viernes, 29 de marzo de 2013

La Pasión según Majewski y Bruegel

Preparando el escenario


La última cena


La Cruz


El Látigo


Vía Crucis


La Crucifixión


Hoy es Viernes Santo, día muy apropiado para subir estas breves escenas de una película muy recomendable, El Molino y la Cruz, del polaco Lech Majewski. Se trata casi de un experimento, una inmersión cinematográfica en el famoso cuadro Camino al Calvario de Peter Bruegel. Jesús es un rebelde, en este caso a la dominación española de Flandes a mediados del XVI o a la corrupción de la institución que se dice su heredera. Ha habido muchas más pasiones y muchos más Cristos desde los romanos. Película triste y dura, colmada de simbolismo, pero sobre todo hermosa, muy hermosa.

domingo, 24 de marzo de 2013

Escrache

El pasado 5 de febrero, Ada Colau, portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), hacia el final de su comparecencia ante la Comisión de Economía y Competitividad del Congreso de los Diputados dijo lo siguiente: " ... para nosotros ha llegado un punto de inflexión. Creemos que la ciudadanía ha tenido hasta ahora una dosis de paciencia infinita por la gravedad de los hechos que estamos describiendo y que estamos tratando, porque literalmente hay vidas en juego y nosotros lo estamos viendo cada día, como les decía. Hasta ahora nos hemos empecinado en agotar todas las vías que ofrecía el sistema. Hemos hablado con servicios sociales, con partidos políticos, con ayuntamientos, con oficinas de vivienda, con comunidades autónomas, con los juzgados, hemos puesto todos los recursos posibles, hemos hablado con todo el mundo. Nos han dicho que teníamos que recoger firmas como hormiguitas y hemos recogido más de un millón de firmas. Hemos agotado todos los canales y si, en cambio, las mayorías parlamentarias insisten en despreciar esa voluntad ciudadana tan clara y contundente que avala esas demandas de mínimos, estarán ustedes legitimando que demos un peso más y aumentemos la presión social. No es un capricho, no tenemos ganas de estar permanentemente movilizados y les aseguro que tenemos mejores cosas que hacer. Desde luego, la gente de lo que tiene ganas es de buscar empleo y de buscar soluciones para su vida cotidiana; no tienen ninguna gana de estarse manifestando y haciendo acciones de presión, pero no nos queda más opción. Las cartas están sobre la mesa, las demandas ciudadanas están sobre la mesa. Si hay grupos todavía que insisten en despreciar esa voluntad ciudadana, se tendrán que enfrentar a que públicamente les señalemos, y es eso lo que hoy tenemos que anunciar aquí. Pedimos a todos los diputados y diputadas que hagan un examen de conciencia, más allá de los grupos parlamentarios como tales. Apelamos directamente a las personas con nombres y apellidos que tienen una vida, que tienen familia, que podrían intentar imaginarse lo que significa que te destruyan la vida de un día para otro. Pónganse ustedes en la piel de la gente que está sufriendo todo esto, hagan un examen de conciencia y piensen si pueden votar en contra de estas medidas de mínimos. Aquellos diputados y diputadas que no se comprometan desde ya a defender estas medidas de mínimos en este trámite que se está desarrollando en esta Comisión o cuando se discuta la admisión a trámite de nuestra ILP el próximo martes, van a tener que ver cómo la población empieza a señalarles públicamente allí donde vayan. Nunca vamos a incitar acciones de violencia. Somos un movimiento pacífico y creemos firmemente en las acciones pacíficas, pero tampoco vamos a tolerar la impunidad que arruina la vida de miles de personas condenadas a un sufrimiento intolerable".

Ese anuncio venía precedido de la creación de una web que con el título "Hay vidas en juego, campaña para que los diputados conozcan por qué tienen que votar favorablemente a las medidas de la ILP hipotecaria", había abierto la PAH el 30 de enero, con un primer post dedicado al "protocolo de actuación en los escraches". Esto de los escraches (palabra que no conocía hasta ahora) consiste en que un grupo de gente se junta y se dirige al lugar de trabajo o residencia de alguien para personalizar sobre él su manifestación; es decir, se trata de señalarlo expresa y públicamente como responsable. Estas actividades de escrache conforman la segunda fase de la campaña que impulsa la Plataforma para lograr que la iniciativa legislativa avalada por más de un millón cuatrocientas mil firmas sea aprobada como Ley en el Congreso. Previamente, durante el pasado mes de febrero, se desarrolló la primera fase limitada a acciones en la red (enviaron mensajes y correos a los diputados para hacerles conocer la situación de los afectados e invitarles a asistir a las asambleas; imagino que pocos lo habrán hecho). La primera acción propiamente de escrache fue una concentración de afectados el pasado lunes 11 frente al Ritz de Madrid, donde se reunía la plana mayor del PP para asistir a una conferencia de María Dolores de Cospedal. Tuvieron que mantenerse a distancia porque la entrada al hotel estaba acordonada por un buen número de policías. El miércoles 13 un buen grupo se acercó hasta la casa de la diputada del PP María Ángeles Esteller, al final de la calle Balmes, en Barcelona; no pasaron del portal. Luego, también en Barcelona, fueron a los domicilios del ministro Jorge Fernández Díaz y del pepero Jorge Moragas. El sábado 16 se fueron al Prat de Llobregat para señalar a Antonio Gallego, otro diputado del PP. Pero el último y más polémico de estos escraches aconteció el pasado miércoles 20, cuando los afectados valencianos se plantaron en la casa de Esteban González Pons y llegaron a subir hasta el rellano de su vivienda (sólo dos, según la PAH) para aporrear durante un rato la puerta (o tocar al timbre tres veces, según la PAH), lo que, según declaró el vicesecretario general del PP, asustó a sus niños (que, por cierto, deberían haber estado en el colegio).

Desde luego, no es nada agradable esta medida que ha adoptado la Plataforma, no me gusta. Pero una cosa es que no me guste y otra que la considere, como han declarado los del PP, inaceptable. Viene motivada por la absoluta falta de respuesta de los políticos que ahora se sienten acosados, que se agrava muchísimo por el hecho de que quienes requieren esa respuesta son personas que están desesperadas. ¿Qué haríamos cualquiera de nosotros si el Poder, con todos sus instrumentos de "violencia legítima", nos apisona inclemente sin dejarnos ninguna opción? ¿Resignarnos? En mi opinión, lo realmente sorprendente no es que estas personas increpen a los políticos del PP, sino que sólo se limiten a eso, que no hagan las barrabasadas que ante situaciones tan dramáticas como las que varios de ellos viven cabría esperar. El gobierno del PP (y antes el del PSOE, aunque con menos prepotencia), en su repugnante sumisión a los dictados del capitalismo financiero, viene pasando por completo del gravísimo deterioro de las condiciones de vida de los españoles, asiste impávido a los muy negativos efectos sociales que suponen sus medidas, dirigidas exclusivamente a satisfacer las exigencias del sistema económico (les daré el beneficio de la duda, creyéndome con la más beatífica ingenuidad, que están convencidos de que tal es la única vía, que fuera del sistema no hay salvación posible). Pienso sinceramente que debemos alegrarnos de que el evidente quebranto de la paz social al que nos ha conducido la crisis y las medidas gubernamentales se manifieste nada más que en pitadas, abucheos e insultos a políticos. Pitadas, abucheos e insultos, por otro lado, que se merecen más que de sobra, aunque sólo fuera por su indignante pasividad e ineficacia para resolver los problemas reales de la gente, y mucho más en tanto cómplices descarados y necesarios de los culpables de esta situación, a quienes legitiman y socorren. Basta pues de escandalizarse fariseicamente ante lo "inadmisible" de los comportamientos de estas personas indefensas cuando no lo han hecho ante los verdaderos escándalos. Y que tengan el mínimo pudor de aguantar las "molestias" de ser escracheados haciendo el ejercicio empático (muy recomendable) de compararlas con las que han sufrido o pueden sufrir los afectados por un sistema y una legislación tremendamente injustos.

Pero no, no lo hacen. En cambio, entre otras perlas, nos informan de que esto del escrache es una práctica fascista, que se emparenta, dicen, con las estrellas amarillas que el régimen nazi obligaba a que llevaran los judíos. Por favor, no sean tan cínicos. Señalar públicamente a alguien no puede, en sí mismo, considerarse propio de ideologías fascistas ni de cualquier otro tipo. Que los nazis señalaran a los judíos fue una acción malvada y éticamente condenable por la radical injusticia que suponía y la finalidad que se pretendía al marcarlos. Cuando en 1995 la agrupación de derechos humanos HIJOS "inventó" el término escrache para "acosar" a los criminales de la dictadura argentina indultados por Menem, lo que estaban haciendo era expresar una condena social, la única forma que les quedaba ante la impunidad de los culpables. ¿Dirán los del PP que los escraches bonaerenses eran fascistas? ¿Acaso lo que están haciendo los de la PAH no enlaza mucho más con aquéllos que con los nazis o los de la kale borroka? A mi modo de ver, así es. Porque lo que pretenden los afectados, además de presionarles para que voten a favor de la Iniciativa Legislativa Popular, es que sufran un poquito en pago de sus culpas como cómplices de la injusticia imperante, resquebrajar mínimamente la impunidad vergonzosa que les ampara y desde la cual se permiten el lujo de despreciar olímpicamente los problemas de aquéllos a quienes se supone que representan. Qué coño, que apechuguen con lo que sienten hacia ellos los ciudadanos afectados por las decisiones (mucho es llamarlas así) que adoptan desde sus mullidos escaños. ¡Qué menos!

