sábado, 26 de noviembre de 2016

Rufián

Rufián significa persona sin honor, perversa, despreciable, pero también, en su segunda acepción, dedicada a la prostitución. En las primeras ediciones del diccionario (principios del XVIII) el término tenía un significado bastante más preciso, pues tan sólo se refería al hombre que trata y vive deshonestamente con mujeres, solicitándolas o consintiéndolas el trato con otros hombres. El vocablo estaba asentado en el castellano al menos desde la Baja Edad Media. En El Corbacho, escrita por Alfonso Martínez de Toledo en 1438, una mujer se queja a su amante de que le quita el dinero que ella gana tratándola como lo hace un rufián. A finales del XVI el vocablo lo recoge Cristóbal de Las Casas en su Vocabulario de las dos lenguas, toscana y castellana. Esta referencia es relevante porque la palabra entra en nuestro idioma procedente del italiano ruffiano, en donde aludía a quien por interés lucrativo hacía de mediador en los asuntos amorosos de otros. Es decir, lo que significaba en su origen rufián hoy sería proxeneta, chulo o incluso alcahuete. Por cierto, la etimología de la palabra nos lleva hasta el adjetivo latino rufus que significa rojo. ¿Por qué? Pues leo que debido a que las prostitutas romanas solían ponerse pelucas rojizas y de ahí que el que se ocupaba de las rufarum fuera un rufulanus o algo parecido. Que el significado del término evolucionara de gestor de lujurias ajenas a persona de catadura miserable no es nada sorprendente, pues desde siempre a quienes ejercían esos oficios se les imputan todos las depravaciones.

Lo que llama la atención es que un vocablo cuyo significado es moralmente negativo se adopte como apellido. Verdad es que Rufián no es el único caso, ni siquiera el más corriente. Por ejemplo, el apellido Ladrón (contándolo solo y compuesto con “de Guevara”) lo tienen, como primero o segundo, unas 3.800 personas en España, mientras que el de Rufián lo llevan en torno a 1.200, menos de la tercera parte. Parece que en su origen, el apellido Ladrón no se refería a quienes robaban, sino que provenía del término latino latro, -nis que significa “sirviente pagado” y que ya era usado como cognomen en la época romana para pasar al romance. De hecho, se conoce un tal Diego López Ladrón que acompañó al Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, en sus campañas contra los moros. El compuesto más abundante Ladrón de Guevara tiene su origen en la familia navarra de los Vela-Ladrón, señores de Guevara y de Oñate, que allá por el siglo XII asentaron su solar en la villa alavesa (hoy Guevara ha perdido la relevancia que tuvo durante la Edad Media y apenas alberga a cincuenta vecinos). Pues bien, cabe pensar que también el vocablo Rufián pudo tener alguna acepción positiva (o, al menos, neutra) para que fuese adoptado como apellido en su origen. Y parece que, en efecto, la figura del rufián adquirió connotaciones positivas hacia fines del XVI, asociándose en concreto con cualidades tales como la bravura, la valentía, el vigor, la fortaleza. O sea, el rufián del Siglo de Oro español sería una especie de Hércules, fuerte y valeroso, “echao palante” y dispuesto a meterse en cuanta riña y pendencia, arriesgando la vida incluso. En su discurso de ingreso a la Real Academia, Arturo Pérez Reverte explica quiénes eran (y sobre todo, cómo hablaban) esos bravos o valentones que vivían “mitad de las mujeres, mitad de alquilar su espada o su cuchillo” y a los que se llamaba rufianes (y también Jaques que, a su vez, es apellido aunque más raro, pero no me desviaré por ahí). No me resisto a transcribir parte del discurso que APR dedicó a los rufianes de aquellos tiempos.

El bravo, el valentón, se levanta tarde. La noche, que él llama sorna, es su territorio. Ya empieza a bajar el sol sobre los tejados de la ancha, la ciudad, cuando nuestro hombre se echa fuera de la piltra, carraspeando para aclararse la gorja. El caso es que nuestro jaque se lava un poco, y tras mirarse en el azogue la zanja que le santigua la cara (recuerdo de una cuchillada, o jiferazo, de seis puntos, porque a veces es uno quien madruga, y otras veces nos madrugan otros), se compone con parsimonia los bigotes, que son fieros, de guardamano, apuntándole mucho a los ojos. Que entre la gente de la carda, o de la hoja, la valentía se estima según el tamaño de los bigotes, la barba de gancho y el mirar zaino, valiente, de quien es (o parece) capaz de reñir con el Dios que lo engendró. Se viste nuestro bravo, tintineándole al cuello el crucifijo de plata y las medallas de santos (que en la España del rey católico, paladín de la verdadera religión, una cosa no quita la otra). Se viste con aires de mílite, cosa a menuda propia de la gente de la hojarasca. Aunque no haya oído en su vida zurrear de veras un arcabuzazo, y al turco y al luterano no los conozca sino de los corrales de comedias, él y sus compadres suelen dárselas de veteranos de los tercios o de las galeras del rey. … Después de acabar las descripción de las prendas con que viste el rufián, APR nos lo muestra por las calles madrileñas de Lavapiés (barrio que con la Heria de Sevilla, el patio de los Naranjos y el corral de los Olmos de esa misma ciudad, el Potro de Córdoba y los Percheles de Málaga, entre otros sitios ilustres, ha dado a España y al mundo, lo mejor de cada casa en los siglos XVI y XVII: la nata de la chanfaina), hasta que se entra en una taberna y se sienta con dos colegas a conversar de sus asuntos … Eso, en cuanto al oficio y los camaradas. En cuanto a las coimas, o sea, las yeguas que cada cual tiene en su dehesa, las cosas tampoco van muy bien. Sus hembras, que responden a los ilustres nombres de Blasa Pizorra, Gananciosa y Marizápalos, apenas rinden resullo (dinero). Últimamente no trotan más que de baratillo, con balhurria, y el poco socorro que aportan con el trabajo de su broquel (o guzpátaro, pare entendernos, aunque hay otros nombres; y permitan que me quede ahí), ese dinero se les va a ellos alijando la nao, o sea, gastándoselo en el garito, con la desencuadernada (los naipes) o con los dados: los huesos de Juan Tarafe. Y del oficio de valentía, para qué hablar. Fatal. O sea, agua y lana. Uno de los jaques, la cara persignada por varios araños, se queja de que ayer mismo un cabestro (un marido barbado, o sea, un cornudo o cartujo) pretendía una hurgonada (una estocada) al querido de su legítima por la fardía ledra de veinte míseros ducados. Una vergüenza, se lamenta otro compadre. A él le ofrecieron hace una semana, explica, veinticinco ducados por trincharle las asas (las orejas) y treinta por calaverar (cortar la nariz) a un galán que ponía aljófar en alcatara ajena. Por vida de Roque, adónde vamos a parar, se lamentan los tres bravos. …

Desde luego, por la descripción de Pérez Reverte no se pensaría que fuera el de rufián oficio del que enorgullecerse hasta el punto de adoptarlo como apellido para sus descendientes. Sin embargo, no se me antoja extraño que entre los del gremio llegara a considerarse punto de distinción ser tildado de rufián (que era uno de los grados superiores de la profesión y además aludía a la bravura). Parece que incluso hubo un tiempo, por las primeras décadas del XVII calculo, en que se pretendió conferir cierta respetabilidad al rufián y algo de esto puede intuirse en la comedia de Lope de 1614, El galán Castrucho, que previamente se había denominado El rufián Castrucho. En fin, después de mucho hurgar no es que llegue a ninguna conclusión firme pero sí me quedo con la idea de que, por la época en que nació el apellido (por el siglo XVI), sin haber perdido el vocablo sus connotaciones negativas, éstas serían vistas con menos severidad e incluso se resaltarían otras positivas; es decir, habría un cierto clima de tolerancia hacia estos individuos, suficiente para que alguno de ellos aceptara ser identificado públicamente como “el rufián” y que tal apodo se convirtiera en apellido de su progenie. Como fuera, eso debió ocurrir con casi total seguridad en Andalucía, lo cual no sorprende pues era en esa tierra donde mayor era el censo de casas de mancebía y, por tanto, de rufianes. Sin duda, la palma se la llevaba Sevilla (gracias al monopolio del tráfico hacia las Indias), pero también otras capitales o pueblos grandes como Córdoba, Cádiz o Málaga. Ahora bien, ateniéndonos a la actual distribución geográfica del apellido, cabe suponer que el primer Rufián fuera de Andalucía Oriental, de las tierras entre Jaén y Granada.

