jueves, 29 de octubre de 2015

El Concordato de 1979 (asuntos económicos 1)

Nota previa: En este breve repaso que estoy haciendo del documento que establece el marco jurídico básico de las relaciones entre el Estado español y la Iglesia Católica, debería referirme, antes de tratar el objeto de este post, a la segunda parte del segundo Acuerdo (asuntos culturales) y al tercero (asistencia religiosa a las fuerzas armadas y servicio militar de clérigos y religiosos). En cuanto a los asuntos culturales, la regulación, reducida a los artículos 15 y 16 del segundo Acuerdo, apenas tiene chicha: se limita a declarar que "la Iglesia reitera su voluntad de continuar poniendo al servicio de la sociedad su patrimonio histórico, artístico y documental, y concertará con el Estado las bases para hacer efectivos el interés común y la colaboración de ambas partes con el fin de preservar, dar a conocer y catalogar este patrimonio cultural en posesión de la Iglesia, de facilitar su contemplación y estudio, de lograr su mejor conservación e impedir cualquier clase de pérdidas, en el marco del artículo 46 de la Constitución". Naturalmente, no pone en cuestión el origen de ese patrimonio ni los métodos que para esgrimir su propiedad ha venido poniendo en práctica la Iglesia desde entonces, cuestiones sobre las que habría mucho que discutir. Tampoco concreta cómo se articulan esos loables objetivos comunes que a veces me parece (perdóneseme la demagogia) que podrían simplificarse en que el Estado paga la conservación y la Iglesia se embolsa los beneficios de la explotación. De otra parte, el tercer Acuerdo se limita a regular la institución del Vicariato Castrense, asunto que he de confesar que no me interesa en absoluto. Además establece que clérigos y religiosos, salvo Obispos y asimilados, están obligados a hacer la mili, lo que a estas alturas ha quedado obsoleto. Así pues, pasemos a centrarnos en el cuarto Acuerdo, éste sí muy relevante.

El Acuerdo sobre asuntos económicos partía de que el Estado no podía prolongar indefinidamente obligaciones jurídicas contraídas en el pasado con la Iglesia (es decir, mantenerla económicamente) y, por lo tanto, ésta se comprometía a lograr por sí misma los recursos suficientes para atender sus necesidades. Hasta que lograra este objetivo, el Estado se comprometía a consignar en los Presupuestos Generales la “adecuada dotación con carácter global y único y que se actualizará anualmente”. También se acordaba que el Estado podría asignar a la Iglesia un porcentaje de la recaudación impositiva (IRPF) siempre que el contribuyente manifieste expresamente su conformidad (la famosa casilla). El dinero ingresado por este concepto sustituirá al aportado directamente vía Presupuestos Generales pero, eso sí, en caso de no alcanzar la cantidad actualizada anualmente se completaría. Durante una primera etapa (hasta 1987), el Estado Español fue aportando cantidades anualmente crecientes (pasaron en números redondos de 40 a 80 millones de euros, lo que supuso un incremento anual de casi el 9% que no está nada mal, aunque bien es verdad que aquellos eran tiempos inflacionistas). En 1988 se acordó destinar un 0,5239% de la recaudación del IRPF pero se mantuvo un aportación directa vía presupuestos para complementar la pérdida de subvención total. Así, durante los dieciocho siguientes años, siguió creciendo la cantidad dinero público que recibía la Iglesia –aunque a tasas de actualización bastante más moderadas, entre el 2 y el 4%– hasta situarse en 2005 en torno a los 150 millones de euros. Conviene también señalar que en este periodo el dinero aportado voluntariamente por los contribuyentes representó por término medio algo más de las tres cuartas partes del total; es decir, el Estado complementó la aportación a la Iglesia con un poco menos del 25%. Finalmente, a partir de la legislatura de Zapatero, se acordó la fórmula que se mantiene en la actualidad y es que toda la aportación directa vendría directamente del IRPF de los contribuyentes que marcaran la casilla (sin complemento), pero subiendo el porcentaje al 7%. Los de la Conferencia Episcopal debieron negociar bien porque el primer año consiguieron una buena subida y desde entonces ha seguido al alza moderadamente. En 2013 recibió (con cargo a las declaraciones de 2012) en torno a 250 millones de euros. Para acabar este rollo de cifras, señalar que el Estado adelanta a la Iglesia parte de la futura recaudación; por ejemplo, en la reciente Ley de Presupuestos para 2016 se prevé que durante ese ejercicio el Estado pague 13,2 millones mensuales a cuenta.

En estos momentos, la Iglesia no recibe ninguna otra aportación pública directa con carácter general (no cuento, claro, las subvenciones que muchas de las instituciones vinculadas a la Iglesia pueden recibir por sus actuaciones de cualquier administración pública, ya que estas ayudas no lo son en tanto Iglesia Católica y también hay muchas otras instituciones que las reciben). Por tanto, no es verdad esa cifra que se repite tanto en los medios de que los españoles pagamos 10.000 millones de euros para financiar la Iglesia (más o menos un 1% del PIB). Las fuentes anticlericales que la han propagado mezclan conceptos que no pueden sumarse como, por ejemplo, los sueldos de los profesores de religión de los colegios públicos (en nada distintos como tales de los de matemáticas) o las subvenciones a los colegios religiosos concertados (en nada distintas a las que van a los colegios laicos concertados); incluso cuentan como pago del Estado lo que deja de ingresar éste por las exenciones fiscales de que goza la Iglesia, asunto que, en efecto, es más que discutible, pero que no puede sumarse alegremente. En otro orden de cosas, los defensores de la financiación pública de la Iglesia (o, al menos, de mantener el sistema actual) exponen que ni siquiera los 250 millones los paga el Estado sino sólo los contribuyentes que así lo eligen libremente. A mí éste me parece un argumento engañoso. Lo que se paga a la Iglesia sale, por supuesto de las arcas públicas que, a su vez, se nutren de los impuestos de los ciudadanos. Que nos dejen elegir el destino de un ridículo 0,7% de nuestros impuestos no cambia nada; ya me gustaría a mí que pudiéramos decidir a qué debe dedicarse lo que pagamos en un porcentaje bastante más significativo. En todo caso, es verdad que todo ciudadano tiene la opción (al menos en teoría) de que nada de su dinero vaya a financiar a la Iglesia; de hecho, la gran mayoría de los contribuyentes españoles (en torno a los dos tercios) es la que deciden escoger.

En todo caso, lo que me parecer relevante es que estamos lejos de haber alcanzado el compromiso que adquirió la Iglesia hace casi treinta y seis años: todavía ésta no logra por sí misma los recursos suficientes para atender sus necesidades. Aún cuando goza de significativas ventajas fiscales (las trataré más adelante) sigue requiriendo financiación pública para cubrir, según fuentes diocesanas, en torno al 25% de sus gastos. Lamentablemente, al objetivo declarado en 1979 no se le ponía plazo, por lo que, salvo que se revise el Concordato habrá que seguir asumiendo la continuidad sine die de la aportación estatal. Porque parece evidente que la Iglesia no va a esforzarse en ser autosuficiente. Si a través de sus otras fuentes incrementa sus ingresos lo que hará será aumentar los gastos en consonancia (gastos de interés social, no me entiendan mal los católicos) contando con los milloncejos del Estado con tendencia al alza. Eso es lo que haría cualquier organización, tenga o no ánimo de lucro. Bien es verdad que 250 M€ tampoco es una cantidad que asuste: apenas 5 o 6 euros por español al año o unos 30 si sólo los dividimos entre los contribuyentes que marcan la X correspondiente en la Declaración. Visto así, no debería costarle mucho a la Conferencia Episcopal convencer a esos señores de que ingresen todos los años esa pequeña aportación, para que el Estado disponga del 100% de sus impuestos. Sería un gesto congruente con lo que declararon en 1979: que anuncien que renuncian a la aportación pública y pidan directamente el dinero a los fieles. Lo veo, sobre todo, como una cuestión estética, de buen gusto. Naturalmente, eso no va a ocurrir y entonces habría que reclamar, también por razones estéticas y de congruencia (ya saben, eso del Estado aconfesional) que nuestros dirigentes acometieran la revisión del Concordato. Y en este aspecto no pido demasiado, simplemente que se ponga fecha al compromiso vacío que adquirió la Iglesia en 1979. No sé, pongamos cuatro años, durante los cuales se le podría seguir pasando dinero público (en cuantías decrecientes, para que se vea que va en serio) de modo que nuestros prelados se pongan las pilas en ajustar la contabilidad y lograr, les guste o no, la deseada autosuficiencia. Por supuesto que en ese hipotético (porque dudo mucho que se lleve a cabo) nuevo Concordato también habría que revisar el asunto de las exenciones fiscales, pero eso lo dejo para un próximo post.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Catequesis

Recordando un post de hace unos días, si almohada es para mí la palabra más bonita de nuestro idioma, esta otra, catequesis tengo que emplazarla entre las más feas; el traqueteo de las tres primeras sílabas (KTK) no me resulta nada agradable. Pero esa fonética da una pista decisiva sobre su origen etimológico: griego, evidentemente. Y sí, proviene del verbo heleno κατηχέω que viene a significar “resonar” y, por extensión, “enseñar a través del sonido, de la voz, oralmente”. De esta palabra griega viene no sólo catequesis, sino también catecúmeno, así como los términos derivados. Por tanto, en base a la etimología (y así fue exactamente en los orígenes del cristianismo), la catequesis es el ejercicio de la instrucción oral, el catequista el instructor, el catecúmeno el instruyendo y el catecumenado el periodo durante el cual catequista y catecúmeno ejercen la catequesis. Sólo hay que añadir a esta introducción etimológica que el término fue usado desde el principio casi exclusivamente con finalidad religiosa. Es decir, aunque en sentido estricto podría ser correcto llamar catequesis a la instrucción en materias como física, biología o idiomas, lo cierto es que no se usaba así. Y esta especialización de la palabra hacia la instrucción oral religiosa se ha mantenido hasta nuestros días, de modo tal que el verbo (catequizar) no requiere de objeto directo, a diferencia del más genérico enseñar: ¿qué enseñas? pero no ¿qué catequizas?

