viernes, 28 de octubre de 2016

A propósito del escarabajo (6)

Hasta ahora, en mi búsqueda de antecedentes del escarabajo, los que he recolectado son coches que apenas tuvieron éxito comercial. El Tropfenwagen de Edmund Rumpler no pasó de ser un prototipo del que la Benz fabricó unos cien vehículos que tuvieron muy pobre acogida. El Kommissbrot de Fidelis Böhler y Carl Pollich sí tuvo una producción aceptable; la Hanomag puso en el mercado unas 16.000 unidades pero no obtuvo los márgenes de ganancia esperados y volvió en 1928 a los diseños tradicionales. En cuanto a los varios diseños de Josef Ganz –el Ardie-Ganz, el Maikäfer, el Standard Superior o el Volkswagen suizo tampoco llegaron a fabricarse comercialmente en cantidades significativas. Y la carrocería de Jaray, pese a que fue “ensayada” por tres marcas, recibió más rechazo que aceptación del público alemán de los años veinte. Por lo que he podido indagar, la primera apuesta decidida y con cierto éxito comercial por la fabricación de los “nuevos coches” –esto es, por los caracterizados por carrocerías de pontón y formas aerodinámicas–, la hizo a principios de la década de los treinta la compañía checoslovaca Tatra, bajo la dirección técnica del ingeniero austriaco Hans Ledwinka y su hijo Erich.

Quienes hayan seguido esta serie recordarán que Ledwinka ya ha sido mencionado en el post dedicado a Rumpler, cuando ambos, muy jóvenes aún (finales del XIX) fueron llamados por el director de la Nesseldorf (que era como se llamaba entonces la que luego sería Tatra) para colaborar en el diseño y fabricación del primer coche de la compañía, el Präsident. Cuando Ledwinka entró en la compañía no era más que un joven mecánico que aún no había cumplido los veinte. Su indudable capacidad profesional hace que lo nombren jefe proyectista. En 1917 (ya en plena Gran Guerra) lo contrata la Österreichische Waffenfabriksgesellschaft, un gran complejo fabril situado en la Alta Austria, también como responsable de proyectos de la división de automóviles (marca Steyr), cargo que años después ocupará Ferdinand Porsche. Durante esos años, mediante cursos en la Escuela de Comercio de Viena, obtiene el título de ingeniero. Con su flamante titulación, en 1921 acepta la oferta de volver a la compañía que ya se llama Tatra con el cargo de director técnico, que ostentaría hasta el final de la Segunda Guerra. Conviene decir que, acabada la Primera Guerra y creado el nuevo estado independiente de Checoslovaquia (uno de los varios que se desgajan del derrotado Imperio Austro-Húngaro), la ciudad que en alemán se llama Nesseldorf y daba nombre a la empresa pasa a llamarse, en checo, Kopřivnice y, consiguientemente, el nombre de la empresa cambia a Kopřivnice vozovka. Pero la división dedicada a la fabricación de automóviles adquiere una cierta autonomía y denominación propia: Tatra. Según varias fuentes, el nombre hace alusión a los montes Tatra, que definen la frontera natural entre Eslovaquia y Polonia; si es así, pese a la recién otorgada independencia, los dirigentes prefirieron usar el nombre en alemán que en checo o eslovaco: Tatry.

Cuando Hans se mudó de Steyr a Kopřivnice, llevaba consigo el diseño de un coche pequeño con importantes innovaciones técnicas de las cuales no voy a hablar para evitar, dada mi ignorancia mecánica, meter la pata; lo que importa (y en lo que coinciden todas las fuentes) es que la llegada de Ledwinka supuso colocar a la compañía morava en la vanguardia tecnológica de la época. Ese diseño se convirtió en el Tatra 11 del que, entre 1923 y 1927, se fabricaron 3.847 unidades. Siguieron luego hasta 1933 los T12, T17, T20, T26, T30, T52, T54, T57, T70 y T75, todos ellos diseñados bajo la dirección de Ledwinka y todos de excelente calidad mecánica, si bien, formalmente, ajustados a la imagen convencional de los años veinte y treinta, tal como se puede ver en el montaje que acompaña este párrafo (pinchar para agrandar). El “salto adelante” vino al principio de los treinta con el prototipo V570. Por esas fechas, en la Tatra se reunieron, bajo la dirección de un Hans Ledwinka ya cincuentón, dos jóvenes diseñadores de notable valía: su propio hijo Erich, que aún no había cumplido los treinta, y Erich Übelacker, ingeniero mecánico por la Universidad de Praga y cinco años mayor que su tocayo. Compartían el objetivo de diseñar y fabricar un coche popular (para el pueblo = volkswagen), con motor trasero y diseño aerodinámico. El motor trasero suponía varias ventajas sobre los coches de la época; de ellas cabe destacar las que suponían una mejora desde la óptica del diseño aerodinámico: reducción de la altura lo que traía un centro de gravedad más bajo y mayor estabilidad, acortamiento de la parte frontal lo que permitía redondearla, y, por contra, alargamiento de la parte trasera dándole forma de cola. El primer prototipo fue diseñado principalmente por Übelacker y aunque ya incorporaba varias de las ideas rectoras, todavía no puede considerarse un ejemplo del diseño aerodinámico.

En 1931 se fabricaron dos coches de este primer tipo, pero el equipo no terminaba de estar convencido y decidió contar con el asesoramiento para la carrocería de Paul Jaray. El resultado –como puede verse en las fotos segunda y tercera de las que pongo sobre este párrafo (la primera corresponde a la primera versión)– es, en cuanto a la apariencia formal, claramente rompedor con los coches de la época y se aproxima ya bastante al diseño que un lustro después definiría para el escarabajo el equipo liderado por Ferdinand Porsche. Pese a que los responsables técnicos estaban contentos con el resultado, los directivo de Tatra, debido al éxito que estaba teniendo el modelo 57, prefirieron no producirlo comercialmente. Se fabricó solo uno que en la actualidad se conserva en el museo de Tatra. Sin embargo, tres años después, la empresa decidió aplicar los criterios de diseño del prototipo V570 a dos modelos comerciales, aunque dirigidos no al mercado popular sino al sector de coches de lujo.



Así que, con los mismos protagonistas, se montó un equipo de trabajo para un proyecto sobre el que había absoluto secreto. El misterio se desveló a lo grande con la presentación del primer prototipo el 5 de marzo de 1934 en las oficinas de la Tatra en Praga, y en la demostración entre la capital checa y la ciudad balneario de Karlsbad (Karlovy Vary), trayecto durante el cual alcanzó con facilidad los 145 km/hora e impresionó a los periodistas por lo cómodo y fiable de su conducción a velocidades tan altas para la época. En ese mismo año 34 se presentó en el Salón del Motor de París, donde se convirtió en el centro de atención incuestionable; maravillaban sus prestaciones y alta calidad técnica, peor también gustaba muchísimo su diseño. La publicidad de la época lo calificaba como “el coche del futuro”, pero también (especialmente entre los franceses) como “el automóvil elegante”. En febrero de 1934 fue exhibido, de nuevo triunfalmente, en la Feria del automóvil de Berlín y hay constancia de que allí Hitler vio el nuevo coche y quedó epatado: “ése es el coche que quiero para mis autopistas”, le dijo a Porsche. Ya el año anterior, en la primera Exposición que inauguraba como canciller, le había impactado el Standard Superior de Ganz; pero este Tatra era aún más espectacular (aunque no fuera un coche para el pueblo) y tenía la ventaja de que sus diseñadores no eran judíos (se podía obviar a Jaray, el responsable de la carrocería). En suma: un éxito absoluto del que se producirían 249 unidades para clientes selectos entre 1934 y 1938, incluyendo la versión mejorada 77A. Por cierto, tengo para mí que este coche supuso la aceptación generalizada dentro del canon estético para los automóviles del estilo de carrocerías de Paul Jaray, que una década antes había sido rechazado. La prueba es que poco después de la presentación del Tatra 77, nada menos que la Benz-Daimler sacó su modelo Mercedes 200 Jaray con una carrocería casi igual a la de los “feos” Ley T6, Dixi, Apollo y Audi tipo K; también BMW, DKW y otra vez Audi recuperaron el diseño de Jaray en nuevos modelos exclusivos.La imagen que encabeza este párrafo muestra dos ejemplos del Tatra 77; ya empieza a adivinarse el futuro escarabajo de VW, ¿Verdad? Las fotos que pongo a continuación son los modelos de principios de los treinta de Mercedes, BMW y Audi).


