jueves, 31 de diciembre de 2015

2015 ha muerto: Viva 2016

Me apresto a escribir mi último post del año, el que llevo publicando desde que inicié este blog, aunque no tengo ninguna gana. De hecho, este año no me ha apetecido en absoluto felicitar las fiestas. No es que esté cabreado con el mundo, simplemente desganado, con una sensación de laxitud, como si me tocara pasar por una fase de descompresión para iniciar, a partir de la semana próxima, un nuevo ritmo de vida. Pero me pongo a ello para llegar al número redondo de diez posts de fin de año y, alcanzada esta cifra tonta, me autorizo a romper la tradición en 2016. Así que, como primera medida, deseo a quienes por aquí se pasan que el año que está a punto de entrar les sea propicio, más feliz que el que acaba pero tampoco en exceso, no vaya a ser que se emboten.

Y dada mi apatía, con lo escrito debería bastar, pero para que hacerlo un poco más largo he releído el publicado hace 365 días para verificar cuanto de acertadas resultaron mis previsiones de entonces. Desde luego, lo primero que hay que decir es que 2015 para mí ha mantenido la ligera tendencia a la recuperación desde el funesto 2013; tampoco es para soltar cohetes pero sí, mis circunstancias han mejorado. Preveía que hacia mediados de año tenía que adoptar una decisión de cambio radical, especialmente en lo referente a mi vida laboral. La decisión ciertamente la tomé por esas fechas, pero postergando su entrada en vigor hasta el inicio del 2016 y aceptando una prórroga a plazo fijo para el segundo semestre que ya se acaba. Como ya lo he contado en el post de hace dos días, sobran más palabras.

Tanto en lo afectivo como en la salud, el diagnóstico es aceptable, quizá añadiendo –como me dijo el médico hace unas semanas tras ver mis análisis– "para mi edad". Es decir, con los achaques inevitables del paso del tiempo que a veces llevo con serenidad tolerante y a veces no. En todo caso, en términos generales, me siento anímicamente sosegado, como si estuviera aprendiendo –por fin– a aceptar lo que no podemos cambiar (que no es igual a resignarse). Pero en el ámbito de las relaciones personales sí he apuntar que he vivido la desagradable situación de ganarme un enemigo. Es algo que pocas veces me ha ocurrido en mi vida y nunca, creo, con tanta inquina. Tengo la conciencia tranquila porque en ningún momento he pretendido hacer daño a esta persona y, aunque su resentimiento está motivado por algo que hice, nace básicamente de él mismo. En fin, el tiempo lo cura todo.

Quizá una objeción al año que se va es que he viajado muy poco, puede que el que menos en mi vida adulta. Este déficit me gustaría corregirlo en 2016, aunque vuelva a ser funcionario y, por tanto, sometido a horarios. Pero, paradójicamente, cuando eres tu propio jefe viajas menos, porque te falta mucho más el tiempo. En todo caso, una novedad importante del pasado año que en cierto modo ha compensado la escasa movilidad hacia al exterior, ha sido el pasar todos los fines de semana y otros periodos en nuestra finquita del campo, lo que ya ha supuesto un cambio en la rutina diaria que, sin duda, ha aportado notables ventajas a mi vida. La culpa de que ese lugar sea cada día más agradable la tiene casi completamente K, a quien se lo agradezco de corazón. En 2016, desde luego, seguiremos disfrutando de nuestro amable refugio.

Por último he de referirme al convencimiento que expuse hace un año de que nuestro sistema político-económico requería urgentemente desmontarse o, como mínimo, reformarse en profundidad. Predecía que 2015 iba a ser, en este aspecto, muy interesante. Lo ha sido, pero no tanto. Y las que no han llegado han sido las reformas que deseaba, al menos con una mínima relevancia. En el ámbito local y autonómico, las elecciones supusieron en varios sitios cambios llamativos, pero tengo la impresión que no tanto en los hechos. En cuanto al contexto nacional, las recientes elecciones no auguran transformaciones profundas. Así que a seguir esperando: el tiempo de la política y de la sociedad es mucho más lento que el de nuestras vidas, lo cual he de reconocer que me descorazona.

En conclusión, que entro en 2016 con moderada ilusión y buen ánimo; por lo menos quiero ponérselo fácil. Para mí es –ahora sí– el inicio de una nueva etapa laboral que habré de aprovechar para hacer cambios que he ido postergando en otras facetas de mi vida. Por eso, aunque sea con retraso, me deseo lo mismo que ya hice para este 2015 que se muere: que el entrante sea un año, sobre todo, de renovaciones y alegrías. Y ese mismo deseo va para los que me leéis, con el consejo añadido de no atragantarse con las uvas y esforzarse en ser feliz, que es lo único que de verdad importa. ¡Feliz 2016!

 
New year's day - U2 (The Best of 1980-1990 & B sides, 1998)

martes, 29 de diciembre de 2015

Vida laboral

Empecé a trabajar a los veintiún años, en 1981. Antes, desde la mitad de la carrera, había currado como delineante en estudios de arquitectura, pero el dinero que ganaba no me bastaba para mantenerme sino para complementar la estricta asignación que me enviaban mis padres, limitada a los costes de comida y alojamiento. Mi primer empleo me lo dieron en una fundación subvencionada por el entonces MOPU que se dedicaba a asuntos de ecología. Las oficinas estaban muy cerca de Cuatro Caminos y hasta allí iba todos los días desde la casa familiar en el antiguo P-24. Ese mismo año me concedieron una beca para un curso de especialización en rehabilitación urbana, financiado por el mismo Ministerio. Echando cálculos de lo que pude ingresar en ese primer año me sale del orden de unos 18.000 euros de hoy (convertidas las pesetas y actualizada la cantidad según el IPC gracias al INE). No estaba nada mal para un jovencillo recién titulado; suficiente para hacer planes independentistas y, como primera medida, con lo que me quedaba tras la obligatoria contribución a los gastos familiares, embarcarme en la compra (firmando letras a tres años) de mi primer coche propio, un R5 amarillo que fue siniestro total algunos años después. Si se comparan mis inicios laborales con los de las actuales generaciones es incuestionable que hace tres décadas y media, a pesar de que entonces también estábamos en una crisis (la del petróleo, que en España se presentó retardada), la situación para los universitarios que buscaban trabajo era bastante mejor que la de hoy. El paro preocupaba sobremanera (recuérdese que fue el principal activo de la victoria de Felipe González en 1982) pero estaba en el 13,5%, en torno a la mitad de lo que nos hemos acostumbrado en los últimos años. Y en cuanto al sueldo, el mío no era por aquel entonces ninguna maravilla pero estaba mucho mejor que los que se pagan actualmente a los titulados en su primer empleo, cuya media no alcanza los mil euros mensuales.

A partir del 82, gracias a quien fue profesora mía en el curso de postgrado, empecé a trabajar en el Plan General de Colmenar Viejo, primero como un colaborador más con cometido específico (el catálogo de protección arquitectónica) y, poco a poco, asumiendo más responsabilidades hasta ocuparme de la dirección del documento. De esa manera, por azar y sin que en absoluto fuera una decisión consciente, me metí en el urbanismo, campo en el que he estado toda mi vida profesional. Como es normal, fui conociendo a otros compañeros y así colaborando en varios proyectos, tanto en la provincia de Madrid como en otras localidades españolas. Nunca durante esos primeros años de ejercicio tuve un contrato laboral; trabajaba por mi cuenta, aunque no recuerdo que me hubiera dado de alta de autónomo y, por tanto, carecía de seguridad social. De otra parte, tampoco recuerdo haber hecho al principio declaración sobre la renta. Vaya en mi descargo que el IRPF era de reciente implantación (durante el franquismo apenas existía la imposición directa) y todavía no estaba tan universalmente asumido como años después (En 1985 se presentaron unas 7.000 declaraciones; cantidades ridículas para las más de diecinueve millones de la actualidad). Mis ingresos no eran regulares ni desde luego cuantiosos, pero sí suficientes para cubrir mis necesidades y expectativas. Al fin y al cabo, a esa edad ni unas ni otras eran desmesuradas. La más importante, que satisfice a los veintitrés años, ser autosuficiente; las restantes, que se iban ajustando al variable presupuesto, tener algo de dinero para el ocio, del que por esos años Madrid ofrecía de sobra y que complementaba con cuantas escapadas podía permitirme. Lo cierto es que curraba muchas horas, siempre presionado por fechas de entrega inminentes; pero también lo es que me lo pasaba muy bien, sin preocuparme apenas por los ingresos futuros.

En el verano de 1986 me trasladé al Sur de Tenerife, aceptando la oferta de un amigo de mi padre que había montado una empresa inmobiliaria en una urbanización turística incipiente de la esquina más remota de la Isla. Se suponía que iba a tener la oportunidad de proyectar muchos hoteles y otros edificios, adquirir gran experiencia en construcción y, por añadidura, forrarme. Las cosas no fueron tan de cuento de hadas, claro. De entrada, este hombre ya tenía un socio y un estudio de arquitectos de Las Palmas trabajando en sus proyectos. Éstos no me recibieron con los brazos abiertos precisamente. Como yo era el que residía en el lugar, me convirtieron poco menos que en el encargado de la oficina y de los asuntos de trámite, pero dejándome muy poco juego en las tareas propiamente arquitectónicas. Visto con perspectiva, no me cuesta entender que no confiaran en un chaval sin experiencia, aunque tampoco pusieron el menor empeño en que la adquiriese. Para colmo, el "líder" de ese estudio era un independentista convencido que no cesaba de hacerme notar mi condición de "godo", representante del colonialismo opresor español. Así que no, ese mi primer año canario no fue como me habían prometido, ni tampoco en el aspecto económico. La empresa me facilitó un coche y una casa (un chaletito con magníficas vistas a La Gomera) pero ni me contrató ni me pagó ningún dinero. Se suponía que mis ingresos provendrían del reparto de los honorarios profesionales que cobrara el estudio de arquitectos en el cual estaba "integrado"; sólo una vez me tocó algo y ya no recuerdo la cantidad, pero no fue gran cosa. No obstante yo seguía trabajando (poco) y tratando de ser útil como, por ejemplo, aprovechando mi experiencia urbanística para proponer al ayuntamiento de la localidad algunas modificaciones al desastroso planeamiento con que contaban. Hacia junio del 87, apareció entre nosotros un empleado del capitalista valenciano que era el que ponía el dinero para que el amigo de mi padre hiciera los negocios inmobiliarios. Era un tipo de mi edad y enseguida conectamos. Resultaba que las cuentas no estaban nada claras y le habían encargado enterarse de lo que pasaba. En muy pocos días empezaron a aflorar asuntos de lo más turbio y hasta tuvo que intervenir la Guardia Civil. El amigo de mi padre desapareció de la Isla sin siquiera despedirse, todo el tinglado se desmoronó y yo me quedé colgado, sin casa, sin coche y sin dinero. El saldo final de la aventura fue menos doscientas mil pesetas, los ahorros que me había traído de Madrid y que ya no existían.