Ya he dicho que a mí no me gusta el escrache, no creo a casi nadie le guste, empezando por los propios afectados, tal como declaró Ada Colau en su comparecencia. Pero mucho menos me gusta la hipocresía rampante de sus señorías. Mucho menos me gusta que Leire Iglesias, la portavoz del PSOE en la Comisión de Economía, tenga la desfachatez de declarar su apoyo a las propuestas de la PAH para luego decirle a su portavoz, con velada incriminación, que lo hacen no porque los presionen sino porque es de justicia. Eso cuando el PSOE lleva ya varios años oponiéndose a medidas que siquiera mitiguen la tremenda injusticia que ahora ve la señora diputada. ¿Pretenden acaso los del PPSOE que los españoles seamos tan inconmensurablemente tontos como para creernos que no hace falta protestar, que ellos están ahí para corregir las injusticias de motu proprio? ¿Alguien se cree que estarían haciendo algo que no guste al capital financiero (que ya procurarán que sea lo mínimo) si la gente no saliera a la calle? Y resulta que quienes salen ya no son meros indignados, sino que plantean diagnósticos y alternativas serias que cada vez le resulta más difícil ningunear a los voceros del sistema, incluyendo a esos esbirros vergonzantes que pululan por las tertulias-basura de la televisión. La crisis social, como no podía ser de otra manera, está haciendo evidente la crisis de legitimidad ética del sistema y eso sí que les preocupa a los amos del cotarro y sus fieles servidores en los gobiernos. A este respecto, tengo la impresión de que, por mucho que entienda y justifique los escraches de la PAH, pueden significar un "balón de oxígeno" para el PP y sus secuaces, en tanto contribuyen a desviar la atención hacia el irrelevante debate de su "admisibilidad" como forma de protesta. Hacia ahí se han lanzado de cabeza los del PP y no dudan en acompañarlos representantes de otros grupos políticos. Una muestra más de la tremenda hipocresía de estos sinvergüenzas pero, lamentablemente, me temo que eficaz.



PS: Me precio de intentar ser ecuánime, de matizar mis opiniones y evitar las simplificaciones que, pese a su mayor contundencia comunicativa, suelen ser erróneas e injustas. Reconozco que en este post no me he ceñido a mis propias reglas. Les aseguro, sin embargo, que he profundizado en diversos aspectos del asunto, que he leído y visto diversos enfoques. De algunos de los temas relacionados quizá hable en otras entradas. Pero hoy he querido dar rienda suelta a mi indignación, incluso a riesgo de sobrepasar algún límite. Creo que poco a poco, y aún sin renunciar a nuestra capacidad crítica y al ejercicio de una saludable escepticismo intelectual, nos están obligando a tomar partido, a elegir bando. Como dice Lansky, se trata de una guerra y se está acabando el espacio para los neutrales (y que conste que no tengo hipoteca).

viernes, 22 de marzo de 2013

Los adolescentes adolecen

Adolescente deriva del verbo latino adolescere, crecer. El adolescens, participio activo, era el que crece, mientras que el adultus, participio pasivo, era el que ya había crecido. Adolecer, en cambio, proviene de dolere y, de hecho, su acepción original en romance se refería a los males físicos que "causaban dolor", aunque en la actualidad se emplea muy preferentemente en el sentido de padecer algún defecto (adolecía de falta de recursos, adolece de una vanidad superlativa).

Hago las dos precisiones anteriores porque el parecido entre ambas palabras lleva con frecuencia a vincularlas erróneamente, en un ejercicio de lo que se conoce como etimología popular. Hace unos días, por ejemplo, caí por motivos que no vienen el caso en una reunión con tres mujeres y la conversación derivó hacia los quebraderos de cabeza que les provocan sus hijos adolescentes. Una de ellas, a la que ya le había detectado marcada inclinación hacia las "máximas universales" (esas frases que se presentan como explicación aparentemente profunda de algo y que, vistas un poco de cerca, suelen ser tópicos inflados de vacío), nos hizo ver que el insufrible comportamiento de los adolescentes surge de sus propios sufrimientos a causa de las carencias que justamente definen esa edad, se llaman adolescentes por eso, porque adolecen, porque les falta lo que han de conseguir en el proceso de hacerse adulto, de madurar.

Aparte del error etimológico, más disculpable, mi amiga incurrió en el extendido vicio, frecuente sobre todo entre los periodistas, de emplear el verbo adolecer como sinónimo de carecer, que lleva a construir frases cuyo significado es precisamente el contrario del que pretende el hablante. Decir que los adolescentes adolecen de madurez, por ejemplo, significa que tienen madurez, aunque ésta les cause sufrimientos. En todo caso, si aceptamos la primacía del hablar popular sobre los purismos etimológicos, habrá que dar por buena la frase de esta amiga mía y reconocer que, en efecto, los adolescentes son los que adolecen ya que, por descontado, adolecer es tener falta de algo. Todo se andará, que gran parte del camino ya está recorrido.

Pero a lo que voy, que no es embarcarme en nuevas navegaciones lingüísticas. La cosa es que yo, tan culto, noté inmediatamente el doble error de mi amiga y a punto estuve de señalárselo. Si no lo hice fue porque, por mucho que uno se esfuerce en decirlo del modo más suave posible, las probabilidades de crear una situación si no violenta sí desagradable son muy cercanas a la certeza, máxime cuando hay más personas en la conversación (las otras dos mujeres, por cierto, asintieron asombradas al descubrimiento que les brindaba la otra). Aunque he de confesar que en tales ocasiones lo paso verdaderamente mal, son breves instantes en que tengo que ejercer mi máxima capacidad de autocontrol para que no se me dispare la lengua y chafe a quien se ha quedado tan a gusto tras la exhibición de su errónea sapiencia.

Supongo que ese impulso mío, tan intenso a veces, es debido a la vanidad, en mi opinión uno de los más deleznables vicios morales (porque ni siquiera tiene el empaque que reviste a la soberbia). Si así es, hago bien, me digo, en esforzarme en refrenarlo y confío en que mis empeños conduzcan poco a poco a debilitarlo; o sea, que cada vez me den menos ganas de corregir las burradas que pueda escuchar en cualquier conversación. Claro que a veces también pienso, quizá para justificarme cuando sucumbo a la tentación, que flaco favor hago a estas personas callando ya que conscientemente les estoy dejando en un error del que me sería muy sencillo sacarles. Pero no me engaño, este argumento no es más que una excusa pues en el fondo sé que poco o nada habría contribuido a la felicidad de mi amiga que le explicara la etimología y significado de adolecer; más bien los efectos habrían sido los contrarios.

No obstante, todo es cuestión de grados. Que estas tres mujeres estén convencidas de que adolescente y adolecer comparten etimología y semántica es algo bastante inocuo. Non è vero, ma è ben trovato, y ese trovato sirve para propiciar un buen rato sin graves consecuencias. Hay en cambio otras barrabasadas lingüísticas que, por la apabullante frecuencia con que se perpetran, disparan casi automáticamente mi acción correctora. Estoy dispuesto a admitir que también en estos casos debo esforzarme en dominar el vicio, pero concédaseme que me concentre primero en las de menor cuantía antes de afrontar estos mucho mayores retos. Citaré solo dos ejemplos que me enconan especialmente. El primero es la manía de cambiar prever por preveer (contaminación de proveer), que hace pocos días, en una reunión con unos propietarios de suelo, provocó que se me escapara entre dientes (pero suficientemente audible) "con una sola e". El segundo es el empleo de las formas plurales del verbo haber cuando se usa como impersonal y que, al menos en Canarias, es casi la norma. La semana pasada, en una reunión de trabajo en la que una compañera nos contaba el proceso seguido en un plan de mejora de un núcleo turístico del sur de la isla, refiriéndose en varias ocasiones a los numerosos problemas que hubieron, no pude reprimirme y, en cuanto acabó su perorata le pedí que no se ofendiera pero que debía decir hubo problemas. Creo que no quedé demasiado mal, pero seguro que esa chica (con quien además voy a tener que trabajar durante los próximos seis meses) no me quiere más a partir de entonces.

En fin, perseveraré en morderme la lengua.