El prestigio del T-77 animó a la compañía a fabricar el Tatra-87, muy parecido al anterior (quizá una apariencia algo más aerodinámica) y también dirigido al mercado de lujo; aún así, se produjeron entre 1936 y 1950 más de tres mil unidades, bastantes más que del 77. En el mismo año en que Tatra presentó este lujoso automóvil sacaron el T-97, como opción económica del diseño moderno. Tenía un motor de 1,8 litros (frente a los 3 del T-87), dimensiones algo menores, pero no tanto, y un diseño más simplificado. Se fabricaron poco más de quinientos coches ya que, cuando los nazis invadieron Checoslovaquia en 1938, ordenaron paralizar la producción, lo que mucho tuvo que ver con los planes de Hitler en relación al escarabajo. De hecho, hay numerosos indicios de que para entonces Porsche seguía muy atentamente el trabajo de Ledwinka y ambos ingenieros mantenían reuniones con cierta frecuencia. De otra parte, no se piense que Tatra fue maltratada por los nazis, más bien al contrario; los coches de esta marca, en especial el T-87, gustaban muchísimo a los oficiales de Hitler quienes disfrutaban conduciéndolos a excesiva velocidad, por lo que hubo no pocos accidentes, los suficientes para que se popularizara el chiste de que Tatra era “el arma secreta checa” contra los nazis. En todo caso, la compañía se integró en el sistema industrial del III Reich. Hans Ledwinka, que pese a trabajar para los checos, siempre se consideró austriaco y alemán, no se opuso a seguir trabajando bajo el nuevo régimen, lo que le supuso ser acusado de colaboración al final de la Guerra, como también le ocurrió a Porsche. La diferencia entre ambos es que el primero fue juzgado por los soviéticos y el otro por los aliados (éstos menos duros). A Ledwinka lo condenaron a seis años de prisión, tiempo que aprovechó, pese a su avanzada edad (más de setenta años), para seguir elaborando diseños de coches. Los comunistas checos le ofrecieron, a su liberación, seguir trabajando para la Tatra, ahora nacionalizada, pero Hans no aceptó y pudo retirarse a Munich donde murió en 1967 a los ochenta y nueve años. En la ilustración que sigue las dos fotos de la izquierda corresponden al lujoso Tatra 87, mientras que las dos de la derecha al más económico y popular Tatra 97. ¡Se va acercando el nacimiento del escarabajo!




martes, 25 de octubre de 2016

A propósito del escarabajo (5)

Otro de los nombres que no pueden olvidarse cuando se repasan los pioneros del diseño de automóviles, aquellos que “anticiparon” el escarabajo (sobre todo en el aspecto formal), es el de Paul Jaray. Jaray nació en Viena en 1889, quinto hijo de una familia judía de origen húngaro. Ya nos hemos topado con este personaje: en el post anterior aparece una fotografía con Josef Ganz en 1931, ambos a bordo del Maikäfer. No es de extrañar que fueran amigos: de edades no muy distantes (Ganz era del 98), nacidos en la misma ciudad y apasionados por el diseño de vehículos y, en particular, por los aspectos aerodinámicos. Además, los dos eran judíos (si bien Jaray se convertiría al catolicismo en 1917). Llama la atención, por cierto, el desproporcionado número de judíos entre los nombres más innovadores del sector durante esa época; recuérdese que, además de estos dos, hay que contar también a Edmund Rumpler, el diseñador del Tropfenwagen (puestos a señalar más coincidencias, los tres habían nacido en el Imperio Austro-Húngaro). Paul Jaray estudió en la Maschinenbauschule Viena y nada más titularse fue fichado como asistente de Rudolf Dörfl, uno de los más renombrados profesores de la época en la universidad de Praga. Luego, con solo 23 años, se desplazó a Friedrichshafen, una bonita ciudad junto al lago Constanza, frontera con Suiza y Austria. No he podido confirmar por qué se mudó a este lugar pero con toda probabilidad lo hizo con la intención de colocarse en cualquiera de las dos grandes empresas de aeronáutica que tenían su sede en esa ciudad: la Luftschiffbau Zeppelin y la Dornier Flugzeugwerke. Nada más empezar la Gran Guerra, Jaray fue, en efecto, contratado por la Zeppelin, la famosa constructora de dirigibles. Previamente se había casado con la que sería la primera de sus tres esposas, Olga Jehle, hija de un médico de Fiedrichshafen, con la cual tuvo tres hijos; los dejaría en 1937.


A Jaray –como a Rumpler y a Ganz– le apasionaba la aviación. En 1912 ya había presentado la patente de un aeroplano y, una vez en la Zeppelin construyó un túnel de viento para ensayar y desarrollar los principios de diseño aerodinámico. Los resultados de estas investigaciones se aplicaron en la construcción de la mayoría de los dirigibles que se construyeron durante la Gran Guerra y que se usaron como bombarderos (los jefes militares alemanes pensaron que los zeppelines serían el armamento definitivo que les aseguraría la superioridad sobre los ingleses; en realidad no fueron ni mucho menos decisivos y aunque se fabricaron y emplearon con profusión durante el 14 y el 15, a partir de ahí fue disminuyendo su importancia hasta prohibirse la fabricación de los bélicos en el Tratado de Versalles). Las últimas y mayores aportaciones de Jaray en la Zeppelin se concretaron en la construcción de los dirigibles LZ-120 Bodensee (1919) y LZ-121 Nordstern (1921); se trataba de aeronaves para vuelos comerciales, que tuvieron que ser cedidas a Italia y Francia respectivamente, como reparaciones de guerra. En 1923, Paul Jaray se traslada a Brunnen, a la orilla del Lago de los Cuatro Cantones en la Suiza central. No he averiguado las razones por las cuales dejó Alemania ya que eran fechas muy tempranas para prever el antisemitismo que se impondría una década después. De hecho, hasta la ascensión al Poder de Hitler, Jaray se desplazaría con frecuencia a Alemania y en este país desarrollaría varios encargos profesionales. En todo caso, aunque se movía constantemente, mantendría siempre un pie en el país helvético, y allí, en la ciudad de St. Gallen, murió en 1974. Así que, bien por ser muy previsor, bien porque le gustara Suiza más que Alemania (o Austria), lo cierto es que con treinta y cuatro años se independizó y montó su propia empresa de consultor sobre diseño aeronáutico. Sin embargo, pese a contar con algunos clientes importantes (entre ellos, el propio gobierno británico interesado en la fabricación de dirigibles), parece que tuvo que cerrar la compañía. Fundó entonces, en 1927, la Stromlinien Karosserie Gesellschaft, con la finalidad de desarrollar diseños de carrocerías automovilísticas basadas en los principios de diseño aerodinámico que había desarrollado. Ya en 1921, cuando aún trabajaba para la Zeppelin, había presentado en la Oficina Imperial de Patentes de Berlín un primer diseño de carrocería aerodinámica. A partir de aquí, Jaray entra con absoluto protagonismo en la historia del diseño de coches.

He encontrado un documento fechado el 20 de julio de 1922 en las oficinas de Liverpool de W.P.Thompson, agentes de patentes, que es una “especificación completa de un coche a motor para pasajeros” y en la cual se describe la construcción de dichos coches para conseguir la menor resistencia posible del aire. Por la fecha, supongo que se trata del mismo coche que patentó en Berlín el año anterior y que luego querría proteger en el mercado inglés. Reproduzco sobre este párrafo las dos páginas de dibujos, una para cada uno de los dos modelos que patentó (los llamaba dos formas distintas de construcción). No tengo aquí espacio para traducir el texto de la patente, pero lo llamativo es cómo justifica la forma (dos cuerpos en forma de “medias gotas” montados el pequeño sobre el otro, formando una envolvente única de todas las piezas del automóvil) en motivos exclusivamente aerodinámicos. Adviértase que el diseño original es casi contemporáneo del de Rumpler, el Tropfenwagen que expuso en el Salón de Berlín de 1921. Quizá Jaray se inspirara en éste o tal vez no llegó a conocerlo; en cualquier caso, lo cierto es que la apariencia de este vehículo es bastante más audaz, más “moderna” si se quiere. Conviene mencionar que en historia del diseño industrial se habla de un periodo al que se denomina el “estilo streamline” (o aerodinámico, en español), bajo la influencia del futurismo y que glorificaba las curvas y las formas que aludían a la modernidad, a la velocidad, a la tecnología; lo que pasa es que este estilo suele fecharse a partir de la Gran Depresión del 29, en la década de los treinta. Pues bien Paul Jaray es claramente un precursor, un hombre radicalmente adelantado a su tiempo. Este coche cuyos bocetos elaboró a principios de los veinte es bastante más “revolucionario” en términos formales que el Chrysler Airflow que se puso a la venta más de una década después, en 1934, y que suele citarse como primer ejemplo de esa entonces nueva estética.

Antes de trasladarse a Suiza, la Rud. Ley Maschinenfabrik AG, una fábrica de vehículos de Arnstadt, en Turingia (en esta ciudad empezó Bach su carrera musical), que tras la Guerra quería cambiar la imagen de sus coches, se ofreció a comercializar los prototipos de Jaray bajo la marca comercial Ley T6. Y, en efecto se construyeron, como puede verse en las fotos que encabezan este párrafo. El cochecito ciertamente llamó la atención de los alemanes pero no gustó; al público de la época le pareció excesivamente excéntrico y fue objeto de numerosas burlas. No toda la culpa fue del modelo de Jaray, pero la compañía, poco después, se enfrentó a graves problemas económicos y laborales y a punto estuvo de ir a la quiebra. En 1923, la Audi decidió comercializar un modelo de su tipo K con la carrocería de Jaray. El tipo K era el primero que sacaba la marca de August Horch (por entonces no tenía el logo de los cuatro anillos) después de la Guerra y, probablemente por las mismas razones que en el caso del Ley pero más moderadamente, se permitió “vestir” parte de la producción con el diseño de Jaray. Por lo visto, uno de esos coches alcanzó la velocidad de 135 km cuando los modelos “normales” (los que no llevaban la carrocería aerodinámica) no pasaban de los 95 km/hora; otra curiosidad: el tipo K fue el primer modelo en Alemania que colocó el volante en el lado izquierdo. También hacia ese año se comercializaron otros coches con la carrocería de Jaray; en concreto de las marcas Dixi y Apollo, de las que no he encontrado prácticamente ningún dato, aunque sí algunas fotos que muestran unos vehículos con idéntica apariencia a la del Ley T6 o del Audi Typ K. En resumen, que este primer diseño demostró su eficiencia, consagró a Jaray como un genio de la aerodinámica aplicada al diseño automovilístico pero, pese a ello, no tuvo éxito comercial (a lo mejor, este fracaso entre los alemanes fue otro acicate para expatriarse a Suiza por esas fechas). Son los gajes de ser un adelantado a tu época, que no te entienden y hasta se burlan. Una década después, cuando el estilo streamline se hubiera impuesto, los diseños de Jaray encontrarían mayor aceptación, pero de eso hablaré en próximas entregas.