Pues nada, me dije, habrá que volverse y retomar mi vida anterior. Pero justo entonces, en los últimos días que me dejaron dormir en la que había sido mi casa, vino de vacaciones Paco, un amigo de Madrid que llevaba unos añitos intentando conseguir trabajos en la capital sin demasiada fortuna. El caso es que me convenció de que probáramos a buscarnos la vida en la Isla, mudándonos, eso sí, a Santa Cruz. Entre los dos juntamos algunas perras (yo gracias a préstamos) con las que compramos un coche de segunda mano y pagamos el primer mes y la fianza de un apartamento. Gracias a otro amigo madrileño, conseguimos entrar como tasadores del Banco Exterior (desaparecido ya hace mucho) y los primeros meses sobrevivimos recorriendo la Isla para visitar viviendas diseminadas en toda su geografía, hacer los pertinentes informes de valoración para hipotecas y cobrando cada uno a precios irrisorios. Pero poco a poco, a través de contactos, fuimos conociendo gente y empezaron a salirnos algunos proyectos modestos. En unos meses nos atrevimos a alquilar un pequeño piso para acondicionarlo como estudio de arquitectura, y un año después nos cambiamos a otro algo más grande. Hacia principios de 1989 nos entraban encargos con cierta regularidad y empezábamos a disfrutar de una situación económica más o menos desahogada (no se crea que me estaba forrando, pero sí había recuperado el nivel de ingresos de los últimos años madrileños). Tanto era así que por esas fechas, con una ayuda de mis padres para pagar la entrada, adquirí un apartamento aterrazado en una urbanización a unos diez kilómetros de Santa Cruz. ¡Mi primera propiedad inmobiliaria aún sin haber cumplido treinta años! Símbolo perfecto de mi incorporación al sistema. Tenía unos 60 m2 con una magnífica terraza hacia el mar y me costó un millón y medio de pesetas (apenas 20.000 € actualizados a fecha de hoy). No cabe duda de que tuvimos suerte para, siendo absolutamente ajenos al mundo chicharrero, conseguir salir adelante. Desde luego, estábamos dispuestos a currar lo que fuera necesario y no éramos malos profesionales, pero el factor más importante fue que en esos años había abundante trabajo de arquitectura en la Isla, lo que permitía que hasta unos recién llegados pudieran coger lo que los ya asentados despreciaban (de hecho, nuestro primer proyecto –una vivienda unifamiliar en un pueblo costero– nos lo pasó uno de esos arquitectos porque le venía pequeño).

Tampoco los encargos de urbanismo eran muy codiciados por los profesionales sobrecargados de trabajo y, en esa materia, yo podía presentar un currículo aceptable para optar a concursos de los ayuntamientos. Conseguimos la redacción de las Normas Subsidiarias (figura ya inexistente) de un municipio de cierta entidad a la escala insular, lo que significó introducirnos en el entorno de la administración pública e ir conociendo a personajes de la política. Ese encargo también supuso el inicio de una cierta división en el estudio: dado que era yo el que más sabía de urbanismo me tocó ocuparme de esas tareas, dejando más de lado, inevitablemente, los proyectos de arquitectura. Aunque no fue una renuncia radical –ni tampoco voluntaria–, lo cierto es que empecé a darme cuenta de que era muy difícil moverme en los dos ámbitos profesionales. Además, a mediados de 1988, había entrado a trabajar como arquitecto municipal en Adeje, un municipio turístico del Sur y tres días a la semana me hacía más de doscientos kilómetros entre la ida y la vuelta. En las elecciones de 1987 había ganado el PSOE, pero empatado a concejales con los insularistas de ATI, un partido que se había formado a partir de la descomposición de la UCD en Tenerife. El nuevo alcalde pronto se dio cuenta de que había demasiados trapos sucios en el Ayuntamiento y también, obviamente, en la Oficina Técnica, por lo que necesitaba alguien de confianza que pudiera ponerla en orden. En esos tiempos yo andaba en muy buenas relaciones con gente influyente en el PSOE así que me encontré con la propuesta y la acepté. Lo que no me advirtieron es que tenía que andarme con mucho cuidado porque el único concejal del CDS –cuyo voto le daba el gobierno a los socialistas y como pago había pedido urbanismo– también tenía montados sus chanchullos particulares y había que procurar no ponerlo nervioso. En fin, que mis ganas de hacer bien las cosas unidas a un exceso de inocencia, hicieron que durara poco más de un año; hube de dimitir cuando comprendí que mi permanencia hacía peligrar el gobierno municipal. Aún así, creo que me dio tiempo a reorganizar la oficina e iniciar un proceso de revisión del planeamiento municipal que, pasados más de veinticinco años, todavía no ha culminado. En todo caso, fue una experiencia sumamente instructiva que recomiendo a cualquier arquitecto interesado en el urbanismo. Y además, me permitió conocer a Enrique, un ingeniero del Cabildo de Tenerife que ha sido uno de los profesionales de quienes más he aprendido.

Fue Enrique quien, pocos meses después de salir de Adeje, me llamó para una entrevista en el Cabildo porque necesitaban a alguien para coordinar y dirigir desde la Institución los trabajos del Plan Insular de Ordenación que se había encargado a un estudio de arquitectos de Barcelona. Así, a finales del 90 entré en el Cabildo, donde permanecí hasta mayo de 2008, primero con carácter interino y desde 2000 como funcionario de carrera, tras aprobar la correspondiente oposición. Mi trabajo en el Cabildo durante la última década del pasado siglo fue enormemente atractivo y puedo considerar esa etapa la más productiva y creativa de mi vida profesional. En cambio, los años siguientes, con otro presidente que despreciaba la planificación, se caracterizaron como un proceso continuado de degradación y desilusión. Supongo que a los factores externos, más o menos objetivos, ha de sumársele mi propia evolución personal. La primera etapa se corresponde con mi treintena, cuando probablemente estaba en el máximo de mi energía. Vivía en pareja, nos habíamos comprado un buen piso (en realidad, eran dos que unimos) y, además de cumplir con mi trabajo en la administración pública, seguía recibiendo encargos como profesional autónomo, en el estudio compartido con Paco durante unos años y luego en el despacho que me monté en casa. He revisado mis archivos contables de esa época y compruebo que ingresaba bastante dinero, con tendencia creciente casi todos los años. Sumando las rentas de mi mujer, teníamos una situación más que desahogada que nos permitía ahorrar (por entonces empecé a aportar a planes de pensiones) y liquidar el préstamo hipotecario de nuestra vivienda en la mitad del plazo pactado. A partir de mi cuarentena (ya con la hipoteca pagada) empecé a reducir los trabajos externos, un poco por cansancio pero también porque mi nueva situación funcionarial y el endurecimiento de las incompatibilidades lo dificultaba bastante. Así que mis ingresos se van reduciendo, pero aún así, con la progresiva actualización de los sueldos y el ascenso de mi nivel en la administración, eran más que generosos, sobre todo si los comparamos con la situación de los salarios hoy en día. Para hacerse una idea, mis ingresos brutos en 2007 eran de casi 50.000 € anuales que actualizados a fecha de hoy son algo más de 62.000. No está nada mal, máxime cuando el nivel de exigencia en la administración está muy por debajo del que se vive en la empresa privada.

En la primavera de 2008, Chiqui, un querido amigo con el que colaboraba desde hacía años en distintos proyectos, me contó que le habían pedido que su empresa llevara la dirección y coordinación del Plan General de La Laguna, que se había encargado –en original intento de acortar los habitualmente larguísimos plazos de redacción del planeamiento urbanístico– a cinco equipos profesionales, cada uno a cargo de una parte del municipio. Me propuso entrar con él y, como ya estaba harto de la degradación cabildera, acepté y pedí la excedencia. De este modo comencé la última etapa hasta ahora de mi vida laboral en el ámbito de la empresa privada aunque, ciertamente, trabajando para el sector público. Los dos primeros años fueron estimulantes, como siempre ocurre cuando inicias un nuevo trabajo. Además, todos los que estábamos en el proyecto, tanto profesionales libres como los participantes desde el Ayuntamiento, rebosábamos ilusión y ganas de hacer algo innovador y útil. De otra parte, las condiciones económicas, aunque no habían sido mi principal motivación, eran más que aceptable: más ingresos que en el Cabildo y una responsabilidad limitada pues, en última instancia, mi papel era el de director de los trabajos, no el encargado de ejecutarlos. Pero las cosas empezaron a complicarse a partir de la finalización del periodo de información pública del Avance. El que hasta entonces era concejal de urbanismo pasó a ocupar la alcaldía y convirtió la aprobación del Plan en su principal argumento político, lo que se tradujo en fortísimas presiones. Se prescindió de dos de los equipos profesionales y, si bien nuestro papel seguía siendo el mismo, hubimos de implicarnos mucho más en la redacción. El trágico punto de inflexión fue la muerte de Chiqui en 2010, a causa de un fulminante cáncer de pulmón; él, con su prestigio y autoridad moral, había mantenido el necesario equilibrio entre los muchos que estábamos implicados. También por esas fechas, venció nuestro contrato original y el nuevo que se hizo (ya estábamos en crisis) fue bastante menos generoso, lo que supuso una sensible reducción de mis ingresos. De ahí en adelante, la situación no hizo sino empeorar. En 2011 hubimos de asumir directamente la redacción, sometidos cada vez a más presiones que llegaron a límites asfixiantes, impidiendo cualquier atisbo de satisfacción por el trabajo (ello no significa, no obstante, que no viviera experiencias muy positivas). Para colmo, las exigencias no cesaban, lo que implicaba mayores gastos (siempre sobre presupuestos cerrados) que en bastantes ocasiones pusieron la empresa al borde de la quiebra; en esas condiciones, dada mi condición de socio, tuve que dejar de cobrar en bastantes fases con lo que mis ingresos siguieron bajando aceleradamente. Por fin, a mediados de 2014 se produjo el segundo documento de aprobación inicial (lleno de concesiones incongruentes a las plataformas ciudadanas soliviantadas por algunos oportunistas que, en las últimas elecciones, han entrado en el Ayuntamiento) y exhaustos y arruinados conseguimos una rescisión por mutuo acuerdo del contrato, cortando de raíz la sangría económica y anímica.

Antes de esa fecha, urgidos por la necesidad de mantener la empresa, nos embarcamos en otros trabajos menores de planeamiento (comparados con el del Plan General de La Laguna). Profesionalmente, nos permitieron aplicar la metodología que habíamos construido en otros escenarios pero en lo económico tampoco dieron resultados rentables (los precios del urbanismo habían caído a niveles ridículos). La última aventura que me tocó fue ocuparme de la dirección técnica de unos planes de modernización y renovación de los ámbitos turísticos del Sur de la Isla, que llevaba a cabo, por encargo del Gobierno de Canarias, una empresa pública. Ha sido una experiencia enormemente instructiva que no sólo me ha permitido conocer la realidad de un entorno turístico y su compleja economía (pese a vivir una isla turística, la gran mayoría de los tinerfeños viven de espaldas al fenómeno, aceptándolo a regañadientes como un mal necesario), sino también pasar de la escala necesariamente general y algo abstracta de los PGO, a asuntos mucho más concretos; en cierta medida, bajar a un plano intermedio entre la arquitectura y el urbanismo. La mayoría de estos planes fueron aprobados a toda prisa justo antes de las pasadas elecciones autonómicas (era un compromiso político del anterior Presidente), pero uno de ellos, sin duda el más importante, quedó pendiente. Así que, durante el segundo semestre de este 2015 que ya se acaba, hube de integrarme en la empresa pública para tratar de culminarlo. Sin embargo, la promesa de poner urgentemente a mi disposición un mínimo equipo de profesionales no se cumplió hasta la segunda semana de diciembre (causas burocráticas), de modo que a la fecha, con mi contrato ya vencido, el Plan sigue sin estar acabado.