Fernando González del Campo, en el artículo que ha dedicado a este apellido en el número 7 de Cuadernos de Genealogía (que es la fuente principal de este post), nos dice que un tal Juan Rufián figura como testigo el 26 de julio de 1533 en una visita a un pueblo de indios en el actual estado mexicano de Veracruz. También del XVI hay constancia de dos hombres distintos apellidados Rufián, ambos moriscos de la sierra granadina. Este dato, junto con el hecho de que en algunas poblaciones que fueron asiento de moriscos (Alcaudete y Alcalá la Real, las dos de Jaén) hay y hubo un número relativamente importante de personas así apellidadas, ha hecho pensar que en su origen fuera propio de esos musulmanes del conquistado reino nazarí convertidos a la fuerza, pero no es en absoluto seguro. Lo que sí es bastante probable es que por esas comarcas andaluza naciera el apellido que nos ocupa y desde ahí se extendiera al resto de la península. Ha habido y hay algunos “rufianes” de cierto renombre, aunque yo no había escuchado este apellido hasta el salto a la fama del actual diputado por Esquerra de Catalunya. Gabriel Rufián (o Juan Gabriel que es su nombre completo), nació en 1982 en Santa Coloma, pero su familia proviene de La Bobadilla, una pedanía del municipio jienense de Alcaudete, antes citado. Su abuelo, Juan Rufián Cano, emigró con su mujer y cuatro hijos a Cataluña, hacia principios de los sesenta, como tantos otros andaluces (la propia Bobadilla superaba los cuatro mil habitantes en los cincuenta y ahora está en torno al millar). Podría ser que Gabriel, quinientos años después, fuera descendiente de un Alonso Rufián, que luchó en la rebelión de los moriscos granadinos (1568-1571) contra el Estado opresor castellano, y heredera de aquél los genes independentistas. Hoy, afortunadamente, esas batallas se hacen con otras armas.

Como apunte final hago notar la a mi juicio desproporcionada abundancia relativa de términos con significado peyorativo entre las palabras de nuestra legua acabadas en –án. En una lista apresurada y sin duda incompleta hago constar, además de la mentada rufián, todas estas más: holgazán, jayán, patán, truhán, gañán, haragán, balandrán, ganapán, pelafustán, perillán, barbián, truchimán, carcamán, charrán, barbaján, bausán, camaján, cachanchán y cachicán. Y como curiosidad añadida diré que al menos tres de estos vocablos (patán, gañán y perillán) son también apellidos.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Leonard Cohen y Janis Joplin (2)

Como dije en el post anterior, llegué a sospechar que lo de que Leonard y Janis hubieran echado un polvete en el Chelsea no era sino una baladronada del canadiense, que se le ocurrió después de muerta la texana y cuando ya tenía un aura casi mítica de leyenda del rock. Eres poeta o cantautor, tienes un rollito de una noche y a lo mejor, si la experiencia te ha tocado mínimamente la sensibilidad, vas y compones una canción el día después o la semana siguiente; pero no la empiezas tres años después. Además, la letra de Chelsea hotel y las explicaciones que dio años después sobre esa noche, no cuadran con la realidad. En fin, a mi modo de ver, argumentos más que suficientes para poner en duda la veracidad de la historia, para maliciarse que Leonard pretendió subirse al carro de los no pocos que habían tenido un affaire con la dama blanca del blues. ¿Por qué? Pues tal vez por ese lado Mr. Hyde en lo referente a las mujeres que algunos críticos imputan a Cohen (y que a mí no termina de convencerme) o por un impulso aislado de hacer una pequeña gamberrada (de la que luego se arrepentiría pero sin atreverse a confesar la mentirijilla).

Pero no, parece que en efecto hubo rollito, y lo digo no porque se me haya aparecido el fantasma de Leonard para afearme mis dudas sino porque fue la propia Janis quien lo dijo. Ocurrió el 3 de septiembre de 1969, dos semanas después del mítico Festival de Woodstock, en el que Janis había actuado con su banda, los Kozmic Blues. Estaba a punto de salir al mercado su primer disco como solista (I Got Dem Ol' Kozmic Blues Again Mama!); es decir, que la chica no era ya la desconocida que año y medio antes había pasado una temporada en Nueva York. Tampoco podemos decir que era una diva, pero sí lo suficientemente representativa de la cultura sesentera (los hippies, paz y amor, drogas y psicodelia) como para que el fotógrafo Richard Avedon tuviera interés en fotografiarla. El famoso fotógrafo viajó acompañado de la que entonces era su colaboradora, Doon Arbus, periodista, que entrevistaba a los modelos. Así que de esa fecha provienen unas cuantas fotos en blanco y negro (entre ellas la que adjunto) y unas reflexiones y opiniones algo deshilvanadas de la que calificaron los autores del trabajo como “la joven heroína del rock-blues”. Fotos y textos fueron publicados nada menos que treinta años después en un libro que se títula The Sixties. Para entonces, hacía mucho que Cohen había desvelado su aventura con las blueswoman.

  
Chelsea hotel #2 - Lloyd Cole (I'm Your Fan: The Songs of Leonard Cohen, 1991)

"A veces estás con alguien convencida de que tiene algo que decirte. Puede que en realidad no haya nada pero estás ahí, pensando que algo importante va a pasar, como si hubiera una comunicación innata. Pero el tío está callado, casi parece de mal humor. No obstante, sigues allí, tirando, dando, golpeando. Y entonces, de pronto, hacia las cuatro de la madrugada, te das cuenta de que ese culo plano, ese hijo de puta, simplemente está echado a mi lado. Ni siquiera me está follando. Eso me ha ocurrido a mí y es duro, como un bofetón. Me ha ocurrido dos veces, con Jim Morrison y con Leonard Cohen. Es extraño porque los dos eran personas que me llamaban la atención, y aunque realmente no me gustaban, sabía quienes eran y quería conocerlos. Pero ninguno de ellos me dio nada. No sé que significa, tal vez nada, simplemente decepciones".  Así que si la propia Janis reconoce la aventura, pues ya sí me la creo. Ahora bien, añade unas cuantas cosas que amplían la perspectiva sobre la misma y, sobre todo, contribuyen a explicar el porqué de la letra de Chelsea hotel. Claro que para ello hay que admitir que Leonard conocía lo que opinaba Janis de su encuentro. Y eso no pudo ser porque lo leyera en el libro de Avedon, ya que se publicó bastante después de la composición del tema y de las posteriores explicaciones; pero podemos suponer que ella misma se lo dejó claro esa noche, o incluso que hizo alguna declaración al respecto que no he localizado.

Primera sorpresa de lo que dice Janis es que era ella la que, sabiendo quién era, tenía interés en conocer a Leonard Cohen (sin que le atrajera físicamente). Entonces, lo que contó el canadiense (“no me buscaba y yo no la buscaba”) no sería tan cierto, como tampoco la farsa esa de que ella perseguía a Kristofferson. Si como parece, el encuentro fue en la primavera del 68, es ciertamente más lógico que Janis estuviera interesada en Leonard y no al contrario, aunque solo fuera por la sencilla razón de que el cantautor ya había publicado su primer disco con muy buena acogida. No sería extraño, por tanto, que a la Joplin le hubieran impresionado las canciones de ese canadiense algo exótico entre la fauna folkie de la época (es sabido que a Janis le interesaba lo que se cocía en los ambientes musicales del Greenwich neoyorkino). Me atrevo pues a suponer que sería Janis quien al encontrarse a Cohen en el Chelsea, se le acercó para conocerlo mejor con la esperanza y el deseo de que le aportara, le transmitiera algo. Si así ocurrieron las cosas, no sólo no vienen a cuento algunas frases de la canción como “tú eras famosa, tu corazón era una leyenda” o “me dijiste que preferías hombres guapos pero que conmigo harías una excepción” (Leonard resultaba bastante atractivo a las mujeres), sino tampoco eso de que se habían encontrado luego y ella ironizó sobre sus “poemas para viejas”.

  
Chelsea hotel #2 - Rufus Wainwright (Leonard Cohen I'm Your Man (Motion Picture Soundtrack), 2006)

Me creo pues que fue Janis la que llevó la iniciativa. Probablemente habría algunos escarceos previos a la noche clave; a lo mejor la texana llamó la atención del canadiense con su estrafalario atuendo y éste se enteró de quién era y se dijo, mira tú, si se pone a tiro, ¿por qué no? Pero lo fundamental es que Leonard no estuvo a la altura de las expectativas de ella (lo cual no necesariamente implica un gatillazo) y, lo más importante, que él lo supo. De hecho, hay un par de versos en la canción que suenan descaradamente a excusas (“estábamos oprimidos por los cánones de belleza” y, sobre todo, “no pretendo decir que te amé de la mejor forma”). Pero ese aire justificativo de la canción se convierte en agresividad algo despectiva, como si el compositor pensara que la mejor defensa es un buen ataque y como si le guardara rencor y quisiera cobrárselo. Desde luego, parece muy poco caballeroso (e inédito en Cohen) la imagen de la felación en la cama sin hacer, como si quisiese situar la relación en el ámbito de la más estricta carnalidad sexual, sin admitir nada que no fuera sexo. A esa misma idea nos dirigen otros versos que suenan a reproche: “nunca te escuche que dijeras, te necesito o no te necesito”. Y la última frase a mi juicio despectiva es esa en la que, a modo de experimentado depredador erótico, dice que no lleva la cuenta de cada petirrojo que abate y, además, que ni siquiera piensa en ella a menudo. En fin, que pareciera que Leonard supo que Janis quería de él algo más que un polvete y no sólo no la satisfizo sino que quiso dejar claro (aunque ella ya hubiera muerto) que para él no había sido más que un rollo sexual nada relevante.

