jueves, 27 de octubre de 2011

Una carta

Aranjuez, 12 de agosto de 1789
Querido sobrino:

¡Cuánto me alegra saberte de vuelta en Madrid! Los terribles acontecimientos de París te habrán convencido de que tu viejo padrino no chocheaba hace un año cuando se esforzó en disuadirte de tus empeños de profundizar los estudios naturalistas asistiendo a las lecciones de esos ateos libertinos a los que, cuán errados estábamos, muchos tildamos de sabios hace veinte años. Mira a tu tío, hijo mío, mírame ahora a través de tus lágrimas que, en vez de nublar tu visión, ayuden a hacerla más clara. También yo fui joven, también yo viajé a París entusiasmado por conocer a quienes creía grandes sabios. Evoco el verbo encendido de tu joven y desgraciado amigo el marquesito, aquella velada de primavera del pasado año, en la que las brisas de la sierra nos traía los aromas de los aledaños jardines de las Vistillas. Nos contaba, narración de segunda mano, los fecundos debates sobre filosofía y ciencia a los que asistió su padre en la mansión del barón d'Holbach, cuando él era un niño o quizá ni siquiera hubiera nacido. Recordarás su gesto de sorpresa, cómo se le abrieron los ojos en expresión pasmada, cuando relaté que yo mismo, entonces más o menos de misma vuestra edad, había sido visitante asiduo de ese salón de la calle Real parisina, y conocido y tratado a Diderot, D'Alambert, Rousseau y tantos otros de los autores de esa funesta Enciclopedia. Me sonrío tiernamente evocando el mohín de disgusto de tu pobre amigo ante mis descripciones, veladas de crudezas salaces, de los vicios de esos notables señores, dominados en exceso por la lascivia y la gula, amén de saturados de orgullos insensatos y envidias corrosivas. Así eran sin tapujos tan altas personalidades, los mismos que reverenciábamos un grupo de jóvenes convencidos de que esta patria nuestra podía ser redimida de su endémica miseria moral, y animábamos al ilustre conde Campomanes en sus audaces reformas, en su lucha contra el oscurantismo. De aquellos barros estos lodos, querido mío.

Sé que tu pena es grande, que te tiene atenazada el alma, que te impide todo acto que no sea el deambular sombrío por vuestro caserón, como si buscaras en sus lúgubres rincones consuelos de fantasmas idos. Sé que dejas transcurrir los días postrado, apático a todo, en un silencio obstinado que sólo quiebran suspiros dolientes que exhalas contra tu empecinada voluntad. Sé, porque conozco tu corazón, que odias hacer sufrir a tu madre y sin embargo, caro fanciullo, tal es lo que haces. Me ruega mi hermana que interceda, en la confianza de que mis palabras contribuyan a vencer tu abulia. Ignoro si serán capaces, pero mi amor que es casi el de un padre, me obligan a intentarlo. Los duelos, hijo mío, son la otra faz del afecto y cuando el rayo terrible nos fulmina es propio de nuestra naturaleza, salvo en los desalmados que no merecen el título de hombres, sufrir el doloroso desgarro que nos anonada. No creas que ignoro los estrechos lazos fraternos que te unían al joven marqués, la intensidad de vuestras emociones compartidas. Tu mismo, en puntuales cartas, me fuiste informando de los acontecimientos que vivía la Francia, y al leerlas me parecía ver brillar la tinta impregnada de ilusiones. ¿Acaso no recuerdas tus exultantes palabras describiéndome la sesión inaugural en Versalles de los Estados Generales, el discurso de Su Majestad, las palabras del ministro Necker, a quien tanto admirabas a tu llegada a París y a quien tanto despreciaste apenas dos semanas más tarde, tus elogios arrobados a Mirabeau, calificándolo de antorcha de la libertad? Releo una carta que firmabas a principios de julio: frases atropelladas para darme cuenta del vertiginoso encadenamiento de sucesos, a cual más trascendente, a cual más arriesgado, como si esos hombres, vosotros mismos entre ellos, se hubieran decidido a elevar las apuestas sin medida, despojándose de cualquier atisbo de prudencia. Escojo ahora una epístola más, ésta de música más serena, dedicada a reflexiones filosóficas sobre la Declaración de los Derechos del Hombre, a la que calificabas de acto fundacional de la dignidad humana. Sonrío al reconocer los ecos de nuestras viejas discusiones y adivino también en tus argumentos laudatorios la influencia de los viejos ilustrados a quienes tanto admiraba el marqués. Dos jóvenes amigos que sentían vibrar la fuerza de la Historia en su mismo epicentro, cómo no entender la emoción que os embargaba. Pero esa fuerza no es benévola, como nunca lo son las que sacuden revolucionariamente las sociedades, desatando energías telúricas. Ingenuidad, inexperiencia, atrevimiento, ansias de beberos la historia, imprudencia al cabo, que por ley natural es consustancial a la juventud, incapaz todavía de concebir la terrible realidad de la muerte. ¡Cuánto daría por haber estado con vosotros en Versalles ese domingo para haberos impedido volver a París, para taparos los oídos y que no atendieseis las propuestas insensatas que os enardecieron! Pero yo no estaba y vuestros ánimos, lejos de sosegarse, se fueron inflamando en un crescendo prolongado durante esos tres días de locura colectiva.



