros documentos informáticos de nuestra actividad profesional. Y todo en ese aparatito compacto con su pantallita de 9”, que pese a su apariencia modesta, representaba la rebelión contra el opresivo sistema del Gran Hermano, poco imaginativo y aborregador, que tal fue la línea de promoción que desde el inicio se plantearon los jovenzuelos de Apple y así la recogió Ridley Scott en el ya mítico spot que se emitió en enero de 1984 durante la Super Bowl para anunciar el inminente lanzamiento del revolucionario ordenador.


Como era previsible (aunque no para nosotros entonces), en poco tiempo el Mac se nos quedó pequeño y en cuanto se pudo, creo recordar que como un años después, lo ampliamos a 512 K de memoria y además le añadimos un disco duro de 20 megas. Poco después, en 1986, nos compramos el nuevo Mac Plus (¡ya tenía 1 mega de RAM!) y una impresora A4 laser que nos parecía que iba a toda leche y súper silenciosa comparada con el armatoste de la matricial A3. Para esas fechas, también ampliamos nuestros recursos de software con algunos programillas de diseño gráfico y autoedición de la época. Entre los entendidos ya se comentaba que el Mac era el ordenador idóneo para hacer virguerías compositivas, y con alguna tontería me atreví que no me quedó del todo mal. Por supuesto, de más está decirlo, el color todavía no existía (ni en las pantallas ni en las impresoras). Pero, como fuera, nosotros, con nuestros dos bichitos, ya nos considerábamos el summum de la modernidad, aunque no estuvieramos conectados no ya a Internet (que no existía) sino ni siquiera entre nosotros. Piénsese que nuestro equipamiento informático había supuesto una inversión económica importante. No me acuerdo de las cantidades (sí de que los ordenadores valían una pasta y los Mac más que sus equivalentes en PC). Buscando datos en la red, calculo que el valor de lo que teníamos actualizado a la fecha andaría por unos 24.000 euros. Piénsese con este dinero el equipamiento informático que se puede uno montar en la actualidad: ¡no todo ha subido de precio en los últimos veinticinco años!

En 1987 me vine para Tenerife. Mi amiga y yo deshicimos nuestra sociedad y nos repartimos los Mac y las impresoras. Con el Plus y el armatoste matricial, además de dos cajitas de diskettes en las que estaban grabados nuestros trabajos de esos últimos tres años (todavía los conservo y algún día habré de comprobar si todavía son archivos legibles) me instalé en el sur de la Isla. Al año siguiente me mudé a Santa Cruz y con un amigo montamos un estudio. Mientras íbamos consiguiéndonos encargos profesionales, sobrevivíamos haciendo tasaciones para créditos hipotecarios, que preparábamos en el Mac. Sin embargo, unos meses después, la sociedad de tasaciones para la que trabajábamos desarrolló un programa con el que había que elaborar los informes de valoración y, por supuesto, sólo corría en PCs. De esta forma entró en nuestro estudio un compatible, ya no me acuerdo si era IBM o un clon, pero que corresponder al 286 con sistema operativo PS/2. A partir de entonces, poco a poco, el protagonismo del Mac fue decayendo a favor del PC (al que pronto siguió un 386) ya que empezamos a incorporarle más programas directamente vinculados a la arquitectura. Primero fue uno para hacer mediciones y presupuestos, luego otro de estructuras y ya hacia finales de la década el primer Autocad: se iba a acabar dibujar con rotring, corregir raspando la tinta con hojillas de afeitar y sacar las copias a base de inhalar amoniaco. Sin embargo, mientras que Paco, mi compañero, se fue volcando cada vez más a fondo en el uso de todos esos programas PC, yo apenas lo hice. Lo cierto es que, poco a poco, el estudio fue cubriendo dos campos de actividad con tendencias divergentes: la arquitectura y el urbanismo, y cada uno de nosotros, de modo natural, fue inclinándose hacia una en detrimento de la otra. Hacia el año 90, si bien ya podía trabajarse informáticamente el proyecto arquitectónico, no ocurría igual con el urbanismo: los ordenadores de la época eran incapaces de procesar la enorme información que contiene la cartografía base sobre la que se dibuja la ordenación, eso sin contar de que todavía no existía cartografía digital digna de ese nombre. A finales del 90 entré de funcionario y aunque aguanté algo más de un año, finalmente, de común acuerdo, decidimos deshacer el estudio. Así que me llevé mi Mac a la casa de la que fue mi mujer durante muchos años con la idea de seguir usándolo para hacer algunos trabajitos.

Pero aunque creía haber esquivado al PC con mi salida del estudio, su presencia amenazadora me acechaba en el Cabildo, donde, obviamente, todos los ordenadores eran compatibles. Para evitar tener que trabajar con esos odiosos aparatos, lo que me habría obligado a aprender su engorroso sistema operativo, me llevé a mi despacho el Mac y una pequeña impresora A4 de chorro de tinta que me compré al efecto. Si pude hacer eso y convertirme en un funcionario algo excéntrico, fue porque por entonces en la Administración no se funcionaba electrónicamente y mucho menos conectados en red; los ordenadores no se usaban sino como máquinas de escribir (con la ventaja, eso sí, de que permitían guardar los textos producidos) y lo que importaba era el papel impreso, objeto único constitutivo del expediente administrativo (la mitificación del papel con sus correspondientes sellos no ha sido todavía superada en España, por mucha Ley vigente de la Administración Electrónica). Como me había quedado sin Mac en casa, hacia principios del 91 me compré el nuevo Macintosh Classic, que ya tenía 2 MB de memoria y un disco duro de 40 MB; o sea, el doble en todo que el Plus que había llevado al Cabildo pero de apariencia prácticamente igual. Al año siguiente, el olímpico 92, a la vuelta de la visita familiar a la Expo sevillana, me compré mi primer portátil: el PowerBook 100, de prestaciones muy similares al Classic, pero más manejable (por eso de ser portátil). Este bicho de color negro (en oposición al beige claro que caracterizaba a los Mac hasta entonces) fue el que jubiló al viejo Plus. Lo seguí usando en el Cabildo y en algún que otro viaje hasta que, con la llegada masiva de Windows y la puesta en red de los ordenadores del Cabildo, hube de aceptar pasarme a los PC. Por cierto, de todos los Mac que he tenido y que sigo conservando, éste, el PowerBook, ha sido el único que ha “fallecido”, creo que de una sobrecarga eléctrica que debió fundirle los circuitos. Los restantes, distribuidos por mi casa, siguen funcionando, aunque por supuesto no los uso.