Cuando acepté este último contrato, tenía ya casi decidido reincorporarme al Cabildo y los acontecimientos del último semestre no han servido sino para convencerme definitivamente. Las razones son múltiples y algunas ni siquiera se pueden decir; las resumiré en dos. La primera es que estoy cansado, creo que me conviene reducir la intensidad laboral de los últimos años (llevo dos sin vacaciones y trabajando una media de sesenta horas semanales), aunque eso signifique ir contra mi tendencia a meterme en cuantos fregados tenga al alcance. Bueno, pues será una cura de humildad, pasar a segunda línea y sacar tiempo para confeccionar el manual de urbanismo que llevo desde hace mucho diciéndome que he de escribir. La segunda, para nada despreciable, es que en la calle hace mucho frío y, por mucho que se vanaglorien los del PP, el futuro inmediato no se avista muy prometedor, al menos en mi oficio. Esta mañana, mientras cerraba las cuentas del año, comprobaba que mis ingresos han sido un 25% inferiores a los que obtendré en el Cabildo con muchas menos horas de dedicación (más o menos el 55%). Confieso que me queda un cierto regusto amargo de rendición, de haber abandonado, pero hay que ser realista. También siento que me aprovecho de un estatus, el de funcionario, que con la que está cayendo en el país, es casi insultante; pero me consuelo diciéndome que no se me puede achacar no haber trabajado bastante durante los últimos treinta y cinco años; vamos que me lo merezco. En todo caso, abro una nueva etapa (aunque sea una reposición) en mi vida laboral, probablemente la última. A ver qué da de sí.

Los hermanos Ertegun

A finales de 1920 Turquía era un hervidero. El Imperio Otomano había sido derrotado en la I Guerra Mundial, los aliados –ingleses, franceses e italianos– lo ocupaban de facto y el sultán Mehmet VI era prácticamente su títere. Pero un grupo de nacionalistas, bajo el liderazgo de Mustafá Kemal, se oponía a esa situación desde Anatolia, en el interior del país. Por esas fechas, urgido por los aliados, el gobierno otomano envió una delegación a Ankara para intentar la reconciliación con los rebeldes. Uno de sus integrantes era Munir Ertegun, un consejero legal al servicio de la administración turca. Ertegun, que pertenecía a la clase alta, tenía entonces 37 años y vivía cómodamente en Estambul, casado y con un hijo de tres años. La misión fracasó y la delegación volvió a la capital pero Munir decidió quedarse en Ankara y ofrecer sus servicios legales a Kemal, poniéndose del lado de los nacionalistas en la guerra de independencia turca. Fue en esos momentos una decisión arriesgada que podría haberle arruinado la vida. Pero los rebeldes vencieron y en 1923 firmaron con Grecia y los aliados el Tratado de Lausana, que delimitó las fronteras definitivas del nuevo Estado y supuso su reconocimiento internacional. En la ciudad suiza, como máximo responsable legal de los turcos, estuvo Munir Ertegun.

A partir de ahí, Munir inicia una brillante carrera diplomática. Es enviado primero a la sede de la Sociedad de Naciones en Ginebra, para las negociaciones de la deuda otomana (renegociar la deuda pública y acordar quitas importantes tiene larga historia). Luego, entre 1925 y 1930 fue embajador en Suiza; después, hasta 1932, en Francia; los siguientes dos años en el Reino Unido. Finalmente, en 1934, Ertegun es nombrado máximo representante de la República de Turquía en los Estados Unidos y se instala en Washington con su mujer y sus tres hijos: Nesuhi, Ahmet y Selma; tenía 51 años. Se mantendría como embajador hasta su muerte en 1944, logrando un intenso fortalecimiento de las relaciones turco-estadounidenses, tanto que en 1946, una vez acabada la II Guerra Mundial, los americanos repatriaron su cuerpo a bordo del acorazado USS Missouri, cabeza de la 3ª flota en las batallas en el Pacífico (hay que decir que mandar el Missouri a Turquía no era sólo un detalle de amistad hacia Ertegun y el pueblo turco; los americanos también querían, en los prolegómenos de la Guerra Fría, mostrar a los soviéticos su fuerza para disuadirlos de sus amagos de invasión desde el Cáucaso).

Si Munir Ertegun no se hubiera pasado a los seguidores de Mustafá Kemal es bastante probable que la historia de Turquía no hubiese sido sustancialmente distinta. Pero lo que es casi seguro es que no habría sido nombrado embajador en los Estados Unidos y, consiguientemente, sus dos hijos no habrían ido allí ni, por tanto, habrían contribuido como decisivamente lo hicieron al nacimiento de la música rock. Por supuesto, a Munir eso ni se le pasaría por la cabeza en 1920 (de hecho, aún no había nacido Ahmet, quien jugaría el papel relevante), como tampoco que sus hijos iban a ser recordados más que él mismo. O, lo que es lo mismo, parece que la Historia –siempre del lado de los poderosos– ofrece más espacio a los orígenes norteamericanos de un género musical que a los de todo un país, heredero de uno de los más grandes imperios que han existido. En todo caso, aunque los hermanos Ertegun –especialmente Ahmet– son más que conocidos para cualquier estudioso de la música popular, tampoco puede decirse que sus nombres sean famosos. De hecho, a más de uno (a mí entre ellos) le habrá sorprendido enterarse de esta "conexión turca" en los orígenes del rock.

A la muerte de Munir la familia Ertegun, como es lógico, debía regresar a Turquía; los dos hermanos, sin embargo, decidieron quedarse en los Estados Unidos. Nesuhi tenía 26 años y Ahmet 21. Es muy comprensible que los chicos, criados fuera de Turquía, no tuvieran ninguna gana de volver a su país de origen; supongo que, aún consciente de su extranjería, se sentirían integrados en Norteamérica, partícipes de su cultura. Sobre todo, ambos eran unos enamorados del jazz, afición que habían iniciado en Londres siendo apenas unos niños y cultivado con entusiasmo una vez en Washington. Hay que recordar que en la segunda mitad de los treinta, cuando los Ertegun eran adolescentes, la importancia del jazz en la música popular era ya incuestionable aunque puede calificarse en cierto modo de "esquizofrénica". Por un lado, la migración desde la década de los veinte de excelentes músicos desde Nueva Orleans y otras localidades sureñas a las grandes ciudades del Norte (Chicago y Nueva York, sobre todo) había expandido esa "música negra" por todo el país. Los empresarios más sagaces habían empezado a explotarla pero, en gran medida, los temas originales eran apropiados por las big bands y edulcorados para ser comercializados hacia el mayoritario público blanco. Es la era del swing, el estilo que "asimiló" esa música negra. Aún así, junto al éxito comercial de orquestas como la de Benny Goodman (a quien se llamó "el rey del jazz"), Artie Shaw o Glenn Miller, otros músicos –todos negros– ensayaban nuevas formas al margen de la llamada mainstream, sobre todo en Nueva York que desembocarían, ya en la década de los cuarenta, en el bebop. Eran estos intérpretes, mucho menos populares, los que interesaban a los hermanos Ertegun.

martes, 22 de diciembre de 2015

Votos a la basura

Las elecciones del domingo, como siempre, han vuelto a poner de manifiesto las deficiencias de la ley electoral en cuanto a proporcionalidad, las diferencias en el valor de los votos, que –según la Comisión de Venecia– deberían ser lo menores posibles. Ha habido casi veinticinco millones de votos útiles (24.935.064) en base a los que debían distribuirse 350 escaños del Congreso; así pues, en perfecta proporcionalidad, el "coste" de cada escaño habría debido ser de 71.243 votos. Sin embargo, gracias a la circunscripción provincial (y, en menor medida, a la Ley D'Hont y a la barrera electoral), estos costes han sido excesivamente variables entre partidos: desde 50.264 y 58.663 votos para el PNV y el PP, hasta 109.234 y 461.553 para Bildu e Izquierda Unida. De las diez formaciones políticas que han accedido al Congreso (por cierto, el mismo número que había hasta ahora: no vayan a creer que ha aumentado la "diversidad"), cuatro de ellas están sobre-representadas (PNV, PP, PSOE y Esquerra), otras cuatro sub-representadas (IU, Bildu, Ciudadanos y Coalición Canaria) y sólo dos más o menos en un margen admisible de proporcionalidad que he fijado en ±5% (Democracia y Llibertat y Podemos). Desde luego, un sistema electoral manifiestamente mejorable.

Uno de los efectos más perversos, a mi juicio, de las limitaciones a la proporcionalidad del sistema electoral vigente, es que muchísimos votos no es que valgan menos que otros sino que no valen nada. Todos aquéllos que hayáis votado a una formación política que no haya obtenido escaño por vuestra provincia habéis tirado la papeleta a la basura. Gran parte de quienes hemos hecho esto, lo sabíamos de antemano porque, gracias a las encuestas, sabíamos que nuestra opción tenía casi nulas probabilidades de alcanzar un escaño en nuestra circunscripción. Esto significa, obviamente, que un porcentaje indeterminado pero sin dudad nada despreciable de quienes habrían votado por esa opción, ante el alto riesgo de que su voto fuera despreciado, han preferido cambiarlo a otro partido con más posibilidades. No es aventurado suponer que las formaciones políticas con mayor número de "votos inútiles" habrían recibido bastantes más sufragios si los electores supieran que las probabilidades de que sus votos no iba a contar fueran mucho menores; en otras palabras, si nos garantizaran que el sistema fuese suficientemente proporcional.

¿Creéis que exagero? ¿Sabéis cuántos votos no han contado a la hora de asignar escaños en el Congreso? Este dato no suele aparecer en los periódicos y calcularlo es bastante farragoso. Provincia a provincia (cincuenta más las dos ciudades autónomas) hay que sumar los votos recibidos por todas las formaciones que, en cada una de ellas, no han obtenido escaño. Así se construye la tabla que adjunto a continuación, en la que he recogido el número de votos válidos, los que han obtenido los partidos que alcanzan representación por la provincia correspondiente, los de los que no la alcanzan y el porcentaje de estos últimos sobre los votos válidos. Como puede comprobarse en la última fila, casi tres millones de españoles tiraron sus papeletas a la basura, un 11,74% de votos válidos no valieron para nada. Nótese que cuanto más pequeña es la provincia, mayor es el porcentaje de votos inútiles, lo cual es totalmente congruente con la lógica del sistema.