Acabo con el video del anuncio producido en 2012 por la empresa de publicidad BBH de Londres para promocionar el A5 de Audi. Es una adaptación del cuento de Andersen, El patito Feo: por las calles de un pueblo bávaro circula un coche del que todos se burlan mientras suena una canción que le conmina a largarse de allí (el intérprete es Danny Kaye). Así que sale de la población y llega hasta la orilla de un lago y ahí, de repente, se produce la transformación pasando de ser el patito feo a un precioso cisne blanco. El cisne blanco, claro, es el nuevo A5; ¿y el patito feo? Pues sí, el Typ K con la carrocería de nuestro amigo Jaray (no sé si es para reír o llorar).


domingo, 23 de octubre de 2016

Juan

Me desperté sin saber dónde estaba. Enseguida me di cuenta, cama de hospital, entubado. Recordé –un fogonazo– la escena: el coche se nos echaba encima, yo me abalanzo para protegerá Juan, inmediatamente el golpe. La imagen, el recuerdo, se diluía en brumas de sueño, me dormí.

Quedó inconsciente en el atropello y así siguió durante tres largos días, ochenta y dos angustiosas horas. De pronto despertó, abrió mucho los ojos, intentó alzarse pero no tenía fuerza, intentó hablar pero sólo barboteó sílabas sin significado, y luego, tras ese breve espejismo, volvió a caer en la inconsciencia. Pero entonces fue un sueño agitado.

Soñé con Juan. Una presencia permanente, cambiaban los sueños pero Juan siempre en todos ellos. Salí de la vorágine de sueños y junto a mi cama había una mujer, unos cuarenta años, melena castaña, ojos verdes que me miraban ansiosos. Juan, dijo ella, Juan. Sí, contesté, Juan, ¿Qué le ha pasado a Juan?

Me avisaron del hospital, había salido del coma, fui corriendo. Cuando llegué musitaba en sueños, su cuerpo se agitaba en breves espasmos. Pasadas unas horas abrió los ojos, nos miramos, lo llamé. Al escuchar su nombre su mirada se iluminó, sus manos cogieron las mías, qué le ha pasado a Juan, me preguntó.

Llevo ya dos días atado a esta cama de hospital. La mujer que estaba a mi lado al despertar dicen que es mi mujer. Dicen que me atropelló un coche pero que iba solo, que no llevaba ningún niño de la mano, que no tengo ningún hijo pero sí tres hijas. No les creí, insistí que quería saber qué le había pasado a Juan, grité, me agité. Me sedaron.

Poco a poco se va calmando. Parece atender a razones. No me reconoce, no recuerda prácticamente nada de su vida. Es como si fuera otro. Sin embargo, ya no se niega tajantemente a escucharme, creo que ya empieza a admitir que no es quien cree ser. Mañana le traeré a las niñas, quizás al verlas algo se recomponga en su cerebro.

Ayer vino Mercedes con tres niñas, nuestras hijas, me dijo. Estaban asustadas, me miraban con miedo y solo una, la menor, se acercó a la cama, me besó y me preguntó que si también de ella me había olvidado. Tiene los ojos de Juan, iguales. Me quebré en llanto, abrí los brazos y las tres se apretaron a mi cuerpo inmóvil, todos llorando.

El médico quiere saber los antecedentes familiares de Juan, pero no le puedo dar ningún dato. Juan es huérfano y nunca me ha querido hablar de sus padres, un dolor profundo al que no ha dejado que ni siquiera me asome. El médico insiste, me pide que trate de encontrar algún familiar. Cree que en su infancia puede estar la causa de lo que le pasa.

Tal vez sea verdad que Juan soy yo y no mi hijo. Tal vez sea verdad que llevo diez años casado, que tengo tres hijas, que trabajo en el Ayuntamiento y muchos más detalles que Mercedes me ha contado. Pero, ¿de qué me vale que ésa sea la verdad si yo siento que soy otro, si sólo puedo pensar en mi hijo Juan?

Juan lleva días encerrado en un terco mutismo, la mirada cada vez más oscurecida como si viera un mundo distinto al nuestro. También desde hace unos días sufre una parálisis casi total, del cuello hacia abajo. Los médicos dicen que no hay ningún motivo físico que la justifique. Es su propio cerebro el que lo ha paralizado.

No sé porqué ha ocurrido todo esto, qué milagro ha trastocado el tiempo y me ha permitido atisbar la vida adulta de Juan. Pero no soy Juan sino su padre; lo sé porque así lo siento, porque esos son mis recuerdos. Y desde estas brumas en las que estoy sumido comprendo que, para que esa vida sea posible, yo no puedo existir.

Juan murió hace tres días, sin razón orgánica aparente. Esta mañana localicé a un tío materno suyo. Me contó que su padre, cuando Juan era un niño de cinco años, se interpuso entre él y un coche. Lo atropellaron y quedó parapléjico. Un año después su mujer, la madre de Juan, lo mató con una inyección y luego se suicidó del mismo modo.


  
Death is not the end - Bob Dylan (Down in the Groove, 1988)

viernes, 21 de octubre de 2016

A propósito del escarabajo (4)

Al bucear hacia los antecedentes del Volkswagen escarabajo uno ha de toparse con otro ingeniero judío –como judío era Edmund Rumpler– y también como Rumpler nacido en el antiguo Imperio austro-húngaro; este hombre fue Josef Ganz. El padre de Ganz, Hugo Markus, fue un periodista de Maguncia (Renania-Palatinado) que trabajaba para el influyente Frankfurter Zeitung, periódico que en la década de los noventa lo envío como corresponsal a la capital húngara. Hugo debió quedar seducido por el embrujo magiar, pues adoptó la nacionalidad húngara y se casó con una jovencita del país, María Tork (no confundir con la psicoanalista homónima, también de origen húngaro y judío). En los primeros años del nuevo siglo, la familia se trasladó a Viena, donde Josef cubrió sus años escolares, mostrando desde muy niño su fascinación por la tecnología. En 1916, en plena Gran Guerra, nueva mudanza familiar, esta vez a Frankfurt, la sede central del periódico. En cuanto cumplió los dieciocho, Josef adoptó la nacionalidad alemana y se enroló voluntario en la división de hidroaviones de la armada alemana, en la que creo que permaneció hasta el armisticio (11 de noviembre de 1918). Antes de eso, Ganz se había matriculado en la Escuela Técnica Superior de Viena para estudiar ingeniería mecánica, veinte años después de que por esas aulas pasara Edmund Rumpler. Parece que ya como alumno de los primeros cursos mostró sus dotes sobresalientes, inventando una mira para las armas antiaéreas. Luego, en la Guerra, lo destinaron a trabajar como técnico en ingeniería aeronáutica bajo las órdenes de Max Michael Munk, por entonces un recién licenciado de la universidad de Gotinga que llegaría a ser una de las autoridades de la NACA (antecesora de la NASA) cuando fue fichado por los yanquis a principios de los años veinte. Con Munk, Josef participó en los primeros ensayos con túneles de viento y se convención de la necesidad de aplicar los principios de la aerodinámica al diseño de automóviles.


Cuando se licenció, Ganz se mudó a Worms y empieza a trabajar en una industria química, pero sus pensamientos se dirigen con frecuencia hacia los automóviles. En la ciudad de los Nibelungos se hizo amigo de un ingeniero llamado Stephan Mittler, apasionado como él por la mecánica, y juntos elucubran sobre diseñar un coche distinto, en el que, por ejemplo, el motor vaya en la parte de atrás. Por entonces, Josef se movía a lomos de motocicleta y sufrió varias caídas y accidentes, alguno bastante grave (a punto estuvo de que le amputaran las manos). El caso es que esas experiencias lo animaron definitivamente a dedicarse a lo que de verdad le gustaba y en 1920 se muda a Darmstadt para continuar sus estudios matriculado en la Technische Schule, uno de los centros universitarios de más prestigio de la Alemania de esa época. Encuentro como fecha de graduación la de 1927, que me parece muy tardía (Ganz tendría 29 años) pero puede deberse a que el joven no solo estudiaba sino que se dedicaba a múltiples actividades, siempre con la idea en mente de construir un prototipo de un nuevo coche. En 1921, el estudiante universitario se desplaza a Berlín para visitar la Feria del Automóvil y queda obnubilado ante el Tropfenwagen de Rumpler. En 1922 escribe una carta a la revista Klein-Motor-Sport en la cual describe las características del que para él es el automóvil ideal: motor trasero de cuatro tiempos refrigerado por aire, de pequeño tamaño y formas aerodinámicas, que fuera barato de adquirir y con costes de mantenimiento similares a los de una motocicleta. En 1923 ha elaborado ya el diseño de su Ganz-Kleinwagen (coche pequeño de Ganz). No he podido confirmar si este diseño llegó a fabricarse: en algunos sitios leo que no porque no logró reunir el dinero suficiente, pero en otro dicen que llegó a hacer uno gracias a la ayuda de un viejo amigo del ejército que trabajaba en la Benz. Viendo hoy los dibujos –que fueron publicados en 1934 en la revista citada– se entiende que llamaran la atención de otros ingenieros que pensaran en la necesidad de renovar el diseño automovilístico, como Porsche, por ejemplo. Recuérdese que faltan nueve años para que Hitler tenga la famosa conversación con Werlin sobre el “coche del pueblo” y once para que el nazi se entreviste con Porsche. Ha de tenerse presente que por aquellos años, a pesar de las innovaciones estilísticas del coche de Rumpler y luego del de la Hanomag, los automóviles pequeños no pasaban de ser adaptaciones para dos plazas de los modelos mayores de las respectivas marcas. Al margen de innovaciones mecánicas (a las que no me refiero dada mi inpecia en el tema), formalmente eran muy parecidos y sus precios altos; los tres ejemplos que siguen a este párrafo (el Citroen tipo C de 1922, el Tatra 11 de 1923 y el Opel 4PS de 1924) lo ilustran a las claras