Alvin Lee & Co - There's a Feeling (In Flight, 1974)

jueves, 27 de enero de 2011

Applemania (1)

El primer ordenador personal que toqué (y poco más) fue un Apple II, allá hacia 1979. Un par de años antes me había apuntado a un curso electivo que se llamaba “computación aplicada al diseño” por admiración y cariño a quien lo impartía, un matemático chileno que había escapado de la dictadura militar pinochetiana para refugiarse en el Perú, también gobernado por milicos pero de bastante menor saña asesina. En ese cuatrimestre aplicamos nociones bastante elementales de topología para configurar un método que “midiera” la funcionalidad de una planta de vivienda, básicamente en función de la minimización de recorridos entre estancias. Cada uno de los alumnos teníamos que desarrollar (en Fortran IV) un programa que para un plano cualquiera (convertido en grafo) calculara su grado de funcionalidad. Al final del cuatrimestre, “escribíamos” nuestros respectivos programas en tarjetas perforadas y las “pasábamos” en la sala de cálculo de la IBM limeña, empresa con la que nuestro profesor mantenía amigables contactos. Recuerdo vagamente una gran habitación en la que tras unos gruesos cristales se disponían unos enormes armatostes que escupieron un larguísimo rollo de papel perforado y listado (blanco y verde) cuando hice “correr” mi programa. Imagino que esas imponentes máquinas del año 77 tendrían mucha menos potencia de cálculo que mi actual teléfono móvil, pero hay que tener en cuenta que en esa época las computadoras eran objetos absolutamente ajenos a la vida cotidiana e incluso quienes estudiábamos una carrera técnica (más o menos) distábamos de imaginar que en tan poco tiempo habrían de convertirse en elementos de uso absolutamente cotidiano.

Esa Apple II a la que me he referido antes se la acababa de comprar en los USA el padre de mi mejor amigo y compañero de estudios. No consigo recordar para qué la usaría y mucho menos qué prestaciones ofrecía, aunque sí que los amigos quedamos muy impresionados por la adquisición: se trataba de una computadora, un cerebro electrónico, que asociábamos míticamente al cine futurista o a la tecnología aeroespacial. Pero poco más. Ahora leo en Internet que esa máquina representó el despegue de Apple y del innovador tandem de los dos Steves (Wozniak y Jobs) pero por entonces no tenía ni idea. Como tampoco me daba cuenta de que se estaba iniciando la revolución consistente en llevar los ordenadores al gran público y que en esos balbucientes comienzos la máquina de Apple era lo mejorcito que había.

En el 81 dejé el Perú y me instalé en Madrid. Conseguí una beca de postgrado, empecé a trabajar por miserias en distintas empresas y estudios de arquitectos y acabé con unos tipos a quienes habían encargado el Plan General de Colmenar Viejo. Se trataba de un equipo de tres arquitectos a quienes el urbanismo para lo único que les interesaba era para medrar dentro del partido al que se habían afiliado recientemente pues por aquellos años, entre los arquitectos “de izquierdas”, era muy conveniente añadir al currículum algún trabajo de planeamiento urbanístico hecho para ayuntamientos socialistas, claro está. La jugada debió darles buen resultado porque en pocos meses (los acontecimientos se sucedían más deprisa por entonces) cada uno adquirió nuevos encargos y/o cargos y el Plan de Colmenar pasó a ser responsabilidad directa de una compañera socióloga y mía, apenas un chaval de veintitrés años. De esa forma, acondicionamos como estudio profesional un par de habitaciones de un enorme piso de la calle Velázquez propiedad de mi amiga y asumimos el trabajo de urbanismo, con la optimista idea de elaborar un plan “moderno”.

Y nos planteamos que teníamos que hacerlo “en ordenador” y, por tanto, había que comprarse uno. Estoy hablando de finales de 1983, cuando algunas oficinas empezaban a incorporar computadoras, mayoritariamente para hacer correr primitivos programas de contabilidad, hojas de cálculo y procesadores de texto. Hasta ahí llegaban todas nuestras expectativas: poco más que sustituir la máquina de escribir eléctrica por el ordenador, de modo que al corregir no hubiera que repetir toda la hoja (esa era la “gran ventaja” que percibíamos en los procesadores de texto) y poder hacer tablas para los cálculos de superficies y aprovechamientos urbanísticos. Ni de lejos pretendíamos dibujar “informáticamente” (no creo que en España nadie conociera los programas de CAD recién comercializados en USA) y mucho menos concebíamos lo que serían los GIS, que hoy son mi herramienta cotidiana. Pero aún con tan pobres intenciones teníamos claro que queríamos un ordenador y su correspondiente impresora y surgió la duda: ¿cuál comprar?