La verdad es que la canción a mí no me parece en absoluto una canción de amor (tampoco de desamor) sino casi un ajuste de cuentas. Y si mi impresión es acertada, llama la atención que Leonard Cohen tuviera guardada esa espina y que ni la muerte de Janis la hiciera desaparecer; al contrario, fue entonces, cuando ella ya no podía contestar, cuando decidió llevar a cabo su revancha e incluso siguió con ella durante los siguientes años mediante sus declaraciones aclaratorias. Quiero creer que luego (en los noventa) se arrepintió sinceramente, aunque sin penitencia o sin que ésta implicara contar toda la verdad. Esa verdad que imagino pero desconozco debería incluir qué fue lo que le dijo o le hizo Janis esa noche para llevarle a escribir esta canción, para guardarle tanto resentimiento. Acabo transcribiendo la letra traducida de Chelsea hotel.



Te recuerdo bien en el Chelsea Hotel, / hablabas tan segura y tan dulcemente / y me la mamabas en una cama sin hacer / mientras la limusina esperaba en la calle. / Era Nueva York y esas eran las razones, / perseguíamos el dinero y la carne / y a eso lo llamaban amor los de nuestro oficio; / probablemente aún lo sea para quienes queden.

Pero te fuiste, ¿verdad nena? / Simplemente diste la espalda a la multitud / y te alejaste. Nunca te oí decir / te necesito, no te necesito / te necesito, no te necesito / y todo ese rollo.

Te recuerdo bien en el Chelsea Hotel, / eras famosa, tu corazón era una leyenda / me volviste a decir que preferías tíos guapos / pero que conmigo harías una excepción. / Y apretando el puño por los que son como nosotros, / los oprimidos por los cánones de belleza, / te arreglaste un poco y dijiste no importa, / somos feo pero tenemos la música.

Pero te fuiste, ¿verdad nena? / Simplemente diste la espalda a la multitud / y te alejaste. Nunca te oí decir / te necesito, no te necesito / te necesito, no te necesito / y todo ese rollo.

No pretendo decir que te amara del mejor modo, / no puedo llevar la cuenta de los petirrojos abatidos, / pero te recuerdo bien en el Chelsea Hotel, / eso es todo, tampoco es que piense en ti a menudo.

PS: En el anterior post sobre Cohen y Joplin puse la versión original de Chesea Hotel #2 cantada por Leonard. Este post lo acompaño de tres versiones (covers dicen los anglos) de la misma canción, las tres muy de mi agrado. La primera es del inmerecidamente poco conocido Lloyd Cole, un británico afincado en los USA a quien en sus inicios (por los ochenta) se le auguraba un futuro esplendoroso que nunca llegó (por cierto actuó hace poco en Madrid). La segunda corresponde al también canadiense Rufus Wainwright, quien podríamos casi considerar yerno de Cohen, toda vez que tiene un hijo con su hija Lorca (aunque no son pareja porque Wainwright es homosexual). La tercera, en video, es la versión que en 2013 hizo Lana del Rey; esta chica despierta pasiones pero a mí el estilo de música al que se dedica no me gusta; cuestión distinta sería si sus canciones fueran como esta maravillosa interpretación.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Lotario / Lothario

Leyendo sobre Leonard Cohen encuentro en la web de CBC, una radio canadiense, un artículo en inglés firmado por Andrea Warner sobre las mujeres que amó y las mujeres que lo amaron, en el cual se dice que “desde el principio se describió a Cohen a partes iguales como un chico solitario en constante sufrimiento y como un larguirucho Lotario”. Añade la autora que esa doble imagen fue alimentada por el propio Leonard, a modo de una especie de doctor Jekyll y mister Hyde. Cuando se revisa la biografía amorosa del cantautor canadiense es inevitable, en efecto, que a uno le sorprenda esa dualidad. Difiero, sin embargo, de la opinión anterior porque pienso que, aún siendo bastante mujeriego, procuraba que no trascendiera a su imagen pública. De hecho, procuraba que sus relaciones no trascendieran a los medios y, salvo la llamativa excepción de Janis Joplin, cuando eran fuente de inspiración no daba pistas, ni en las canciones ni fuera de ellas, sobre la identidad de sus musas. Pero aunque he de seguir hablando sobre este asunto y este personaje, ahora quiero comentar el descubrimiento léxico que me ha aportado la lectura de ese artículo; me refiero, claro, a la aparición en el texto del nombre propio lothario (con h intercalada y en minúsculas).

Para cualquier hispanohablante el nombre de Lotario remite directamente al Quijote, a uno de los protagonistas del relato intercalado en la primera parte, el que lee el cura mientras Alonso Quijano duerme. Me refiero, claro, al Curioso impertinente, esa novelita de corte boccacciano (aunque con final más en la onda barroca post-Trento) que narra la estúpida obsesión de un marido enamorado –Anselmo– por poner a prueba la fidelidad de su esposa Camila pidiéndole a su íntimo amigo Lotario que intente seducirla. Lotario, pese a sus intensas protestas iniciales, es forzado a aceptar y finalmente cae enamorado de la bella, traicionando la amistad. En nuestro idioma, sin embargo, el nombre de Lotario no ha pasado a describir un determinado carácter, al modo de, por ejemplo, Quijote o Don Juan. Por eso me sorprendió que así hubiera ocurrido en inglés. Lo que pasa es que lothario en la lengua de Shakespeare significa libertino, seductor sin escrúpulos, canalla cuyo único interés es deshonrar mujeres. Una acepción bastante dura que desde luego no cuadra con el personaje cervantino; al pobre Lotario, por el contrario, le sobraban remordimientos y la seducción de Camila no puede en absoluto calificarse de canallada sin escrúpulos.

Y es que el Lothario que ha calado en el inglés no es el nuestro sino el que creó Nicholas Rowe en su drama The fair penitent a principios del XVIII. No he leído la obra (en inglés esta aquí) pero parece que se trata de una adaptación de otra tragedia anterior –The fatal dowry– publicada en 1632 por Philip Massinger y Nathan Field. La historia solo tangencialmente evoca la del Curioso impertinente. Sciolto, un noble genovés, entrega su hija Calista a un joven heroico, Altamont. Pero Calista ha sido seducida por el infame Lothario, quien la conmina a reunirse con él el mismo día de la boda. Altamont los descubre juntos y mata al seductor. Luego aparece Sciolto y quiere matar a la hija aunque su futuro yerno se lo impide. Al final, Calista se presenta ante el cadáver de Lothario manifestando que quiere morir para reunirse con su amante. En fin, un dramón patético que tampoco apetece mucho leer, pese a que fue elogiado en su época por el mismísimo Samuel Johnson, que se pasaba de exigente.

Los personajes de The fair penitente están ya en The fatal dowry, aunque Rowe cambia los nombres, pasándolos del francés (la obra previa sucedía en Dijon) al italiano. No he podido confirmar si la elección del nombre de Lothario proviene directamente del personaje del Curioso impertinente, pero apostaría a que sí. En ambos casos se trata de un seductor (aunque con motivaciones muy distintas), lo que ya es una coincidencia sospechosa; además no ha de olvidarse que el Quijote fue una obra muy popular entre los británicos (el inglés es el primer idioma al que se traduce la novela, en la temprana fecha de 1612). Habría que preguntarse por qué Cervantes escogió este nombre que, aunque tiene reminiscencias italianas, creo que tiene un origen germánico (recuérdese Lotario, el nieto de Carlomagno). Como fuera, cabe suponer que del Quijote pasó a un drama inglés y el personaje se popularizo tanto como para convertirse en ese idioma en epónimo de un carácter concreto y poco halagüeño. No ocurrió lo mismo, en cambio, en nuestro idioma; el equivalente entre nosotros sería Don Juan o, en menor medida, Casanova.

Pues nada, una palabra nueva que aprendo en inglés. Compruebo en la Wikipedia que el término se ha usado abundantemente en la literatura en ese idioma (Faulkner, por ejemplo). Y yo sin tener ni idea.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Leonard Cohen y Janis Joplin (1)

Estaba en un bar de Miami bebiendo un cóctel letal de coco y me abordó su recuerdo, la escena de aquella habitación del hotel Chelsea, tan cutre, tan austera. Ahí estábamos los dos, en una cama destartalada, sin hacer, bajo una bombilla desnuda. Hablabas con entusiasmo, apasionadamente nos desnudamos, luego me la mamaste. Y mientras la veía, me veía, veía nuestros dos cuerpos enlazados, sentía la pena estéril de su marcha, las palabras me venían a la boca y las escribí en una servilleta.