Acabada la carrera, el flamante ingeniero mecánico especializado en automóviles es contratado como redactor jefe de la revista Klein-Motor-Sport, de la que se había convertido, aún siendo estudiante, en uno de los más animosos colaboradores. De hecho, parece que fueron sus ideas casi revolucionarias y bastante agresivas contra el inmovilismo de la industria alemana del automóvil lo que hizo pensar a lo dueños de la publicación que incorporándolo mejorarían las ventas y acertaron. Una de las primeras medidas de Ganz fue cambiar el nombre de la revista, que pasó a llamarse simplemente Motor-Kritik. Y ciertamente la convirtió en una plataforma crítica desde la que aguijonear a la industria, cuestionar la habituales prácticas corruptas y, sobre todo, promover ideas innovadoras en el mundo del automóvil. Las empresas de coches, en general, trataron de boicotear su línea editorial pero, pese a ello, en pocos años Ganz convirtió lo que era una revista de unos 300 suscriptores en la más vendida de Alemania y con distribución en treinta y cinco países, además de ser la más influyente en su materia. En mayo del 33, apenas cuatro meses después de que Hitler fuera nombrado Canciller, Josef Ganz fue detenido, bajo una acusación falsa (no nos olvidemos que era judío, aunque todavía no se había destapado completamente la salvaje política antisemita de los nazis). Fue liberado un mes después y continuó escribiendo en la revista –pero ya no como director– hasta marzo del 34, fecha en la que el gobierno le prohibió publicar. Por lo que se cuenta, Ganz era un ardoroso apóstol de sus convicciones y atacaba con mordaz ironía a quienes consideraba obstáculos en sus objetivos (debía haber heredado las dotes periodísticas de su padre). En su cargo ya no era un estudiante desconocido, sino un influyente “prescriptor de opinión” y, por tanto, sus ideas recibían mucha más atención y hasta encontraban colaboradores dispuestos a llevarlas a la práctica. Así, tras diversos contactos, Ardie, una marca de motocicletas de Nuremberg decide en 1930 fabricar un prototipo diseñado por Josef, el Ardie-Ganz, que probado en carretera obtuvo excelentes resultados. Me imagino la alegría de nuestro hombre al poder conducir por fin un coche diseñado por él. Sin embargo, no se hizo más que el prototipo; ignoro por qué la Ardie no se animó a comercializarlos. Según dice la web dedicada a Ganz, el prototipo no ha sobrevivido y se cree que fue destruido a propósito para hacer desaparecer cualquier evidencia del que es un claro antecesor del posterior Volkswagen. En la foto de la portada de “su” revista de septiembre de 1930 que adjunto al principio de este párrafo, se ve al propio diseñador conduciendo feliz su cochecito.

Al año siguiente, construiría un segundo prototipo, esta vez para la Adler, al que llamaría Maikäfer que –¡atención!– significa escarabajo. En las tres fotos sobre este párrafo son de este primer escarabajo: la del medio es la del ejemplar que sobrevivió, restaurado en los 90 y expuesto en un museo de Bad Homburg; en la de la derecha, Ganz está acompañado de Paul Jaray, otro pionero del diseño automovilístico al cual me gustaría dedicarle un post, pues también debe considerarse entre los antecesores del Volkswagen. Ahora bien, tampoco este segundo prototipo llegó a producirse comercialmente. Parece que las más importantes firmas industriales alemanes, pese a estar maravilladas con el diseño del coche, presionaron a la Adler para que no fabricase y prescindiese de Ganz. Luego, quizá como compensación, Daimler-Benz y BMW lo contrataron como ingeniero consultor y participó en el desarrollo de los primeros modelos con suspensión independiente en cada rueda y en el diseño de motores refrigerados por aire. En todo caso, el prestigio del ingeniero estaba por las nubes y se le incluía entre los mejores diseñadores de automóviles, con los cuales se relacionaba de igual a igual. Se sabe, por ejemplo, que Porsche conoció a Ganz y manejó el Maikäfer. Sin embargo, supongo que Josef no sería feliz; su sueño era distribuir sus pequeños y económicos coches entre sus paisanos (tenía pensado que se comercializara primero el modelo descapotado y posteriormente sacar otro con cabina techada) y parecía que la industria, aún interesándose por sus innovaciones mecánicas, no querían producir sus diseños.

En el verano de 1932, un tal Wilhelm Gutbrod, director de la Standard Fahrzeugfabrik, una empresa de Ludwigsburg que fabricaba motos, se puso en contacto con Ganz para proponerle desarrollar un pequeño “coche del pueblo” a partir del Maikäfer. Se pusieron de acuerdo y el nuevo prototipo se construyó y probó en el otoño de ese año; lo llamaron Standard Superior. En febrero del 33, el modelo en pre-producción fue presentado en el Salón del Automóvil de Berlín y dejó atónitos a quienes asistieron, entre ellos el propio Hitler que en esas fechas estaba estrenando el cargo de canciller. En septiembre de ese año, con ligeros cambios respecto del que se había presentado en la Feria, empezó la producción y comercialización del Standard al competitivo precio de 1.590 marcos. En la publicidad inicial se anunciaba como “el más barato y rápido coche del pueblo alemán (deutschen Volkswagen)”; un año después, en 1934, cuando Hitler ya había decidido acometer la producción de “su” Volkswagen, prohibió usar ese término a cualquier otra marca. Se produjeron entre 1500 y 2000 coches entre 1933 y 1935 (de los cuales parece que sólo se conservan dos). A partir de esa fecha, la Standard Fahrzeugfabrik cesó la producción; no sé el motivo a ciencia cierta, aunque me malicio que algo podría tener que ver la voluntad del dictador de suprimir toda competencia, tanto real como imaginaria. En todo caso, para entonces Ganz había salido de Alemania; lo hizo en junio de 1934 (el mismo mes en que Hitler le encargaba a Ferdinand Porsche el diseño del VW).

Como ya dije antes, en mayo del 33 Ganz fue arrestado por la Gestapo, si bien, gracias a los contactos de sus familiares, lo liberaron un mes después. Durante los siguientes meses, en vez de mantenerse discretamente calladito y a pesar de haber sido apartado de la dirección de la revista, Josef no cesó de protestar y hacerse notar, atacando con especial encono al oficial que lo había detenido, un tal Ehrhardt. Un año después, las cosas se habían puesto muy complicadas para nuestro hombre: el antisemitismo oficial era cada vez más intenso y Ehrhardt le tenía una tirria cada vez mayor que hacían que solo fuera cuestión de tiempo que volviera a apresarlo. Así que en julio de 1934 Ganz decidió largarse de una Alemania peligrosamente hostil; pasó una breve estancia en Lichtenstein y luego se instaló en Zurich. Allí, viendo que se agotaban sus ahorros, se asoció con un abogado suizo llamado Fuchs y juntos fundaron la compañía Erfiag (acrónimo en alemán de “Invenciones y Finanzas”). Ganz seguía con la idea de producir coches populares y esa idea le gustó también al gobierno helvético que para entonces (año 1936) ya sabía de la iniciativa de su poderoso vecino. De modo que en 1937 Erfiag produjo un nuevo prototipo, un coche descapotado de sos asientos con un motor de 350 cc y un cilindro. Este coche, conocido como el Volkswagen suizo fue mostrado a Lucien Rosengart, el propietario de la Société Anonyme des Automoviles que se dedicaba en Francia a construir coches pequeños. A Rosengart le encantó el prototipo de Ganz y empezaron los trámites para la cesión de la licencia comercial y empezar la fabricación pero, en ese intervalo, estalló la guerra entre Francia y Alemania y se abandonaron todos los planes. A partir de entonces, la situación personal de Ganz se complicó cada vez más. Suiza se declaró neutral, sí, pero por ahí pasaban todos, entre ellos Ehrhardt que mantenía vivo su odio a Josef y estaba empeñado en atraparlo y llevarlo de vuelta a Alemania. Aunque los detalles no están muy claros, parece que los suizos internaron a Ganz en un campo de concentración; además, cuando lo liberaron los nazis le acusaron legalmente de haber plagiado de patentes alemanas el diseño de su coche suizo, litigio que le tuvo ocupado incluso después de acabada la guerra. En 1949 abandonó Suiza para instalarse en Francia e intentar un nuevo modelo de coche, pero a esas alturas no se podía competir con el escarabajo de la Volkswagen y los que, siguiendo su ejemplo, fueron construidos por las grandes firmas francesas. Me imagino que decepcionado y harto de Europa, en 1951 emigró a Australia, donde trabajó para la General Motors. Con la salud bastante quebrantada y prácticamente olvidado, murió en julio de 1967, con 69 años recién cumplidos. En 2011, un holandés llamado Paul Schilperoord publicó una biografía en la que reivindica a este hombre: “La extraordinaria vida de Josef Ganz, el ingeniero judío detrás del Volkswagen de Hitler”.

martes, 18 de octubre de 2016

A propósito del escarabajo (3)

Ya dije en el primer post que uno de los afanes de Hitler era facilitar la motorización de todos los alemanes y que pudieran disfrutar de las magníficas autopistas que quería construir para articular el Reich (que, claro está, habría de recuperar su antigua grandeza). Si en la entrada anterior ya demostré que la apariencia del escarabajo no nace de la nada sino que tiene antecedentes en diseños que se separan marcadamente del estilo formal dominante (seguiremos viendo más ejemplos), ahora quiero recalcar que tampoco la idea de un “coche del pueblo” era original del futuro fuhrer; bastantes más la habían pensado y no solo Ferdinand Porsche al que dedicaré un próximo post debido a su papel protagonista en el diseño de VW tipo 1. Hoy hablaré de una empresa casi desconocida en el mundo del automóvil pero a la que probablemente le cabe el honor de haber producido y comercializado con éxito el antecedente más directo del escarabajo. Me refiero a la compañía Hanomag y a su pequeño coche, el Hanomag 2/19.