Para esa fecha ya IBM había ganado su apuesta e implantado como estándar de los PC (personal computer) el sistema operativo MS DOS; con su astucia empresarial (y algunas prácticas no demasiado elegantes, a mi entender) Bill Gates había cimentado ya lo que sería el inmenso imperio de Microsoft. De hecho, con la táctica de permitir la clonación de los sistemas operativos, ya por entonces se hablaba de ordenadores personales o compatibles (es decir, los que corrían con el MS DOS) y los que no lo eran. De entre éstos, el único mínimamente serio (estaban los spectrum, commodore y otros, pero más orientados a juegos) era el recién nacido nuevo producto de Apple: el pequeño Macintosh. Recuerdo que a Amachu, mi socia, alguien le había recomendado los Mac y yo, simplemente por el recuerdo peruano y sin ningún argumento sólido, apoyé con entusiasmo que optáramos por el bichito de Apple (complementado con una ruidosísima impresora matricial A3). Si ahora me pregunto el por qué de nuestra decisión (y, sobre todo, de la seguridad con que yo la defendí) no sabría muy bien qué responder. Recuerdo que nos gustó que se manejara de forma tan intuitiva, mediante el ratón, y no tecleando instrucciones en verde fluorescente. También fue muy importante la apariencia estética; desde luego el Mac era mucho más bonito y coqueto que cualquier PC y ambos éramos bastante sensibles a la imagen (yo lo sigo siendo: que me guste estéticamente es un requisito imprescindible para que compre cualquier objeto y, probablemente más importante que otros indicadores de calidad más “objetivos”). Por último quizá pesara también una cierta dosis de pretenciosa voluntad de apartamiento de la vulgaridad que representaban los PC. Ya desde esos remotos tiempos “ser de Mac” confería una cierta aura elitista con alusiones bohemias y artísticas.


Elton John - Pinball Wizard (Tommy soundtrack, 1975)

domingo, 23 de enero de 2011

Alucinada tarde de domingo

Durante el viaje veraniego no me afeité; ventajas de las vacaciones y de estar siguiendo un río foráneo. Luego, a la vuelta, convertí la desaliñada barba en un bigote y una perilla y desde entonces, además de afeitarme las mejillas y el cuello, me recortaba cada dos o tres días los pelos sueltos que escapaban del pretendido, que no logrado, orden capilar. Y digo que me recortaba porque ya no hay bigote ni hay perilla. He descubierto que no existen hacia las ocho de hoy domingo, tarde alucinatoria donde las haya.

Quizá sea debido a la peli que hemos visto mientras almorzábamos: Altered States, filmada por Ken Russell en el 80. Se trata del debut cinematográfico de William Hurt, inicio un poco tardío (rondaba los treinta) pero con un papel protagonista envidiable: el de un investigador clínico universitario de la esquizofrenia que intuye que los otros estados de conciencia a los que el ser humano es capaz de acceder pueden ser tan reales como el que llamamos consciente. Obsesionado con hacer aflorar la identidad primigenia (o descubrir la propia identidad en todos sus componentes), participa en una ceremonia ritual indígena en México (probablemente con peyote) y luego repite varias veces la experiencia sumergido en un tanque de aislamiento, haciendo que el homínido que fue (que fuimos) se reencarne, de modo tal que la conciencia alterada altera de hecho la estructura genética del cuerpo físico … En fin, una locura de ciencia ficción, con unas cuantas escenas de exuberancia visual psicodélica, a lo que ya desde la década anterior se dedicaba Russell (me acuerdo de la alucinaciones similares de Tommy, la representación en imágenes del amazing journey de la mente traumatizada del chico que no ve, no oye y no habla, en la extravagante historia musical de los Who).


Pete Townshend/The Who - Amazing Journey (Tommy soundtrack, 1975)

Amorosa siesta después … Fusión extática, salirse de uno mismo, disolverme en ella … Así casi toda la tarde, transitando entre el sueño y la vigilia, y siempre el amor. En una de esas nos veo viejecitos, muy viejecitos, abrazados desnudos, apretándonos el uno contra la otra. De pronto, es ella, K, quien es la viejecita, está tumbada en un diván estilo imperio, idéntico al de la madame Recamier que retrató David. Yo soy un chico joven, su nieto, le digo, el hijo que tendrá tu hija, y me inclino hacia ella y la alzo en brazos para llevarla, supongo, a su dormitorio. Pero ella grita asustada, que la suelte, porque fui fecundado in vitro con el semen de un psicópata y piensa que voy a matarla. Y entonces la alucinación se deshace y la siento a ella, a la K actual, su cuerpo al mío adherido, caliente y hermoso, amado …

La siesta acaba (todo acaba) y ya estamos despejados. Y un par de horas después K se va y yo recojo la ropa y me preparo un baño. Entonces me veo: la cara completamente afeitada. ¿Quién y cuándo hizo desaparecer el bigote, la perilla? No ha sido K, me asegura por teléfono, pero se alegra de que me haya afeitado, ya quería volverme a ver la boca, me dice. Pero no he sido tampoco yo o, al menos, no lo recuerdo. Puede que ella, a su vez, mienta o, más probablemente, lo haya olvidado. ¿Acaso he de dar más fiabilidad a sus recuerdos que a los míos? Tampoco importa, al fin y al cabo, ya había pensado en afeitarme un día de estos. Estados alterados de concencia, sí.

domingo, 16 de enero de 2011

El fumador mentiroso

Usufructuario del sillón p minúscula, pero ser académico no está reñido con mentir, aunque es más delicado calificarlo de impostura. Y, sin embargo, muy precisa ha resultado doña Milagros Pérez Oliva, la defensora del lector de El País, pues impostura no es una falacia fina sino imputación falsa y maliciosa, o sea, con mala intención. Líbrenos Dios de los falsarios malintencionados, por más que sepan del Quijote. Líbrenos también de los soberbios, dispuestos a chulear a la misma literatura antes que reconocer su yerro.

El martes pasado, mientras esperaba en un bar a mis compañeros de oficina, me topé con el artículo del señor Rico contra la reciente Ley antitabaco. En bastante medida, participaba de los argumentos que esgrimía, pero no pretendo ahora meterme en un debate más que manido. De hecho, tampoco es que el opinante dijera nada nuevo, ni siquiera de forma novedosa. Si empecé a leer el texto fue, ciertamente, por el autor, veamos si el preclaro filólogo aporta alguna idea interesante, y sólo con esta esperanza llegué, decepcionado, hasta el final. Pero mereció la pena porque ahí estaba la perla postrera que cerraba gloriosamente el artículo. En forma de Post Scriptum (qué elegancia) nos aseguraba don Francisco que en su vida había fumado un solo cigarrillo.