Más o menos así contó Leonard Cohen cómo nació la canción que se titularía Chelsea Hotel #2, en la que narra su encuentro sexual con Janis Joplin. Años más tarde, en una entrevista para la BBC en 1994, diría que se arrepentía profundamente de haber asociado la canción con Janis. Incluso pidió perdón al espíritu de la rockera por haber sido indiscreto y grosero. La canción se publicó en agosto de 1974, en su disco New Skin for the Old Ceremony, cuando la Joplin llevaba casi cuatro años difunta. Pero, conociendo algo el carácter de Janis, no creo que de seguir viva se hubiese ofendido y lo mismo pensaba el propio Leonard, como confesó al año siguiente (lo que dudo es que en tal caso hubiese escrito y publicado la canción). Así que tengo para mí que esa petición de disculpas no era sincera; más bien intuyo que Cohen estaba preocupado por limpiar la que le parecía una mancha en su imagen, en convertirla incluso en algo positivo (pecador arrepentido).

De otra parte, la canción tampoco es indiscreta. De hecho, cuando por primera vez la escuché y me traduje la letra (sería hacia el 76 o 77) ni se me ocurrió pensar que aludía a Janis Joplin. Del texto solo cabe deducir que la mujer era famosa y probablemente música, y si me hubiera puesto a elucubrar sobre quién podría haber sido supongo que habría agotado el listado de las folkies de la época antes de siquiera pensar en la texana. ¿Cohen y Joplin? No pegaban ni con cola. De hecho, fue el propio Cohen quien descubrió la identidad de la amante del Hotel Chelsea. Empezó dando una pista en la nota de la contraportada de sus Greatest Hits del 75; allí dice: “La escribí para una cantante americana que murió hace un tiempo. Se alojaba en el Chelsea también”. Esa nota era, a mi juicio, para avivar la curiosidad, como diciendo “eh, que lo que cuento ocurrió de verdad, ¿os imagináis quién era ella? No he buscado prensa musical de la época, pero no es aventurado suponer que se mencionaría el nombre de la white lady of blues. No tardó demasiado Cohen en zanjar los rumores.

Fue durante la gira europea entre abril y julio de 1976. Antes de cantar el Chelsea Hotel hacía una breve introducción, cada vez más explícita, lo que revela que no fue nada improvisado. En Mainz, el 4 de mayo, dijo: “Este hotel era de los más veteranos de Nueva York. En aquellos días lejanos, una gran cantante solía alojarse en él, con muchos otros músicos muy buenos. Yo me la encontré una noche en el ascensor, muy tarde, alrededor de las tres de la mañana. No me buscaba y yo no la buscaba. Pero no había nadie más en ese momento. Creo que estaba buscando a Kris Kristofferson. Yo admiraba su actitud hacia el público, cantaba entregándose sin ambigüedades. Algo que pocos han logrado como ella, quien se entregó por completo hasta que decidió dejar de darse y entonces se acabó. Así que escribí esta canción para ella, para Janis Joplin”. Un mes después, el 6 de junio, contó más o menos la misma historia con algunos pequeños añadidos, que ya se había fijado en ella: solía verla en una hamburguesería enfrente del hotel, en el bar del Chelsea fijándose en si la gente ponía sus canciones en la gramola; repitió que admiraba su entrega al público pero que a quien él buscaba esa noche era a Brigitte Bardot (supongo que una broma fácil aprovechando que estaba en Francia); que otra vez se encontraron en la calle 24 y ella le preguntó si había ido a Nueva York para recitar poesía a las ancianas … En todo caso fue claramente explícito: “Ninguno de los dos buscaba al otro pero, por algún proceso de eliminación, caímos en brazos el uno del otro; me refiero a ese tipo de procesos mediante los cuales todo sucede”. Más o menos lo mismo dijo el 25 de junio en Montreaux, Suiza (aunque el encuentro en la calle fue esta vez en la 23). El discursito con sus variantes lo tuvo que repetir en varias ocasiones; una de ella es ésta que he encontrado en Youtube para quien entienda bien el inglés, aunque el sonido es pésimo.


Varias de las afirmaciones que hizo Cohen durante esa gira de 1976 no terminan de encajar, como tampoco algunas frases del texto de la canción. Parece bastante seguro que el encuentro de los dos cantantes tuvo que ser en la primavera de 1968, cuando los Big Brother and the Holding Company fueron a Nueva York a grabar su fantástico segundo álbum Cheap Thrills. No puede decirse que para entonces Janis fuera famosa y mucho menos en la Costa Este; tan solo la conocerían quienes siguieran el rock psicodélico californiano y hubieran escuchado el disco de una banda que tampoco es que estuviera en primera fila. Así que cuando en la canción se dice que “eras muy famosa y tu corazón una leyenda” o que “las limusinas esperaban en la calle” Cohen está exagerando. En realidad ambos eran dos músicos emergentes, promesas si se quiere; los dos con un único disco (el de Janis, además, ni siquiera a su nombre) con audiencias cuantitativamente no muy distintas (aunque de muy distintos tipos). Tampoco me resulta muy creíble que en esa madrugada neoyorkina Leonard ya hubiera desarrollado un gran admiración por la forma en que Janis se entregaba al público durante sus actuaciones, porque se me antoja muy poco probable que hubiera asistido a un concierto de los Big Brother; más me parece que eso ocurriría después y lo que hace ocho años después cuando da sus explicaciones (y también tres años después cuando escribe el tema) es retrotraer emociones posteriores.

Tampoco cuadra que la Joplin estuviera buscando a Kris Kristofferson. Se trata de una ocurrencia fácil para Cohen, dado que el mayor éxito de Janis fue Me and Bobby McGee, compuesta por Kris y, además, era sabido que ambos habían vivido un romance. El fallo es que los dos texanos se conocerían en la primavera de 1970, por lo que es poco probable que Janis lo estuviera buscando dos años antes en el Greenwich. En fin, que cuando hace unos veinte años más o menos me enteré (con bastante retraso) de que la mujer del Chelsea Hotel era Janis Joplin primero me sorprendí (ya he dicho antes que no me pegaban ni con cola, mero prejuicio por tener estilos musicales tan distintos), luego me admiré del éxito de Cohen como seductor (pura envidia, aunque he de confesar que la Joplin no me resultaba atractiva) y finalmente, cuando me fijé un poco más detalladamente en lo que él mismo había contado al respecto, empecé a desconfiar. ¿No se trataría de una fanfarronada del viejo Leonard, aprovechando que la interfecta no podía desautorizarlo? Ahora, con motivo de la muerte de Cohen, me he acordado de esas dudas mías y me he propuesto zanjarlas; pero será en el próximo post.

  
Chelsea hotel #2 - Leonard Cohen (New Skin for the Old Ceremony, 1974)

miércoles, 16 de noviembre de 2016

A propósito del escarabajo (7)

Los cinco posts anteriores de esta serie, todos los que siguieron al primero, han estado dedicados a aflorar los que pueden considerarse antecedentes del diseño del escarabajo; conviene ya volver al inicio, a la obsesión de Hitler de fabricar un coche popular para que (casi) todos los alemanes pudieran motorizarse y llenar con sus vehículos la magnífica red de autopistas que se proponía construir por todo el Reich. El primer post lo habíamos dejado en ese célebre aunque no del todo confirmado almuerzo del verano del 32 entre Hitler y Werlin, su vendedor de coches (concesionario de la Mercedes en Munich) que se convertiría en su asesor en la materia. Creo que he probado suficientementemente que los famoso dibujos del futuro dictador no muestran más que una cierta habilidad para el dibujo pero no en absoluto ninguna extraordinaria creatividad. Como aficionado, Hitler estaba más o menos al tanto de las novedades en el diseño automovilístico y solía ir a las ferias de coches (consta su asistencia a las de Berlín en 1933 y 1934). Pero dejemos ya ese asunto y también el almuerzo del 32 (cada vez se me hace más dudoso por excesivamente temprano) y refiramos el devenir de los siguientes acontecimientos, apuntemos algunos sucesos de los que hay noticia cierta.