La empresa la fundó en Linden, hoy parte de la ciudad de Hannover, un tal Georg Egestorff para construir pequeñas máquinas de vapor nada menos que en 1835. Piénsese que por aquellas fechas, Hannover era un reino independiente aunque integrado en la Confederación Germánica, creada por el Congreso de Viena tras la definitiva derrota de Napoleón; el rey era Guillermo IV, el último que reinó a la vez en este pequeño estado y en la Gran Bretaña. De otra parte, en aquellos tiempos las máquinas de vapor eran extraños artilugios, aunque ya en Inglaterra empezaban a inaugurarse líneas de ferrocarril. De hecho, hacia los trenes dirigió el negocio nuestro amigo Georg en cuanto se creó, en 1843, la Königlich Hannöversche Staatseisenbahnen (Ferrocarriles Reales del Estado de Hannover). Según avanzaba el siglo XIX, la Hanomag se consolidó como uno de los grandes fabricantes de locomotoras, pero también de vehículos para la agricultura (tractores, sobre todo) y carros a vapor para el ejército alemán (una vez unificado el país bajo la férula prusiana). A partir de 1912 se pasaron a los motores de petróleo pero siguieron en sus mercados tradicionales, ajenos al cada vez más pujante sector del automóvil. En 1917, a pesar de ser tiempo de guerra, la empresa construyó su nueva fábrica en la Deisterplatz con un proyecto de Alfred Sasse, un arquitecto de la época que tiene su interés. Cuando estuve un par de noches en Hannover, me acerqué a Linden a ver el edificio, de estilo art déco y que en la actualidad está en el catálogo de protección del municipio. Pero no nos desviemos hacia la arquitectura (la foto que adjunto es de una calidad excepcional, mucho mayor que las que saqué yo un día gris de hace unos años). 


Después de la Gran Guerra la empresa sufrió problemas en sus mercados tradicionales (no he podido verificarlo, pero no me extrañaría que fueran consecuencia de la derrota alemana y las duras imposiciones de Versalles). Tuvieron que vender la división ferroviaria a Henschel & Sohn, de Kassel, compañía que años después fabricaría los famosos tanques Panzer y Tiger, además de camiones, aviones y cohetes para el voraz ejército de Hitler. Así que los entonces directores de Hanomag optaron por probar en el mercado del automóvil orientando su producción hacia un coche pequeño y barato. En 1924 sorprenden al sector sacando un vehículo redondeado de dos plazas, de apenas 370 kilos de peso, con un motor de un cilindro, 502 cm3 y 10 CV de potencia (el actual Smart pesa 880 kg, tiene 999 cm3 y desarrolla 71 CV). Consumía solo 4 litros cada 100 km. (el más económico de todos los que se produjeron en el periodo de entreguerras), la caja de cambios era manual de tres velocidades, tenía una cadena para la transmisión al eje trasero y carecía de diferencial; alcanzaba una velocidad máxima de 60 km/hora. Los diseñadores de este “juguetito” fueron Fidelis Böhler y Carl Pollich, personajes de los cuales solo he encontrado las imprescindibles fechas biográficas en la Deutsche Biographische Enzyklopädie: ambos eran del Sur del actual estado de Baden-Wurtemberg, habían estudiado ingeniería mecánica en Stuttgart y estaban en la treintena cuando fabricaron el Hanomag 2/10. Una pena no saber más de estos tipos, especialmente porque me parece evidente que, al menos en lo que se refiere a la apariencia, su diseño influyó y mucho en el futuro escarabajo. .


Este coche tuvo muy buena acogida comercial; durante los años en que se produjo (1924-1928) se vendieron unos 16.000, cifra más que aceptable para la época (máxime en momentos de casi colapso de la economía de la República de Weimar). El precio era muy bajo (2.000 marcos) y además Hanomag ofrecía fórmulas de pago diferido. De este modo, el vehículo se convirtió en el preferido de los pequeños comerciantes, un paso hacia delante que les permitía pasar de la motocicleta a viajar sobre cuatro ruedas y bajo techo. Como el diseño era muy elemental, la compañía pudo producir fácilmente diversas variantes (furgoneta, descapotable, deportivo, etc), aumentando la versatilidad y popularidad del vehículo. Enseguida los alemanes le cogieron afecto y le adjudicaron el mote de Kommissbrot, que era el nombre de un pan de molde de centeno característico de las provisiones del ejército alemán; la verdad no acierto a ver qué parecido le encontraban al coche con esas rebanadas oscuras. Aún a pesar de las más que aceptables ventas, parece que la empresa no obtuvo suficientes ganancias o quizá la competencia le fue quitando mercado (también en el 24 aparece el Opel Laubfrosch, un dos plazas, de apariencia tradicional pero bastante “más coche”); el caso es que en 1928 cesa la producción. Hanomag seguiría fabricando automóviles hasta 1951, pero ya ninguno tendría la dosis de innovación que aportó el 2/10; el siguiente modelo –el 3/16– volvería a la estética tradicional de ángulos casi rectos.


En lo que se refiere al diseño formal (que es lo que me interesa, porque el aspecto mecánico queda fuera de mi ámbito competencial), la innovación fundamental del Kommissbrot fue el predominio de las curvas, tanto en el frontal como en la parte trasera del vehículo. La ruptura formal era mucho más patente en el modelo descapotable, porque el que tenía cabina con techo se asemejaba más a la que hasta entonces era la imagen convencional de los automóviles. Pero, al margen de las curvas y hablando en términos algo más precisos, la más notable innovación fue la aparición por primera vez en un vehículo destinado al público de la carrocería pontón, caracterizada por la ausencia de aletas, estribos o plataformas, integración de los guardabarros y, en suma, la apariencia de volumen unitario. Según la wiki inglesa, el primer ejemplo de pontón car fue el Bugatti 32, de 1923, pero éste fue un coche deportivo, construido para participar en el Gran Premio de Francia de Tours de ese año. No sé si Böhler y/o Pollich se inspiraron en el bólido o ya habían concebido su diseño de forma independiente (esto es más probable, dada la cercanía entre las fechas), pero lo cierto es que el Hanomag 2/10 se anticipó en el sector comercial a lo que sería la norma común de todos los vehículos a partir de la Segunda Guerra Mundial. De todos ellos, uno de los primeros fue ciertamente el escarabajo que, en mi opinión, mucho le debe, al menos en su apariencia, a este pequeño coche nacido en Hannover. Las imágenes que ilustran este post creo que apoyan lo que digo.

lunes, 17 de octubre de 2016

A propósito del escarabajo (2)

A principios de los treinta la apariencia de la gran mayoría de los coches era muy distinta de la que tuvieron después de la Segunda Guerra. En la ilustración con que abro el post he montado imágenes de los modelos que más se vendían en 1931 y 1932 (las cifras de ventas eran desde luego muy inferiores a las actuales), antes de que Hitler se convirtiera en canciller alemán y pusiera en práctica sus intenciones de crear un utilitario popular, un “coche del pueblo”. Sin embargo, desde al menos diez años antes, habían venido apareciendo diseños claramente rompedores, si bien es verdad que no llegaron a tener éxito comercial suficiente. No obstante, conviene repasarlos para quitarnos de la cabeza que Hitler fuera un audaz visionario del diseño automovilístico.

Empecemos por Edmund Rumpler, un judío austriaco que nació en Viena el 4 de enero de 1872. Entre 1890 y 1895 cursó estudios de ingeniería mecánica en la Universidad Técnica de Viena. Al poco de acabar –me imagino que porque fue uno de los alumnos más brillantes– fue llamado por Leopold Sviták, junto con un jovencísimo mecánico, Hans Ledwinka, para trabajar en una empresa morava que, hasta entonces, se había dedicado a fabricar coches de caballo y luego vagones de tren. El director de la compañía acababa de comprarle a Karl Benz un Benz Phaeton que sirvió de modelo e inspiración al Präsident, el primer automóvil producido por la Nesselsdorfer Wagenbau-Fabriks-Gesellschaft A.G., que años después pasaría a llamarse Tatra. Luego se trasladaría a Berlín, a trabajar en la Allgemeinen Motor-Wagen-Gesellschaft, una compañía de motores formada por un consorcio de industriales del armamento entre los que estaba Emil Rathenau, el padre de Walther, el famoso político de la república de Weimar asesinado en 1922 por ultraderechistas. Muy pronto desapareció esa compañía (en 1898) y Edmund entró en la Daimler-Motoren-Gesellschaft (DMG); justo antes de que Daimler lograra su primer éxito de ventas, el Mercedes de 35 caballos, Rumpler se despidió para aceptar el cargo de director técnico de Adler, la marca de automóviles con el águila como insignia. Con treinta años, Edmund se instaló en Frankfurt.

En los primeros años del siglo XX los hermanos Wright asombraron al mundo con las primeras experiencias aéreas y Edmund Rumpler fue uno de los tantos fascinados con los nuevos aparatos voladores. Así que, pese a que su labor en Adler fue notablemente fructífera (diseñó el primer motor alemán que integraba la transmisión y patentó el sistema de supensión trasera de eje oscilante que luego adoptaría Porsche para el escarabajo), en 1907 decidió dejar la empresa y montar su propia oficina para diseñar y construir aeroplanos. La empresa vivió un fuerte crecimiento, que se multiplicó con el estallido de la Primera Guerra. Sin embargo, la derrota alemana y la subsiguiente prohibición de construir aviones impuesta por el Tratado de Versalles, obligó a Rumpler a abandonar su floreciente negocio y volver a los automóviles. La experiencia de los últimos años le hizo reflexionar sobre la posibilidad de aplicar los principios del diseño aeronáutico a la fabricación de automóviles y así, como ejercicio experimental, diseñó y construyó el revolucionario Tropfenwagen, con el que asombraría en la Feria del Automóvil de Berlín de 1921. Con cuarenta y nueve años, Rumpler volvía al mundo del automóvil y lo hacía con fuerza.