   
Teenage wasteland - Pete Townshend (The Genuine Scoop, 1980)

miércoles, 20 de marzo de 2013

En veinte años, homosexuales

A finales de 2010, durante la celebración de una Misa por la Sagrada Familia, el Obispo de Córdoba pronunció una homilía en defensa y exaltación de la concepción cristiana de la familia que sería publicada el 2 de enero de 2011 en el número 265 de la revista Iglesia en Córdoba. En la casi totalidad de su texto se trata de una homilía más, en la línea habitual de la doctrina eclesiástica sobre "el pilar fundamental de nuestra vida y de nuestra convivencia" que no habría tenido mayor trascendencia si su eminencia no hubiera revelado a sus feligreses una sorprendente información que le había confiado días antes, en el Congreso Nacional sobre Familia y Vida celebrado a principios de ese mes en Zaragoza, ni más ni menos que el entonces presidente del Consejo Pontificio para la Familia, el cardenal Ennio Antonelli. Se trataba, sin duda, de un notición que tanto sobrecogió a Demetrio Fernández que no pudo callarlo: la Unesco estaba llevando a cabo un plan con el objetivo de que en veinte años la mitad de la población mundial fuera homosexual. El principal instrumento para lograr esa ambiciosa meta era la implantación de la perniciosa ideología de género, ya saben: esa corriente de pensamiento que, siguiendo a Simone de Beauvoir, sostiene que el sexo no es una cuestión biológica sino social y, por tanto, cada uno debería poder cambiarlo según se le antojara. No es casual que el apostolado de este prelado a partir de entonces se enfocara ardorosamente a denunciar y combatir las muestras que en nuestro país proliferan de dicha ideología, dolorosamente consciente del fin deliberado hacia el que apuntan.

Como era de esperar, la gran mayoría de los medios de comunicación de nuestra patria enseguida se hicieron eco de esa homilía, pero para chacotearse y repetir la cansina cantilena de siempre de lo carcas que son los obispos. Sin embargo, en evidente exhibición de las graves carencias de los periodistas que sufrimos, a ninguno se le ocurrió indagar sobre la veracidad de la acusación del obispo cordobés, nadie se dirigió a su eminencia Antonelli para que aclarara si, en efecto, habló al titular de la Mezquita del secreto plan de la Unesco. O, si a alguien se le ocurrió solicitar tal audiencia, el italiano se negó a concederla lo cual, de otra parte, es lo que cabe esperar de un miembro de la Curia, enseñado en la discreción que tan indispensable ha sido siempre en el maquiavélico actuar de la Iglesia. Sin duda, el experimentado Ennio se habrá aplicado más de un flagelo en castigo por haber confiado en el colega español, por haber creído que no era tan bruto como delataba su fisonomía. Por una vez Antonelli se alegró de que entre los medios de comunicación españoles prevaleciera el laicismo anticlerical y que las indiscretas revelaciones de Fernández no fueran tomadas en serio. Sin embargo, la prudencia aconsejaba desaparecer del primer plano vaticano, a fin de evitar alertar en exceso a los poderosos amigos. Antes, empero, debía salvaguardar la delicada estrategia todavía no del todo consolidada y, sobre todo, asegurar la protección de su más importante garganta profunda, un alto funcionario en las oficinas parisinas de la Unesco.

Pero las buenas intenciones de Antonelli se hicieron añicos a mediados de 2011, poco antes de la cita que había concertado con su particular topo, cuyo nombre, todavía hoy, conviene mantener en secreto. Tampoco me atrevo a decir las diabólicas medidas adoptadas por los conspiradores (y autorizadas personalmente por la directora general Irina Bokova, antigua miembro de la elite comunista búlgara) para asegurar el silencio definitivo del traidor; que cada uno se las imagine. Lo que sí puedo confirmar es que los conjurados de la Unesco conocían, antes incluso de la homilía del arzobispo de Córdoba, las filtraciones de su plan secreto. Menos se habría jactado Antonelli de contar con un espía en París si hubiera sabido que ellos, a su vez, contaban con algunos más en los palacios vaticanos, y no se trataba precisamente de personal subalterno. Ante la gravedad de la situación, Antonelli se vio obligado a exponer en todos sus detalles la magnitud del desastre al Papa. La detención de uno de los implicados, el mayordomo papal Paolo Gabriele, fue la reacción inmediata de la dirección eclesiástica, acusándole del robo de papeles confidenciales que desvelaban los trapos sucios de índole económica, el conocido Vatileaks. Pero ésa no era toda la verdad (sólo la que se veían obligados a revelar); en la estrategia que a la desesperada hubo de urdirse durante la primavera del año pasado, era necesario ocultar a los enemigos que la Iglesia conocía hasta qué punto habían minado sus estructuras directivas, ganar una tregua indispensable en esa soterrada guerra para reparar los daños sufridos. Antonelli dimitió en junio, alegando razones de edad (inverosímil excusa) y unos meses después (esto lo sabe todo el mundo) el propio Benedicto anunció su renuncia. Tal como estaba previsto, casi todos explicaron este inédito acto a que el anciano Papa se sentía incapaz de afrontar las reformas que exigía el escándalo del Vatileaks. Pero no, no era esa batalla la que temía, sino otra mucho más peligrosa y a la que había dedicado sus mayores esfuerzos doctrinales.

La reciente elección del Papa Francisco marca el cierre con éxito de la reestructuración vaticana de cara a la siguiente batalla contra el diabólico plan de la Unesco. Hacía falta un pastor de firmes y probadas convicciones sobre la función cristiana de la familia y acertadamente (como siempre) el Espíritu Santo hizo recaer la designación en el bonaerense. A estas alturas Bergoglio conoce ya en detalle las intenciones de los conspiradores parisinos (mis fuentes me aseguran que el propio Antonelli le puso en antecedentes durante las congregaciones cardenalicias previas) y está serenamente mentalizado para afrontar la ofensiva católica, de cuya suerte depende en no poca medida el futuro de nuestra especie. Cuando el pasado día 13 pidió a todos los reunidos en la plaza de San Pedro y a los cristianos televidentes que rezaran por él, muy pocos sabíamos cuánto ansiaba que esas oraciones inclinaran al Todopoderoso a concederle Su auxilio.

De más está decir que los papeles que pasó a Antonelli el funcionario de la Unesco hace ya tres años no han sido filtrados y se conservan a buen recaudo, sin que los intensos esfuerzos por recuperarlos de los conspiradores hayan tenido éxito hasta la fecha. Son, obviamente, un arma decisiva en esta trascendental guerra, pero han de usarse sólo a su debido tiempo, cuando haya garantías de que el golpe sea definitivo. Al leerlos, uno se asombra de la inmensa maldad e inteligencia de los artífices del Plan y, a la vez, comprende aterrado la calculada interrelación entre tantos hechos de los últimos años, inconexos en apariencia; con la precisión de un complejo mecanismo de relojería se han ido cubriendo las etapas previstas y lo que en un principio habría parecido impensable para los más ambiciosos conjurados en esta maquinación hoy es una realidad embrionaria. No puedo entrar en detalles pero no lo dudéis: si la Santa Iglesia no lo impide, en veinte años la mitad de nosotros seremos homosexuales. Hasta yo mismo, pese a la solidez de mis creencias, llego a veces a sorprenderme en actitud tolerante frente a las omnipresentes muestras de la antinatural aberración; e incluso, Dios me perdone, hasta complaciente.

   
Walk on the wild side - Lou Reed (Transformer, 1972)

domingo, 17 de marzo de 2013

Muerte desapercibida

Me entero por casualidad de que la pasada semana, el miércoles 6 de marzo, murió Alvin Lee; tenía 68 años. Para los de mi generación y hermanos mayores no hace falta decir quién fue, salvo que hayan pasado sus años de adolescencia y juventud sordos o ajenos al proceso durante el cual el rock se hizo adulto. Me refiero, claro, a lo que se dio en llamar la invasión británica, una numerosísima pléyade de chavales, niños de la posguerra, que redescubren el rythm & blues (en especial a los negros de Chicago y sus grabaciones de la Chess Records) y se desmelenan y electrifican. No acabaríamos si nos pusiéramos a hacer una lista de todos esos músicos y de los grupos que formaron, así como de los fantásticos temas que compusieron e interpretaron. Uno de ellos fue Alvin Lee, el guitarrista y líder del mítico Ten Years After.

Mi primer encuentro con los Ten Years After fue hacia el 74, cuando el grupo se acababa de disolver (es que no soy tan mayor), y no a través de ninguno de sus discos sino por el famosísimo concierto de Woodstock, aquellos tres días de paz y música de agosto del 69, culmen y en cierto modo acta de defunción del movimiento hippie. En ese festival tocaron I'm going home, tema del propio Lee, cuya frenética y excesiva guitarra me anonadaron desde la primera vez que lo escuché. Luego, durante los siguientes años, me fui poniendo al día con los viejos vinilos de la banda y también siguiendo los sucesivos trabajos de Alvin, al menos hasta finales de los ochenta (con motivo de su muerte descubro que publicó el año pasado un último CD, cuyo título, Still on the Road to Freedom alude a aquél que hizo con el rockero predicador Mylon LeFevre).