Por cierto, del análisis por circunscripciones se comprueba otra distorsión del sistema electoral: el número de escaños asignado no es proporcional en muchas de ellas. En pura aritmética, por cada casi cien mil habitantes con derecho a voto debería atribuirse un escaño. Sin embargo, las provincias menos pobladas tienen más escaños de los que les corresponden en detrimento de las más populosas. Madrid y Barcelona envían 36 y 31 diputados a las Cortes cuando proporcionalmente deberían ser 40 y 47. Estas divergencias contribuyen también a aumentar la desigualdad del valor del voto (además de, en estas elecciones, favorecer al Partido Popular): el voto de un madrileño, a priori, vale menos de un tercio que el de un soriano, por ejemplo.

Por supuesto, el mayor número de papeletas en esa papelera electoral son de Izquierda Unida. 733.859 españoles eligieron a esta formación pero su voto no se tuvo en cuenta por residir en donde residían. De hecho, los dos escaños que han obtenido provienen de Madrid, la única provincia en la que las 189.265 papeletas a este grupo político sí se contaron. Tiene que dar rabia que el 80% de los votos que has recibido no valgan para nada.

Estas descaradas desigualdades se resolverían (o, al menos, se reducirían a márgenes aceptables) cargándose la circunscripción electoral que además, a mi juicio, no tiene ninguna justificación. Si las elecciones son al Congreso, deberían sumarse todos los votos de cada formación política, con independencia de donde resida el votante. Naturalmente, los candidatos no se presentarían por ninguna provincia, porque no van a legislar asuntos territoriales sino del conjunto del Estado. En la siguiente tabla he asignado a cada partido el número de escaños que le habrían correspondido en proporción al porcentaje de votos obtenido respecto del total de válidos (como he redondeado los porcentajes para asignar escaños, sobran tres que los he atribuido a aquellos partidos con los decimales más altos). Como puede comprobarse, los pérdidas más significativas de escaños van a los dos ganadores (PP y PSOE), mientras que el que más incrementa es, por supuesto, Izquierda Unida (que pasa de 2 a 13) y, en menor medida, Ciudadanos y Podemos. De otra parte, entran en el Congreso hasta seis formaciones políticas, entre ellas UPyD y Uniò (y con tres diputados el partido animalista, algo que me sorprende). En cuanto a los excluidos, representarían 130.720 votos, apenas el 0,5% del total de votos útiles; un porcentaje muy aceptable en cuanto a la calidad representativa del sistema y muy alejado del 11,74% actual.

Quienes no quieren aumentar la proporcionalidad del sistema electoral suelen argumentar que favorecer las mayorías es bueno para la estabilidad del gobierno. Tienen razón: cuánta más representación hay de los votantes en un parlamento, más diversidad de opiniones y, por lo tanto, mayor dificultad para alcanzar acuerdos. Pero es que eso es algo inherente a la democracia; de hecho, el paradigma de la estabilidad es un régimen dictatorial. Vale, me dicen, sin llegar a tanto, hay que corregir los “excesos” democráticos. En todo caso, los resultados de este domingo, con un sistema electoral marcadamente sesgado para favorecer las mayorías, no ha valido para garantizar esa ansiada estabilidad. De hecho, si los escaños se hubieran asignado con justa proporcionalidad, la situación no habría empeorado mucho; las dificultades para formar gobierno y luego para gobernar serían muy parecidas. Eso sí, habría una diferencia: que sería más notorio el hecho de que hay clara mayoría de votantes a la izquierda que hacia la derecha.

En resumen, que estaría bien que, de una vez, alguno de los partidos emergentes condicione su apoyo al tradicional correspondiente a que modifique por fin la ley electoral para que sea lo más proporcional posible (y eso pasa ineludiblemente por ir a circunscripción única). Naturalmente, ni al PP ni al PSOE les gustará la idea ¬–no en vano vienen siendo siempre favorecidos por el sistema–, pero a lo mejor es éste el momento en que no les quede más remedio que aceptar (más se resistirá el PP, cuya reforma, con el karma de la lista más votada, va justamente en la dirección contraria). Y ya puestos, se me ocurre proponer que estaría muy bien que el número de escaños se calculase en función del censo de votantes y no de los votos útiles. La representatividad seguiría siendo estrictamente proporcional pero se reduciría el número de escaños en función de la abstención. Con los resultados del domingo, el Congreso quedaría conformado por 250 diputados; cien que nos ahorramos, tampoco se va a ver mermada la eficacia legislativa.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Pirata investiga piratería

Stephen Witt era un veinteañero en 1997, cuando empezó la universidad de Chicago y descubrió la piratería de archivos musicales (mp3) a través de internet. Cuando en 2005 se mudó a Nueva York acumulaba 1.500 gigabytes de música, aproximadamente unos 15.000 álbumes. Para poner en su justo valor estas cifras hay que tener en cuenta que durante esos ocho años, la velocidad de banda de internet era mucho menor que la actual y tampoco la oferta pirata estaba tan expandida como en la actualidad. Él conseguía los mp3 en canales de chat (IRC) y, posteriormente, a través de Napster o BitTorrent. Supongo, además, que serían la mayoría de 192 kb/seg (pesarían menos que el los actuales, predominantemente distribuidos a 320) pero, aún así, el chaval debería tener casi todo el día el ordenador de su dormitorio estudiantil conectado. Aclaro esto porque, hoy en día, haber descargado 1,5 teras de música no me parece suficiente para considerarse en la vanguardia de la piratería, que era lo que Witt pensaba de sí mismo (de hecho, mi colección de música digital probablemente ronde esa dimensión). En todo caso, no quiero que el hombre se sienta menospreciado en el remotísimo supuesto de que lea este post (do you understand spanish, Stephen?).

El caso es que, rememorando su alegre juventud, Witt piensa que pertenece a la que llama "generación pirata" que, en términos de edad, correspondería a los nacidos a partir de mediados de los setenta (los mayores de ellos, como él, están hoy iniciando su cuarentena). Lo que en su opinión les caracteriza es que nunca se han planteado comprar música. Desde que ésta les empezó a interesar, descubrieron que "simplemente, estaba ahí" y no había más que cogerla; entonces, ¿para qué ir a una tienda de discos? Si eso es así (y no veo descabellado que lo sea) se entiende el esfuerzo de la industria discográfica para intentar convencer de que la piratería es éticamente mala y que eres una mala persona si descargas algo con derechos de autor sin pasar por caja. Tales campañas no deben tener mucho éxito, a la vista de la proliferación del fenómeno y también del propio testimonio de este hombre que, en una entrevista, reconoce que siempre supo que era ilegal pero no tiene nada claro que sea inmoral. En todo caso, lo cierto es que, gracias a su afanosa actividad descargadora, Stepen se ha hecho con una discoteca que, si la hubiera pagado (por ejemplo a los precios medios de Amazon o iTunes Store, le habría costado del orden de 150.000 euros, cantidad que probablemente supera los ingresos que pudiera haber tenido durante todos sus años universitarios.

Pero hay otra nota que Witt atribuye a los piratas compulsivos cuando reflexiona sobre las motivaciones que lo llevaban a descargar tanta música. Dice que lo que realmente le impulsaba –aunque no era consciente de ello– era el deseo de pertenecer a una élite, a un grupo exclusivo formado por los poseedores de una ingente cantidad de canciones. De hecho, reconoce que no ha oído toda la música que guarda en sus discos duros y que ni siquiera está seguro de saber lo que tiene. La verdad es que, con matices, algo de eso me ocurre a mí. La exuberante disponibilidad que ofrece Internet se convierte en una tentación para acumular archivos (en mi caso música y libros) pese a que es probable que –sobre todo los libros– no llegues a tener tiempo de leerlos. Cuando me paro a pensarlo, me digo que estoy guardando para el futuro, por si acaso, pero sé que me estoy engañando. Aún así, yo al menos escucho todos los días música y además me entretengo (ya lo he contado en algún post) ordenando mi discoteca y, de paso, aprendiendo cosas sobre los músicos y estilos que me gustan. Pero sí, hay mucho de cierto en lo que apunta Witt; va a resultar que la Red fomenta la variante digital del sindrome de Diógenes, aunque con la ventaja de que lo que se acumula ocupa muy poquito espacio físico (imagínense el que requieren 15.000 CDs o, peor todavía, vinilos. El otro día vi un reportaje sobre Gladys Palmera, una coleccionista de música latina, que tiene unos cincuenta mil vinilos y es impresionante lo que ocupan).

La cosa es que a este hombre, un día que andaba entreteniéndose con su enorme colección de música digital, le asaltó una duda: ¿de dónde provenían todos esos archivos que se había bajado de la Red? Tratando de responderse, comprobó que había muy poca información al respecto, que casi nada se sabía sobre las personas que había detrás de la piratería. Así que empezó a investigar por su cuenta y a averiguar hechos que le sorprendieron. Por ejemplo, él pensaba (y yo también) que la abundancia de archivos musicales en Internet tenía su origen en una multitud de personas dispersas a lo largo del mundo que, de modo individual, ripeaban sus CD y los subían. Eso era así, en efecto, pero lo cierto es que, según descubrió, la mayoría de los primeros archivos de cada disco (o de cada canción) que se subían –y que luego eran clonados repetidas veces y en diferentes servidores por esa multitud de usuarios individuales– provenían de muy pocas fuentes y éstas, además, eran grupos organizados (y obviamente clandestinos). Witt dedicó unos cuantos años a viajar incansablemente, escudriñar en multitud de fuentes (incluyendo, por supuesto las policiales) y a entrevistar a personajes apenas conocidos pero que han jugado papeles fundamentales en el proceso que durante los últimos veinte años (digamos que el origen puede marcarse con la puesta en servicio de los mp3, en tanto sistema de compresión de audio que facilitó extraordinariamente la difusión de archivos a través la Red) ha afectado, en íntima interrelación, a la industria musical y a la piratería internáutica.

El resultado es un libro –How music got free– publicado por Penguin en junio de este año. En él, Witt va presentándonos, en ameno estilo periodístico y orden cronológico, las diversas escenas y personajes que fueron jalonando este proceso del cual todos hemos oído hablar pero que no conocemos con suficiente nitidez (entre otras cosas, porque por su propia naturaleza, se ha desarrollado en ámbitos opacos a los medios, tanto si los protagonistas eran "piratas", como capitostes de la industria o investigadores policiales). Así, pasean por sus páginas nombres como el de Karlheinz Brandenburg, un ingeniero eléctrico y matemático bávaro que, al frente de un equipo de jóvenes algo excéntricos, desarrolló los algoritmos de compresión de los mp3; el de Doug Morris, un alto ejecutivo de la industria (fue presidente de MCA y actualmente lo es de Sony Music), que fue el primero entre sus colegas que afrontó creativamente la reacción del negocio frente a la piratería; y los de los propios "piratas", entre los que destaca un tal Dell Glover, trabajador de una fábrica de CDs en Carolina del Norte que se dedicó durante unos cuantos años a robar copias para ripearlas y facilitarlas a un grupo organizado de uploaders que, desde California, los subían a la Red antes incluso del lanzamiento comercial del nuevo disco. En fin, que la lectura me está interesando (voy como por la mitad) y, aunque no desvela sorpresas tan espectaculares como promete en la introducción, sí resulta bastante instructiva. De más está decir que el ejemplar electrónico que estoy leyendo es pirata (supongo que Stephen lo entiende).