El Tropfenwagen ha pasado a la historia como el primer coche que puede calificarse de “aerodinámico”, y esa era la intención de Rumpler al darle forma de gota (eso significa tropfen en alemán), una de las formas geométricas con menor coeficiente de arrastre. En esa época, claro, no se hacían ensayos aerodinámicos, pero en 1979 los de Volkswagen lo metieron en el túnel de viento y se asombraron del coeficiente que resultaba: 0,28. Para hacerse una idea, sépase que los coches de la época, tan cuadradotes ellos, tenían coeficientes claramente superiores a 0,60, mientras que valores inferiores a 0,30 (como el de este coche) son propios de vehículos actuales. El Volkswagen escarabajo sería ciertamente bastante más aerodinámico que los rígidos volúmenes de la época, pero aún así, con su 0,48 de coeficiente, estaría muy lejos del Tropfenwagen. Naturalmente, este excelente resultado aerodinámico es consecuencia de un diseño formal muy singular, que llamó enormemente la atención cuando fue presentado al público. No voy a soltar el rollo sobre sus características técnicas (los curiosos pueden consultar multitud de páginas en la Red), ni tampoco describir su apariencia porque, en este caso sí, mejor que las palabras son las imágenes. Acompaño pues unas cuantas fotos y también un video en el que se ve al coche circulando en alguna ciudad durante los años veinte.



La Benz se entusiasmó con el prototipo y llegó a un acuerdo con Rumpler para fabricarlo. Sin embargo , apenas tuvo éxito comercial y no salieron a la venta más de cien vehículos. El coche tenía algunos problemas con el encendido y carecía de compartimento para el equipaje pero, sobre todo, su extraña apariencia no sedujo al público alemán; probablemente llegaba demasiado pronto. Unos cuantos fueron vendidos para ser dedicados a taxi, y así los muestra Fritz Lang en Metropolis, filmada algunos años después (1927). Todos los vieron pues como “autos del futuro”, no para aquel presente feliz que estallaría al final de la década. Hoy solo sobreviven dos de aquellos avanzados a su tiempo, ambos restaurados y expuestos en museos; hace varios años vi el que se exhibe en el Deutsches Museum Verkehrszentrum de Munich.

¿Y qué fue de Edmund Rumpler? Pues imagino que quedaría defraudado con la pobre acogida de su original diseño. Se instaló en Berlín y volvió a la aeronáutica, trabajando en diseños para grandes aviones comerciales; aún así, no abandonó completamente el mundo del automóvil y presentó proyectos de camiones aerodinámicos que nunca llegaron a fabricarse. Con Hitler en el poder fue detenido, como tantos otros judíos (y, como tantos otros judíos, imagino que nunca pensaría que llegaría a pasar en Alemania lo que pasó). No he logrado descubrir referencias concretas de la detención –cuándo ocurrió, dónde lo llevaron, etc–, pero parece que no duró demasiado. Leo que fue el propio Goering quien ordenó que se le liberase, recordando sus aportaciones a la aviación alemana durante la Gran Guerra. Podemos fantasear una conversación entre el Ministro del Aire y el Canciller a propósito de este judío en particular; tal vez Hitler, considerando su afición a los automóviles, lo recordase como el inventor de aquel coche tan curioso que probablemente le habría gustado. Vale, dirían, dejémoslo libre pero que se esté calladito. Y, en efecto, Rumpler no dio ya más que hablar en lo que le quedaba de vida, su carrera profesional había sido zanjada. Murió el 7 de septiembre de 1940 a los sesenta y ocho años, de un ataque al corazón mientras pasaba unos días de descanso en Neu Tollow. Nada más conocerse su muerte, la policía irrumpió en su apartamento berlinés y se llevaron todos sus papeles; el Régimen se ocupó inmediatamente (muy al estilo del Ministerio de la Verdad orwelliano) de borrar el nombre de Rumpler de la historia. No lo lograron, claro, pero sí hay que reconocer que su contribución al diseño automovilístico –y al nacimiento del escarabajo más de una década después– ha quedado algo oscurecida.


sábado, 15 de octubre de 2016

A propósito del escarabajo (1)

Mi primer coche, con el que aprendí a conducir, fue un Volkswagen escarabajo de color naranja butano, fabricado en Alemania en 1971. Mis padres lo adquirieron de segunda mano en el 76 y estuvo a mi disposición entre el 77 y el 80. Acabó sus días una madrugada de diciembre en la que me dormí conduciendo y me empotré contra un Jeep en el puente de la quebrada de Armendáriz, frontera entre los distritos limeños de Miraflores y Barranco.

En los años setenta, el escarabajo era el utilitario pequeño más distribuido en el Perú e imagino que en toda América Latina. He de decir que en esos años finales de la década, la mayoría de ellos no eran alemanes sino provenientes de Brasil, con menos prestigio que los que se habían importado de Europa (compruebo ahora que en Alemania dejaron de fabricarse en 1978 mientras que en la factoría de Sao Paulo lo siguieron haciendo hasta 1985). En aquellas fechas, claro, la imagen redondeada y compacta del coche ya no nos llamaba la atención, acostumbrados a verlo desde hacía mucho tiempo (en la España franquista y autárquica no tanto, pues Volkswagen no abrió delegación hasta el 81); sin embargo, conviene recordar que el diseño del escarabajo es de los treinta y en aquella década las formas de los automóviles eran muy distintas. No creo que sea ninguna exageración decir que este pequeño coche supuso una de las más importantes revoluciones en la historia del automóvil, al menos en cuanto al diseño formal (y no solo).

Es sobradamente conocido que el impulsor del Volkswagen fue Adolf Hitler. Desde antes de acceder a la cancillería, Hitler soñaba con construir una extensa y moderna red de autopistas que cubriera el país y motorizar a los alemanes. Recuérdese que en aquella época y en Europa el automóvil era un producto de lujo, fabricado casi artesanalmente a costes muy altos. Las principales marcas (en Alemania, Mercedes Benz) no veían la necesidad (o no querían asumir el riesgo) de serializar su producción para orientarla hacia las masas como había empezado a hacer Ford en Estados Unidos veinte años antes. Sin duda, esos sueños hitlerianos derivaban de su mentalidad megalómana y nacionalista pero también tenían una base práctica, formaban parte del acuciante objetivo de mejorar la economía alemana. En 1933, cuando accedió al Poder, la situación era desastrosa; en su primer discurso radiofónico a la nación, aseguró que la prioridad era reorganizar la economía y sacarla de la ruina a la que la habían conducido durante catorce años (desde el final de la 1ª Guerra) los partidos marxistas y sus aliados, y para ello pedía cuatro años. Y lo cierto es que gracias a medidas de apoyo a las empresas privadas, fomento del consumo de las familias y fuertes inversiones públicas en infraestructuras, logró espectaculares mejoras en los indicadores económicos del país; por ejemplo, el desempleo había pasado de los seis millones de 1933 a apenas un millón en el 36.

Una de las varias anécdotas que se repiten al remontarse a la génesis del popular coche es que el propio Hitler fue el padre del diseño del escarabajo. Parece ser que ello ocurrió durante un encuentro entre el futuro dictador y Jakob Werlin en un restaurante de Munich en el verano de 1932. Este Jakob Werlin era por entonces el concesionario de la Daimler-Benz en la capital bávara. Werlin era un austriaco (como Hitler) nacido en 1886 (tres años mayor que Hitler) y desde muy joven metido en el mundo del automóvil: había trabajado en la fábrica de Puch en Graz, había llevado la gestión de la empresa en Budapest, sirvió como ingeniero de automoción durante la Primera Guerra y luego para la Hansa-Lloyd en Bremen; finalmente, en 1921 llega a Munich y entra a trabajar para la Benz.El concesionario que regentaba estaba al lado de la imprenta del Völkischer Beobachter (El Observador del Pueblo), el periódico oficial del entonces recién creado Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, en cuyo seno un joven Hitler se había erigido en líder indiscutible (mostrando ya sus maneras autoritarias). Parece que Adolf y Jakob se conocen en 1923, aunque no he encontrado ninguna descripción de ese primer encuentro. Puede que se vieran con frecuencia por la Schellingstrasse cuando llegaban, uno al concesionario de coches, otro a la imprenta del periódico, y puede que empezaran a saludarse. A lo mejor, el reconocerse ambos austriacos (si bien de incuestionable vocación pangermánica), propició la simpatía mutua. Pero creo yo que lo más probable es que la relación comenzara cuando Hitler no pudo resistir la tentación de entrar al concesionario de Werlin a curiosear vehículos y encargarle el primer coche oficial para el Partido. Es sabido que a Hitler le gustaban los automóviles y que sentía debilidad por los Mercedes; una cosa es que tuviera en mente facilitar a los alemanes coches baratos y otra muy distinta que para él (y los jerarcas nazis) eligiera los elegantes y caros modelos de la Daimler-Benz. Como fuera, lo que parece confirmado es que desde esas tempranas fechas se forjó una amistad entre los dos. Se sabe que en septiembre de 1924, Jakob visita a Adolf en Landsberg, donde está preso tras el fallido Putsch de Munich. Tras su breve paso por la cárcel, Hitler quedó reforzado como dirigente de un partido que, aunque minoritario, empezaba a sonar en el ámbito nacional. Durante esos años previos a la llegada al Poder, la relación entre el líder nazi y el vendedor de automóviles se afianzó, hasta el punto de que éste se convirtió en el principal asesor de Hitler en lo referente a sus ideas y programas políticos sobre la materia.