   
I'm going home - Ten Years After (Woodstock: Music from the Original Soundtrack and More, 1970)

La muerte de Alvin Lee sería una buena excusa para escribir sobre su música y la relación que con la misma he mantenido. Ciertamente, estos tres últimos días he aprovechado los ratos libres para revisar la docena de álbumes que tengo digitalizados (incluyendo los de Ten Years After) y corroborar que el tío era de los buenos y que me sigue gustando tanto como cuando era un crío que descubría y se apasionaba por el blues eléctrico. Pero, aunque me vienen algunos recuerdos pertinentes, no me voy a enrollar al respecto; hay en internet multitud de información sobre este hombre para quien tenga interés. El motivo de este post es dejar constancia de mi desconcierto ante la poca relevancia mediática que ha tenido la noticia de su fallecimiento. ¿Habrá tenido algo que ver que el día anterior había muerto Chávez?

He rebuscado bastante rato en internet y prácticamente nadie añade nada al comunicado de la familia a través de la página web del músico, que parece que es la única fuente primaria de la noticia. El texto, firmado por su hija (Jasmine), su pareja (Evi) y su ex-pareja (Suzanne), reza lo siguiente: "Con gran tristeza, tenemos que anunciar que Alvin falleció inesperadamente esta madrugada debido a complicaciones imprevistas tras un procedimiento quirúrgico de rutina. Hemos perdido a un maravilloso y muy amado padre y compañero. El mundo ha perdido a un músico de verdadera grandeza y talento". Unos días después, en la misma web se publicó una breve reseña biográfica en la que se amplía algo más la noticia: "Había ingresado en un hospital en España, donde vivía, para un procedimiento quirúrgico rutinario para su arritmia auricular, pero murió debido a complicaciones imprevistas". Por cierto, gracias a La Vanguardia me entero de que era en Estepona donde Alvin Lee residía desde hace algunos años. ¡Y yo sin saberlo! Menos mal que no soy excesivamente mitómano, que si no estaría tirándome de los pelos por no haberme dado un salto a la caza del autógrafo.

¿Procedimiento quirúrgico de rutina? Suena raro, la verdad. Si se trataba de una arritmia auricular, cabe suponer que la operación era para implantarle un marcapasos, que es una intervención normalmente ambulatoria con muy bajo nivel de riesgo y remotísimo de complicaciones tan graves que acaben en muerte. Por supuesto, no he encontrado ninguna explicación del hospital (ni siquiera sé cuál fue) que ante una muerte tan inesperada habrá de darla. ¿O acaso no era una intervención rutinaria? Reconozco que últimamente estoy algo suspicaz con las muertes misteriosas.

En todo caso, lo curioso es el poco eco que ha tenido la noticia. No era desde luego tan famoso (ni hortera) como Michael Jackson o Amy Winehouse, pero le corresponde un puesto más que prominente en la música popular del último medio siglo. La cobertura de la prensa nacional ha sido lamentable, y eso que vivía y murió en nuestro país. El País trae en su edición del día 6 un breve obituario firmado por el sempiterno Diego Manrique en el que aprovecha para hacer un breve repaso de la carrera del músico, pero se limita a citar la fuente "oficial". ABC y La Razón todavía son más breves y también citan la misma fuente. El Mundo y Público ni siquiera reseñan el suceso. La Vanguardia, ya lo he dicho, es el único que informa de que vivía en Estepona, aunque tampoco dice que allí muriera. En cuanto a los medios foráneos, en especial los anglosajones, más o menos lo mismo, con el añadido de declaraciones de sus múltiples compañeros de una vida larga y prolífica.

En fin, que muy rara tanta discreción, tanto pasar de puntillas por esta noticia triste. Probablemente se deba a la voluntad de su familia, no sé. Habrá que esperar que empiecen ahora los homenajes póstumos y, quizá, nos enteremos de algunos detalles de este irse tan silencioso de uno de los grandes guitarristas del rock. Que este post sea mi pequeño tributo e ínfima contribución para que esta muerte no quede tan injustamente desapercibida.

   
I'd love to change the world - Ten Years After (A Space in Time, 1971)

Este tema con el que cierro el post es probablemente el más popular del grupo y toda una declaración que es casi imposible no compartir: me encantaría cambiar el mundo. La letra expresa el desconcierto ante el estado del planeta en los principios de los setenta, desconcierto que imagino que Alvin no terminaría de erradicar. La música, de balada rock que enlaza con algunos otros temas míticos (alguno de los Zeppelin, por ejemplo), es hipnótica y en ella destaca brillantemente la lead guitar de Lee. Era bueno el tío. 

jueves, 14 de marzo de 2013

Historia etimológica de las explosiones

En tiempos de los romanos no había explosiones o al menos eso cabe deducir de que no tuvieran una palabra para nombrarlas. Como es sabido, las cosas no existen hasta que el hombre, rey del universo, las nombra, ejerciendo con dicho acto su función de creador vicario, delegada por los propios dioses. Ahora bien, una explosión es la liberación brusca de mucha energía con desprendimiento de calor, luz y gases, acompañada de gran estruendo y la rotura del recipiente que la contiene. Explosiones naturales son las erupciones volcánicas, y los romanos vivieron y documentaron la famosa del Vesubio en el año 79, de la cual dejó constancia Plinio el Joven en una conocida carta (recuerdo que era uno de los textos para traducir en cuarto de bachillerato) en homenaje a su tío que la palmó por acercarse demasiado. Curiosamente, pese a que este volcán napolitano adjetiva las erupciones explosivas, Plinio no emplea en su epístola ningún término que emparentemos etimológicamente con nuestra actual palabra castellana. Tampoco usa el verbo latino erumpere, del que deriva nuestro sustantivo erupción, probablemente porque aunque su significado –"precipitarse afuera"– fuera bastante apropiado para describir lo que hacía el Vesubio, lo reservaban para acciones de seres animados. Al fin y al cabo, las erupciones no eran cosa frecuente.

Mucho después, con nuestro idioma romance ya pasada la adolescencia, las tropas de Alfonso XI conocen en carne propia los efectos del primer explosivo elaborado por los humanos: los moros sitiados en Algeciras (1342-1344) responden a los bolaños de piedra lanzados por los trabucos cristianos con pellas de fierro disparadas con gran estruendo. La Crónica de Alfonso XI deja testimonio del estupor aterrorizado de los castellanos ante estas primeras armas de fuego: «Et otrosi muchas pellas de fierro que les lanzaban con truenos, de que los omes avían muy grand espanto, ca en cualquier miembro del ome que diese, levábalo á cércen, como si ge lo cortasen con cochiello: et quanto quiera poco que ome fuese ferido dellas, luego era muerto, et non avia cerugia nenguna que le podiese aprovechar: lo uno porque venia ardiendo como fuego, et lo otro porque los polvos con que la lanzaban eran de tal natura, que quálquier llaga que ficiesen, luego era el omé muerto; et venia tan recia, que pasaba a un ome con todas sus armas». A partir de ahí, la pólvora se convirtió en el explosivo por excelencia, si no el único, hasta bien avanzado el siglo XIX, tanto como propulsor de las balas de las nuevas armas de fuego como, en el ámbito civil, para el aprovechamiento de los recursos mineros. Es decir, que los castellanohablantes tuvieron nada menos que medio milenio para oír y ver explosiones.

Sin embargo la palabra explosión no es recogida en el primer diccionario de la Real Academia, de 1780. Piénsese que cuando esa obra se publicó, la Academia tenía ya la friolera de 67 años de existencia; es decir, que tiempo habían tenido para revisar el corpus lexicográfico del español del siglo XVIII y, por tanto, la ausencia de nuestra palabra me hace sospechar que, aunque se empleara, no estaba lo suficientemente asentada en el idioma para que aquellas primeras generaciones de académicos la juzgaran digna del primer diccionario. Pero solo once años después, en la tercera edición, se admite el sustantivo. La edición más antigua que he podido consultar (disponible en internet) es la de 1817 (la quinta) y no creo que sea demasiado aventurado suponer que la definición que en ella aparece sea parecida a la original de un cuarto de siglo antes. Así, explosión para los académicos de principios del XIX es "la acción con que el aire comprimido o algún cuerpo inflamado rompe violentamente y con estruendo al que lo contiene". Con ligeras variaciones, más o menos el mismo significado que se mantiene dos siglos después, pero con una nota diferencial importante y es que en el diccionario de principios del XIX se señala que se trata de una voz proveniente de la física.