No sé si toda instrucción religiosa se denominaba catequesis pero lo que está claro es que a partir del siglo III, más o menos, el término fue apropiado en exclusiva por el cristianismo. En la tradición cristiana, desde la muerte de Jesús, los apóstoles se dedicaron a viajar para propagar su doctrina siguiendo las instrucciones del resucitado (“Id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”, Mt. 28, 19-20). Pero en esos primeros momentos no puede aún hablarse de catequesis; los apóstoles evangelizaban y convertían a la nueva doctrina (que, hasta Pablo, ni siquiera ellos tenían claro que fuera distinta del judaísmo) a todos los que se animaban a ello, y los bautizaban sin apenas pejiguerías. Tendrían que pasar entre cien y ciento veinte años desde la muerte de Cristo (para entonces Jerusalén había sido arrasada por Tito, harto de las rebeliones judías) hasta que algunos de los primeros Padres de la Iglesia (San Ireneo, entre otros) empezaron a plantear que sería conveniente un tiempo de preparación antes del bautismo en el que los candidatos fueran iniciados en la Palabra y dieran pruebas de su conversión. Sin duda, esta reclamación de mayores rigores en la admisión mucho tenía que ver con la proliferación de las primeras herejías (por ejemplo, a Ireneo le tocó enfrentarse a los gnósticos) que tantos problemas estaban dando en la cohesión interna de la joven institución. En paralelo, naturalmente, se fue “objetivando” la doctrina (y también seleccionando las fuentes aceptables de las que no lo eran) a fin de que en todas las partes del Imperio (al que de momento se limitaba la nueva religión) se contara lo mismo a los aspirantes.

Total, que entre finales del II y principios del III se consolida la institución del catecumenado en todas las provincias y queda fuertemente estructurada. Parece que había dos etapas: una primera llamada probación precatecumenal que podía durar unos tres años y en la que los “alumnos” se denominaban oyentes; y luego pasaban a ser elegidos en la siguiente etapa (probación catecumenal), de bastante menor duración (solía coincidir con la cuaresma), que culminaba en el bautismo. Orígenes (185-254) incluye también una fase siguiente que llama probación penitencial posbautismal, lo que parece sugerir –si hacemos la analogía con un contrato laboral actual– una especie de periodo de prueba: vale, ya eres cristiano, pero aún no nos fiamos del todo. Como es fácil de entender, el triunfo secular del cristianismo a partir de su oficialización por Constantino (y, sobre todo, después de Nicea) se tradujo en un aflojamiento del catecumenado. Para el siglo VI ya se había generalizado el bautismo de los recién nacidos (o casi) con lo que el catecumenado desapareció. O, para aceptar el punto de visto cristiano, la instrucción de los ya cristianos en la doctrina se concentró en la ceremonia de la Misa (la liturgia de la Palabra, previa a la Eucaristía) y, en especial, durante la cuaresma. A estas alturas, pocos cristianos saben el entronque histórico de la cuaresma con el viejo catecumenado. Desde que el cristianismo se convirtió en religión oficial y se generalizó el bautismo infantil, obviamente el catecumenado como tal quedó reservado a los adultos que querían convertirse (los que eran obligados a convertirse –los indios americanos, por ejemplo– creo que estaban exentos) y el término catequesis pasó poco a poco a referirse a la instrucción religiosa de los que ya eran cristianos (la inmensa mayoría). Por cierto, he de aclarar que el bautismo de los niños (sin necesidad de catecumenado, obviamente) fue admitido por los jerarcas cristianos desde los primeros tiempos, aunque mientras la religión no era mayoritaria los “ingresos” eran mayoritariamente de adultos. En todo caso, es muy interesante el cuestionamiento (herético, claro) del bautismo infantil: primero en el siglo V a cargo de un tipo singular, Pelagio, y mil años después y con consecuencias mucho más trágicas por los anabaptistas de Tomas Müntzer.

A partir pues de la Alta Edad Media, la catequesis pasó a entenderse en la Iglesia en el sentido amplio de instruir a los fieles en la Palabra de Dios (no voy a entrar ahora si la "instrucción" se limitaba a la doctrina divina o se "aprovechaba" para legitimar el poder secular y aborregar a la grey). Con tal alcance la definió el difunto Juan Pablo II en su exhortación apostólica Catechesi Tradendae (1979), en la que define catequesis como el "conjunto de esfuerzos realizados por la Iglesia para hacer discípulos, para ayudar a los hombres a creer que Jesús es el Hijo de Dios, a fin de que, mediante la fe, ellos tengan la vida en su nombre, para educarlos e instruirlos en esta vida y construir así el Cuerpo de Cristo". El Papa polaco va un poco más allá y establece que la catequesis, la sagrada misión de enseñar la doctrina de Cristo, es un deber pero también un derecho de la Iglesia. Derecho éste que, obviamente, le viene otorgado por el propio Dios, a pesar de lo cual su ejercicio es obstaculizado por muchos Estados. Ciertamente, en ese momento pensaba en los comunistas (aún no se había desmoronado el sistema que él tanto aborrecía), pero no puede dejarse de advertir que lo que estaba haciendo era reclamar frente a la comunidad internacional el derecho de la Iglesia de poder intervenir en la educación. Curiosamente, el mismo año en que hacía esta exhortación se había firmado el Concordato con España; es probable que lo que le reconocía nuestro Estado en esta materia estuviera en su mente como modelo extensible al resto de los países. En todo caso, es incuestionable que los católicos de bien creen honestamente que es su deber propagar la fe verdadera, convertir a los paganos y ateos para procurarles su salvación eterna (aunque hoy ya pocos lo admitan a cualquier precio, como antaño). Por eso es comprensible –sin necesidad de introducir consideraciones maliciosas– que la Iglesia, desde siempre, haya dedicado gran parte de sus esfuerzos a controlar y, a ser posible, organizar las instituciones educativas. Es de justicia decir también que en ese empeño no ha sido normalmente demasiado generosa con quienes planteaban enseñanzas que no le gustaban; no dieron muestras de la tolerancia que ahora, que distan mucho de estar en la situación preponderante de siglos pasados, reclaman a los Estados.

Ahora bien, aunque no pongo en duda que en sentido amplio toda actividad apostólica pueda denominarse catequesis, creo que su acepción más usual es más reducida. En mi opinión, lo que se entiende por catequesis sería una combinación de las dos primeras acepciones que para esta palabra recoge el DRAE: la instrucción en el contenido de una religión (la cristiana, en concreto) por medio de preguntas y respuestas. Y así llegamos a lo que, a mi juicio, es el elemento central de la catequesis, que no es otro que el catecismo (también con el mismo origen etimológico). Desde muy pronto (una vez desaparecida la época del catecumenado prebautismal), catequizar equivalió a "dar el catecismo", una instrucción elemental dirigida a los niños sobre los dogmas básicos, la vida de Jesús, las principales oraciones, etc. Pero también (sobre todo, diría yo) se pretendía fomentar en el crío una actitud piadosa y orientarlos hacia una vida honesta. Naturalmente, esos valores (piedad, honestidad, etc) se dibujaban desde la perspectiva cristiana, que en gran parte de su contenido no difiere de una ética casi universal. Sin embargo, siempre se aprovechaba la instrucción para infiltrar reglas de dudosa objetividad moral, dirigidas sutilmente a propiciar la aceptación por el educando del orden social consolidado en el cual, claro, la Iglesia ocupaba una posición privilegiada. Esta interesada mezcla de valores morales –no todos "neutros"– y de "información" –muy sesgada desde los intereses eclesiásticos– es, a mi juicio, la primera característica de la actividad catequética (esta palabra sí que espantosa) que históricamente ha desarrollado la Iglesia. Y. claro, visto desde una óptica actual, es también la primera crítica que ha de hacerse a la misma. No se quería enseñar, educar, sino como mucho instruir, en el sentido de que el católica interiorizara unas instrucciones de pensamiento y comportamiento. Por ello, en la evolución lingüística, el término adoctrinar que en su origen carecía de toda connotación –de hecho era sinónimo de catequizar: instruir en la doctrina cristiana– ha pasado a tenerla muy negativa en nuestros días.

A esa intención adoctrinadora de la catequesis (en el poco halagüeño sentido que hoy asignamos al término) contribuía en no poca medida la popular técnica de preguntas y respuestas tradicional de los catecismos. Intuitivamente, yo había pensado desde siempre que el invento era mérito de los jesuitas, probablemente por su fama de maquiavélicos y porque sabía que los dos más famosos autores españoles de catecismos –Astete y Ripalda– eran ambos de la orden de San Ignacio. Pero estaba equivocado pues resulta que ya en época catecumenal (o sea, durante el Imperio) se hacía la instrucción mediante el encadenamiento de preguntas breves que se acertaban con respuestas precisas. Ha de hacerse constar que el nuevo Catecismo de la Iglesia Católica que publicó el Vaticano en 1997 rompe completamente con ese estilo memorístico y recitativo en la instrucción de la doctrina, pero es un texto tan farragoso que me cuesta imaginar que se emplee en las escuelas. Lo cierto es que no tengo ni idea de cómo se catequiza hoy en día, pero sí puedo dar fe de que, cuando yo lo fui –hace ya medio siglo– se seguía manteniendo la misma técnica que practicaban los primeros cristianos. Lo cual hace pensar que, si bien no contribuía apenas a que el chiquillo entendiera lo que memorizaba, debía ser bastante eficaz en el objetivo de que interiorizara las pertinentes instrucciones sobre lo correcto e incorrecto, zanjando de raíz cualquier asomo de pensamiento crítico. En mi caso al menos no dejó de tener éxito porque aún hoy soy capaz de recitar de carrerilla eso de "¿Eres cristiano? Soy cristiano por la gracia de Dios. ¿Qué quiere decir cristiano? Cristiano quiere decir discípulo de Cristo. ¿Cómo nos hacemos cristianos? Nos hacemos cristianos por el Santo Bautismo. ¿Cuál es la señal del cristiano? La señal del cristiano es la Santa Cruz." Y así sucesivamente.

martes, 27 de octubre de 2015

El Concordato de 1979 (enseñanza)

El segundo Acuerdo es el que trata el asunto que, a raíz de la propuesta del PSOE, se ha puesto en estos días en el candelero. Me ha llamado la atención, de entrada, una frase de la introducción al texto articulado: “el Estado reconoce el derecho fundamental a la educación religiosa y ha suscrito pactos internacionales que garantizan el ejercicio de este derecho”. La Constitución, en efecto, reconoce el derecho a la educación como derecho fundamental (art.27) y luego añade que a los padres les asiste el derecho de que sus hijos reciban la educación religiosa y moral acorde con sus propias convicciones (tercer párrafo del mismo artículo). En mi opinión, calificar de fundamental este que es un derecho “derivado” me parece forzar un poquito la cosa. De otra parte, también es un derecho fundamental el de la libertad religiosa y del mismo, según la Ley Orgánica 7/1989 de Libertad Religiosa, este derecho fundamental se concreta en otros derechos (que, a mi juicio, también son “derivados” y no fundamentales) como el de “elegir para sí, y para los menores no emancipados e incapacitados, bajo su dependencia, dentro y fuera del ámbito escolar, la educación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Pero bueno, sea o no un derecho fundamental (yo creo que no), lo que parece bastante claro es que es un derecho reconocido en nuestro ordenamiento jurídico. Ahora bien, como han puesto de manifiesto varios autores el ejercicio de este derecho y, sobre todo, las medidas que debe adoptar el Estado (lo público) para garantizar su efectivo ejercicio, no es algo obvio.