Pero volvamos a ese presunto almuerzo del verano de 1932 entre Hitler y Werlin que tan importante resultó para el posterior nacimiento del Volkswagen. No he logrado confirmar la fuente original que da fe de esta reunión, ni ningún testimonio mínimamente fiable. En alguna web incluso mencionan el restaurante, la Osteria Bavaria. Así que no nos creamos a pies juntillas que este encuentro existiera, lo cual no quiere decir que no haya ocurrido porque verosímil sí que es. Para entonces, Hitler ya era alguien que contaba y mucho en la política alemana y ciertamente mantenía su amistad con Werlin. En cuanto a éste, por esas fechas se afilió al partido nazi (dos años después ingresaría en las SS) y ya se había convertido no sólo en el vendedor de coches de Hitler sino en su más cercano asesor en la materia. Y la Osteria Bavaria, en la Schellingstrasse 62 (muy cerca de las oficinas del Partido) era, en efecto, uno de los restaurantes favoritos del líder nazi, de lo cual da testimonio nada menos que Albert Speer (el restaurante sigue existiendo y, aunque su nombre actual es Osteria Italiana, saca partido de haber servido tantas comidas de Hitler; yo he estado tres veces en Munich pero nunca he entrado en ese local). Por último, que Hitler era aficionado al dibujo –y no lo hacía mal– es bien conocido, por lo que nada de extraño tendría tampoco que hiciera bocetos de futuros coches.

Tampoco tengo nada claro cuál fue el dibujo de Hitler. En la Red he encontrado dos reproducciones del que se supone que hizo que son bastante distintas entre sí. El que adjunto sobre este párrafo es un boceto muy poco elaborado, que representa un vehículo de líneas muy aerodinámicas y aspecto extremadamente moderno; ahora bien, la firma (A.H.) va acompañada de un 33, lo que sugiere que corresponde al año siguiente, cuando ya Hitler sería canciller del Reich. El que aparece debajo de este párrafo está algo más trabajado (ya tiene perspectiva) y, aunque ciertamente da una imagen distinta de la habitual de los coches de la época, no es tan audaz como la del otro dibujo. En la web del Hitler Historical Museum se asegura (sin citar fuentes)que Hitler entregó el dibujo a su amigo Werlin y le pidió que se lo enseñara a gente que entendiera de diseño de automóviles, urgiéndole a que lo antes posibles le aportara detalles técnicos para concretar un plan de actuación. Suena un poco fantasioso, pero tal vez fue así. Desde luego, demuestra una presuntuosa autoestima, por no decir soberbia. Me recuerda la vieja anécdota de Picasso haciendo un dibujito en la servilleta de papel de un restaurante para pagar la cuenta (y negándose a firmarlo cuando así se lo requirió el propietario porque no pretendía comprar el local); u otra de la que fui testigo, la de Santiago Calatrava haciendo monitos en varias servilletas en un restaurante isleño y repartiéndolas con olímpica complacencia entre los que asistían a esa cena, en un tiempo anterior a la construcción del Auditorio de Tenerife (a mí no me tocó servilleta, no era más que un simple funcionario).


En cualquier caso, es cierto que los bocetos de Hitler (suponiendo que sean auténticos) muestran una concepción formal del automóvil bastante vanguardista para la época y, sobre todo la parte delantera del segundo, tiene cierta semejanza con el diseño del futuro escarabajo. Entonces, ¿podemos pensar que el más malvado de todos los malvados habría podido ser un excelente diseñador de automóviles? ¿Hemos de admitir que la mano del dictador está en la base de uno de los más populares utilitarios de la historia –si no el más–, del cochecito del que tanto disfruté en mis años universitarios? Pues yo diría que no, pero ya seguiré con el relato de la génesis del escarabajo en otro post.

jueves, 13 de octubre de 2016

Anacronismo no por usual menos típico y errado

“Que la tierra es esférica (más o menos) lo sabe la humanidad al menos desde Pitágoras, si no antes”. Con esta frase empezaba el post anterior de este blog. Creo que su significado es claro pero, por si había dudas, se aclara más en las dos siguientes frases: que desde la Grecia clásica cualquier persona culta sabía que la tierra era redonda, pero también que hasta muchos siglos después seguía perdurando entre el vulgo la concepción de la tierra plana. Es decir, pienso que cualquiera con una mínima capacidad lectora puede entender de esas primeras líneas que cuando decía la humanidad sabe no me estaba refiriendo a la totalidad de los seres humanos ni tampoco a una mayoría significativa de estos. De hecho, usaba palabra humanidad como sinécdoque, es decir, tomaba el todo –la humanidad como “conjunto de (todas las) personas” – por la parte –los hombres cultos–. Sin embargo, Lansky me advierte enseguida que con esa primera frase del post (meramente introductoria y que para nada constituye su objeto) cometo “un anacronismo no por usual menos típico y errado”.

Como es habitual en las objeciones de Lansky, no se molesta apenas en justificar su crítica así que he de ser yo quien me esfuerce en descubrir sus argumentos. En este caso, deduzco que él viene a entender que decir “la humanidad sabe” implica que existe un consenso entre todos los humanos sobre ese conocimiento, pero ese consenso no ha sido universal hasta hace muy poco, con la evolución de las comunicaciones instantáneas. En consecuencia, es anacrónico y erróneo decir que “la humanidad sabía desde tiempos de Pitágoras que la tierra era esférica”. Vanbrugh le hace notar que el término humanidad se usa en el texto (y en casi todos los contextos) como sinécdoque y, por tanto, no existe ningún anacronismo ni yerro. Lo cual admite Lansky en su respuesta, pero añadiendo que él no habría usado “humanidad” como yo, porque, seguidor de la escuela de los Annales, es partidario de leer historia total y, por tanto, concebir la humanidad como “un consenso dentro de su diversidad”. Parece pues reconocer que fue él quien cometió un error calificando de “error anacrónico” la primera frase de mi post, que simplemente él lo habría dicho de otra forma.

Pero sólo lo parece, porque no reconoce explícitamente su error. A lo más que llega, tras el comentario de Vanbrugh (“En cualquier caso, se me ocurre que entre "Yo no lo diría así", como dices ahora; y "Has cometido un anacronismo errado", como decía tu primer comentario, hay una sustancial diferencia, suficiente para merecer no digo ya una disculpa, pero sí, desde luego, una explicación algo más amplia y conciliadora que la escueta alusión a unos cuantos historiadores franceses”), es a reconocer “lo desafortunado de la expresión error anacrónico”. O sea, no dice que erró al decirme que he cometido un “error anacrónico”, sino que no fue “afortunado” por su parte hacérmelo notar. Para aumentar la ambigüedad añade después de este generoso y conciliador reconocimiento que “lo es”, que hay que suponer que se refiere a “lo desafortunado” pero siempre cabe pensar (sobre todo por la adyacencia en el texto) que lo que es, es el error anacrónico; es decir, que fue desafortunado decirme que había cometido un error anacrónico, pero cometerlo, lo he cometido.

Lansky cometió un error con ese comentario porque, efectivamente, yo no había incurrido en ningún anacronismo al decir que la humanidad conocía desde Pitágoras la redondez de la tierra. Solo podía haber anacronismo si se interpretaba humanidad como lo trata de justificar Lansky pero no tal como yo empleaba el término (por otra parte, totalmente habitual en este tipo de contextos). Lo que hace Lansky es decidir que el término que yo uso significa algo distinto del significado que queda claro que quiero darle e inmediatamente calificar de errónea la frase. Se trata de una viejísima técnica sofista: Tú dices que había un consenso entre todos los humanos sobre le esfericidad de la tierra y no, no lo había, porque ese consenso es muy reciente; luego has errado. Pero yo nunca he dicho que hubiera un consenso entre todos los humanos. Podría añadir que incluso si ”la humanidad sabe” lo hubiera usado como sinónimo de “había un consenso entre los humanos”, seguiría siendo aventurado calificar mi frase de errónea, porque ese consenso existía desde la Grecia clásica entre todas las personas cultas, ciertamente una porción ínfima de la humanidad. Pero es que tampoco hoy debe existir consenso universal sobre nada, de lo cual se deduciría que la humanidad no sabe nada.

Cuando uno comete un error y se da cuenta (o se lo hacen notar), lo que procede es reconocerlo directa y llanamente, disculpándose si viene a cuento pero, en todo caso, no contraatacando con cuestiones ajenas ni presentándose como víctima de ningún ataque. Reconocer que uno se ha equivocado no es ninguna derrota ni supone desmerecer la propia valía; más bien yo diría que al contrario, demuestra entereza. En cambio, hacerlo como una concesión casi desdeñosa (“me merezco vuestras ironías si eso os hace sentiros mejor”) o insinuando victimismos que sólo uno ve (“aunque no confío mucho en los tribunales espontáneos …”) no es lo mismo. En todo caso, el reconocimiento o no del error no aporta nada a la discusión ni a la “verdad” (suponiendo que ésta exista), sino simplemente da información sobre la psicología de los debatientes. Quiero decir que quien lea ese post y sus comentarios sacará sus conclusiones sobre si mis frases iniciales son o no anacrónicas (yo creo que la mayoría pensará que no lo son) al margen de que Lansky reconozca o no que se equivocó en su primer comentario. La lectura de los comentarios informa sobre todo de nuestros caracteres psicológicos (lo que de éstos dejamos traslucir en la discusión).