No hubo más cartas desde París. No es por tu boca que conozco los hechos que llevaron a la catástrofe del catorce de julio, la que ya ha sido tragedia para ti, sobrino, pero puedes estar seguro de que es el embrión de una mucho mayor que nos asolará a todos. El Secretario del Despacho de Estado, con cuya amistad sabes que me honra, recibió diariamente informes precisos de los muchos agentes que la Corona mantiene en París. Supe, supimos, así del noble e inútil arrebato de tu amigo para salvar la vida del alcaide Launay, para protegerlo de la ferocidad asesina de la turba, y cómo por ello fue vilmente apuñalado. Mi corazón sangra al imaginarte, tan vívidamente, abalanzándote hacia el cuerpo caído, intentando levantarlo, tapar la herida por la que huía su alma, siendo ambos pisoteados, machacados por la cruel jauría, y luego solos, sobre los adoquines, un hombre joven de rodillas sujetando el cadáver de su hermano. Sé, supimos, que tras la triste ceremonia fúnebre, vagaste sin rumbo por la ciudad, que mirabas el Sena con ojos enfebrecidos y te perdías por las calles de los barrios más miserables. Tres días les costó a los agentes de Floridablanca, impelido por la angustia de tu madre, encontrarte, ebrio, desharrapado, sucio, en un lupanar de las afueras. Hubo que obligarte por la fuerza a subir al carruaje cerrado, casi como los que transportas a los condenados, en el que trajeron hasta Madrid. Nos dijo el cochero que te negabas a hablar, a comer, que sólo reclamabas agua y alcohol. En ese estado te entregaron a tu madre, pero estabas vivo. Por eso, querido mío, he empezado esta epístola manifestándote mi alegría por tu vuelta. Estás vivo, y tu vida la has pagado a un precio muy alto.