Era obviamente un argumento de autoridad, otro más a añadir al nombre y cargo (que aparecía indicado al pie). Mala cosa, pensé, tener que esgrimir su condición de no fumador para que sus argumentos ganen en firmeza. Pero explicable, vivimos en España, donde mucho más importante que lo que se dice es quién lo dice, donde la afirmación de Juan de Mairena (la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero) poco tiene que hacer ante los versos zumbones de Campoamor: en este mundo traidor, nada es verdad ni es mentira, todo es según el color del cristal con que se mira. En este caso, el cristal es el humo (smoke gets in your eyes) a través del cual los fumadores ven tantos defectos a la Ley. ¿Un no fumador, uno que nunca ha fumado, que también los ve? Eso me evita reflexionar sobre la mayor o menor sustancia de sus argumentos y me hace inclinarme hacia ellos.


Pero resulta que don Paco fuma y hasta dicen que como una chimenea. Pero, tan literato él, nos explica que no ha mentido porque “je est un autre” que dijo Rimbaud y, por tanto, quien firmaba su artículo no era él sino su personaje. Qué bonito, pienso al leerlo, parecido a lo que yo hago, cuando en este blog distorsiono episodios de mi biografía. Claro que quien firma estos posts es un tal Panciutti, explícitamente un personaje; y que no trato de convencer recurriendo a mentiras para reforzar mis argumentos. Pensaría Rico: lo que yo aquí digo es tan razonable y cierto que puede sostenerlo cualquiera, sea o no fumador. Por eso es irrelevante que yo fume y mejor no decirlo … Ya puestos, no sólo ocultar esa información personal “irrelevante” sino que démosle la vuelta y convirtámosla en relevante. Más incluso que los qués del artículo.

Pero es que Panchito tiene la desfachatez de dárselas de moralista didáctico cuando se le afea la conducta. Dice que su P.S. le “ha producido la triste satisfacción de comprobar lo que yo diagnosticaba: que la ley es una escuela de malsines. Porque casi todos los que se pronuncian contra mi artículo lo hacen hurgando en mi vida y costumbres … En mis argumentos apenas se entra”. Pero no seas cínico, hombre, si has sido tú mismo quien has desviado el debate de los argumentos con tu falaz post scriptum; y ahora vienes a acusar a tus lectores de actuar con mala intención y por propio interés (que tal es la definición de malsín que el propio caballero nos facilita). Lo dicho, un desvergonzado, presto a sentirse ofendido por quienes denuncian su impostura e incapaz, en cambio, de reconocer el flaco favor que ha hecho con ese artículo a la práctica del raciocinio, tan escasa entre nosotros. Don Francisco Rico, académico, metió la pata con su tonto ejercicio de otredad y la metió más hasta el fondo con su torpe y ruin justificación posterior. ¡Qué difícil es reconocer los errores propios y disculparse!

miércoles, 12 de enero de 2011

Mi viaje a la Alcarria con Paloma

El largo fin de semana de Reyes de 1983, dos parejas jovencitas, de veintipico, nos alojamos en la casa semiabandonada de la familia de Paloma, la chica con la que yo salía en ese tiempo. La casa estaba en Anguix, un pueblecito minúsculo de la provincia de Guadalajara, perteneciente al municipio de Sayatón, junto al Alto Tajo alcarreño. Según nos contó Paloma (así se llamaba mi chica) ese caserío no era propiamente un pueblo, sino una finca propiedad de una familia rica de alguna villa cercana cuyo nombre he olvidado. Allí había pasado su infancia, correteando con su hermano y los otros pocos niños del pueblo por la calle principal y casi única, la antigua carretera, hasta que el padre se cansó de cultivar una tierra ajena y consiguió una portería en Alcalá de Henares. Aún así, siguieron conservando las llaves de la casa, que era suya sin serlo, y por eso, ese enero frío como no recuerdo otro, nos propuso ir a pasar unos días, y pasear por el espectacular paisaje del Tajo y sus meandros, escalar hasta el ruinoso castillo medieval y acostarnos tiritando tras haber planchado las camas por dentro, con ladrillos previamente dejados al fuego de la chimenea.

Paloma era secretaria en el estudio de urbanismo en el que yo trabajaba desde hacía un año. Nos enrollamos la noche del veintiocho de octubre del 82, fecha electoral, después de haber estado no sé cuantas horas celebrando el triunfo socialista por el centro de Madrid. Así que para el viaje a su pueblo de infancia llevábamos poco más de dos meses saliendo y tampoco seguimos juntos mucho más tiempo, algo más de un mes, creo recordar. Nuestra relación fue para ambos una vivencia transicional, para cada uno el clavo que saca otro clavo; a mí me había dejado una chiquita de la que estuve muy enamorado (aunque estuviera loca de atar) y ella salía también de una historia bastante pasional. O sea que nos vinimos bien, en plan tranquilo, ternuras cariñosas sin arrebatos violentos y la cosa duró lo que duró, para acabar tan amigos; tampoco tanto, pero no por ningún mal rollo, sino porque ella se despidió del estudio y poco después también yo me fui. Lo cierto es que no he vuelto a verla desde entonces y en todos estos años (¡veintiocho!) apenas la he recordado.

Estas navidades, uno de los muchos sms de felicitación que me llegaron provenía de un compañero de aquellos años, con el que he seguido manteniendo contactos, si bien muy escasos y ocasionales. Me vino un cierto achuchón nostálgico y, aprovechando que estaba en Madrid, lo llamé para que nos tomáramos unas cañas juntos. Hacía bastante tiempo que no nos veíamos en persona (presencialmente, se dice ahora) y casi no lo reconozco de lo mucho que se ha avejentado; tiene unos diez años más que yo, pero su deterioro físico no es para nada el que corresponde a su edad. Más que probablemente, gran parte del estropicio se debe a su afición alcohólica, como tuve ocasión de verificar esa tarde madrileña. La cosa es que hube de soportar unas horas largas de desahogo depresivo-melancólico, intercalado con altisonantes declaraciones emotivas y fantasiosos proyectos de futuro. Muy triste, la verdad, máxime teniendo en cuenta que mi amigo fue, en sus buenos tiempos, una de las mejores cabezas del urbanismo español y mi primer mentor en esta disciplina.