Decir que la humanidad sabe desde tiempos de Pitágoras que la tierra es esférica no es pues un anacronismo y, por tanto, sí es un error decir que lo es. Pero, sobre todo (y en esto coincido con Lansky), ese comentario es desafortunado; y lo es por varias razones. En primer lugar porque no es pertinente: que hubiera o no un consenso universal sobre la esfericidad de la tierra no es en absoluto de lo que trata el post; naturalmente, cada uno puede comentar sobre lo que quiera, pero el comentario será tanto más afortunado, entre otras cosas, cuanto más venga a cuento. En segundo lugar porque revela poca reflexión, como si el comentarista al leer la ¡primera! frase se lanzara al teclado para contradecirla, cuando en las dos siguientes se dejaba claro a qué se refería el autor con el término humanidad. En tercer lugar porque cuando se quiere advertir de un error (que no lo es, en este caso) hay que saber hacerlo; usando palabras del propio Lansky, lo importante “son los modos de señalar las cosas”. Decirle a alguien que comete un error exige estar muy seguro de que es así y, además, argumentarlo sólida y detalladamente, para que quede claro que no es un ataque ad hominem sino que se refiere exclusivamente al objeto (es objetivo, no subjetivo). Por último (aunque podría seguir dando razones), es desafortunado porque no propicia la concordia (el “buen rollito”), no contribuye a facilitar la discusión amistosa, sino que, por el contrario, expele “malas vibraciones”. Y es que considero –no pasa de ser mi modesta opinión, desde luego– que un buen criterio ético de la propia conducta es valorar lo que contribuimos a la felicidad, a hacer que con nuestros actos los demás (y también nosotros mismos) nos sintamos un poco mejor. En el caso del que hablo, tanto por el comentario inicial como por los siguientes, da la impresión de que interesa más cualquier otra motivación (que no alcanzo a comprender) que buscar el bien general.



PS: Celebrando la concesión del Nobel de Literatura a mi admirado Dylan, acompaño este post con él interpretando una de sus canciones con mejores letras (se supone que por ellas le han concedido el premio) y que, además, algo tiene que ver con lo que aquí cuento.

martes, 11 de octubre de 2016

Antípodas

Que la tierra es esférica (más o menos) lo sabe la humanidad al menos desde Pitágoras, si no antes. No cabe duda de que a partir de la época clásica de Grecia (siglos V y IV aC) era un dato asumido por toda persona culta. Aún así, las viejas concepciones de un planeta plano (las más un disco con la tierra firme en el centro rodeada por el Océano, cuyos bordes daban al abismo) perduraron entre el vulgo, sobre todo durante la Edad Media. Digo yo que el que se mantuviera a lo largo de tantos siglos esa idea errónea pudo deberse a que a la gran mayoría de la gente le preocupaban bien poco las cuestiones geográficas y astronómicas, que poco les afectaban en sus vidas diarias. Pero algo también influirían algunas obras de escritores primitivos cristianos que, impulsados por su miope interpretación de las Escrituras, machacaron insistentemente sobre la vieja imagen de la Tierra. En todo caso –insisto–, incluso durante la denostada Edad Media, todas las personas cultas sabían de sobra que la Tierra era una esfera. Como explica Umberto Eco (Historia de las Tierras y los Lugares legendarios), no deben llevarnos a pensar lo contrario los abundantes mapas medievales de nuestro planeta, mayoritariamente discos planos; simplemente se trata de representaciones simbólicas siguiendo las técnicas y adaptadas a los gustos e intereses de la época. Por cierto, pese a las apariencias no hay ninguna relación etimológica entre planeta y plano, que habría sido un buen argumento para relacionar ambos términos; planeta viene del griego πλαναν (errante), mientras que plano viene del latín planus

Una vez admitida la esfericidad del planeta, un debate distinto fue qué ocurría en las antípodas del mundo conocido (hoy diríamos en el hemisferios Sur) y, en especial, si allí había seres humanos. Naturalmente, el principal obstáculo “intuitivo” para aceptar que hubiera otros humanos era que estarían “cabeza abajo” y se caerían al vacío. Lucrecio (99 aC – 55 aC), uno de los más lúcidos romanos calificaba poco menos que de disparate a quienes defendían las antípodas. En su De rerum natura advierte a Memmio que se guarde de creer “Que un ser puede en sí mismo sustentarse: / Que los cuerpos pesados que tenemos / bajo los pies, gravitan hacia arriba: / Que en dirección contraria son llevados, / como la imagen que en el agua vemos; / defiende con razones semejantes / que debajo vaguean animales, / que no pueden caerse de la tierra / en las regiones ínfimas, del modo / que no pueden al cielo remontarse / de suyo nuestros cuerpos; y que cuando / aquéllos ven el sol, nosotros vemos / de noche las estrellas, y alternando / parten las estaciones con nosotros; / y que igualan sus días a los nuestros, /y a las suyas igualan nuestras noches” y califica esas ideas de “ficciones groseras y errores estúpidos en los que han caído los necios”. En términos todavía más contundentes se manifestaba Lactancio, filósofo romano del sigo IV convertido al cristianismo, en sus Institutiones divinae: “¿Y qué decir de quien piensa que existen antípodas opuestas al lugar donde ponemos los pies? ¿Dicen algo convincente o hay alguien tan insensato que crea que existen hombres con los pies más arriba que su cabeza? ¿O que las cosas que entre nosotros están boca arriba allí cuelgan? ¿Qué allá los cereales y los árboles crecen hacia abajo? ¿Qué lluvia, nieve y granizo caen de abajo arriba?”

También del siglo IV pero algunos años posterior a Lactancio es el escritor romano Macrobio, quien publicó unos Comentarios al sueño de Escipión, un extenso estudio del sueño de Escipión el Africano que narra Cicerón en Sobre la República. Macrobio basándose en las ideas neoplatónicas expone una amplia y congruente concepción del universo y de la tierra para, al inicio del Libro Segundo, sostener que las Antípodas son especularmente similares al mundo que conocían y en ellas también hay plantas, animales y seres humanos como nosotros. Lo que me ha admirado es lo coherentemente que desmonta la idea común de que animales y personas habían de caerse hacia abajo. “Debemos creer que los hombres que se supone que viven allí respiran el mismo aire que nosotros, porque el mismo clima templado hay en la totalidad del circuito de ambas zonas; cuando el Sol se pone para ellos, se dirá que es el mismo que está saliendo para nosotros, y cuando sale para ellos, que es el mismo que se está poniendo para nosotros; pisarán el suelo al igual que nosotros, y verán siempre el cielo sobre sus cabezas, y no tendrán miedo de que la Tierra caiga al cielo porque nada puede jamás caer hacia arriba. Si para nosotros «abajo» es donde está la tierra y «arriba» donde está el cielo -afirmarlo es una especie de broma- también para ellos «arriba» será lo que contemplan desde más abajo, y jamás caerán hacia arriba. Aseguraría que también entre ellos los menos instruidos pensarán eso mismo acerca de nosotros, y no creerán que sea posible que vivamos donde estamos, sino que opinarán que si alguien intentara ponerse de pie en la región opuesta a ellos, caería. Nunca, sin embargo, nadie entre nosotros temió caer al cielo; por tanto, nadie entre ellos caerá tampoco hacia arriba, tal como una discusión previa nos enseñó que todos los pesos se dirigen, por su propia inclinación, hacia la Tierra”.

Cuando he leído esta última frase me ha sorprendido encontrar en un autor de la Antigüedad la exposición, aunque sea con términos confusos, de la ley de la gravedad, tantos siglos antes de Newton. Pero la sorpresa se debe a mi ignorancia (u olvido) porque investigando un poquillo descubro que la idea de que todos los objetos son atraídos hacia el centro de la Tierra aparece ya sugerida en Platón y mucho más claramente formulada por Aristóteles. Aún así, parece que –a diferencia de la esfericidad de la Tierra– no era unánimemente aceptada por todas las personas cultas (si no, no cabría entender las posturas de Lucrecio o Lactancio). Y ahora hay que hablar de San Agustín, que también vivió en el siglo IV (como Lactancio y Macrobio) y también escribió sobre las Antípodas. Lo hizo, concretamente, en el Libro décimo sexto de La Ciudad de Dios, dedicado a reflexionar sobre la descendencia de Noé y cuyo capítulo noveno trata justamente de “Si es creíble que la parte inferior de la tierra opuesta a la que nosotros habitamos tenga antípodas”. San Agustín lo descarta, pero no negando que la Tierra sea esférica ni tampoco aludiendo al viejo argumento de que los oriundos de allí se caerían hacia abajo, lo que me hace pensar que algo habría oído sobre la atracción de los cuerpos.

No, las razones del de Hipona son teológicas que, en la cultura (cristiana) de la época estaban muy por encima de las estrictamente naturales. Como esas tierras de la otra cara del planeta son inaccesibles (“…demasiado absurdo parece decir que pudieron navegar y llegar los hombres pasando el inmenso piélago del Océano de esta parte a aquella…”), Agustín concluye que, de estar habitadas por seres humanos, éstos no serían descendientes de Adán y, por lo tanto, se estaría negando la Biblia, Verdad indiscutible. Una variante de esta argumentación (atribuida a Manegold de Lautenbach, un monje alsaciano del XI) sería que si hubieran hombres en las Antípodas, a estos no les habría alcanzado la Redención de Jesucristo, pero como éste vino a redimir a todos los hombres, hay que concluir que no hay hombres en las antípodas. Lo cierto es que, aún admitiendo la validez de las premisas teológicas, los silogismos pecan contra la lógica, lo que extraña en San Agustín. Porque ciertamente los humanos que habitan las Antípodas descienden de una primera Eva ya que, en contra de la afirmación dada por evidente, sus ancestros sí atravesaron el Océano para llegar allí. En cuanto a la Redención, no se entiende muy bien por qué no habría de alcanzarles a los habitantes de las Antípodas; de hecho, los misioneros españoles no tuvieron en cuenta esa premisa cuando se empeñaron en “cristianizar” a los indios americanos.

Y hasta aquí. A partir del XVI los viajes de los "descubrimientos" demostraron por la vía de los hechos que sí había gente en las Antípodas y que Macrobio tenía razón. Ahora nos reímos de las elucubraciones de quienes discutieron sobre este asunto. Sin embargo, sus motivaciones eran las mismas que ahora nos llevan a elaborar complicadas teorías físicas para explicar los secretos del universo, una vez que en nuestro planeta quedan ya pocos.

  
Antípodas - Javier Krahe (Dolor de Garganta, 1999)