Te decía antes que los duelos son propios de nuestra naturaleza, pero también, añado ahora, no pueden, no deben, prolongarse en demasía. Cuando uno se abandona a la concupiscencia del dolor (y eso, hijo mío, es lo que estás haciendo) el sentimiento deja de ser noble, deja de ser provenir del amor del que nació para convertirse en alimento de nuestro egoísmo. Y en consecuencia, créeme, es una repugnante traición al mismo amor con el que mentirosamente lo justificamos. Ya no te dueles por tu amigo sino por ti mismo y haciéndolo, excusa mi crudeza, mancillas su recuerdo. ¿Acaso crees que el marqués querría verte en este estado? Sé que si lo piensas reconocerás con la certeza de lo evidente que tu amigo, desde la Gloria, se siente avergonzado de ti. Medítalo. Medita también sobre el daño que haces a tu madre y compárate con ella. Eras muy niño cuando murió tu padre y dudo que guardes recuerdos de esos días aciagos, pero no dudes de que mi hermana profesaba a su marido el más profundo de los amores. Y sin embargo, siendo mujer, fue capaz de sobreponerse, venció la tentación del abandono a la cual tú te entregas. No se te puede ocultar que ese niño pequeño que ahora es un joven abatido fue uno de los motivos, el principal, de sus esfuerzos. Veintidós años tenía mi hermana, tu edad ahora. Le debes a ella levantarte del lecho, se lo debes a tu amigo fallecido, nos lo debes a todos los que te amamos, pero, sobre todo, te lo debes a ti mismo. Mientras te escribo, mis emociones oscilan entre la rabia y el dolor, pero ambas nacen de mi amor hacia ti. Rabio por no poder ausentarme de Aranjuez (ya te contaré en otro momento los graves asuntos de Estado que aquí me retienen) y llegarme a Madrid para zarandearte. Ven tú aquí, sobrino. Pasearemos por los jardines que nuestro flamante monarca lleva años construyendo a la vera del Tajo (ni que fueran las obras de El Escorial) y hablaremos, reanudaremos nuestras discusiones sobre las ciencias de la naturaleza, sobre filosofía política. Tu estancia en París, excluyendo su trágico final, te ha convertido en un hombre más sabio, que se siente capaz (bien lo supe leer entre las líneas de tus cartas) de rebatir a su tío, y me encantará que tu frescura intelectual sacuda al anquilosamiento de mis viejas ideas. Ni siquiera me anuncies tu llegada. Levántate en el acto, llama al cochero y preséntate de inmediato ante tu tío, que te quiere y ansía abrazarte.


Les naufragés du passé - Virginie Schaeffer (Virginie Schaeffer, 2011)

4 comentarios:

  1. No dejas de asombrarme, Miroslav. Salvo que nos sorprendas luego con alguna revelación de que te has limitado a transcribir o a glosar algún documento recóndito de esos que estás especializado en descubrir, asumo que esta magnífica carta, que tan estupendamente rezuma el lenguaje y la mentalidad del XVIII -suena a Jovellanos, a Fernández de Moratín- es producto de tus maquinaciones mentales. Ya no me atrevo a rogarte que no nos dejes a medias la historia, he perdido la cuenta de las que nos debes. Me acuerdo ahora mismo solo de una isla con una misteriosa torre magnética...

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  2. Querido Vanbrugh, me halagas inmerecedimante, me temo. Ya me gustaría a mí ser capaz de escribir "al modo" de los vivientes a finales del XVIII, pero lo dudo. Trato de imaginarme que soy un cincuentón (eso no me cuesta) de la nobleza castellana vinculado a la corte de Carlos IV, pero en cuanto empieza a teclear no cesan de entrarme dudas y, casi de inmediato, renuncio a esforzarme demasiado.

    En cuanto a la autoría, asumes bien. No gloso ni transcribo nada, esta carta es producto de mis maquinaciones mentales. Mi intención inicial era hablar de otra cosa, pero juzgué conveniente empezar con esta epístola a modo de introducción y presentación de los contertulios que han de discutir (en siguientes posts) del tema que me interesa.

    ¿Siguientes posts? Ya sé que mi credibilidad al respecto está bajo cero. He perdido la cuenta de cuantas historias e iniciado sin continuar. No obstante, te prometo que casi todas serán retomadas, y en especial la de la torre misteriosa. Pero no me atrevo a ponerle plazo a mi promesa. Necesito calma y ánimos.

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  3. Sí, la torre que daba un gustirrrnín.

    A mí también me maravillas. Yo creo que tienes, escondida en el sótano, una maquina que te permite viajar por los tiempos.

    Y otra con la que multiplicas las horas.

    C.C.

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