sábado, 29 de octubre de 2011

A don Gaspar de Arellano le duele la cabeza

Gaspar de Arellano se alzó y caminó a zancadas por la austera habitación. Las persianas desplegadas concedían la necesaria penumbra, pero no bastaba para mitigar las punzantes sacudidas que le aguijoneaban el cerebro ni la opresión palpitante de los párpados. La persistencia sorda del dolor, más que su intensidad, iba colmando de irritación su carácter por lo común afable. En ese estado, los nervios a flor de piel, no cabía ni pensar en llegarse a Palacio, restaba permanecer en soledad, maldiciendo esas venganzas del cuerpo que, caprichoso, reclama atenciones sin importarle los deberes e intereses de su señor. Miró en derredor, los ojos fruncidos. Las cuartillas recién manuscritas, pendientes de que secara la tinta para guardarse en un sobre lacrado. Bajo ellas asomaban los pliegos de la real cédula publicada el último día de mayo por el secretario de Gracia y Justicia, el canario Porlier y Sopranis. Muchos problemas habrían de traer esas disposiciones, barruntaba don Gaspar, y más tras los recientes sucesos de la Francia. Tales preocupaciones las había corroborado con el apoderado del Ayuntamiento de La Habana, ameno conversador ese cubano, Arango se llamaba, que advertía sensatamente de la oposición que levantaría el nuevo código de negros entre los notables de la Isla. Pero Arango, a estas alturas, pocos argumentos tenía, que ya había conseguido unos meses antes la cédula que concedía libertad para el comercio negrero, y ahora tocaba compensar. Las Indias no dejaban de añadir quebrantos a los muchos que ya nos obsequia Europa. Y don Gaspar se apretó la cabeza con ambas manos, malditos pinchazos que no cesan.

Acarició distraído su precioso bargueño, un imponente mueble que él mismo había ideado y mandado construir al viejo maestro Siluriano, el más afamado tallador de maderas nobles, cuyo taller, atravesado el zaguán del número 4 de la calle de Barrionuevo casi en el ángulo con la de Atocha y mismamente enfrentado al convento de la Trinidad, lo frecuentaban los aristócratas más exquisitos de la Corte. Fue hacia finales de los sesenta, no había cumplido aún treinta años, recuerda melancólico, poco después de la destitución de Esquilache. Arellano, como todos los de su clase, pugnaba por el favoritismo del gran Carlos, tan por encima del actual. Bien es cierto que, a diferencia de la mayoría de los rancios títulos castellanos, orgullosos palurdos que se preciaban de no moverse de Madrid salvo esporádicas visitas a sus feudos, contaba él con la ventaja de sus juveniles afanes viajeros, y así, con apenas diecinueve años, había visitado Nápoles y atendido en audiencia por el monarca de las Dos Sicilias, a quien incluso acompañó a inspeccionar las obras del fabuloso Palacio de Caserta. Carlos III, coronado rey de la España, lo trató con singular deferencia desde las primeras recepciones pero en la exigente carrera de la adulación eso no bastaba, que se requería la continua acumulación de méritos, y entre ellos ahora prevalecían las exhibiciones de buen gusto, en particular en el amueblamiento de las mansiones, siguiendo, claro está, las modas italianas impuestas por los muy varios caballeros que vinieron con el rey desde esa península. Los bargueños toledanos –maderas oscuras, balaustres torneados, bajorrelieves religiosos–, arraigados en la tradición castellana, se arrinconaron, tildados de tristes y aburridos. El joven Gaspar se inspiró para su diseño en la fina composición de un aparador florentino en maderas de raíz de nogal y palo rosa, con gavetas rectangulares decoradas con escenas de caza, que adornaba la estancia en el Palacio Real de unos de los validos italianos. Pero lo amplió en tamaño hasta casi doblar sus dimensiones, suprimió el nicho central que se le antojaba inarmónico (y la consiguiente estatuilla mitológica), enmarcó la cajonería con perfiles de marfil festoneados en arabescos y añadió en la base una tabla corredera taraceada al modo mozárabe. El resultado sumaba la elegancia de su rígida geometría neoclásica a la finura preciosista de los detalles, realzado el conjunto por la excelsa calidad de los materiales y la inigualable maestría del artesano. Cuando Siluriano lo acabó, más de cuatro meses de trabajo, quiso aún Arellano completar la obra de arte engalanando las tapas de las navetas con motivos costumbristas y para ello contrató a un miniaturista mestizo venido a Castilla entre los servidores del virrey del Perú. El triste final de don José Antonio Manso de Velasco dejó a Quispe, que así se llamaba el andino, abandonado a su suerte, sobreviviendo en los Madriles gracias a su extraordinaria destreza con los pinceles. Mayor fama habría merecido, si no fuera por su nula imaginación e iniciativa que le confinaban en los estrechos límites del copista y, sobre todo, por su desmedida afición al vino, con preferencia por los más cabezones. Gaspar de Arellano había sabido de su existencia unos meses antes, en el curso de francachelas con amigos por las inmediaciones de la plaza de la Cebada, sobradas de antros donde coincidían, no siempre pacíficamente, gentes de toda laya. Maravillado quedó al ver las obras del peruano y sin dudarlo decidió que había de protegerlo celosamente y beneficiarse con exclusividad de sus talentos. Juntó pues unas cuantas láminas de romances de ciego apolilladas en el desván de la casona familiar (databan al menos de la época de Felipe el cuarto) e indicó al cholo que las copiase, mejorando, eso sí, el perfilado de los trazos y, sobre todo, avivando el colorido de las figuras. Las treinta escenas entre moralistas y picarescas hacían revivir la cotidianeidad del siglo de oro en el majestuoso mueble y le daban una nota de singular originalidad y acertadísimo contrapunto. Sin duda, pensaba don Gaspar tantos años después, ha sido ésta mi mejor inversión, la que me erigió en una de las principales autoridades estéticas, la que cimentó el prestigio de mi nombre. Mas tales triunfos sociales palidecían ante la emoción íntima que le producía la visión, el tacto, el uso de ese bargueño tan especial, del que nunca había querido separarse (rehusó incluso la oferta de compra del propio rey) y que ahora, elevado sobre una sencilla mesa de boj, dignificaba la pared desnuda de su estudio arancetano.