De entrada, tengamos en cuenta que el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que “toda persona tiene derecho a la educación. La educación debe ser gratuita, al menos en lo concerniente a la instrucción elemental y fundamental. La instrucción elemental será obligatoria …” De ello se deriva ineludiblemente que el Estado tiene la obligación de garantizar (y financiar con los impuestos de todos) un sistema escolar que cubra las necesidades de educación del 100% de los niños. Ese sistema educativo, naturalmente, ha de tener un contenido de enseñanza concreto que -otro de los requisitos de la Declaración Universal- se dirija al “pleno desarrollo de la personalidad humana”. Habrá, por supuesto, quienes piensen que no puede haber pleno desarrollo sin contenidos religiosos, pero eso no está expresamente establecido. Por tanto, no me parece que el derecho constitucional de los padres a que sus hijos reciban educación religiosa acorde a sus convicciones traiga como consecuencia lógica que el Estado esté obligado a facilitarla. En cambio, lo que sí me parece que cabe concluir del citado derecho constitucional es que el Estado no puede imponer ningún tipo de educación religiosa o moral entre los contenidos obligatorios ni tampoco dar a las materias que estrictamente no son religiosas o morales enfoques que pudieran ir contra las convicciones religiosas o morales de los padres. Como algunos autores dicen, el derecho a la formación religiosa se erige en un límite a la potestad del Estado al regular el sistema educativo, obligándole a mantener una posición lo más neutra posible. Naturalmente, esto en la práctica puede no ser tan fácil, porque podría llevar al absurdo de reconocer el derecho de unos padres “creacionistas” a impedir que a sus hijos se les enseñe la Evolución; pero, afortunadamente, no parece que en España haya demasiados conflictos a este respecto.


Ahora bien, al margen de la discusión sobre si de la Constitución se desprende la obligación del Estado a incluir en el sistema educativo la formación religiosa (que yo creo que no) o, a senso contrario, si es constitucional que el Estado excluya del currículum evaluable la asignatura de religión (que yo creo que sí), lo cierto es que el Concordato es mucho más preciso y no deja lugar a dudas. El artículo 2º del Acuerdo que estoy comentando establece que “los planes educativos en los niveles de Educación Preescolar, de Educación General Básica (EGB) y de Bachillerato Unificado Polivalente (BUP) y Grados de Formación Profesional correspondientes a los alumnos de las mismas edades, incluirán la enseñanza de la religión católica en todos los Centros de Educación, en condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales”. Más adelante añade que, “por respeto a la libertad de conciencia, dicha enseñanza no tendrá carácter obligatorio para los alumnos. Se garantiza, sin embargo, el derecho a recibirla”. Es decir, desde 1979, el Estado español está obligado a asegurar que en todos los centros educativos (públicos, privados y concertados) y en todos los cursos exista la asignatura de religión católica y que la misma sea evaluable en condiciones idénticas a las restantes. Por tanto, para que el PSOE convierta en medida efectiva su propuesta de que la asignatura de religión, además de optativa, sea no evaluable necesariamente ha de modificar el Concordato (algo que, por cierto, no les he escuchado decir con rotundidad).

Este Acuerdo sobre enseñanza establece también que los profesores de religión (de toda España) serán designados por las correspondientes autoridades académicas de entre los nombres que proponga el Ordinario diocesano (el obispo, para entendernos). Además, definir los contenidos de la asignatura de religión en sus distintos niveles (incluyendo la propuesta y aprobación de los libros de texto) se establece como competencia propia de la jerarquía eclesiástica. Estos dos requisitos me parecen corolarios lógicos del acuerdo principal: una vez que el Estado acepta que en todos los centros del sistema educativo debe impartirse la religión católica, es natural que sea la jerarquía de la Iglesia la que decida sobre lo que se enseña y quién lo enseña. Imaginemos, si no, el fraude que se cometería al espíritu del Concordato, si se pusiera a dar clases de religión católica un anticlerical, quien, en vez de enseñar a los niños el contenido de ésta se pusiera a ridiculizar los dogmas o a contar barbaridades de la historia relacionadas con los cristianos. Por tanto, si aceptamos que el Estado incluya en el sistema educativo la enseñanza del catolicismo, nada que objetar a que sea la Iglesia la que se asegure de que se hace correctamente; de la misma manera que si hubiera un concordato equivalente con el Islam, el judaísmo o cualquier otra religión que también obligara a ofrecer las respectivas asignaturas, diría exactamente lo mismo.

Y ya puestos, si defendemos que el derecho de los padres a la formación religiosa de sus hijos acorde con sus convicciones se traduce en la obligación del Estado de ofrecer esa asignatura como parte del currículum académico evaluable, habremos de requerir también que todo centro educativo cuente con oferta académica de cualquier otra religión y, si no la tiene, que la implante en cuanto algún padre quiera que su hijo reciba esa formación. Si, en cambio, no compartimos, como es mi caso, esa equivalencia entre el derecho constitucional de los padres y la obligación tan precisa del Estado, se puede suprimir la enseñanza de la religión (de cualquier religión) del currículum académico evaluable, sin que eso esté reñido con que, en los centros en que haya demanda o en los promovidos por la Iglesia, se mantenga la formación religiosa voluntaria y extra-académica. Entiendo que tal es la propuesta del PSOE: satisfacer (más allá de las estrictas obligaciones del Estado) el derecho constitucional de los padres, pero que esta enseñanza específica no forme parte de los contenidos comunes y evaluables del sistema educativo. Aunque por el momento es una propuesta ilegal (habría que modificar el Concordato, repito), me parece que avanza en la dirección adecuada hacia la efectiva aconfesionalidad del Estado. Por cierto, creo innecesario advertir que el que me parezca bien que las asignaturas de religión no sean evaluables no equivale a que defienda que los niños no sean formados, con carácter obligado, en historia de las religiones y, muy en especial, del cristianismo, ya que éste es un componente fundamental en la formación y naturaleza de nuestra sociedad. Mezclar ambas cosas, como hacen interesadamente algunos medios, es hacer trampa.

lunes, 26 de octubre de 2015

El Concordato de 1979 (introducción)

La palabra Concordato está reservada para los acuerdos de un Estado con el Vaticano a fin de regular las relaciones entre ellos. Así, un concordato no es más que un tratado internacional bilateral, con la significativa peculiaridad de que uno de los Estados firmantes es el Vaticano, diminuto como tal pero de grandísima importancia, toda vez que ahí radica la máxima jerarquía de la Iglesia Católica. España, como es lógico, tiene una larga tradición de concordatos (parece que desde finales de la Edad Media); en la actualidad, las relaciones entre nuestro país y el Vaticano están reguladas por los cuatro Acuerdos firmados el 3 de enero de 1979 por Marcelino Oreja y el Cardenal Jean-Marie Villot, que moriría solo dos meses después (por cierto, Villot fue uno de los sospechosos principales en la presunta conspiración para el asesinato de Juan Pablo II). Como se ve, estos acuerdos se suscribieron tras la entrada en vigor de la Constitución y, en concreto, de su artículo 16 que garantiza la libertad religiosa y establece que ninguna confesión puede tener carácter estatal. De hecho, la negociación de los acuerdos –que habían de derogar y sustituir al Concordato de 1953, suscrito en pleno auge del nacional-catolicismo– fue motivada por la necesidad de unas nuevas relaciones con la Santa Sede, compatibles con la nueva imagen de una España democrática. No obstante, como los trabajos de preparación de los tratados se iniciaron antes de la Constitución, hay no pocas voces que sostienen que éstos son pre-constitucionales, al menos en su “espíritu”. Los críticos vienen a sostener que las relaciones de España con la Iglesia Católica reguladas en estos Acuerdos no son compatibles con un Estado aconfesional.