Recordemos que Hitler fue nombrado canciller de Alemania el 30 de enero de 1933. Del 11 al 23 de febrero se celebró el 23 Salón del Automóvil de Berlin ( Internationale Automobil-Ausstellung, IAA) que fue inaugurado por el flamante nuevo canciller. En el preceptivo discurso, Hitler prometió beneficios fiscales para los fabricantes de automóviles, un importante programa público de construcción de carreteras y algo que parece de índole anecdótica pero que resultó determinante en la historia aún no comenzada del Volkswagen: convertir a Alemania en una potencia internacional en las carreras de coches. Así, anunció que el Estado subvencionaría con importantes cantidades económicas a una empresa potente alemana para que diseñara y fabricara un bólido de carreras de primera línea. Todos los que estaban en el mundillo daban por sentado que ese pelotazo favorecería a la Daimler-Benz, ya que los Mercedes eran los coches favoritos de Hitler. A ello hay que sumar que, como ya hemos contado, Jakob Werlin, empleado de la Daimler-Benz, era uno de sus hombres de confianza. Sin embargo, contra todo pronóstico, entró en escena un actor novato, una empresa llamada Auto Union que se había formado hacía menos de un año por la fusión de cuatro compañías automovilísticas (DKW, Horch, Audi y Wanderer) para poder sobrevivir a la Depresión. Auto Union habría contratado nada menos que al muy prestigioso ingeniero Ferdinand Porsche para que diseñara un coche de carreras puntero, el P-wagen. Y para su proyecto la Auto Union quería conseguir la financiación que había ofrecido Hitler.

Pues bien, ha llegado el momento de presentar a Porsche, quien habría de ser el padre –si no el único, sí el oficial– del futuro escarabajo. Ferdinand Porsche nació en 1875 en Bohemia, en el seno de una familia germano-hablante; como varios de los que ya han ido apareciendo en esta serie era súbdito del Imperio austro-húngaro. Desde muy joven mostró aptitudes para la ingeniería mecánica y eso le hizo matricularse en la Escuela Técnica de Reichenberg (hoy la ciudad checa de Liberec). Muy joven empezó a trabajar en una compañía eléctrica vienesa y desarrolló un motor eléctrico para las ruedas de los coches. De ahí, con solo 23 años, fue contratado por la compañía también vienesa de Jakob Lohner, donde diseñó varios vehículos eléctricos e híbridos. Ya por entonces le había cogido el gusto a la conducción deportiva y construyó vehículos de carreras que batieron varios records de velocidad en Austria e incluso, con él de piloto, ganaron alguna carrera. El caso es que para los primeros años del pasado siglo, Porsche ya había adquirido bastante renombre y en 1906 es contratado por la subsidiaria austriaca de la Daimler como diseñador jefe. De ahí enseguida lo llamaron a la central de Stuttgart como director técnico y allí permaneció hasta 1929, porque tras la fusión con Benz no se sintió a gusto y prefirió irse. Lo contrató una compañía austriaca pero no duró mucho debido a la depresión económica. Y en 1931, con 55 años y el prestigio de ser considerado el mejor ingeniero automovilístico de Alemania, decidió montar en Stuttgart su propia firma profesional, contando con sus más estrechos colaboradores, entre ellos su propio hijo Ferry Porsche. Su principal motivación en esos momentos era diseñar un coche barato, accesible para las clases medias e incluso populares. Pero no logró encontrar patrocinadores. Fue por entonces, en 1932, que Auto Union le propuso unirse a su equipo como responsable del P-wagen (la P era por Porsche).

He dicho ya que para esas fechas, justo cuando los nazis estaban a punto de llegar al poder, Porsche era el diseñador de coches más prestigioso y entre sus admiradores se contaba nada menos que el propio Hitler. De hecho, parece que unos años antes coincidieron en una carrera automovilística en el circuito de Solitud. El circuito de Solitude se sitúa a las afueras de Stuttgart, junto al castillo rococó del que toma el nombre, y funcionó desde principios del siglo pasado hasta los años sesenta, pero dedicado casi siempre a las carreras de motos salvo entre los años 1922 y 1928 en que albergó competiciones de autos. Si, como se afirma en alguno de los libros que he consultado, fueron presentados por el entonces jefe de prensa de la Daimler-Benz, el encuentro sería probablemente en 1927 o 1928, ya que la fusión de las dos compañías se produjo en el 26. Para entonces Hitler había consolidado su absoluto liderazgo en el NSDPA y empezaba a exhibir su oratoria ante los alemanes (hasta 1927 tuvo prohibido hablar en público) pero todavía no era demasiado conocido. Es explicable por tanto que cinco o seis años después, cuando la Auto Union solicita una reunión con el nuevo canciller, Porsche no se acordara de que conocía a Hitler. Pero éste, sin embargo, sí lo recordaba y con toda seguridad se sintió encantado de recibir a la delegación de esa joven compañía en cuanto supo que al frente de ella estaba nada menos que su admirado Ferdinand. La reunión se celebró en Berlín el 10 de mayo de 1933. Hitler, después de las presentaciones, dijo a sus visitas con brutal franqueza (nunca fue elogiado por sus dotes diplomáticas) que se le antojaba ridículo que Auto Union pretendiese rivalizar con la potente y maravillosa Daimler-Benz (recordemos que Adolf adoraba los Mercedes). En ese momento, Porsche, sin ningún reparo, se atrevió a interrumpir al canciller y se soltó un monólogo de media hora ensalzando las maravillas del diseño de su bólido de carreras para la Auto Union. La energía y apasionamiento de Porsche consiguieron que Hitler lo escuchara sin rechistar durante todo su discurso (algo que su propio secretario garantizó que nunca ocurría) y, desde luego, lo dejaron impresionado. Tanto que, en contra de los pronósticos, los fondos prometidos para el desarrollo de los coches de carreras se repartieron entre la Daimler-Benz y Auto Union.

No se sabe si antes de esa reunión Hitler habría pensado en contar con Porsche para sus planes de fabricación de un “coche para el pueblo”, pero es muy probable que a partir de la misma se asentara en su cabeza la idea de ficharlo. En todo caso, en esa reunión no se habló del Volkswagen que era una obsesión de ambos personajes, aunque seguramente aún no compartida. El siguiente suceso a apuntar entre los antecedentes de la colaboración Hitler-Porsche fue una visita que sin anunciarse Jakob Werlin hizo en otoño de ese año 1933 al estudio de Porsche en Stittgart. Jakob y Ferdinand se conocían de la Daimler-Benz y de hecho, al verlo aparecer por sus dominios, Porsche pensó que venía para espiar los diseños del P-wagen y pasar información a la compañía rival. No le costó demasiado tiempo a Werlin disipar las suspicacias del ingeniero. Le explicó que se había enterado de los intentos de Porsche de fabricar un coche popular y le informó que Hitler estaba muy interesado en sus ideas al respecto. A partir de ahí, charlaron amistosamente un buen rato, y el anfitrión le mostró notas y dibujos de los diseños que había hecho en años anteriores. Ya estaban las cartas boca arriba. Unas semanas después, Porsche recibió una llamada de Werlin pidiéndole que fuera a Berlin, pero eso ya lo contaré en el siguiente post. Para acabar éste creo pertinente decir que con los fondos estatales concedidos, Porsche diseñó y la Auto Union fabricó un bólido de carreras de 600 caballos y 16 cilindros, que ganó tres carreras grandes premios en 1934 (Alemania, Suiza y Checoslovaquia) y fue segundo en dos más, conducido siempre por Hans Stuck, el más famoso piloto alemán de la época, amigo de Hitler y que también estuvo en la reunión de mayo.

lunes, 14 de noviembre de 2016

Leonard Cohen y Judy Collins

Leonard Cohen fue un hombre de letras, un escritor. Aunque escribió novelas, su más intensa vocación era la poesía. De hecho, antes incluso de acabar sus estudios de literatura inglesa en McGill University publicó su primer poemario –Let us compare Mithologies (1956)– que recibió muy buenas críticas, como también los que siguieron: The spice-box of Earth (1961) y Flowers for Hitler (1964). Llegaron a considerarlo uno de los poetas jóvenes canadienses con más aptitudes. Pero la poesía difícilmente da para comer y quizá una de las pocas consecuencias buenas de esta lamentable (y universal) situación haya sido empujar a Cohen al mundo de la canción popular; al menos así lo confesó él mismo en 1971: “me resultaba cada vez más difícil pagar las cuentas de la tienda de comestibles”. También es verdad que el fenómeno que se vivió en el Greenwich neoyorkino durante los primeros sesenta había llamado la atención de Leonard; a caballo durante esos años entre la isla griega de Hydra y Canadá (también Londres), más de una vez se diría que él quería participar de esa movida. Y sí, iría al Greewich pero bastante más tarde, cuando Dylan y sus contemporáneos ya no estaban allí. Se ha hablado mucho de las similitudes entre Dylan y Cohen –ambos eran judíos, ambos magníficos letristas, a ambos les gustaba usar sombrero– pero, en realidad, eran muy distintos. No sólo había una diferencia de edad de seis años y más si la referimos a sus respectivos inicios en la música (Dylan con veinte, Cohen con treinta y tres), sino unos orígenes sociales e inquietudes vitales muy diferentes. Aún así, se admiraron mutuamente; en especial Leonard a Bob.