Qué diferente, en cambio, la absurda otomana que había adquirido hace unos años cediendo al estilo francés que, definitivamente, le desagradaba en lo más profundo. Lo detestaba de toda su vida, desde que en su primer viaje a París se empachó de la abundancia de las recargadas decoraciones rococós, de esa afición ridícula por hacer de los muebles símbolos de sensualidad, de formas exageradas hasta casi negar su función. Se atribuía esa moda a Madame Pompadour, la favorita del rey aunque por las fechas de la estancia de Arellano, no frecuentase ya el lecho de Versalles (y eso que, como tuvo ocasión de comprobar don Gaspar en una tertulia de su salón, seguía siendo excepcionalmente bella aunque rozase la cuarentena). Parecía que en los últimos años, sin embargo, los franceses había refrenado un tanto sus aberraciones estéticas, a pesar de que nada bueno presagiaba que el delfín, ahora ya Luís XVI, se casara con una princesa austriaca, una jovencita malcriada que tantos problemas viene trayendo a la monarquía vecina. En fin, que una de las últimas gracias de nuestros vecinos fue imponernos este sillón alargado, estos peregrinos sofás otomanos que, junto con los divanes, son trastos imprescindibles en cualquier salón de prestigio, por más que cueste en ellos encontrar la postura cómoda, que no se sabe si es de asiento o reclinada. Buena venganza del Turco, se decía Arellano, que desde Lepanto nos la guarda y ahora se venga colocándonos estas máquinas de tortura. Por lo menos, la que he comprado tiene holgura suficiente para acostar mi espalda y, con las piernas a caballo y la cabeza sobre almohadones, sirve mal que bien para descansar a ratos sueltos. Utilidad ocasional que no basta para que le resulte antipática, por muy apreciada que sea por sus visitantes, hasta el conde de Floridablanca alabó sus líneas y la calidad del tapizado. Pobre don José, entrañable amigo pero que no dejará de ser un huertano toda su vida, carente de la menor emoción estética, incapaz de descubrir, tras los dorados pretenciosos de la madera y la seda lionesa, lo que no es más que un taburete alargado, cerrado en sus extremos por brazos curvos que sólo incomodan. El día menos pensado aprovecho para regalárselo al ilustre Secretario, y tal como se presentan las noticias de la Francia, creo que me convendría hacerlo pronto, que bien me interesará contar con sus favores.

Sigue caminando por la estancia don Gaspar, sus pensamientos errabundos e interrumpidos a cada momento por las crueles estocadas del dolor. Quiere aullar, darse de cabezadas contra las paredes, pero se contiene. Mira hacia la mesa baja contigua a la otomana, la taza vacía y es la tercera que ha tomado, el láudano no le hace efecto y sabe que no le conviene ingerir más, que debe uno ser cuidadoso con la dosificación del opio. En la boca guarda el sabor dulce del vino de Málaga, aromatizado en la tintura con canela y azafrán. Beberse una botella de vino, quizá el sopor de la ebriedad le alivie los dolores. No, se dice, que entonces me invadirá la melancolía y hasta puede que el llanto por el sufrimiento de mi sobrino. Duro ha sido el destino de los Arellano, se lamenta, y sólo yo puedo ya defender nuestro linaje. Don Gaspar sostenía su descendencia directa de Juan Ramírez de Arellano, primer señor por gracia de don Enrique II de Castilla de las tierras riojanas junto al Leza. De ese origen provino el posterior título de conde de Murillo, que ostenta su pariente Manuel Fulgencio Ramírez de Arellano, nombrado caballero de Carlos III y hasta Grande de España. Su primo, como era de esperar, niega el parentesco, preocupado por sus aspiraciones al condado, que no ha sido capaz de engendrar sino dos hijas y mucha prisa se dio en casar a la mayor, a la Maripepa, fea como el pecado pero con dote principesca, con un conde gaditano, y ahora ya hay un niño de cuatro años al que destinan el condado. Pero ese título, tal es el empeño de don Gaspar, antes que doña María Josefa lo merece él y su familia, a la que ya apartaron de los favores de Felipe V los intrigantes de la otra rama, con insidias sobre falaces conspiraciones de su abuelo a favor del pretendiente austriaco, en aquellos convulsos albores del siglo. Las mismas armas está dispuesto a usar ahora don Gaspar para desprestigiar a Manuel Fulgencio, viejo y enfermo, a los ojos del todavía inexperto rey, y despojarle como sea de los favores que gozaba en la corte de su padre. Para ello, bueno ha de ser que acuda a Aranjuez su sobrino, que remedie su tristeza y luzca en Palacio sus gracias y encantos. La carta ya está seca, momento es de llamar al criado para que la lleve a la posta.