El cuestionamiento del Concordato vigente ha vuelto a la actualidad a raíz de algunas propuestas del borrador del programa electoral del PSOE para las inminentes Generales. Sin duda, el asunto más debatido está siendo lo de quitar la asignatura de religión, aunque estrictamente la medida se limita a que pase a no ser evaluable ni esté dentro del horario lectivo obligatorio. Pero también parece que los socialistas pretenden revisar (¿y suprimir?) los “privilegios” de la Iglesia Católica en nuestro país, en especial los de naturaleza fiscal, como la exención del pago del Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI). Lo cierto es que en el peliagudo tema de las relaciones entre el Estado y la Iglesia todos tendemos a definirnos sin pensar mucho y es raro encontrar quienes mantengan posiciones moderadas. Muchos nos inclinamos a juzgar que la Iglesia tiene en España una situación excesivamente relevante y nos gustaría que no fuera tanto. Pero esta impresión puede que esté, en muchos casos, condicionada por nuestras opiniones (ideológicas) previas, que sea, en suma, un prejuicio. También es verdad que ha de distinguirse entre la “realidad fáctica” y la jurídica. La primera la conforma el conjunto de hechos que materializan en la práctica la relación entre la Iglesia y la vida civil (incluyendo, por ejemplo, las frecuentes intervenciones públicas de los prelados españoles); desde luego, se trata de un ámbito complejo, donde es casi imposible ser objetivo. Más sencillo parece, a priori, mantener una mayor neutralidad sobre la regulación de estas relaciones, la cual, por otra parte, es la que, en su caso, debe ser objeto de discusión ante propuestas electorales que culminarían en su modificación. Pero claro, para ello lo primero que habríamos de hacer sería leernos esos Acuerdos, que son los textos en los cuales ambas partes convinieron la forma en que habían de relacionarse. He de reconocer que yo, hasta ahora, no lo había hecho y, aún así, alguna vez me he permitido opinar sobre el asunto, al hilo de las parciales informaciones escuchadas a políticos y tertulianos mediáticos. Corregida esa carencia (una menos), paso a dar mi opinión sobre el Concordato.

De entrada, como he dicho antes, se trata no de uno, sino de cuatro Acuerdos, cada uno de ellos sobre una materia específica. El primero se centra en los que llaman “asuntos jurídicos”, el segundo es sobre “enseñanza y asuntos culturales”, el tercero va sobre “la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y el servicio militar de clérigos y religiosos” y el cuarto y último, sobre “asuntos económicos”. El primero, aunque el más importante por su carácter general, no me ha parecido especialmente discutible. Básicamente, el Estado reconoce a la Iglesia Católica y le garantiza el ejercicio de las actividades que le son propias y, en especial, las de culto, magisterio y jurisdicción. Habrá quien cuestione que se le reconozca el ejercicio de la enseñanza (como ya se ha hecho con anterioridad) pero ello no me parece defendible en un Estado que admite la enseñanza privada (pero de este asunto ya hablaremos en su momento). Por lo demás, el Acuerdo da a la Iglesia libertad de organizarse como quiera, lo cual imagino que hará también con cualquier otra entidad jurídica.

Tan sólo llaman la atención en este Acuerdo tres cuestiones, a mi juicio, de orden menor. La primera es que el Estado se obliga a reconocer como días festivos los domingos y a pactar, de común acuerdo con la Iglesia, qué otras festividades religiosas también han de serlo. Hombre, que los domingos sean festivos es tan de siempre que sería así aunque no tuviéramos concordato, por lo que no merece la pena montar un cirio anticlerical por esta causa. Además, sería injusto imputar al cristianismo el que el domingo sea día no laborable, porque la medida proviene del emperador Constantino (año 321) que generalizó la festividad en honor al Sol invictus (probablemente, los cristianos pasaron el día sagrado del sábado al domingo, tanto para diferenciarse de los judíos como para asimilar en la religión creciente las fiestas del Imperio). Más discutible es eso de que el Estado haya de pactar con el Vaticano las festividades religiosas que pasan a ser días no laborables. Por ejemplo, de los 14 días no laborables nacionales de 2015 (cinco de ellos que pueden ser sustituidos por cada Comunidad Autónoma), la mitad son festividades católicas (incluso 8, si consideramos que la Fiesta Nacional “cae” el día de la Virgen del Pilar). En la práctica, cualquier modificación del calendario laboral ha de contar con el beneplácito de la Conferencia Episcopal; concretando, ningún Gobierno español puede libremente suprimir el carácter festivo del Viernes Santo, de la Asunción (15 de agosto), de Todos los Santos (1 de noviembre) o de la Inmaculada (8 de diciembre), lo cual, en efecto, no deja de parecer una intromisión de la religión en la regulación laboral. Ahora bien, lo que está claro es que el menoscabo de la aconfesionalidad del Estado en lo que se refiere a mantener fiestas no va a ser protestado por casi nadie.

El segundo asunto ligeramente curioso de este primer Acuerdo es que el Estado se compromete a garantizar la asistencia religiosa católica de los ciudadanos internados en establecimientos penitenciarios, hospitales, sanatorios, orfanatos y centros similares, tanto privados como públicos. En principio, no me parece mal, siempre que se garantizara la misma asistencia religiosa para los pertenecientes a otras confesiones. Lo que ya no sé es cómo lleva a la práctica el Estado esa asistencia. Una forma light sería reconociendo el derecho y posibilitando “pasivamente” su ejercicio. Es decir, si yo, católico, estoy en una cárcel y quiero confesarme, las autoridades del centro deben permitir que venga un cura a atenderme. La duda es si el Estado (y, por tanto, todos nosotros) debe financiar estos servicios, lo que se traduciría en que todos los centros públicos a que se refiere el Concordato habrían de contar con sacerdotes en nómina. No sé cómo funciona esto en la práctica; nada tendría que objetar a la primera opción, ya que además no dudo que la parroquia más cercana al centro concreto enviaría de mil amores a un sacerdote. En cambio, no me parecería congruente con el carácter aconfesional del Estado que hubiéramos de pagar para facilitar servicios religiosos a los que legítimamente los demanden.

Por último, el tercer punto es el referido al reconocimiento por el Estado de los derechos civiles del matrimonio eclesiástico. Yo, al menos, no tengo nada que objetar a que la boda religiosa tenga los mismos efectos que la civil, bastando con presentar la certificación eclesiástica en el Registro Civil. Defender que los contrayentes deben además cumplir con la ceremonia civil me parecen ganas de fastidiar. A fin de cuentas, la generalización del matrimonio –al menos en la cultura occidental– ha sido obra del derecho canónico, más que del civil. Una vez consagrado que la relación civil es la única válida jurídicamente ante la Sociedad (y no como hasta hace relativamente poco) me parece aceptable darle tales efectos a la ceremonia religiosa. Claro que, ya puestos, quiero pensar que los restantes matrimonios religiosos gozan de las mismas consecuencias (al menos, los de religiones con una cierta tradición y “estabilidad”). Lo que el Concordato no deja del todo claro es si la nulidad matrimonial tiene como efecto civil el divorcio; me temo que no, que por muy anulados que estén los contrayentes habrán de tramitar el divorcio. En realidad, salvo aquellos católicos que crean a pies juntillas en la indisolubilidad del matrimonio, supongo que el proceso es al revés: antes consiguen el divorcio que la nulidad canónica. En todo caso, al igual que en anterior punto, esta regulación, aunque a los más anticlericales pueda parecerles expresiva del trato de favor de que goza la Iglesia, no me parece en absoluto conflictiva. Es más, no creo que a ningún partido político se le ocurra proponer que hay que derogar los efectos civiles del matrimonio religioso, salvo que quiera hacer el ridículo y crear un conflicto gratuito.

jueves, 22 de octubre de 2015

Phil Spector (y 2)

Hasta el inicio del juicio, el 19 de marzo de 2007, Phil Spector permaneció en libertad bajo una fianza de un millón de dólares. Las sesiones se celebraron en la Corte Superior de Justicia de Los Ángeles y el juez permitió que fueran televisadas. El productor contrató al abogado Robert Shapiro, célebre por haber logrado la absolución del jugador de fútbol americano O.J. Simpson, acusado de matar a su mujer y al amante de ésta en 1994 (por cierto, diez años después de salir absuelto, en 2007, Simpson fue arrestado en Las Vegas por robo a mano armada y sentenciado a 33 años de prisión; en la actualidad el ex-deportista profesional cumple condena en el Lovelock Correctional Center de Nevada). Durante los seis meses que duró este primer juicio, Spector tuvo dos abogados más y, por lo que he leído, no fue un cliente fácil, que se plegara a las estrategias de defensa que le planteaban. No obstante, no fue condenado porque el Jurado no alcanzó un veredicto unánime –diez lo creían culpable y dos no– y, consecuentemente, se ordenó la celebración de un nuevo juicio, que comenzó un año después (20 de octubre de 2008) y acabó el 13 de abril de 2009, esta vez sí con veredicto de culpabilidad. El músico fue sentenciado a 19 años de prisión hasta poder obtener la libertad condicional y encerrado inmediatamente. En ese momento Spector tenía 69 años, por lo que podrá salir de la cárcel con 88, en 2028, si es que llega vivo a esa fecha. Naturalmente, sus representantes legales han promovido diversas iniciativas para revisar la condena, insistiendo en anomalías durante el proceso que violaron los derechos de defensa de Spector; pero en todos los casos las respectivas autoridades judiciales se han pronunciado negativamente. El principal artífice del sonido de la música pop sigue encerrado sin demasiadas perspectivas a la vista.

Durante el juicio, tanto o más que las pruebas, pesaron la personalidad y los antecedentes del acusado. Parece que la jurisprudencia norteamericana prohíbe por regla general que en un proceso se presenten comportamientos previos del reo que puedan perjudicarle; sin embargo, el juez admitió que el fiscal expusiera un retrato de Spector que para nada le favorecía. El productor era conocido por su carácter airado y bruscos cambios de humor, lo que resultaba bastante peligroso cuando además tenía el hábito de ir con armas de fuego y no cortarse en blandirlas. De otra parte, su conducta con las mujeres no era precisamente ejemplar. Dos de ellas testificaron en ese sentido. Melissa Grosvenor, una camarera de Nueva York que salió con él a principios de los noventa, relató que tras una cena en Beverly Hills, al decirle que estaba cansada y quería irse, Spector le puso un revólver entre los ojos y le aseguró que si intentaba marchar la mataba. Una vez de regreso en Nueva York, el músico la llamaba insistentemente para que volviera y, ante sus negativas, le dejó mensajes amenazadores (tengo pistolas y sé donde vives). La otra mujer, Stephanie Jennings, era una fotógrafa del mundo de la música; Spector la invitó en 1994 a una fiesta en Nueva York con celebridades del pop y le reservó una habitación en la misma planta de su hotel, el Carlyle. Cuando ya estaba durmiendo, un guardaespaldas la despertó para decirle que el músico quería que fuese a su habitación. Como se negó, al cabo de un rato apareció un ebrio Spector y mantuvieron una violenta discusión a empujones en el cuarto de baño que el hombre zanjó sacando la pistola. Parece que cuando las cosas se calmaron la chica llamó a la policía pero no le hicieron mucho caso (dijo que la trataron como si fuera una prostituta). Pero aparte de estas testigos, el fiscal presentó otros casos de mujeres que tuvieron relación con Spector y a las que amenazó con pistolas o maltrató de diversos modos. Salió a colación, naturalmente, la malsana convivencia matrimonial con Ronnie Spector, la que fue vocalista principal de las Ronettes (la tenía prácticamente encerrada en su mansión de lujo, violentamente celoso de todo lo que hiciera). Incluso se citó el testimonio de un antiguo guardaespaldas del músico al que éste le confesó que en sus citas siempre llevaba un arma porque todas las mujeres merecen morir. En fin, que el fiscal tuvo fácil presentar al acusado como un hombre con demostrada hostilidad y violencia hacia las mujeres, de modo que el asesinato de Lana Clarkson no fuera sino la culminación natural de ese patrón de conducta.