  
Suzanne - Judy Collins (In my Life, 1967)

Pero volvamos al (no tan) joven poeta que quiere convertirse en cantante. La persona fundamental en el inicio de su carrera, la que con mayores méritos merece ser calificada como su “madrina artística”, fue sin duda Judy Collins. Debemos remontarnos a 1966, a finales de mayo. Judy estaba por entonces trabajando en el que sería su quinto álbum, In my Life; con veintisiete años recién cumplidos era ya una de las voces consagradas del folk norteamericano, no una estrella de primera fila, pero sí sobradamente reconocida como intérprete. Como cuenta en su biografía (Sweet Judy Blue Eyes, my life in music, 2011), solía escuchar bastantes temas de compositores jóvenes, atenta a encontrar canciones que pudiera hacer suyas. Desde hacía un tiempo, Mary Martin, una amiga canadiense muy activamente involucrada en el music-business le venía hablando de un tal Leonard Cohen. Un poeta con mucho talento, le decía, y además ha publicado un par de novelas; lee poesía en esos pequeños clubs de Montreal y de Toronto, pero cree que ha escrito algunas canciones y le gustaría que las escucharas. Incluso le facilitó sus dos novelas – Beautiful losers y The favorite game– que a Judy le encantaron pero no le dieron ninguna pista sobre sus habilidades como compositor de canciones. En todo caso, ante la insistencia de Mary, la cantante aceptó que el poeta canadiense fuera a visitarla a su apartamento en Nueva York.

  
Suzanne - Leonard Cohen (Songs of Leonard Cohen, 1967)

Cuenta Judy que cuando le abrió la puerta se encontró con un tipo apuesto, ligeramente inclinado y en el rostro una sonrisa dulce, atractiva, rara; era, dice ella, la sonrisa de un artista inteligente y sensible. Desde ese mismo instante supo que era especial y también que no le importaba en absoluto que supiera o no escribir canciones. A pesar de no haberse visto nunca, ahí, en el umbral del piso de la Collins, se abrazaron como si fueran viejos amigos. Lo pasó a la sala y lo presentó a un matrimonio amigo que la acompañaba (Michael y Linda Liebman). Judy sirvió bebidas –Leonard pidió vino– y se pusieron a hablar, rompiendo los hielos, conociéndose. Se sentían muy a gusto; al cabo de un rato decidieron salir a cenar y pasaron una deliciosa y divertida velada. Pero lo curioso, lo que extrañó a Judy, es que en ningún momento se refirió Leonard a sus canciones y mucho menos se ofreció a interpretarlas. ¿Quién era ese escritor que había escrito canciones pero que no necesitaba cantarlas? Nada habitual, desde luego, en una época en que cualquiera tenía una guitarra y te cogía por banda para tocarte sus canciones, antes incluso de que tuvieras tiempo de saludarlo. Tanta reserva a Judy la intrigó pero también la cautivó. Pensó que a lo mejor era la timidez lo que le impedía mostrar sus composiciones. O tal vez, se malició, pretendía seducirla antes de dejar que las escuchara. Ella misma reconoce que, si esa fue su táctica, le dio resultado desde el primer momento. Lo cierto es que cuando se despidieron lo invitó a que volviera al día siguiente y probablemente sería ella la que le pediría que le cantara sus canciones.

  
Dress rehearsal drag- Judy Collins (In my Life, 1966)

La noche siguiente, antes de empezar, Leonard empezó confesando sus dudas sobre si lo que había escrito podían considerarse canciones. Luego se sentó en el sofá, apoyó la guitarra en su rodilla y empezó a cantar Suzanne. Dice Judy que entonces se hizo la magia. Luego interpretó Dress reherseal rag, una canción oscura, brutal, auténtica, sobre la contemplación del suicidio, que se te incrusta muy dentro, en las tripas. Judy se quedó anonadada, decidió inmediatamente que las interpretaría en el disco que estaba grabando y así lo hizo, de modo que fueron los dos primeros temas de Cohen en publicarse, pero no cantados por él (Suzanne lo grabaría en su primer disco al año siguiente, mientras que Dress reherseal rag habría de esperar hasta 1971 en Songs of Love and Hate). Judy Collins ha escrito en sus Memorias que se siente agradecida de no haberse enamorado de Leonard como se enamoró de sus canciones. Añade que podría haberlo hecho, que tenía ese encanto, ese brillo en los ojos, ese aire enigmático de quien oculta secretos … Todos los atributos que poseen los hombres hacia los que más se ha sentido atraída, hombres con enorme sex appeal, terriblemente inteligentes y divertidos, y que parecen estar destinados a entrar y salir constantemente de la vida de las mujeres que los aman. Adoró a Cohen, dice, pero no cayó en la pasión que le habría traído problemas. Lo cierto es que, a partir de ahí, mantuvieron una estrecha amistad que ha durado toda las vida. Conociendo la facilidad que tenía Leonard con las mujeres, a uno le queda la sospecha de si la preciosa y tierna muchacha de ojos azules (recuérdese la magnífica canción que le compuso Stephen Stills un par de años después) nocruzó, siquiera alguna vez, el límite de la amistad platónica.

  
Dress rehearsal drag - Leonard Cohen (Songs of Love and Hate, 1971)

El In my Life de Judy Collins tuvo muy buena acogida y fue disco de oro al año siguiente, en 1967, lo que hizo que el nombre de Leonard Cohen empezara a sonar en el ambiente folkie neoyorkino y estadounidense. Durante esos meses, Leonard viajó con frecuencia a Nueva York, alojándose en el celebérrimo Chelsea Hotel (ya dedicaré un post a la canción alusiva y al episodio que la motivó). Durante esas estancias ambos amigos solían pasear juntos por el Greenwich y Judy le insistía en que debía animarse a interpretar sus canciones pero él siempre se negaba, pensaba que se moriría de vergüenza ante el público. En abril del 67 se organizó en el Town Hall de Manhattan un concierto contra la guerra de Vietnam. Esta vez Judy lo acorraló y, pese a sus reiteradas negativas consiguió que a regañadientes aceptara. Ella lo presentó y él, con la camina colgada sobre sus caderas, caminó vacilante por el escenario, las piernas temblándole dentro de los pantalones. Empezó a cantar Suzanne ante un respetuoso y expectante silencio, pero enseguida, a mitad de la primera estrofa, se detuvo. No puedo seguir, musitó por el micrófono, y salió del escenario. El público reaccionó de inmediato: aplaudían, le pedían que volvieran, le decían que era genial. Mientras Leonard, abrazado a Judy, la cabeza en sus hombros, sollozaba y le repetía que no podía, que no podía. Luego se separó y sonrió, exhibió su hermosa y seductora sonrisa, mientras empezaba a desembarazarse de la correa de la guitarra. A Judy le pareció que era un niño de diez años; lo detuvo y sujetándolo por los hombros le dijo: crees que no puedes hacerlo, pero sí puedes y lo harás. Leonard la miró, volvió a sonreír y volvió al escenario. Terminó la canción entre atronadores aplausos. Desde entonces no dejó de ofrecer conciertos, algunos magníficos (estoy recordando ahora el magnífico de 2008 en Londres, con setenta y tres años). De esa primera actuación no parece que haya grabaciones disponibles; a cambio, he encontrado una actuación de ambos en televisión cantando Suzanne diez años después de lo que cuento en este post.


sábado, 12 de noviembre de 2016

Leonard Cohen, pájaro en el alambre

2016 será recordado como funesto para la música, leo en El País: han muerto David Bowie (en enero), Prince (en junio) y ahora, el pasado 7 de noviembre aunque la noticia no se comunicó hasta el jueves 10, Leonard Cohen. Bowie me gustaba mucho durante mi primera juventud, la música que hacía durante la etapa tontamente llamada Glam rock pero a partir de finales de los setenta cambió hacia un estilo que no me atraía en absoluto; aún así, esos primeros discos (y sobre todos ellos el excepcional Ziggy Stardust) los he seguido escuchando ininterrumpidamente a lo largo de los años. Prince, en cambio, nunca fue santo de mi devoción. Sí, claro, Purple rain es una pasada, pero así a bote pronto casi no podría resaltar ningún otro tema y eso que tengo unos cuantos discos suyos. No niego que fuera muy bueno pero es que el funk a mí … Ahora bien, Leonard Cohen es harina de otro costal. Sus canciones me acompañan fielmente desde el principio de mis tiempos, que dato en el verano del 73, nunca he dejado de escucharlas, tengo todos sus discos; en suma: me encanta y lo admiro. Por tanto, su muerte, aunque la más natural por razones cronológicas, es la que más me ha dolido. Siento que se me ha ido un amigo, de verdad.