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Brecha salarial

El Instituto Nacional de Estadística (INE) realiza anualmente, siguiendo la metodología de Eurostat, la Encuesta de estructura salarial, a partir de cuyos resultados se obtiene el indicador “brecha salarial” que se define como la diferencia relativa de la media de salario/hora de hombres y mujeres dentro de la economía en su conjunto. Lo aclaro: se suman todos los salarios de los varones de la muestra y se dividen entre el número de horas trabajadas, y lo mismo se hace con la muestra de mujeres. Según los últimos datos disponibles, que corresponden al año 2013 (publicados el 24 de junio pasado), la ganancia media por hora fue de 15,87 euros para los varones y 13,21 € para las mujeres. Es decir, la brecha salarial en España se sitúa en el 83,24% (porcentaje del ingreso medio de las mujeres del de los varones) o, si se prefiere, las mujeres ganan un 16,76% menos que los hombres.

El lunes, en el patético cara a cara entre los candidatos del PSOE y PP, Pedro Sánchez le imputó a Rajoy que durante esta legislatura se ha producido un incremento de la desigualdad laboral en contra de las mujeres. Una de sus acusaciones fue que hoy las mujeres cobran un 24% menos que los hombres, como consecuencia de la reforma laboral del PP. El dato es cierto pero engañoso: en efecto, la ganancia bruta media anual en 2013 fue de 25.657,17 € para los hombres y de 19.514,58 € para las mujeres (un 24% menos éstas), pero es que las mujeres trabajaron en promedio durante 2013 un 9% menos de horas que los varones. Por tanto, si quería hablar en términos de “brecha salarial” debería haber dicho que la diferencia es del 17 y no del 24%, pero, claro está, como el slogan de ese bloque era que el PP va contra los derechos de la mujer, cuanto más alta fuera la cifra mejor.

Lo cierto es que la llamada brecha salarial ha aumentado en los últimos años; es decir, desde 2008 que son los primeros datos que ofrece el INE, la diferencia entre la ganancia media por hora de los varones y de las mujeres ha ido aumentando cada año, pasando de un 15,87% en 2009 a un 16,76% en 2013. Es verdad, por tanto, que Rajoy no ha conseguido reducir esa brecha, pero igual de cierto es que tampoco se hizo durante el gobierno de Zapatero. Es decir, si nos remitimos a las cifras que esgrimió tendenciosamente Sánchez, más o menos tan mal lo hizo el anterior gobierno socialista como el actual del PP. Por más que aquél aprobara la famosa Ley para la Igualdad efectiva de mujeres y hombres (asunto sobre el que ya escribí en su día), ésta no tuvo ningún efecto real sobre la disminución de la desigualdad salarial entre sexos. En vez de airear las estadísticas demagógicamente (desde la impunidad de interpretarlas como a cada uno se le antoje ante la absoluta falta de rigor imperante), más valdría preguntarse por las causas reales de la situación actual (y de su agravamiento reciente) y sobre los mecanismos disponibles para corregirla. Porque, desde luego, que Pedro Sánchez se “comprometa” a aprobar una ley de igualdad salarial me parece un canto al sol, descaradamente electoralista y falto de la más mínima base.

Y es que, a mi modo de ver, en el asunto de la desigualdad salarial de la mujer hay que distinguir al menos dos aspectos. En primer lugar, la distribución de las categorías laborales entre mujeres y hombres. Sobre esto es difícil sacar conclusiones sólidas con los datos que presenta el INE (las variables ocupación que equivale a la categoría profesional y sector de actividad), porque la encuesta no aporta ni la proporción de mujeres trabajadoras en cada categoría o sector laboral ni el porcentaje de las horas de éstas sobre los respectivos totales. En todo caso, intuyo que la proporción de mujeres disminuye a medida que se asciende en la categoría laboral (menor porcentaje de directoras y gerentes que de trabajadoras no cualificadas en servicios, por irnos a los dos extremos en cuantías retributivas); también cabe que globalmente las mayores proporciones de mujeres se dan en sectores de actividad con ganancias medias en los rangos bajos. Si eso es así, aquí puede haber una fuente de discriminación laboral contra la mujer (si se confirma que hay obstáculos reales e independientes de la voluntad de las mujeres para dificultar su acceso paritario a los mejores puestos de trabajo), pero no cabe hablar propiamente de “brecha salarial”.

En sentido estricto, la “brecha salarial” es la que se denomina “ajustada” y que lo que expresa es la cuantía de la diferencia de los sueldos entre hombres y mujeres para los mismos puestos de trabajo. Esta brecha no se puede calcular a partir de los datos de la encuesta del INE, aunque los que aporta sí parecen indicar que efectivamente existe. Por ejemplo, en todas las categorías laborales (la variable que el INE denomina ocupación) hay una diferencia de ganancias medias absolutas (no lo sabemos por horas) en contra de la mujer. Además, puede comprobarse que, por regla general, esa brecha es mayor, por regla general, cuanto menor es el nivel retributivo de la categoría laboral o del sector de actividad. Pero –insisto– no sabemos con exactitud cuál es su cuantía; obviamente ha de ser menor que el 16,76% que es la diferencia que expresa la “brecha salarial no ajustada”. Aún así, como éste es el indicador que se maneja en las estadísticas europeas, es lícito suponer que hay una correlación entre las dos medidas de la brecha. Así, siendo el promedio europeo el 16,4%, la brecha en España es muy ligeramente superior. De hecho, es sorprendente ver el mapa de este indicador por países de la Unión Europea porque resulta que por encima de nosotros están, entre otros, Austria (23,4%), Alemania (22,4%), Reino Unido (19,1%) y Finlandia (19,4%) y yo habría apostado que cualquiera de ellos es bastante menos “machista” que nosotros y debería tener menores brechas salariales.

El segundo aspecto al que antes me refería de este asunto es si las diferencias de sueldo se producen en idénticos puestos de trabajo. Es decir, que en una misma empresa para un mismo puesto laboral, por término medio un hombre cobra más que una mujer en igualdad de condiciones relevantes (antigüedad en la empresa, nivel de formación, etc). He escuchado, aunque nunca con absoluta precisión, que esto es así y, aunque dada la insistencia he terminado por aceptar su veracidad, he de confesar que me cuesta creerlo. De entrada, en el sector público (sea Administración, empresas públicas, etc) no ocurre. De otra parte, en cualquier empresa privada de tamaño suficiente, dudo mucho que pase, básicamente porque tienen pactados los sueldos en convenios colectivos. Pero es que, sobre todo, se me hace difícil imaginar cómo se llevaría a cabo en la práctica esta discriminación. Pongamos que soy dueño de un bar y necesito un camarero y se presentan un chico y una chica: ¿le ofrezco menos a ésta? ¿acepto las pretensiones de él y no las de ella? Aún admitiendo que pueden existir comportamientos sexistas por parte de los empleadores a este nivel, se me hace muy difícil que sean de tal importancia como para generar diferencias significativas a nivel global del orden del 16%. En todo caso, me gustaría conocer estudios y casos prácticos en que se compruebe que efectivamente, dentro de una misma empresa, haya diferencias de sueldo entre hombres y mujeres para un mismo puesto de trabajo.

Ahora bien, aunque ponga un poco en duda este aspecto concreto de la brecha salarial, estoy convencido de la existencia real de una discriminación laboral en contra de las mujeres. Lo que pasa es que pienso que ésta discriminación (ciertamente machista) ha de “discriminarse” en sus diversas facetas constitutivas y analizar los componentes cuantitativos y cualitativos de cada una de ellas, así como sus causas y posibles mecanismos de corrección. A nada ayuda la burda simplificación de cifras globales (sin matizar) que meten todo en un mismo caso. Desde luego, me parece muy sencillo aprobar una Ley que prohíba que el sueldo de un determinado puesto de trabajo en una empresa no pueda variar según el sexo de quien lo ocupa (la verdad es que yo pensaba que, en las empresas en que eso ocurra, que la afectada podría denunciar el agravio con la actual legislación). Más difícil se me antoja lograr por Ley el acceso igualitario de las mujeres a los puestos de trabajo mejor remunerados.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Rockeros adolescentes (italoamericanos) hoy olvidados

Remontémonos a los tres o cuatro años finales de la década de los cincuenta, cuando en los Estados Unidos unos cuantos chavales jugaban a inventar una musiquilla muy rítmica y bastante elemental que sería el rock’n’roll. Canciones cortas de letras tontas, las más de las veces compuestas a toda velocidad por profesionales, dirigidas a adolescentes como ellos, sobre todo colegialas de los highschools que querían enamorarse y no tenían edad para angustiarse con la destrucción atómica del planeta. De esa época sobreviven aún los grandes nombres. Elvis, claro está, el más famoso, pero también Neil Sedaka, Paul Anka, Frankie Avalon, los Everly Brothers, Bobby Darin, Roy Orbison, Ricky Nelson, Ritchie Valens y también Cliff Richard, quien con Los Shadows popularizó este estilo en Gran Bretaña. Pero además de ellos, hubo muchos otros, la mayoría de corta carrera y de cuyos nombres hoy apenas queda recuerdo, aunque reconozcamos las canciones que en su día popularizaron. Mencionemos a tres de estos olvidados que tienen en común sus orígenes italianos.

 
The shape I'm in - Johnny Restivo (1959)

Johnny Restivo, ¿a alguien le suena este nombre? Con ese apellido queda claro que era de origen italiano; lo cierto es que nació en el Bronx el 13 de septiembre de 1943 y que, que yo sepa, sigue vivo a sus setenta y dos, probablemente en Florida, dedicado sobre todo a jugar al golf. Más de uno, sin embargo, reconocerá la canción que le catapultó –brevemente– a la fama; Johnny tenía quince añitos cuando, en 1959, grabó para Víctor RCA su primer single en cuya cara A sonaba ”The shape I’m in”. Buena aceptación (llegó al número 80 en la Billboard) e incluso fue nominada a los Grammy (se lo quitó Bobby Darin). De paso, ¿saben quién tocaba la guitarra en esa grabación? Un tal Jerry Landis, que no es otro que Paul Simon, entonces con dieciséis añitos, pero ya componiendo y haciendo pinitos musicales, tanto en solitario como con su amiguete Art Garfunkel (el duo por entonces se hacía llamar Tom&Jerry). Pero dejemos a Simon, que es una de las figuras señeras de la música popular reciente, para recuperar la memoria de nuestro olvidado Johnny. Naturalmente, como tantos otros, era un producto envasado por la discográfica para consumo de las escolares de los highschools estadounidenses; otro italoamericano, éste para las hijas de las mamás que adoraban a Sinatra. Y qué mono era y lo bien que quedaba fotografiado en ropa de baño, erotismo vintage para adolescentes. Lo suficiente para grabar algunos pocos temas más y, todavía un crío, embarcarse en giras por el extranjero. Primero a Australia, donde su ”The shape I’m in” había llegado al octavo puesto de las listas, y de allí a Chile, Argentina y Brasil, países en los que llegó a tener en esos primeros sesenta programas de televisión. Saltaría en 1963 a Sudáfrica y dos años después a Londres; más tarde a Israel, Italia, París, y así nos ponemos en 1967 y su vuelta a los USA: el chico ya tiene veinticuatro años y se ha pasado ocho dando tumbos por el mundo. Continuaría de trotamundos –sacando jugo suficiente de su éxito adolescente para ganarse la vida pero desde luego sin pintar nada en el panorama musical ni en la evolución del rock– hasta 1981 en que parece que montó una tienda de muebles. Entre tanto le había dado tiempo a casarse (y divorciarse) cuatro veces y engendrar tres retoños. Por cierto, la RCA española distribuyó en nuestro país cuatro sencillos del Restivo adolescente, en el 59 y en el 60 (abajo pongo las imágenes). Supongo que animarían los guateques de aquella época en una España gris pero con el régimen dispuesto a “modernizarse”; no lo sé, yo era un bebé.