De otra parte, en el interesantísimo Corpus del Nuevo Diccionario Histórico del Español que mantiene la RAE, la primera referencia documentada al vocablo explosión aparece en una carta de José Celestino Mutis, el célebre botánico del XVIII. Se me ocurre, por tanto, que es probable que el término surgiera vinculado al feraz florecimiento de las ciencias naturales de la mano de la Ilustración, limitado su uso al principio a aquellos primeros científicos de curiosidad omnívora. Mutis habla de una explosión florística, pocos años después Carlos Andrés se refiere a explosiones eléctricas, Jovellanos, en 1806, alude a la eventual explosión de un polvorín, enseguida la palabra se aplica a los volcanes y ya muy avanzado el siglo XIX se documenta el uso del término para las violentas expresiones humanas (explosión de risas, de vivas y palmadas, de gritos, silbidos, injurias y elogios, de cólera). Advertido por Corominas, consulto en la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes una obrita de Capmany con el atrayente título "Filosofía de la elocuencia" (1776) que parece probar el origen del término restringido a los lenguajes técnicos, si bien para entonces algunos ya empezaban a emplearlo para expresar manifestaciones de estados de ánimo, en vez del más usual desahogo. Parece pues que la castellanización del original latino (explosio, onis) no se habría producido en la península, sino que habría sido adoptada por nuestros primeros ilustrados directamente del francés. Si así ocurrió, no deja de ser curioso que la traslación semántica del vocablo romano haya seguido el camino inverso al que, creo, es el habitual; me refiero a que normalmente una palabra referida a hechos naturales amplía su significado para describir acciones o estados del hombre y sin embargo en este caso habría sido al revés. Así, quienes necesitaron nombrar los fenómenos explosivos optaron por el que describe en latín la acción de expulsar ruidosamente, mediante pataleos y abucheos, a personas o animales (explodere deriva de plaudere, aplaudir). Asumida la palabra en nuestra lengua para las erupciones volcánicas, estallidos artilleros, voladuras mineras y análogos actos físicos a través de estos azarosos vericuetos, pasaría luego, con no pocas resistencias de los puristas, a describir expresiones violentas del espíritu humano.

Así las cosas, algunos años después de que comience a emplearse en nuestra lengua la palabra explosión, aparece, también tomada del francés, el verbo explotar, pero sin que guarde ninguna relación ni etimológica ni semántica. Proviene en este caso del latino explicare (desplegar, desenredar, desarrollar) que en todos los romances derivó al natural sentido de explicar pero que, al menos en francés, además se bifurcó para formar exploiter, con el significado de "sacar provecho de algo o de alguien". Sería cuestión de averiguar si este verbo se consolidó en francés por evolución natural del latín (por ejemplo, si aparece en textos de la Alta Edad Media), pero lo que no tiene dudas es que ya en el XVII estaba más que asentado y casi podía considerarse una palabra de moda, en especial durante la prevalencia del mercantilismo como mantra económico y la obsesión políticamente correcta de explotar intensivamente los recursos. La revolución industrial pondría de manifiesto que también los seres humanos eran recursos y por tanto susceptibles de ser explotados, lo que poco a poco iría creando la desagradable acepción de "utilizar en provecho propio, por lo general de un modo abusivo, las cualidades o sentimientos de una persona". La cosa quedó consagrada con Marx, quien estableció la explotación del trabajador como una de las condiciones intrínsecas del capitalismo; digamos de paso que la palabra alemana que aparece en Das Kapital es exploitation, la misma etimología latina y probablemente también un galicismo para los tedescos.

Como ocurre siempre que aparecen nuevas palabras (y más si provienen de idiomas foráneos) no pocas voces se alzaron contra este verbo, argumentando que bastantes vocablos teníamos ya en castellano para expresar esta idea (aprovechar, beneficiarse, sacar partido, etc). En su Diccionario de galicismos (1840), el venezolano Rafael María Balart desaconseja su uso y propone para ciertos sentidos el vocablo socaliñar, muy expresivo, es verdad, pero que hoy ha caído en el más desolador abandono. Naturalmente, ningún efecto tuvieron tales quejas en evitar el arraigo del galicismo que, por ejemplo, es usado por Larra en 1836 (primera cita cronológica documentada en el Corpus). Desde luego, el sustantivo que corresponde a la "acción y efecto" de explotar, que empezó a popularizarse en nuestro idioma simultáneamente, es explotación. En la undécima edición del Diccionario (1869) la Academia admite verbo y adjetivo, indicio casi probatorio de que para esas fechas ambos términos estaban más que enraizados entre nuestros abuelos.

Mientras tanto, las explosiones seguían y a punto estaban de ser más potentes con la invención de la dinamita. Pienso que, a falta de un verbo del mismo lexema, lo que hacían los artilleros o los mineros se diría estallar, vocablo que habita el castellano desde su infancia y que deriva de astilla. De hecho, encuentro ejemplos de esta acepción en citas del XVII, asociadas a tormentas estruendosas y a movimientos sociales ("estalló la revolución"). Pero es más que probable que los profesionales de los explosivos no se sintieran muy a gusto provocando estallidos y, con absoluta lógica lingüística, crearon un nuevo verbo a partir del sustantivo específico disponible: explosionar. Sin embargo, aunque estoy bastante convencido de que este término debía emplearse al menos desde el último tercio del XIX, no parece que tuviera apenas arraigo en habla popular. Bien es verdad que era fea palabra, y que además no resultaba muy necesaria. Al fin y al cabo, con el hacer explotar se resolvían bien la mayoría de las frases.

Sin embargo, probablemente también hacia las últimas décadas del XIX, empezó a calar la acepción del ya arraigado explotar como "hacer explosión". Si los puristas se habían escandalizado años antes por la admisión del galicismo, imagínense su indignación ante esta abusiva ampliación semántica. Se trataba, en efecto, de un barbarismo en toda regla que, con motivos más que fundados, fue repetidamente denunciado por lo menos hasta los años cuarenta del siglo pasado. He encontrado hasta cinco muestras de estas protestas, todas de eruditos de principios del XX preocupados por la corrección de nuestra lengua. La primera procede de un lexicógrafo célebre, Miguel de Toro y Gisbert, un granadino trasladado muy joven a París y que en 1912 publicó el diccionario Larousse, con vistas, según sus propias palabras, a enriquecer el de la Academia. En dicha obra, registra en la entrada explotar, como barbarismo, la acepción de "hacer explosión", que ejemplifica con "la dinamita explota facilmente". La segunda crítica proviene del cervantista asturiano Emilio Cotarelo, activo académico fundador del Boletín de la RAE que todavía hoy sigue publicándose. En 1916, justamente en dicho Boletín, ya desaprueba la cada vez más frecuente y bárbara acepción de explotar. Gustavo Lemos, el más reconocido filólogo ecuatoriano, reconoce en su Barbarismos fonéticos del Ecuador de 1922 que se usa en ese país en el sentido equivalente al substantivo explosión. En 1928, para presentarlo a la exposición iberoamericana de Sevilla (la de 1929, de tanta importancia para la capital andaluza), José Toribio Medina, uno de los más notables historiógrafos americanos, publica el ensayo Chilenismos: apuntes lexicográficos. Allí recoge el significado de explotar como "estallar, reventar, hacer explosión", pero advirtiendo que se trata de una incorrección. Finalmente, me topo con la misma posición en otro hispanoamericano, el guatemalteco Lisandro Sandoval, un ingeniero militar metido a gramático que escribe una Semántica guatemalense en la ya tardía fecha de 1941, donde todavía sigue sosteniendo que "la bomba explotó" es proposición incorrecta y debe substituirse por "la bomba estalló, reventó, restalló".

Pero nada pueden los "defensores" del lenguaje contra los embates de los bárbaros y la Academia hubo de rendirse en 1970 e incluir en el suplemento a la decimonovena edición de su diccionario este significado, si bien no como una cuarta acepción de las ya reconocidas, sino en entrada independiente, y así se mantiene hasta la fecha. Estaría bien que alguien con mayores conocimientos de lexicografía me aclarara qué significa esta separación; se me ocurre interpretarla como que los académicos, aceptándola a regañadientes, quisieron dejar constancia que, pese a su identidad morfológica, se trata de una palabra distinta a la previamente existente. Sin duda pasaron un mal trago aquellos señores (pero es que para ocupar uno de esos sillones hay que acostumbrarse a ello) y quizá lo compensaron introduciendo en la edición principal de ese año el verbo explosionar al que, además, remiten el significado de explotar. Es decir (y todavía hasta hoy), explotar significa explosionar y explosionar, hacer explosión. Nos informa María Moliner en su estupendo Diccionario de uso del español que cuando se discutía sobre la admisión de explotar distintas personas se dirigieron a la Academia para comunicarle que el verbo explosionar tenía ya un uso consagrado en ciertas técnicas (artillería, minería y otras disciplinas afines). No sirvieron estas cartas para impedir la entrada de explotar aunque sí contribuirían a dejar constancia de su origen bastardo.