Verano del 73, catorce añitos recién cumplidos y acabado el bachillerato elemental. La casa de mi amigo Jose que tenía hermanos mayores ya en la universidad, que viajaban a Inglaterra y que volvían con elepés de folk y de rock (y de folk-rock). Uno de esos discos venía en una funda blanca y en el centro un cuadrado que era la foto en blanco y negro (a muy baja resolución) de un tipo con sombrero y mirada obrero y mirada seria. Se llamaba Songs from a Room y, como enseguida me enteré, era el segundo álbum de un judío de Montreal (aunque anglófono) que antes que cantante había sido (y seguía siendo) poeta. Y, pese a mi rudimentario inglés (que más de cuatro décadas después no ha mejorado mucho más), me empeñé en traducir las letras, empezando, desde luego, por el hipnótico tema que abre el disco, Bird on the wire y así descubrir que ese tipo, como un pájaro posado en el alambre o un borracho en un coro de medianoche había intentado su propio modo de ser libre. Es curioso, me aprendí de memoria ese estribillo de tres versos ( Like a bird on the wire, / like a drunk in a midnight choir / I have tried in my way to be free) que he tarareado incontables veces durante toda mi vida, preguntándome siempre por qué coño un pájaro posado en un alambre o un borracho en un coro de medianoche son referencias de la búsqueda de la libertad, sin llegar a saberlo –en realidad sin ponerme a investigarlo– hasta ahora mismo, mientras dedico el tiempo a leer sobre Leonard inmerso en el sonido de su música.

  
Bird on the wire - Leonard Cohen (Songs from the Room, 1969)

En septiembre de 1960, Cohen, veintiséis años recién cumplidos, compró una casa en la pequeña isla griega de Hydra. No sé por qué se le ocurrió ir a esa roca casi pegada a la península de Argos y no muy lejos de Atenas. Tal vez había leído El Coloso de Maroussi, una de las mejores obras de Henry Miller en la que cuenta su estancia en Grecia unos meses de 1939 invitado por Lawrence Durrell. Miller dio un salto a la pequeña isla y nos dejó una descripción que, al releerla ahora, me recuerda que en su momento me provocó ganas de ir a conocerla (pero todavía no he estado en Grecia): “Hydra es casi una roca desnuda y su población, casi exclusivamente marineros, está disminuyendo rápidamente. La ciudad, inmaculada, se agrupa sobre el puerto en forma de un anfiteatro. Sólo dos colores, azul y blanco, y el blanco es blanqueado todos los días, hasta los adoquines de la calle. Las casas son aún más cubistas que en Poros. Estéticamente es perfecta, el epítome de esa anarquía intachable que reemplaza, porque los incluye y los trasciende, todos los arreglos formales de la imaginación. Esta pureza, esta perfección salvaje y desnuda de Hydra, se debe en gran parte al espíritu de los hombres que una vez dominaron la isla”. En fin, que Cohen se desplazó a Hydra desde Montreal donde llevaba ya unos años –tras haber acabado la universidad canadiense y haber pasado un tiempo en la neoyorkina de Columbia– trabajando y escribiendo poesía. Su abuela acababa de morir y le había dejado un dinero, lo que le permitió pagar los 1500 dólares que le costó la casa de tres plantas y con una gran terraza desde la que se veían las montañas y el resto de las edificaciones de la población, tan resplandecientemente blancas.
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En la isla no había agua corriente y sólo una hora de electricidad por las mañanas y otra por las tardes. Tampoco había teléfono, pero al poco de llegar Leonard con Lena, su novia de entonces, empezaron a colocar los postes y enseguida los cables. Esos cables representaron para Cohen la civilización, las ataduras del mundo actual de las cuales era imposible liberarse por mucho que se intentase, incluso aún mudándose a una mínima isla del Egeo. Un día, desde su ventana, vería al primer pájaro que se posaba en uno de esos nuevos cables de teléfono y se le antojaría un símbolo de libertad. En cuanto al borracho en un coro de medianoche parece que la explicación es bastante más prosaica: alude a los cánticos de los jóvenes extranjeros bohemios instalados en Hydra mientras subían las interminables escaleras desde el puerto, después de abundantes ingestas alcohólicas. Entre esos extranjeros con los cuales había amistado Leonard había una pareja noruega, Marianne Ihlen y Axel Jensen, un escritor y su bella musa. Se habían casado muy jóvenes contra la voluntad de sus familias e inmediatamente (en 1958) se trasladaron a la isla. Parece (porque hay distintas versiones) que Axel se enrolló con Lena y abandonó a su mujer; Leonard se encontró a Lena llorando y ambos se consolaron mutuamente. Posteriormente, ambos reconocerían que se enamoraron desde que se vieron, pero que la historia fue “una bonita película lenta”. El caso es que vivieron juntos unos años y, cuando rompieron, Leonard escribió su preciosa So long, Marianne, que aparecería en su primer disco (Songs of Leonard Cohen); pero de Marianne ya hablaré en otro post.

Porque en este post, el primero en homenaje al gran cantautor desaparecido, me limito a recordar mi primer encuentro con él, con ese su segundo disco que ya por entonces tenía cinco años. Luego, ese mismo verano, escuché el primero y a lo largo de quinto de bachillerato conocí los dos siguientes, Songs of love and hate y New skin for an old ceremony. Esos cuatro álbumes fueron para mí la discografía completa de Leonard Cohen durante la universidad y luego, en los primeros ochenta, bajó un tanto la intensidad de mi relación, pero la volví a recuperar con entusiasmo a finales de esa década y desde entonces. Acabo con la traducción del pájaro en el alambre y con la versión que de la canción hizo Judy Collins, antes incluso de que Cohen la publicase.
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Bird on the wire - Judy Collins (Who Knows Where the Time Goes, 1968)
 
Como un pájaro en el alambre / como un borracho en un coro de medianoche / he intentado a mi modo ser libre.
Como un gusano en un anzuelo / como un caballero sacado de algún viejo libro / he guardado todas mis cintas para ti.
Si he sido desconsiderado / espero que puedas perdonarme / Si he sido falso / espero que sepas que nunca lo fui contigo.
Como un bebé nacido muerto / como una bestia con su cuerno / he desgarrado a todos los que se acercaron a mí.
Pero juro por esta canción / y por todos mis errores / que rectificaré por ti.
Vi a un mendigo apoyado en su muleta de madera / me dijo: no debes pedir demasiado / Y vi a una bella mujer apoyada en su puerta oscura / me gritó: hey, ¿por qué no pides más?
Como un pájaro en el alambre / como un borracho en un coro de medianoche / he intentado a mi modo ser libre.

jueves, 10 de noviembre de 2016

Primeras damas USA

A propósito de la reciente victoria de Donald Trump en las elecciones yanquis, Lansky ha ilustrado su blog con una erotizante foto de la futura primera dama con el comentario “no todo es malo”. Esa foto de Melanija Knavs (que es su nombre esloveno original) procede de una sesión fotográfica que la revista GQ publicó en enero de 2000. Por entonces ya estaba saliendo con Donald Trump y éste ya había manifestado sus apetencias de entrar en política. Justamente ese año 2000, el actual presidente electo participó en la carrera por la candidatura dentro del Reform Party, el que fundó Ross Perot en los noventa. No ganó, quien se presentó a las elecciones de 2000 (en las que ganaría Bush con las trampas en Florida) fue Buchanan, aunque enseguida regresaría al Partido Republicano, anticipando el recorrido del propio Trump. Naturalmente, en ese partido Donald no tenía ninguna posibilidad de llegar a la Casa Blanca; no obstante, parece que Melania lo apoyó calurosamente en esa campaña. En el reportaje de GQ le preguntan si, a la vista de las aspiraciones políticas de su pareja, se imaginaba llegar a ser algún día primera dama de los USA; y ella contesta que a toda mujer le gustaría así que, ¿por qué no? Tengamos en cuenta que en ese momento tenía veintinueve años y ni siquiera era residente en Estados Unidos (no tenía aún la green card), mucho menos ciudadana (obtuvo la nacionalidad en 2006).


Pero a lo que vamos, que la mujer está buena, no miente Lansky. Por lo visto era una monada de dieciséis años que paseaba por las calles de Sevnica, pequeña y coqueta ciudad eslovena, cuando la descubrió el fotógrafo de moda Stane Jerko y, en cuanto alcanzó la mayoría de edad, la llevó a Milán para iniciar su carrera en las pasarelas. He encontrado una foto en blanco y negro que debe se de esa época y en la que se aprecia a una cría de belleza bastante natural, nada sofisticada. Unos diez años después, finales de los noventa, la chica ya es una fashion star que sale en portadas de revistas y acude a pasarelas de primera división (de hecho, conoce a Trump en la Fashion Week Party neoyorkina de 1998). Por entonces su imagen ya es muy distinta, resultado de un cuidadoso “diseño” como es norma obligada en el oficio (véase la foto de la revista Ocean Drive). No obstante ese diseño aún no había dado el que parece paso inevitable, me refiero a la cirugía. Parece que se ha aumentado los pechos, afinado el tabique nasal y retocado el rostro con abundantes inyecciones de botox. Yo no entiendo del todo esa manía (en especial la del botox) porque los resultados no me gustan nada. Fijémonos en la tercera foto, en esos ojos anómalamente achinados, pómulos de extraterrestres, un rostro carente de expresividad. Sigue estando buena, no puede negarse, pero mejor habría hecho evitando los quirófanos.