Uno de los patéticos y deslabazados relatos que Miguel (vamos a llamarlo así) me contó de su biografía fue el de su divorcio. Yo había conocido a Lila, su mujer, y a sus dos hijos, en la primera mitad de los ochenta. Luego, ya viviendo en Tenerife, me enteré por una amiga común (la única de aquellos años y entorno que sigo tratando con frecuencia) de la separación y, aunque no me dio muchos detalles, sí me dijo que no había sido nada amigable y que el hombre salió muy traumatizado. Lo que no sabía es que la causa de la ruptura había sido Paloma, la muchacha con la que pasé ese fin de semana de Reyes en el caserío alcarreño. Miguel ignoraba mi breve relación y por eso, cuando me contaba su historia, dudaba de que yo me acordara de “aquella chica tan mona que trabajaba en la oficina de urbanismo en la que ambos coincidimos”. Sorprendido por la inesperada aparición de Paloma, intenté que mi expresión de asombro pasara por gestos de esfuerzos memorísticos y le animé a que rematara el cuento que, si no fuera por el interés personal que me había despertado, no pasaría de ser más que un vulgar episodio de encoñamiento con catastróficos resultados conyugales.

Por lo que saqué en claro, los hechos ocurrieron hacia el 87. Miguel pasaba por esas fechas temporadas más o menos largas en Valencia, trabajando en la redacción del Plan General de un municipio del entorno metropolitano. Una noche, de copas por el casco viejo, se topó con Paloma, tontearon, volvieron a quedar y acabaron enrollados. Así, durante casi un año, el bueno de Miguel (porque para nada daba el tipo del ligón echao p'alante) vivía en Madrid con Lila y sus dos hijos y en Valencia con Paloma. En la Meseta era el señor serio y responsable que todos conocían y en el Mediterráneo follaba como no lo había hecho en su vida y se enganchaba al cuerpo y alma de Paloma como si de la droga más adictiva se tratase. Durante esos meses, me contó, la relación conyugal fue irremediablemente deteriorándose, pero sin que llegara a declararse ninguna crisis; simplemente, la convivencia se agrisó y, desde luego, la actividad sexual decayó hasta casi desaparecer. No se sabe lo que pensaría, sentiría o sospecharía Lila, pero la ruptura no vino porque ella descubriera el enredo, sino por la confesión del propio Miguel.

Según mi amigo, Paloma estaba con él para ver qué le sacaba, cuánto podía aprovecharse. Por muy encoñado que estuviera, que lo estaba –me dijo– yo me daba cuenta, pero no me importaba y más de una vez, sobre todo en los últimos meses, le prometí que iba a dejar a mi mujer para casarme con ella. Ella fingía indiferencia pero cuando, después de una estancia en Madrid, volvía a Valencia y le contaba que no había tenido ocasión (ni redaños) para hablar con Lila, Miguel notaba que la chica no podía evitar que se notara su enfado. Lo irónico es que fue mi amigo quien le presentó al que sería, sólo unos días después, el causante del fin de su aventura. Era un francés que estaba forrado, creo que era incluso de familia aristocrática –me comentó–, al que había conocido en las negociaciones para la reclasificación de unos terrenos, pues representaba a un grupo inmobiliario europeo con ganas de invertir en futuros apartamentos turísticos. Al francés le gustó Paloma y a Paloma le gustó el francés (o lo consideró mejor apuesta, según mi amigo) y Miguel se quedó arramblado en la cuneta sentimental, con tan tremendas penas de amor que no se le ocurrió otra idea que desahogarse con su mujercita, quien (era previsible) lo mandó a freír espárragos. Meses más tarde, los que tardó en desintoxicarse, Miguel rogó a Lila que le dejase volver pero, claro, fue que no y ya se puso a transitar la cuesta abajo que, en términos generales, han sido los últimos veinte años de su vida.

Y de Paloma … ¿qué? Pues casi nada sabía Miguel. Creía, sin poder asegurarlo, que su relación con el francés había cuajado y que la antigua mecanógrafa hija de unos aparceros alcarreños se habría convertido en una encopetada dama de la alta sociedad francesa. Quizá sí, o quizá no, pero para acabar la historia diré que este fin de semana, recordando la conversación de estas navidades y el viaje de aquel fin de semana largo de hace veintiocho años, me puse a hurgar por Internet y … Resulta que me entero de que hacia los primeros años de la década pasada, las dos fincas rústicas que incluían el caserío de Anguix, así como el castillo situado en un roquedal que se asoma al Tajo, fueron vendidas a un francés de sangre noble por tres mil millones de pesetas y que a continuación se valló la propiedad para organizar cacerías para visitantes selectos que llegan en helicóptero. Un grupo ecologista denuncia que en los últimos años se han construido varios edificios, algunos casi pegados al Tajo, se ha prohibido el acceso al castillo (declarado monumento) así como el tránsito por la orilla del río, cuyos primeros cinco metros parece que son de dominio público. La noticia no es demasiado original; no se trata desde luego de la primera finca rústica comprada por inversores extranjeros y dedicada a coto de caza para ricos. Pero supongo que se entiende que me haya resultado inquietante. A ver si en un próximo viaje a la Península me doy un salto por esos parajes.