Desde antes del 70, fecha del bautismo legitimador, yo ya hablaba con aceptable corrección el castellano e incluso disfrutaba redactando cuentitos y narraciones varias. Estoy seguro de que alguna vez habré escrito (y más pronunciado) la palabra explotar en el sentido de estallar, completamente ignorante de que contribuía a consolidar un barbarismo. Ciertamente, en el español que aprendí de niño, aunque no estuviera aceptada por la RAE, explotar estaba ya más que arraigada. Buscando en el Corpus del Nuevo Diccionario Histórico del Español compruebo que esta acepción empieza a emplearse a partir de los años cuarenta. Alejandro Casona escribe "el día que explotó el grisú en la mina" en La dama del alba (1944); Arturo Barea, en el tercer tomo de La forja de un rebelde (1944) dice que "...aún escuchaban explotar las bombas y retemblar la tierra profunda que rodeaba el cemento". Barrunto que el impulso semántico de la palabra hasta alcanzar su preponderancia pudo deberse a las impresiones de la segunda guerra y, especialmente, al estupor de las explosiones atómicas. Tengo un libro bastante estropeado proveniente de la biblioteca de mi padre, La energía nuclear que escribió un jesuita astrónomo en 1954, el padre Ignacio Puig, quien creo que fue uno de los más famosos divulgadores de la época; pues bien, el buen señor nos informa que "algunos explosivos, llamados detonadores, al explotar producen vibraciones atómicas". Levantada la veda, ya casi todo empezó a explotar y poco a poco dejó de estallar, reventar o cualquier otro sinónimo. De ahí a que nos convenzamos, con buena lógica, de que explosión es la acción de explotar, aunque para ello hayamos de admitir que hay otro explotar cuya acción se expresa mediante la palabra explotación.

Naturalmente, la apoteosis de explotar con la consiguiente apropiación del sustantivo que la precedió como derivado, genera el desprecio inmisericorde de explosionar que, ciertamente, nos parece una fea palabra. Pero imaginemos por un momento que nunca se hubiera producido la inverosímil pirueta semántica de atribuir a un vocablo un significado que nada tenía que ver con el propio y que, por tanto, explotar no equivaliese a hacer explosión; entonces, si alguien dijera "ha explotado una bomba" nos parecería una barrabasada análoga a "fue sorprendido en fragante delito". Por la misma razón, en tal caso quizá tampoco nos sonara tan mal explosionar, de modo análogo a como no lo hace fusionar. Pero, a estas alturas, las vicisitudes etimológicas ya no importan nada, meras curiosidades evanescentes.

   
Palabras como cuerpos - Joaquín Sabina (Inventario, 1978)

miércoles, 13 de marzo de 2013

Habemus Papam

Pues me he tragado en directo la fumata blanca, la hora de espera y el show de la loggia, incluyendo la indulgencia plenaria que, creo, es la primera vez en mi vida que la recibo (me considero, sin falsa modestia, un hombre de buena voluntad). Sorpresa absoluta: no ha sido el arzobispo de Milán, ni el brasileño de Sao Paulo ni el canadiense francófono; supongo que con el tiempo se irán conociendo los azarosos vericuetos de las votaciones, las intrigas y cálculos de los cardenales electores y las demás circunstancias de que se ha valido el Espíritu Santo para designar al nuevo sucesor de Pedro.

En fin, se trata de un argentino hijo de italianos, nacido en Buenos Aires en diciembre del 36, así que tiene ya 76 años, no precisamente joven como apostaban muchos de los expertos vaticanistas. Además es jesuita y, para mi asombro, el primero de la orden de Iñigo de Loyola, que ahora ya tienen, además del negro, Papa blanco. También es el primer sumo pontífice hispanoamericano, que ya era hora, máxime cuando allí habita el cuarenta y pico por ciento de los católicos. Será agradable oír la voz del Papa en nuestro idioma sin los ásperos acentos polacos y alemanes.

Se llamará Francisco y será también el primero con ese nombre. Sabido es que la elección del nombre encierra una declaración de intenciones, que en este caso hay que buscar en la advocación al santo correspondiente. Pero ¿cuál? ¿il poverello d'Assisi o el misionero navarro? Su pertenencia a los jesuitas hace pensar que alude al de Xavier, hombre enérgico, de intensa acción evangelizadora bajo el espíritu intolerante de la Contrarreforma. Pero quizá haya pensado en el santo de la Umbría, uno de mis favoritos y muy querido por los italianos, quien tanto incomodó al Papado en vida y mucho más cuando ya muerto su ejemplo dio origen a varias herejías. Más requiere la Iglesia, en mi opinión, al de Asís que al de Javier, aunque dificílmente sobreviviría el primero en el Vaticano. Mientras escribo, con la tele de fondo, escucho algunos comentaristas que dan por sentado que el nombre del nuevo Papa es en homenaje al santo italiano; habrá que esperar que él mismo lo confirme. Cabe también que haya querido conjugar las dos figuras, si bien son tan distintas que parece difícil.

Lo cierto es que me ha gustado durante los breves minutos en que se ha mostrado en el balcón de la plaza de San Pedro. Ha hablado con dulzura y sencillez, sin asomo de arrogancia ni acartonamiento. Vaya usted a saber qué tanto de esa imagen será fingimiento aprendido durante los ya muchos años de ser una figura pública, pero a mí al menos me ha convencido. Incluso me ha traído el recuerdo del bondadoso y bienintencionado Albino Luciani, quien en su brevísimo pontificado se hizo popular por su calidez y capacidad comunicativa. El tono y contenido de las palabras del nuevo Papa han sido también ejemplo de cercanía. Confiemos que esas cualidades no le deparen el mismo destino que a Juan Pablo I.

Imagino que esta breve aparición ante los fieles de su diócesis (es lo que se dice, ya que es obispo de Roma, pero la verdad es que apuesto a que la mayoría de quienes integraban esa multitud no eran romanos) habrá encendido ilusiones entre tantos católicos que creen que la Iglesia debe ser reformada en profundidad. Yo, pese a mi buena impresión inicial, soy más cauto y hasta algo escéptico. En todo caso, nada sé de este hombre salvo las notas superficiales que he consultado sobre la marcha y que, la verdad, tampoco es que me den base para el entusiasmo. Calló durante la dictadura argentina y parece que es bastante conservador en cuanto a la doctrina (en especial en relación con temas polémicos como el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, etc). Pero, de otra parte, se le atribuye una gran preocupación por la justicia social y una probada humildad (por ejemplo, los rumores sobre el cónclave anterior dicen que podría haber sido elegido entonces si no fuera porque él mismo, visiblemente emocionado, pidió a los cardenales que no lo votaran).

Por cierto, este nuevo Papa hace el ordinal 112 en la relación del Lignum vitae, las famosas y apócrifas profecías de San Malaquías y, por tanto, debería haberse llamado Pedro (el Romano), que habrá de ser quien en la última persecución de la Santa Iglesia hará pacer a sus ovejas entre muchas tribulaciones, tras las cuales la ciudad de las siete colinas será derruida y el juez tremendo juzgará al pueblo. O sea, el último Papa antes del Fin.

sábado, 9 de marzo de 2013

Posicionándome

a Vanbrugh, que (temo) será el único que se lea este tostonazo

En la entrada precedente empleé la fea palabra posicionarse, lo que me mereció un Tu quoque recriminatorio de Lansky. Admití enseguida que ese verbo me disgustaba y me justifiqué alegando que era la palabra que con más precisión expresa lo que quería decir. Naturalmente, esa excusa, como cualquiera, no era toda la verdad. Sí es cierto que escribí posicionarse porque su significado califica con bastante exactitud lo que en mi (poco fundada) opinión llevaba un tiempo haciendo el vicepresidente venezolano, pero también lo es que no me paré a pensar expresiones alternativas que eludieran el palabro. Es más, ni siquiera me había dado cuenta de que se me había colado hasta que Lansky me lo hizo notar, lo cual es síntoma significativo de que, siquiera subsconcientemente, ya estoy "abdicando" (como diría Vanbrugh) no sé si de sólidos principios lingüísticos pero sí al menos de unos criterios estéticos que mucho tienen que ver con el aprecio y respeto por nuestro idioma.

Añadí también en mi pobre comentario exculpatorio que la palabreja constaba en el diccionario de la RAE, lo que quizá fue el detonante para que Vanbrugh me asaeteara inclemente para dejar claro que la admisión de un término por los académicos no es motivo para darlo por válido cuando no lo es. Conste que no justifiqué, porque no lo pienso, la pertinencia de posicionarse sólo por constar en nuestro diccionario de referencia. De hecho, fue una alusión incidental precedida de un aunque que no pretendía insinuar la legitimidad del término pese a su fealdad sino justamente que la Academia admite palabras que no me gustan. Y a mi modo de ver, en los últimos años lo viene haciendo en demasía, sembrándome la duda de si tan respetables señores han relajado en exceso sus criterios o soy yo quien con la edad estoy sufriendo algún proceso de esclerosis estética en relación al lenguaje.