Naturalmente, a Spector no se le condenó sólo por su reputación, sino también porque las pruebas convencieron al jurado de que fue él quien disparó la pistola dentro de la boca de la infausta Lana Clarkson. Sin embargo, parece que las pruebas no fueron absolutamente concluyentes. Por ejemplo, la ropa del músico tenía muy poca sangre, lo que no casaba con que hubiera empuñado el revólver junto a la mujer. La defensa sostuvo que Lana se había suicidado –aunque la acusación atacó convincentemente la tesis ya que el comportamiento previo de la actriz (incluyendo mensajes en su página web) no hacía pensar para nada que estuviera deprimida– y pretendió demostrar que la trayectoria de la bala correspondía mucho más a que hubiese sido ella la que sostenía el arma. También los abogados mostraron que si la chica se hubiera introducido la pistola en la boca, aún sin ánimo de suicidarse (jugueteando irresponsablemente con el riesgo), y Spector, tal como él aseguraba, le hubiese gritado para que la sacase, el brusco movimiento de ella habría hecho que la mira (el pequeño resalte al final del cañón) tropezara con los dientes e involuntariamente el dedo activase el gatillo. En esta hipótesis el productor habría sido la causa de la muerte pero de forma accidental. En resumen, que pese a la famosa frasecita que el chófer dijo que dijo Spector, a su carácter y repugnante comportamiento anterior con las mujeres, y a que todos los indicios apuntaban como la explicación más lógica que, por cualquier motivo, el productor hubiese perdido los estribos (estaba bastante ebrio) y disparado en un arrebato, en el primer juicio hubo dos miembros del jurado que no pudieron convencerse, más allá de cualquier duda razonable, de que la había asesinado. Es decir, que pensaron que cabía la posibilidad, aunque fuera remota, de que Lana se hubiese suicidado o muerto accidentalmente. En el segundo juicio, en cambio, ninguno de los miembros del jurado tuvo esas dudas razonables y por eso el músico fue condenado.

En 2013, la HBO produjo una película dirigida por David Mamet que se centra en la relación de Phil Spector con la abogada Linda Kenney Baden durante el primer juicio. La peli hace hincapié en la versión de la defensa y fue por ello fue muy criticada, hasta el punto de que en la presentación se dice: "Ésta es una obra de ficción. No está basada en hechos reales. Es una obra dramática de ficción inspirada en el juicio real de personas reales. No es un intento de descripción de personas reales, ni del juicio, ni de su resultado". Por supuesto, está descaradamente basada en hechos reales, y tengo la impresión de que recreadas las actuaciones del equipo de la defensa de forma bastante fiel (al menos, por lo que he podido verificar en internet). Tanto que, efectivamente, logra que al espectador le surja la duda razonable que lograron los abogados instilar en las mentes de dos jurados. Después de verla me dije que probablemente Spector era culpable pero, al mismo tiempo, tuve que admitir que no podía descartar absolutamente que la mujer se hubiera suicidado o que hubiese sido un accidente, por muy poco sentido que tuvieran esas otras dos opciones. Justamente eso es lo que dice el personaje de la abogada cuando le preguntan si cree que su cliente es inocente: no estoy convencida de que sea culpable. Pero entonces, insisten los periodistas, ¿cómo ocurrieron las cosas? Y ella: eso no me corresponde a mí; mi trabajo es simplemente demostrar que los hechos pudieron ser de otra forma. Por cierto, la película es muy recomendable (la hora y media se pasa muy rápido), muy en especial por la excelente interpretación de los dos protagonistas: Al Pacino, caracterizado espléndidamente como Spector, y Helen Mirren, magnífica.

martes, 20 de octubre de 2015

Izquierda radical

Con arrogante desprecio, los comentaristas respetables repiten el término "la izquierda radical" para descalificar a algunos de los grupos políticos que, aunque existen desde hace mucho, han adquirido presencia y apoyo popular a raíz de la indignación generalizada debida a la crisis económica y, sobre todo, a los efectos de su gestión. El sistema construido en este país durante la Transición –con el permiso y bajo la dirección de mentores foráneos– se basaba en la presencia de dos grandes bloques que cubrirían el tramo admisible del eje derecha-izquierda. Depurar los extremos ideológicos se nos vendió como exigencia de higiene democrática (la herencia franquista) y, cuando esto no terminaba de casar gracias al aggiornamento de los partidos comunistas europeos en los setenta, como necesidad de la modernidad económica. Así nos diseñaron una socialdemocracia edulcorada que desactivara a los comunistas, la única izquierda que tenía arraigo real a la muerte de Franco, en calculados pasos descafeinadores (Congreso de Suresnes, abandono del marxismo, defensa de la OTAN, etc). Más costó la consolidación del bloque alternativo, que tuvo escaso éxito en articularse en torno a un esquema de democracia cristiana a la italiana, debido al atomismo disgregador que prevaleció en UCD y también a que Adolfo Suárez salió respondón. Hubo pues que recurrir a la antigua Alianza Popular, una vez jubilados quienes por su historial no eran presentables, y tras el necesario cambio de nombre. Completaron el abanico los partidos nacionalistas, nota exótica de nuestro españolísimo gusto por lo centrífugo, que valían para hacer viables gobiernos en minoría de PSOE o PP a cambio de dejarles hacer los convenientes apaños en sus propias casas.

Así las cosas, desde la primera victoria del PSOE y coincidiendo con la consagración ideológica del nuevo orden mundial de la economía neoliberal (Reagan y Thatcher bajo el sustento académico de la Escuela de Chicago y los seguidores de Hayek), la izquierda que rechaza el capitalismo prácticamente desapareció de nuestro panorama político o, al menos, del parlamentario. Quedaba, eso sí, el Partido Comunista y sus desesperados intentos para hacer confluir en un movimiento unitario las distintas tendencias "izquierdosas" y sus derivaciones según corren los tiempos. Pero aunque las coaliciones de Izquierda Unida han sido desde 1986 la tercera fuerza más votada en las Generales (oscilando entre un 5 y un 10% de los votos válidos), la antidemocrática circunscripción provincial ha hecho que no tenga la representación que proporcionalmente le debería corresponder (del 0,3 al 6%), lo que ha permitido que sus propuestas fueran impunemente despreciadas, desoyendo el único discurso que se oponía al implacable proceso de endurecimiento del capitalismo, en cuyo fase más álgida (por el momento) nos encontramos. Sin duda, el reforzamiento del sistema es consecuencia fundamental de la lógica del capital, por muy suicida que ésta sea. Pero lo que quisiera resaltar es el éxito que ha tenido en este proceso la justificación ideológica, hasta el punto de que se ha logrado que las dos palabras que dan título a este post –izquierda radical– sean asumidos por el común de los sumisos ciudadanos como una descalificación en toda regla. Tanto que los que han sido capaces de concentrar el descontento de la crisis –me refiero, claro, a Podemos, aunque estén de capa caída– reniegan como de la peste de ser así caracterizados, aunque del sambenito ya no se libran (también la independentista CUP catalana o los valencianos de Compromis se han hecho merecedores de este epíteto).

Me parece triste que los acomodaticios del sistema (el más destacado el PP, pero no excluyan a ningún otro; tampoco a Ciudadanos) hayan conseguido que un adjetivo que debería ser elogioso pase a ser un insulto. Un radical es quien va a las raíces, a lo fundamental o esencial de los asuntos (estas acepciones primeras han sido alevosamente desplazadas por la de "extremoso, tajante, intransigente"). Y, a mi modo de ver, nada es más digno, tanto moral como intelectualmente, que afrontar la raíz de los problemas. Y la raíz de nuestra situación es el capitalismo, en especial en su manifestación actual (sin casi sujeciones). Por tanto, cualquier partido de izquierda debería plantear reformas radicales del sistema capitalista que nos conduce a pasos acelerados a la catástrofe. O dicho de otra forma: ser de izquierdas, para mí, es necesariamente ser anticapitalista y eso no equivale a defender el modelo de la extinta Unión Soviética, de Corea del Norte, Cuba o Venezuela. Naturalmente, una cosa es diagnosticar que la raíz de nuestros males es el capitalismo y otra plantear un programa electoral revolucionario a plazo inmediato. Nadie, ni siquiera los de IU que son quienes a mi juicio presentan propuestas más congruentes, hace eso. Se trata de proponer políticas posibilistas, dirigidas justamente en la línea opuesta a la que han ido los acontecimientos durante las últimas décadas. Pero, atención, todo lo que sea cuestionar las reglas básicas del actual modelo o sugerir la más mínima regulación de sus fuerzas desbocadas pasa a ser calificado de "izquierda radical" y se augura con absoluto convencimiento (y, lo que es peor, con muy alta capacidad de convencimiento) que ello sólo nos llevará a la más espantosa de las ruinas. De esta manera, está garantizado un consenso bastante amplio de que no hay alternativa a este libre (que para nada lo es) mercado global; tan sólo actuaciones maquilladoras de política social, siempre que la macroeconomía lo permita.