Jericho - Fred Eaglesmith (There ain't no easy road, 1991)

Esta canción nada tiene que ver con el post, pero me apetecía compartir a este compositor-cantante-guitarrista canadiense poco conocido pese a su excelente música. Se le sitúa en el country, aunque también podríamos llevarlo al blues (el de los orígenes) o al rock. Los géneros, en todo caso, son irrelevantes porque, transite por donde lo haga, da a sus temas un aire renovado y personal. El sonido nos evoca la profunda América (o sea, los USA, aunque sea de Hamilton, Ontario); como referencias se me ocurren algunos nombres, pero citarlos sería condicionar la audición. Altamente recomendable

6 comentarios:

  1. Esos bargueños solían tener el nombre de su propietario incrustado en marfil debajo de la 'puerta' central, que se abría en dos hojas y normalmente tenía al fondo otro cajón secreto de acceso tan complicado como mandaba hacerse el propietario.

    Mi padre adquirió uno de tapa abatible, aunténtico, bastante feote, recargado, con unos herrajes espantosos de cobre o hierro forjado. Se leía 'Del Licenciado Diego ..." (no se qué)

    Dentro guardaba cantidad de cositas inútiles y raras que nos enseñaba una a una como premio. El mueblote, pesaba una barbaridad, descansaba sobre una mesa igualmente recargada con patas de fierro, acero o lo que fuese.

    Por cierto, el segundo apellido de mi padre era Ramirez de Arellano.... Seguramente descendiente de los que mencionas en tu escrito.

    Qué gracia leer todo eso, tan bien documentado y narrado.

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  2. Grillo: Así que descendiente de los Ramírez de Arellano, los condes de Murillo. En consecuencia debes de ser pariente del marido de vuestra presidenta autonómica, que es el actual poseedor del título. La Maripepa que cito en el post se casó con un conde andaluz, también Ramírez, pero de Haro, y heredó el título de su padre, ése con el que estaba enemistado mi protagonista.Todo esto lo he averiguado buceando en internet, a ver si el apellido Arellano me daba juego, que se me ocurrió sin tener ni idea de sus filiaciones aristocráticas pero, una vez conocidas, me venían bien para el argumento. Naturalmente, mi don Gaspar se quedó sin el condado, entre otras razones porque nunca existió. Es lo que tiene meter personajes ficticios entre los que sí vivieron. Me alegro que te hayas divertido.

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  3. A ver (como se dice ahora):
    Ramirez de Arellano era el apellido de la madre de mi padre, cuarterona filipina ella, mezcla de español y filipina o al revés. Y si no recuerdo mal creo que eran los propietarios de una cervecera, tal vez Mahou.
    El asunto aristocrtático nos ha importado un bledo a toda la familia; no es meritorio. Ya creo haber dicho que uno no elige cuna, y como máximo, trata de mantener el nombre con dignidad.

    La presidenta de esta Comunidad me cae muy mal. Sé que esta casada con ese señor y que tienen el título que dices. Por otro lado, alguna relación podría haber porque el padre de mi padre era ragistrador de la propieda en Córdoba y lo destinaron a Manila, donde se casó con la abuela R. de A.

    Era mi difunto hermano A. quien se sabía muy bien toda esa retahila y linaje, como primogénito que era.

    No sé si me da un poco de corte contar estas cosas aquí. En realidad sólo quería comentar sobre tu post y los bargueños.

    Trataré de avriguar si otra hermana sabe más o algo que te ayude con la investigación de don Gaspar el doliente.

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  4. Que no, que no; me dice una de mis hermanas que se trataba de el grupo cervecero filipino San Miguel. Más todavía.

    Joder, lo que se puede averiguar tirando del hilito ¿no?

    Pues he tenido yo una temporada de bebedor de cerveza sin saber que repercutía de algún modo en el bolsillo de véte a saber qué pariente de Dios sabe dónde.

    Glu, glu, glu....

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  5. Estoy afilando la cuchilla de la guillotina para no hacer daño innecesario y proceder con limpieza

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  6. Vaya, el doctor Guillotin. Fíjese que estuve a punto de mencionarle en el post anterior, referir alguna de sus intervenciones en la Asamblea Nacional de 1789 en Versalles. Pero proceda, proceda ...

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