Alaska y Dinarama - Deseo Carnal (Deseo Carnal, 1984)

viernes, 7 de enero de 2011

La música más triste del mundo (Filmografía de María de Medeiros)

Chester no sabía sufrir y en cambio Roderick ... Él había acaparado todo el sufrimiento, él era el monopolizador de las penas. ¿Nada te entristece, Chester? Tu madre cae muerta ante tus ojos, tu amante pierde las dos piernas, la gran depresión te arruina ... En la vida siempre ocurren cosas, dices, sería muy aburrida de otro modo; tampoco hay que tomárselo trágicamente. Chester pasea por Winnipeg, Canada, una de las ciudades más frías y tristes del mundo, con la enigmática Narcissa. Ha vuelto desde Nueva York en busca de dinero para producir musicales en Broadway. Allí, en Winnipeg, está lady Helen Port-Huntley, ahora la millonaria baronesa de la cerveza, preparada para inundar los Estados Unidos en cuanto se levante la prohibición, pero antes la amante de Chester, a quien recuerda con amor y odio.

Lady Port-Huntley convoca un concurso para elegir la música más triste del mundo. Quiere enfrentar las músicas nacidas del dolor, la opresión, la guerra, el hambre, la muerte ... Músicas que expresen en toda su crudeza el sufrimiento de los pueblos. Será un concurso por eliminatorias nacionales: dos países tocarán alternativamente sus melodías tristes y la inapelable jueza decidirá al final, dirigiendo su pulgar erecto hacia el país ganador, cuyos integrantes se deslizan por un trampolín hasta una inmensa tina de cerveza. Chester decide competir en representación de los Estados Unidos de América, ayudado por Narcissa, quien le sugiere músicas para cada enfrentamiento. Pero también llega a Winnipeg el hermano ausente, Roderick, ahora el gran Gavrilo, un famoso violonchelista que competirá en nombre de la desgraciada Serbia, el país que originó la Gran Guerra.

Roderick ha perdido a su hijo y viaja siempre con un frasco que contiene, conservado en sus propias lágrimas, el corazón infantil. Cuando murió el niño, su mujer lo abandonó: se olvidó de quién era, del amor que se tenían. Ahora Roderick la busca mientras toca en el violonchelo melodías henchidas de tristeza, sufrimiento hecho música. Roderick ignora que en Winnipeg, la ciudad donde nació y a la que vuelve, está su mujer; es Narcissa, la acompañante de Chester, el hermano odiado. Pero antes de descubrirla, el falso serbio entregará a lady Helen unas piernas ortopédicas de cristal llenas de cerveza burbujeante; así la mujer puede por fin calzar sus muñones y recuperar la alegría. Siento que vuelven los años felices, le confiesa a Chester, en renovado abrazo amoroso.

Naturalmente, las sucesivas eliminatorias del concurso conducen inexorablemente al duelo final entre los dos hermanos. Pero antes, Gavrilo-Roderick enloquece transitoriamente al descubrir a Narcissa. No entenderá que ella, la madre, no sufra como él y, sin embargo, el dolor de Narcissa es tan inmenso que, a través del olvido de sí misma, se ha transformado en inconsciencia alegre. Llega la gran final entre Serbia y los Estados Unidos y la propia baronesa de la cerveza, travestida en estatua de la libertad sonre sus relucientes piernas de vidrio, participa en el show yanqui. Entonces el desastre: las desenfrenadas notas del violonchelo de Roderick quiebran el cristal; primero pequeños surtidores de cerveza pero al final explosión en infinitas astillas y la mujer se derrumba. Chester, rajado en el estómago por las enfurecidas patadas de los muñones con adherencias de vidrios cortantes, se tambalea por el escenario y consigue llorar mientras toca en un piano derrumbado la canción que le habría debido hacer ganar el concurso. Los rescoldos de su puro inflaman un incendio que arrasa el teatro: mientras el público huye despavorido, Narcissa y Roderick pasean juntos, reunidos de nuevo.

Historia absolutamente disparatada y, a la vez, llena de referencias cruzadas, reflexiones irónicas, regustos amargos. Filmada en blanco y negro (salvo extrañas escenas intermedias en colores irreales), con la textura granulosa del cine de los años veinte, con los recursos estilísticos del expresionismo, con inusual fuerza estética que absorbe e intriga. No había visto nada de este director: Guy Maddin, un canadiense de Winnipeg, un tipo interesante, del que habré de conseguirme algún otro trabajo. El guión está escrito por Kazuo Ishiguro, de quien leí Lo que queda del día, después de ver la magnífica adaptación cinematográfica de James Ivory (con las espléndidas actuaciones de Emma Thompson y Anthony Hopkins); también me han entrado ganas de leer alguna novela más de este anglo-japonés y de ver alguna de las otras películas en las que ha colaborado. Los dos principales personajes masculinos de esta extraña cinta corresponden a Mark McKinney (Chester) y Ross McMillan (Roderick), ambos desconocidos para mí. No así, en cambio, las dos mujeres protagonistas, empezando por Isabella Rossellini (Lady Helen Port-Huntley), la que fue musa de David Lynch (por cierto, a Guy Maddin lo han calificado como el David Lynch canadiense) y a quien llevaba bastante tiempo sin ver en ninguna película. Y la otra, Narcissa, la mujer de Roderick y compañera de Chester, es por supuesto María de Medeiros, la excusa motivadora de que haya visto esta película. He de decir que a esta mujer le sienta bastante bien la estética del cine en blanco y negro; seguro que quedó contenta cuando se vio en la pantalla.

lunes, 3 de enero de 2011

Tengo hambre, tengo frío (Filmografía de María de Medeiros)