No está de más recordar que las moderadas propuestas de la izquierda española (los de IU y los emergentes como Podemos, aunque se nieguen a reconocerse en ese lado, como si la clasificación izquierda-derecha hubiera quedado obsoleta) eran plenamente aceptadas en la Europa de la posguerra mundial e incluso en la España de la Transición. Ahora va a resultar que el PSOE de Felipe González, a pesar de renegar del marxismo y de esforzarse por seguir las instrucciones de sus capataces alemanes, sería hoy un partido radical (¿qué diríamos entonces de los socialistas del la II República?) No, señores, lo que ha pasado es que el ámbito del pensamiento ideológico ha estrechado muchísimo su margen y se ha desplazado un buen trecho hacia la derecha; porque sí, desde luego que sigue siendo válido hablar de derecha e izquierda. Ahora sólo parece que es admisible el Centro (el PP se declara de centro-derecha y el PSOE de centro-izquierda), aunque ese centro se habría considerado muy a la derecha hace treinta o cuarenta años. Los demás son apestosos radicales antisistema a los que el sensato pueblo español no debe prestar oídos. Y, repito, lo malo es que esa demagogia que consumimos a todas horas con graves efectos sobre nuestra capacidad crítica y pensante tiene éxito, No estaría mal que alguno de los así calificados plantara cara y afirmara: sí, claro que soy un radical de izquierda, claro que soy un antisistema, y a mucha honra.

sábado, 17 de octubre de 2015

Cultivar sí, pero solidariamente

En esta sociedad que nos ha tocado vivir casi todo está profusamente regulado, tanto que antes de llevar a cabo cualquier acción, incluso una que creamos absolutamente inocua, deberíamos asegurarnos de que lo hacemos en cumplimiento de la normativa correspondiente. Por no atenerme a este prudente consejo he tenido que pagar una cuantiosa multa amén de soportar la indignada regañina de un funcionario que, durante casi dos horas de suplicio, me afeaba mi conducta insolidaria. Pero déjenme que relate lo sucedido a modo de contrita confesión extemporánea (la penitencia ya me ha sido impuesta).

La anécdota data del pasado sábado y ocurrió en nuestra finquita de la medianía tinerfeña. Allí estábamos tan relajados: K arrancando malas hierbas del bancal de la huerta y yo limpiando las cacas del gallinero (mira que son sucias las jodidas). En eso, los perros empiezan a ladrar, como hacen siempre que ocurre la más nimia cosa que rompa la rutinaria tranquilidad de ese entorno. Por la serventía que nos da acceso –un estrecho sendero de tierra que baja desde la carretera general– aparece una pequeña furgoneta en cuyo lateral llevaba el rótulo y anagrama del Ministerio de Agricultura. Se detiene junto a la cancela y se apea un tipo con un pequeño maletín de herramientas en una mano y una pad en la otra. Buenos días, nos dice, ¿son ustedes los propietarios de esta finca? Y sin esperar nuestra respuesta, como si tuviera todo el derecho del mundo, empuja la puerta y entra: soy funcionario del Ministerio y vengo a inspeccionar sus producciones agropecuarias.

Acto seguido nos requirió el carné de productor agrario que, según dijo ante nuestras caras de pasmados, nos lo deberían haber entregado tras darnos de alta en el censo del Ministerio. Es que no sabíamos que había que apuntarse en ningún censo, dije yo. Pues es la primera condición, imprescindible para poder cuantificar las producciones y evaluar la incidencia en el sistema alimentario. Entonces pasó a explicarnos, muy didácticamente, la verdad, que, debido al incuestionable interés público de garantizar el suministro alimenticio a la población, el Estado tenía el deber de garantizar el correcto funcionamiento del mercado, aunque los operadores de éste fueran privados. Naturalmente, si bien hay libertad económica, quienes garantizan la producción y distribución de alimentos en las ingentes cantidades que se necesitan para el consumo ciudadano son las grandes empresas del sector y, por tanto, la viabilidad económica de las mismas debe ser protegida por el Estado a fin de evitar quiebras que podrían suponer desabastecimientos alimentarios.

Ustedes, por ejemplo, nos dijo el funcionario, llevan un tiempo cultivando legumbres y hortalizas; también veo que tienen cuatro gallinas ponedoras. Así que han dejado de comprar huevos, tomates, lechugas, brócolis, zanahorias, judías, calabazas, pimientos, cebollas, ajos, papas, maíz, fresas y algunos artículos más; es decir, han reducido la demanda del sistema alimentario y, consiguientemente, contribuido al riesgo de inviabilidad económica. Imagínense que un número importante de los consumidores decidiera cultivar sus propios alimentos; las grandes empresas que se dedican a la producción y comercialización masiva de ellos quebrarían, con las graves consecuencias de carestía para esa otra parte de la población que no tiene huertas. O, si no, cuando menos se verían obligadas a elevar los precios para cubrir las pérdidas derivadas de la caída de la demanda. Como pueden ver, optar por el cultivo de los propios alimentos no es una decisión inofensiva sino que, por el contrario, pone en riesgo el abastecimiento del conjunto de la población.

Por estos motivos, continuó el inspector, el Gobierno aprobó un decreto en el que se regula la producción agropecuaria para autoconsumo, definiendo con claridad las obligaciones de quienes se dedican a ella. No se trata, se apresuró a justificar, de prohibirla; al contrario, cultivar los propios alimentos es recomendable desde muchos puntos de vista. Sin embargo, por solidaridad con el bien común, han de contribuir mediante un canon a la sostenibilidad del sistema alimentario global. La cuantía de lo que han de pagar tiene una parte fija y otra variable, ésta en función de la extensión de tierra en cultivo. Tengan en cuenta que la reducción de la demanda que ustedes provocan es directamente proporcional a la cantidad de producción. Claro que para eso tendrían que haberse dado de alta en el censo y, como no lo han hecho, he de sancionarles. Yo les dejo los formularios de alta y la notificación; en el plazo de una semana han de acercarse a la Delegación a entregarlos y abonar la multa. Y ahora, si no les importa acompañarme, he de medir y registrar su capacidad productiva.

Así que, durante más de una hora, hubimos de recorrer los terrenos mientras el hombre nos hacía preguntas, tiraba la cinta métrica e iba apuntando en su tableta. Al final tuvo el detalle –dijo que no debería hacerlo– de calcularnos aproximadamente la cuantía del canon que nos correspondía. Enseguida hice una estimación aproximada de lo que nos habíamos ahorrado durante los meses que llevamos sin comprar vegetales y huevos y comprobé que prácticamente era la misma cantidad que habíamos de pagar. Bueno, contestó el funcionario cuando se lo hice notar, es lógico; de esta manera se mantiene la aportación que les corresponde al sistema alimentario. Pero entonces, objeté, el cultivo de los alimentos propios no compensa económicamente. Visto desde una óptica individual, la de ustedes, puede entenderse así; pero las conclusiones son muy distintas si se contempla bajo una perspectiva de conjunto. Además, supongo que la motivación para cultivar su huerta y cuidar a sus gallinas no es económica, ¿verdad? Y con una leve sonrisa que se me antojó irónica, se despidió amablemente, arrancó su furgoneta y desapareció.

jueves, 15 de octubre de 2015

Phil Spector (1)

Uno de mis entretenimientos de fin de semana (weekend hobby que lo llamo cuando hablo conmigo mismo en inglés) consiste en ir paciente y sistemáticamente ordenando mi discoteca digital, tarea que preveo acabar durante mi jubilación. Como el objetivo es, más que tal, una excusa para divertirme un ratillo (to have a good time", in my own and private words), me dedico, mientras escucho las canciones que tocan, a buscar datos para completar sus fichas y, en ese menester, es habitual que me vaya por las ramas, que parecen toboganes enjabonados por lo fácil que uno se desliza. Este pasado y largo fin de semana me topé con un triple álbum recopilatorio de temas producidos por Phil Spector entre 1959 y 1962 que, salvo para frikis y los que a veces nos contagiamos, no es que sea especialmente recomendable en lo que a calidad musical se refiere. Se trata de la primera etapa profesional de Phillip Harvey Spector, entre sus 19 y 22 años, recién salido de la High School de Los Ángeles (aunque era un judío del Bronx) en la que se ocupó básicamente de componer canciones pop para adolescentes y producir discos para cantantes de fama efímera (incluyendo los dos o tres grupos que él mismo formó). Ahora bien, aunque estos setenta y cinco temas son de un empalagoso que hastía (love, love, love a mansalva) y musicalmente muy pobres frente a lo que ya se estaba ensayando por esas fechas en el ámbito anglosajón, puede verse la progresiva maduración del "estilo Spector" en la producción, esa excesiva acumulación de instrumentos grabados y sobregrabados que daría en llamarse luego el "muro de sonido". Es decir, en estas primeras muestras puede adivinarse la que llegaría a ser la marca distintiva del que, sin duda, ha sido el más importante productor musical del siglo pasado y que llevaría a muchos de los grandísimos del rock a requerirlo para sus discos, aceptando soportar sus proverbiales manías perfeccionistas. No todos lo llevarían bien, siendo el caso más conocido el de Paul McCartney que parece que nunca quedó a gusto con el maravilloso Let it Be de 1970, hasta el punto de que en 2003 sacó el Let it Be Naked, esto es, desnudo de las mezclas de Spector (me abstengo de comparar las dos versiones). Pero bueno, lo que está claro es que Phil Spector es uno de los protagonistas fundamentales de la música popular (en el idioma del imperio) de la segunda mitad del siglo XX y, para quien lo dude, ahí van algunos de los nombres que dejaron la producción musical de bastantes de sus mejores piezas a este tipo: las Ronettes, los ya citados Beatles y John Lennon y George Harrison en trabajos posteriores en solitario, Tina Turner, Leonard Cohen, los Ramones; además, su influencia se extendió a muchos más que intentaron emular su estilo de producción (desde los Beach Boys hasta U2).