En todo caso, comparto con Vanbrugh que la inclusión de una palabra en el diccionario no es razón suficiente para que un "hablante medianamente culto" la emplee. Si así fuera, se trataría de un argumento de autoridad, a los que se recurre cuando no se tienen ganas o capacidad para sustentar las correspondientes tesis. Ahora bien, no es posible evitar los argumentos de autoridad, por la sencilla razón de que no tenemos ni tiempo ni medios para basar todas nuestras premisas en razonamientos propios; en un escenario caricaturesco, ello equivaldría a que cada ser humano se construyera autónomamente todo su sistema de creencias y conocimientos. De hecho, cuando damos por sentado cualquier enunciado estamos asumiendo argumentos de autoridad que ni siquiera nos hacemos explícitos; sólo los cuestionamos cuando algo nos "chirría". Tal es el caso de posicionarse, que, comprobada su bendición académica, provoca en Vanbrugh el cuestionamiento de la presunta autoridad de los señores académicos.

Y es que, obviamente, la solidez de los argumentos de autoridad descansan en la confianza en la competencia de la persona (o institución) que los emite. Pero ya se sabe que la confianza es difícil de conseguir y muy fácil de perder, así que basta que quien tomábamos por autoridad válida en alguna materia nos revele alguna inconsistencia de su razonamiento para que se nos agriete la confianza en su juicio e incluso tendamos a generalizar la descalificación, con frecuencia injustamente. Algo así podría deducirse de la primera frase del comentario de Vanbrugh, la cual da pie a interpretar (de modo abusivo) que para él los académicos han perdido toda autoridad justamente por las abundantes muestras de comportamiento complaciente y poco riguroso. Yo, más tibio que nuestro amigo (y con mayor riesgo de ser vomitado), aún reconociendo que no me gustan muchas de las recientes decisiones de la RAE por parecidos motivos de coherencia, no he llegado todavía a desposeer a esos señores de autoridad en mi argumentario personal.

Ya lo dice Grillo en uno de sus comentarios: cuando un palabro popular tiene éxito, los académicos, tan serios ellos, tienen que tragar y aceptarlo. Y, en efecto, tal es la postura que defienden los propios académicos acerca de su función. De alguna manera, el diccionario vendría a ser un registro del idioma en ese momento histórico; en realidad, con un cierto atraso, porque se supone que ha de pasar algo de tiempo (cada vez menos, por lo que se ve) para que una palabra "nueva" pueda considerarse consolidada en el hablar. Aceptando que tal es la función del DRAE, resulta difícil negar que posicionarse (o posicionar) es una palabra más que consolidada en el español actual y, por tanto, bien habrían hecho los académicos al incluirla en el diccionario. Aún así, parece que estamos de acuerdo en que no nos gusta.

Pero, ¿por qué no nos gusta? Nuestros gustos no son caprichosos (o no siempre) sino consecuencia de algunas lógicas subyacentes que las más de las veces no nos molestamos en inquirir. Con su comentario Vanbrugh me ha obligado a hacerlo. Se me ocurrió, en una primera hipótesis, que lo que nos chirría es aquello que va contra las reglas internas del lenguaje, ésas que al empezar a hablar hacen suyas los niños y les llevan, por ejemplo, a conjugar erróneamente los verbos irregulares. Sin embargo, muchas irregularidades se explican por motivos fonéticos; es decir, que la forma regular fue sustituida precisamente porque no gustaba a los hablantes cómo sonaba. Claro que a estas alturas de consolidación de nuestro idioma viene a ser muy difícil discernir si la presunta cacofonía de la forma regular fosilizada estaba en el origen (de hecho, la mayoría de las irregularidades proceden del latín) o simplemente es que nos hemos acostumbrado a la palabra correcta. ¿A los primeros hablantes les disgustaba decir "la gallina ha ponido un huevo" y optaron por inventar un participio irregular? Pero entonces, ¿por qué no decimos "Maripuri ha tiesto un niño"? Cuando se curiosea en asuntos de gramática histórica, si bien se aprecian ciertas reglas que se repiten (muchas vinculadas a eufonías/cacofonías), su aplicación o no en los procesos evolutivos de cada término parece haber sido decidida por el azar.

   
Consejos para padres / La gallina dijo Eureka - Les Luthiers (Les Luthiers hacen muchas gracias de nada, 1980)

El comentario de Vanbrugh parece sugerir que el gusto personal en materia lingüística derivaría de los criterios "generales" que cada uno, conscientemente o no, se ha ido formando. Me parece una explicación brillante pero no me basta para suprimir completamente mis reservas de escepticismo; es decir, sigo dudando de que nuestro aprecio o rechazo por una palabra sea consecuencia de nuestros criterios propios, por más que estén fundados en "principios sólidos" o, por el contrario, construimos esos criterios para argumentar a posteriori lo que nos gusta o, sobre todo, lo que rechazamos. Probablemente (de nuevo mi vomitiva tibieza) tienda a inclinarme por una posición intermedia y ambigua: gustos y racionalizaciones de éste se van influyendo en los conocidos procesos circulares de feed-back, una rueda en movimiento continuo. Y puestos a cuantificar, tiendo a pensar que pesa más el sentido que va desde el gusto a los "principios" que el inverso. Al fin y al cabo, es lo que nos pasa con nuestros personales constructos ideológicos, que solemos argumentar en términos de sistema de valores el que justamente refuerza (y auto-legitima) nuestras emociones.

En el caso que nos ocupa, el principio que enuncia Vanbrugh, y que explicaría por qué posicionarse nos parece una palabra fea, es el siguiente: ningún sustantivo que provenga de un verbo debería poder dar lugar a un nuevo verbo. De esta regla deduce que, si se necesita un nuevo verbo relacionado con la palabra posición, hay que retroceder hacia poner (el verbo de la cual deriva) y no adelantar hacia una aberración como posicionar. El problema es que Vanbrugh no nos explica cómo derivamos del verbo poner otro verbo (no un sustantivo) que acote el campo semántico al más preciso significado del desagradable palabro. De hecho, ahí está el meollo del asunto, creo yo. Poner es uno de esos verbos primigenios de amplísimo significado (44 acepciones en el DRAE). Posición deriva de dicho verbo mediante el sufijo -ción, que es la forma habitual en castellano para construir los sustantivos que expresan la acción y/o el efecto del verbo correspondiente; así que nada extraño en este primer paso, salvo la irregularidad del lexema que, de no haber sido así, nos habría dado ponición. El DRAE, en efecto, señala que posición significa (segunda acepción) "acción de poner"; nótese, como curiosidad, que en este caso no es también, como suele ser habitual, el "efecto de poner" que, en castellano, se expresa con la palabra puesta. Sin embargo, ya casi nadie usa posición para expresar la acción de poner. Nótese por ejemplo que las frases "imitó a Rajoy" e "hizo una imitación de Rajoy" nos resultan intercambiables sin ningún esfuerzo, y en cambio "la gallina hizo la posición de un huevo" se nos presenta poco menos que incomprensible.

La primera acepción de posición según el DRAE es "el modo en que algo está puesto", que viene a ser sinónimo del vocablo postura. Me parece a mí, sin embargo, que esta acepción de posición es más amplia que la equivalente de postura, que yo al menos suelo usar referida a personas o, en todo caso, seres animados. En todo caso, si quisiéramos disponer de un verbo que acotara el significado genérico de poner al más específico de poner algo en una determinada posición, ¿cómo haríamos? La "regla" de Vanbrugh sería, entiendo, derivar el nuevo verbo de poner y, encontrado éste, sustantivizarlo. Creo que los mecanismos "normales" para generar estos verbos derivados son mediante el añadido al lexema del original de un prefijo con valor significante o de otra lexema diferente, en su mayoría adverbial. De hecho, hay no pocos verbos derivados de poner mediante prefijos: aponer, anteponer, componer, deponer, exponer, imponer, interponer, oponer, posponer, preponer (equivalente a anteponer), proponer, reponer, superponer, suponer, transponer (o trasponer), yuxtaponer y seguro que alguno más. He de hacer notar que la mayoría de estas derivaciones nos han llegado directamente del latín; es decir, que ya habían sido generadas por los romanos, lo que me hace pensar que no es un recurso usual para construir neologismos. Quizá (no lo tengo nada claro) sea más frecuente crear nuevos verbos combinando lexemas diferentes y se me ocurren a bote pronto maltratar, menospreciar y alguno más, pero ninguno para poner. En todo caso, estos mecanismos "canónicos" parecen tener bastantes limitaciones si lo que se pretende es crear un verbo derivado del original acotado a una de sus acepciones específicas (salvo que ésta encaje en el valor significante de alguno de los prefijos disponibles). A la espera de que Vanbrugh me lo sugiera, a mí no se me ocurre ninguna derivación de poner que nos dé un verbo cuyo significado sea el mismo que ha adquirido posicionar.