 
Oh Julie - Sammy Salvo (1958)

Otro del que casi nadie habíamos oído hablar es Sammy Salvo, nacido en 1932 en Birmingham, Alabama, bajo el nombre de Salvatore Anselmo. Muy poco, casi nada, he conseguido averiguar de su vida. Ya habría acabado de largo la highschool cuando consiguió que Joe Rumore, el más prestigioso conductor de programas radiofónicos musicales locales, le emitiera dos de sus composiciones y, además, lo patrocinara en giras por el Estado. Rumore incluso le produjo un sencillo en el estudio de grabación que había montado en su tienda de discos de Birmingham. Calculo que sería hacia 1957 (Salvatore ya no era un adolescente aunque la música que hacía iba hacia ese mercado) cuando, también gracias a los contactos de Rumore, le hacen llegar una demo al gran Chet Atkins (quien ya por entonces era unánimemente admirado) y éste, al cabo de unos meses, lo llama a Nashville para que firme un contrato con la RCA. Así, durante el 58 y el 59 saldrían al mercado casi todos sus éxitos, incluyendo los dos que había grabado en Birmingham (Lonely dreamer y One little baby); pero el que más fama le dio e hizo que se le augurase una larga carrera fue el meloso Oh Julie que subo a este post. En fin, que el chico prometía y empezó a hacer giras por los estados sureños y a acumular su propio hatajo de admiradoras, una de las cuales –se llamaba Carol Park– debía ser tan insistente que hubo de dedicarle una canción cuyo título (Don’t cast your shell on me) parecía sugerirle que pasara de él; no obstante, en 1961 se casó con ella. En el 60 finaliza su contrato con la RCA y su estrella comienza a declinar. Aguantará unos años recorriendo Alabama como animador de fiestas locales hasta que, en los primeros años de su treintena, se convencería de que no le quedaba mucho que rascar en el music business. Así que con su hermano abrió un negocio para abastecer de carne a restaurantes. Fin de la historia.

 
I wonder why - Dion & The Belmonts (1958)

La tercera y última reseña de este post la dedico a Dion DiMucci y su grupo Dion & The Belmonts, otros italoamericanos, también del Bronx, como Restivo. El chico nació en 1939 y desde muy pequeño acompañaba a su padre Pasquale en sus actuaciones de vaudeville, así que las aficiones artísticas le venían desde siempre. Empezó a demostrar sus dotes, especialmente vocales, en las calles y pequeños clubes del barrio, y ya con solo quince años le hicieron grabar un primer sencillo con una banda de estudio que alcanzó cierto éxito local. Pero el chaval prefería juntarse con sus colegas, de modo que con otros tres italianos que vivían cerca de la avenida Belmont (conocida en esa época como la Little Italy del Bronx) formó una banda a la que denominaron, justamente, Dion and The Belmonts. El grupo se adscribe al estilo que se ha dado en llamar doo wop que, para que nos entendamos, corresponde a esas cancioncillas, casi siempre de corte romanticón, en que detrás de la voz principal hay otros haciendo dudús y uauás en distintos tonos vocales. Por lo visto, aunque la tontería había sido un invento de los negros –como casi todo en la música popular estadounidense– para la segunda mitad de los cincuenta tenía un considerable éxito entre los adolescentes blanquitos que se pasaban ensayando arreglos para ligar con las chavalas de los institutos. En fin, el caso es que Dion y sus amigos, después de algunos sencillos que pasaron sin pena ni gloria en 1957, fichan a principios del 58 por Laurie Records y graban el que sería su primer éxito, I wonder why, que llegaría al puesto 22 de la Billboard y les abriría el acceso a la televisión nacional. Luego unos cuantos hits más (No one knows,) y cada vez más populares, tanto que fueron invitados a participar en el tour Winter Dance Party por el Medio Oeste americano con los más grandes del momento: The Coasters, Buddy Holly, Bobby Darin, Ritchie Valens and The Big Bopper. Cuando el 2 de febrero Buddy Holly decidió alquilar una avioneta para volar hasta el próximo concierto, Dion no quiso pagar el precio y prefirió ir hasta Fargo por las heladas carreteras en el autobús escolar que estaban usando. Eran 36 dólares, la misma cantidad que pagaban sus padres con grandes esfuerzos por el alquiler de la casa familiar en el Bronx. Fuera por remordimientos o por tacañería, su negativa le salvó la vida porque al día siguiente el aeroplano se estrelló muriendo Buddy Hollie, Ritchie Valens y Big Bopper (el día que murió la música, como acuñó Don McLean en su conocida American Pie). La tragedia no impidió que Dion con sus Belmonts siguiera escalando puestos en las listas con sucesivos temas durante ese 1959: A teenager in love que llegó al 5º y Where or When que fue número 2. Pero en el 60 las cosas empezaron a torcerse: Dion tuvo que hospitalizarse para tratarse su adicción a la heroína que arrastraba desde adolescente y las diferencias económicas y musicales con los Belmonts se agudizaron. Parece que Dion quería tirar más hacia el rock y los otros, así como la discográfica, preferían seguir explotando los estándares vocales pop, que a nuestro chico ya empezaban a abirrirle. A partir de entonces, aunque Dion DiMucci ha prolongado su carrera prácticamente hasta la actualidad (su último álbum, Tank Full of Blues, es de 2012) nunca ha vuelto a la primera plana de la popularidad musical.

jueves, 10 de diciembre de 2015

El derecho a la vivienda en estas elecciones

Como todos sabemos, la Constitución española proclama en su artículo 47 que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, y ordena a los poderes públicos que promuevan las condiciones necesarias y establezcan las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho. Se trata de un derecho de los que los constitucionalistas llaman "de segunda generación" o, más inteligiblemente, de los económicos, sociales y culturales. Estos derechos, entre los que además se cuentan, por ejemplo, los derechos al trabajo, a la educación y a la salud, se empezaron a reconocer en los marcos jurídicos occidentales hacia mediados del siglo pasado, cuando ya estaban suficientemente consagrados (aunque distantes en muchos sitios de ser efectivos) los llamados derechos civiles y políticos (los de "primera generación") nacidos de las revoluciones liberales de finales del XVIII que están en la base de los Estados Unidos y de la República Francesa. El problema estriba en que los derechos sociales y económicos –cuyo ejercicio efectivo dota de contenido real al llamado Estado del Bienestar– son, en gran medida, más declaraciones de voluntad, aspiraciones bienintencionadas, que derechos en sentido estricto. Así, para ninguno de estos derechos (tampoco para el de la vivienda), en tanto no están recogidos ni en el artículo 14 ni en la Sección primera del Capítulo segundo de la Constitución, puede un ciudadano recabar la tutela judicial ante los Tribunales ordinarios, ni tampoco presentar un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Dicho de otro modo, si tú, españolito, no disfrutas de una vivienda digna (o, por ejemplo, te han desahuciado de la que habitabas) no puedes reclamar ante un juez que te imposibilitan ejercer el derecho constitucional; del mismo modo, si has "ocupado" una vivienda vacía, tampoco te admitirán que sigas en ella aunque digas que estás haciendo efectivo ese derecho. El otro día, en el debate "a cuatro", Pablo Iglesias dijo que su partido pretendía "blindar" estos derechos recogiéndolos en la Constitución y enseguida se le echaron todos encima diciéndole que ya estaban recogidos. Imagino que lo que pretendía decir es que pretendía convertir estos derechos "declarativos" y absolutamente inoperantes en la actualidad, en derechos "efectivos", que el Estado esté obligado a satisfacer a requerimiento de cualquier ciudadano. Ciertamente, en la medida 135 de su programa electoral, este partido se compromete explícitamente a modificar el artículo 53 de la Constitución (justamente el que permite la exigir judicialmente la satisfacción de los derechos constitucionales) para equiparar los derechos económicos, sociales y culturales a los derechos civiles y políticos.

Naturalmente, el asunto se las trae. Imaginemos que un ciudadano reclama ante los Tribunales – por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad– que el Estado le facilite una vivienda digna. La primera cuestión que surge es si el ejercicio del derecho, que debe garantizar el Estado, debe ser gratuito (como, por ejemplo, se supone que es el derecho a la educación o a la sanidad). Hoy por hoy, parece un poco fuerte pretender tal cosa. Unidad Popular-Izquierda Unida se moja a este respecto en su programa (página 66 y ss): proponen que se faciliten viviendas públicas en régimen de alquiler a un precio máximo no superior al 30% de la renta de la familia solicitante (que disminuye hasta un máximo del 10% en el caso de que ésta no alcance el salario mínimo). Fíjense que esta propuesta deshace la ambigüedad constitucional del derecho a la vivienda tal como aparece en la Constitución y lo convierte en algo concreto. Si los precios de alquiler de las viviendas en el mercado libre (o la cuota normal de las hipotecas) están por debajo del 30% de mis ingresos mensuales, no tendría sentido que yo reclamara que se me diera una vivienda pública en alquiler (porque podrían fijarme una renta superior a la del mercado) pero, en cambio, si están por encima tendría la seguridad de que el Estado me garantiza el ejercicio de este derecho, que no quedaría en meras palabras vacías. Si tenemos en cuenta que el contar con alojamiento es algo absolutamente fundamental (mucho más, si me apuran, que el que me faciliten la educación de mis hijos) y que no creo que a nadie que no pueda satisfacer esta legítima aspiración le tranquilice el saber que se le reconocen los derechos civiles y políticos, me parece que va siendo ya el momento de que el Estado –o los políticos que ahora piden nuestros votos para "ocuparlo"– empiecen a tomarse en serio cómo hacer efectivo el derecho a la vivienda. He citado parte de lo que al respecto dicen los de Podemos y los de Izquierda Unida en sus programas, pero he revisado también los de los otros tres partidos con más expectativas electorales. El PSOE (páginas 230 y ss) relaciona hasta una treintena de propuesta en materia de vivienda, pero todas ellas de marcado carácter voluntarista sin que se traduzcan en compromisos concretos y verificables (abusan de verbos como promover, facilitar, procurar, etc); a lo más que llegan en el asunto que estamos tratando es a "proponer la redefinición del derecho a la vivienda en la Constitución, para garantizarlo de manera efectiva" pero, desde luego, sin decir que van a permitir la tutela judicial de su ejercicio (Podemos) ni que van a garantizar un parque público para que a cualquiera con determinadas condiciones de renta se le facilite una vivienda (IU). Ciudadanos, bajo el epígrafe "derecho a la vivienda", se limita a sólo dos frases vaporosas relativas a la protección de los desahuciados en situación de emergencia social sin, desde luego, entrar a las cuestiones de fondo; ya me lo esperaba. El PP, finalmente, ni se molesta en hablar del derecho a la vivienda (lo cual tampoco me sorprende, conocido el recurso que interpuso el abogado del Estado contra la Ley de Vivienda andaluza y del cual ya he hablado en este blog), bastándole asegurar que "mantendremos una política de vivienda orientada a las necesidades reales de las personas que más lo necesitan" ¿esto es lo que han hecho durante los pasados cuatro años?