 
To know him is to love him - The Teddy Bears (1958)

Desde 2009 Spector está en la cárcel cumpliendo condena por asesinato en segundo grado (sin premeditación). Los hechos ocurrieron el 3 de febrero de 2005. Spector, de 63 años, había salido de marcha acompañado por una rubia. Después de estar en dos garitos de Hollywood y consumir bastante alcohol, cayó hacia las dos menos cuarto de la madrugada por el House of Blues, un popular local de copas y música en vivo en el Sunset Boulevard de Hollywood Oeste. Allí, atendiendo de camarera para los clientes VIP, trabajaba desde hacía poco Lana Clarkson (mientras seguía buscando algún contrato de actriz), una rubia de cuarenta años con una discreta carrera televisiva y en películas de serie B. Cuando vio al músico, ataviado con una de sus extravagantes pelucas, pensó que era una mujer pero enseguida su jefe la corrigió instándola a que lo tratara con la máxima deferencia. Enseguida, la mujer que iba con Spector se marchó y éste pidió a Lana que se sentara a su lado, en el área privada del local. Con botellas de champán y bourbon y bebiendo y hablando se hicieron las dos y media, hora en la que la actriz acababa su turno. Pero en vez de irse a su casita –muy distinta habría sido la historia– aceptó subirse a la limusina de Spector para rematar la noche en la mansión de éste. Hay que suponer que, siendo los dos bastante adultos, tenían muy claro a lo que iban. Desde luego, Phil no era ningún Adonis, así que imagino que para Lana se trataba de una "inversión" destinada a reengancharse al show-bussiness. Al fin y al cabo, era una mujer muy guapa y a esas alturas de su vida ése era su principal capital.

 
Unchained melody - The Teddy Bears (1959)

La residencia de Phil estaba en Alhambra, un municipio de unos 90.000 habitantes en el centro-este del condado de Los Ángeles, a una media hora en coche (según Google Maps). Se trata de una enorme mansión de 800 m2 (con más de treinta habitaciones) erigida en los años veinte del pasado siglo sobre un promontorio desde el que se domina una vista panorámica del valle de San Gabriel y el fondo de montañas que lo enmarcan. La arquitectura, un pastiche que imita una fortaleza rural del medioevo francés, se debe a su primer propietario y constructor, un inmigrante de Pau que se había prometido a sí mismo que algún día poseería un castillo como los que veía en las colinas de su tierra. Spector lo había adquirido en 1998 y, para aquella aciaga noche, había conseguido convertirlo en un verdadero museo del kitsch, a juzgar por las fotos de los interiores que he podido ver (decoración hortera hasta la náusea). La propiedad se llamaba y sigue llamándose Pyrenes Castle (Castillo Pirineos), en obvio homenaje a la región de origen de su primer propietario. Ya de paso, comento que el nombre del municipio, se refiere ciertamente al complejo palaciego granadino, pero no se piense por ello que la ciudad es de origen hispano. Alhambra fue fundada en 1903 en la propiedad de un tal Benjamin Davis Wilson, un anglosajón de Tennessee, que se había instalado en California cuando el actual Estado era todavía provincia mexicana. Allí se casó con la hija de un importante hacendado y por esa vía, además de méritos propios matando indios y "norteamericanizando" el territorio a partir de su anexión a los USA, pasó a ser él mismo propietario de una enorme extensión de tierras. Su hija pequeña, Ruth, le pidió que las bautizara con el nombre de la Alhambra porque por entonces estaba enamorada de los cuentos de Washington Irving. Por cierto, años después esa niña daría a luz a George S. Patton, el general estadounidense que se hizo célebre durante la Segunda Guerra Mundial.

 
Spanish Harlem - Ben. E. King (1961)

Pero nos habíamos quedado con la parejita arribando a la mansión hacia las tres y poco de la madrugada del 3 de febrero de 2003. El chófer, un brasileño llamado Adriano de Souza (cuyo testimonio sería fundamental para condenar al productor), les abriría la puerta junto a la entrada principal y los dejaría solos. Lo que pasó durante las casi dos horas siguientes no se sabe a ciencia cierta pues la única fuente es la declaración de Spector. Según su versión, la actriz se mostró muy interesada por su colección de armas de fuego (había doce) y le pidió un revólver Colt Cobra del calibre 38, porque le ponían las pistolas. Para entonces, deberían estar ya bastante entonados, dado que cuando llegó la policía sobre la mesa de la sala había una botella de tequila vacía y vasos de cóctel. El caso es que hacia las cinco, el cañón de ese revólver estaba dentro de la boca de Lana y de él salió una bala que le voló los sesos, matándola instantáneamente. El cuerpo de la mujer quedó derrengado sobre una silla, el vestido de nylon negro manchado de sangre, trozos de dientes y uñas esparcidos en derredor y el bolso en imitación de piel leopardo colgando de su hombro derecho. De Souza oyó el disparo, entró a la casa y vio el cadáver y a un Spector visiblemente nervioso que –según la declaración del chófer– decía: "creo que he matado a alguien". Esta frasecita sería una de las más pesadas losas durante los juicios, aunque a mí me suena bastante extraña (¿por qué no dijo "creo que la he matado"; ¿estaba hablando solo en estado de  desvarío?); los defensores intentarían sin éxito convencer al jurado de que De Souza había entendido mal (no dominaba perfectamente el inglés) y que en realidad lo que salmodiaba Phil era algo así como "creo que se ha matado". Lo que está comprobado es que el chófer se acojonó y salió de la mansión convencido de que se trataba de un asesinato (dijo que tenía miedo de que su jefe se lo cargara también a él). Una vez fuera, llamó por el móvil a la asistente del músico, según él para preguntarle la dirección de la casa de Spector (sabía perfectamente cómo llegar pero no la calle y el número); como le saltó el buzón de voz, se acercó a la puerta exterior a ver la plaquita y desde allí llamó a la policía y sus primeras palabras tras identificarse como el chófer de Spector fueron: "creo que mi jefe ha matado a alguien". Después de mantenerlo unos diez minutos al teléfono, apareció la policía de Alhambra, se encontraron con la escena y detuvieron inmediatamente al músico.

miércoles, 14 de octubre de 2015

La palabra más hermosa del español (para mí)

Hace ya bastante tiempo descubrí una iniciativa de la Escuela de Escritores de Madrid que, mediante participación popular, pretendía encontrar la palabra más hermosa de nuestro idioma. La convocatoria encontró eco porque pocos años después, en 2009, el Instituto Cervantes creó una plataforma internet para que cualquier hispanohablante propusiese los vocablos que más le gustaban de nuestro idioma. También sé de otras instituciones e incluso particulares (a través de blogs, por ejemplo) que se han apuntado a este juego. De hecho, basta teclear en google "palabra más bonita del español" para encontrarse con multitud de páginas y sus correspondientes top-ten, top-fifty o cualquier otro ranking. Naturalmente, las palabras más bonitas son simplemente las más votadas, sin que se necesite ninguna justificación. A cada uno le gusta lo que le gusta (también en gramática) y es difícil deducir qué criterios, si es que los hay, han predominado en las elecciones de las más populares. Aún así, me atrevo a decir que probablemente se trate de una combinación a partes bastante similares del sonido del fonema y de su significado (lo que no impide que alguno –Javier Marías– proponga "nauseabundo", pero es que hay de todo).

Yo tengo desde hace muchísimos años (al menos desde la adolescencia) una palabra destacadamente favorita en nuestro idioma y ésta es almohada. Cada vez que veo una lista de las que más gustan –algo que me entretiene desde que supe de esta tonta forma de promocionar el castellano– espero encontrármela, pero hasta ahora nunca ha ocurrido. La pertinaz ausencia de almohada en esos rankings es algo que, lo confieso, me extraña y no acabo de comprender cómo no se le hace evidente a cualquier hispanohablante la belleza del vocablo o por qué lo relegan detrás de otros mucho más insípidos y, sobre todo, manidos en exceso (por ejemplo amor). Pero, en fin, será que soy de gustos raros. Aunque me gusta porque sí, porque me gusta, porque ha sido desde siempre un enamoramiento fulgurante, de esos que rechazan por innecesaria cualquier justificación, he de reconocer que con toda seguridad esa atracción mía obedece a la perfecta armonía entre la hermosa fonética y su significado.

Como es sobradamente sabido, almohada proviene del árabe; concretamente –si creemos a Corominas– del dialecto hispano-magrebí, en el que se decía muhadda, derivado de hadd que significaba "mejilla". Es un vocablo de introducción tardía en el idioma (ya entrado el XIV) que vino a sustituir a "facero", de origen latino y derivado de "faz" (donde se apoya la cara). Por cierto, ni "facero" ni "hacero" que fue su evolución, se mantienen actualmente en el diccionario con esa acepción, pero pervive en cambio (ya veremos por cuanto tiempo porque está muy en desuso) el diminutivo, "acerico", que es almohadilla que sirve para clavar en ella alfileres o agujas y también almohada pequeña que se pone sobre las otras grandes de la cama para mayor comodidad. Desde luego, tengo más que claro que la palabra hacero no tiene ni de lejos la misma belleza que la que acabó imponiéndose en nuestro idioma. Y es que, en mi opinión, la aportación del árabe al castellano, tan copiosa, no sólo le da su nota distintiva respecto del resto de lenguas romances sino, sobre todo, una belleza lexicográfica que ya quisieran éstas.

Porque si revisamos cómo se denomina este imprescindible objeto cotidiano en francés (oreiller), italiano (cuscino) o catalán (coixí), vemos que ninguna de esas palabras, todas de etimología latina, roza siquiera la maravillosa sonoridad de almohada. Tan sólo en portugués (y gallego) cuentan con la casi igual almofada, pero casi, porque coincidiremos sin discusión en que la sonora f estropea el sutil pero fundamental efecto de la h muda, que alarga la pronunciación de las vocales en un encantador arrullo somnoliento. Y si los términos latinos pierden mucho frente al arábigo-castellano, qué decir de los espantosos de las lenguas de la familia germánica, como pillow en inglés, kissen en alemán o pute en noruego. Pero todavía es mucho peor si buscamos la palabra en idiomas eslavos: jastuk en serbocroata, poduszka en polaco o polstar en checo. Y para rematar este ejercicio descubro que en esperanto, un idioma artificial que debería haber tenido en cuenta la belleza de sus vocablos, van y denominan a la dulce almohada con un término que suena a medias entre insulto y combustible: kapkuseno. Nada que ver, sólo nuestra lengua ha conseguido –moros mediante– encontrar un nombre digno del objeto que designa.