El caso es que a raíz de la llamada de atención de Lansky sobre la próxima primera dama estadounidense, se me ha ocurrido repasar las que le precedieron en el cargo. No todas, claro (son 45 presidentes, demasiados), sino tan sólo las doce últimas; es decir, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial y empezando con la mujer de Harry Truman. Creo que un periodo de siete décadas es adecuado para estudiar sobre la evolución de las primeras damas norteamericanas, aunque me abstendré de señalar conclusiones, que cada uno saque las propias. Así que ahí tienen una tabla en la que he recogido algunos datos que pueden ser relevantes. El primero es el nombre de soltera de la señora y a continuación el de su marido, el presidente. En la tercera columna indico el año en que inició el ejercicio de “primera dama” (en enero, salvo cuando el marido no accedió al cargo a través de elecciones), y en la cuarta la edad que tenía en ese momento. Luego he puesto la diferencia de años que le lleva/llevaba su marido. Finalmente, la profesión que tenía y que obviamente había abandonado ya antes de acceder a la Casa Blanca.


Comparándola con sus doce últimas predecesoras, Melania no es demasiado singular. No es la más joven en acceder al cargo: mucho más lo fue Jackie Kennedy, pero también lo fueron un poquito más Michelle Obama y Hillary Clinton. Tampoco es la primera que ha trabajado como modelo pues Pat Nixon y Betty Ford también ejercieron ese oficio, aunque con bastante menos dedicación y en perfiles más “discretos”. Y ni siquiera es la única nacida fuera de los Estados Unidos pues Louisa Johnson, esposa de John Quincy Adams, el sexto presidente (1825-1829), nació en Londres. No obstante, aquélla lo hizo antes de la independencia estadounidense y, además, su padre era norteamericano. Es decir, Melania es la primera primera dama que ha sido una inmigrante en el país (pero, claro está, no es de los inmigrantes “desagradables”). El único dato en el que ocupa la primera posición en la tabla que he elaborado es en el de diferencia de edad con su marido, nada menos que veinticuatro años (habría que comprobar si alguno de los 44 presidentes anteriores ha tenido una cónyuge a la que llevara tantos años). Por cierto, Trump accederá a la presidencia con 70 años y medio, casi siete meses más que la edad tenía Ronald Reagan cuando hizo lo propio; es decir Donald será el presidente más viejo en tomar el cargo.

Y tras los datos, las imágenes: a continuación un montaje con las doce mujeres que han sido primeras damas de los Estados Unidos desde 1945 hasta ahora. Compárense con la próxima titular; quizá muchos vean a Melania como la más guapa, pero yo voto por Jackie (pinchar para ampliar).


miércoles, 9 de noviembre de 2016

Libros prohibidos de mi infancia

No es lo mismo un aficionado a los video juegos violentos que quien se dedica a escribir cartas. El primero sería un pistolero virtual o electrónico y, por tanto, procede denominarlo e-pistolero. Pero epistolero es el que produce epístolas, el que escribe cartas. Así que ambos comparten el mismo nombre para sus respectivos oficios u ocupaciones. La coincidencia nominal me sugiere que escribir cartas debe parecerse a disparar una pistola; es decir, que las frases deben ser trallazos, oraciones secas y contundentes. Me viene a la mente el estilo de James Ellroy, quizá el mejor ejemplo de escritura pistolera, aunque no en epístolas sino en novelas, con muchas pistolas, eso sí, o sea que pega. (Nota: esta chorrada se me ocurrió mientras leía un post reciente de Lansky y, a partir de ahí, la mente se puso a desbarrar sola y asociando recuerdos asociando ...)

Este tipo de chistecillos me recuerdan un libro que tenían mis padres cuando yo era niño titulado Picardía Mexicana. Era una recopilación de dichos populares mexicanos, procaces los más y, por tanto, muy atractivos para un chaval de doce años de la reprimida España de entonces. La cosa es que se me ha ocurrido rastrear mi vago recuerdo en Internet y me sorprende descubrir que la obrita en cuestión hasta tiene página propia en la Wikipedia y es que parece que el libro tuvo un éxito abrumador: 143 ediciones en México con más de cuatro millones de ejemplares vendidos (que es un número altísimo para nuestro idioma, como he podido comprobar para mi sorpresa; algún día dedicaré un post a los best sellers). Decía su autor, Armando Jiménez (1917 – 2010), que era el libro en español más leído de la historia después del Quijote, pero que la mayoría de sus lectores negaban serlo.

He intentado conseguir el libro en la Red pero no he tenido suerte. No obstante, la página citada de la wiki detalla los distintos apartados de que constaba el libro y según los iba repasando me venían a la memoria retazos de aquellas lecturas a escondidas. Y es que los niños no podíamos entrar en el despacho de nuestro padre y mucho menos tocar los libros que tapizaban tres de las cuatro paredes de aquella habitación. Pero para mi la tentación de esas obras prohibidas era más fuerte que el miedo al castigo que recibiría de ser descubierto. Vaya en mi descargo que la tentación en la que caí fue la misma a la que sucumbieron Adán y Eva: probar la fruta prohibida del árbol del conocimiento.

En esas edades de despertares hormonales e ignorancias abismales, de lo que más me interesaba leer era de sexo. Y así me lancé a leer otras picardías, estas toscanas, las que cuenta Boccaccio en el Decameron. Aunque años después volví a releerlo con los humores bastantes más pacificados, no pocas escenas de aquellos cuentos se me han quedado grabadas y me evocan recuerdos salaces e imágenes autobiográficas de precoz bálano en ristre (insisto en que no me suena nada ordinaria la expresión, Vanbrugh). Entre ellas, me viene ahora a la cabeza la historieta de aquel fraile ermitaño que convenció a una bella e ingenua muchacha para que colaborara en meter al diablo en el infierno, santa tarea a la que enseguida ella cogió gusto; o esa de otro fraile de que halagó la inflada vanidad de una tonta y guapa mujer haciéndole creer que el arcángel Gabriel se había enamorado de ella.

Pero no todo iba a ser “pornografía” (imaginen los jóvenes lo que en ese tiempo –finales de los sesenta, principios de los setenta– y en ese país podía tildarse de pornografía). Como siempre he sido curioso, para enterarme de los misterios del sexo no me bastaban los cuentos de Micer Giovanni, que mediante verbos genéricos o elipsis literarias, dejaba las cosas sin aclarar lo suficiente, en especial para un chavalín que recién empezaba la adolescencia y apenas sabía de qué iban. Pero mis padres también contaban con el que por aquellos años era el manual más famoso sobre el asunto, El libro de la vida sexual, cuyo autor era nada menos que el doctor Juan José López Ibor, uno de los más ilustres psiquiatras de la época, lo que aseguraba la máxima seriedad y rigor científico. Me entero ahora de que la obra fue impulsada por la Editorial Danae aprovechando la relativa apertura del régimen (por entonces era Ministro de Información y Turismo un Fraga de cuarenta y seis tacos) con la loable intención de cubrir las nada pequeñas lagunas de ignorancia al respecto de los reprimidos españoles; entre ellos, por cierto, estarían mis padres, dado que se hicieron con el libro, aunque por entonces ya habían acabado sus tareas reproductoras. No me acuerdo demasiado, pero sí guardo algunos retazos, como que el libro tenía bastantes fotos que hoy consideraríamos completamente blancas pero que tenían su picante en ese tiempo.

Lo que no supe entonces e ignoré hasta hace una década más o menos es que ese libro que fue tan popular en los últimos años del franquismo no lo escribió el reconocido psiquiatra sino los periodistas Lidia Falcón y Eliseo Bayo, quienes recibieron el encargo de la editorial al precio de 35 pesetas la página, ingresos que les vinieron como agua de mayo (como era un buen tocho, unas quinientas páginas, recibirían, en moneda actualizada a hoy, unos 2.275 € que es una miseria pero, al fin y al cabo, eran “negros”, mano de obra necesitada y barata). Es evidente que una mujer separada y feminista y un tipo que acababa de salir del penal de Burgos y en libertad vigilada por pertenecer a las juventudes libertarias, no podían figurar en la cubierta de un manual de sexualidad; en cambio, que lo firmara López Ibor daba a la obra marchamo sobrado de respetabilidad. Naturalmente, al niño de doce años que yo era esas consideraciones ni se le pasaban por la cabeza. Tampoco creo, recordado después de cuatro décadas y media, que aprendiera mucho de su lectura, pero algo me quedaría.