Los creyentes en la religión neoliberal (en la actualidad casi religión de Estado y que, desde mi punto de vista, es fielmente acatada por PP y Ciudadanos, pero también aunque con ligeras protestas heréticas que no traen luego consecuencias, por el PSOE) me dirán que eso de garantizar el derecho a la vivienda está muy bien en teoría, pero no hay recursos públicos para hacerlo realidad. Supongo que, en algún otro momento histórico, podrían haber dicho lo mismo sobre garantizar una asistencia sanitaria a toda la población o que cualquier niño pudiera (e incluso tuviera que) ir al colegio. De hecho, el hacer efectivos estos dos derechos (que están en el mismo grupo que el de la vivienda) supone las mayores cuantías del gasto público en los presupuestos de las Comunidades Autónomas (en Canarias, el 62%), que son las que tienen estas competencias. En cambio, lo que se gastan en las políticas de "acceso a la vivienda" (también de competencia autonómica) es una cifra ridícula en comparación (en Canarias no llega al 1%). Y es que, mientras hemos asumido –simplemente porque así nos hemos encontrado las cosas– que el Estado tiene que garantizarnos la educación y la sanidad (y hasta los más neoliberales que pretenden desmontar estos sistemas públicos tienen que disimular sus intenciones ante la inmediata movilización ciudadana), aceptamos dócilmente que la vivienda (y los suministros básicos como la energía, el agua, los servicios de transporte, de telecomunicaciones) ha de ser facilitada por el "mercado", en las condiciones y precios que "libremente" resulten de éste. Yo, desde luego, creo que, frente a las actuales tendencias neoliberales, no basta con una actitud defensiva sino que, por el contrario, hay que pasar a reclamar que los derechos sociales que nuestra Constitución proclama sean de verdad derechos, que se aprueben mecanismos que garanticen su efectividad real (o, si no, dejémonos de hipocresías y quitemos de la Carta Magna eso de que todo español tiene derecho a disfrutar de una vivienda digna). Al final, se trata de una elección política: en vez (o además, si se quiere) de garantizar mediante la famosa modificación del 135 el pago de la deuda pública, garanticemos la eficacia de los derechos que reconocemos (de boquilla) a los ciudadanos.

 Por último, he de añadir que crear en España un parque público de vivienda destinado a posibilitar el ejercicio efectivo del derecho reconocido en el artículo 47 CE (naturalmente, en alquiler) no me parece un disparate en términos de viabilidad económica. Al contrario, estoy casi seguro de que es perfectamente asumible dar satisfacción a la demanda previsible (tomando como referencia los porcentajes de renta familiar que propone Izquierda Unida) sin descalabrar las cuentas públicas, amén de que hay diversas formas complementarias para coadyuvar al mismo fin (entre ellas, por ejemplo, acuerdos "forzosos" con los grandes propietarios de viviendas vacías, entre los que el principal es el SAREB, que no deja de estar avalado por el dinero público). Lo escandaloso es que ni siquiera se ha planteado en serio hacer estos números para que se pueda discutir lo que significaría contribuir a hacer efectivo el derecho a la vivienda. A raíz de las tristes experiencias vividas durante los últimos años como consecuencia de la brutal ruptura del sueño inmobiliario, algunas comunidades autónomas han empezado a reflexionar y legislar sobre los problemas de fondo, si bien con poco éxito real dada la beligerante actitud del gobierno central del PP. Ahora, ante unas elecciones generales es la primera vez que yo recuerde que, al menos dos partidos de los cinco que he revisado, plantean propuestas dirigidas al meollo del asunto, que no es otro que el contenido real de este derecho constitucional. Los otros tres, sin embargo, se quedan en lo retórico. PP y Ciudadanos se limitan a medidas cosméticas para aparentar que les preocupan los desahucios, lo único que ha llegado a tocar la sensibilidad de los aborregados españoles; pero estoy convencido (mucho más con respecto al PP) que son meras concesiones obligadas para ganar votos, que no creen y ni quieren intervenir el "mercado libre" de la vivienda. El PSOE, por su parte, sigue en este tema en la misma crisis de identidad que ya le está durando demasiado: muchas declaraciones "buenistas" (incluso apuntando en la dirección correcta) pero ningún compromiso concreto. Y lo malo es que tienen en su contra que han dispuesto de bastantes legislaturas para avanzar en esa línea que proclaman de hacer efectivo el derecho a la vivienda y en cambio no han dado pasos significativos. Pues nada, así están las cosas; espero que este breve post sirva para ayudar a votar con un poco más de idea a alguno.

martes, 8 de diciembre de 2015

La cómoda mágica o súper-ratón

En nuestra finca rústica, como es natural, hay ratones. También ratas y conejos, pero estos otros roedores no suben hasta las proximidades de la casa (aunque las primeras, más audaces que los segundos, llegaron a instalarse en el entorno del gallinero, pero creemos haber logrado que se retiren). Revindicando el que parece ser un atávico instinto femenino, K muestra una pertinaz hostilidad hacia estos animalitos, mezcla de asco y miedo, y no está dispuesta a compartir hábitat con ellos. No es mi caso, la verdad, que hasta me resultan simpáticos, pero nada se puede oponer a las fobias por muy irracionales que sean (no tanto, que causan estragos en la huerta). Por tanto, desde hace tiempo, estamos en campaña de exterminio, al menos en el interior de la vivienda (imagínate que un ratón se metiera de noche en nuestra cama, qué horror). Descartamos con ellos los venenos, tras leer la descripción de los efectos de esas sustancias tóxicas, incompatibles con una mínima compasión; además, cabía el riesgo de que los ingiriesen nuestros dos perros o el recientemente adoptado gato, daños colaterales que, desde luego, serían inaceptables. Así que optamos por unas trampas de duro plástico negro, similares a dentadas bocas abiertas en cuyo paladar se dispone un cebo; en cuanto el ratón lo toca, las crueles mandíbulas se cierran de golpe sobre el tierno cuerpecito, causándole una muerte lo suficientemente inmediata para que –eso espero– el animalito ni llegue a enterarse. Doy fe de que los artilugios son eficaces porque, una vez estratégicamente colocados, fueron ofreciendo cada amanecer sus macabras cosechas de cadáveres. Así pasaron unos cuantos días hasta que dejaron de aparecer nuevos difuntos, bien porque los que convivían con nosotros hubieran sido completamente exterminados, bien porque los supervivientes decidieran mudar su residencia (prefiero pensar que haya sido esta última alternativa).

No obstante, K, haciendo gala de una encomiable prudencia innata, quiso mantener dos de los cepos precaviendo eventuales regresos ratoniles y, de ese modo, sentirse más tranquila. Uno de ellos lo colocó en el cajón inferior de una vieja cómoda de madera apoyada contra la pared en ángulo ortogonal con el final de la encimera de la cocina. Casi todos los días, echa un vistazo para comprobar que ahí sigue, con sus fauces abiertas, probando que ningún roedor se aventura ya por nuestros dominios más privados. Pero ayer por la tarde, al abrir la gaveta, no vio la trampa. El estupor dio paso en un segundo al susto: había caído un ratón pero no había muerto sino solo atrapado (por la cola, una pata) y, desesperado, había corrido a esconderse entre la ropa ahí doblada arrastrando consigo el cepo. Por supuesto, no iba a ser ella quien removiera nada, así que me tocó ir sacando una a una todas las prendas, previo cuidadoso tanteo, hasta dejar la gaveta absolutamente limpia. Luego, comprobar que allí no había rastro ni de roedor ni de trampa. A continuación hube de desencajonar el cajón y, echado boca arriba, iluminar el suelo cerámico del interior para verificar que tampoco había nada. Examinando el interior del mueble, concluimos que la única posibilidad era que el ratón hubiese trepado por la tabla vertical que cerraba posteriormente la cómoda y colado en el cajón superior a través de la ranura que quedaba entre el fondo de éste y aquélla. Sin duda una proeza para un ratón herido con una trampa a cuestas, pero quizá se tratara de un ejemplar de extraordinarias dotes atléticas. Por tanto, repetí la operación con la segunda gaveta con idénticos resultados. Después con la tercera para lo mismo. Y por fin con los dos cajones superiores –de la mitad de ancho cada uno– y tampoco nada. Para entonces, el nerviosismo de K estaba en zona roja.

Aún así era capaz de razonar. Logramos que descartara que se trataba de un súper-ratón que había empujado el cajón desde dentro para escapar llevándose el cepo; también que la cómoda tuviera propiedades mágicas en virtud de las cuales algunos objetos de su interior se desvanecían. Hasta comprobamos que los cajones no tuvieran doble fondo, idea peregrina que sugirió K. Le propuse entonces la que parecía ser la única opción que quedaba: que simplemente hubiera quitado la trampa de la gaveta. Me lo negó rotundamente. Se acordaba perfectamente de cómo la había colocado y de todas las veces que la había comprobado. Además, me dijo, si la hubiera quitado, me acordaría y ¿acaso no sabría dónde la he puesto? A veces –yo incluso con frecuencia– nos olvidamos de actos que realizamos, le contesté. Pero no la convencí. Hasta se enfadó conmigo porque no me esforzaba lo suficiente en resolver el misterio: no entiendo que tú, que tanto te la das de racional, no estés intrigado por encontrar una explicación lógica a lo que pasa. Algo tenemos que hacer porque, si no, no voy a poder dormir tranquila. Pero, por mucho y muy angustiosamente que te torture el cerebro, la vida sigue, y ya se hacía la hora de cenar y ver el debate a cuatro que tanto se había publicitado. Un rato después, mientras Ana Pastor y Vicente Vallés presentaban a los políticos, K soltó de pronto una exclamación e inmediatamente una carcajada. Se volvió hacia mí, me cogió la mano, y sonriendo me dijo: me vas a matar, pero ya he descubierto lo que pasó. Y es que no hay cómo desconectar la mente para que los misterios se aclaren.

martes, 1 de diciembre de 2015

Vargas (7)

¿Cómo era Nueva York en 1916, cuando ese chaval peruano, de escasos veinte años, decidió quedarse a comenzar una nueva vida en la Gran Manzana? Me referiré a Manhattan, a la isla delimitada por el Hudson y el East River, en realidad un pequeño ramal de aquél justo antes de la desembocadura en el Atlántico.; una isla pequeña (59 km2) y alargada (casi 22 kilómetros), bastante plana aunque tiene sus pequeñas colinas. Yo he estado allí sólo dos veces, a finales de los ochenta la primera y unos diez años después. En ambas ocasiones me alojé en casas de amigos y en ambas ocasiones pateé la ciudad hasta la extenuación, disfrutando enormemente. Y es que Manhattan me gusta mucho y, sobre todo, me parece interesantísima. Probablemente no hay en el mundo un lugar en que en tan limitado espacio se concentren tantas cosas, tanta actividad. Según voy escribiendo me digo que he de prepararme un viaje a Nueva York; últimamente estoy demasiado sedentario.