Con el "retroceso" que Vanbrugh propone puede también estar diciendo que una vez situados en el verbo original busquemos palabras que, con lexemas distintos, expresen con mayor precisión el significado que nos interesa. En el caso de poner, disponemos de dos verbos nada cacofónicos que, en principio, parecen plenamente idóneos para el fin pretendido: colocar(se) y situar(se). Los significados de ambos son prácticamente idénticos: poner a alguien o algo en un sitio (lugar, puesto, posición) preciso, con la diferencia de que colocar pareciera incorporar el matiz de que el sitio donde algo se coloca es el debido, el que le corresponde. Posicionar es, según el DRAE, "tomar posición", pero posición significa, al menos en la acepción de la cual deriva el feo verbo, el sitio o lugar, sea físico o inmaterial (por ejemplo, posición social). Luego, tomar posición vendría a ser equivalente a situar(se) o colocar(se). Así pues, ¿procede emplear los verbos colocar o situar en vez de posicionar? En principio, yo diría que sí. Si en la frase que escribí en el anterior post reemplazo el posicionarse por cualquiera de estos dos verbos sinónimos parece que no se altera lo que pretendía decir: "Maduro lleva ya tiempo maniobrando para situarse/colocarse en el futuro panorama político venezolano". Añado que, además de los citados, probablemente podrán encontrarse más verbos equivalentes en nuestro idioma; apunto a modo de ejemplo instalar y ubicar (éste poco empleado en España).

Ciertamente hay una ligerísima diferencia semántica entre ambas frases asociada al plano connotativo y que, me parece, es justamente la que da origen al término posicionar. Intuyo que posicionar tiene su génesis en el mundo del comercio, originado como tecnicismo para referirse a la actividad de colocar un producto en la percepción de los potenciales consumidores (y que esa percepción, claro está, sea positiva). Así, los publicistas habrían recurrido a una de las acepciones de posición que significa no sólo un lugar, sino un sitio específico en un marco de referencia ordenado. Cuando preguntamos en qué posición ha quedado un atleta, por ejemplo, va implícito que la respuesta es un número ordinal; pero si ese atleta no ha participado en la carrera, simplemente no está en ninguna posición. Por tanto, cuando los del departamento de marketing (aunque todavía no se llamara así) de una empresa querían que su nuevo producto pasara a ser considerado por la clientela, dirían que había que posicionarlo y, por supuesto, posicionarlo lo mejor posible. Como el posicionamiento de una marca no es otra cosa que la valoración perceptual que de la misma tienen los consumidores, barrunto que la traslación del tecnicismo al lenguaje común sucedería apoyándose en ese tinte subjetivo del nuevo verbo. Posicionar algo (o posicionarse alguien) vendría a diferenciarse de situar, ubicar, colocar o instalar en que llevaría implícito que el sitio en que se pone el algo o el alguien es un "lugar" en un sistema referencial ordenado y, además, goza de una valoración positiva. De ahí que posicionarse venga a incluir el conjunto de actos que uno realiza para instalarse en ese puesto dentro del sistema jerárquico. Nada habría impedido, desde luego, que para expresar estos matices se hubiera seguido usando cualquiera de los verbos ya citados, mejor arraigados en nuestro lenguaje, pero el éxito (supongo) del neologismo iría desprendiendo a aquéllos de esa acepción específica apropiándose de la misma con pretensiones de exclusividad. Fíjense, si no, qué bien entendemos lo que alguien quiere expresar cuando dice, por ejemplo, "ése está posicionándose de cara a las elecciones" y cómo el significado queda más ambiguo en la frase "ése está situándose de cara a las elecciones".

La pregunta a estas alturas es si debemos o no usar palabrejas como ésta. Mi posición (o posicionamiento) al respecto es que sí cuando el matiz diferencial semántico del palabro no puede conseguirse con otros términos más arraigados (y, consecuentemente, más agradables a nuestra sensibilidad lingüística). Claro que la valoración de si se puede o no conseguir no ha de hacerse desde nuestro punto de vista sino desde el del oyente. La aclaración me parece importante en especial para quienes podamos tender a pontificar sobre lo que deben entender los demás, despreciando lo que realmente entienden. Para mojarme con el caso concreto, creo que, como ya he dicho, podría haber escrito la misma frase con prácticamente idéntico significado si en vez de posicionar hubiera puesto cualquiera de los verbos ya citados. El mínimo matiz diferencial que eventualmente aporta el verbo posicionar no justifica a mi juicio emplearlo, contribuyendo de ese modo al afeamiento de nuestro idioma. Por tanto, confieso arrepentido mi pecado en el post precedente (si no lo corrijo es porque en tal caso dejaría de entenderse éste). Ahora bien, si la evolución en el uso del lenguaje hubiera llegado a un estado en el que el significado específico que porta el verbo posicionar no pudiera expresarse con suficiente precisión mediante otro verbo, entonces me parece que lo correcto sería emplearlo. No hemos alcazado ese punto, creo, pero me da que poco nos falta; de hecho, como ya he comentado, la inclusión del palabro en el DRAE es un síntoma no del poco caso que hay que hacerle sino, por el contrario, de que ha adquirido ya, en opinión de los académicos, un grado de consolidación notable.

Ahora bien, quiero volver sobre el criterio que propone Vanbrugh: "ningún sustantivo que provenga de un verbo debería poder dar lugar a un nuevo verbo", porque me ha hecho pasar un rato de entretenida reflexión. No sé de dónde ha deducido esa regla pero lo cierto es que resulta sugerente aunque tal vez un poco esotérica. Me pregunto si la máxima inversa también podría servir como guía para neologizar: "ningún verbo que provenga de un sustantivo debería dar lugar a un nuevo sustantivo". En todo caso, a bote pronto y quizá por que tengo el ánimo algo fúnebre, me viene a la mente que el sustantivo muerte (mors, mortis) que deriva del verbo morir (morire) da lugar a palabras tan asentadas y eufónicas como amortajar, amortiguar, amortizar y la preciosa pero en desuso amortecerse. Apuesto a que Vanbrugh no las descalifica, probablemente porque las ha hecho propias, pertenecientes a "su" lengua, un ámbito en el que posicionar tiene de momento vedado el ingreso.

Dice Vanbrugh que admitir estas derivadas significa dar paso libre a nuevas derivaciones en una espiral sin fin que se le antoja nauseabunda. Yo diría que exagera, que el propio idioma se ocupa de limitar los excesos, aunque sólo sea porque la brevedad silábica es uno de los genes dominantes en la evolución lingüística. Me da la impresión de que este proceso de segunda derivada al que responde posicionar requiere, para consolidarse, que la conveniencia o necesidad del nuevo significado sea suficientemente fuerte para vencer la resistencia del aumento de la complejidad fonética que trae consigo el nuevo palabro. De hecho, para desgracia de Vanbrugh, el siguiente paso ya ha sido dado (y también recogido en el DRAE) y así contamos con la todavía más espantosa posicionamiento. ¿Cabe esperar que por haber infringido el criterio que Vanbrugh nos aporta ha de venir a continuación una horripilante posicionamentar. Eso implicaría que se necesita precisar el campo semántico de posicionar de la misma manera que posicionar acotaba el de poner y, francamente, no veo cómo.

Mientras estoy escribiendo me viene otro contraejemplo a la regla vanbrughiana, que me parece mejor que el de morir. Se trata del verbo estar, de los más fundamentales en nuestra lengua. Pues bien, de estar derivan bastantes sustantivos (o adjetivos): estable, establo y estación, por ejemplo, y cada uno de ellos da lugar, en flagrante infracción del criterio de Vanbrugh, a tres estupendos verbos: estabilizar, estabular y estacionar, los cuales, a su vez generan tres nuevos sustantivos que no suelen chirriarnos: estabilización, estabulación y estacionamiento. Absolutamente similar a la secuencia ponerposiciónposicionarposicionamiento. Y, por cierto, dudo que nadie esté preocupado por una próxima aparición del vocablo estacionamentar, pongamos por caso.

Si, como me atrevo a sospechar, estabilizar, estabular o estacionar no le resultan desagradables a Vanbrugh (ni tampoco amortajar, amortiguar o amortizar), he de concluir que o su criterio no es tan sólido como proclama o que, en realidad, más que un criterio es un ingenioso constructo a posteriori para justificar que la palabra no es que no le guste porque le suena mal, sino que le suena mal porque contradice un pretendido principio del que no quiere abdicar. Naturalmente, puedo estar en un error pero, mientras no me convenzan de lo contrario, el comentario de Vanbrugh ha venido (además de regalarme una excusa para pasar un rato entretenido) a confirmarme la que era mi intuición previa: que más que nos gusten (o disgusten) las palabras por su grado de adecuación a nuestros criterios, elaboramos tales criterios para legitimar nuestros gustos (a veces con notable ingenio, como Vanbrugh, que contribuye poderosamente a reforzar su capacidad de convicción).

Pero entonces, si posicionar responde exactamente a la misma lógica que estacionar, ¿por qué la primera nos chirría y no lo hace la segunda? A falta de razones sólidas, oso sugerir la cutre explicación de que se debe a que estamos acostumbrados al segundo término, mientras que el primero ha hecho su aparición en nuestro universo lingüístico cuando éste ya estaba suficientemente armado (y, probablemente, algo rigidizado). De momento, tal es mi posicionamiento.

   
Mama nen - Pau Riba (Jo, la Donya i el Gripau, 1971)