Soñé que hacíale el amor minuciosamente. Hacíale, sí, así conjugué en el sueño mi acto, verbalizándolo con el pronombre detrás, quizá porque mi subconsciente asoció la portuguesidad de mi pareja onírica a los hablares de veraneos astures de mi infancia. Pero, sobre todo, minuciosamente, que a mí mismo, en el sueño, me sorprendió el adverbio y me lo expliqué explicándoselo a ella: ves María cómo te hago el amor minuciosamente, o sea, con minuciosidad, atento a cada minucia. Ahora te beso el cuello despacio, nota cuán escasa es la porción de tu cuerpo en la que me demoro, placer moroso atento a las minucias, minucioso soy pues (que se detiene en las cosas pequeñas) y busco minuciear hasta el extremo, como si yo fuera Aquiles y tú la tortuga y nuestro coito la sucesión de fracciones cada vez más infinitesimales … Yo le contaba todo eso mientras apretaba mi abrazo, buscando —minuciosamente, sí, pero también con ansiedad— que cada uno de mis más minúsculos trocitos de piel se adhiriese al suyo correspondiente. Nos uniremos biunívocamente, le decía a ella, a María; como si cada poro de tu piel se cosiera con otro de la mía y ése, a su vez, con el siguiente de la tuya, y de ahí a otro de la mía, y así el hilo invisible, el fluido amoroso, va recorriendo puntada a puntada (minuciosamente, claro) nuestras enteras extensiones epidérmicas … ¿Lo notas, María? Ella, en el sueño, no me contestaba, pero abría mucho los ojos y me miraba con tanto amor, aunque yo desconfiaba, temía que fingiera pues sabía que era una actriz y quería que la escogiese para el papel.


Porque yo no era yo, sino Chantal Akerman. Ésa era yo, en el sueño, pese a que cuando lo soñaba ni siquiera sabía mi nombre, o sea el suyo, el de la directora belga. Sin embargo sabía que yo era lesbiana y que me gustaba mucho esa pequeña portuguesa de ojos grandes, un poco como de mística alucinada. Así que le decía que ella sería yo, que escaparía de Bruselas, porque Bruselas era una cárcel (aunque —no vale engañarse— la cárcel la llevamos siempre a cuestas) y París la libertad. Pero no es verdad, María, le digo yo, Akerman, en el sueño; no hay libertad, tan sólo su espejismo. He ahí la clave de la que ha de ser tu interpretación (y cuando pronunciaba el posesivo creí notar un brillo de satisfacción en sus ojos; pequeña zorra, pensé, no tan mística), transmitir la inutilidad del afán por la libertad. Entonces tampoco el amor es posible (ése era yo, pero no el yo que era Chantal Akerman, sino el que soñaba). Pues claro que no, ya no …. El sueño se me plagaba de citas, pues el “ya” se refería al ahora que era entonces (1984) pero también al “después de Auschwitz” de Adorno con la consiguiente imposibilidad ética de la poesía. Entonces, le decía a la pequeña portuguesa, si no hay poesía, no hay libertad y sólo nos queda el amor minucioso.

Tengo treinta y cuatro años, le digo, y tú, mi querida María (ma cherie, digo en el sueño, porque soy belga y esta portuguesita de ojos grandes y cuerpo frágil habla francés sin apenas acento, sin mis asperezas nórdicas), ni siquiera has cumplido aún diecinueve y hasta pareces de menos, de dieciséis, los mismos que tuve cuando sin saberlo ya intuía lo que ahora sé. Así que no es sólo la edad, hay algo más, será que soy judía, nieta de judíos polacos como Auschwitz, donde murieron mis abuelos maternos (pero eso no se lo puedo decir en este primer y tal vez último encuentro amoroso). Así que María, preciosa niña, has de ser minuciosa porque sólo se puede vivir minuciosamente y es nuestro deber hacerlo explícito (el tuyo, pequeña ambiciosa que quieres ser actriz, que vienes a París a serlo y que, maldita sea, sé que lo serás porque tienes unos ojos grandes y místicos). Quiero que actúes minuciosamente que significa dando el protagonismo absoluto a la acción. Eso es actuar: mostrar las acciones del personaje en su más desnuda materialidad, en la más cruel asepsia: la acción limpia de emociones. Sólo así emerge el personaje posible, la chica que llega a París con su amiga. Son casi niñas, tienen hambre, tienen frío … Quieren enamorarse, sí, pero sólo pueden actuar, hacer. Y de todos los haceres, caminar es el que los sublima a todos (yo, Chantal Akerman, me recreo en lo atinado de mi elección semántica, aunque esté hablando en español, y a la vez deploro que la pequeña portuguesa, que abrazo y abrazo y abrazo para que no se me escurra su alma en la que no creo, no ha de ser capas de captar las sutiles polisemias del verbo). Caminar es intentar escapar de tu propia cárcel, sólo para darte cuenta de que la llevas a cuestas. Pero eso ya lo he dicho, me digo en el sueño.

Por lo que sigo haciéndole el amor minuciosamente para que ella, a quien dejaré de ver cuando acabe el próximo rodaje, sepa interpretar a la joven que pude ser yo. Decido que filmaré en blanco y negro y se lo digo pero, como siempre, no contesta. Me doy cuenta de que es perfecta para el personaje, que la ansiedad que a mí me crea por no poder penetrarla (y no importa cuánto la apriete) es el anticipo de la que sentirán los futuros espectadores. Será nada más que una chica con hambre y frío. Tengo frío, también lo decía la protagonista del corto de Godard (maldito antisemita); eso bastará para enlazar las dos películas, pero nada más, ninguna concesión a la verbalización de los sentimientos, ni siquiera para ironizar sobre su fatuidad, su falsedad. Actuar, María, actuar nada más, minuciosamente.