Pero la ciudad actual, o la que yo conocí de hace pocos años, es muy diferente de como era hace un siglo. Sin embargo, pese a que ha cambiado mucho en su materialidad física, su plano urbano es sensiblemente similar al actual y lo es desde principios del XIX. A finales de 1783 los británicos evacuaron Nueva York y se nombró Gobernador del Estado y, posteriormente, alcalde de la ciudad. Pues bien, casi desde el principio de su andadura independiente, los administradores de la que entonces apenas ocupaba lo que hoy se llama Lower Manhattan (más o menos desde Battery Park hasta casi el Ayuntamiento –City Hall– que se construyó en 1812 en el límite norte) estaban obsesionados por diseñar la malla urbana que ocupara la totalidad de la Isla. Así, tan temprano como en 1797, se encargó un primer proyecto que nunca llegó a cuajar. En 1807 se nombró a unos comisarios con plenas competencias para elaborar un plano "con el trazado de las futuras calles de modo que conjugara regularidad y orden con el beneficio público, en particular para conseguir una ciudad saludable". La aventura de medir y cuadricular Manhattan –porque fue una aventura que merece contarse, pero no ahora– duró casi cuatro años y en 1811 se aprueba el Plan que ordena desde el Norte de Houston Street hasta la calle 155, que marca el límite en Harlem y Washington Heights. Si superponemos el plano de 1811 al de la ciudad actual, las coincidencias son altísimas; tan sólo algunas variaciones, entre las que la más destacable es Central Park que no fue planificado hasta mediados del XIX.

Con la isla bien diseñada, de lo que se trataría durante el siglo XIX es de ir ocupándola: abriendo esas calles, loteando las manzanas resultantes en parcelas edificables, construyendo los nuevos inmuebles. Lo que es verdaderamente sorprendente es que para 1916, la práctica totalidad del Plan se hubiera consolidado e incluso la parte más septentrional –hasta llegar al río Harlem– estuviera también bastante ocupada. En esos poco más de cien años, la población de Manhattan había pasado de algo menos de cien mil habitantes a unos dos millones trescientos mil; nada menos que multiplicada por 23. De hecho, la Isla en esas fechas en que Vargas arribaba, alcanzaba su máximo demográfico histórico (hoy allí viven 1.600.000 personas). Naturalmente, la ciudad que deslumbró a Alberto era mucho más chata que la actual. Ya había empezado la fiebre de los rascacielos, pero con alturas moderadas y todavía sin la intensidad brutal que se dispararía a partir de los treinta. Aunque ciertamente la capital era la ciudad más dinámica de los Estados Unidos, y continuamente se construían edificios no residenciales, todavía la mayoría del parque inmobiliario se destinaba a vivienda. Piénsese que la superficie edificada del Manhattan de hoy tiene que multiplicar por bastante la que había en 1916 y, sin embargo, hay menos habitantes; esto significa que durante el siglo pasado se produjo un crecimiento brutal en altura (la ciudad sobre sí misma) orientado hacia una intensísima terciarización. Ese proceso, cuando Vargas llegó, estaba en sus primeras fases.

Sobre Nueva York y su historia urbana hay infinita documentación, gráfica y escrita, de modo que uno se podría pasar la vida reconstruyendo el paisaje de sus calles, las movidas de sus gentes, en la época que se prefiera. He encontrado en la web de The New York Public Library un Atlas of the Borough of Manhattan datado en 1916, con unas doscientas hojas detalladas en las que se ven las calles, manzanas, parcelas y edificios existentes a esa época. En sus páginas recorrer, por ejemplo, los lotes de la Quinta Avenida, donde Alberto consiguió su primer trabajillo neoyorkino, no como pintor o dibujante, desde luego, sino aprovechando sus conocimientos del oficio para el que se había preparado desde niño en Arequipa y varios años en Suiza: la fotografía. No descubro, sin embargo, el estudio donde el chico ganaría sus primeros dólares retocando clichés. Pero sí veo, en la esquina con la Calle 9, la primera mansión familiar que se erigió en la que hoy es la avenida más glamurosa de la ciudad. Me refiero a la de Henry Breevort, primogénito de una estirpe terrateniente holandesa (de las más rancias familias neoyorkinas) quien, a sus cuarenta años y deseoso de construirse una residencia acorde a su vanidad, fue convencido por su padre para que, en vez de instalarse en el entonces prestigioso vecindario de Bond Street, lo hiciera al exterior de la urbe consolidada, en los terrenos de la familia, para que fuera él quien marcara la nueva directriz de desarrollo urbano (y, de paso, multiplicar por mucho el valor de su propiedad). Así lo hizo, encargando a dos de los más reconocidos arquitectos del momento el diseño de la nueva "casita", un mazacote sensiblemente cúbico en lo que denominaban revival griego, un pastiche estilístico con abundantes columnas y frontones. La mansión estaba concebida tanto para vivir como para hacer una ostentosa vida social. Tenía dos salas de billar, una inmensa biblioteca, un salón de baile ...; en la primera planta, siete enormes dormitorios; en la tercera (de menor altura), nueve habitaciones para el servicio. Allí se celebró, en 1940, un espectacular baile de disfraces, inédito en la ciudad, que fue el furor de la temporada. Asistieron casi seiscientas persona, escogidos de lo más granado de la sociedad neoyorkina. A partir de él, los notables –los Vanderbilt, los Astor, los Bostwick, los Withney– empezaron a mudarse a la Quinta, convirtiéndola en la sede de esa alta sociedad inmensamente rica y clasista que nos describe Edith Warthon en La Edad de la Inocencia.

Esas mansiones todavía existían en 1916 y nuestro joven protagonista tuvo que pasear delante de sus fachadas aunque, sin duda, ni osaría asomar las narices más allá de sus umbrales. Me lo imagino caminando desde Wahington Square (el antiguo cementerio reconvertido a plaza) por la acera Oeste, cruzando la calle octava y deteniéndose delante de la casa de los Rhinelander, con su fachada de ladrillo rojo y portada de granito (sería demolida en los cuarenta). Un poco más allá, en la esquina con la Novena (enfrente de la ya mencionada mansión Breevort), se erigía el Hotel Berkeley, de seis pisos, construido por los propios Rhinelander a mediados de los 1840 para albergar a familias transeúntes bien acomodadas (hoy sería algo así como un apartahotel). Ahí no se alojaría Alberto, desde luego, aunque es posible que, algunos años después, sí disfrutara del agradable café-terraza al aire libre de la planta baja; eso sí, antes de 1939, fecha en que fue sustituido por un edificio de apartamentos de diecisiete plantas, proyectado por el estudio de arquitectos Boak & Paris, uno de los más representativos del Art Deco neoyorkino. Cruzando la calle 9 se fijaría en la casa de los Breevort, aunque por entonces la habitaba de 1848 la familia De Rahm, quienes en 1919 la venderían a los Baker, otros supermillonarios de la época. Éstos se plantearon rehabilitarla pero no llegaron a hacerlo; durante los veinte, ese primer tramo de la Quinta había perdió su carácter señorial (las grandes fortunas se mudaban al Upper Manhattan, en el entorno de Central Park), así que a mediados de la década vendieron el inmueble para que, en su lugar, se erigiera otro edificio de apartamentos de dimensiones similares al anterior. Luego Alberto cruzaría la calle Décima y se encontraría con la Iglesia de la Ascensión, construida en estilo neogótico en los años cuarenta del XIX. No tengo ni idea si nuestro chico era religioso (de serlo, imagino que católico y no episcopaliano como esa iglesia) o le interesaba el arte sacro; en todo caso, viniendo de París poco le diría ese edificio de ladrillo. Enfrente del templo, en la otra acera de la Quinta Avenida, estaba el Hotel Grosvenor, abierto en 1876 también para clientes de alta posición y que había alcanzado una respetada fama de distinción; también sería sustituido en la década de los veinte por otro edificio de de diecisiete plantas, hoy ocupado por la Universidad de Nueva York.

Si seguimos acompañando a Vargas, enseguida nos toparemos con la First Presbiterian Church que cubría entonces y sigue cubriendo hoy toda la cuadra comprendida entre las calles 10 y 11. En la siguiente manzana, tras unos solares sin construir (¡sorpresa!), estaba el edificio de la McMillan Company, una de las editoriales más importantes del país, con una composición de arquería en fachada que se me antoja presuntuosa y absurda, anuncio, con más de medio siglo de anticipación, de las tonterías de la arquitectura posmodernista. En fin, dejemos a Alberto que continúe solo porque, aunque me resulta divertido resucitar edificios que en su mayoría han desaparecido, el repaso se haría eterno. Pero este breve recorrido de unas pocas manzanas al inicio de la Quinta Avenida me ha valido para comprobar que nuestro protagonista llega a Manhattan al final de una época, al menos en lo que a la arquitectura de la ciudad se refiere. Ciertamente, la ciudad no estaba ya compuesta de casitas bajas –hemos visto abundantes mazacotes de seis plantas– pero habría que esperar a los felices veinte (no tanto en los USA, pues fueron la época de la Prohibición) para que estos inmuebles cayeran para ser sustituidos por torres de la que podríamos llamar la primera generación de rascacielos (aún por debajo de los veinte pisos). De hecho, 1916 es un año clave en la historia de la planificación urbana neoyorkina, ya que se aprueba la primera normativa reguladora de las alturas de los edificios (la 1916 Zoning Resolution) ante la preocupación ciudadana por el incremento de rascacielos, en especial en el Downtown. Las alarmas se habían disparado el año anterior con la finalización del Equitable Building, un edificio de oficinas de 40 plantas en el 120 de Broadway (entre Pine y Cedar Streets, en el distrito financiero). Algún día he de hablar de esa normativa de principios del pasado siglo, que tanto influyó en la conformación de los futuros rascacielos y por ende del paisaje urbano neoyorkino.

En fin, discúlpeseme un post tan urbanístico-arquitectónico –y encima rancio–, pero me apetecía resucitar mínimamente la Nueva York a la que llegó nuestro protagonista antes de continuar repasando su vida.