Nótese la importancia de la primera sílaba, ese "Al" tan arábigo, que funciona como un pórtico al meollo del vocablo, remarcando y preparando al hablante para su pronunciación. Es una sílaba fuerte, pero no tanto como si empezara por consonante; la l eleva al habla pero, al mismo tiempo, anuncia la continuación hacia el núcleo significante. Lo sorprendente es que no sigue, como en tantos otros vocablos de nuestro idioma, una sílaba dura (piénsese, por ejemplo, en "alcázar") que haría áspera la palabra (aunque no por ello fea), sino que sorprende trayéndonos la mullida m para sugerirnos el mimoso deleite del abandono. Y esa insinuación no se frustra como ocurre con otros términos del castellano que también se inician con "alm" y que bruscamente rompen la dulce promesa fonética (me viene ahora a la mente "almacén", dicho con la cerrada c peninsular y, para colmo, con el grosero acento al final). No, a continuación viene la hermosísima unión/separación de las dos vocales gracias a la impagable h intercalada. Que a nadie se le ocurra pronunciar esas dos sílabas (mo-ha) en una sola (moa) y quebrar sacrílegamente la magia; por el contrario, enfatícese el ha tónico, saboreando esa infinitesimal pausa. Y el remate no es menos acertado, con la da final, un fonema que se me antoja elástico, flexible, el más adecuado para acabar de definir con sonidos el querido objeto que apoya nuestros sueños. Se valorará en su justa medida la importancia de esta última sílaba si comparamos nuestra palabra con otra muy parecida, "almohaza" (instrumento, usado para limpiar las caballerías, que se compone de una chapa de hierro con cuatro o cinco serrezuelas de dientes menudos y romos, y de un mango de madera o un asa), en la que la za final estropea zafiamente la armonía sonora.

Mencionaré, para acabar, que a la belleza de estas cuatro sílabas y a la perfecta correspondencia entre forma y significado, también contribuye a que "almohada" sea para mí la más bella de nuestras palabras el que el objeto designado sea uno de mis preferidos entre los muchos que cotidianamente usamos. Parece que hasta bien avanzada la Edad Media era un adminículo exclusivo de la clases altas, lo cual no me sorprende porque durante la mayor parte de la historia la gran mayoría de la humanidad apenas tenía nada y, por tanto, hasta dormir adecuadamente le estaba vedado. Agradezcamos pues que hoy damos por hecho que las almohadas son bienes de primera necesidad, tan obvios en nuestras noches que ni siquiera nos percatamos del impagable servicio que nos prestan. Y entonemos en consecuencia, a modo de jaculatoria jubilosa, su precioso nombre: al-mo-ha-da, al-mo-ha-da, al-mo-ha-da.

lunes, 12 de octubre de 2015

Encuentro casual

El bar de la plaza del pueblo, a lo mejor el único bar del pueblo, un pueblo pequeño de la serranía de Málaga en el mes de febrero. Jaime había salido temprano esa mañana, con tiempo de sobra hasta la reunión vespertina en Antequera; quería conducir sin prisas por carreteras secundarias y le había entrado hambre. La plaza, aporticada en dos de sus lados con una arquería blanca, no valía gran cosa, y menos el edificio del Ayuntamiento, con su desentonada fachada de ladrillo visto. La entrada al bar cubierta con una de esas cortinas de piezas plásticas de colores que Jaime creía que habían desaparecido hacía muchos años. En el umbroso interior, cuatro viejos en atemporal partida de cartas y, al fondo, una mujer de espaldas, desayunando. Se sentó a la barra y le pidió un café con leche y media ración de churros a una muchacha morena de belleza insultante a esas horas. La chica le sonrió y Jaime sintió una descarga eléctrica de deseo. Mientras arrobado la miraba moverse, le asaltaron imágenes imposibles: los dos abrazándose, besándose, desnudándose furiosamente … Ahí estaba ella, con la taza y el plato, y con esa sonrisa que le pedía llévame contigo fuera de este pueblo, no seas idiota Jaime, y balbucear un gracias y esforzarse en reprimir sus desvaríos.

La mujer de la mesa del fondo se acercó hasta la barra. Me cobras, por favor, y mostró una tarjeta de crédito. No aceptamos tarjetas, lo siento, son cinco euros. No llevo efectivo. A Jaime, hasta entonces distraído en sus ensoñaciones, le pareció que algo cambiaba en el aire, de pronto el silencio tenue del bar se densificaba. Las siete personas (también los viejos de las cartas) concentraban sus pensamientos en un problema que requería ser solucionado para que el tiempo siguiera corriendo, y ahora ¿cómo salimos de ésta? La mujer rebuscó en el bolso, no, dijo, no llevo nada, y la preciosidad de detrás de la barra abrió más sus ojos negros abarcando todo el local (también a los viejos de las cartas), ¿y entonces? La pregunta no había llegado a ser dicha pero ahí estaba, como si fuera uno de esos enigmas de las leyendas de cuya respuesta dependía el curso de la historia. Jaime sintió la fatal ligazón que le ataba a esa escena que ya no era la banal coincidencia de unas personas anónimas en un bar de un pueblo perdido sino la recreación del momento culminante de alguna tragedia griega. La chica, la mujer y él (también los viejos de las cartas, el coro), nada ajeno tenía importancia, ni siquiera existía. Le tentaba dejarse arrastrar por el destino, sufrir pasivamente el devenir que había de trastocar la realidad conocida. Sin embargo, cóbramelo a mí, dijo.

El tiempo volvió a su cauce. La mujer lo miró, expresión a medias entre sorprendida y aliviada (¿o decepcionada?), gracias, le dijo sonriente, ahora mismo en un cajero … No hay cajero automático en este pueblo, hosca la chica de la barra. Jaime frunció el ceño, gesto de no tienes que molestarte, y entonces la reconoció: la mujer de un compañero de trabajo, Elisa, no, Isabel. Eres la mujer de Rafael Dávila, ¿verdad? Ella, por un momento, acusó con alarma sus palabras; enseguida relajó sus facciones: sí, ¿nos conocemos? Soy Jaime Silva, trabajo con tu marido, coincidimos hace un par de años en la cena de navidad. La mirada de la mujer se intensificó, como si se disolviera la bruma azulada de sus pupilas, ahora los ojos eran verdes violáceos. Sí, confirmó, Mariela, ya recuerdo, qué casualidad encontrarnos aquí, me llamo Isabel por si no te acuerdas. Al mencionar el nombre de su esposa, pensó Jaime, ella acotaba el campo del juego que se abría; se demoró en contestar para revisarla en detalle mientras le sostenía la mirada. Andaría por los cuarenta y pocos, ropas intencionadamente desaliñadas que escondían las formas de su cuerpo, rostro no especialmente atractivo pero en el que el brillo de los ojos, hasta entonces apagado, revelaba misterios. Estoy de camino a Antequera, una reunión de la empresa, ¿y tú? ¿Qué haces tan lejos y tan sola? Isabel sonreía. La sonrisa se le había ido dibujando muy despacio, creciendo casi imperceptiblemente mientras era repasada. No contestó; en cambio, mientras él ponía sobre la barra un billete de diez euros, se levantó del taburete y caminó hacia la puerta del bar. Jaime sintió que asumían el inicio de ese juego cuyas reglas y objetivo desconocía. Salió detrás de ella a la plaza desierta, anegada en la luz del sol de media mañana.

Jaime sacó la cajetilla y le ofreció un cigarro. Isabel dudó un instante, llevo tres años y medio sin fumar pero quizá hoy, contigo … Caminaron fumando por las empinadas calles empedradas, los pulmones acusando el esfuerzo. La conversación se iba construyendo con frases de tanteo y silencios, rumbo sinuoso como el del camino. Cuando alcanzaron lo alto, una plazuela mirador desde donde se divisaba el horizonte marino, se sentían a gusto juntos. Ella empezó un relato confuso, interrumpiéndolo constantemente, salpicándolo de preguntas que no venían a cuento, casi impertinentes. Mencionó un cáncer de mama –por suerte, detectado a tiempo–, añoranzas de la adolescencia, motivaciones que se van olvidando, la progresiva opacidad de lo cotidiano. ¿Rafa no te ha contado nada de lo mío, de lo nuestro? No, contestó Jaime, de todos modos, tampoco es que seamos amigos. Isabel le dijo que lo quería, así, de pronto; pero no sé, añadió, creo que necesito más tiempo. ¿Qué buscas? No dijo nada, lo miró con una expresión extraña, demasiado llena de significados (él creyó detectar ansiedad, súplica, temor, desprecio, rabia) y empezó a llorar en silencio. Jaime la abrazó; ahí, en ese pueblo perdido, sentado en un murete de piedra, el cuerpo de ella, una mujer casi desconocida, apretándose contra el suyo, y una mezcla de ternura y deseo. Le acarició la espalda con la punta de los dedos, muy suavemente.

De nuevo se sintió absorbido por una atmósfera mitológica, abandonado a la fuerza irrevocable del destino. Ahogada desde su pecho le llegó la voz de Isabel, como si siguiera un guión obligado: tu reunión de Antequera, no puedes faltar, supongo. No respondió, de pronto tenía frío, un frío que se le filtraba en forma de afiladas y diminutas agujas con sabor a miedo; la apretó más, a ver si así se disolvía el nudo del estómago. Fueron segundos muy largos, puede que más de un minuto; luego ambos fueron aflojándose lentamente hasta quedar separados, uno frente al otro. Ahora se está reconstituyendo el mundo, pensó Jaime mientras se miraban, todavía alargando el silencio para que culminase el plazo necesario. Lo rompió ella: bueno, será mejor que bajemos hacia nuestros coches; perdóname, te debo haber parecido una tonta pero es que en estos días ni siquiera yo me reconozco. Él le cogió la cara con las dos manos, la miró unos instantes y le dio un beso en la mejilla. Vámonos, le dijo. Se prohibió pensar en lo que ella pensaría, se prohibió hasta pensar sus propios pensamientos. Luego se despidieron en la plaza; Jaime arrancó el coche, escapaba.