María de Medeiros - Joana Francesa (A Little More Blue, 2007)

PS: Este breve relato está directamente inspirado en el corto de Chantal Akerman que constituye el primer episodio de la película Paris vu par ... vingt ans après (1984), a la que hice referencia en el post del pasado 29 de diciembre. Este corto se puede ver en Youtube, en francés con subtítulos en inglés. Para quien eso no le baste puede ir a esta página donde, además del corto, puede leer una versión personal escrita por mí.

domingo, 2 de enero de 2011

Mi madre y Alfredo Landa

Un personaje de la última novela de Paul Auster (Sunset Park) cuenta a un amigo que volando de Europa a Estados Unidos le pasaron una película (Los mejores años de nuestra vida) que le avivó viejos recuerdos. Resulta que uno de los secundarios, un tal Steve Cochran, tuvo una aventura con su madre en 1942. Por esas fechas su madre, una muchacha de quince o dieciséis años, pertenecía a un grupo de teatro neoyorkino por el que pasó brevemente Cochran, un hombre muy guapo, "uno de esos ídolos irlandeses morenos y robustos". La cosa es que la chica se enamoró y estaba dispuesta a acompañarlo a California, pero los padres se enteraron y cortaron el romance de raíz. Su madre le contó la historia hace mucho tiempo, con ocasión de la muerte del actor en 1965 (todavía era una mujer joven y su hijo poco más que un adolescente), sin dar demasiados detalles y no volvió a mencionarla nunca más (era de naturaleza muy reservada). El personaje de Auster se pregunta qué es lo que hubo exactamente entre su madre y ese actor que se le apareció el otro día en un vuelo trasatlántico y, sobre todo, se maravilla de que su propia existencia se deba a que su madre no se escapó con Cochran, a que, para poner fin a la aventura, sus abuelos la emparejaran poco menos que a la fuerza con el que pocos años después habría de ser su padre.

La anécdota de ficción (si bien construida con ingredientes reales pues Steve Cochran existió, así como ciertos son los detalles que Auster aporta sobre su vida) guarda algunos paralelismos con mi historia personal, salvando, claro está, las distancias, en especial las geográficas, que ya se sabe que en los USA todos es más imponente que en estas latitudes. También mi madre es una mujer poco dada a hablar de su juventud prematrimonial, con el agravante de que sus recuerdos suelen estar deformados –me temo– por un filtro ético-subjetivo. Sin embargo, hace ya bastante tiempo nos contó que en sus años mozos (yo he calculado que debió ser hacia el 51. tendría ella unos dieciocho años), recién acabado el bachillerato, estuvo unos meses haciendo teatro con las juventudes de la Acción Católica de San Sebastián. Entre todos aquellos chavales había uno muy simpático, hijo de guardia civil, con el que debió de tontear algunas semanas, aunque la versión de mi madre es que era él quien quería ligar con ella. El galán se llamaba –se sigue llamando– Alfredo Landa, de la misma quinta de mi madre y vecino de Donosti casi durante los mismos años que ella lo fue. La cosa no fue a más, al menos en la puritana versión de mi madre, porque al chico se le veía demasiado el plumero; o sea, que quería dedicarse de lleno a ser cómico y a mi madre, que desde siempre tuvo claro lo que estaba bien, no le parecía ésa una forma adecuada de organizarse la vida.

Pero yo podría dudar de la veracidad de mi progenitora, aunque sólo fuera por afán fabulador, e imaginar que tuvo una tórrida aventura de posguerra con el joven estudiante ocasional de Derecho y actor aficionado que fundaba el TEU donostiarra y se volcaba cada vez más en el teatro. Puedo barruntar que mis abuelos descubrieran el pastel y pusieran el grito en el cielo, impidiendo que ocurriera nada "irremediable" y preservando mi futura concepción, pues está claro que muy distinto sería yo si la mitad paterna de mis cromosomas proviniera del popular actor. Pero, la verdad, a diferencia del personaje de Auster, estoy casi convencido de que esa "relación" de juventud de mi madre en ningún momento llegó a amenazar el futuro que luego fue. Ni Landa era un guapo galán como Cochran (bajito y algo feo, dijo mi madre) ni mi madre ha sido nunca una mujer aventurera, que se dejara arrastrar por las pasiones (una de sus imágenes favoritas sobre la vida es la del "valle de lágrimas" de la Salve). Pero por muy inverosímil que sea ese potencial futuro pretérito, es divertido elucubrar ficciones a partir de acontecimientos ocurridos. Al fin y al cabo, no deja de ser cierto que existió la posibilidad real de que Landa fuera "mi" padre, aunque entonces yo no sería yo.

Ese futuro improbable no ocurrió. Mi madre dejó tras pocos meses el teatro y la Acción Católica y se metió, a cambio, en la Sección Femenina. También ella tonteó con hacer Derecho, pero renunció a la universidad porque había que aportar a la economía familiar (o quizá para disponer de su propia independencia dentro, eso sí, de los límites que imponían las buenas costumbres a una chica soltera de la época). Así que entró a trabajar en la radio (no recuerdo ahora en cuál emisora) y llegó a ser locutora y a hacer entrevistas. Parece que algún año después, cuando Alfredo Landa empezaba a ser ya algo conocido (quizá después del premio de interpretación que recibió en 1956 en un certamen de todas las agrupaciones del TEU que hubo en Madrid), lo invitó a su programa pero, siempre según ella, el actor no quiso ir. Con cierta vanidad retrospectiva, mi madre achaca la negativa de Landa a las calabazas que le dio años antes, pero esta explicación tampoco me resulta demasiado verosímil. Poco después Landa conocería a la que iba a ser su mujer y, algo más tarde, a mi madre la convencería una buena amiga (luego mi madrina) a que fuera a escuchar una conferencia de un médico joven que había pasado unos años en América. Eso fue a finales del 57, y los dos se gustaron, tanto que estuvieron carteándose durante varios meses, él en Madrid, ella en San Sebastián, hasta que en una segunda visita a Donosti concertaron la boda y se lo dijeron a mis abuelos. Por esas fechas, Landa se iba a vivir a Madrid, ya como "cómico profesional" y mis padres se casaban para, año y medio después, siendo yo un crío de meses, trasladarse también a la capital. Pero ya el tenue hilo entre mi madre y Alfredo Landa se había cortado para siempre y nunca más supieron nada el uno de la otra (mi madre, obviamente, algo sí supo del famoso actor).


Eugenia León - Cuando el Destino (Pasional, 2007)

Empiezo el año con veladas referencias al destino en el cual no creo, así que ahí va una canción del gran José Alfredo en versión de una cantante mexicana recientemente descubierta. Fuerte la letra, ¿verdad? Para nada descriptiva del carácter de mi madre y de la anécdota narrada en este post.